La historia de un culito chino.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Calenda dejó de ensortijarse el cabello con el índice de su mano izquierda y desconectó su móvil. Sin ser conciente de ello, sonrió y miró las luces de Manhattan, al otro lado del puente de Brooklyn.

― ¿Era Cristo? – le preguntó May Lin, atareada en freír trocitos de pollo en la sartén.

― Si, el pobre está destrozado…

― Te gusta ese chico, ¿verdad?

― ¿A mí? – Calenda hizo un exagerado gesto de sorpresa, llevándose una mano al pecho. — ¿Por qué lo dices?

― Por la sonrisa que se te ha quedado en la cara – señaló la chinita con la paleta.

― No. No sé… Es agradable, divertido y muy comprensivo, pero…

― Es enano.

― ¡May! – se escandalizó la venezolana.

― No es por burlarme, pero es la verdad. Parece un ratoncito…

― Si, bueno… pero resulta encantador, ¿no?

― No lo puedo negar. A veces me dan ganas de estrujarlo entre mis brazos.

― Tampoco exageres, es casi de tu tamaño.

― ¡Le saco algunos centímetros y, seguramente, cinco kilos de peso! – exclamó May Lin, poniéndose de puntillas, como para afirmar aún más su superioridad.

― Vale, vale – se rió Calenda. – Tienes razón.

May Lin parecía una cría, con su cuerpo delgado y casi sin pecho, de apenas metro sesenta.

― Solo pienso en ti, amiga. ¿Qué diría la prensa si le viera aferrado a tu cintura? – le preguntó la chinita.

― ¡Bufff! – Calenda ya había pensado en ello. Las sátiras cubrirían las páginas de sociedad. Pero era tan injusto… Cristo era un cielo.

Calenda se levantó del sofá y se dispuso a ayudar a su compañera de piso, poniendo la mesa. Sus largas piernas quedaron de manifiesto al moverse. Llevaba puesta una vieja camisa de hombre que tapaba el estrecho culotte que solía llevar en casa, dejando sus morenas piernas al aire.

Puso dos platos y los cubiertos, así como dos vasos y una botella de agua fría. Sacó un poco de pan y cortó varios trozos con el gran cuchillo, que dispuso en una panera. Rebuscó algunas servilletas de papel y no encontró.

― Mañana tenemos que ir de compras – comunicó a su amiga.

― Vale.

Abrió el cajón de la mesa y sacó dos servilletas de hilo. May repartió el contenido de la sartén en ambos platos. La chinita era quien se ocupaba de cocinar, en las pocas ocasiones en que decidían hacerlo. Calenda no sabía ni hacer una ensalada.

― Mmm… que bien huele – exclamó la morena olisqueando su plato.

― Pollo salteado con verduras, y regado con limón y brandy – recalcó May Lin.

― ¡A comer!

Durante los cinco siguientes minutos, solo se escucharon los sonidos propios de deglutir y mordisquear, ambas chicas atareadas en saciar sus estómagos.

― A ver, Calenda… ¿Cristo te ha dicho algo? ¿Se te ha insinuado o declarado? – preguntó May de repente.

― No, que va. Hace apenas veinte días que lo han dejado. Creo que Cristo aún tiene esperanzas de recuperarla. Siempre me ha dejado claro que amaba a Chessy, que estaba muy a gusto con ella.

― ¿Entonces?

― No sé. Soy yo, creo… no estoy acostumbrada a que un tío sea tan agradable conmigo, tan atento…

― Joder, tía…

Calenda se encogió de hombros, como quitándole importancia.

― Me siento muy conectada con él, pero no sé el motivo. Como ya te he dicho, es encantador y una dulzura de chico, pero…

― Es como un peluche, ¿no? – aventuró May.

― ¡Si! ¡Exacto! Me produce una fuerte empatía, como si tuviera que protegerlo del mundo, pero no me… pone. No me atrae sexualmente.

― Ya veo. Es como un “pagafantas”.

― No seas mala, May – le advirtió Calenda.

― Si lo que quieres es acariciarle la cabeza, llorar en su hombro, y que te saque a pasear, es un “pagafantas”.

Las dos se rieron con ganas.

― Pero tienes que reconocer que es un “pagafantas” guapo – declaró Calenda.

― Eso si. Guapo y listo, y nada tímido.

― Entonces, no es un “pagafantas”. Habrá que buscarle otro apodo – negó la venezolana.

― ¿Qué tal “ositopeluche”?

Nuevas carcajadas se elevaron en el apartamento.

― Bueno – dijo Calenda, limpiándose una lágrima –, por el momento está jodido. No creo que le interese una nueva relación. Perder a Chessy le ha destrozado.

― Se rumorea que todo empezó con una serie de intercambios – murmuró May Lin.

― ¿Intercambios? Pero… los sudafricanos son hermanos… — balbuceó Calenda, demostrando que no sabía nada del asunto.

May Lin levantó las manos, en una muda pregunta.

― ¡Que fuerte, si eso es cierto! – dijo Calenda, con un suspiro.

― De eso te puedes enterar cuando quieras… Pregúntale a Cristo.

― ¡Cotilla!

― ¡A mucha honra!

― ¿Intercambios? Joder… Cristo con Kasha.

― ¿Te molesta, Calenda?

― No, más bien me sorprende. Kasha es un pedazo de mujer.

― ¿Cómo tú? – inquirió la chinita, con una malvada sonrisa.

― ¡May!

― Es cierto. Es toda una hembra, al igual que tú, y ha aceptado a Cristo… ¿Sigues considerándolo un “ositopeluche”?

― Eres una zorra, May Lin – susurró Calenda, llevándose las manos a las sienes.

La chinita dejó escapar una tenue risita. Era como el mismo demonio tentando.

― ¿Has sentido algo parecido por un hombre? – le preguntó Calenda, de sopetón, acallando la risita.

May lin se levantó de la mesa y recogió los platos, sin comentar nada más. Su rostro se mantuvo hermético. Calenda, sorprendida por el brusco cambio de su amiga, observó como la chinita dejaba los platos en el fregadero. Representaba la inocencia más pura, con aquel pantaloncito corto y una camiseta con jirafas y cebras abrazadas.

― May, te he contado mis más ocultos secretos. Te hablé de mi padre y de cómo me ha tratado… te hablo de mis dudas sobre Cristo, pero nunca me has hablado de ti, de tu familia… ¿Por qué?

Con asombro, Calenda comprobó que May Lin se secaba las lágrimas que empezaban a correr por sus mejillas. Se apoyaba con una mano en el borde del fregadero y le daba la espalda, intentando ocultar sus emociones. Calenda se puso en pie y la abrazó por el vientre, con suavidad.

― May… perdóname si he dicho algo indebido. Me preocupas, cielo. Cuéntame qué te ocurre, por favor… confía en mí – susurró Calenda a su oído, dándole cortos besitos en el cuello.

May elevó una mano y le acarició la mejilla. Se giró cuanto pudo y la besó dulcemente sobre los labios. Después, aferró su mano y tiró de Calenda hasta el sofá. Se sentaron las dos, frente a frente, con las manos unidas.

― Está bien, Calenda – le dijo la chinita con dulzura, mirándola directamente a los ojos. Aquellas pupilas, de oscuro centro y bordes color miel, la atraparon sin remedio. – Esto no se lo he contado a nadie, nunca. Pero confío totalmente en ti y te mereces conocerme…

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“Soy ciudadana americana. Nací aquí, en Nueva York, en Chinatown, concretamente. Sin embargo, no conocí a mis padres, ni he sabido nunca nada de ellos. Me crió una mujer a la que siempre he llamado abuela, pero dudo que sea pariente mía. Regentaba uno de los camuflados salones de masajes de Chinatown.

Crecí con otros niños del barrio, y jugué a los tradicionales juegos. Fui a la escuela, como otros tantos niños chinos, y aprendí las tradiciones y costumbres de mi pueblo. Abuela era bastante estricta, pero justa. Yo era una niña obediente y sumisa, agradecida porque ella me cuidaba.

Entonces, un día, abuela me dijo que debía empezar a aprender el arte milenario del masaje, que ya era suficientemente mayor para ello. En realidad, tenía doce años. Cada día, cuando regresaba de la escuela, tenía que cumplir con una tarea que abuela me había preparado.

Al principio, había una mujer enseñándome, aconsejándome. Entre las dos, atendíamos a uno de los clientes de abuela. Le bañábamos en una gran tina de madera, con cazos de agua caliente y esponjas naturales. Después, se pasaba a una camilla sobre la que se tumbaba y le masajeábamos todo el cuerpo, con aceites naturales.

Tardaron poco en dejarme sola. De esa forma, aprendí el arte del masaje erótico y me acostumbré a la piel de los hombres. Un solo cliente, por la tarde, y entonces podía hacer mis tareas del colegio y cenaba. Un cliente cada día.

Ninguno de aquellos clientes tenía permitido tocarme, ni yo me desnudaba tampoco. Solo era una niña haciendo masajes; unos masajes en los que mis manitas ganaban cada vez más experiencia.

Abuela me observaba y me daba consejos sobre los masajes, pero también sobre los hombres. Hasta años más tarde no pude comprender que me estaba evaluando; comprobaba mi aptitud y mi obediencia. Yo nunca me quejaba, ni me negaba a nada. Era atenta y callada con los clientes, perfecta para lo que ella quería: reservar mi virginidad para venderla bien cara.

Cuando cumplí catorce años, abuela me llevó a casa de un hombre maduro. Me lo presentó como Maestro Fong. Hablaba muy suave y era muy cortés. Entonces, abuela se marchó, dejándome allí. Me asusté, pero no osé preguntar nada. El Maestro Fong me sentó en un sofá y pasó sus dedos por mi cara, diciendo que era muy hermosa y angelical. Me informó que, durante una semana, viviría allí con él y que no podría ir a la escuela.

Aquella misma tarde, el Maestro Fong me llenó el culito de aceite e introdujo una pequeña bola que dejó allí varias horas. Llegó un momento en que debía ir al baño urgentemente, así que me la saqué e hice mis necesidades. Me gané un buen castigo. Me azotó las nalgas con una caña de bambú, diciéndome que no debía sacarme la bola bajo ningún pretexto. Si necesitaba ir al baño, le preguntaría a él o me aguantaría como fuese. Aprendí la lección rápidamente.

Durante esa semana, fue introduciendo más bolas, hasta cinco, de ese tamaño. Después, cambió de tamaño, aplicando uno mayor. Sentía las bolas moverse en mi recto y debía hacer fuerzas para que no se salieran. Tenía todo el día el ano echando fuego, irritado por el ensanche. El dolor en si no era demasiado, un poco al principio, cuando me introducía las bolas, pero desaparecía al poco rato. En aquel entonces, no era conciente de lo elástica que es una niña en estas cuestiones.

Los dos últimos días de mi estancia en aquella casa, me los pasé en la cama, siendo sodomizada por el Maestro Fong. Me había ensanchado a placer y llegó el momento de probarme. Al principio, lloré y pataleé, pero no sirvió de nada, salvo para recibir otra tanda de azotes con el bambú. Su pene me horadaba como si fuese mantequilla, sin prisas, con un ritmo constante. Al igual que con las bolas, el dolor desaparecía a medida que mi esfínter se acoplaba al intruso.

El Maestro quedó contento cuando comprobó que ya no me quejaba y que soportaba sus envites, así que me regaló mi primer orgasmo. Con dedos expertos, acarició mi virginal clítoris y no hizo caso alguno a mis primeros espasmos, conduciéndome a una explosión de placer que no podía aún entender. ¿Qué me había hecho y cómo?, me preguntaba, intentando recrear la experiencia con mis propios dedos.

En esos dos días de pruebas, me estuvo recompensando con lo mismo, varias veces al día, hasta tenerme en vilo, tumbada sobre la cama, anhelando que entrara en la habitación.

Abuela vino a por mí y me exploró, abriendo mis nalgas. Quedó satisfecha y me dio un suave cachete. Volvimos a casa y retomé la rutina de acudir al colegio, pero, al regresar, el cliente que me esperaba no solo pretendía tomar un baño y un masaje, sino que pretendía petarme el culito. Siempre un solo cliente al día.

Aquel primer cliente no fue tan amable como el Maestro Fong. No acarició mi clítoris, sino que se limitó a meter su polla hasta el fondo. Tampoco es que fuera nada del otro mundo. Por lo visto, quedó muy satisfecho y así se lo dijo a abuela. Ella fue quien me recompensó. Después de cenar, cuando ya había hecho todas mis tareas, me llevó a su dormitorio y esa noche dormí con ella. Fue su lengua la primera que tocó mi inflamado clítoris, haciéndome retorcerme y chillar de gusto. Esa noche, aprendí a calmar a una mujer y a degustar sus fluidos. La abuela no era ninguna belleza, pero yo ansiaba la recompensa.

Los clientes se sucedían, uno al día. Abuela no permitía que me tocaran más que el culito. No sé la clase de amenaza o advertencia que les hacía a aquellos hombres, pero ninguno intentó algo más. Aprendí a tocarme yo misma mientras se hundían en mi culito, consiguiendo correrme casi siempre segundos antes que los clientes. Aquellos placeres que me hacían temblar, solo servían para aumentar las ofertas que le hacían a abuela por mi virginidad.

Sin embargo, uno de esos habituales clientes tenía otros planes para mí. Se llamaba Jon-Tse y era un hombre con una permanente sonrisa falsa en la cara. En cada ocasión, antes de traspasarme el ano con su miembro, me decía que estaba más bonita a cada día que pasaba. Se trataba de un manager muy activo, que llevaba tanto luchadores, artistas, como putas. Pensaba que una cara tan bonita como la mía se iba a desperdiciar y embrutecer si la abuela me hundía en la prostitución. Según él, había mejores formas de ganar dinero conmigo.

Aún no sé cómo consiguió convencer a abuela, pero el caso es que compró los derechos de mi explotación. Toda mi documentación seguía estando con abuela, pero me marché con él.

Me dejó a cargo de Tamisho, una señora japonesa de mediana edad. Era una entrenadora de geishas que se había traído de Japón. Ella se encargaría de pulir mis modales y afirmaría mi actitud. No me retiró totalmente de que los hombres me sodomizaran, pero si redujo considerablemente su número. Tenía uno o dos por semana, en citas concertadas con antelación, y olían bastante mejor que los que me traía abuela. No eran chinos, sino blancos y algunos, pocos, negros. Por lo que podía observar, eran hombres poderosos, de bienes, que me trataban bien, con respeto.

Mi estancia con Tamisho me sirvió para aprender innumerables maneras para agradar a los hombres. Las ponía en práctica con mis citas y también con Jon-Tse, quien se convirtió pronto en mi amante más asiduo. Aunque nunca me dijo el motivo, Jon-Tse mantuvo la misma política que abuela. Mantuvo mi virginidad intacta. Tanto él como sus clientes, se conformaban con mi elástico y bien entrenado culito. Era capaz de tragarme cualquier tamaño y ya empezaba a gozar de mi esfínter.

Con Tamisho, aprendí cuanto me faltaba sobre las artes sáficas. Metidas las dos en la cama, me hablaba de cuanto podían gozar dos mujeres con un consolador, a la par que me introducía uno en el culito. La verdad es que esa mujer me hacía berrear como ninguno de los clientes.

Jon-Tse fue quien me introdujo en el mundillo de la publicidad. Muchos de sus ricos clientes me contrataron como modelo para sus negocios. La dulzura de mi rostro y mi semblante me hicieron destacar como fotomodelo juvenil. En apenas un par de años, aparecí en vallas y afiches en los estados de Nueva York y New Jersey. Eso hizo mi rostro conocido y aún más reclamado para la publicidad. Quizás eso fue lo que convenció a Jon Tse para no dejar que nadie me desvirgara, pues según sus propias creencias, mantenía mi espíritu en alza. A medida que el negocio publicitario se incrementaba, empezó a retirarme de los encuentros amorosos. Me decía que mi rostro y mi apostura juvenil cada vez tenían más demanda. Ya solo dejaba que los muy ricos y poderosos me tuviesen, cuando se encaprichaban del culito de la niña china.

Hice una campaña para Benetton cuando tenía dieciséis años de edad, y, como resultado, una ambiciosa fiscal del estado se encaprichó de mí, lo que acabó llevando a Jon-Tse a la ruina y a la cárcel. Juliette Dobrisky, la susodicha fiscal, se convirtió en mi nueva protectora. Estaba casada y era madre de dos niños, pero construyó una vida paralela para mí. Me sacó de Chinatown y me instaló en un pequeño apartamento, en Queens. Tenía una cuenta de gastos, iba al instituto, y disponía de un nuevo agente que me buscaba trabajos cada vez mejores.

La prostitución se había acabado para mí y me dediqué, por completo, a calentar la cama de la fiscal. Juliette era una mujer fuerte y dinámica, pero también hermosa y romántica. Junto a ella, comprendí que las mujeres me atraían mucho más que los hombres, que me llenaban de amor y pasión. Los hombres solo habían sido bestias lujuriosas que me usaron a placer, como un simple objeto.

Juliette era idílica, aunque disponía de poco tiempo para mí. Era muy paciente en la cama, buscando siempre mi placer, colmándome de atenciones. A veces, salíamos a pasear o al cine. En ocasiones, parecía que me tratara como a una hija, en vez de ser su amante. Me enamoré de ella completamente, a pesar de la diferencia de edad. Es la única persona, en mi vida, por la cual lo dejaría todo. Pero, como todo idilio, tuvo un final. El partido convenció a Juliette para presentarse a senadora. A ese nivel, nuestros encuentros pronto serían descubiertos por sus contrincantes políticos. Tuvimos que terminar nuestro romance.

Para entonces, yo había cumplido los diecinueve años y mi carrera como modelo ascendía con fuerza. No podía dedicarme a pasarela por mi baja estatura, pero mi cuerpo juvenil y mi cara de niña adorable seguían siendo muy requeridos en publicidad fotográfica. Vallas, carteles, afiches de autobuses, y, sobre todo, libretos publicitarios a nivel nacional, se nutrían de mi belleza. Hace un par de años, mi agente firmó una cesión con Fusion Models Group, que me ha conseguido buenos contratos. Desde lo de Juliette, no he mantenido ninguna relación sentimental. Es algo que no se me apetecía, aunque he compartido este piso con algunas chicas. Pero, finalmente, llegaste tú, Calenda. He vuelto a disfrutar de esa ansiedad que crece en el vientre, con la que sientes delicadas alas de mariposa en el estómago. No solo eres mi compañera y mi amiga, sino que eres la única persona en la que confío para contar todo esto.

A mi pesar, me he enamorado de ti, Calenda.”

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Calenda apretó con fuerza la mano de May Lin. Se sentía desbordada por la historia que había escuchado. Ella, mejor que nadie, sabía el dolor y la impotencia que significaba todo aquello. A pesar de la escasa inflexión en la voz de la chinita, Calenda sabía lo que debía haber sufrido. Cuantas noches en blanco, entre lágrimas, cuanta angustia sufrida sin contar con el apoyo de una madre, de un adulto en el que confiar. ¿Cómo lo había soportado?

Calenda, que creía que a ella le había pasado lo peor del mundo, fue conciente de que no era la única en ser desgraciada. ¿Cómo May Lin había soportado oírla hablar de sus desventuras? Su compañera tenía que haber hecho de tripas corazón mientras la escuchaba. ¿Y cómo no se había dado cuenta de los sentimientos de la chinita? Eso era lo más grave. Habían compartido cama, más de una noche, y jugado al placer entre ellas, pero ahora comprendía que, para May, era algo mucho más profundo.

Totalmente conmovida, Calenda abrió sus brazos, brindando a su amiga el abrazo que necesitaba. May Lin se dejó acunar, emocionándose con el calor humano. Calenda besó la coronilla de May, oliendo el fino cabello cortado en capas. No sabía cómo, pero May siempre llevaba su pelo perfecto, como si el viento y los roces no la afectaran. Su casquete estilo Cleopatra, con las puntas largas por delante, cayendo sobre sus pechos, siempre lucía igual. Ella sabría cuanto tiempo le dedicaba a tal menester.

― Lo siento mucho, cielo – susurró Calenda. – Siento mucho que te haya pasado todo eso…

May Lin estalló en un quedo sollozo amortiguado. Se aferró aún más al sinuoso cuerpo de su amiga, como si quisiera fusionarse. Calenda la arropó con sus brazos, tratando de apaciguar los escalofríos que recorrían su cuerpo.

― Ya está, pequeña, ya está. Ahora todo está bien… estoy contigo…

May suspiró. Su amiga la llamaba pequeña, cuando, realmente, la china era tres años mayor que la venezolana. Esa era la historia de su vida. Todo el mundo la consideraba una niña, una joven indefensa y sin experiencia. La mayoría de las veces, esa impresión venía genial, ayudándola en su trabajo y otros asuntos. Pero, en otros casos, como en ese momento, no la ayudaba, sino que la reprimía.

Calenda la consolaba y trataba de protegerla de la crudeza de la vida. Sin embargo, de las dos, May Lin era, sin duda, la más fuerte y la más decidida. Solo que, en aquel momento, había sucumbido a una emoción que llevaba un tiempo anidando en ella.

May Lin no había querido reconocer que sentía algo profundo por Calenda. Se lo había callado, atesorando los momentos de dulzura que existían entre las dos como sucedáneo. Sin embargo, escuchar a Calenda confesarle que sentía algo por Cristo, la había puesto frenética, sucumbiendo a la presión.

La chinita no quería abandonar los brazos de su compañera, más que nada para no tener que mirarla. La vergüenza y un fuerte pudor llenaban su mente. Le había contado, de un tirón y sin mirarla, lo más escabroso de su vida: sus pecados y su debilidad. Calenda mecía su cuerpo sobre el sofá. Su espalda golpeaba suavemente contra el respaldo y sus abdominales volvían a impulsar su cuerpo hacia delante, mientras acariciaba la nuca de su amiga abrazada. Siseaba levemente, intentando que May Lin dejara de llorar, mientras su mente rememoraba signos y detalles que se esclarecían al momento.

Desde que ella entró por la puerta del apartamento, May Lin se desvivió por atenderla, por agradarle, y Calenda no supo ver a qué era debido. No se sentía mal por desatar esa pasión en su amiga. Ella misma la hubiera aceptado si lo hubiese sabido antes. De hecho, meter a May en su cama era lo mejor de convivir juntas, pero no se sentía enamorada de ella. Esa era una palabra de fuerza mayor, que Calenda no había usado ni conocido en su vida. Nunca se atrevió a sentir algo suficientemente poderoso hacia una persona, salvo la enfermiza sumisión que despertaba su padre en ella. ¡Gracias a Dios que estaba en la cárcel!

― Calenda – susurró May Lin, alzando sus ojos — ¿me quieres?

Era la pregunta que la venezolana esperaba y temía.

― Claro que si, mi vida – musitó a su vez. – Eres mi amiga y mi compañera. Te quiero muchísimo.

― Pero… ¿me amas, Calenda?

Calenda la separó de su cuerpo para poder fijar sus ojos en ella.

― Ahora mismo, eres la persona a la que más quiero de mi vida. No sé si ese es el amor que esperas, o si puedo llegar a amarte aún más. El tiempo lo dirá…

― Con eso me conformo, Calenda – sonrió May Lin, atrapando la nuca de su amiga para acercar sus bocas.

El beso se convirtió en algo sensual, largo, y profundo. Cuando se separaron, ambas estaban rojas y jadeantes. Los delicados dedos de May se atareaban sobre los botones de la camisa de Calenda. Ésta sintió como sus pezones hormigueaban, poniéndose duros y sensibles, con solo ese minúsculo roce. Ella misma atrajo la cabeza de la chinita sobre uno de sus senos, en cuanto quedó al aire. Se le escapó un fuerte siseo cuando la boquita asiática mordió delicadamente su firme pezón. Unas manos casi infantiles se apoderaron de sus espléndidos pechos, sobando y pellizcando, haciéndola estremecerse. May Lin sabía muy bien cómo torturar los senos, hasta arrancarle aullidos.

May cambió la boca de pezón, mordisqueando el vecino. Pellizcó y estiró el que había abandona, muy mojado, con tal fuerza que Calenda gimió de dolor, pero no se quejó de otra forma. May Lin parecía frenética, seguramente debido a su confesión. Dedos y boca atormentaban sin cesar los pechos de su compañera, esas tetas con las que soñaba cada noche.

Acabó de quitarle la camisa y su boca descendió, en busca del profundo ombligo. Por su parte, Calenda tironeó de la camiseta de May, intentando sacarla por encima de su cabeza, pero la joven no hacía nada por ayudarle, demasiada ocupada con mordisquear su piel, lo cual impedía dejar su torso desnudo.

Como si tuviera una única misión entre ceja y ceja, May Lin bajó el culotte de su amiga, deslizándolo por sus largas piernas. Cuando Calenda quiso responder con una caricia más íntima, May le apartó la mano y le dijo:

― Déjame hacer… ya tendrás tu momento…

La obligó a tumbarse en el sofá, colocándole una mano sobre un hombro. Desnuda, Calenda se tumbó boca arriba y se abrió de piernas ante una mínima presión. Los dedos de May resbalaron sobre el depilado pubis, ocasionando un largo y divino escalofrío en el cuerpo de Calenda. También notó como su vagina se humedecía, respondiendo a las caricias. Los pequeños dedos la penetraron con tanta dulzura que apenas los notó. Otros dedos aletearon sobre sus sensibles ingles, haciendo que subiera más las rodillas. Su torso se alzaba con un ritmo rápido y potente.

― Mmmmmm…mmmmmmmmmm… – gimió cuando una lengua traviesa reemplazó los dedos en su vagina.

May Lin besó aquella encantadora vagina como si fuesen los labios de la boca, deslizando su lengua en su interior. Para ella, no existía otro coño tan hermoso y sabroso como el de su compañera de piso. Era precioso, de labios mayores abultados y cerrados, así como una pequeña prominencia en su Monte de Venus, que lo hacía particularmente mullido. Le encantaba comérselo y estaba dispuesta a hacerlo mucho tiempo. Endureció su lengua y traspasó la vulva, buscando una penetración más profunda. Calenda daba pequeños saltitos sobre sus posaderas, respondiendo a lo que le hacía sentir aquella lengua.

― DIOSSSSSS…

May Lin sonrió al sentir la exclamación. Notaba como las caderas se movían, arqueando el cuerpo, ondulando el vientre. Calenda bailaba al son que tocaba la lengua de May Lin. Ésta estaba hecha una bola entre las piernas de su amiga, como un pequeño duende travieso que estuviera libando de una tierna flor. Su cuerpo de niña, enfundado en el corto pijama, casi se ocultaba tras las piernas flexionadas de su compañera.

Calenda colocó sus manos a cada lado del rostro de May, incrementando su presión sobre su entrepierna. Boqueaba como un pez, completamente alterada por la eficiente lengua. Ambas se miraron, sin que Calenda soltara su carita. La observó pasar la lengua por toda su vagina, poniendo una carita de vicio tremenda. Mientras lamía, no dejaba de mirarla. Por un momento, la venezolana tuvo una especie de epifanía. Aquel rostro de rasgos infantiles, de manifiesta inocencia engañosa, se convertiría en su confidente secreta, en su máximo cómplice, unidas por el vicio y el placer.

― Ay, May… May… no puedo más – jadeó Calenda, alzando sus caderas. — ¡Tengo fuego en el coño!

May Lin no contestó, pero se lanzó a succionar el hinchado clítoris con fuerza. El cuerpo de Calenda se contrajo y, con un chillido, empezó a correrse salvajemente. Parecía una yegua encabritada, cuyos movimientos espasmódicos no lograban arrancar de su lomo la avispada y pequeña jinete que la montaba.

― Déjalo ya… aparta, May… me estás matandooooo… — jadeó Calenda, apartando la boca de su amiga, que parecía haberse pegado a su clítoris.

May Lin sonrió y se relamió, limpiando los jugos que manchaban su barbilla. Se acostó al lado de su desnuda amiga, quien trataba de recuperar el fuelle, y se abrazó a ella.

― Quiero pedirte un favor, Calenda.

― Lo que desees, cariño – exhaló las palabras junto al aire de sus pulmones.

― Es sobre mi vergonzoso secreto… De vez en cuando, tengo la necesidad de una polla en mi culito…

― ¿Quieres un hombre? – se asombró Calenda.

― ¡NO! Te quiero a ti entre mis nalgas.

― ¿Cómo? Yo no…

May saltó del sofá y marchó a su habitación. En cinco segundos regresó con un grueso pene de látex, dispuesto sobre un fino arnés.

― Ah, eso – comprendió la morena.

― Si, tonta – se rió la chinita. – Quiero que te lo pongas y me folles el culo, sin contemplaciones. ¿Lo harás?

― Te aseguro que vas a chillar, mi vida – exclamó Calenda, poniéndose en pie y dándole la mano a su amiga.

Las dos caminaron hacia el dormitorio de Calenda. Una vez allí, Calenda se colocó el arnés y May Lin se desnudó totalmente. la primera pasó sus dedos por el coño de la segunda.

― Joder, como chorreas – exclamó.

― Estoy muy excitada – susurró May.

― ¿Puedo preguntarte quien te desvirgó?

― Fue Juliette – contestó la chinita, subiéndose a la cama, de bruces.

Sus pequeñas nalgas quedaron expuestas, redonditas y separadas. May Lin la miró por encima del hombro. Se llevó una mano al clítoris, pellizcándolo. Sin palabras, se ofrecía a su amiga, quien no sabía muy bien cómo actuar.

― ¿Lo quieres ya en el culito? – le preguntó.

― Primero en el coñito, para humedecer bien el consolador – dijo con voz de niña.

Calenda clavó las rodillas sobre la cama, aferró el tieso falo de caucho con la mano, y lo apuntó sobre la oquedad adecuada. May Lin se abrió de piernas y levantó las nalgas, abriendo el camino. Con cuidado, Calenda se deslizó en el interior. May Lin bufaba y se quejaba. El grueso y falso pene tenía dificultad en entrar.

― ¡Eres muy estrecha! – masculló Calenda, comprobando que le estaba haciendo daño.

― ¡No importa! ¡Sigue! ¡FÓLLAME DURO!

Calenda empujó y empujó, entre resuellos de ambas, hasta introducir todo el consolador en la vagina de la chinita. May Lin aullaba y culeaba, todo a la vez, aferrada a la sábana con dos puñados.

― Cielo, May… te estoy rajando, por Dios. ¿Cuántas veces has hecho esto?

― No… ha entrado… nada en mi… coñito… desde que… Juliette… se fue – gruñó con esfuerzo.

― ¡Estás loca!

― Quería que… fueses tú la primera… mi princesa…

― Gracias, cariño.

― Ahora… ya está bien mojado… ahora mételo en el culo…

― Pero… no está dilatado.

― Me gusta así… ¡duro! ¡Hazlo!

Con solo apretar la nalga con un dedo, el esfínter se abrió, bien entrenado. Calenda comprobó que aquel culito dilataba todo lo que quisiese, con solo apretarlo. La mucosa rosada aparecía a la luz, entre gemidos de la chinita. Era un ano precioso, cultivado y bien cuidado, al que debían haber usado cientos de veces, dada su ductilidad. Calenda introdujo el glande de un solo golpe, arrancando un hondo gemido de gozo, que se convirtió en un aullido al deslizar el restante consolador.

― Puta, está todo dentro – exclamó Calenda, hirviendo de deseo.

― Si… lo noto hasta el f-fondo… dame fuerte, cariño…

― ¡Te voy a sacar toda la mierda! – Calenda se sentía frenética.

― ¡SSSIIII!

La venezolana apretó los dientes y empezó a embestir con los ojos vidriosos. Lo hacía rápido y fuerte, llegando lo más adentro que podía, entre cortos jadeos. May Lin movía las nalgas cuanto podía, intentando rotarlas para obtener así mejor fricción, pero los embates de su amiga la clavaban al colchón.

― Aaaahhhhaaaa… ¡Así, así! ¡Clávame todo! – le chilló la chinita, girándose lo que pudo y colocándose una mano sobre la nalga. La abrió mientras siseaba. – Mira como entra. Me estás clavando al colchón, mi vida… ¡Soy tuya! ¡Haz conmigo lo que quieraaaaas!

Calenda, enloquecida, le metió dos dedos en la boca, acallándola, mientras las embestidas empezaban a descolocarla a ella también. Los falsos testículos que colgaban del falo consolador golpeaban su vulva y clítoris. La rápida cadencia y su propio ímpetu la estaban llevando al clímax. May Lin empezó a correrse en ese preciso momento, azotándose ella misma una nalga con fuerza. Su melenita se desparramaba sobre la cama, deshecha por una vez. Emitía cortos grititos con cada estremecimiento que agitaba su cuerpo.

― ¡TOMA, PUTITA! ¡CÓRRETE! – exclamó Calenda, cayendo sobre la espalda de la chinita, dejándose llevar por su propio orgasmo, el cual la dejó sin fuerzas.

La una sobre la otra, se cogieron de las manos, mirándose a los ojos mientras las últimas ondas de placer surcaban sus espaldas, diluyéndose en un sentimiento mitad romántico, mitad melancólico.

― Te quiero… — susurró May, a la par que su amiga le sacaba el falo de plástico del culito.

― Yo quiero volver a follarte – gruñó Calenda, poniendo los pies en el suelo.

― ¿Ah si? – sonrió la asiática.

― Si, pero esta vez de frente. Quiero mirarte esa expresión de puro vicio que pones. Quiero escupirte en la boca mientras te corres.

― Ay… como sabes excitarme, mi vida.

― Pero primero, tengo que lavar esta polla. Está demasiado manchada de tus heces…

Moviendo rotundamente sus potentes caderas, Calenda se dirigió hacia el baño. Tirada sobre la cama, May Lin suspiró de felicidad… la noche aún no había terminado.

CONTINUARÁ…

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