Capítulo 15
La severidad del castigo que se habían auto infligido quedó de manifiesto cuando al entrar en el avión observé las dificultades que tenían mis niñas para aposentar sus traseros en los asientos.
―Creo que hay unos cuantos culos adoloridos― comenté muerto de risa al ver el cuidado de las cuatro al sentarse.
La más perjudicada parecía Isabel, la cual después de cinco minutos en el avión permanecía de pie en mitad del pasillo.
―Eso te ocurre por puta― dije despelotado desde mi asiento mientras acariciaba su apetitoso trasero por debajo de su falda.
Mi secretaria no fue capaz de protestar por mi guasa y en silencio soportó estoicamente mis dedos recorriendo sus nalgas hasta que la insistencia de la azafata la obligó a sentarse a mi derecha porque había que despegar.
―Capullo― musitó la gordita al escuchar mis risas: ―Lo tengo al rojo vivo.
Lejos de apenarme de ella, usé su desdicha para profundizar en mi mofa y sin dejar de manosear sus cachetes, pregunté a la azafata si tenía crema humectante que se pudiese echar en el culete.
―¿Qué le pasa?― creyendo que era parte de una broma la asistente preguntó.
Deseando avergonzarme y aprovechando que estábamos solos en primera, mi amada secretaria se levantó la falda y mostrando su piel amoratada a la joven, contestó:
―A mi jefe se le pasó la mano al castigarme.
Isabel debió esperar que la empleada se indignara por el trato que había recibido, pero en vez de ello y sonriendo contestó:
―Algo habrás hecho, zorra― y girándose hacía mí, certificó su falta de empatía con mi sumisa diciendo: ―Señor, hasta que no hayamos despegado su putita se tendrá que aguantar, ya que tengo prohibido traérselo.
Mis risas y las de sus tres compañeras terminaron de hundir en la miseria a Isabel, que con gesto de mala leche masticó su cabreo en silencio.
«¡Menuda sorpresa!», exclamé en silencio mientras observaba a la azafata deambulando por el pasillo y es que además de esa respuesta tan contundente, la pelirroja demostró que era una hembra consciente de su atractivo por la forma que se meneaba al caminar.
La monótona voz del capitán consiguió que momentáneamente olvidara el mal rato de mi secretaría y me concentrara en superar el miedo que ese modo de transporte me producía.
«Si Dios hubiese querido que voláramos, nos hubiera dado alas», me dije tratando de controlar mi respiración durante el despegue.
Esa reacción tan usual, pero no por ello menos ridícula, despertó el interés de Paula que estaba sentada a mi izquierda e intentando confraternizar conmigo, tomó mis manos entre las suyas mientras susurraba en mi oído que a ella también le daban terror los aviones. Por su tono, el miedo de la mulata parecía real y por ello, me abstuve de retirarla.
―Sigo enfadado― respondí al sentir que Paula se pegaba a mí buscando consuelo.
―Lo sabemos ― contestaron casi al unísono tanto ella como las dos hermanas.
Mi secretaria, en cambio, mantenía silencio. Su mutismo me dejó claro que se sabía culpable y por eso no la regañé, sino que poniendo mi mano sobre su muslo la amenacé al oído con regalarla.
―Soy suya y puede hacer conmigo lo que usted quiera― contestó bajando la mirada.
En ese instante, empezaron a rugir los motores y acojonado por lo que significaba, me quedé callado mientras iniciábamos el despegue. Si mi nerviosismo era palpable, el de Paula resultó alucinante y es que en cuanto sintió que el avión se movía comenzó a llorar.
―Tranquila, preciosa. No va a pasar nada― desde el asiento de al lado Natalia dijo con dulzura.
La mulata al escucharla la miró aterrorizada y a la hija pequeña de mi jefe solo se le ocurrió besarla. La reacción de ésta no se hizo esperar y agarrándose a ello como a un clavo ardiendo, se lanzó sobre ella llena de desesperación.
―Dígale a su puta que está prohibido desabrocharse el cinturón hasta que el avión deje de ascender― desde su asiento y de muy malos modos, comentó la pelirroja.
Paula la oyó y volvió a su sitio, pero buscando algún consuelo cogió la mano de Natalia y se la puso en la entrepierna mientras la miraba totalmente desmoralizada. La jovencita al ver el estado de su amiga se echó a reír y mordiéndole los labios, le preguntó si quería una paja.
―Me encantaría― replicó la mulata, cerrando los ojos, temiendo quizás que yo lo impidiera.
Por mi parte, me abstuve de decir nada y eso permitió que la chavala se permitiera el lujo de separar los muslos de la colombiana mientras le avisaba:
―Putita, está noche me lo vas a devolver con creces.
Para entonces, Paula solo podía pensar en que la masturbara y sin pensar en las consecuencias, le juró que le compensaría con creces el placer que recibiera. Natalia, a carcajada limpia y mientras introducía una yema en el interior de su amiga, le exigió que se comprometiera a servirla durante toda nuestra estancia en esa isla.
―Te lo prometo― descompuesta, replicó la mulata.
Con su deseo cumplido y con la seguridad de que cumpliría su palabra, comenzó a jugar con el botón que se escondía entre los pliegues del sexo de la colombiana. El miedo de Paula se fue retirando poco a poco mientras su cuerpo entraba en ebullición.
―Me encanta― sollozó al sentir que su respiración se aceleraba producto de las caricias a las que se estaba viendo sometida.
―Siempre has sido una calentorra― contestó Natalia al tiempo que le regalaba un pellizco en uno de sus negros pechos.
El gemido que pegó llamó la atención de la azafata y desde ese instante, no perdió detalle desde su asiento de la paja que estaba disfrutando su indiscreta pasajera. Por el brillo de su mirada comprendí que lejos de escandalizarla, la maniobra de mi sumisa la estaba poniendo cachonda. Aun así, me resultó extraño que, tras un par de nuevos gemidos de Paula, esa pelirroja se acercara y dirigiéndose a Isabel, le dijera:
―Tienes suerte que yo no soy tu dueña. ¿no te da vergüenza tener a tu amo en este estado?
La gordita no entendió a que se refería hasta que, girándose hacia mí, se fijó en el bulto que lucía entre mis piernas y totalmente colorada:
―Mi señor, ¡perdóneme!― musitó asustada y sin importarle la presencia de la empleada de la aerolínea, se quitó el cinturón para acto seguido arrodillarse ante mí.
―¿Qué esperas? ¡Puta!― insistió la azafata.
Y viendo que Isabel no reaccionaba, usó las manos para tomar la cabeza de mi secre y pegarla a mí mientras me bajaba la bragueta:
―Tu amo necesita una boca donde descargar.
Juro que me sorprendió la ligereza con la que esa desconocida intervenía en el tema, pero como a nadie le amarga un dulce dejé que sacara mi miembro de su encierro. Completamente cortada, pero temiendo fallarme por segunda vez en un día, Isabel abrió sus labios y sacando la lengua, empezó a embadurnar mi sexo con su saliva.
―Lo quiero bien mojado, zorra― actuando de domina, la pelirroja le reclamó.
―En seguida lo hago, señora― replicó mi asistente, reconociendo de esa forma la autoridad de la azafata.
―Para ti, soy doña María― con un sonoro azote la aleccionó.
―¡Dios!― sollozó al sentir ese nuevo castigo sobre sus adoloridos núcleos, aunque lo cierto es que en su actitud sumisa pude entrever el placer que ese escarmiento la había provocado.
Ese aspecto no pasó inadvertido y mientras Isabel se atiborraba de verga, la tal María aprovechó para sentarse en el asiento libre y comentarme que hacía tiempo que no veía un ganado tan poco exigido.
Despelotado, repliqué:
―Me gustaría recibir ayuda de alguien tan experimentado como tú. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Santa Lucia? Lo digo porque mis cuatro putas y yo vamos a estar al menos una semana.
Con una sonrisa en sus labios, se abstuvo de contestar directamente, ¡lo hizo de otro modo! Tomando a Eva del pelo, ¡la obligó a arrodillarse ante ella mientras se levantaba la falda!
―Soy María Basáñez, no te importa que use un poco a tu otra guarra, ¿verdad? Es para que no se quede fría.
Muerto de risa por el descaro de esa mujer, admiré con deseo la perfección de sus muslos y bastante excitado, azucé a la hija mayor de don Julián a hundir su cara entre los muslos de la azafata.
―Creo que este
viaje se me va a hacer muy corto― murmuró ésta al sentir la lengua de la rubia
recorriendo los pliegues de su sexo…
Capítulo 16
La llegada a Santa Lucia fue cuando menos extraña y lo digo porque la limusina que nos recogió en el aeropuerto era propiedad de Dewei Sikong, dueño de Sikong Industries, nuestro mayor competidor.
― ¿Está usted seguro que viene a por nosotros?― pregunté al ver en la solapa del conductor el logotipo de esa empresa.
― Sí, mi propio jefe me encargó que los acercara al hotel para que se registraran y que les esperara para llevarlos después a su residencia.
La seguridad con la que respondió me dejó perplejo y aunque no me cuadraba en absoluto, me abstuve de hacer ningún comentario en su presencia. Asumiendo que no iba a tardar en conocer el motivo, me acerqué a despedirme de Maria. La pelirroja estaba charlando con Isabel y fue entonces cuando mi secretaria me preguntó si podíamos acercarla, porque se quedaba en nuestro mismo hotel.
― Por supuesto― respondí sin saber a ciencia cierta si eso supondría que esa mujer se uniría a nuestra peculiar familia o por el contrario y dado su carácter dominante, su presencia significaría el principio del fin de esta.
La alegría con la que mi gordita recibió mi conformidad me puso los pelos de punta y más cuando olvidándose de todo, se afanó en ayudar a la azafata con su equipaje.
«Está maravillada con ella», mascullé entre dientes mientras me subía en la limusina.
Para mi sorpresa, María se sentó sobre mis rodillas y acurrucándose en mis brazos, murmuró en mi oído:
― Llevo tanto tiempo comportándome en plan cabrón que me apetece probar a ser tu cachorrita.
Juro que no me esperaba ese comportamiento y menos que dejándose llevar por el momento, se comenzara a restregar contra mí sin importarle que el nativo de esa isla pudiese ver sus maniobras a través del espejo. También he de reconocer que su actitud no me resultó indiferente y que al sentir la dureza de sus pechos sobre el mío se despertó mi apetito.
― Te aviso que no soy de piedra― comenté en voz baja cuando no contenta con frotarse, llevó sus manos a mi entrepierna.
Lejos de coartarse por mis palabras, creo que éstas la excitaron y dejándome claro que podía esperar de ella, me besó con pasión mientras me bajaba la bragueta.
―Tenemos público― susurré ya como una moto al percatarme que mis niñas seguían absortas las maniobras de la recién llegada.
―Lo sé y me pone bruta que esas cuatro putas nos observen ― contestó con tono pícaro.
El morbo que sentía por esa situación se incrementó hasta límites inconcebibles cuando, obviando mis protestas, sacó mi miembro de su encierro y me empezó a pajear. Levantando mi mirada observé que el chofer no perdía detalle y al saber que ese hombre era empleado de la competencia, me cortó. Por ello, estuve a punto de rechazar sus caricias, pero justo cuando iba a separarla de mí, Paula comprendió mi embarazo y cerrando el cristal de separación de la limusina, me dio la privacidad que necesitaba.
Aunque daba por sentado que María no iba a resultar una mojigata en lo que respecta al sexo, aun así, me sorprendió que sin cortarse un pelo y cuando todavía el habíamos salido del aeropuerto, se arrodillara frente a mí.
― Tengo sed― musitó con una expresión de lujuria que me dejó alucinado. Tras lo cual, acercando su cabeza a mi verga, se apoderó de ella con sus labios mientras nuestras acompañantes observaban creciente calentura el modo en que la pelirroja devoraba mi sexo.
―No voy a parar hasta que me des de beber― dijo con voz de putón.
Esa afirmación, junto con las miradas de satisfacción de mis niñas, despertó al sátiro que hay en mí y sin reparos, colaboré con ella separando las rodillas.
― Eso espero― respondí sonriendo mientras con las manos presionaba sobre su nuca.
María no se quejó de que forzara su garganta y con un inusitado ardor, se incrusto mi miembro en ella mientras a nuestro lado, las hijas de mi jefe la jaleaban.
― Deslecha a nuestro amo― le pidió Eva.
― Saborea su esencia― le rogó Natalia.
Sin haberme sentido nunca me había atraído el exhibicionismo, os tengo que reconocer que me excitó ser objeto de esa mamada mientras mis zorritas admiraban la escena desde los asientos de enfrente. La pelirroja debió de sentir algo parecido porque como un loca aceleró sus maniobras metiendo y sacando mi polla cada vez más rápido.
― Para ser española es bastante puta― comentó Paula con los pezones marcándose bajo su blusa.
Las otras tres también seguían las andanzas de esa mujer con una más que clara excitación.
―¿Te gusta que nos miren?― le pregunté satisfecho al comprobar que nos observaban cada vez más cachondas.
―Sí― reconoció.
Mi pregunta exacerbó su calentura y poniéndose a horcajadas sobre mis rodillas, se levantó la falda dejándome descubrir que antes de salir del avión se había quitado las bragas. Antes de permitirme reaccionar a la sorpresa de ver su coño desnudo, cogiendo mi sexo entre sus manos, María se ensartó con él.
La estrechez y calidez de su cueva me pilló desprevenido y por ello no pude reprimir un largo gemido cuando esa pelirroja comenzó a cabalgar sobre mí usando mi pene.
― ¿Me darías un azote?― susurró en mi oído.
Esa sugerencia me dejó patidifuso porque jamás hubiese supuesto que me la hiciese la mujer que pocas horas antes había abusado de Isabel al darse cuenta de su naturaleza sumisa. Aun así, no pude ni quise negarme y mientras la veía empalarse con mi verga, llevando el ritmo con mis manos en su culo, colaboré con su galope. María al sentir las nalgadas se derritió y pegando un berrido se lanzó desbocada en busca de su placer.
Natalia creyó llegado su momento y acercándose a nuestro lado, la tomó de las tetas y le dio sendos pellizcos en los pezones a la azafata. Su hermana mayor que se había mantenido bastante al margen acercó su boca a la de María y le mordió los labios mientras le decía lo mucho que iba a disfrutar cuando su dueño la sodomizara.
Esa amenaza causó un maremoto en la mente de la azafata y sin haber todavía analizado si le apetecía o no que le rompiera el culo, me preguntó si se lo haría.
― Nunca rechazo un regalo ― contesté.
Mis palabras incrementaron exponencialmente la calentura de María y es que imaginarse en posición de perrito mientras la poseía por detrás desbordó sus previsiones y dominada por un frenesí animal, se alzó para dejarse caer una y otra vez sobre mi miembro, mientras me rogaba que esa noche le regalara esa experiencia.
― Así lo haré― despelotado por su urgencia, respondí sintiendo al mismo tiempo que ya presa del gozo su flujo recorría mis muslos.
Deseando unirme a ella, descargué mi simiente en su interior. María, al sentir mi semen bañando su vagina, sintió que su cuerpo colapsaba y pegando un sonoro grito, se corrió.
La sonrisa de mis cuatro amantes al ver nuestro placer confirmó que esa mujer era bienvenida. A pesar de ello quise que me lo dijeran de viva voz, y tomando los pechos de la pelirroja entre mis manos, pregunté si la aceptaban como parte de la familia.
Tomando la palabra en nombre de todas, Isabel contestó que, aunque era una decisión que solo podía yo tomar, ellas no pondrían ningún problema porque así cuando yo no estuviera ellas tendrían alguien que las mandase. Mi cara debió reflejar mis dudas e interviniendo, Paula comentó que no me preocupase porque siempre serían mis niñas.
Las hijas de mi jefe apoyando a sus maestras renovaron sus votos al decirme que yo era la razón de su ser.
Entonces y solo entonces, soltando una carcajada, María me soltó que ella no podía comprometerse a ser mi sumisa, pero si mi igual y que si yo accedía, me juraba que a su lado podría explorar nuevas experiencias.
Pensando en la oferta implícita que escondían sus palabras, caí en la cuenta de que todavía desconocía el motivo por el que mi jefe me había llamado y temiendo que a raíz de ello me quedara sin sus hijas, acepté en el preciso instante en el que la limusina llegaba al hotel…
Capítulo 17
Registrarnos en ese establecimiento fue rápido porque Sikong Industries ya había dado nuestros datos. Que nuestro competidor se ocupara de nuestra estancia en Santa Lucía reavivó mi mosqueo y más al descubrir que nos habían adjudicado la suite presidencial.
― Menudo lujo― comentó deslumbrada María.
El asombro de la pelirroja estaba motivado porque más que una habitación era un magnifico piso al que no le faltaba de nada. Salón, cocina y dos habitaciones, todo ello en un ambiente de minimalismo.
― Daos prisa, nos espera vuestro viejo.
Las hijas de don Julián que hasta entonces se habían mantenido muy tranquilas, se pusieron nerviosas al comprender que su destino dependía únicamente de su padre y con lágrimas en los ojos, me rogaron que llegado el caso lo convenciera de que las dejara conmigo.
― Lo intentaré, pero no os prometo nada― repliqué con el convencimiento creciente de que ese viejo me había traicionado y había vendido su compañía a nuestro enemigo comercial.
«Realmente dudo que me haga caso», medité mientras me daba una ducha rápida.
Un cuarto de hora después del brazo de Eva y de Natalia, me despedí de Isabel y de Paula dejándolas en compañía de María. En el hall nos esperaba el chofer, el cual nos informó que, tanto su jefe como el mío, nos esperaban en la mansión que el tal Dewei Sikong tenía en la isla. Esa información no hizo más que ratificar mis sospechas y hundido en la miseria, entré en la limusina.
Durante todo el trayecto a la casa del magnate, no podía dejar de pensar en que al volver a Madrid me habría quedado sin trabajo y que no me quedaría más remedio que inscribirme en la cola del paro.
«Nunca hubiese esperado eso del viejo», repetía una y otra vez con el ánimo por los suelos.
Tal y como me había anticipado su empleado, la residencia que se había edificado nuestro competidor en esa isla resultó ser un palacete de estilo colonial en el que destacaban sus columnas estilo dórico de más de seis metros de altura.
«Un pedazo de choza, ¡sí señor!», murmuré entre dientes impresionado por las dimensiones del edificio frente al que aparcamos.
Al salir de la limusina, observé que por las escaleras de la casa de la casa bajaban don Julián y el magnate. Las sonrisas de sus rostros no amortiguaron la desazón que sentía al ver la complicidad que existía entre ellos.
«Tienen todo atado y bien atado», ya cabreado sentencié, «y solo les falta comunicarlo».
Sin poder disimular mi mala leche, dejé que Eva y Natalia abrazaran a su padre, pero este tras plantarles sendos besos se deshizo de ellas y llamando al otro viejo, comentó:
― Dewei… te presento a Fernando, el hijo que nunca tuve.
Esa presentación me dejó descolocado, pero aún más el hecho que el asiático me saludara colocando su mano izquierda sobre el puño derecho, dando muestra clara que sentía respeto por mí. No sabiendo a qué atenerme imité al ricachón, pero aumentando la inclinación de mi reverencia para mostrar mi consideración por él. Mi gesto no pasó desapercibido y luciendo una sonrisa, el vejestorio me pidió que los acompañara en español con marcado acento chino. Que supiera nuestro idioma no me chocó porque no en vano uno de los mercados principales de su compañía era Iberoamérica, pero he de reconocer que me alegró porque así no tendría que usar mi anquilosado inglés.
No habíamos terminado de subir todos la escalinata cuando del interior de la mansión, descubrí que salían dos mujeres de rasgos marcadamente asiáticos. Mujeres que casi no vi porque, tras hacer una breve genuflexión, tomaron del brazo a las hijas de don Julián y se las llevaron sin darme tiempo a valorar su belleza. No tuve que ser un genio para comprender que la razón última por la que se habían llevado a las hermanas era dejarme a solas con ellos dos y por ello, como buey yendo al matadero los seguí.
«No entiendo nada», pensé mientras transitaba por los pasillos de esa mansión tras ellos.
Nuestro destino resultó ser una biblioteca desde la que se tenía una panorámica completa tanto de la piscina de la casa como de la bahía en la que estaba sita.
― Precioso― comenté realmente obnubilado y creo que con la boca abierta.
― Me alegro de que le guste porque si acepta el acuerdo que he llegado con su jefe, esta será su casa― desde el minibar comentó el que hasta entonces era nuestra máxima competencia.
Confieso que no enteré de lo que hablaba. Es más, tras pensar que había oído mal, creí que me estaba tomando el pelo y por eso, miré a don Julián en busca de ayuda.
― Hemos llegado a la conclusión que la única forma en que nuestras empresas puedan sobrevivir a lo que se nos avecina es fusionándolas― a bocajarro y sin avisar me soltó mi jefe: ― y como ambos ya somos viejos, hemos decidido que tú pilotes la nueva compañía.
―No entiendo― todavía en Babia: ―¿me están diciendo que voy a ser nombrado director de la fusionada?
Tomando la palabra, Dewei Sikong respondió:
―No, director, no. Queremos que seas el presidente. Para que salga bien, debes tener todos los poderes.
Pasmado por sus palabras, le comenté que, si bien entendía que don Julián confiara en mí, me resultaba difícil pensar que él lo hiciera porque no en vano no me conocía.
―Se equivoca, señor Jimenez. Llevo años siguiéndole la pista desde el punto de vista profesional, pero lo que me ha hecho dar este paso ha sido saber de labios de su jefe el comportamiento que ha tenido con él.
―¿De qué habla?― más confundido aún pregunté a mi mentor.
Con una sonrisa de oreja a oreja, me contestó:
―Le expliqué como has conseguido educar a mis hijas y como has convertido a dos impresentables que solo pensaban en ellas en dos niñas cariñosas y obedientes.
Pálido y sin saber si iba a meter la pata, pregunté al oriental si ese era su problema. El sesentón, poniendo cara de circunstancias, se tomó su tiempo antes de responder:
―Ojalá fuera así, mi caso es diferente. Como Julián solo he tenido hijas y como producto de mi cultura, las he educado para obedecer.
―Me he perdido― reconocí: ―Entonces… ¿qué es lo que desea usted de mí?
―Muchacho, necesito que sean capaces de enfrentarse al futuro y que dejen atrás ese modo tan sumiso de pensar. Quiero que les enseñes a ser mujeres del siglo XX, para que algún día puedan heredar mi fortuna sin caer en las garras de algún desaprensivo.
―Disculpen, pero desde ese punto de vista estoy muy ocupado y no tendría tiempo de ocuparme de ellas.
Don Julián me cortó diciendo:
―Si lo dices por mis hijas, esta noche me las llevo de vuelta a Madrid. Tu sitio es aquí en Santa Lucia y ellas deben seguir estudiando.
He de reconocer que me dolió esa decisión, pero en cierta forma era correcta y aunque no hubiese sido en ese momento hubiera llegado tarde o temprano.
«Tienen que levantar el vuelo», murmuré asumiendo también que poco más podía enseñarles.
De todas formas, me sentía incapaz de realizar la misión que me estaban pidiendo y por eso, seguía firme en negarme cuando por la puerta aparecieron dos muñequitas chinas ataviadas al modo tradicional de su país.
«No pueden ser tan bellas», me dije al verlas.
Vestidas de un modo bastante más sugerente que si llevaran un kimono japones, sus faldas estrechas y sus blusas pegadas de brillantes colores las dotaban de un exotismo indudable, pero lo que realmente me maravilló fueron el movimiento de sus caderas mientras se acercaban a mí. Y es que a pesar de caminar con pasos cortos y de no levantar su mirada, los pechos con los que les había dotado la naturaleza no dejaban de bambolearse sensualmente.
―¿Qué le parecen mis niñas? – preguntó el magnate al ver mi cara.
―Son preciosas― con la boca abierta y babeando respondí.
Las mejillas de las muchachas enrojecieron al oír mi piropo y llenas de vergüenza bajaron sus miradas cuando su viejo me las entregó diciendo:
―Al fin he encontrado un candidato y encima tenéis la suerte que ha accedido a ser vuestro tutor. A partir de este momento, el hombre que veis aquí es vuestro maestro y debéis obedecerle como si fuera yo porque le he entregado vuestras vidas.
Sin que su voz reflejara ninguna crítica a su padre, Kyon, la más alta de las dos únicamente preguntó:
―Padre, ¿nuestra obediencia debe la de una buena hija o la de una buena esposa?
―¿Qué parte no has entendido? Fernando ya es vuestro dueño y por tanto es a él a quien le debes hacer la pregunta.
Creo que fue en ese instante cuando realmente se percató de la verdadera naturaleza de la decisión del magnate y tras asimilarlo durante unos segundos, arrodillándose, Kyon repitió la pregunta, pero esta vez mirándome a los ojos:
―Mi señor, ¿en calidad de qué nos toma? ¿En la pupilas o en la de concubinas?
Ya interesado y tanteando a esa monada, repliqué:
―¿Prefieres que te trate como maestro o como marido?
Para mi sorpresa, la oriental me miró indignada y con un cierto resquemor en su tono, contestó que ella no tenía nada que ver en esa elección y que, dado que su padre las había entregado a mí, esa elección era responsabilidad mía.
Confieso que me hizo dudar la férrea determinación de la muchacha, pero entonces observé que su hermana Lixue se moría de ganas de hablar y por ello, decidí averiguar que se escondía tras esos profundos ojos negros. Al preguntar a la otra cría si tenía algo que decir, la joven me replicó:
―Mi señor, si mi padre nos ha confiado a alguien tan joven debió ser por algo y solo se me ocurre que busca que este le dé un heredero.
Por sus palabras Lixue daba por bueno que su padre me hubiese elegido para compartir cama. Mientras observaba que bajo la seda de su blusa debía existir un cuerpo apetitoso, supe que debía hacerles llegar una primera lección y por ello, sin hacerme el ofendido comenté:
―Para que acepte alguien entre mis piernas me debe de gustar. Así que, si realmente os apetece u os gusta la idea de que se os preñe como si fuerais ganado, buscaros otro semental.
Los rostros de las dos chinitas reflejaron el impacto de mi desdén y sabiendo que había recibido el mensaje, despidiéndolas con un gesto, me puse a planear con don Julián y con su padre la forma en que se podrían fusionar ambas compañía mientras en mi interior soñaba con el momento en que esas dos llegaran maullando hasta mi cama…