A la mañana siguiente, me desperté sabiendo que era rey consorte porque la preciosa oriental que dormía a mi lado era la soberana de un pequeño pueblo. Aprovechando su descanso, hice un repaso a todo lo que me había ocurrido en los últimos meses, supe que una vez hubiese acabado mi misión acumularía tal poder que nadie en la historia podría rivalizar conmigo. El ser humano normal no sería consciente de ser mi súbdito pero no por ello dejaría de sentir  en sus carnes mi autoridad. Siguiendo las directrices del plan del fallecido cardenal, mi prole gobernaría el mundo y tras una época convulsa, la humanidad saldrá de su encierro y surcará las estrellas.

Antes de llegar a Nueva Zelanda, ya había contactado con la rama asiática por medio de Xiu,  con la africana por medio de Makeda y la europea a través de Thule por lo que en teoría solo me quedaba descubrir quién era la titánide americana.

Desperezándome sobre la cama, lo primero que hice fue llamar a Xiu, la más potente de todas ellas que además ostentaba la jerarquía de la familia. Ella era mi única esposa mientras las otras tres eran solo concubinas. Por mucho que a mi modo, amara y respetara a esas mujeres, mi verdadera pareja era esa chinita. Embarazada de Gaia, mi futura heredera, había tenido que permanecer lejos de mí, para que mi presencia no perjudicara a nuestra hija ya que el poder que manaba de mi mente podía malograr su embarazo. Por ese mismo motivo, Thule y Makeda habían tenido que separarse de mí. Preñadas la misma noche, en cuanto se enteraron de su estado habían ido a reunirse con mi esposa en Roma.

Me costó un tiempo localizar a Xiu porque debido al asesinato del cardenal, ella ahora fungía como regente de la organización en mi ausencia. Cuando lo conseguí le expliqué que había hallado a la penúltima titánide y que Wayan había aceptado unirse a nuestra causa.

Esa noticia cambió su tono y con voz seria me respondió:

― Te felicito, pero como sabes todavía debes ir en busca de la que falta.

― Lo sé― respondí― el problema es que no sabemos quién es.

Ante mis palabras, se rio y me dijo:

― Creo haberlo resuelto porque he localizado a los dos herederos de los mayores imperios que han existido en América y solo uno es mujer.

Sabiendo que solo había dos posibilidades, comenté:

― ¿Dónde tengo que ir a México o a Perú?

―A México, el heredero Inca es un hombre.

Satisfecho de conocer al fin mi destino, le pedí que me mandara el dossier por mail para írmelo estudiando pero cuando ya creía que íbamos a hablar de nosotros, la chinita me soltó:

― Pásame a Wayan, tengo que darle instrucciones.

Gracias a que esa mujer estaba a mi lado, lo único que tuve que hacer fue pasarle el teléfono. Tras las normales presentaciones, comprendí que habían entrado en materia al percatarme del cambio de expresión de la chavala. Tras unos minutos donde apenas habló, Wayan despidiéndose de su matriarca, dijo:

― Señora, no se preocupe.

Sin darme tiempo a despedirme, colgó. Molesto por no haber podido charlar con mi esposa, solo me quedó preguntar que le había dicho:

― La matriarca me ha prohibido quedarme embarazada. Por lo visto, es posible que necesites mi ayuda con esa mujer.

― No te comprendo― respondí.

Abrazándose a  mi cuerpo, la mujer me lo aclaró diciendo:

― Parece ser que la tal Quetzaly es muy peligrosa porque une a su gran poder mental una sociedad secreta que su bisabuelo fundó hace más de un siglo.

Interesado por primera vez, seguí su explicación. En ella, Waayan me relató como Manuel Toribio había fundado una extraña hermandad que se hacían llamar los verdaderos americanos y aunque su sangre india había sido mezclada con mucha europea, seguían fieles a la religión de sus ancestros.

― ¡No puede  ser!― exclamé― ¡Nadie en su sano juicio y menos un titán se creerá esas locuras!

― Según Xiu, miles de ricos potentados de toda América. No solo en México, sus tentáculos van desde Alaska a la tierra del fuego.

― ¿Me estás diciendo que hundiendo sus raíces en el folclore indígena se han inventado una religión?

― Así es. Don Manuel se erigió como representante de todas esas  deidades  en la tierra y sus acólitos consideran a su nieta  casi una diosa.

Asumí que solo una formidable  rama de titanes hubieran podido fundar y mantener una estructura así sin que nadie se le rebelase y por ello, acepté de buen grado toda la ayuda que se me pudiera prestar. La historia nos había enseñado que cada vez que un titán asumía el poder, tras una época de prosperidad, venía un río de sangre y si esos sujetos llevaban más de cien años al mando de una organización así, ¡Eran de temer!

Aleccionado de mis futuras dificultades, me puse a leer el expediente de esa mujer y lo primero que me sorprendió fue enterarme que esa mujer estaba ya casada. Si por si eso fuera poco todo se complicó al enterarme que su marido estaba emparentado con un antiguo presidente de México. Sobrino carnal de ese mandatario, su propio padre había sido encarcelado por el asesinato de un pretendiente a la jefatura del estado.

« El clásico oligarca», sentencié dando por sentado que se debía tratar de un matrimonio de conveniencia.

Después de estudiar profundamente ese informé, me despedí del consejo de los ancianos y esa misma tarde salimos rumbo a Wellington ya que al día siguiente teníamos previsto volar rumbo al D.F.

―        Te veo preocupado― comentó la oriental al llegar a la habitación del hotel ― ¿En qué piensas?

― No estoy seguro― respondí ― ¡hay algo que no me cuadra!

Tras lo cual le expliqué que no tenía ningún dato para ser suspicaz, ni tampoco le podía decir que era lo que no me gustaba del dossier preparado, pero seguía sin estar convencido que la información recogida fuera la correcta. Waayan que aprovechó a desnudarse mientras me escuchaba, esperó a que acabase para decirme:

― Ya descubriremos qué ocurre en México. Ahora vente a la cama a complacer a tu mujercita.

La desfachatez de la morenita me hizo reír y dejándome llevar, me tumbé junto a ella y levantándola en vilo sobre la cama, forcé su boca con mi lengua. La necesidad de sexo así como la certeza que íbamos hacia un destino peligroso hizo el resto. Reafirmando nuestros votos, nos besamos mientras nuestros cuerpos empezaban a moverse completamente pegados.  Mi nueva concubina, al sentir que sus hormonas se hacían dueñas de su mente, pasó su mano por mi entrepierna y poniendo cara de puta, me preguntó:

― ¿Me harías el amor?

― ¡Por supuesto que sí!― respondí cogiendo uno de sus pechos  entre mis labios.

Ella, al notar mi lengua jugueteando con su aureola, presionó mi cabeza con sus manos mientras me decía dulcemente en mi oído:

― ¡Hazme tuya!

Sus palabras fueron el acicate que necesitaba para arrodillarme a sus  pies y  tras separar sus piernas, quitarle el tanga. El dulce aroma que recorrió mis papilas cuando lo hice me excitó y por ello, mientras ella no paraba de gemir, hundí mi boca en el interior de sus muslos.

― ¡Sigue!― rogó descompuesta al experimentar la caricia de mis dedos mientras separaban sus labios y cómo mi lengua lamía su botón.

Ya dominado por la lujuria, cogí entre mis dientes su clítoris y me puse a mordisquearlo al tiempo que descubría que el flujo encharcaba su coño.

― ¡Qué maravilla!― gimió como una loca y presionando mi cabeza, me rogó que continuara.

La pasión de ese momento no pudo evitar que me quedara embelesado nuevamente al disfrutar de su depilado coño ni que con mi corazón latiendo a mil por hora, reconociera que si era pecaminosamente atrayente. Azuzado por ella, me desnudé deseando eternizar ese momento porque no en vano, no sabía lo que nos iba a deparar el futuro. 

Waayan sonrió al comprobar mi erección y con un erótico tono en su voz, me llamó a su lado. Teniéndome junto a ella, me cubrió de besos mientras su cuerpo temblaba cada vez que mis manos la acariciaban:

― Fóllame―  ordenó con la respiración entrecortada.

Excitado  hasta decir basta, contuve  mis ansias de obedecerla y contrariando sus deseos, metí mi cara entre sus pechos.  Al hacerlo,  su dueña no paró de pedirme que la hiciera mujer. Manteniendo esa cruel rebeldía, cambié de objetivo y me concentré en el tesoro que escondía su entrepierna. Ya con las piernas abiertas y sus manos pellizcando sus pezones, la oriental pegó un alarido al padecer las caricias de mi lengua recorriendo los pliegues de su sexo.

― ¡Qué belleza!― exclamé al disfrutar de su coño.

La que hasta entonces se había comportado como una tierna amante se convirtió en una hembra  exigente que cogiendo mi pene entre sus manos e intentó forzarme a que la tomara. Obviando sus deseos, seguí devorando su chocho cada vez con mayor intensidad. Los lametazos que propiné entre sus pliegues cumplieron su cometido y completamente dominada por el deseo, mi concubina se retorció dando gritos sobre las sábanas. Empapando el colchón con su flujo, su sexo se me antojó un riachuelo al que debía intentar secar pero cuanto para beneplácito de la mujer, cuanto más lo intentaba era mayor el torrente que manaba de su interior y al querer absorberlo, prolongué de esa forma su éxtasis, uniendo un orgasmo con el siguiente.

Fue entonces cuando con una súplica, me rogó:

― Necesito sentirte dentro de mí.

Si esperar mi respuesta cogió mi pene y lo acercó hasta su sexo. La necesidad que demostró mientras lo hacía, acabó con mis reparos y tumbándola sobre su espalda, le separé las rodillas mientras le decía:

― En este momento no pareces una reina sino una puta barata.

― ¡Me da lo mismo! ¡Hazlo ya!― imploró mientras movía sus caderas intentando meterlo dentro.

Satisfecho decidí complacerla y centímetro a centímetro  vi desaparecer mi verga en el interior de su vagina mientras Waayan se mordía los labios con deseo. Al comprobar que mi concubina había conseguido incrustársela al completo, di inicio a  un lento vaivén, sacando y metiéndola de ese estrecho conducto mientras la oriental no paraba de gemir. Su entrega me confirmó que estaba gozando y por eso fui incrementando poco a poco la velocidad de mis maniobras.

― ¡Me encanta!― chilló descompuesta.

Su rendición se tornó en total al asir sus pechos con mis manos y  berreando de placer, gritó a los cuatro vientos su orgasmo.

― ¡Me corro!

Contagiado de su lujuria, incrementé mi ritmo y mientras por mis piernas se deslizaba su flujo, seguí  martilleando su interior con sus gemidos resonando en mis oídos. Supe que no iba a poder retener mi propio clímax si seguía así y por eso bajé mi compás. Ella al notarlo protestó y con voz melosa, me rogó que siguiera más rápido. El brillo de deseo que descubrí en sus ojos me convenció  y elevando la velocidad de mis penetraciones, golpe a golpe asolé sus pocas defensas hasta que coincidiendo con sus renovados alaridos de placer, mi miembro regara de semen su interior. Ya agotados y satisfechos nos quedamos abrazados e intentamos dormir porque al día siguiente tomaríamos un vuelo hacia la ciudad de México.

Durante el viaje que nos llevaría hasta el D.F. Xiu consiguió que los agentes del difunto cardenal la aceptaran como jefa en mi ausencia y fue a través de ellos que concertó una cita con la última de las titánides en sus oficinas. De ello me enteré al aterrizar en el Benito Juárez, el aeropuerto de la capital mexicana que lleva el nombre del único presidente de ese país con sangre indígena. Estábamos todavía saliendo del avión cuando dos hombres encorbatados, presentándose como miembros de “la Espada de Dios”, se hicieron cargo de nuestro equipaje al tiempo que me hacían entrega de un dossier ampliado de la mujer que íbamos a ver.

Ya en el interior de una limusina con los cristales blindados, me puse a leer la información que habían conseguido sobre Quetzaly Toribio y su extraña secta. Tras dar un repaso a conciencia a esos papeles, seguía teniendo dudas y más cuando leí que esa mujer tenía un par de hijos, ya que en teoría las titánides solo conseguían procrear un único vástago. Si eso era verdad, esa mujer debía ser poderosa al haber conseguido romper ese maleficio y además teniendo su propia descendencia nunca accedería a formar parte de nuestro plan sino que desde un principio se enfrentaría a nosotros. Al explicarle mis suspicacias a Wayan, la oriental se quedó pensativa y tras unos minutos en los que rumió la información, me pidió  que no me anticipara y que esperara a conocerla antes de opinar.

El sentido común que manaba de sus palabras, me convenció y tratando de hacer tiempo, me puse a mirar por la ventanilla del vehículo. Fue entonces cuando me percaté de la presencia de al menos cinco coches siguiendo al nuestro. Al preguntar a mi chofer si formaban parte del operativo de la gente del cardenal, preocupado me contestó que no, mientras me pedía perdón por no haberse dado cuenta.

― ¿Quiere que los despiste?

― No, sigue hacia nuestro destino― respondí después de haber sondeado sus mentes y saber que en caso de peligro, podría hacerme con facilidad de sus voluntades.

Al fijarme en la sonrisa de Wayan comprendí que ella había hecho lo mismo y que su conclusión era idéntica a la mía.  Adorándola como mujer, me resultaba difícil recordar que era una poderosa telépata con poderes semejantes a los míos aunque de menor fuerza.

― Tú sola podrías con todos ellos― comenté mientras le daba un cariñoso beso en su mejilla.

Alegremente, la oriental me contestó:

― No sería digna hija de mi padre si no pudiera.

Tras lo cual y antes que pudiera hacer nada por evitarlo, provocó un accidente sin víctimas que cortó en seco el tráfico detrás nuestro, dejando a nuestros perseguidores anclados en mitad de Reforma. La pericia que mostró en ese momento me confirmó que de haber problemas, esa pequeña muñeca sería un formidable apoyo con el que podría contar.

― ¿Cómo lo ha hecho?― el conductor preguntó al verse libre del acoso de esa gente.

Dulcemente, Wayan contestó:

― Nosotros no hemos hecho nada, fue una señora que, al ver que un niño iba a cruzar, dio un volantazo.

El sujeto no la creyó pero tampoco insistió y siguiendo su camino, con voz seria nos informó que nuestro destino era un palacete sito en Polanco y que llegaríamos en unos quince minutos. Sus cálculos fueron errados al no tomar en cuenta los poderes de mi concubina, la cual consiguió que un par de policías con sus motos Harley nos fueran abriendo paso creyendo que escoltaban a un alto cargo del gobierno.

― ¡No te pases!― la reprendí  al saber que quería impresionarme. ― No debemos hacer uso de nuestras facultades si no es por una causa justificada y aun así debemos tener cuidado.

La balinesa aceptó la bronca sin inmutarse y de buen humor, contestó:

― Lo siento pero es que creía que era lo que deseabas. ¡Te he ahorrado el atasco!

Tenía razón que no me apetecía tragarme todo esa aglomeración de coches pero eso no era motivo para su alarde. Estaba a punto de hacérselo saber cuando de pronto llegamos a nuestro destino, por lo que decidí dejar para un momento más propicio esa discusión. Nada más aparcar frente a ese afrancesado palacete, salieron de él un grupo numeroso de hombres armados que sin ningún miramiento nos registraron.

« ¡Tranquila!», mentalmente ordené a mi acompañante al leer en su cerebro que estaba indignada por ese trato. «¿No sientes su presencia?».

El cabreo por sentirse manoseada le había impedido percibir el poder que se escondía tras esas paredes:

« Perdona», contestó usando también la telepatía, « En ese palacete hay al menos un titán».

Haciendo uso de mi educación, cerré mi mente y en voz baja, le comenté:

― Sube tus barreras. Además de poderoso, es imprudente. Debía estar sondeándonos  o no hubiésemos advertido su presencia.

Dándome la razón, cerró a cal y a canto sus pensamientos. Al verificar la sólida defensa que había construido en un instante, me quedé admirado y cogiéndola del brazo, entré al edificio. Ignorando al equipo de seguridad directamente fui a la recepcionista y habiendo captado su atención, pregunté por la jefa de todo ese tinglado:

― ¿A quién anuncio?― preguntó.

― A Gonzalo de Trastámara.

Tenía una cita con esa mujer pero aun así en un ejercicio calculado de mala educación me hizo esperar media hora antes de atenderme. Sabiendo que tenía por objeto cabrearme, decidí no hacerme el ofendido pero al cabo de los veinte minutos resolví actuar. Usando mis capacidades, manipulé a diversos miembros del staff de ese edificio, de forma que coincidiendo con mi estancia todo empezó a fallar. Se fueron las luces, sonó la alarma de incendio e incluso el servidor que daba servicio a esa organización entró en hibernación.

« Así aprenderá a no jugar conmigo», pensé mientras comenzaba a reinar el caos a mi alrededor.

La tal Quetzaly supo de inmediato quien era el culpable y por eso mandó a un alto ejecutivo a recibirnos de inmediato. El tipo en cuestión debía de ser consciente de la naturaleza de nuestra visita porque desde el inicio se mostró nervioso y preocupado.

― Disculpen la tardanza. La señora, mi señora, mi gran señora les recibirá en un instante.

Reconocí en ese tratamiento al que se daba en la antigüedad a los reyes aztecas y por eso no me extrañó tanta rimbombancia. Aleccionado que esa organización se creía descendientes de ese pueblo cuando entré en la sala donde esa titánide iba a recibirme, no me resultó raro encontrármela vestida a la antigua usanza con un complejo tocado hecho de plumas y profusamente adornada con multitud de collares de oro.

La mujer ni siquiera se levantó de su trono cuando entramos, dando por sentado que se creía superior a los extranjeros que estaba recibiendo. La adoración que los presentes sentían por esa rubia, me impidió percatarme que había algo que no cuadraba. Sentía el poder de una mente colosal en esa habitación y fijando mi atención en ella, no me costó reconocer que esa supuesta reina era una “humana normal” y no la persona a la que había venido a buscar. Aunque lo intenté, no conseguí localizarla por ello decidí obligarla a que se desenmascarara.

Cuando la usurpadora me preguntó a que se debía mi visita, sonreí mientras contestaba:

― Vengo a tomar posesión de ese trono.

La reacción de sus siervos fue soltar una carcajada, acostumbrados quizás al poder omnímodo con el que su señora mantenía la disciplina de la organización. Carcajada que se transmutó en mutismo cuando vieron a su reina ir trastabillando hasta arrodillarse frente a mí. Fue entonces cuando saliendo de un rincón, una jovencita de apenas veinte años subió hasta donde se ubicaba el símbolo real y se sentó diciendo:

― Tenía que llegar este momento― y con un rictus de cólera en su rostro, se presentó diciendo: ― Soy Tecalco, reina de los pueblos indígenas americanos y la única descendiente del gran señor Moctezuma. Este es mi trono y nadie más que yo es digno de sentarse en él.

Durante unos segundos, nos quedamos mirando uno al otro sin decir nada. La actitud de ambos era de cautela, sabedores que la persona que teníamos enfrente era enormemente poderosa. Mi escrutinio no fue físico porque aunque la cría era toda una belleza, lo que me tenía impresionado era su fortaleza mental.

«Cuidado, esposo mío. Esta zorra es dura», me estaba comentando telepáticamente Wayan justo en el instante que el poder de la mexica cayó sobre ella. La oriental se tambaleó y cayó a sus pies de un modo tan certero que comprendí que nunca me había enfrentado a una titánide como ella. Su poder rivalizaba no solo con el mío sino con el del fallecido cardenal.

Asumiendo que esa mujer se creía dueña de los destinos de su pueblo, mi respuesta a su ataque consistió en no defender a mi amada sino cargar contra los cerebros de toda su gente. Los chillidos de terror que recorrieron al unísono las cuatro plantas del edificio, la hicieron dudar. Momento que aproveché para decirle:

― Suelta a mi concubina o mataré a tus seguidores. ¡Serás la única responsable de su holocausto!

La joven comprendió que mi amenaza incluía a todos los de la faz de la tierra y no solo a los presentes en ese palacete, por lo que liberando a su víctima, se encaró conmigo preguntándome quién era:

― Soy Gonzalo de Trastámara― repetí. –El mayor de los titanes.

La expresión de su cara me hizo saber que desconocía su origen y por eso dejándole claro que me sentía al menos su igual, cogí una silla y tomé asiento. La indignación de la muchacha era total. Nunca nadie había osado a tamaño desplante pero actuando prudentemente, sonrió mientras me decía:

― ¿Y qué quiere el titán de la mujer―diosa? ¿Viene a jurar lealtad como su súbdito?

Semejante despropósito me dejó helado al saber que esa muchacha realmente se creía la religión que profesaban sus seguidores. Escogiendo con cuidado mis palabras contesté:

― Mi destino es otro. Como tú, provengo de una larga serie de semidioses. Mi origen se hunde en el inicio de los tiempos y como el mayor de nuestra verdadera raza, vengo a proponerte juntar fuerzas para salvar a la humanidad.

Abriendo mi mente, dejé que Tecalco leyera el futuro del que queríamos librar al hombre pero en vez de fijarse en la urgencia de nuestra intervención,  descubrió que era descendiente de un rey español y como según su educación ese pueblo había sido el causante del fin del reino azteca, me vio como un enemigo y cerrando su cerebro bajo miles de candados, respondió:

―  ¡Jamás! La tierra de mis ancestros lleva casi cinco siglos llorando la muerte de su último gran monarca. Antes moriría a plegarme a tus deseos. ¡Maldito godo!

La cerrazón y el odio visceral que sentía por todo lo hispano hacía inútil seguir hablando. Levantándome de la silla, pasé el brazo por la cintura de mi concubina y justo cuando salía sin despedirme de su presencia, me giré y dije con tono altivo:

― Tú y tu pueblo se lo pierden. Quien no esté conmigo, estará contra mí. Me quedaré dos días hospedado en el Four Seasons, si cambias de idea ya sabes dónde encontrarme― tras lo cual regalé a los aterrorizados adoradores de esa mujer con las imágenes del exterminio que el rechazo de su reina provocaría sobre sus familias.

El pánico que desencadené con ello fue tal que Tecalco tuvo que hacer uso de todas sus facultades para calmarlos. Mientras por nuestra parte, ni siquiera habíamos salido del palacete cuando telépaticamente Wayan me preguntó:

« ¿Serías capaz de tanta infamia?».

« Claro que no, pero ¡ella no lo sabe!».

Ya en el coche, llamé a Xiu y le expliqué que se habían equivocado de mujer y que no era Quetazaly sino una tal Tecalco, la titaníde.

―¿Quién es esa mujer?― preguntó sorprendida.

―Eso esperaba que me dijeras― respondí para acto seguido explicar a mi esposa cómo había descubierto la farsa.

Tras oírme preocupada por semejante fallo, se comprometió a poner a toda la organización a averiguar quién era para acto seguido explicarme cómo iba su embarazo. Según ella, Gaia y las otras bebés iban creciendo demasiado rápido en la panza de sus madres pero lo que la tenía impresionada no era eso sino que ya se comunicaban entre ellas.

―¡Si ni siquiera han nacido!― exclamé alarmado.

―Lo sé y pero lo más curioso es que lo descubrí de casualidad porque de alguna forma, nos lo estaban ocultando.

―No te entiendo, ¿cómo que os lo estaban ocultando?

La matriarca se tomó unos segundos antes de contestar:

―Gonzalo, me creas o no, las tres niñas tienen conciencia y comparten información.

Me parecía imposible pero asumiendo que podía ser cierto, la pregunté cómo se había dado cuenta.

―Cuando saliste hacia México, decidí ocultar vuestro destino al resto de las titánides. Pero por un comentario de Thule, me di cuenta que la alemana lo sabía y al preguntarle cómo se había enterado, me dijo que se lo había contado Dana, su hija…― su tono translucía nerviosismo. – y estaba intentando averiguar cómo se había filtrado esa información, cuando Gaia desde el interior de mi vientre tomó la palabra y me reconoció que se lo había contado…

―¡No tengo tiempo para esto!― le solté― Luego me lo explicas.

Siendo un tema importante era secundario en ese momento y cortando bruscamente el rumbo que llevaba la conversación, azucé a mi esposa a  ponerse a trabajar.

«¡Qué bruto que soy!», pensé al colgar, «Xiu intentaba explicarme algo sobre mi hija pero no la dejé.

Os juro que estuve a punto de volverla a llamar pero cuando ya tenía el teléfono en mi mano, cambié de opinión y mirando a  Wayan, la advertí que mientras no supiéramos realmente quien era nuestra contrincante, deberíamos ser todavía más cautelosos y cortar cualquier contacto con el resto de las titánides.

―¿No crees que necesitaremos su ayuda?― preguntó nada conforme con la idea.

Sus reparos eran lógicos pero algo en mi mente rechazó sus argumentos y la insté a hacerme caso. Molesto conmigo mismo, repasé mi actuación desde la muerte del cardenal y aterrado asumí que era como si alguien estuviese guiando mis pasos.

«¡El viejo está vivo!», farfullé porque de no ser así tenía un adversario desconocido todavía más formidable que Tecalco.

Acabábamos de llegar al hotel cuando el conserje me entregó un extenso fax que había llegado a nuestro nombre con toda la información sobre esa mujer. Dando un breve repaso a las veinte hojas, en ese dossier se explicaba que esa rama llevaba ya tres generaciones ocultando quién era en realidad  el titán poniendo un fantoche a la cabeza para así desviar la atención.

«¡Qué equivocados estábamos!», exclamé en mi interior al leer que el propio fundador de esa secta no era un titán. Quien realmente ostentaba el poder era su medio hermano Antonio, un oscuro ayudante que había permanecido en la sombra.

Olvidando todo lo demás, me concentré en revisar a conciencia esa información al ser totalmente atípico que uno de los de mi especie dejara que otro asumiera nominalmente el poder.

―¡Tecalco es su nieta!

La simplicidad del plan me dejó alucinado:

«Mis antepasados hubiesen evitado su muerte de haber pensado en ello. Las revueltas que habían acabado con sus vidas, hubieran fracasado al matar al tirano equivocado”.

Una vez terminé de memorizar hasta la última letra de esas páginas, seguía habiendo algo que no me cuadraba:

«Es imposible que Xiu haya descubierto todo este tinglado en media hora».

Fue entonces cuando certifiqué era una marioneta en manos de un anónimo personaje al fijarme en la hora que había sido recepcionado dicho fax:

¡El hotel lo había recibido cuarenta y cinco minutos antes de la conversación con Xiu!

Al contarle a Wayan lo que había descubierto, noté su nerviosismo al ver las gotas de sudor que caían por su frente. Compartiendo su congoja, ni siquiera hice el intento de aparentar una tranquilidad que no sentía y junto con ella, me puse a analizar nuestros siguientes movimientos.

―Es claro que esa bruja nos va a atacar― sentenció la oriental― por ello deberíamos anticiparnos.

―El problema es cómo― respondí dando  por sentado que tenía razón. –Es un enemigo formidable y cuenta con una estructura sólida de seguidores.

Fue entonces cuando haciendo uso de su sentido común, me dijo:

―No te olvides que no basta con vencerla, tenemos que hacer que se pase a nuestro lado.

―Odia todo lo que represento― exclamé ―¡lo ha mamado! No ves que para ella soy descendiente de los que destruyeron su pueblo.

A pesar de mis razonamientos, la oriental no dio su brazo a torcer e insistiendo, comentó:

―Tenemos que desbloquear esta situación. Ya que a ti te desprecia, seré yo quien dé el paso.

―No te entiendo, o mejor dicho, no me gusta lo que propones― respondí al intuir que se estaba ofreciendo como mediadora― esa tipa está loca y puede usarte como herramienta para hacerme sufrir.

Mis suspicacias no iban desencaminadas porque Wayan con gesto serio, al oírme, contestó:

―Lo sé. Es más, esa es mi idea. Tecalco no podrá evitar caer en la tentación de intentar llevarme de su lado, pensando que con ello conseguirá una ventaja sobre ti.

―Ahora sí que me he perdido. ¿Me estás diciendo que tu plan es dejar que te rapte?

―Más o menos― respondió y ante mi cara de espanto, prosiguió diciendo:― cuando estábamos en su presencia, noté la intrusión de esa mujer en mi cerebro y sin que se diera cuenta, dirigí su examen hacía mi sexualidad.

―¿Y?

Muerta de risa, entornó sus ojos y en plan coqueta, me soltó:

―¡Se quedó impresionada! Aunque no te lo hayas planteado, esa cría es virgen y al revisar mis recuerdos, se sintió excitada con lo que descubrió dentro de mí.

―¿Te refieres a nuestros secretos de alcoba?

Por medio de una carcajada me informó de lo equivocado que estaba y sin parar de reír, me desveló  un aspecto que no sabía de ella:

―Cariño, no fuiste el primer hombre de mi vida y si todo sale como tengo pensado, ella tampoco será la primera mujer. 

―¡Serás puta!― contesté escandalizado al recibir en mi interior parte de los sensuales recuerdos que esa mujercita me estaba mandando― ¡Te propones seducirla!

Acercándose a mí, llevó una mano hasta mi entrepierna y mientras me comenzaba a acariciar, me indicó:

―No podrás negar que soy una mujer irresistible.

Para entonces, mi verga ya pugnaba por salir de su prisión. Wayan no contenta con ello, pobló mi mente de imágenes eróticas de ella con nuestra adversaria. Riendo al ver el efecto que producían en mí, se arrodilló a mis pies y liberó mi tallo.

―Tú más que nadie sabe de mi atractivo― susurró justo antes de dar un largó lametazo a través de mi erección.

El erotismo y el mimo con el que trató mi pene me hicieron dudar. Admitiendo que el plan era arriesgado, tuve que admitir que era posible, sobre todo cuando experimenté en mi propia piel la humedad de su boca.

«¡Dios! ¡Cómo me pone!», vitoreé en silencio la maestría de esa morena.

Mi entrega le permitió bajar mis pantalones y recreándose en esa mamada, usó su lengua para embadurnar mis huevos con su saliva a base de profundas lamidas y calientes besos. Al percibir lo mucho que estaba disfrutando, sin prisas se dedicó a recorrer con esa húmeda caricia la distancia que le separaba de mi ano y tras penetrar unos segundos en esa entrada, volvió tras sus pasos.

―Eres mala― balbucí totalmente cachondo al observarla abriendo sus labios y metiendo lentamente mis testículos en el interior de su boca.

Ocupada como estaba, su respuesta consistió en jugar con ellos mientras usaba su mano para pajear lentamente mi pene. Reconozco que en ese momento me había olvidado de mi misión y lo único que quería es que Wayan continuara. Leyendo mi necesidad, la morenita usó nuevamente su lengua para lamer lentamente mi verga desde la base hasta el frenillo. La sensacional mamada me tenía noqueado y por ello, no pude más que quedarme quieto. Incrementando mi placer, Wayan fue subiendo por mi miembro con dulces besos hasta llegar a mi glande.

Una vez allí, se apoderó de él separando sus labios, me dijo:

―Vete contando.

Tras lo cual y con una lentitud que me pareció excesiva, fue introduciendo mi extensión en el interior de su boca.

―Una― conté al sentir como se hundía mi verga hasta el fondo de su garganta. Ni siquiera había terminado de introducírsela cuando a mi mente llegó la imagen de Tecalco removiéndose incómoda en su trono.

La integridad de su plan quedó revelada al notar que su cerebro emitía sin cesar lo que estaba ocurriendo entre esas paredes. Alucinado por su audacia, no dije nada cuando su boca fue retirándose.

―Dos― dije ya siendo cómplice de su programa al notar que mi polla volvía a sumergirse dentro de ella. Esta vez la estampa de nuestra adversaría incluía a Wayan arrodillada y separándole las piernas.

Sin saber si nuestro extraño ataque estaba llegando a Tecalco, vi cómo mi concubina recorría los muslos de la muchacha con su lengua.

―Tres― numeré imbuido de lujuria, al observar como si fuera real a la oriental bajando las bragas de la mexicana.

―Cuatro― dije tras el primer lametazo en el sexo aún virgen de esa muchacha.

―Cinco― apenas susurré preso de la pasión por tanto estímulo porque mientras en la habitación del hotel, la garganta de Wayan se hacía con mi verga, en mis neuronas eran el coño de Tecalco el que sufría el acoso de su lengua.

―Seis― conseguí apuntar sin pestañear cuando vislumbré que la morenita incrementaba su ataque, follando el chocho imaginario con sus dedos.

―Siete― cada vez más excitado con ese jueguecito, enumeré esa séptima mamada al tiempo que en nuestros cerebros, las manos de Wayan se apoderaban de las adolescentes tetas de nuestra oponente.

―Ocho― clamé preso de un ardor desconocido, al sentir a la vez la boca de mi concubina sorbiendo mi verga y a sus dedos pegando un pellizco en los pezones de Tecalco.

―Nueve― declaré con la respiración entrecortada por la cercanía de mi orgasmo mientras en mi cerebro la mexicana no dejaba de sollozar y gemir.

La fuerza con la que es imagen se grababa en mi mente, me hizo suponer que podía ser real y colaborando con Wayan, usé todas mis neuronas como amplificadoras de sus pensamientos y lanzándolas al aire, exclamé:

―¡Diez!― mientras mi verga explotaba regando con su jugo la garganta de la oriental.

Aun sabiendo que era posible, no preví que en ese momento y mientras descargaba mi simiente dentro de mi amada, nos llegara como un tsunami el clímax de esa novata. Tecalco sorprendida por ese sinuoso y delicioso ataque, se retorcía en su trono prisionera del que quizás fuera su primer orgasmo.

―¡No puede ser!― me dije al escuchar como si estuviera a mi lado, los gritos de placer de la muchacha mientras su cuerpo colapsaba.

Conectados como estábamos, el gozo de esa mujer no solo me afectó a mí sino también a Wayan que sin poderse contener, se empaló con mi miembro en un intento de aprovechar antes que perdiera su dureza.

―¡Fóllanos a las dos!― gritó desesperada.

Conociendo que debía aprovechar ese instante, cogí a mi concubina de las caderas y me puse a cabalgarla mientras en mi mente era Tecalco la que sufría tal embate. Una y otra vez, penetré en el interior nunca antes hoyado de nuestra adversaria. La persistencia de su imagen disfrutando del ataque, me persuadió a seguir machacando el sexo de la oriental al saber que la mexicana también recibía los embistes de mi polla.

―Muévete, puta. Disfruta de tu dueño― grité a ambas.

Wayan al sentir mi verga rellenando su conducto,  empezó a mover sus caderas como si se recreara con mi monta. Comportándose como una yegua, relinchó cuando agarré sus dos ubres y empezaba a cabalgarla. Del otro lado  de la ciudad, la mexicana intentaba romper el contacto pero su mente estaba demasiado ocupada disfrutando del modo en que apuñalaba sin piedad su sexo con mi pene.

―Sigue follándonos― chilló mi amante gozando cada vez que mi glande chocaba con la pared de su vagina. ―¡Úsame como a una de tus putas!― gritó descompuesta al sentir el chapoteo que producían sus labios cada vez que sacaba mi verga de su interior.

Los sollozos que escuché no eran solo los suyos, me parecía estar oyendo también los de Tecalco y por eso queriendo incrementar el ardor de esa maldita, agarré el negro pelo de mi concubina  a modo de riendas y azotando su trasero, le ordené que se moviera. Mis azotes  la excitaron aún más y me pidió que no parara.

Disfrutando de mi dominio, me salí de ella y me tumbé en la cama. Mirándo a los ojos a Wayan, dije a Tecalco:

―Quiero que tomes posesión de su cuerpo.

Durante unos segundos, vi como la oriental luchaba por no ceder su voluntad pero tal y como había previsto, la mexicana siendo una telépata más poderosa, consiguió poseerla. Con ella en su poder, me miro y dijo:

―¿Ahora qué?

―Móntate sobre mí― le ordené sin hacer uso de mis facultades.

Tecalco, dudó durante unos instantes. Con su respiración entrecortada y mientras no dejaba de decirme que eso nada significaba, se puso a horcajadas sobre mí y se empaló con mi miembro.

―Muévete― insistí al sentir mi glande chocar contra la pared de su vagina.

Sin decir nada, inició un lento cabalgar. No tardé en deleitarme con la visión de sus pechos rebotando arriba y abajo al compás de los movimientos de sus caderas. Aunque eran los de Wayan, ¡Yo solo veía los de la mexicana!

―Bésate los pezones― la ordené.

La inexperta muchacha me hizo caso y estirándolos con las manos,  se los llevó a su boca y los besó.

―Bien hecho― comenté mientras la premiaba con un azote en sus nalgas.

Sobre estimulada como se hallaba, esa ruda caricia fue el detonante para que naciendo en el fondo de su ser, el placer se extendiera por su cuerpo y explotase en el interior de su cueva. Tecalco, al descubrir esas sensaciones desconocidas quiso más y por ello,  aceleró la velocidad de sus caderas. Parecía como si quisiera ordeñar mi miembro. Ya creía que no iba a poder aguantar cuando  ella empezó a brutalmente correrse sobre mí.

Con su cara desencajada por el esfuerzo, chilló a los cuatro vientos que me seguía odiando al decir:

―¡Maldito genocida!

Su orgasmo coincidió con el corte de nuestro contacto. Me di cuenta cuando, Wayan me preguntó:

―¿Tienes todavía fuerzas para complacer a tu mujercita?

La sonrisa que lucía en su cara ratificó que nuevamente tenía el control de su propio cuerpo por lo que soltando una carcajada, la tumbé sobre la cama. Todo en ella era satisfacción y alegría, al querer averiguar los motivos de tanta felicidad, la oriental me contestó:

―Has sembrado en la mente de esa boba la necesidad de ser tuya.

La erección que todavía mantenía, me permitió agradecer a esa mujer su plan y separando sus rodillas, introduje centímetro a centímetro mi miembro en su interior. Wayan disfrutó desde el primer segundo mis incursiones al tener su cueva totalmente encharcada y sus nervios a flor de piel.

―Te amo― chilló en cuanto notó que su ser se colapsaba aprovechando la excitación dejada por la otra mujer.

Dominado por la lujuria, la agarré de los pechos y profundizando en mi penetración, forcé su cuerpo hasta sus límites. La reacción de la muchacha  no se hizo esperar y berreando, me pidió que la usara sin contemplaciones. Al oirla tan entregada, obedecí alargando su clímax con profundas estocadas. Sus chillidos terminaron por asolar mi resistencia y cogiéndola de los hombros, regué mi siguiente en su interior. Tas lo cual, caí rendido sobre el colchón. Totalmente exhausto permanecí abrazado a ella durante unos minutos hasta que habiendo descansando, pregunté:

―Cariño, ¿me explicas lo que has hecho?

Muerta de risa me contestó:

―Tecalco se esperaba un ataque frontal. Toda su vida se había preparado para ello pero cuando ella me exploró, pude ver cuál era su punto flaco.

Intrigado, permanecí en silencio.

―Esa mujer siempre ha visto a los demás humanos como sus súbditos y al sexo como algo de animales. Al conocernos y ver que éramos sus iguales, la naturaleza obró en su contra. ¡No estaba preparada para sentirse hembra de una especie!

―Entiendo― contesté― pero has fallado. Ya viste que me sigue odiando.

―Lo sé pero en cuanto germine su sexualidad y te aseguro que lo hará, tendrá que venir por ti.

―¿A matarme o a follarme?― insistí.

La muchacha sonriendo, me soltó:

―¡A hacer de ti su esclavo!― mi cara debió mostrar mi sorpresa porque sin dejar de reír, prosiguió diciendo: ― Se creé una diosa y como tal le parecerá lo lógico el dominarte y convertirte en su más rendido siervo.

―Antes muerto―respondí.

Wayan, abrazándome, contestó antes de quedarse dormida:

―Entre los dos, conseguiremos hacerle ver que nos necesita…


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