
Había decidido que esa noche no pasara sin castigar la insolencia de Azucena. Por ello, dejé a María descansando y me acerqué al cuarto donde en teoría, su madre debía de estar durmiendo sin esperar mi llegada. ¿Dormida? ¡Mis huevos! En cuanto crucé la puerta, supe que esa zorra sin escrúpulos estaba más que lista para recibir mi visita, al encontrármela en mitad de la habitación, atada a unas cadenas que colgaban del techo y con una venda que le tapaba sus ojos. A pesar que debía saber que había llegado, la cuarentona no hizo ningún movimiento que la delatara […]