Si alguien quiere comentar, criticar, o cualquier otra cosa, puede hacerlo en mi nuevo correo:

la.janis@hotmail.es

Gracias a todos.

Janis.

Cristo bromeaba con Alma, al mismo tiempo que sus deditos correteaban sobre el oscuro teclado del servidor de la agencia. La opulenta y dicharachera pelirroja contaba los días que quedaban para las vacaciones de Navidad, como si aún estuviese en el colegio. Bueno, habría que pensar que Alma vestida con un uniforme de colegiala tendría que ser la repera de la ostia.

El caso es que las Navidades estaban cercanas y el trabajo, en la agencia de modelos Fusion Models Group era bastante escaso. Las campañas publicitarias para esas fechas ya estaban hechas y en marcha y la próxima temporada no empezaría a funcionar hasta mediados de enero. Por eso mismo, Cristo estaba actualizando los perfiles de sus queridas modelos y contestando correos.

Dos días atrás, incluso había tenido tiempo para visitar a su dama Jeanne, aunque no en los Hamptons sino en su ático del Lower Manhattan, en West Houston. Toda una tarde de juerga con la madura señora y su criadita Marjory.

Sin embargo, la sorpresa estuvo a su regreso al loft. Sin que nadie le dijera nada, apreció el cambio que la relación de su madre e hija había dado. “Sin duda han hecho las paces.”, fue lo primero que pensó. Sin embargo, durante la cena Zara le dio la noticia, lo que le hizo escupir la cucharada de sopa que se había llevado a la boca.

— ¿Comprometidas? – se le escapó en medio de un gallo y miró a su tía.

Pero ésta estaba tan ufana, con una leve sonrisa en sus gruesos labios y manejando su cuchara. “¡Está feliz! ¡Esta puta está contenta con esa idea! ¿Por qué coño sonríe?”. Esto era lo que empezó a rondar por la prolifera mente de Cristo. Había ocurrido algo que él no conocía y que explicaría estos cambios, pero no atinaba a dilucidarlo.

— ¿Y para cuando el evento? – preguntó, como si fuese el astuto lobo de Caperucita.

— Aún no lo hemos decidido. Lo que sí hemos dejado claro es que mamá se vendrá a vivir con nosotras – dijo Zara, avanzando una mano y posándola sobre el brazo de su madre, quien aumentó su sonrisa, sin mirar a nadie.

— ¿Con vosotras? Y… y… ¿Qué pasa conmigo? – musitó Cristo, sintiendo un pellizco en el pecho.

— Seguirás aquí. Te quedaras en el loft – dijo Faely con mucha suavidad.

— ¡No te quejaras, primo! ¡Todo un grandioso loft para ti solito! Me imagino las juergas que montaras – se rió su prima.

— P-pero…

“Mis papas a lo pobre… ¡Joder!”, es lo que Cristo pensaba. No quedaría nadie para cuidar de él, pero, asombrosamente, no era un miedo tan terrible como aquel que le hizo escapar de España. Cristo, como todo buen gitano, estaba acostumbrado a que las mujeres cuidaran de él, a no poner nunca una mesa, ni preocuparse de la despensa, pero vivir solo ya no le asustaba tanto. Claro estaba que le molestaba, como vago hispánico que era, pero no le aterraba. Tuvo que reconocer que había cambiado desde su llegada, casi un año atrás.

Se sentía capaz de manejarse solo. Casi había compartido piso con Chessy y había días que no aparecía por casa, quedándose con sus amigas. ¿Qué diferencia existía?

— ¿Vais a vivir las tres juntas? – alzó una ceja, mirándolas alternativamente.

— Así es, primo.

— ¿Desde cuando estais tan unidas?

— Hemos hablado entre nosotras, Cristo.

— Si. Toda esta crispación no conducía a ninguna parte – ayudó Faely a su hija.

— Así que Candy ha pensado que sería lo mejor para nosotras. Viviremos juntas en su ático, de momento.

— ¡Pos que bien, jodías!

La noticia no había tardado en llegar a la agencia. Aunque las más allegadas sabían que la jefa se pasaba a Zara por la piedra, todas creían que era privilegio de patrona, simplemente. Nadie conocía el alcance ni la seriedad de la relación. Así que fue todo un bombazo.

Alma no dejaba de intentar sonsacar a Cristo sobre ello. ¿Quién hacía de macho de las dos? ¿Le había regalado un anillo de compromiso? ¿Cuál de las dos se había declarado? Innumerables preguntas, a cual más banal, surgían de la boca de la pelirroja, hastiando a nuestro gitano. Pero no solo Alma pasaba por esa fase, sino que muchas otras compañeras se acercaban hasta el mostrador de recepción para interesarse por tales cuestiones.

Al menos, Calenda y May Lin no estaban entre ellas. Las chicas vivían una situación similar entre ellas – al menos se acostaban juntas—y mostraban más respeto y entendimiento. Para complicarlo más, Zara no se ocultaba ya en sus idas y venidas al despacho de la jefa y todas las chicas murmuraban al ver a la mulata salir de allí, toda despeinada.

Rowenna se acercó al mostrador, la cabeza llena de grandes rulos y horquillas. Arrastraba unas zapatillas de paño y se cubría con una de las largas batas de camerino. La inglesa era de las pocas que tenía trabajo; una sesión de posado para lencería de Conti, que se realizaba en el mismo plató de la agencia.

— Cristo, cariño, estoy harta de llamar a Spinny y me sale desconectado – le dijo sin mirarle apenas, ocupada en manipular su móvil. — ¿Tienes idea de dónde está?

— No lo sé. Llevo un par de días sin hablar con él, pero ya sabes que es habitual en él estar incomunicado.

— Pffff – bufó la modelo, irritada. – Esperaré a la hora del almuerzo.

Cristo contempló como la modelo se alejaba de regreso a los camerinos. El capullo de Spinny seguro que estaba dormido en casa de su abuela, con el móvil apagado para que nadie le molestara. Cristo había conseguido que Rowenna hiciera las paces con su amigo. A ella se la veía interesada en Spinny, después de la sesión de sexo que los tres tuvieron durante el apagón. En cuanto al pelirrojo, salir con una modelo –y de las mejores—no le iba a disgustar lo más mínimo.

Así que Cristo hizo malabares con los mensajes, los recados, y las oportunidades, hasta que Rowenna confesó que no le había disgustado que Spinny se la trajinara, y, a su vez, que Spinny admitiera que la inglesa era una tía “megaguay”. Salieron a cenar y al cine, en varias ocasiones, y Cristo estuvo muy atento que su amigo repitiera, una y otra vez, los pasos que debía dar para triunfar.

Sin embargo, parecía que la chispa no prendía entre los dos, no de la forma que Cristo pretendía. Spinny no ahondaba más allá de una buena amistad y Rowenna no estaba segura de que el chico fuera lo que ella buscaba. Pero, por otra parte, la complicidad que surgió espontáneamente entre ellos era increíblemente poderosa. Pronto tuvieron claro que eran más compinches que amantes y el juego entró en un nuevo nivel.

Los dos se lo pasaban de miedo saliendo de marcha juntos. Spinny conocía todos los sitios irreverentes a los que acudir en Nueva York, lejos de los sabuesos de la prensa, y Rowenna poseía una tarjeta VISA inagotable. Todo un pacto de guerra. Cristo salió con ellos en un par de ocasiones y pronto descubrió que eran incansables y demasiado bulliciosos para él. Era como sacar a pasear a dos gemelos hiperactivos que llevaran todo el día encerrados en casa. Así que les dejó a su rollo y apenas sabía de sus andanzas.

De todas formas, Cristo tenía sus propios problemas. A pesar de sus intentos de despegarse emocionalmente, estaba cada día más colgado de Calenda, lo que le llevaba a quedar más atrapado en la telaraña del extraño triangulo que compartían la venezolana, la chinita y él mismo.

Sabía que Calenda le adoraba pero de una forma platónica. Era su peluche querido, su paño de lágrimas, y quien la había salvado de su padre. Calenda le había confesado que incluso se sentía celosa cuando le veía interactuar con otra mujer, pero no se sentía atraída físicamente por él, solo emocionalmente.

Sin embargo, Cristo se desesperaba con los sentimientos que le embargaban y tenía que morderse la lengua para no confesarle su amor. Luego estaba la relación entre Calenda y May Lin. Vivían juntas, se acostaban juntas, gozaban juntas, pero no se amaban. Más bien, se consolaban, alejando de ellas las problemáticas relaciones amorosas. Pero el pobre Cristo se ponía de lo más burro cuando empezaban con sus roces y sus insinuaciones. A veces, actuaban como si él no estuviese presente, dándose besitos y suaves caricias, o hablando de cosas muy íntimas; en otras ocasiones, le animaban a participar en aquellas charlas, pidiendo su opinión, o bien le convencían para meterse en la cama con ellas, solo para dormir, por supuesto.

Más de una vez, Cristo tuvo que levantarse para irse al sofá, aquejado de sudores y palpitaciones. ¡Maldita suerte! ¡Metido en la cama de dos modelos, una de ellas en el top diez mundial, y no poderlas sobar! ¡Eso era el Purgatorio!

Para colmo, Calenda se iría en febrero a Brasil durante dos o tres meses. Le habían ofrecido participar en una película, además de otros proyectos. No la vería en todo ese tiempo, salvo alguna llamada. No se hacía ilusiones. Su mente racional sabía perfectamente donde estaban sus límites físicos. Podría ser su mejor amigo, durante años, pero nada más.

No la culpaba de nada. No era como esos tipos demenciales que culpan a toda la sociedad, pero quienes están locos de verdad son ellos. No, Calenda no sentía atracción por él, y, sin ella, no podía seducirla, por mucho cariño que ella le tuviese. Si no hay chispa, no hay fuego. Más claro, agua.

El fax hizo su característico ruidito al activarse y empezó a imprimir una factura. Cristo leyó el encabezamiento y cortó el papel al término de la operación.

— Voy a Administración – le dijo a Alma.

— Vale.

El gitano cruzó el pasillo y entró en el despacho del señor Garrico y no lo encontró, así que dejó la factura sobre su mesa. Pensó en picotear algo ya que estaba allí. De esa forma, entró en la sala de maquillaje y peluquería y se acercó hasta la máquina de chocolatinas y otras chucherías que se encontraba en el centro de la gran estancia. Se quedó unos segundos mirando la vitrina y escogiendo lo que más le apetecía en ese momento.

Fue entonces cuando le vio por primera vez.

Era una silueta en el límite de su visión radial, en el rabillo del ojo. Alguien que estaba sentado en el mullido sillón de al lado. Giró la cabeza para mirarle y saludarle, pero, asombrosamente, no había nadie allí. Todos los asientos estaban vacíos. Con un gesto de sorpresa, volvió a colocar su cabeza en la misma posición anterior, o sea, mirando los estantes interiores de la máquina, y buscó con el rabillo del ojo. Nada, no había nadie.

“¿Me he tomado algo raro esta mañana? No, tan solo un café. Puede que sea eso. Debo tener hambre. Habrá que bajar al 50’s.”, se dijo mientras introducía las monedas.

— ¡Cristo! – la voz le hizo mirar hacia el otro extremo, donde se hallaba la zona de peluquería.

Una jovencita agitaba la mano, saludándole, con una gran sonrisa en la cara. Desembalando su chocolatina, Cristo se le acercó. La chica no mediría mucho más que él, menuda y esbelta. Un pelo pajizo y corto, totalmente aspaventado, coronaba su cabeza.

— Hola, Britt, ¿qué tal? – la saludó. — ¿Un bocado? – le ofreció la barrita de chocolate.

— No, me salen granos – rechazó ella.

Britt era la nueva ayudante de peluquería que la agencia había contratado. Tenía dieciocho años recién cumplidos y era una monada de chiquilla. No es que fuera bella en sí, sino que su propia vitalidad y la luz que emitía sus azules ojos le otorgaban una calidez y una inocencia muy atractivas. Cristo había sido el encargado de enseñarle todos los rincones de la agencia y presentarle al personal. Le dio buenos consejos sobre las difíciles personalidades de las modelos y cómo esquivar las refriegas con ellas. Britt se sentía muy bien a su lado. Era una chica con un pequeño problema de inferioridad. La gente alta y guapa la apabullaba; la hacían dudar y tartamudear en un trato directo. Cristo era especial; tenía su tamaño, pero era muy listo y arrojado. Sabía que era mucho más viejo que ella, pero no lo aparentaba. Así que para Britt, era un buen compañero de andanzas y alguien en quien refugiarse en caso de necesidad.

— ¿Qué vas a hacer en Navidad? – le preguntó la chica.

— Pssss… no he pensado nada aún.

— ¡Pues es la semana que viene! – exclamó Britt, moviendo sus manos hacia arriba, con brío.

— Seguramente, cenaré con mi tía y mi prima… ¡Coño! A lo mejor cenan juntas…

— ¿A quien te refieres?

— A mi prima y su novia.

— ¡Ah, la jefa! Ya me he enterado. Ahora vas a disponer de enchufe, eh…

— Calla, calla – agitó la mano Cristo, devorando lo que le quedaba de chocolatina.

Se chupeteó los dedos y se acercó a uno de los estantes frente al sillón abatible más cercano para tomar una servilleta. Lo percibió de nuevo, esta vez algo más nítido. Era un hombre delgado, sentado en el sillón que estaba al lado de la fuente de agua potable, con la espalda recta. No visualizaba sus rasgos ni su ropa, aunque creía que portaba un traje y corbata.

Giró la cabeza, mientras limpiaba sus dedos, y su boca se abrió. No había nadie en aquel sillón.

“¡Pero estoy seguro de haberle visto!”

— ¿Te pasa algo, Cristo? – le preguntó Britt, poniendo una de sus manos sobre el hombro de él.

— No, nada. Creo que he olvidado algo…

Murmurando sobre lo jodida que tenía la mente, Cristo regresó al mostrador de recepción. Se dedicó un rato a chatear con Pilipoca, que era el nick de la “Rastrillo”, una de las jóvenes madres que quedaron libres en el clan Armonte, la cual le contó las vicisitudes que estaban pasando de momento. Tal y como Cristo imaginaba, los Mataprobes se habían adueñado de todo, relegando a los pocos y jóvenes integrantes de los Armonte a unas cuantas casas del fondo.

— Cristo, ¿podrías conseguir dos entradas para el ballet de los Reyes Magos, en el Metropolitan? – le preguntó una joven modelo senegalesa llamada Ekanya.

— Se estrena en enero, ¿no? – preguntó Cristo, levantando los ojos y sonriendo a aquella negrita que parecía un junco meciéndose al viento. Cristo pensó que era muy bonita de facciones, pero que parecía una Parca de Tim Burton de lo delgada que estaba.

— Si, el día cinco.

— Te lo digo mañana, bonita – le contestó el gitano, apuntando la reseña en su pequeña agenda.

— Gracias, Cristo. Hasta luego, Alma – se despidió la chica.

— Hasta…

¡Allí estaba otra vez! Esta vez cruzaba las salas hacia el fondo de la agencia, hacia los platós. Caminaba lentamente, casi con dificultad, como si fuera un anciano, y su silueta era borrosa, pero el color de su chaqueta era distinguible: verde oscuro.

— ¡Alma! ¡Dime qué ves allí! – interpeló a su compañera.

— ¿Dónde? – levantó la cabeza la pelirroja.

— Al fondo de… – Cristo golpeó duramente la cubierta del mostrador, irritado por haber perdido de nuevo aquella figura misteriosa. — ¡Me cago en tó! ¡Otra vez ha desaparecido!

— ¿Qué pasa?

— Nada, nada, que estoy raro esta mañana. veo sombras y cosas raras.

— Jo, nene, no estarás viendo espíritus y cosas de esas, ¿no?

— Quita, quita, no metas el vahío, coño – se estremeció Cristo.

— Es que vosotros, los gitanos, sois muy dados a esas cosas, ya sabes. Las pitonisas, las echadoras de cartas…

Cristo se encogió de hombros, dudoso. Era una explicación a la que no quería enfrentarse. A pesar de su intelecto, la superstición estaba muy arraigada en su alma gitana. Le daba miedo que Alma hubiese acertado. ¿Qué pasaría si ahora empezaba a ver fantasmas? Jesús, María y José, se iría las patas abajo en cualquier rincón…

“Veo una sombra que camina, sin rostro, sin definición. Es lo más parecido a un alma.”

Su propio temor le impulsó a averiguar más sobre la visión. Así que dejó su puesto y recorrió toda la agencia, buscando y mirando de reojo. Tardó un buen rato, pero volvió a entreverle en la sala de reuniones, pero le perdió enseguida. Media hora más tarde, le cazó entrando en los vestuarios. Decidió esperar a que saliera. Cristo no podía entrar allí sin una buena excusa. Se imaginó a las chicas desnudas chillando por su entrada y él buscando una disculpa que no fuese la de perseguir un alma errante. Sonrió a su pesar. Se sentó en una de las sillas, apoyando la cabeza contra la pared donde se situaba la puerta de los vestuarios. De esa forma, el ente entraría en su mirada limítrofe en cuanto saliese por la puerta, sin necesidad de estar vigilante. Cristo intuía que concentrar la mirada era lo que hacía desaparecer aquello. Tenía que adecuar su mirada a un modo huidizo, como el errático vuelo de una mariposa.

“Muy fácil decirlo. A ver cómo lo hago.”

Sacó el Samsung Galaxy del bolsillo para comprobar los mensajes que tenía, más que nada para matar el tiempo. Ni uno, como era natural durante la mañana. ¿Quién coño iba a mandarle un mensaje por la mañana si prácticamente todo el mundo que conocía trabajaba con él en el mismo lugar? Le envió un corto aviso a Spinny para decirle que Rowenna le estaba llamando y se quedó limpiando la gran pantalla sobre su jersey. Frotar, frotar, y mirar las manchas que quedaban se convirtió en una rutina amena.

Sin embargo, en uno de aquellos vistazos, con el móvil inclinado para recoger la luminosidad del fluorescente, Cristo vio de nuevo a la sombra, esta vez reflejada perfectamente en la pulida superficie del aparato. Se sobresaltó por lo inesperado y movió el móvil, perdiendo la visión. Fue consciente de no girar la cabeza y buscarle con los ojos, pues sabía que sería inútil, así que movió el teléfono unos grados. Sorprendentemente, volvió a captar el reflejo y consiguió observar aquel fenómeno. No disponía de color, pero pudo notar que, en efecto, era un anciano y se movía como tal. Una corta y blanca barba contorneaba su mandíbula y tenía pelo de media calva para atrás, un poco largo para su edad.

¡Podía verle reflejado! ¡No era un fantasma!

“Espera, eso es para los vampiros, idiota.” Sin embargo, allí estaba, podía seguir su reflejo, caminando por el pasillo. Lo que no podía hacer era verle directamente, pero sí de reojo o reflejado en alguna superficie. Interesante. ¿Quién o qué era ese viejo? ¿Qué tipo de criatura era?

La portentosa mente de Cristo empezó a darle vueltas al enigma y llegó a la conclusión que necesitaba más pruebas. Así que, con mucho cuidado, siguió aquel ser, buscando su reflejo en su teléfono. Le siguió hasta el despacho de la jefa, donde entró pero no había nadie. El anciano salió enseguida, como si tan solo estuviera interesado en observar personas. Estuvo un rato detenido ante Alma, mirándola atentamente. Cristo observó cómo la gente que se pegaba al mostrador esquivaba el bulto del hombre.

“Como si le vieran… ¡Eso es! En verdad, le vemos, distinguimos su presencia, por eso ellos se apartan y no chocan con él, pero, por algún motivo, no somos capaces de reconocerle como una persona.”

Cristo le siguió toda la mañana, comprobando que el anciano entró en todas las áreas, como inspeccionando la agencia al completo. Vigiló largamente cuanta modelo y chica, en general, se puso a su alcance, como un viejo verde cualquiera, y luego se marchó, dejando al gitano muy intrigado.

— ¿Dónde has estado toda la mañana? – Alma le miró con el ceño fruncido, cuando regresó a su puesto.

— Estaba formateando el disco duro de la jefa – se excusó.

— Creía que había salido…

— ¡Claro que ha salido! ¿Es que te crees que la señorita Newport va a permanecer a mi lado mientras formateo su sistema? – respondió de mala manera Cristo.

— Tranquilo, nene. Solo quería decirte que han llegado las invitaciones.

— ¿Qué invitaciones?

— Las del almuerzo de Navidad para el personal de la agencia. La jefa nos invita todos los años.

— ¿Ah, sí? ¿Nos vamos todos a comer?

— El personal, no las modelos – puntualizó. – La gente de Administración, peluqueras, maquilladoras, electricistas, la gente de la limpieza, mantenimiento… ¡y nosotros dos, por supuesto! – dijo con una risita.

— ¡Magnífico! ¿Cuándo?

— Este viernes, en Cuissart.

— ¿En la academia de restauración? – se asombró Cristo.

— Si, siempre lo celebramos allí. Somos como los cobayas de los aprendices – bromeó Alma.

— No me importa. Se come de lujo allí.

De camino al loft, aún estaba dándole vueltas al asunto del anciano, haciéndose mil y una preguntas. Aquello tenía todos los visos de un encuentro paranormal. ¿Tendría el edificio de la agencia una historia de fantasmas, y si era así, por qué no lo había visto antes? quizás no era un fantasma, después de todo. Cristo tenía una intuición con respecto a eso. El anciano le parecía vivo. De hecho, actuaba como un vivo, con intereses que, por el momento, el gitano no podía interpretar, pero que estaban ahí, presentes.

¿Sería un mutante, como el Profesor Xavier, buscando otros como él? ¿Existirían realmente aquellos entes fantásticos inventados por la Marvel? ¿Y si era un viejo químico jubilado que había descubierto la fórmula de la invisibilidad y la estaba probando? Sea como fuera, el tipo era un misterio total y eso removía las tripas de Cristo.

Al parecer, nadie más en la agencia parecía consciente de su presencia, salvo él. Así que se hizo la firme promesa de seguir vigilando los días siguientes, por si regresaba. Introdujo la llave en la cerradura del apartamento y abrió la puerta. Como era habitual en él, dejó escapar un aviso de su llegada por si las chicas estuvieran impresentables y se acercó al frigorífico. Percibió el sonido de una cama chirriando y, al girar el cuello hacia la zona de los dormitorios, notó movimiento detrás del biombo de Faely.

Tomó un trago de zumo directamente del cartón, ahora que nadie le miraba y abrió el Tupper de la chacina, tomando un par de ruedas y engulléndolas. Se quedó muy sorprendido cuando Faely y Zara surgieron de detrás del biombo de tela, abrochándose sus ligeras batas orientales.

— Estábamos probándonos unos trajes – se explicó su prima al ver la levantada ceja de Cristo. – Modelitos previos para el gran día, ya sabes.

Cristo asintió y abrió el armarito donde se guardaba el café. Normalmente, la cafetera estaba preparada cuando él llegaba pero hoy estaba vacía y apagada. ¿Probarse un vestido revolvía tanto las cabelleras, pues madre e hija parecían salir de revolcarse en un pajar?

El fino olfato del gitano sabía que pasaba algo entre ellas, al menos desde que le comentaron que habían hecho las paces. Si eso hubiera pasado en el piso de Calenda, habría jurado que las dos modelos estaban liadas y las había sorprendido con su llegada. Sin embargo, aquí se trataba de madre e hija y no lo creía posible. Quizás no eran vestidos lo que se probaban, se dijo con una sonrisa, mientras prensaba el café. Podía ser lencería fina, con sus portaligas y sus medias de seda, y todo lo demás.

Su entrepierna le dio un tirón al imaginarse a sus parientes, medio desnudas y luciendo lencería sensual.

— Entonces, ¿Ya habéis decidido la fecha? – preguntó Cristo, encendiendo la pequeña cafetera.

— Aún no, pero tenía la oportunidad de probarme algunos trajes que dispone la agencia – sonrió Zara.

Faely se mantenía en su zona de trabajo, callada y con los ojos clavados en los volantes de una falda rociera que estaba cosiendo. Sus mejillas estaban arreboladas. Se sentaba muy recta en una silla de anea, de hechura española, que era su favorita para trabajar. En un momento dado, apartó la mirada de su tarea y buscó los ojos de Cristo. Le sonrió abiertamente y el gitano pudo descubrir la alegría que bailaba en su rostro, en su mirada. Faely, fuese cual fuese el motivo, había recuperado las ganas de vivir y eso, para Cristo, era suficiente. En todos esos meses conviviendo con ella, había llegado a estimarla más que a cualquiera de sus familiares, salvo su máma, claro.

Se encogió de hombros y buscó los bizcochitos en otro de los armarios. No era su problema lo que ambas estuvieran haciendo en la cama.

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Al día siguiente, el anciano invisible regresó. No usó el ascensor, sino que surgió del hueco de las escaleras, caminando con las manos detrás de la espalda. Cristo se quedó con la boca abierta al contemplarle directamente. El anciano avanzaba hacia el mostrador, con total confianza, casi sonriendo.

Cristo consiguió salir de su atónito estado y bajar la cabeza, sin que el hombre se diese cuenta de que le devolvía la mirada. Como el día anterior, el extraño sujeto se detuvo ante Alma, mirándola. Cristo, manteniendo la cabeza baja, fingiendo leer un artículo del periódico que dejaban en recepción cada mañana, le observó con mucho disimulo. Se preguntó la razón de que hoy le viera perfectamente, sin buscar su reflejo o mirarle de reojo. ¿Habría dejado su modo invisible y estaba realmente ante ellos? En ese caso, estaría haciendo el gilipollas, se preguntó.

“No, en absoluto. Alma ya le habría visto y preguntado si podría hacer algo por él.”

Por alguna razón, hoy sus ojos le captaban a la perfección y tuvo el buen tino de disimular. Entonces fue cuando escuchó al anciano murmurar algo, casi entre dientes. Prestó toda la atención que pudo y, finalmente, consiguió entender algo de lo que brotaba de aquellos labios delgados:

— … tienes que ir… Noche Buena… no faltes, Alma… una de la madrugada…

¿Qué coño era aquello?, exclamó para sus adentros. ¡Le estaba dando instrucciones a Alma, como si fuese un mensaje críptico! ¿Ir a dónde en Noche Buena? ¡Joder, esto se complica! Su cabeza iba a explotar, intentando encontrarle sentido a lo que estaba pasando.

Ahora que podía ver claramente al anciano pudo seguir sus movimientos sin tener que buscarle, lo cual le llevó a disimular perfectamente su atención. Pasó un buen rato sentado al fondo de la sala de reuniones, mientras Candy exponía el balance anual ante la comisión. También estuvo sentado en los sillones que rodean las máquinas expendedoras, tal y como lo hizo el día anterior. Más tarde recorrió toda la agencia, sin dejar de murmurar la misma cantinela a cada chica a la que se acercaba.

“Una de la madrugada, en Noche Buena, acudid, acudid, no faltéis…”, pero, en ningún caso, se refirió al lugar concreto; ni una sola dirección.

El anciano regresó a la agencia durante toda la semana, realizando el mismo ritual. Cristo ya no tenía ningún problema para observarle y seguirle. Cada día, el hombre llegaba vestido elegantemente, con trajes distintos –incluso trajo un sombrero de ala estrecha el miércoles—por lo que ya estuvo seguro de que no era un fantasma. Cristo no sabía de ningún fantasma con guardarropa.

Se aseguró que nadie más le veía, aparte de él, preguntando aquí y allá con astucia. Nadie de la agencia le percibía, ni le escuchaba, como tampoco chocaban nunca con él. Sin embargo, no pudo enterarse dónde era la cita de Noche Buena, ni siquiera preguntando directamente a las chicas. Éstas le miraban como si no supiesen de qué estaba hablándoles. ¿Una cita en Noche Buena? La mayoría cenaría con la familia o con amigos y, más tarde, se moverían hasta ciertas fiestas y reuniones ya concertadas, totalmente normales y públicas.

El misterio estaba destrozando el ánimo de Cristo, quien se hizo la firme promesa de saber cómo acabaría todo aquello. ¡Si no conocía el sitio de la cita, seguiría a las chicas! Esa noche cenaría con Calenda, May Lin, y otras modelos que no disponían de familia en Nueva York. Faely y Zara cenaban en el ático de la jefa y ama. Así que Cristo no tendría problemas para seguir a las modelos, pues había visto como el anciano musitaba casi a sus oídos. Suponía que aquellas instrucciones de alguna forma hipnóticas, funcionarían en alguna de ellas, sino en todas. Por un momento, estuvo tentado de llamar a la policía, pero se lo pensó mejor cuando imaginó el modo de demostrar la existencia del anciano. ¡La policía no le vería por mucho que él lo señalara! Al final sería él quien acabaría en un psiquiátrico. No, nada de eso. Debía ser él quien se ocupara de todo, de la forma que fuese.

Lo primero era reunir pruebas y conocer qué quería el anciano invisible.

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“Por fin, hoy es viernes”, se dijo Cristo, adoptando la pose de John Travolta en Fiebre del Sábado Noche. “Hoy toca papeo del bueno, gratis, y quizás buena compañía.”

Se retocó el pelo ante el espejo del baño. Estaba a punto de abandonar la agencia, como todos, por vacaciones de Navidad. Por mucho que le esperó, el anciano no apareció en toda la mañana, como si supiese que el trabajo terminaría sobre las once de la mañana y todo el mundo se marcharía. “Puede que lo supiera”, asintió, pensando en todos los paseos que se había dado por la agencia. Sin duda, sordo no era.

Al salir del lavabo, Britt se colgó de su brazo, sobresaltándole.

— ¡Picha! ¿Qué hazes? – rezongó, pero pronto se calló, mirándola de arriba abajo.

— ¿Te gusta? – le preguntó ella con una risita.

— Niña, estás pa comerte con macarrones…

Cristo se llevaba bien con Britt, se divertía con su energía y ganas de vivir, pero no la había visto nunca como una hembra, sino más bien como una chiquilla de la que hacerse cargo. Ese día, Britt estaba dispuesta a romper todos sus esquemas. Había domado sus rebeldes cabellos de punta, peinándolos con un estilo Diana de Gales y portando una ancha cinta azulona como felpa.

Un vestidito de niña buena, azul cielo, con un escote redondo y volantes por encima de la rodilla, le confería un aspecto innegablemente femenino y atractivo. Portaba una rebequita de punto liviano, en un tono ocre, para aliviar la baja temperatura, y calzaba unos taconazos de aúpa, también azules, que la elevaban por encima de la talla del gitano.

— N-no sabía que tenía eso bajo la ropa ancha que te pones a diario…

— Ya ves – le sacó ella la lengua.

— Ya veo, ya veo… ¿Quieres ser mi acompañante hoy? – las palabras casi le salieron del alma.

— Por supuesto, apuesto caballero – bromeó Britt.

— Camminare allora! – exclamó Cristo, versionando a Giuseppe Garibaldi en el desembarco de Sicilia y echando a andar hacia la salida.

Entre risas y bromas, todos abandonaron la agencia. Alma se colgó del otro brazo de Cristo y más bien parecía la madre de los dos, pero el gitano iba más ufano que un cura en una convención de bragas. Tomaron el metro hasta Alphabet City, al sur este de Manhattan, donde se encontraba Cuissart. No estaba demasiado lejos de la agencia, pero con la temperatura que hacía más valía tomar el transporte.

La academia de restauración se ubicaba en una vieja fábrica conservera de principios del siglo XX. Un edificio gris y sin apenas formas, pero enorme y perfecto para abarcar todo un imperio de fogones, hornos y mesas de emplate. El restaurante de degustación ocupaba todo el frontal que miraba hacia el río. Les hicieron pasar a un salón mediano, donde una larga y bien decorada mesa les esperaba. En total, contando a la señorita Newport y la Dama de Hierro, formaban un grupo de veintiséis personas.

Los estudiantes de la academia, vestidos con uniformes a rayas estrechas, muy parecidos a mayordomos ingleses, empezaron a servir bebidas y entremeses nada más sentarse los comensales. Cristo y Britt se sentaron juntos en uno de los laterales. Alma se sentó junto a Peter Gawe, el jefe electricista, justo enfrente de ellos.

— ¡Esto es de lujo! – palmeó Britt. – Nunca he estado en un sitio así.

— ¿De dónde eres? – le preguntó Cristo.

— Vivo en Greenpoint, en Brooklyn, justo enfrente – contestó ella, señalando por la ventana la otra orilla del río. — ¿Y tú?

Cristo le habló del loft, de su tía y de su prima. Britt, a pesar de llevar apenas dos semanas en la agencia, ya había escuchado rumores sobre la mulata y la jefa, pero no la conocía como persona. Se quedó extasiada escuchando las historias de Cristo. Bueno, a decir verdad, se extasiaba con solo mirarle y no comprendía como su compañero no se daba cuenta de ello.

— Así que no has querido seguir estudiando, ¿eh? – preguntó Cristo.

— No era lo mío. Tengo muy poca retentiva – contestó ella, mirándole embelesadamente con aquellos ojos celestes llenos de candor. – Mi tía tiene una pequeña academia de peluquería y me decidí por eso. Por lo visto se me da bien porque me han aceptado en la mejor agencia de modelos de Nueva York.

— Me alegro mucho por ti.

— Gracias – musitó ella, colocando su mano sobre el muslo del gitano.

Cristo alargó la mano, atrapando unas delicias de marisco confitado y envuelto en hojaldre que un camarero depositó en su cercanía. Le cedió uno a Britt, quien lo probó con mucho cuidado. Cristo soltó una carcajada al comprobar que la chica abría mucho los ojos cuando el sabor llegó a su cerebro.

— ¡Está buenísimo! – exclamó. — ¿Qué es esto?

— No lo sé exactamente. Marisco en confitura. Bebe un poco de vino blanco, verás como mejora…

— No bebo, Cristo. Nada de nada – abrió ella las manos en un gesto excusante.

— Bueno, pues sin vino. No te preocupes, yo me lo beberé – dijo, apurando su copa.

El almuerzo resultó de primera. Al parecer, Candy no se miraba en homenajear a sus trabajadores. Sirvieron grandes ensaladas mediterráneas, con aceite de oliva del bueno, que trajeron dulces recuerdos a la mente de Cristo. Con ellas, dispusieron largas brochetas de vegetales asados y otras con cuadrados trozos de atún, tanto asado como en salmuera.

Tras unos exquisitos sorbetes de lima, llegó el plato fuerte: jamón dulce al horno, recubierto de sal y cava. La carne se deshacía en la boca, con un suave regusto a humo y vino. Venía acompañada de pequeñas panochas de maíz asado y bolitas de puré de remolacha. Cristo no cesaba de llenar su copa y de brindar con Britt y con sus vecinos. La joven rubita se sentía como una reina, mecida por los piropos que el gitano no dejaba de intercalar en sus conversaciones y por el ambiente. Alma los miraba, de tanto en tanto, y sonreía. En su mente, ya los estaba uniendo en una historia romántica.

En la sobremesa, entre puros y buen coñac, Candy se sentó al lado del gitanito para conversar. Britt no podía dejar de mirar a su jefa, preguntándose cómo una mujer con tanta fama y poder podía rebajarse a hablar con ellos, la plebe. Sin embargo, por otra parte, estaba orgullosa de que “su” Cristo estuviera tan considerado.

Candy se reía con las ocurrencias del gitano, que estaba muy animado por todo el alcohol consumido. Los chistes y las alusiones cínicas surgían de su boca sin interrupción, atrayendo la atención de buena parte de la mesa.

— Sabéis lo que contestaría una pareja gitana, descubierta por la metropolitana bajo uno de los puentecitos de Central Park, cuando le preguntaran: ¿qué hacéis ahí? – ante las miradas inocentes y los encogimientos de hombros, Cristo se rió con ganas. Aquí, en Nueva York, los viejos chistes volvían a tener su chispa. — ¡Más gitanos, mi árma!

Su afectado público, tan lleno de alcohol como él, se tronchó de risa, palmeando la mesa. Candy le dio un suave puñetazo en el hombro, como si fuese su colega de toda la vida, y Britt se envalentonó, depositando su mano en la de él. Cristo estaba en su salsa, tanto que se olvidó del fantasma de la agencia y de su cita de Noche Buena. Ahora, solo estaba atento a las respuestas emocionales de la joven Britt, lo que le hacía sonreír como un lobo.

A las cuatro de la tarde, los invitados empezaron a despedirse y marcharse para casa, iniciando así las dos semanas de vacaciones de Navidad. Como un galante caballero, Cristo detuvo un taxi para acompañar a Britt hasta su casa. Hubiera querido llevarla al loft, pero Faely y Zara estaban allí. Así que llevaría a la chica a su casa, en Brooklyn. Quizás podría hacer unas manitas en el coche…

El puente Williamsburg estaba mucho más cercano que el túnel Queens Middtown, aunque eso significara tener que ascender desde el sur al cruzar a Brooklyn. Entre risas, jugueteó con las suaves piernas de la chica, la cual solo le permitió llegar hasta sus muslos. Con eso se tuvo que conformar Cristo mientras el taxi subía por McGuinness boulevard y se detenía ante un edificio de seis plantas, pétreo y gris pero con un frondoso parquecito en la entrada.

— ¿Quieres subir? – le preguntó Britt cuando el gitano pagaba el taxi.

— ¿Con tus padres?

— No, vivo sola en la buhardilla – sonrió ella.

— Bueno – y despidió al taxista.

— El edificio es de mi familia. Toda ella vive aquí. Mis padres, mis dos tíos, y un par de primos casados. Lo demás está alquilado – explicó ella, señalando desde la acera.

— Coño…

— He conseguido quedarme con una parte del desván, en una coqueta buhardilla. Si te sientes más a gusto, podemos subir por la escalera de incendios y así no pasar por delante de la puerta de mis padres – sugirió ella, maliciosa.

— M-más mejor – respondió el, trabándose algo la lengua.

La escalera de incendios estaba en el pequeño callejón cerrado con rejas. Al parecer, Britt tenía bastante costumbre de entrar y salir por allí, ya que bajó la escala con un perfecto movimiento realizado en numerosas ocasiones. Completaron rápidamente la ascensión hasta la última planta. El edificio no disponía de azotea por lo que la escalera finalizaba ante una ventana de falleba.

Britt sacó un mando del bolsillo, muy parecido al de un coche, y accionó el dispositivo. La barra de acero que aseguraba la ventana en su interior se destrabó con un chasquido. Cristo lo señaló con el dedo.

— Un buen seguro – comentó.

— Lo puse cuando entraron dos veces en mi buhardilla.

La buhardilla era poco más grande que un dormitorio de matrimonio. Todas las dependencias se agrupaban en una sola sala, salvo el cuarto de baño. Una cama de plaza y media se apoyaba contra una de las paredes, junto a un gran armario. Más allá, una mesita son una tele y, al otro extremo un escritorio repleto de revistas. En la pared del fondo, un frigorífico y un pequeño fogón eléctrico de un solo fuego. A su lado, una repisa con un microondas. En el centro de la estancia, una mesa de cocina, con cuatro sillas remetidas.

— Muy íntimo – alabó Cristo.

— El cuarto de baño también es muy pequeño, pero tengo suficiente – dijo Britt, señalando una puerta cerrada. La otra, sin duda debía de ser la de entrada a la buhardilla. – Ya no soportaba a mi madrastra, así que convencí a mi padre de mudarme aquí. Ahora, desde que no tenemos tanto roce, las cosas van bien y podemos vivir en el mismo edificio.

— Britt… necesito un sofá o una ducha – musitó Cristo.

— Tienes mala cara.

— Creo que he bebido demasiado vino – en verdad, se estaba quedando pálido.

— No dispongo de sofá y no me atrevo a meterte en la cama, por si vomitas.

— O sea, la ducha, ¿no?

— La ducha. Te dejaré una toalla – le instó ella, empujándole hacia el cuarto de baño.

La ducha era minúscula, frente al lavabo. Casi te podías mirar en el espejo y afeitarte mientras te duchabas. En el otro rincón, el váter y, frente a él, un extraño bidé (Cristo no sabía que era japonés). Ni siquiera había espacio para un cesto de ropa sucia. Se desnudó, apoyándose en el lavabo, y abrió los grifos hasta dejar el agua templada. Se metió sin pensárselo. Necesitaba bajar el nivel del colocón. Britt estaba deseosa y él no podía dejar pasar esa oportunidad. La jovencita le había puesto cardiaco durante el almuerzo y era hora de responder.

Se apoyó con las manos en los azulejos, dejando que los chorros templados le cayeran en la cabeza. Entonces, con decisión, cortó el agua caliente. En escasos segundos, el agua se convirtió en piedras, al menos esa fue la sensación. Gritó al contacto con el agua helada y empezó a dar saltitos en la ducha. La niebla alcohólica se despejó al instante, dejándole tiritando.

— ¡Estás loco! – exclamó Britt, quien había entrado al escuchar los gritos. Introdujo la mano y abrió de nuevo el grifo del agua caliente, sin importarle mojar la manga de su rebeca. — ¿Qué coño pensabas?

— Tenía que quitarme el pedo, joder. Creo que lo he mandado a la bahía – se rió Cristo, con los dientes apretados, colocándose de espaldas a ella. – No pensaba que el agua estaría tan fría…

— ¿En diciembre? Lo extraño es que no esté la tubería congelada – bromeó Britt, quitándose la rebeca.

Estupefacto, Cristo contempló como la chica se despojaba primero de los zapatos y luego del vestido. Quedó en ropa interior, delante de él, con unos pantys oscuros que cubrían su braguita. Se desabrochó el sujetador y sentándose sobre la tapa del váter, enrolló los pantys hasta quitárselos. Por un instante, miró a Cristo con pudor, pero bajó de un tirón las braguitas.

— Déjame un sitio – le pidió al gitanito, entrando en la ducha.

— Britt…

— ¿Qué? ¿No me digas que no has visto antes a una chica desnuda?

— Tengo diez años más que tú.

— Mejor, así no pecas de novato – bromeó ella, tomando la esponja e impregnándola de gel.

La chica frotó lentamente su espalda y los hombros, descendió por sus glúteos y sus piernas, enjabonando a consciencia. Después, le obligó a girarse y siguió limpiando pecho y abdomen, así como los brazos. Se recreó en las caderas, admirando aquella cosita que colgaba entre sus ingles.

— ¡Que pequeñita! Parece de juguete, una obra de arte…

— ¡No te cachondees! Sé que es pequeña. Es por culpa del fallo hormonal. No se ha desarrollado.

— No me cachondeo, Cristo. Es muy bonita y no impone temor alguno. Tenías que ver la de mi ex… como un burro. Aprendí a chupársela con tal de que no me la metiera – le confesó ella.

— Por favor…

— ¿Crees que a las mujeres nos gusta que nos traspasen, que nos empalen? Puede que en ciertas ocasiones muy puntuales, no te lo niego, pero sin duda nos pasamos tres o cuatro días arrepintiéndonos de ello. Nos gusta más el juego tierno y dulce, tonto. Esa cosita da la medida perfecta para eso, seguro – le dijo Britt, enjabonando lentamente los genitales de Cristo.

Cristo suspiró debido a la suavidad de la esponja y al morbo que sentía al tener aquella chica menuda duchándose con él. Britt siguió bajando, repasando muslos, rodillas, y tobillos. Luego, se arrodilló sobre la porcelana y se dedicó un buen rato a enjabonar cada pie, por todos los rincones.

Cristo, dispuesto a devolver la jugada, se echó un buen chorro de gel en las manos. Le hizo una seña para que Britt se pusiese en pie y pasó sus manos por sus hombros y brazos, frotando para crear más espuma. No pensaba utilizar ninguna esponja, ni hablar. Britt posaba los ojos en los de él, sonriendo levemente a cada pasada de aquellas manos que tallaban su cuerpo. Primeramente, en vez de hacer que se girara para enjabonar su espalda, la había abrazado, pegándola a su pecho. Las manos de Cristo se afanaban sobre la espalda de la chica, bajando y subiendo, contorneando los omoplatos, ascendiendo hasta las clavículas.

Britt apoyó la mejilla en el hombro de Cristo, cerrando los ojos. Aún no estaba segura de lo que sentía por el gitano, pero si sabía del impacto que había causado en ella el primer día que le vio tras aquel mostrador. ¿Un amante a su medida? ¿Un compañero tierno y nada agresivo? Britt había tenido problemas con su ex novio. Jason era el único hombre que la había tocado y gozado. Empezaron a salir cuando ella tenía quince años; él diecinueve. Se conocían de vivir en el mismo barrio. Jason no era un tipo malvado, pero sí tenía malos amigos que le llevaban por derroteros extraños.

El caso es que Britt le entregó su virginidad, su amor, y casi su libertad. Jason se aprovechó de todo ello largamente, creyéndose el dueño absoluto. La hizo renunciar a sus amistades, a sus hobbys, e incluso a sus estudios. No estaba dispuesto que Britt fuera a una universidad y descubriera como era el mundo, en realidad. La quería así, inocente, poco culta, e ingenua, para domarla a su antojo.

Cuando hacían el amor, no tenía ninguna consideración con ella y solo le importaba su placer. Tampoco utilizaba preservativo, ni método de control alguno. Según él, era problema de ella, no quedarse preñada. Cuando Britt le hizo la primera mamada voluntaria, o sea, que la idea salió de ella para evitar ser penetrada en sus días fértiles, Jason descubrió un nuevo vicio que le gustaba aún más que embestirla como un poseso. Desde ese momento, hubo un poco de paz en su relación.

Aunque Britt se daba cuenta que Jason la anulaba y que su vida no llegaría a ningún lado junto a él, era incapaz de abandonarle, debido a un sentimiento extraño, mitad coacción, mitad cariño. La suerte vino en su ayuda cuando la policía encerró a Jason y sus amigos por robo a mano armada, y fueron condenados a doce años en el penal de la isla de Riker.

Luego llegó el apoyo de su tía Betty y su ingreso en la academia estética que regenta en Williamsburg. Trabajar con su tía le dio suficiente experiencia y confianza en sí misma como para presentarse a las pruebas de Fusion Models. Pedían una ayudante de peluquería y Britt pasó el examen. Aquel mismo día, cuando salía del despacho de la señora Priscila, tan alegre como unas castañuelas con su contrato en el bolsillo, le vio tras el mostrador de bienvenida. Le pareció un pequeño príncipe oriental, con su bello tono de piel tostada, sus ojos negrísimos, y tan delicado.

Se quedó admirándole desde un rincón. Era de su estatura, delgado y frágil como ella, y parecían haber nacido para estar juntos. Hizo todo lo posible, en los días venideros, para charlar con él y empezar una amistad. Le encantaba su acento europeo, le emocionaba escucharle hablar de las tradiciones de su país, y adoraba su astucia y su modo de ver la vida.

Las manos de Cristo dejaron en paz la espalda y las nalgas de Britt. Las había acariciado y sobado en profundidad, escuchando la respiración afanosa de ella. Volcó un poco más de gel sobre la palma de su mano y comenzó a frotar el pecho de la chica, mojado por su propia piel enjabonada. Admiró el cuerpo de la rubita. Tenían estaturas parecidas, pero ella estaría en los cuarenta y cinco kilos. Poseía unos senos pequeños y enhiestos, con un pezón sorprendentemente grande. Su piel era clara, sin pecas ni manchas; una piel suave y elástica, joven y sana. No tenía unas caderas muy pronunciadas pero su culito era respingón y bonito.

Pellizcó suavemente uno de aquellos grandes pezones y amasó el seno. Ella le miraba a los ojos, con una permanente sonrisa en sus labios. Estudiaba cada rasgo de su rostro, como si quisiera grabarlo en su mente. Cristo acercó su nariz y beso los labios temblorosos, deslizando la punta de su lengua sobre ellos. Su mano apretó más sobre el pezón y ella gimió por primera vez, en su boca. Su lengua saltó como una víbora buscando la de Cristo y enredándose frenéticamente.

Cristo deslizó su mano por la hondonada de su vientre, retozando sus dedos en el ombligo a flor de piel, y resbalando por el pubis, donde un pequeño círculo de vello, apenas más grande que un lunar, coronaba su vulva. Sin embargo, no tocó su sexo y se entretuvo siguiendo las líneas de las ingles y acariciar los flancos de las nalgas.

— Tócame, por favor… – jadeó ella.

— Entonces, colócate de cara a la pared – le dijo él, impulsando una de sus caderas para que girase.

Britt apoyó las palmas sobre los azulejos, acercando tanto la nariz a la pared que podía lamer el vapor condensado. El pequeño cuarto de baño estaba inundado por una neblina que no dejaba ver a un metro, pero a ellos les dio lo mismo. Por el rabillo del ojo, Britt observó como el gitano se arrodillaba a su vez, obligándola a abrirse aún más de piernas. Ya jadeaba esperando el roce placentero.

Muy lentamente, Cristo pasó un dedo desde el escaso vello rubio del pubis hasta su tesoro más guardado, su culito. Con la delicadeza de un médico, rozó el clítoris, los inflamados labios de la vulva, el sensible perineo, acabando sobre el apretado anillo del esfínter. Britt exhaló un quejido bien sonoro y sus rodillas temblaron. ¡Aquello era una maravilla!, pensó.

Dos dedos pinzaron la vulva de la chica, formando un delicioso pliegue de carne que Cristo observo atentamente. Labios mayores gruesos, sin vello, debidamente cerrados. Una delicia. Sin soltar aquel pliegue, pasó un dedo de su otra mano por la cerrada raja, abriéndola como un cuchillo abre un bollito de pan. La notó estremecerse.

Colocó una mano sobre el pubis, bajando el pulgar hasta posarlo sobre el clítoris. Desenfundó el garbancito de Britt con habilidad y pasó la huella del dedo por él. Más que frotar, pulsaba con el pulgar. Al mismo tiempo, introdujo el dedo corazón de la otra mano en la vagina, ahondando lentamente. Britt apoyó la mejilla contra los mojados azulejos, sintiendo como su vientre temblaba.

Aquellos dedos la manipulaban a placer, con una experiencia que ella jamás había conocido. No podía mantener los ojos abiertos, ni su garganta reprimida. Un dedo más se unió al que enfundaba en su carne, arrancándole un nuevo suspiro. Aquel pulgar la estaba volviendo loca. Sentía como su vagina se licuaba, como si sus entrañas se derritieran para añadir aún más lefa viscosa a su coñito.

Unos dientes mordisquearon su nalga izquierda y ella bajó una de sus manos para atrapar el cabello de Cristo, gimiendo largamente.

— N-no voy a… aguantar más…

— Mejor – susurró él.

— ¡Cristooooooo! – ululó casi como una loba, sacudiendo su pelvis mientras su cerebro se llenaba de chispas de colores.

Cristo la recogió en sus brazos y ambos quedaron sentados, bajo el chorro de agua tibia que aclaraba el jabón de sus cuerpos. Se sonrieron y se besaron. Cristo la puso en pie y alargó la mano, tomando la toalla que la chica le entregó antes de meterse en la ducha. Con ella, secó el cuerpo femenino, con largas y suaves pasadas. Entonces, Britt salió del plato de ducha para traer otra toalla con la que secar al chico, con la misma exquisitez.

— Vamos a la cama – susurró la chica, tirando de su mano.

Nada más caer de rodillas sobre el colchón, Britt tumbó a Cristo de espaldas, y se recreó en pasar sus manos por todo el cuerpo, hasta llegar a la parte que le interesaba en sobremanera. Aquellos genitales la atraían con fuerza y quería dedicarles un buen rato, para su deleite. Cristo atrajo la almohada con una mano, situándola bajo su nuca. De esa forma, contempló el manejo de la rubita, quien se atareaba con mimo en su erecto pene.

Britt se regodeaba en sus pensamientos y en sus sensaciones. El pene de Cristo era totalmente funcional y hermoso, por mucho que el chico se disculpara. Sí, era pequeño quizás, pero se mantenía duro y firme. Además, sobresalía de la palma de su mano al masturbarle lentamente, así que, para ella, tenía el tamaño adecuado. Así como estaba, totalmente depilado –Cristo se había acostumbrado a llevarlo así desde su historia con Chessy—, parecía más largo.

Lo aspiró golosamente con su boca, mientras acariciaba con una uña los pequeños testículos. Tuvo la impresión que jugaba con el sexo de un niño, así, tan de cerca y sin verle la cara. Succionó con deleite; cabía toda en su boca. Su lengua sirvió de freno al iniciar el vaivén con su cabeza. Cuando Cristo gimió, le pareció el sonido más encantador del mundo. La mano del chico pronto estuvo acariciando su pelo, aún mojado y encrespado.

— No sigas… detente – susurró Cristo. Ella dejó de mamar, tragando la saliva que acumulaba en la boca. – Ven, quiero besarte.

Se instaló en los brazos de Cristo y compartió con él el sabor de su sexo. Le encantó que no hiciera ascos. Jason no se lo hubiera permitido, seguro. De repente, mientras su lengua buscaba el paladar del gitano, notó la mano de éste de nuevo en su sexo, abriéndola, asegurándose que estuviese lo suficientemente mojada. Britt reconoció que era un hombre muy entregado y previsor y eso la encantaba totalmente.

Cuando el glande tropezó contra su vagina, Britt movió sus caderas para acogerle de una vez. Clavó su mirada en los ojos de Cristo en el mismo momento que la penetraba, mientras dilataba sus fosas nasales. ¡Si! Lo notaba en su interior, empujando con la pelvis para ahondar todo cuanto le fuera posible.

Se apoyó en sus rodillas y elevó su tronco, uniéndose más a Cristo. Le cabalgó con lentitud, para que aquella pollita no se saliese del estuche en ninguna ocasión. Bailoteó y rotó sobre él, tan sensual como una odalisca harta de kifi, agitando sus brazos en una muda danza surgida del deseo. Ella mantenía los ojos cerrados, pero una espléndida sonrisa en sus labios. Sentía sobre ella los escrutadores ojos de su compañero, observándola, detallándola.

Y era totalmente cierto. Cristo devoraba con la mirada aquel cuerpecito que se atareaba en darle placer. Britt estaba bellísima, arrobada por la pasión que sentía, inmersa en el placer que conseguía extraer con sus caderas. Sus manos subían hasta su cabellera, acariciaban la nuca, mientras que la lengua se disparaba para lamer sus propios antebrazos, fugazmente. Parecía estar bajo trance, en un estado de conciencia elevada y pura.

Cristo adelantó una mano y atrapó un pechito tembloroso como un flan y tironeó de aquel pezón inmenso que ocupaba toda la cúspide del seno. Tenía un tacto delicioso. Pellizcó con más fuerza y Britt se mordió el labio inferior, dejando escapar un quejumbroso sonido. Como respuesta, la otra mano de Cristo se disparó hacia el clítoris de la chica, huérfano en caricias por el momento.

Volvió a colocar un pulgar allí y comenzó a rotarlo con rapidez. El movimiento de las caderas de Britt aumentó enseguida. Se llevó una mano a uno de sus senos y con la otra aferró la de Cristo. Llevó aquellos dedos a su boca, lamiéndolos de uno en uno, todo sin dejar de agitarse cada vez más compulsivamente.

— Oh sí… Britt… estoy a punto, cariño – musitó Cristo entrecortadamente.

Aquellas palabras activaron el orgasmo de la chica y arañó el pecho de Cristo al crispar sus manos allí. El placer se alargó cuando sintió como se corría Cristo en su interior. Se derrumbó sobre él, abrazándose con fuerza y jadeando en su oído.

— Te quiero, Cristo – deslizó su voz en la oreja de Cristo, en un impulso inconsciente e involuntario.

Los ojos de Cristo se abrieron de golpe, tan atentos, en un segundo, como un radar antimisiles. La boca se le abrió con incredulidad, el corazón acelerando aún más los latidos tras su orgasmo.

“¿QUÉ? ¿Cómo que me quiere? ¡Está loca! Nos conocemos desde hace una semana y acabamos de follar por primera vez… ¿De dónde coño ha sacado eso de quererme?”, pensó, desesperado por encontrar una salida.

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Los ruidos de disparos y gritos de terror llenaban la sala. Spinny se divertía matando tipos malos en la gran televisión de plasma, manejando el mando de la Xbox como todo un virtuoso. Su espalda dejaba de estar en contacto con el estampado del sillón en el que se sentaba para iniciar ciertos movimientos compulsivos como si estuviera claramente notando el retroceso de un arma imaginaria o esquivando trayectorias de balas. Había que decir que Spinny vivía verdaderamente aquellos momentos de consola.

Rowenna le miraba con una vaga sonrisa, embelesada con el sencillo espíritu de su amigo. La gran mano negra se deslizó muslos arriba, buscando el calor de su entrepierna. La modelo se abrió un poco más de piernas, sentada a horcajadas sobre aquellas rodillas huesudas y negras. Recostó la espalda contra el pecho nasculino, notando su aliento en la nuca.

La mano de Rowenna subió hasta acariciar la mejilla hirsuta del jugador. La gran lengua rosada de Duval “Jaw” Berbelier lamió cálidamente sus dedos. Jaw había sido fichado por los New Yorks Knicks a principio de temporada y estaba empezando a destacar en sus primeros partidos. ¿Cómo lo conocía Spinny? Era un misterio.

Rowenna suponía que tenía que ver con las horas que el pelirrojota pasaba en Central Park. Quizás Jaw salía a correr por allí, pero lo dudaba. Con las sesiones de entrenamiento del equipo, el hombretón negro tenía suficiente para estar en forma, sin duda. El caso era que Spinny la había llevado a casa de Jaw, en una villa de Yonkers, al norte de Nueva York.

Habían estado charlando, bebiendo, y Jaw les había invitado a una hierba de primera, aunque él no había tomado nada, por supuesto. Debía mantenerse limpio para los controles de dopaje. Pero había resultado ser todo un pulpo, lo que ponía frenética a la modelo. Con sus dos metros y unas manos que parecían palas, Jaw la usaba como una muñeca, aún siendo una chica alta.

Ahora, se encontraba sentada sobre su regazo en el gran sofá blanco de la sala, a espaldas de Spinny. Éste parecía comprender perfectamente el carácter de la modelo y se había enganchado a la consola, él solo, para permitir que el jugador de la NBA y la modelo inglesa se conocieran.

Conocieran. Extraña definición de la larga sobada que le estaba pegando el negrata, pensó Rowenna. Sin embargo, había sido ella la que había iniciado el juego, besando con curiosidad los grandes labios del joven. Rowenna no había estado nunca con un hombre negro, más que nada porque no conocía ninguno adecuado en Londres. A su llegada a Nueva York, no tuvo oportunidad de escoger. Los novios le cayeron encima casi sin proponérselo, debido a su trabajo. Jaw era el tipo adecuado en el momento justo, y si no salía bien, nadie lo sabría. Spinny era una tumba. Así que se lanzó directamente a la piscina.

El jugador había demostrado ser un tipo ansioso, absorbido por sus pasiones. Tras besarla apasionadamente, la puso en pie, le bajó los pantalones de chándal que traía la modelo y la colocó sobre su regazo, donde comenzó a recorrer todo su cuerpo con sus grandes manos, estremeciéndola toda. Los fuertes dedos negros pellizcaron la sensible cara interna de sus muslos, haciéndola tragar saliva. Segundos después, se deslizaban sobre su braguita de algodón, una braguita de niña buena.

Sin embargo, los efluvios con los que se empapaban la prenda no eran de niña buena, nada que ver. Era un acto de zorra, de golfa tremenda. En apenas unos minutos de caricias, Rowenna estaba completamente cardiaca, tan mojada como una colegiala en su primera cita. Aquel tío la ponía en la cima con aquellas manos.

Un dedo se coló bajo la prenda, abriendo su preciosa rajita y empapándose bien de sus jugos. Jaw sacó la mano de entre sus muslos y llevó aquel dedo mojado a los labios de la modelo.

— Vamos, lámelo. ¿Te has probado alguna vez?

Rowenna negó con la cabeza pero abrió la boca y tragó el gran dedo negro, succionándolo completamente. Sonrió mentalmente al comprobar que su propio sabor era casi dulce y almizclado. Era una tía deliciosa, se dijo, ufanándose.

Jaw volvió a meterle el dedo, ahondando más esta vez. Otro de sus dedos llegó perfectamente hasta su clítoris, rascándolo suavemente con la uña, lo que hizo que sus caderas se dispararan, casi de golpe. La otra mano de Jaw se posaba sobre su pecho, apretando y retorciendo con delicadeza.

Bajo sus nalgas, notaba como un bulto iba ganando consistencia. No podía estar segura, pero parecía de un gran tamaño. Pensó en cuanto se decía de los penes negros y sintió su ardor aumentar. ¡Dios! ¡Que puta se sentía! Casi como aquella vez con Spinny y Cristo…

Jaw parecía no llevar ropa interior bajo el amplio pantalón corto que llevaba en casa, como si hubiera estado entrenando a su llegada. Al menos, ella lo notaba así. La mano que atormentaba sus pechos descendió para colarse bajo la camiseta de “Hello Kitty” que vestía. No había sujetador que sortear y sometió rápidamente los pezones a una deliciosa tortura, no exenta de dolor.

Mientras tanto, Jaw ya había introducido dos dedos en aquel coñito inglés que le estaba poniendo malo. La escuchaba gemir largamente, a cada movimiento de sus manos, sin pudor ni vergüenza, con una pasión que no había conocido en otras chicas. ¿Quién decía que las blancas eran frígidas? Si la modelo gemía así con sus dedos, ¿qué haría cuando le metiera su obús negro?

Se dijo que era el momento de probar y ver el coñito de una hembra tan reputada. Sus manos bajaron hasta el elástico de la braguita, deslizándola por los muslos. Sin tener que pedirlo, Rowenna levantó las piernas para que el jugador pudiera quitarle completamente la prenda. Con ojos entornados, contempló a Spinny. Sonrió. No le importaba que estuviera delante. Al contrario, la excitaba aún más follar delante del pelirrojo, de su mejor amigo.

Jaw le indicó que se pusiera en pie. La tomó de la mano y, sin él moverse, la ayudó a subirse en el sofá, colocando un pie a cada lado del largo cuerpo del negro. Contempló a placer aquel coñito que tenía delante, mientras ella jadeaba e intentaba taparse. Pero Jaw la tenía cogida de las muñecas y se lo impidió. Era una vulva de primera, bien depilada, estrechita, de labios sonrojados y entreabiertos. La atrajo hasta su boca y colocó sus grandes manos sobre las redonditas nalgas. Su ancha y carnosa lengua se deslizó por toda la entrepierna femenina, abriéndose paso hasta el interior de la vagina. Rowenna dejó caer la cabeza y gruñó sensualmente, atrapando con sus manos la afeitada cabeza de Jaw.

Spinny era consciente del magreo que se estaban pegando a su espalda. Él y Rowenna lo habían intentado, pero la relación no acababa de funcionar. Sin embargo, pronto descubrieron que compartían muchas similitudes en sus gustos, así como de una confianza y una amistad cada vez más sólida. Se sentían mejor como amigos que como pareja. Entonces, ¿por qué no convertirse en los mejores amigos del mundo?

Spinny haría lo que fuese para que Rowenna disfrutase y fuera feliz. La llevaba a todos los rincones más excitantes de la ciudad y le presentaba personajes increíbles, pero siempre que él pudiese protegerla, como en esta ocasión. No pensaba abandonar la sala, ni permitir que se fueran ellos a otra habitación. Jaw era un tío legal y famoso, pero tenía cierto problema de control. Mientras él estuviera allí, se controlaría. Se lo había dejado muy claro al jugador de basket.

No es que Spinny se considerase un enemigo para el grandullón, pero éste conocía a la familia del pelirrojo y sabía de sus chanchullos y de sus conocidos. Buscarse la enemistad de un clan irlandés no era tontería alguna. De esa forma, Spinny mantenía una aureola de poder propia que le veía muy bien en aquellas ocasiones.

Al escuchar el ronco quejido de la modelo, se giró para observarles, pausando el juego. Fue todo un espectáculo contemplar aquellas nalguitas blancas rotando por el placer, sujetas por las manos de ébano. Rowena mantenía las rodillas flexionadas, las piernas abiertas para aposentar totalmente su sexo sobre la gran boca de Jaw. Se frotaba literalmente contra ella, usando la presión de sus propias manos, las cuales sujetaban las sienes del jugador. Gruñía, resoplaba, temblaba y se estremecía, al paso de aquella lengua inmisericorde.

Spinny sonrió, volviendo de nuevo a su matanza virtual. “Espero que la modelo que ha prometido presentarme Rowenna folle igual de bien que Jaw.”, pensó el pelirrojo al tomar el control de la partida.

Rowenna había llegado al límite. Sus manos abrazaron completamente la cabeza del negro, como su fuese una madura sandía, y se pegó totalmente a ella, mientras el orgasmo estremecía sus piernas y su columna vertebral. Apretó los dientes al sentir como su vagina se licuaba. No pudo ver el resultado, pero si notó como el líquido abandonaba su vulva. Un buen chorro de efluvios femeninos descendió por la barbilla de Jaw, quien intentaba tragar cuanto podía.

“Joder, joder… ¡Cómo se corre esta tía!”, pasaba por su mente.

La modelo cayó de rodillas, recuperando el aliento, apoyándose con una mano en el pecho del joven. La camiseta de basket que llevaba estaba manchada de sus jugos y Rowenna, con una sonrisa, se inclinó y lamió lo que aún no había empapado la tela.

— ¡Estoy loco por metértela! – exclamó él, manoseando su propio pantalón para bajarlo.

— Venga, bájatelo… quiero verla – le animó ella.

Con orgullo, Jaw mostró su firme pene, observando la reacción de la modelo. Ésta abrió mucho los ojos y tragó saliva. No era demasiado larga –calculó unos diecinueve centímetros, máximo- pero era muy gruesa, al menos de siete u ocho centímetros de diámetro.

— ¡Tío, es enorme! ¡No me va a caber! – exclamó ella, pasándole un dedo por encima del glande.

— Ya verás como sí, Rowenna. Te lo haré muy lento, con mucho cuidado… vamos, súbete sobre ella…

Spinny sonrió al escuchar los murmullos. Seguro que mañana no podría dar ni un paso. Mató los últimos enemigos que le separaban del siguiente nivel y aprovechó las puntuaciones para dar un trago de su vodka con zumo de naranja.

Rowenna gruñía, mordiendo su labio con fuerza. Se aferraba con las dos manos a aquella polla que amenazaba con rajarle la entrepierna y se dejaba caer lentamente, centímetro a centímetro sobre ella. Jaw la miraba fijamente, con ojos de oveja degollada y sonrisa floja, animándola a continuar. No quería pensar en que el jugador se estuviera encoñando con ella; solo le faltaba eso. Follaba como los ángeles, pero no quería ninguna relación. Pensó todo esto en un milisegundo, ya que seguía luchando con aquel obús.

Volvió a salirse y tomó el lubricante que Jaw había sacado de una cercana cajonera. Echó un nuevo chorro directamente sobre el pene y lo repartió con las manos. Abarcarla de esa forma era una pasada. La polla estaba dura y firme como una estaca pero suave al tacto, casi esponjosa. Metió dos dedos en su vagina que se mantenía todo lo abierta posible y retomó el asalto. Esta vez, el pene se deslizó con más facilidad, tragándose medio. Con un gemido, se detuvo para descansar y ambos amantes se miraron morbosamente.

— Lo voy a conseguir – musitó ella.

— No lo he dudado jamás. ¡Eres increíble!

Ella se inclinó y le besó, cortando más palabras de las que pudieran arrepentirse. Empujó un poco más, sintiéndose totalmente colmada, llena de ardiente carne negra. Echó los brazos en torno al cuello de Jaw y se hundió en sus gruesos labios, iniciando una lenta cabalgada. El jugador tensaba las nalgas a cada descenso de su partenaire femenino, alcanzando el cénit de la vagina.

— N-noto como me si estuvieras… rajando, cabrón – gimió ella.

— Y tú me la estrujas con el coño, zorra. Dios, que caliente está tu coñito…

— Oooh… es tremenda.

— Vamos, ¡muévete más! ¡Necesito correrme!

— ¡Ni se te ocurra hasta que te lo diga!

— ¡Salta sobre mi polla! – exclamó Jaw, alzando a Rowenna con sus poderosos brazos.

— ¡AAAHHHH! – gritó ella, incontenible. La gruesa polla la empalaba como una estaca. Notaba el fuego iniciarse en su bajo vientre, preparando el éxtasis.

— ¡Dios! ¡Que vicio! ¡Como follas! – casi silbó él.

— C-calla, calla… que me corro…

— Te voy a inundar de leche.

— Joder… joder… que morb-bo…

Rowenna saltaba literalmente sobre el regazo del jugador, buscando la ardiente sensación de resbalar por toda aquella polla negra que la estaba condenando. Buscaba ordeñarla con sus músculos vaginales, exprimirla con el poder de sus entrañas, incluso arrancarla y guardarla como trofeo. Todas aquellas impresiones desfilaron raudamente por su enfebrecida cabecita a la par que el orgasmo ascendía con la fuerza de un geiser.

Mordió con fuerza el fornido cuello de Jaw, impresionada por la intensidad de su placer y cuando éste se retiraba en suaves ondas, el semen del jugador alcanzó con fuerza su cerviz, desatando otro estremecimiento menor que la hizo sonreír, con el rostro apoyado sobre la aromática piel negra.

“Joder, que polvo…”, se dijo, aún con la respiración agitada. “Espero que Spinny haya terminado con la partida. No pienso quedarme más tiempo aquí.”

CONTINUARÁ…

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