20

El castigo a Lidia se prolongó más del tiempo que habíamos previsto y por ello ya estábamos pensando en llamar la atención de María cuando el ruido de unos pasos por el pasillo nos informó que llegaban. Durante esos minutos, Elizabeth había intentado hacerme ver cómo debía comportarme con ellas para que aprovechar su estado anímico en nuestro favor, haciendo sobretodo hincapié en que debía “esperar”. Según había insistido la pelirroja, todos sus actos habían ido encaminados a que esas dos sintieran que yo era el juez al que debían rendir cuentas mientras ella había sido solo el instrumento de mi justicia. Reconozco que en mi desconocimiento de las tácticas de interrogatorio que había usado solo había visto tortura y no lavado de cerebro. Por eso, cuando aparecieron por la puerta, me sorprendieron dos cosas. La primera fue que en sus miradas sus miedos se concentraran en mí y no en la americana: increíblemente ninguna de las dos era capaz de mirarme a la cara. Y la segunda, todavía más sorprendente: ¡que vinieran tomadas de la mano!

La sonrisa de la pecosa cuando le pidieron permiso para aproximarse me dejó de manifiesto que todo se estaba desarrollando según sus planes y por eso no me extrañó que les contestara que no era ella quien debía darlo sino yo. El nerviosismo de las dos se incrementó al oírlo y como si fuese algo que hubieran practicado, en perfecta sincronía, ambas empezaron a sollozar pidiendo que las perdonara y que estaban arrepentidas.

– ¡Mi hombre no os cree! Le habéis defraudado demasiadas veces-  actuando de fiscal les recriminó mientras yo permanecía en silencio a su lado.

Tanto Lidia como María comprendieron que debían hacer algo más que lamentarse y por eso demostrando la forma en que esa brutal experiencia las había transformado, rogaron a la americana que volviera a azotarlas sin con ello conseguían que les diera mi perdón.

-No es así como debéis disuadirle y que os crea.

En su rostro leí desesperación y derrota. Sensaciones que se incrementaron cuando les exigió desnudarse. La rapidez con la que obedecieron despojándose de toda la ropa fue prueba de ello y antes de que me diese cuenta de cuál era la prueba a la que las iba a someter, abriendo un hueco en la cama, les ordenó que se tumbaran entre nosotros. Cumpliendo a raja tabla las directrices que Elizabeth me había dado, me mantuve inmóvil y eso me permitió reparar en que, por extraño que me pareciera en ese momento, los pezones de ambas lucían excitados mientras se encaramaban al colchón sin rozarnos.

Su indefensión se incrementó al no darles mayor detalle de lo que esperábamos de ellas y por eso tras unos segundos de incredulidad, Lidia se atrevió a preguntar cómo debía comportarse.

-Estando calladas hasta que se os de permiso de hablar- respondió sin apartar la vista de ellas.

Sintiendo nuestros ojos observándolas y sin pistas a qué se iban a enfrentar, su incomodidad se magnificó haciéndolas sentirse cada vez más desamparadas e incómodas.

«No entiendo a qué espera», me pregunté viendo que su turbación iba in crescendo con el paso del tiempo.

Supe el propósito de sus actos cuando nuevamente comenzaron a llorar implorando mi perdón. Entonces y solo entonces, su torturadora comentó:

-Por ahora, a mi hombre nada le hace suponer que habéis cambiado. Os sigue viendo como las dos hembras a las que me pidió educar. Unas perras sin corazón ni valores.

Derrumbándose, se abrazaron entre ellas. Al ser ese gesto el que estábamos esperando, desde ambos lados de la cama comenzamos a acariciarlas. En mi caso, fue el trasero el de la latina el que recibió mis mimos y su gritó de alegría coincidió con el de María al ser agasajado el suyo por la pecosa.

Tal y como había previsto Elizabeth, las dos buscaron nuestro contacto, pero se encontraron que estábamos ocupado besándonos entre nosotros. Impactadas y confusas, comprendieron que su papel se circunscribiría a recibir las migajas que les estuviésemos dispuestos a dar y eso lejos de calmarlas, aumentó la necesidad de sentir ese cariño que les estaba vedado.

-Por favor- sollozó Lidia separando las rodillas al sentir que profundizaba mis caricias jugueteando con una yema entre sus pliegues: -Necesito volver a ser princesa.

Imitándola, la cincuentona abrió sus piernas de par en par al notar que la americana le hundía un dedo en la vulva sin dirigirle una mirada mientras me besaba:

-Por dios, yo también quiero sentirme anciana- rugió notando la calentura que la dominaba y que amenazaba con hacerle explotar.

Obviando sus sentimientos, la pelirroja se giró hacia ellas y les dijo:

– ¿No veis que estoy amando a mi hombre? Quizás cuando terminemos y si estamos de humor, nos ocupemos de vosotras.

A ambas les costó digerir ese rechazo y durante unos instantes, se quedaron paralizadas sin saber cómo actuar hasta que me vieron llevar la boca a los pechos de la pecosa. Entonces y puede que movidas por su necesidad de aceptación, sin que tuviese que sugerirlo, se lanzaron a ayudarme. Compitiendo entre ellas, sus lenguas se ocuparon de lamer el clítoris de mi amada mientras yo seguía mordisqueando sus pezones.

Haciéndomelo saber, la americana rugió satisfecha:

-Amor mío, estas putas por fin han entendido lo que esperas de ellas.

Ese menosprecio no las retrajo y henchidas de nuevos ánimos, buscaron el placer de Elizabeth con sus bocas.

-Siente mi amor y déjate llevar- besándola de nuevo, susurré haciéndolas ver que para mí sus bocas eran meras herramientas.

El orgullo de la torturadora viendo el resultado del sufrimiento que les había infringido y el estímulo de las húmedas caricias que estaba recibiendo se sumaron amplificando sus sensaciones y de improviso todo su cuerpo se vio sacudido por un orgasmo brutal. El cual se vio prolongado en el tiempo cuando sus víctimas buscaron saciar la sed entre sus muslos.

-Alberto, ¡qué “lenguas” tienes! – gritó haciendo de nuevo referencia a que ambas solo eran el instrumento con el cual era yo quien la estaba amando.

No pude más que sonreír al advertir que tanto María como Lidia estaban intentando que no notáramos lo mucho que gozaban participando de nuestro cariño y por eso ninguna de las dos previó que las premiara con un azote mientras les daba permiso para sucumbir también ellas en el placer. Las dos arpías sintieron esa autorización como una orden y ante mis ojos un clímax no menos potente que el de la pecosa se apoderó de ellas.

Los gemidos que brotaron de sus gargantas mientras se despeñaban por el precipicio del placer impuesto que mis palabras habían abierto ante sus ojos me hicieron reír y hurgando en la humillación que sentían al saberse meros objetos de nuestra lujuria, exigí que lucieran sus traseros ante su dueño.  La primera en hacerlo fue María, la cual, poniéndose a cuatro patas sobre las sabanas y de viva voz, me rogó que fuera ella el vientre en el que amara a Elizabeth. Cuando copiando a su antigua novia, Lidia expuso tanto su culo como su coño a mi merced, dudé en cual de esos cuatro agujeros saciar mi lujuria.

 La espía, al contemplar mi indecisión, acudió en mi auxilio y tirando de la melena de María, llevó su cara entre las piernas diciendo:

-Hazme gozar mientras veo a mi hombre desvirgar a su juguete.

Curiosamente, la cincuentona no se sintió desplazada sino ansiosa y con una alegría difícil de entender, cedió su puesto a la hispana dedicándose por entero a lamer con la lengua el sexo de Elizabeth como si le fuera la vida en ello. Mientras a mis oídos llegaban las carcajadas de la pecosa, Lidia temblaba ante mí esperando que mi pene borrara para siempre esa sobrevalorada telilla.

Acercando el glande a los hinchados pétalos que daban entrada a su interior, comencé a jugar con ellos mientras le avisaba que se quedara quieta, porque era yo quién decidiría cuándo y cómo iba a desflorarla:

-Sé que no soy su princesa, sino una vagina de mi señor- sollozó sin moverse, pero mostrando con la respiración entrecortada la excitación que le dominaba.

Que se refiriera a ella como un pelele, una marioneta que podía usar para satisfacer mis necesidades, me enterneció y creyendo que no era el momento de disminuir la presión sobre ella, acaricié su pelo mientras le daba una lección de historia:

-Te equivocas. Un monarca está a servicio de su país y su razón de existir es procurar el bienestar de su pueblo. Si te tomo, será a condición que sigas siendo nuestra princesa y asumas que dedicarás tu existencia a darnos placer.

Mis palabras y el roce de mi pene entre los labios de su sexo la hicieron caer en el placer y mientras se corría gritó que su papel era entregarnos su vida:

– ¡Quiero ser su princesa y la de su pareja!

Con María dedicada en cuerpo y alma entre sus muslos, la pelirroja sonrió:

-No la hagas sufrir más y tómala en mi nombre.

La petición de Elizabeth no cayó en saco roto y tomando a la latina de la cintura, fui introduciendo mi pene en su interior hasta toparme con su virginidad:

-Te recuerdo que tienes prohibido moverte.

A pesar del sofoco, se mantuvo inmóvil. Eso permitió que mi glande entrara y saliera sin traspasar esa frontera:

-Mi señor, no quiero fallarle- chilló descompuesta al sentir que hasta la última célula de su ser se rebelaba y le pedía culminar su entrega.

Sabiendo la cercanía de su derrota y que esa criatura estaba abocada a desobedecerme, susurré en su oído que como princesa debía elegir entre servir a su patria o a nosotros.

– ¡A ustedes! – sollozó y echándose para atrás, mando al olvido el escollo que me impedía sumergir mi hombría en ella.

El lamento que resonó en la habitación fue más por haber traicionado los valores que la habían guiado tantos años que por el dolor y aun sabiéndolo, aguardé pacientemente a que terminara de digerir ambas pérdidas antes de comenzar a moverme. Ese desgarro físico y emocional comenzó a menguar oyendo que los lengüetazos de María eran premiados con gemidos y lentamente, la hispana comenzó a moverse mientras dos gruesas lágrimas caían por sus mejillas.

– ¿Qué le ocurre a nuestra princesa? – mirándola con ternura desde la almohada, me preguntó la pelirroja.

Aunque se había dirigido a mí, Lidia fue la que contestó:

-Lloro porque sé que no merezco que su hombre me dedique su cariño. He sido una perra sin alma y en vez de ponerme un bozal o darme una paliza, me premia haciéndome suya.

Despelotado de risa, aceleré el compás de mis caderas e incrementando la presión sobre ella, murmuré en su oído que, si tanto echaba de menos tener el trasero amoratado, solo tenía que pedirlo. Siendo una propuesta teórica no esperé que gritara:

-Mi culo necesita unas caricias que me hagan saber que me ha perdonado.

Mi primer azote no se hizo esperar, y tras él vino una serie rápida de nalgadas que se fueron alternando entre ambos cachetes mientras Lidia chillaba que no parara, que se los merecía. Tanto su ex pareja, como la americana se percataron de que sus alaridos no eran de dolor sino de placer y casi a la vez, me lo hicieron saber riéndose de ella.

-La perra sabe aullar- comentó María.

-Y está en celo- añadió Elizabeth, sonriendo.

Inesperadamente, o al menos para mí, la morenita tomó esos desaires como suyos y mientras intentaba seguir el ritmo que le marcaba, respondió:

-Estoy en celo y aúllo gracias a mi señor.

La humedad que facilitaba mis penetraciones fueron prueba de ello y poniendo mis manos en sus hombros, incrementé la virulencia de mi asalto con nuevas y salvajes embestidas. Incapaz de mantener el equilibrio, a la cría no le quedó otra que buscar apoyo en las caderas de la cincuentona y fue entonces cuando la pelirroja aprovechó para ordenar que hundiera la cara en la mujer. Por un momento, tanto ella como María se quedaron paralizadas y tuve que ser yo, con una dolorosa nalgada, el que preguntara si no habían oído a su dueña. Mi compañera de estudios, de nuevo, fue la primera en reaccionar y sin dejar de lamer el coño de quien la había torturado, usó sus manos para facilitar la entrada de la lengua de la latina en su interior.

-Parecemos una familia bien avenida- comenté al observar la escena donde mi amada recibía las caricias bucales de la madura, ésta las de Lidia y finalmente Lidia las de mi pene, empalándola.

Ese irónico comentario provocó que los cuerpos de nuestros juguetes se vieran inmersos en el placer y que ambas comprendieran que algo había cambiado en ellas. En esta ocasión, fue la morena la que lo exteriorizó:

-Ni anciana y ni princesa forman parte de su hogar. Solo somos dos mujeres necesitadas del cariño de sus dueños.

Cuando con voz dulce, la espía respondió que se equivocaba y que, por supuesto que como “mascotas” nuestras eran de la familia, las dos hembras se derrumbaron sobre las sábanas y gimiendo de gozo, liberaron su angustia corriéndose.

Ese orgasmo dio pie a Elizabeth a sustituir a Lidia entre mis piernas y tirándome sobre el colchón, tomó posesión de su hombre mientras las antiguas amantes se reconciliaban con un beso.

-Llévame al cielo, como tú solo sabes- rugió mi amada al empezar a cabalgar…

Prisionero de esos ojos verdes, obedecí…

21

Exhausto, pero contento, estaba descansando del combate cuando Elizabeth recibió el aviso que alguien había traspasado la verja de entrada. Como no esperaba ninguna visita, su preparación militar la hizo ponerse en movimiento y levantándonos de la cama, nos pidió que nos vistiéramos mientras sacaba del armario parte de su armamento. La dureza de su expresión me hizo recordar su profesión y por eso no pude negarme a coger el fusil de asalto que me entregó.

-Toma a nuestras niñas y llévatelas al bunker.

– ¿Qué ocurre?

-Nada bueno- sucintamente respondió mientras a nuestros oídos llegaba el sonido de una ráfaga de disparos.

Sabiendo que los que llegaban venían a matarnos, besé a la pelirroja y le pedí que, de llegar el caso, huyera sin mirar atrás, porque para mí ella era más importante que mi vida.

-Te veo cuando esto termine- acariciando mi mejilla, replicó mientras desaparecía corriendo por las escaleras.

Reconozco que me aterrorizó saber que seguramente no volvería a verla y por eso, sacando unas pistolas y dos granadas del armero, di las armas cortas a Lidia y a María, colgando las bombas de mano de mi cinturón. Acto seguido corrí hacía la instalación del sótano.

            Como no podía ser de otra forma, las dos mujeres me siguieron y en breves segundos, llegamos al lugar donde horas antes Elizabeth las torturó. Todavía el suelo estaba húmedo y al pasar por las jaulas, curiosamente, ambas sonrieron y murmuraron que su dueña no las defraudaría y conseguiría acabar con los sicarios. Sin compartir su seguridad, me quedé callado y cerré a cal y canto nuestro refugio mientras cogía el móvil y llamaba a mi contacto del CNI, por si podía acudir en nuestra ayuda. El teléfono de Manuel estaba desconectado, pero aun así dejé el mensaje mientras recordaba que la sala desde la que había visto a la pelirroja haciéndolas sufrir contaba con un sistema de vigilancia desde el cual podía conocer lo que ocurría en el exterior.

Por ello, corrí a ver en las pantallas cómo iba la escaramuza, pero sobre todo si la americana estaba a salvo. Reconozco que respiré brevemente al verla viva respondiendo al ataque con su fusil. Desgraciadamente, también comprobé que los sicarios encargados de darnos muerte eran muy superiores en número a los policías que nos defendían. En un silencio sepulcral, los tres ahí guarnecidos fuimos testigos de cómo iban cayendo uno a uno esos agentes de la ley a pesar del arrojo y la valentía que mostraron. Su jefa, la pelirroja que me había enamorado, no fue menos valiente y antes de ver cómo recibía un balazo en el pecho, se deshizo de al menos media docena de los atacantes.

La certeza de su muerte me destrozó y cogiendo la metralleta que me había dado, juré que vendería cara mi piel mientras por las pantallas veíamos que, habiendo vencido toda resistencia, los cinco miembros del cartel que seguían vivos comenzaban a revisar la casa en nuestra búsqueda.

Tanto la hispana como su compañera estaban llorando cuando nos localizaron y comenzaron a intentar tirar abajo la puerta acorazada que los daría acceso al refugio. Con el sonido de los golpes resonando en mis oídos, pedí a María que de caer tenía que ser ella la que protegiera a la activista.

-Al menos ella debe sobrevivir- añadí: – Es la esperanza de su pueblo.

No supe interpretar la cara de la cincuentona y menos preví que saliendo de la sala, nos dejara encerrados en ella mientras con paso cansino se acercaba a la puerta.

-Por favor, piénsatelo bien. Aunque nos traiciones te van a matar- le grité a través del intercomunicador viendo cómo se ponía a quitar los cerrojos que todavía resistían las embestidas de los sicarios.

-Lo sé- contestó abriendo la puerta.

Nuestros atacantes asumieron al igual que nosotros que la madura quería cambiar su vida por la nuestra y por eso al no ser un objetivo prioritario, pasaron en tromba al bunker. María esperó a que estuvieran todos para alzando el brazo, mostrar en su mano una de las granadas con la anilla quitada.

-Recordad que os he amado a los tres- consiguió gritar antes de que el artefacto que había robado de mi cinto explotara.

La detonación no solo acabó con ella y con nuestros enemigos, sino que momentáneamente me dejó sordo y por eso no pude escuchar los lamentos de Lidia mirando los restos de la mujer que había amado tantos años. Reconozco que tampoco necesité oírlos, y tomándola entre mis brazos, busqué el consuelo que necesitábamos ambos.

-Dieron su vida por nosotros, pero debemos seguir adelante- conseguí decir indemne físicamente, pero destrozado en mi interior.

Consciente de su martirio, seguía respirando y cogido de la mano de la hispana, salimos al exterior en el momento que Manuel Espina llegaba con refuerzos en un helicóptero. El burócrata al vernos a salvo, se acercó pidiéndome perdón por no haber oído el mensaje.

-Estás aquí- fue mi respuesta y dejando a mi acompañante en sus manos, fui en busca del cuerpo de mi pelirroja.

Con paso lento, recorrí los metros que me separaban de la columna donde la vi morir y al llegar ante ella, comencé a llorar recriminándola que no me hubiese hecho caso y no huyera.

-Soy difícil de matar- respondió abriendo los ojos.

La alegría que me embargó al ver que aun malherida seguía con vida me hizo pedir auxilio y con la ayuda de Manuel, la subimos al helicóptero. De camino al hospital, temí que cada respiración fuese su última y por eso cuando el equipo de urgencias se la llevó, caí derrumbado en un sillón de la sala de espera.

La operación duró seis horas, seis horas en las que el del CNI no se separó de mí, pero tampoco habló. Solo cuando el cirujano salió diciendo que había salido bien pero que seguía corriendo riesgo su vida, Manuel se atrevió a decir:

-No tendrás la suerte de que esa zorra sin escrúpulos se muera y por el modo en que te comportas, sé que serás su siguiente víctima. Solo espero que sigas mi consejo y le ates bien corto, no vaya a ser que encima decida torturarte haciéndote padre.

Cinco semanas después, estaba comiendo con Lidia en un restaurante cercano cuando desde la clínica nos avisaron que Elizabeth había recuperado la conciencia. Dejando la cuenta a uno de los guardaespaldas que nos había puesto la embajada de su país, corrimos a su encuentro.

            -Estás hecha una pena, pecosa- susurré en su oído nada más entrar a la habitación.

            Su sonrisa no evitó que me percatara de lo mucho que le dolía el incorporarse y con ayuda de la hispana, conseguimos que se volviera a tumbar.

            -Descansa… no entiendo por qué, pero Alberto quiere que le dures muchos años- con una ternura poco habitual en ella, Lidia comentó mientras acariciaba una de sus mejillas.

Sacando fuerzas, la pelirroja respondió:

– ¿Dónde os habéis dejado a mi anciana?

Ni yo ni la morena habíamos caído en que no sabía del sacrificio de María y por ello, sentándome a su lado se lo expliqué poniendo énfasis en las palabras con las que se despidió.

-Antes de irse, nos hizo saber que nos amaba.

Las lágrimas de sus mejillas me hicieron saber que ese sentimiento era mutuo y que por extraño que me resultara, la fría espía la iba a echar de menos. Que precisara de un largo rato para digerir el varapalo ratificó el cariño que había sentido por ella y solo cuando la enfermera comentó que debíamos dejarla descansar, preguntó que más había ocurrido.

Lidia, tomando el testigo, le informó que a raíz del ataque el ejército en pleno se había levantado y echando al presidente, le habían ofrecido el puesto.

-Por lo que presiento, no aceptaste- más que afirmar, Elizabeth preguntó.

Entonces y solo entonces, poniendo sus manos en la tripa, la morenita contestó:

-Mi país no es un sitio seguro donde Alberto pueda criar a sus hijos. Por eso, lo rechacé.

Girándose hacía mí, con la mirada, quiso que le confirmara la noticia.

-Te tienes que recuperar pronto. Vas a ser madre a través de esta zorrita y sin tu ayuda, no sabríamos cómo educar a nuestra hija para que no salga activista.

– ¿Va a ser niña? – esperanzada, preguntó.

-Eso espero y de ser así, se llamará Isabel.

Dos nuevas lagrimas brotaron de sus ojos, pero esta vez de alegría y sin dar tregua a la convaleciente, Lidia añadió:

-Lo que no te hemos contado es que mi hermano, que es ahora el presidente, nos ha prometido que va a cambiar la legislación permitiendo el poli amor. Así que cuando nazca Isabel, no solo llevará el apellido del padre y el mío sino también el tuyo.

-Isabel Burns Esparza Morales- musitó feliz mientras cerraba los ojos.

Que antepusiera los de ellas al Morales no me importó y viendo que se había quedado dormida, cogí de la cintura a la hispana urgiéndola a marchar:

-Señora embajadora, debemos dejar descansar a nuestra amada.

La pérfida morena, respondió:

– ¡No me rebajes! Para ti y para mi dueña, ¡soy princesa!

————– FIN ————–

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