Como si todo estuviera planeado para que aquella tarde de verano destrozara mi vida de la manera más deliciosa, como si los cuarenta y cinco grados que marcaban el termómetro de la casa estaban premeditados por la naturaleza. Afuera, en las calles, ardía el verano, yo, adentro, ardía a mil infiernos de calenturas viendo las braguitas de mi hermana menor resaltando en el canasto de ropa sucia del baño. En mi hogar vacío como todas las tardes, ni un alma viva para interrumpirme y nada que hacer… parecía que todo, absolutamente todo estaba planeado.

– Estefanía… – mascullé entre dientes apretados, con el puño temblando y la imagen de ella; usándola, sudando sólo con aquel pedacito de tela puesta, imaginando el dulce olor de su coñito, su sabor, ¡cómo no excitarme con fantasías de aquel tabú de dieciséis años!

Mi vista estuvo clavada por mucho tiempo en el canasto, debatiéndome en mis adentros si echarme una paja al honor de aquel pedacito de tela no iba a condenarme a noches de culpa con eternas sonrisas forzadas hacia Estefanía. Conociendo mi suerte, lo peor me esperaba.

Hice lo que debía hacer, llevé el canasto a su habitación en plan “luego del baño debes llevarlo al lavarropas, que nadie es tu sirvienta”, abrí su puerta, ignorando todas las amenazas que me había hecho la mocosa por si algún día me atrevía a entrar en su habitación. En un movimiento rápido de mano lancé el canasto al suelo, cerca de la cama… y como si estuviera premeditado por el destino, la braguita fue la única prenda que se apartó del resto por la brusquedad de la caída del canasto, quedándose sinuosa en el suelo. “Estefanía” mascullé nuevamente con el puño apretado.

En un intento de abandonar mis deseos fetichistas, desvié la mirada hacia su escritorio y casi me maté del susto al ver tres, cuatro… cinco estatuillas de monstruos con alas sobre su escritorio – más tarde supe que eran estatuas de gárgolas – que posaban con poses de dolor, como mirándome, como llorando en el silencio de su habitación… gritando, arrugando las manos, encrespando las alas, mirando el techo con ojos tristes…

Me acerqué para verlas en detalle; todo valía con tal de despejar mi mente de mis fantasías más retorcidas, me llamaba la atención el realismo inusitado de las gárgolas, podría jurar que en verdad sentían el dolor que gesticulaban, casi hasta podía sentir la desesperación con la que querían dejar su padecimiento.

El escritorio estaba cerca de la ventana… y como si todo estuviera planeado, la posición del sol hacía que un haz de luz iluminara con cierta intensidad una gárgola oculta bajo el desorden cuadernos y libros. La “rescaté” apartando con sumo cuidado el montón de cachivaches, y si antes las otras gárgolas me habían asustado, ésta me había dejado una media sonrisa al notar que la muy pobre y triste tenía entre sus garras, un consolador.

¿Acaso se masturbaba con ella? ¿Acaso el llanto y dolor que ésta demostraba, junto con las otras, la ayudaba a excitarse? Estefanía era un mundillo de sorpresas, y el sólo hecho de estar sujetando un objeto que probablemente le daba placer todas las noches, hizo que tuviera un calentón de lujos. Imaginando su cuerpo tendido en la cama, tensándose a cada centímetro que ingresaba la gárgola-consoladora dentro de sus carnes, gimiendo, mordiéndose los labios, entrecruzando sus piernas… no sabía si apiadarme de las pobres gárgolas, eternas esclavas de las perversiones de mi hermanita, o simplemente seguir excitándome en mis fantasías retorcidas de verano… y volví a mirar la braguita en el suelo.

¡¿Por qué mierdas piensas en esto, pervertido?!” sonaba una y otra vez en mi cabeza. De golpe, una voz ronca interrumpió, como una segunda personalidad surgiendo en mi mente;

– Jodida braguita

Desvié nuevamente la vista, lejos del canasto a fin de no pervertirme, topándome con una de las gárgolas… juraría que aquélla que sujetaba el consolador me estaba diciendo con la misma voz ronca:

– Sería delicioso, ¿no?

Giré con el objetivo de salir de la habitación, de un vistazo observé el termómetro del pasillo; cuarenta y cinco grados, puto verano cuyo calor me estaba enloqueciendo con las voces inexistentes de las estatuillas;

– Lo quieres, sabes que lo quieres… busca la braguita y dedícale la mejor paja de tu vida.

Limpié mi frente perlada del sudor, otra vez desvié la mirada, lejos de los pecados del canasto, de las voces inaudibles de las gárgolas, del infernal termómetro… vi una sexta gárgola, sobre su televisor, gesticulando como todas; llanto y dolor. Y juraría que me susurró un;

– ¡Vamos, a su salud!

¡No lo iba a hacer!; mi conciencia, mi moral, mis buenas costumbres… y lentamente volví a fijarme en la braguita… mi calentura… cuarenta y cinco grados eran pocos, el verano ardía afuera… mil infiernos de calenturas adentro;

– Estefanía – susurré mientras me dirigía hacia su puerta para cerrarla por dentro, sólo quedaríamos yo, la braguita y las siete tristes gárgolas.

Con la mano temblando tomé la braguita rosa del suelo, lentamente la llevé a mis narices y una explosión de olores deliciosos me hizo caer casi desmayado sobre su cama. Nunca una condena a sonrisas forzadas y noches de desvelo supo tan deliciosa… deberíais oler el sudor, el leve perfume… ¡el olor de su dulce coñito! El par de vellitos que tenía la tela fueron llevados hábilmente por mi lengua hasta enroscarse en mis labios; no, no, nunca una condena de por vida había sido tan sabrosa.

Allí, en la cama, a la vista de las siete tristes gárgola llorando en el silencio, con la braguita arrugándose en mi mano y restregándose por mi nariz… ahí destrocé mi vida de la manera más deliciosa posible. Todo estuvo planeado desde un comienzo.

Las gárgolas parecieron dejar de llorar, juraría que observaban curiosas cómo yo me pervertía con la braguita de su captora. Los llantos cesaron; descendieron risas, susurros y algún aplauso en el silencio de la habitación… el verano ardía infiernos en la calle, adentro… simplemente un paraíso. “Estefanía” – sonreí al ritmo de la paja.

Miré a la gárgola del televisor con una sonrisa y con la braguita en mis narices…

– ¡Salud! – le guiñé alzando mi trofeo arrugado en mis manos. Mi recuerdo de aquella tarde que fue a parar en el bolsillo de mi jean.

Parecía que las gárgolas bramaban, reían y aplaudían en el silencio de tu habitación, festejando la humillante derrota de su eterna captora y festejando mi deliciosa victoria, mi horrible condena. Había tocado fondo, mi lengua aún se empeñaba a memorizar los sabores de su entrepierna mientras la habitación se convertía en una auténtica fiesta silenciosa, sin llantos ni el dolor que los caracterizaba.

Todo fue delicioso, sí, como si estuviera planeado… como si todo estuviera planeado por las gárgolas… ellas dejaron de llorar aquella tarde de verano en que la mejor paja de mi vida fue dedicada a ti.

– A la salud de tus braguitas.
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