Women in trouble 1: Socorriendo a mi hermana Sara:
Llamadme Ismael.
Me he pasado un rato pensando en la manera de empezar mi relato y he optado simplemente por presentarme, a ver si hay suerte y consigo cabrear a Neville lo suficiente para que se levante de su tumba y nos dé un buen susto a todos. Falta nos hace.
Aunque quizás, dada mi vocación, hubiera sido más apropiado citar, no sé, a Ramón y Cajal por ejemplo. O al Dr. House.
No, no es que sea médico. Aún no. Estudiante tan sólo. De primer año. Pero no estoy aquí para hablaros de mis estudios. Demasiado macabro el tema de las asignaturas de primero. Pregunten a otro estudiante de medicina. Nos detectarán fácilmente por nuestro olorcillo característico a formol. Eau de fiambre lo llamamos.
Bueno. A lo que iba. El tema del que quería hablarles. Sarita. Mi hermana.
No, no voy a hablarles de una tortuosa relación incestuosa a lo largo de los años. No. Sólo voy a contarles lo que pasó la otra tarde. De forma fortuita. Inesperada.
Supongo que debería hablarles un poco de ella ¿no? Qué quieren que les diga. Mi hermana es… mi hermana.
Ya sé, ya sé. Lo que ustedes quieren es saber es cómo es su aspecto físico. No, eso tampoco. Lo que quieren saber es si está buena.
Vaya, pues sí. Es un año menor que yo, 18 recién cumplidos; rubia, simpática y vital. Sí, tiene unas bonitas curvas (buenas sesiones de aerobic le cuestan), que es lo que ustedes les interesa, pero qué quieren que les diga, se trata de mi hermana, así que nunca la había mirado como a una mujer.
Piénsenlo, cuando estaba peleándome con ella o cuando estábamos juntos por casa, ella era simplemente la pedorra de Sari y yo era el capullo de Isma. Dos hermanos corrientes y molientes, como otros cualesquiera.
Nos queremos, por supuesto que sí, como se quieren dos hermanos casi de la misma edad, que han crecido con la sana relación de amor-odio que se produce en cualquier familia.
Todo este rollo viene a significar que yo nunca había mirado a Sara como se mira a una mujer. Coño, tampoco voy a mentir diciendo que nunca le había mirado el culo cuando se ponía a hacer gimnasia en el salón o que no le había echado un vistazo apreciativo cuando salía del baño envuelta en una toalla, pero qué quieren, uno no es de piedra.
Mis amigos sí que me habían hablado muchas veces de lo buena que estaba Sarita, por supuesto que sí, empleando el educado y correcto lenguaje que usan los colegas para charlar.
–          Joder, si mi hermana estuviera tan buena, me pasaría el día follándomela – me dijo un día Paco, con su fineza habitual.
Pero yo, aparte de reírle las gracias a la panda de cabestros, no albergaba en mi cabeza ningún pensamiento incestuoso hacia Sara. O al menos eso creo.
Hasta la otra tarde. Cuando descubrí por fin que mi hermana no sólo estaba tremendamente buena, sino que era toda una mujer.
Era un sábado como otro cualquiera. Como los exámenes estaban próximos, me había encerrado en mi cuarto después de comer, para empollar un rato.
Durante el almuerzo, mis padres habían comentado que iban a salir con unos amigos, así que nos dijeron a Sara y a mí que pidiéramos pizza para cenar, a lo que mi hermana contestó que también salía por la noche, por lo que iba a quedarme solito en casa.
No es que su presencia tuviera mucha importancia, pues en mi familia son bastante respetuosos y saben que, cuando estoy estudiando, hay que procurar no molestarme para que no pierda la concentración, esforzándose mucho todos en no hacerlo.
Por eso me sorprendió tanto cuando, a media tarde, mi móvil emitió la señal indicativa de haber recibido un wassap, que resultó ser de Sara.
–          Pero, ¿se puede saber qué coño querrá ésta ahora? – exclamé, haciendo gala de un conmovedor sentimiento fraternal.
Durante un segundo, estuve tentado de apagar el teléfono y pasar de ella, pero entonces entró en acción el poder mágico del wassap, ése que te obliga a mirar los mensajes cuando sabes que tienes uno.
–          Por favor. Ven inmediatamente a mi habitación. No digas nada a mamá ni a papá.
Sí claro. Y una mierda. Para eso estaba yo, para perder el tiempo con sus tonterías de niñata. Ni siquiera sabía que estuvieran aún todos en casa. Pensaba que se habrían marchado ya.
–          Estoy estudiando. Ya me lo contarás luego – le envié.
Segundos después, el puto pipupipi de los huevos volvía a resonar en mi cuarto.
–          ¡Me cago en la puta! – exclamé con calma y sosiego.
Tras reprimir las ganas de estampar el aparatejo en la pared, sucumbí de nuevo al poder del wassap y miré a ver qué puñetas quería la pedorra.
–          Por favor Isma, ven. He tenido un pequeño accidente y necesito tu ayuda. Pero sobre todo, ni pío a papá ni a mamá.
Me levanté de un salto, sobresaltado. ¿Un accidente? ¡Mierda! Seguro que se había hecho daño haciendo gimnasia. Pero, ¿por qué no quería que avisase a mamá?
Más nervioso de lo que me gustaría reconocer, salí disparado de mi dormitorio en dirección al de mi hermana. A pesar de estar acudiendo en su ayuda, el condicionamiento pavloviano (a base de gritos, guantazos y lanzamiento de objetos varios) hizo que me detuviera a llamar a la puerta antes de entrar en su cuarto.
–          Pasa, pasa – me respondió su voz, amortiguada por la madera.
Abrí la puerta con el corazón en un puño, esperando encontrarme a Sara tirada en el suelo, con el coxis fracturado y sosteniendo el teléfono móvil con manos temblorosas (como dice la canción, antes muerta que sin móvil, o sencilla, o no sé qué).
Pero no. Para mi sorpresa, mi hermana reposaba tranquilamente en su cama, arropada hasta el cuello con la colcha, de forma que sólo asomaba su cabeza, permitiéndome observar que tenía toda la cara arrebolada y encendida.
 
–          ¡Fiebre! – pensé de inmediato – ¿Habrá pillado la pánfila ésta el ébola o algo así?
La miré (un poquito asustado) desde el umbral y le pregunté con todo el cariño:
–          ¿Se puede saber qué coño te pasa? ¡Me va a dar un infarto! ¿Te has caído o qué?
Ella me miró en silencio, toda compungida y, en vez de mandarme al carajo por mi exabrupto, no dijo ni pío, ni me tiró un zapato ni nada, lo que me preocupó muchísimo.
–          Entra y cierra la puerta, por favor – dijo muy serenamente.
Aquello me acojonó más todavía.
–          Sara, ¿qué te pasa? – pregunté mientras la obedecía.
–          Nada, nada, tú pasa, por favor.
Me acerqué a su cama, sintiéndome terriblemente inquieto. Ella me miraba muy fijamente, sin pestañear siquiera.
–          Sari, en serio. ¿Qué te sucede? ¿Te encuentras mal? ¿Llamamos al médico?
–          Tú eres médico, ¿no?
–          ¿Yo? ¿Estás de coña? – exclamé, acojonándome todavía más – ¡Si estoy en primero! ¡Qué coño médico ni qué narices!
–          Ya, hijo, ya sé que estás en primero. Pero de anatomía sí que sabes, ¿no?
–          Sara, por Dios, qué te pasa. Me estás asustando de verdad.
Volvió a quedarse callada, mirándome con expresión febril. Horrores me costó no tomar una decisión madura y meditada y salir disparado a buscar a mi mami.
–          Isma, necesito que me jures que no le vas a contar esto a nadie…
–          ¿Contar el qué? – pregunté, tratando de sofocar la histeria.
Joder, mi hermana podía estar allí muriéndose y yo, mientras, haciendo el garrulo.
–          Isma. Prométemelo.
–          Sí, sí, lo que sea, lo prometo. Pero, niña, dime. ¿Qué te pasa? ¿Dónde te duele?
–          No seas tonto. No me duele nada – me dijo – Es sólo que…
Volvió a quedarse callada, mirándome. Parecía estar armándose de valor para decir algo.
–          Joder, ¿qué coño irá a decirme? – pensé – ¿Se habrá hecho talibán? ¿Irá a votarle al PP?
–          Ismael – dijo muy seria – Prométeme que nunca se lo contarás a nadie. Júralo porque mamá se muera.
El que mi hermana recurriera al juramento de nuestra infancia, me convenció de que la cosa era seria.
–          Sí, Sara, te lo juro. Nunca jamás se lo contaré a nadie – prometí, aun sin tener ni puta idea de qué iba la cosa.
–          Y tampoco volverás a mencionármelo a mí.
–          Sí, sí, vale – asentí, sin percatarme de lo extraño de su petición.
–          Y, sobre todo – pausa dramática – Júrame que no te vas a reír.
Me quedé estupefacto. Con la boca abierta literalmente. No me esperaba aquello.
–          ¿Qué? – acerté a articular.
Algo en mi expresión (agilipollada) debió molestar a mi hermana, pues, con los ojos brillantes por la ira, dio un brusco tirón de la colcha, tapándose por completo.
–          Imbécil – me espetó con voz amortiguada por la tela.
–          Vamos, Sara, perdona. Te juro todo lo que quieras. Dime qué te pasa. Ya en serio, me estás preocupando de verdad.
La ruborizada carita de mi hermana asomó bajo la colcha, mirándome sin acabar de decidirse a confiar a mí.
–          Tío… Esto me da mucha vergüenza. No quiero que vuelvas a mencionarlo jamás – insistió.
–          Que no. Ya te he dicho que no diré nada. Pero haz el favor de decirme de una vez qué te ha pasado.
Sara cerró los ojos y respiró profundamente, armándose de valor para revelarme por fin el terrible secreto.
–          Bueno, Isma… Yo estaba… Ya sabes – balbuceó, haciendo un gesto raro con la cabeza.
–          No, no sé – la interrumpí – Niña, o hablas más claro o te juro que…
–          Vale, vale – asintió – Leñe, es que me da vergüenza. Pero, si no te lo digo a ti…
Logré contener a duras penas las ganas de darle un coscorrón.
–          Verás. Es que… Bueno… Antes, hace un rato, me estaba masturbando…
¿Qué? No, no podía ser. Mi hermana no acababa de decir aquello.
–          Que estabas masticando, ¿el qué? – pregunté, tratando de negar la realidad.
–          No, imbécil – dijo hecha una furia – Me estaba masturbando. Que me estaba haciendo una paja, gilipollas.
Asentí con la cabeza, aturdido. Si me hubiera dicho que era una alienígena procedente de Positrón 4, me habría extrañado mucho menos. Sin decir nada, agarré la silla que había frente al escritorio de Sara y me senté (me derrumbé) en ella, antes de que las rodillas me fallaran.
–          O sea, que estabas masturbándote – dije, aparentando naturalidad – Y te pareció buena idea llamarme para darme los detalles.
–          ¡Ay, hijo, no seas imbécil! – me espetó – No me lo pongas más difícil, que bastante vergüenza estoy pasando ya.
–          ¿Vergüenza? – exclamé enfadado – Tranquila, que esto no es nada. Verás la próxima vez que me haga una paja y te llame para retransmitirte la jugada.
–          Pero, ¿tú eres tonto o qué? – dijo ella cada vez más cabreada – ¿Te crees que, si no necesitara tu ayuda, iba a hablarte de mis intimidades?
Sus palabras me serenaron un tanto. Tenía razón, si me había llamado era por algo, no para ponerme al día sobre sus sesiones de autosatisfacción.
–          Vale – dije, tratando de recuperar la serenidad – Tienes razón. Disculpa. Ahora dime, ¿qué demonios te ha pasado mientras te hacías una paja?
–          Eres gilipollas, hermanito.
–          Tienes razón. Hasta luego – dije levantándome de mi asiento.
–          ¡NO! Espera – dijo ella más calmada, sin atreverse a mirarme a la cara – Necesito que me ayudes…
Me dejé caer de nuevo en la silla.
–          Venga. Habla. ¿Qué quieres que haga?
–          Joder. ¡Qué vergüenza! – masculló entre dientes – A ver, Isma. Después de almorzar, me he dado una ducha y… bueno… ya sabes, estaba un poquito cachonda, pues hace tiempo que no…
–          Vale, vale, corta el rollo – la interrumpí, prefiriendo no averiguar más de los sofocos de mi hermanita – Empezaste a masturbarte. Es natural. Todos lo hacemos.
–          Sobre todo tú – me soltó, tratando de recobrar la ventaja en la discusión.
–          Estupendo – dije sonriente – Me voy a buscar a mamá.
–          ¡NO! – exclamó ella incorporándose.
Al hacerlo, la colcha se escurrió, con lo que quedó destapada desde el cuello a la cintura. Sin embargo, mi hermana no estaba desnuda (como yo, en el fondo, esperaba), sino que llevaba puesta una camiseta de algodón azul.
Sin darme cuenta, mis ojos recorrieron su cuerpo en un  instante, con lo que me apercibí de que sus pezones estaban perfectamente dibujados en la tela. Aparté los ojos rápidamente, avergonzado, pero no lo bastante como para que Sara no se diera cuenta. Sin embargo, no dijo nada, limitándose a ignorar el hecho, lo que me confirmó que, en efecto, necesitaba mi ayuda.
–          Venga, en serio – dije volviendo a sentarme – Cuéntame qué te pasa de una puñetera vez.
Sara volvió a respirar hondo.
–          Mierda… Bueno, pues eso. Me sentía juguetona, por lo que me pareció buena idea probar con otra cosa que no fueran mis dedos.
–          ¿Otra cosa? ¿Un consolador? – pregunté sin pensar.
–          Ojalá. Llevo tiempo pensando en comprarme uno, pero nunca me decido.
De las cosas que se entera uno…
–          El caso es que… como no tengo consolador… Probé con otra cosa y…
–          Joder. No me digas que te has metido algo en la vagina y te has hecho daño – dije con preocupación – Sara, entonces tenemos que llevarte deprisa al médico, da igual quien se entere, si te has lesionado ahí…
–          No, no – me interrumpió ella – Si no me he hecho daño.
–          ¿Entonces?
Sara me miró, coloradísima, sin acabar de atreverse a contarme cual era su problema. En vez de hacerlo, optó por darme un ejemplo gráfico, por lo que metió una mano bajo las sábanas, sacando enseguida un objeto de color verde fosforito.
–          ¿Un rotulador? – exclamé cuando mi cerebro procesó al fin la imagen que mis ojos le enviaban – ¿Te has masturbado con un rotulador?
Era curioso. Una par de semanas antes le había pedido a Sara que me prestara unos rotuladores fluorescentes y, cuando me los dejó, pensé que, efectivamente, parecían consoladores.
Examiné el rotulador en cuestión, confirmando que era bastante grande, de unos 15 centímetros de largo, con forma de torpedo y un diámetro de unos 3 centímetros. Fue justo entonces cuando me di cuenta del detalle clave e hice la pregunta del millón.
–          ¿Y el tapón? – pregunté, incapaz de sumar dos y dos.
Sara se puso más roja todavía, parecía un puto gusiluz puesto de coca y fue esa luminosidad en su rostro, la que hizo que por fin se me encendiera la bombilla.
Boquiabierto, me tapé rápidamente la boca con la mano, a medias para ocultar mi asombro, a medias (o quizás tres cuartos) para ahogar las carcajadas que iban a escapárseme en cualquier momento.
Misterio resuelto, señoras y señores, ya sabía cuál era la emergencia de mi hermana, premio para el caballero, un perrito piloto.
¿Dónde están las llaves, matarile, rile, rile, en el fondo del mar, matarile, rile, ron, chimpón? Si quieren cantarla, cambien llaves por tapón y mar por… el coño de mi hermana. Anímense, conocen la melodía.
–          No me jodas que se te ha quedado el tapón dentro – acerté a decir cuando mi cerebro recuperó el riego suficiente para permitirme articular palabra.
Sara no respondió, pero su gesto de esconder el rostro entre las manos y echarse a llorar fue respuesta suficiente.
–          Venga, Sara, no te preocupes. No es para tanto. A ver, ¿has intentado sacarlo?
–          ¡No! ¡No lo he intentado! – exclamó, tornando las lágrimas en furia – En cuanto me ha pasado me he dicho: “Venga, vamos a llamar a Isma, que seguro que le interesa saber cómo se hace pajas su hermana y…”
–          Vale, vale, cálmate – dije tratando de poner paz – No te cabrees. ¿Y estás segura de que está dentro? A ver si, con el jaleo, se ha caído en la cama y está liado entre las sábanas.
–          No… Lo noto dentro de… ya sabes.
Asentí vigorosamente. Vaya si sabía.
–          Tranquila. No te pongas nerviosa. Verás cómo lo solucionamos. Estás muy alterada y seguro que por eso no puedes… expulsarlo. Relájate y verás como dentro de un rato…
–          ¡Llevo más de una hora intentándolo! – exclamó con ojos llorosos – ¡No sale!
–          Vale. De acuerdo. Pues entonces vámonos a urgencias, verás como allí lo solucionan en un periquete.
–          ¡No! Por favor, Isma, te lo pido, bastante vergüenza estoy pasando contándotelo a ti. Si se entera alguien más, me muero, te juro que me pego un tiro. Esto saldría hasta en los periódicos y…
–          No seas tonta. En urgencias nadie va a decir nada…
–          Me da igual. Lo sabrían ellos. Te juro que me muero…
–          ¿Y no puedes llamar a una amiga? ¿O a tu novio?
–          ¿Qué novio? Richard y yo cortamos hace dos meses. ¿Y una amiga? ¿Conoces a alguna que no se fuera a ir de la lengua?
Ni me molesté en sugerir la intervención paterna. Papá quizás se hubiera tomado el asunto a risa, pero creo que una cosa así le habría provocado un infarto a mi madre. Para ella, el sexo era cosa de otro planeta. Muchas veces me había preguntado cómo nos habían engendrado a Sara y a mí. Por ósmosis, quizás.
–          ¿Y entonces? – pregunté, aunque ya me imaginaba por dónde iban los tiros.
Sara se quedó callada un momento, los ojos clavados en mí.
–          Sácalo tú – dijo con el rostro encarnado.
–          ¿Yo? ¿Te has vuelto loca? – dije, simulando sorprenderme por su petición.
–          Sí. Tú. Vas a ser médico ¿no?
–          Sí, pero aún soy estudiante.
–          Ya, coño, pero tampoco se trata de una operación a corazón abierto, ¿no? Leches, que sólo se trata de una… extracción.
Joder. Menudo marrón.
–          Fregarás los platos cada vez que me toque durante dos meses – sentencié – Y me harás la cama todos los días.
–          Trato hecho.
El que aceptara mi propuesta, sin protestar ni regatear, me hizo comprender hasta qué punto estaba desesperada.
–          Manda huevos la cosa… – dije levantándome de la silla.
–          Oye… gracias – dijo Sara sonriéndome ruborizada.
–          Anda y que te den – respondí, un poquito avergonzado.
Y entonces me di cuenta. Joder, que iba a verle el coño a mi hermana. A fondo. Y no sólo a vérselo, sino a meter la mano en él. De pronto, me puse terriblemente nervioso.
–          ¿Qué te pasa? – preguntó Sara al percibir mi cambio de expresión.
–          Nada, nada. Es que menuda tarea me has buscado, niña. Ya te vale.
–          ¿Qué? – dijo riendo – ¿Es que nunca has visto una vagina?
–          Decenas – respondí con aplomo.
–          Fantasma – se burló ella.
–          Lo que pasa es que la mayor parte de ellas no estaban… muy vivas.
Sara tardó un segundo en captar mi referencia a la asignatura Anatomía de primero.
–          Ajjj. Qué asco.
–          Dímelo a mí.
Me quedé de pie, al lado de la cama y, tras hacer de tripas corazón, me puse en marcha.
–          Venga, anda, destápate. Levante el capó señorita y déjeme ver dónde está la avería – le dije, tratando de quitar hierro al asunto.
Sara me sacó la lengua mientras se libraba de la colcha y las sábanas.
¡Coño! (Y nunca mejor dicho) De cintura para abajo, mi hermanita iba completamente desnuda. Se ve que no le gustaba el estorbo de la ropa para ciertas… operaciones.
–          Siéntate al borde de la cama – le indiqué.
Ella obedeció inmediatamente. Arrastrando el trasero por el colchón, se sentó justo al borde y apoyó los pies descalzos en el suelo.
–          Ismael – dijo con voz temblorosa – Deberías echar el seguro de la puerta.
Tenía razón. Escalofríos me daban sólo de imaginar que mi madre irrumpiera en el cuarto y me sorprendiera en plena exploración espeleológica.
–          Espera – dije – Voy a salir primero a lavarme las manos.
Me asomé al pasillo con cuidado, pero, por fortuna, no había moros en la costa. Caminé de puntillas hasta el baño, donde me lavé a fondo las manos, preparándome para la intervención.
Tras regresar al dormitorio, aseguré la puerta y regresé junto a la cama, acuclillándome delante de Sara.
–          Separa más los muslos – dije – Abre las piernas.
–          Guarro. Eso no se le dice a una chica – bromeó Sara, tratando suavizar la situación.
Pero no lo logró. De hecho, su bromita me turbó profundamente, pues hizo que fuera totalmente consciente de que ella era una mujer… desnuda y muy atractiva para más señas.
Armándome de valor, incliné la cara y eché un vistazo entre sus muslos. Me sorprendió (aunque no sé por qué) constatar que mi hermanita llevaba el pubis cuidadosamente depilado, con un ligero triangulito de pelo encima de la rajita. Pero todavía más me sorprendió descubrir que llevaba un pequeño tatuaje de un dragón en la entrepierna, que parecía estar surgiendo de… la grieta.
–          No me jodas que te has hecho un tatuaje en el chichi – exclamé sorprendido.
–          No seas imbécil – resonó su voz avergonzada – Termina de una vez, antes de que te dé un guantazo.
–          No seas borde, niña. Si no te gusta, vas a que te mire esto el que te hizo el tatuaje, que total, ya te ha visto el asunto.
–          Capullo – dijo en voz muy baja, aunque yo logré entenderla.
Me incliné todavía más, tratando de tener una buena visión de la rajita de mi hermana. Se veía claramente que estaba excitada, pues los labios estaban muy hinchados y entreabiertos. Comprendí que se había dejado la paja a medias.
Sin embargo, como la cama era muy baja, yo tenía que inclinarme muchísimo para lograr un buen… ángulo de acceso, así que comprendí que, en aquella postura, no iba a poder realizar mi cometido.
–          Sara – dije poniéndome en pie – Tu cama es demasiado baja. No veo bien. Será mejor que te tumbes en el colchón.
Ella comprendió enseguida a qué me refería, así que obedeció sin protestar, tumbándose boca arriba en la cama. Mientras, yo rodeé el lecho y empecé a despejar los pies de la cama de un montón de bolsos, zapatos y peluches que estaban por allí tirados, para poder tener buen… acceso al campo de operaciones.
–          Échate para acá – le dije, una vez arrodillado tras la cama – Apoya los pies en el colchón y separa los muslos, como si estuvieras en el ginecólogo.
Sara obedeció inmediatamente, arrastrando el culo por encima del colchón. Al hacerlo, la camiseta se le subió un palmo, dejando al descubierto su estómago, provocando que el piercing de su ombligo reluciera a la luz de la lámpara del cuarto. Había visto ese piercing cientos de veces, pero esa fue la primera vez que… me resultó erótico.
–          Umgg – carraspeé – Vamos a ver qué tenemos por aquí.
Metí la cabeza entre los muslos entreabiertos de Sara, pudiendo esta vez ver con mejor detalle la vagina de la chica. Como había percibido antes, los labios se veían bastante hinchados y dilatados, pero esta vez, al gozar de mejor iluminación, noté perfectamente que además estaba muy mojada.
–          Estabas bastante cachonda, ¿eh? – dije sin poder reprimirme, mirando su rostro a través de sus muslos entreabiertos – Estás empapada.
–          No seas imbécil, Ismael – dijo ella, coloradísima – Déjate de bromas y acaba de una vez.
–          Vale, vale, perdona. Mira, voy a tocarte, ¿eh? No te cabrees y me sacudas una patada o algo por el estilo.
–          Tranquilo, procuraré controlar las ganas.
–          Allá vamos – pensé.
Con mucho cuidado, con delicadeza, posé los dedos índice y pulgar de la mano izquierda en la vagina de mi hermana, separando los labios poco a poco hasta descubrir la entrada de la gruta.
Al hacerlo, un embriagador aroma a hembra caliente inundó mis fosas nasales y se extendió por mi cuerpo, lo que hizo que algo se agitara bruscamente en mis pantalones.
–          Tranquilo, gañán – dije para mí – No vayas a tener una erección y Sarita te la corte en rodajas.
Respiré hondo y reanudé las operaciones, separando un poquito más los labios mayores para poder acceder al interior de la vagina. Al hacerlo, ésta se mostró completamente abierta ante mí, hinchada y brillante por los flujos, incitadora. Traté de tragar saliva, pero la boca se me había quedado seca.
–          Sara, lo siento pero no veo nada. Voy a tener que buscarlo por el tacto – le dije al no ver ni rastro del tapón.
–          Va… vale –  concedió – Ya lo suponía. Hazlo.
Respiré hondo de nuevo. Muy despacio, llevé la mano derecha hasta la vagina y, con sumo cuidado, deslicé en su interior los dedos índice y corazón, tratando de localizar el trozo de plástico con la yema de los dedos.
Al hacerlo, pude sentir el extraordinario calor y humedad que había allí dentro, lo que me turbó enormemente.
–          Joder, meter la polla aquí dentro tiene que ser increíble – pensé en silencio, sin poder contenerme.
Muy despacio, con auténtico miedo, empecé a mover los dedos en el interior de mi hermana, palpando, tratando de rozar el maldito tapón, pero no logré nada. Bueno, algo sí logré y fue que, de repente, un conmovedor gemidito escapara de los labios de Sara.
–          AAHHHHH – gimió la pobre, sin poder contenerse.
Noté cómo los músculos vaginales ceñían mis dedos, apretándolos, lo que me excitó terriblemente, mientras sentía cómo el nivel de humedad se incrementaba. Mi hermanita lo estaba gozando.
Sin embargo, para no embrollar más la cosa, opté por limitarme a ignorar el hecho, simulando que no había pasado nada, para no avergonzarla.
–          No lo encuentro Sara – dije, sudando por el nerviosismo.
–          Pues busca más adentro – siseó mi hermana – Te juro que lo noto perfectamente. Está al fondo…
Alcé la mirada y observé a Sara, arrepintiéndome inmediatamente de haberlo hecho.
Estaba arrebatadora. Tenía los ojos cerrados y los labios apretados, tratando de ahogar las sensaciones que mi exploración le estaba provocando, esforzándose al máximo para no gemir de placer. Sus manos estrujaban con saña las sábanas, con tanta fuerza que los nudillos se veían blancos. Pero lo peor era la camiseta, que se le había subido tanto que permitía ver la parte inferior de sus senos, a escasos centímetros de dejar escapar los enhiestos y endurecidos pezones.
Desconcertado, volví a bajar los ojos con rapidez, avergonzado por el cúmulo de sensaciones que en ese momento asolaban mi organismo. Tratando de acabar con aquello con rapidez, hundí todavía más la cara entre sus muslos, obteniendo un detallado primer plano de la entrepierna de Sarita.
A esas alturas, mi propia ingle era un volcán en erupción. Notaba que los pantalones estaban a punto de estallar, conteniendo a duras penas una erección tan tremenda como nunca había experimentado antes.
–          Joder, joder, joder – repetía en el interior de mi cabeza, mientras mis dedos seguían explorando y chapoteando en las entrañas de Sara.
Sin pararme a pensar en ello, saqué los dedos unos centímetros para, a continuación, volver a hundirlos con más fuerza, llegando más adentro esta vez, lo que provocó que un nuevo bufido de placer escapara de los labios de mi hermana.
–          Lo… ¿lo encuentras? – siseó Sara, tratando de disimular lo que estaba sintiendo.
–          No, tía. Ni siquiera lo he rozado. Estaba pensando en ir a buscar las pinzas de barbacoa de papá, esas que son tan largas – bromeé, tratando de relajar el ambiente.
–          Eres gilipollas – balbuceó ella – Déjate de tonterías y acaba de una vez.
–          No es fácil. Lo tienes muy profundo…
–          ¡Imbéciiiiiil! – siseó ella mientras mis dedos se hundían en sus entrañas.
Resoplé, sudoroso y excitado. Casi sin pensar, saqué los dedos y volví a hundirlos de nuevo, moviéndolos a los lados, palpando el cálido interior de Sara. Y volví a hacerlo. Una vez. Y otra. Y otra.
Sara, sin poder controlarse, arqueó levemente la espalda, levantando el trasero del colchón, brindándome su coño en bandeja. Yo seguía horadándola con mis dedos, explorando en su interior en busca del maldito (bendito) tapón, pero, a la vez, dando rienda suelta a mis depravados instintos.
Sin darme cuenta siquiera, llevé mi otra mano a su entrepierna y, con auténtico mimo, empecé a acariciar suavemente el clítoris de mi hermana, que surgía orgulloso y enrojecido de entre sus labios.
–          ¡AY! ¡DIOS! – gimió Sara, sin poder contenerse.
Alcé la vista y la miré, retorciéndose de placer. Justo entonces ella también levantó la mirada, con lo que nuestros ojos se encontraron. Nos miramos en silencio unos segundos, sin decir nada, mientras mis dedos seguían su labor de búsqueda, aunque ambos sabíamos perfectamente que, en realidad, lo que estaba haciendo era terminarle la paja que ella había dejado inacabada. Sin embargo, no dijo nada, dejándome hacer lo que me vino en gana.
Como el que calla otorga, redoblé mis esfuerzos dactilares en su interior, lo que la hizo jadear de nuevo y volver a cerrar los ojos, estrujando las sábanas con las manos hasta literalmente arrancarlas de la cama.
Seguí buscando y masturbándola a la vez, mientras ella se mordía los labios tratando de ahogar los gemidos de placer. Yo estaba como loco, excitado a más no poder, pensando en si mi hermana se enfadaría mucho si me sacaba la chorra allí mismo y me hacía una paja a su salud.
Y entonces se corrió. Dando un bufido tan intenso que fue casi un grito, Sara dio un bote en la cama mientras sus piernas se cerraban bruscamente, atrapando mis manos en medio. Girando la cabeza, enterró el rostro en la almohada, aunque yo pude oír perfectamente cómo gritaba de puro éxtasis.
Las paredes de su vagina estrecharon mis dedos extraordinariamente, mientras yo sentía cómo su interior literalmente se derretía y se licuaba de puro placer.
Entonces, inesperadamente, mis dedos rozaron algo duro y artificial.
–          ¡Espera, Sara! – exclamé con entusiasmo – ¡Ya lo noto! ¡Creo que lo he rozado!
Aunque a ella creo que ya le daba igual, pues siguió mordiendo la almohada con saña, mientras yo seguía rebuscando en su interior.
Por fin, el insidioso trozo de plástico se deslizó entre mis dedos y, a pesar de la humedad y la viscosidad que lo empapaban, me las apañé para asirlo con la suficiente habilidad para, poco a poco, lograr extraerlo de las profundidades insondables en las que había estado escondido hasta ese momento.
–          ¡Ya lo tengo! – exclamé, alzando triunfante el capuchón.
Y entonces nos dieron el susto de nuestra vida.
–          ¡Sara! ¿Estás bien? – resonó la voz de mi madre tras la puerta – ¿Has gritado?
Nos quedamos helados. Era una estampa cómica, con ella despatarrada y conmigo de rodillas, con una empalmada de narices y con la mano en alto sosteniendo el objeto perdido.
–          S… Sí, mamá – consiguió articular Sara, mientras me miraba con una terrorífica expresión de pánico.
–          ¿Estás visible?
–          N… no. Me acabo de duchar. T… tengo que vestirme. Espera un momento.
Yo, acojonado, miraba a todos lados, buscando dónde cojones esconderme.
–          No, tranquila. Nos vamos ya. Sólo venía a decirte adiós y me pareció escuchar un grito.
–          Sí, he sido yo mamá, me he golpeado un pie con la pata de la mesilla. No ha sido nada.
–          Vale. Pues nos vamos. Ya sabes, no hagas ruido, que tu hermano está estudiando. Hasta luego.
–          Adiós mamá.
Y sus pasos resonaron alejándose, con lo que respiramos aliviados. No nos preocupaba que pasara también por mi cuarto para despedirse, pues nunca lo hacía cuando yo estaba empollando.
–          Joder, menudo susto – dijo Sarita.
–          Ya te digo – asentí mientras me ponía en pie.
Todavía con el corazón a mil, miré a mi hermana, medio desnuda encima de la cama. Me avergoncé de los pensamientos que zumbaban como cohetes en mi mente.
–          Toma – dije arrojándole el capuchón del rotulador – Y cómprate un consolador.
–          Vale – respondió mirándome.
Nada más hacerlo, ella apartó la mirada, coloradísima. Yo tardé un segundo en comprender que lo había hecho al comprobar el estado de la tienda de campaña que había en mi pantalón, con lo que también sentí una gran vergüenza.
Tenía que salir de allí y hacerme por lo menos 4 pajas, porque si no, las pelotas me iban a hacer pum e iba a ser yo el que terminara en urgencias. O peor, iba a terminar por arrojarme encima de ella y hacer alguna locura. Ganas no me faltaban.
–          Ya sabes, las camas y los platos durante dos meses – dije.
–          Sí. Tranquilo.
–          Me… me voy a estudiar.
–          Vale. Gracias.
–          No vuelvas a hacer nada como esto – dije dándole un suave capón.
Me di la vuelta con un soberano esfuerzo, para salir de allí como alma que lleva el diablo. Di un primer paso hacia la puerta, pero un súbito tirón me detuvo. Mi camiseta parecía haberse enganchado en algo.
Extrañado, me di la vuelta y me encontré con la mano de mi hermana, aferrada a mi camiseta, impidiéndome dar ni un paso más. Ella, avergonzada, no me miraba a mí, sino que tenía los ojos clavados en el colchón, lo que, no sé por qué, me resultó más erótico todavía.
No sabía qué decir. Me quedé en silencio, observando aquella mano que me sujetaba.
–          Oye, estaba pensando que… a lo mejor me he hecho daño usando esa cosa – dijo por fin mi hermana, con un hilo de voz.
–          ¿Cómo? – exclamé, con la sangre latiéndome en los oídos.
–          He pensado que… podrías comprobarlo… Ya sabes… un chequeo completo…
Para qué voy a mentir. Ni un segundo me lo pensé.
–          Claro. Túmbate de nuevo. Me servirá de práctica.
Y ella lo hizo. Me quedé observándola, excitado, desnuda de cintura para abajo, los ojos brillantes por la calentura. Mis amigos tenían razón: estaba buenísima.
Y yo iba a follármela.
Su mano liberó mi camiseta, permitiéndome moverme. Yo lo hacía muy despacio, a medias aturdido, a medias queriendo recrearme en el momento. Sus ojos, subrepticiamente, se deslizaron de nuevo por mi entrepierna, lo que provocó una sacudida en mi cuerpo. Estaba muy caliente.
Muy despacio, me senté a su lado en el colchón, sintiendo el calor que emanaba de su cuerpo pegado al mío. La miré fijamente, recorriéndola de la cabeza a los pies, mirándola como un hombre mira a una bella mujer, superado el tabú del incesto.
–          Así que quiere un reconocimiento completo – dije con tono profesional.
Para mi sorpresa, Sara esbozó una sonrisilla traviesa y avergonzada, que me resultó super erótica. En vez de decir nada, asintió vigorosamente con la cabeza.
–          Bien, pues, desnúdese señorita.
El corazón me iba a mil mientras mi hermana, incorporándose hasta quedar sentada, se libraba de la camiseta, quedando sobre la cama como Dios la trajo al mundo. Mi pene experimentó una sacudida involuntaria al ver el tremendo cuerpazo que tenía Sarita. Por fin comprendía a Paco.
–          Túmbese – dije, mientras ella obedecía sin protestar – Empezaremos por… los pechos.
Inclinándome, llevé mis manos hasta sus tetas, empezando a acariciarlas con delicadeza. Sarita, excitada, cerró los ojos y se dejó hacer, gimiendo muy quedamente mientras mis manos sobaban y magreaban las soberbias montañas.
Cada vez más excitado, las caricias fueron haciéndose progresivamente más bruscas y pronto me encontré literalmente estrujando los melones de mi hermana con las manos, provocando que su dueña gimiera de placer.
–          Pues, no noto nada extraño, señorita – dije, sin saber muy bien lo que decía – No noto bultos, ni nada en especial. Pero asegurémonos…
Mientras hablaba, apreté con fuerza las tetas de Sara, provocándole un gritito de dolor. Al hacerlo, la lujuriosa carne se estremeció entre mis dedos y los pezones se mostraron enhiestos, apetecibles. Sin poder contenerme, me abalancé sobra aquellas espléndidas mamas y absorbí uno de los pezones entre mis labios, procediendo a chuparlo y lamerlo con lujuria, sin dejar en ningún momento de estrujar los pechos con mis manos.
Sara, muy excitada, se mordió un nudillo tratando de ahogar los gemidos, pero lo único que logró con su gesto fue excitarme todavía más.
Tras estimular un buen rato el afortunado fresón, cambié de objetivo dedicándome a su gemelo, que reaccionó a mis caricias con idéntico entusiasmo. Llevé entonces una de mis manos hacia abajo, acariciando su cuerpo, entreteniéndome unos segundos jugueteando con el piercing de su ombligo, cosa que (ahora lo comprendía) llevaba mucho tiempo deseando hacer.
De repente, noté una presión en la entrepierna y, sorprendido, descubrí que mi hermanita había llevado una mano hasta mi bragueta y había empezado a estrujar mi polla por encima del pantalón, recreándose en su dureza.
No queriendo ser menos, mi mano abandonó los juegos en su ombligo y siguió viaje hacia el sur, deteniéndose de nuevo para juguetear con el escaso vello que mi hermana conservaba entre las piernas. Sin embargo se quedó poco allí, pues su destino estaba un poco más abajo. Sara, deseando que la mano acabara el viaje, separó los muslos incitadoramente, ofreciéndome en bandeja de plata el delicado tesoro que yo antes había explorado con tanto detalle como para haber trazado un mapa.
Mis dedos volvieron a abrirse paso en su tierno chochito, acariciándola y tocándola con delicadeza, provocando que Sara gimiera y jadeara de puro placer. Mis caricias estaban gustándole de veras o al menos así lo estimé a juzgar por las crecientes ganas con que acariciaba mi polla por encima del pantalón.
–          Sácala – dijo de pronto, abriendo los ojos y mirándome – Quiero verla.
Gran idea.
–          ¿Me la chuparás? – pregunté en un momento de inspiración.
Ella me miró fijamente un segundo, en silencio.
–          A cambio de los platos y las camas – sentenció.
La madre que la parió.
–          No te pases, niñata. A cambio de las camas y ya está. Lo de los platos sigue en pie.
Odiaba lavar los platos.
–          Trato hecho – dijo ella, sonriéndome con picardía.
Con el corazón a punto de salírseme por la boca y la sangre de todo el cuerpo acumulándose en salva sea la parte, forcejeé como loco con los pantalones para sacar por fin a mi soldadito de su encierro. Cuando lo logré, arrojé la prenda al otro extremo de la habitación de una patada y me volví hacia mi hermana, con la polla al rojo vivo cimbreando entre mis piernas.
Cuando ella clavó sus lindos ojos en mi erección, estuve a punto de correrme.
–          ¿Qué te parece? – dije, cachondo como nunca antes.
–          Está muy bien – respondió ella, llenándome de orgullo – Tienes un buen pedazo.
–          Dilo – le pedí, con la cabeza medio ida por la calentura.
Ella me miró un segundo, pero pronto decidió que ese día me había portado muy bien con ella, así que me hizo una pequeña concesión.
–          Tienes una polla estupenda, grande y jugosa – dijo, mirándome con lascivia – Estoy deseando metérmela en la boca.
Lo de jugosa supongo que lo dijo por todos los jugos que brotaban incontroladamente de la punta, dándole al glande un aspecto lustroso y brillante.
–          Joder, cómo me pone que digas guarradas – siseé.
–          Todos los tíos sois iguales – dijo Sara, meneando la cabeza mientras se sentaba al borde de la cama.
Enardecido y con las pelotas a punto de estallar, me acerqué a Sara hasta que mi polla quedó a su alcance. Sin hacerse de rogar, su cálida manita aferró inmediatamente mi erección, provocando que estrellitas de placer estallaran en mi cabeza.
Inclinándose, acercó enloquecedoramente su rostro a mi verga y, muy despacito, sacó la lengua y empezó a lamerme la punta, degustando con placer mis fluidos preseminales, provocando que las rodillas me temblaran tanto que estuve a punto de caerme.
Pronto mi hermanita se animó lo suficiente para meterse un buen trozo de polla en la boca, empezando una mamada que, a todas luces, distaba años luz de ser la primera. Sin poder evitarlo, mi cerebro se preguntó cuántas pollas debía haberse tragado Sarita en su vida para alcanzar semejante grado de maestría.
Se le daba de puta madre.
Su boca parecía literalmente devorar mi polla por completo, mostrándose perfectamente capaz de engullirla hasta el fondo, apretando su rostro contra mi ingle, mientras su lengua jugueteaba con el tronco. Me pareció incluso notar el roce de su campanilla cuando mi verga se hundió hasta su garganta, lo que literalmente me enloqueció de placer.
–          Para, para, por favor – gimoteé adivinando lo que se venía encima – Si sigues me voy a correr enseguida.
Ella me miró, un poquito sorprendida, con una mano aferrada a mi polla, mientras la saliva le resbalaba literalmente de los labios, quizás acostumbrada a que a sus parejas les encantase pegarle un buen lechazo en la boca.
Yo me conozco bien y sabía, por anteriores experiencias, que, tras pegarme una buena corrida, mi polla tardaba un rato en recuperar la buena forma y yo estaba ya que me moría por comprobar si, efectivamente, el coñito de Sara era tan bueno como les había parecido a mis dedos.
Y, si me dejaba ir, tenía pinta de que la corrida iba a ser mucho más que buena.
–          E… el instrumental ya está lo suficientemente limpio – jadeé – Es hora de continuar la exploración.
Sin decir nada, Sara se echó hacia atrás, deslizándose de nuevo sobre el colchón hasta quedar tumbada. A continuación, con movimientos tan lujuriosos que jamás habría imaginado ella fuera capaz de realizar, separó de nuevo los muslos, ofreciéndome su coñito hinchado y chorreante.
–          Déjate ya de tonterías, Isma… – susurró – Tú lo que quieres es follarme…
No pude más. Con un rugido, me arrojé literalmente encima de Sara, que daba grititos y reía excitada. Resoplando como un toro en celo, empujé con las caderas hasta hacerme sitio entre sus muslos y, echando el culo hacia delante, traté de empitonarla sin éxito.
–          Tranquilo, león – rió Sara, atrapada bajo mi peso – Déjame a mí.
Con habilidad, su manita aferró mi ardiente herramienta y la ubicó a la entrada de su vagina. Lentamente, refrenando el impulso que me empujaba a clavársela de un tirón hasta los huevos, fui metiéndosela muy despacio, mientras mis ojos se clavaban en los suyos.
Pude ver perfectamente cómo sus pupilas iban dilatándose a medida que mi hombría se sumergía en su interior, penetrándola poco a poco hasta que nuestras pelvis quedaron adheridas.
Yo jamás había sentido nada igual, el sexo nunca había sido tan bueno y ella parecía estar sintiendo algo similar, pues se mordía los labios con fuerza, tratando de ahogar el placer, hasta que, no pudiendo más, me abrazó con toda el alma, sepultando el rostro en mi pecho.
Por un instante, los dos fuimos uno solo, sintiéndonos unidos no como hermanos, sino como hombre y mujer. Muy despacio, empecé a moverme en el interior de Sarita y, en cuanto lo hice, ella no resistió más y empezó a gemir y a jadear de una forma tan sensual, que creí que me iba a volver loco.
Deslizarse en su interior era sencillamente exquisito, nuestros cuerpos parecían amoldarse el uno al otro, como si estuvieran hechos para estar unidos. Curiosamente, a pesar del placer y el frenesí, la mente se me despejó por completo, permitiéndome observar y deleitarme con la extraordinaria situación.
Me sentí un poco triste, pues me di cuenta de que aquella iba a ser la primera y única vez que pudiera gozar con la hembra que parecía ser completamente perfecta para mí.
Mi hermana.
Entregados, derribados todos los tabúes, nos arrojamos ambos al frenesí del sexo. Las piernas de Sara se anudaron tras de mí y sus brazos me abrazaron con fuerza, apretando nuestros cuerpos.
Abrí los ojos, sin dejar de bombearla y vi que ella había hecho otro tanto. Nos miramos un instante, hablándonos sin palabras, hasta que, de repente, como habiéndonos puesto de acuerdo, buscamos ambos los labios del otro hasta fundirnos en un tórrido beso.
Los siguientes minutos fueron febriles. Apenas recuerdo lo que pasó.
Follamos. Nos amamos. Cambiamos 20 veces de postura. Sara se corrió. Yo me corrí. A pesar de mis recelos, no bastó un único orgasmo para calmar mi excitación. Seguí con la polla como un hierro.
Recuerdo su delicioso sabor cuando ella me pidió que le devolviera el favor y sepulté el rostro entre sus muslos. Recuerdo el tacto de su piel, su delicioso peso sobre mí cuando se puso encima.
Estuvimos así horas, hasta que, agotados, nos derrumbamos uno junto al otro encima del colchón.
Jadeando, me quedé tumbado junto a ella, sintiendo el calor que manaba de su cuerpo, la vista clavada en el techo, con la mente literalmente sumida en un huracán.
–          Bueno – dije cuando recuperé el resuello – Creo que esta experiencia elimina por completo la posibilidad de escoger ginecología como especialidad.
Lo dije medio en broma, pero no era ninguna tontería. Me parecía imposible poder reconocer a una paciente sin acordarme inmediatamente de lo sucedido esa tarde. Y si me acordaba…
No sé si Sara me escuchó, pues se había quedado profundamente dormida. Permanecí junto a ella un buen rato, mirando en silencio cómo dormía, mientras mi mente comenzaba a asumir las cataclísmicas consecuencias de lo que había pasado esa tarde.
Con la calma llegó la culpa. Me sentía fatal por lo sucedido, aunque era plenamente consciente de que, si pudiera retroceder en el tiempo, sin duda actuaría exactamente como lo había hecho. No me veía capaz de resistir la tentación.
Procurando no hacer ruido, bajé de la cama y recogí mis ropas en silencio. Con mucho cuidado, arropé a Sara y le di un beso en la mejilla, mientras ella se agitaba en sueños.
Regresé a mi cuarto y me di una ducha, sin parar de darle vueltas a lo sucedido. Sentí mil impulsos, regresar con ella, irme de casa, pedir el traslado a otra universidad en la otra punta de España.
Al final, armándome de valor, regresé a su cuarto para hablar con ella.
Ya no estaba. Se había vestido y se había ido con sus amigas, tal y como había dicho durante el almuerzo.
Ni siquiera había querido hablar conmigo. Supuse que no querría verme.
………………………………………….
La última semana ha sido un infierno. Sara y yo nos sentimos muy violentos en presencia del otro. Procuramos disimular, para que nuestros padres no noten nada raro, pero…
No hemos sido capaces de hablarlo. Simplemente nos evitamos el uno al otro. Empiezo a pensar que irme fuera a estudiar no es tan mala idea.
Si es que apruebo, claro, porque ahora mismo me siento incapaz de concentrarme en los estudios. Me paso las horas encerrado en mi cuarto, sin tocar un libro, rememorando una y otra vez la belleza de mi hermana, su calor… su sabor…
Esa tarde mis padres no están en casa. Mejor, así no tengo que fingir que me encuentro bien. Sara seguro que se ha largado, para así no tener que verme.
–          Pipupipi – resuena de repente mi móvil.
Como un autómata, alargo la mano y lo cojo de encima del escritorio, mirando con desgana la pantalla.
–          Ven a mi cuarto. Tengo un problema con un juguete que me he comprado. Sí, ese que me recomendaste. No sé utilizarlo muy bien… ¿Me enseñas?
¿Hace ruido un árbol al caer en el bosque, si no hay nadie para escucharlo? La misma pregunta podría hacerse sobre mi móvil, pues, en el momento en que finalmente impactó contra el suelo, hacía rato que yo había salido disparado hacia el cuarto de Sara.
FIN
PD: Querido lector, si conoces algún otro caso de Woman in trouble, házmelo saber y, si es interesante, podría animarme a contar su historia  (aunque no prometo nada). Un saludo y gracias por leerme.
 
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