18

Sintiéndome un imbécil por lo cerca que había estado de confiar en ellas tras lo que acababa de ver y escuchar, me quedé planeando y pensando mis siguientes pasos. Aunque tenía claro que ese par de putas ambicionaban seguir su relación bajo el paraguas de un matrimonio hetero y que, por tanto, su supuesta entrega solo era un paripé con el que engañarme, seguía sin tener idea de cómo debía actuar. Ya que a pesar de saber que el egoísmo era lo que las impulsaba a tenerme a su lado, era evidente que las necesitaba para seguir vivo:

«Elizabeth es a ellas a quién protege y no a mí. Si descubro lo que sé, se darán cuenta de que me han perdido y quizás se busquen a otro incauto», me dije valorando en su medida el riesgo que correría si me quedaba sin el amparo del gobierno yanqui. El odio que me producían no consiguió nublarme la razón y en la soledad de mi cuarto, asumí que debía de ser más inteligente que ellas y jugar mis bazas.

«Hasta que vea claro el camino que debo seguir, tengo que seguir disimulando y hacerles pensar que creo en sus disculpas», sentencié con una rara tranquilidad.

Seguía inmerso en ello cuando el ruido de un coche a través de la ventana, me alertó de la llegada de alguien. Por un momento, me aterrorizó pensar que eran unos sicarios, pero la ausencia de reacción por parte de los escoltas que nos protegían, me hizo comprender que debía de ser un conocido de ellos. Supe quién era al oír el sonido de la voz de la pelirroja impartiendo órdenes a sus subordinados y por unos segundos, medité si ir de frente y reclamarle que no hubiese hecho nada por evitar la situación en la que me hallaba.

Nuevamente, pudo más la cordura y sabedor que si seguía respirando se debía únicamente a su protección, me senté a esperarla lleno de ira. Que en vez de venir a verme se dirigiera a donde permanecían las novias amándose, me cabreó aún más al asumir que para esa mujer ellas eran las importantes. Estaba todavía haciéndome a la idea cuando de pronto escuché sus gritos exigiendo explicaciones a la latina:

– ¿No habíamos quedado en que dejarías que fuera yo quien decidiera qué hacer con esa información? Ahora, Alberto va a creer que quebranté su confianza y tendrá razón. ¿Cómo has podido ser tan insensata?

Juro que mi corazón dio un vuelco de alegría el saber que nada había tenido que ver con la publicación y por eso intenté oír qué respondía Lidia, pero o no dijo nada o lo hizo tan bajo que no me fue posible e intrigado me quise acercar, pero en el último momento me quedé sentado:

– ¿No te das cuenta de que, si ya de por sí los jefes del cartel te tenían enfilada, y que tras caer su responsable financiero te has convertido en la enemiga a batir junto con todos los que estén a tu lado?

La morena debió decir algo en su defensa, pero a mis oídos solo llegó el cabreo de la pelirroja antes de dar un portazo dejándolas solas:

-No dudes que te echaré a los lobos si algo le ocurre al hombre que adoro.

Apenas me dio tiempo a digerir lo que esa mujer sentía por mí antes de aparecer por mi habitación:

-No tuve nada que ver- casi llorando comentó sin atreverse a entrar.

Por la expresión de su rostro supe que esperaba una reacción hostil por mi parte y por ello, le costó comprender que, regalándole una sonrisa, le pidiera que se acercara.

-Te juro que había quedado con ese par que….

Interrumpiéndola, la tomé de la cintura. La fría asesina se derrumbó en cuanto estiré mi brazo y la abracé.

-Déjame que te explique-sollozó.

Cerrando sus labios con mis besos, le hice saber que no necesitaba que me dijera nada.

-Estás aquí y con eso me basta- fue lo único que escuchó mientras la tumbaba sobre la cama.

Aunque su mirada reflejaba preocupación, reaccionó buscando que nuestros cuerpos entraran en contacto y por eso cuando notó que estaba intentando desabrochar su blusa, ya nada pudo evitar que se dejara llevar por la lujuria.

-Amor, no es el momento- inútilmente protestó al sentir que liberaba su pecho de la presión del sujetador.

-Sí que lo es, pecosa- contesté mientras me apoderaba de uno de sus pezones con la boca.

El gemido que brotó de su garganta con ese húmedo arrumaco me hizo comprender lo mal que la había interpretado y finalmente reparé en que la noche que pasé en su casa, no solo me había regalado su cuerpo, sino su alma y sintiéndome en deuda, decidí entregarle la mía. Elizabeth me facilitó las cosas al cerrar los ojos mientras disfrutaba de mis caricias sin saber a qué atenerse.

-Soy tuya- suspiró al sentir mi legua lamiendo su seno.

-Eres tú, quien es mi dueña- respondí despojándola del resto de su ropa.

Un nuevo sollozo me confirmó el agrado con el que recibía mis palabras y por ello, no me extrañó que llevara su mano a mi entrepierna. Al descubrir mi miembro erecto, no lo dudó y bajándome la bragueta, metió una mano en ella mientras usaba la otra para quitarme el pantalón.

-Ámame, ¡por dios! ¡Lo necesito!

La urgencia que destilaba su mirada me hizo reaccionar y ayudándola, me terminé de desnudar sin que me importara ya la diferencia de edad que la llevaba.

-Si algo te llega a pasar, no sabría qué hacer- musitó cogiendo mi pene entre sus manos.

La ternura de su voz chocó frontalmente con su calentura y es que mientras se ponía a masturbarme, la mano que tenía libre había buscado acomodo entre sus muslos. Más excitado de lo que debía de haber demostrado, descubrí que de algún modo se había quitado la ropa interior cuando con mis dedos recorrí el desnudo trasero de la pelirroja. Sorprendido, seguí acariciando sus nalgas en un intento de no llevarle demasiada delantera cuando inevitablemente me corriese.

-Alberto, no me merezco tu cariño. He sido incapaz de prever que ese par de putas no me harían caso-  suspiró sin dejar de pajear.

Enternecido por sus disculpas, azucé su entrega explorando con mis dedos la raja de sus cachetes si otra intención que amarla. Elizabeth malinterpretó que sobara su trasero y moviendo sus caderas, me preguntó:

-Si te entrego mi culito, ¿podrás perdonarme?

Su pregunta me dejó alucinado, ya que durante las dos noches que habíamos compartido nunca se había mostrado tan abiertamente dispuesta a dármelo. Temiendo que accediese por los motivos equivocados, repliqué que no tenía nada que perdonarla.

-Entonces… ¿no lo quieres? ¿No te apetece ser el primero en usarme de esa forma? – me dijo mientras se ponía a cuatro patas sobre el colchón.

Encandilado por semejante oferta, introduje una yema en su ojete. Elizabeth al experimentar esa intrusión, sintió renacer con fuerza su deseo y antes de que me diera cuenta, colapsó sobre las sabanas corriéndose. La sorpresa de verla disfrutar no me paró y profundizando en su inesperado clímax, metí y saqué el dedo de su trasero sin volverme loco.

– ¡Siempre consigues llevarme al cielo! – exteriorizó su felicidad al notar el ritmo cada vez más rápido con el que premiaba su entrega.

Implícitamente me acababa de decir que estaba lista y separando sus nalgas con las manos, observé que no estaba relajada. Por ello y sin avisar, metí mi lengua en esa virginal entrada y su sabor picante me envolvió provocando que mi excitación creciera.

  ― ¿Estás convencida de dármelo? – pregunté mientras entre mis piernas mi pene lucía una brutal erección.

Aunque era una pregunta retórica, no dudó en responder y usando sus propias manos para separar ambos cachetes, susurró:

―No puedo darte algo que ya es tuyo.

La renuncia que se escondía tras esa afirmación me hizo obviar mis reparos y tomando un poco del flujo que manaba de su coño, embadurné su ojete.

            -Toda la vida guardé celosamente mi trasero para el hombre con el que pasaría el resto de mi vida- sollozó al sentir que aproximaba mi glande a su ojuelo.

El significado de sus palabras me impactó al ver en ello una declaración y dudando si yo era ese hombre o si me merecía ese honor, no me atreví a tomar posesión de él. La pelirroja al notar mis recelos, decidió tomar cartas en el asunto y dejándose caer hacia atrás, forzó dolorosamente su culo. Con ese sencillo movimiento, mi virilidad fue haciéndose dueña de sus intestinos poco a poco y sin quejarse, pero con un rictus de dolor en su rostro, siguió presionando hasta que se sintió empalada por completo. Entonces y solo entonces, rugió diciendo:

―Me encanta.

Por si fuera poco, sumida en una calentura sin par, llevó sus manos hasta los pechos para acto seguido dar un duro pellizco en cada uno de sus pezones, buscando quizás maximizar su excitación. La jugada le salió bien porque todavía no había comenzado a moverme cuando, mordiendo la almohada, se corrió sonoramente. Su renovado placer me hizo no esperar más y mientras la pecosa se retorcía gozosa sobre las sábanas, con ritmo pausado, comencé a sacarla de su interior. Mi lentitud exacerbó la pasión que sentía y cuando todavía tenía la mitad de mi verga dentro, con un breve movimiento de caderas, se la volvió a encajar hasta el fondo.

―Hazme saber que soy tuya, ¡por favor! ― chilló.

Vi en su grito el permiso que necesitaba para iniciar el asalto y mientras yo hacía todo lo posible por sacársela, Elizabeth lo evitaba al empalarse con ella nuevamente. De ese modo, nuestro ritmo se fue acelerando consiguiendo que nuestro lento galope inicial se fuera desbocando.

-Sigue, por Dios- la pecosa me imploró.

Como todo el mundo comprenderá, acepté su sugerencia y por eso, La premié apuñalando el interior de sus intestinos.

― ¡Demuestra a esas putas quién es tu mujer! ― aulló, voz en grito, al sentir mis manos apretujando sus dos pechos.

 Sonreí complacido al percatarme de que si la pelirroja gritaba tan fuerte era para que María y Lidia la escucharan. Eso lejos de molestarme, me excitó y deseando que fuera así, azucé a mi montura con un duro azote sobre sus ancas mientras le exigía que diera rienda a su placer. Con esa nalgada, la americana sintió que el placer volvía a acumularse en su interior y olvidando que su propósito inicial, me exigió que continuara con mas, confirmando de esa manera que le gustaba ese tipo de trato. No tuvo que decírmelo una segunda vez y, alternando de una nalga a la otra, marqué el compás con el sonido de mis azotes.

― ¡Cómo me gusta sentirme indefensa en tus brazos! ― aulló al notar que, en vez de cortar su excitación, ese maltrato la estaba incrementando.

Ni que decir tiene que disfruté de su entrega hasta que, con su trasero totalmente colorado, se dejó caer sobre las sábanas y ante su propia sorpresa, se vio inmersa en otro orgasmo no menos brutal.

― ¡Me vuelves loca! ― exclamó al saber que su cerebro estaba a punto de explotar.

Los gritos de la pelirroja fueron el empujoncito que me faltaba y cogiendo sus rosadas areolas entre mis dedos, las pellizqué con dureza mientras seguía machacando su culo con mi pene. Esos pellizcos fueron su perdición y sin poderlo evitar, un clímax sin par la dominó.

Sabiéndola derrotada, me concentré en mí y apuñalando su esfínter, derribé las últimas murallas que evitaban que se sintiera completamente mía.

― ¡Riega a tu pecosa! ― consiguió gritar antes de caer agotada sobre las sábanas.

Su renovado placer coincidió con el mío y ya agotado, premié su entrega con mi simiente. Al notarla recorriendo sus intestinos, decidió no fallarme y moviendo sus caderas, no cejó en su empeño hasta que consiguió que me vaciara por completo en ella. Contento con mi labor, pero sin fuerzas para nada más, me tumbé a su lado. La americana me abrazó agradecida y llenándome con sus besos, me juró que me sería fiel hasta la muerte.

Podrá parecer extraño, pero al romperle el trasero había sellado nuestra unión y comprendí que la adoraba. Por ello, acariciando su rojiza melena, le solté que mis sentimientos. Levantando su cara de mi pecho, me miró incrédula y contestó:

-No me mientas, por favor.

-No lo hago, mi pecosa. Lo único que no te puedo asegurar es que pueda vivir lo suficiente para demostrártelo.

Cómo agente de inteligencia comprendió el problema, pero luciendo una sonrisa de oreja a oreja, intentó engañarme diciendo:

-Con mi protección, ni tú ni tus zorritas tenéis nada que temer.

-A esas dos, me da lo mismo si les clavas una lanza por el culo… ¡se lo tendrían merecido!

Mi exabrupto la hizo reír y demostrando que a pesar del cariño que me brindaba, la violencia seguía en ella, con una sonrisa en la boca, me soltó:

-Como dices tanto, Lidia como María se merecen un escarmiento y si lo deseas, yo puedo dárselo.

– ¿Qué has planeado? – no evité preguntar.

Viendo mi interés, contestó:

-Nada que debas saber ahora, pero no te preocupes ¡te gustará la sorpresa que les tiene reservada tu pecosa!…

19

Tras ese asalto, Elizabeth me llevó al baño y metiéndome en el jacuzzi, me deleitó con su impresionante y dulce voz mientras se entretenía enjabonándome. En sus maneras descubrí no solo su cariño, sino que estaba concentrada pensando en el modo que en que haría efectiva mi venganza. Por eso no me extrañó que una vez bañado, tras vestirme, me pidiera que la siguiese. Mi confianza al acompañarla sin preguntar se vio compensada cuando, en el sótano de la mansión, me mostró unas instalaciones que jamás supuse encontrar.

– ¿En qué estaba pensando tu gobierno al construir esto? – exclamé.

La pelirroja no tuvo reparo en contestar:

-Las diseñaron por si teníamos que sacar información a algún invitado.

Todavía impresionado, dejé que me enseñara que ese refugio contaba, además de unas jaulas que reconocí como mazmorras, con una sala en la que un potro de tortura y demás aditamentos me dejaron meridianamente clara su función. Tras lo cual, llevándome a una habitación desde la cual se podía observar lo que sucedía en toda la planta mediante una serie de espejos, me preguntó con cuál de las zorras me apetecía que empezara. Reconozco que estuve a un tris de echarme atrás al ver sus ojos el odio que las tenía, pero, recordando que por su causa estaba encerrado en esa finca, respondí que me daba igual la que eligiera.

-Ponte cómodo que ahora vuelvo- dijo al desaparecer.

Aunque me pareció una eternidad, apenas debieron pasar unos minutos cuando los gritos de esas putas me alertaron de su llegada. Sé que me comporté como un cerdo cuando no pude dejar de sonreír al ver que las traía tirando de sus melenas y que con todo lujo de violencia las metía en dos jaulas diferentes.

-Desnudaos- ordenó sin alzar la voz.

Al negarse ambas, no insistió. Mientras la latina y su novia seguían protestando, tomó una manguera y abriendo el grifo, dedicó unos momentos a bañarlas por entero.

-Nos vemos en cinco minutos- dijo dejándolas solas.

Ninguna de las dos entendió esa maniobra hasta que desde el techo notaron el abrazo gélido del aire acondicionado a toda potencia, pero aun así esperaron a que se volviese insoportable la ropa mojada antes de pedir a gritos que lo apagara.

-Desnudaos- volvió a exigir al retornar a su lado.

En esta ocasión, ambas obedecieron despojándose de sus vestidos. Al verlas en ropa interior, sonrió diciendo:

-Dije desnudas- tras lo cual, volvió a bañarlas y se sentó frente a ellas.

 Mientras se quedaban en pelotas, Lidia tuvo el coraje de enfrentarse a la pelirroja:

-Zorra, ¿qué quieres de nosotras?

Sin dejar la silla ni alterarse, Elizabeth respondió:

-Que mi hombre disfrute mientras os torturo.

Esa respuesta las dejó aún más heladas y por eso tardaron unos segundos en pedir mi ayuda. No tengo duda de que tenían la esperanza de que acudiría a liberarlas, pero cuando los minutos pasaron sin que respondiera a sus gritos, esa seguridad quedó hecha añicos y llorando rogaron a su captora que tuviese piedad de ellas.

-Estoy en un dilema, no sé con cuál debo empezar…- con tono dulce comentó la pelirroja: -…por lo que os lo dejo a vuestra elección. Seré menos dura con la primera que diga el nombre de la otra.

Desde la cómoda butaca en la que había posado el trasero, comprendí que la pelirroja deseaba crear una brecha entre ellas, pero dudé de su efectividad al ver que tanto Lidia como María en cierta forma se habían adaptado al frio. Como si hubiese leído mis pensamientos, la espía se puso en acción y lanzando sobre ellas el contenido de dos cubetas, volvió a sentarse.

-Dentro de nada, comenzareis a sentir una especie de comezón en vuestra piel que se irá intensificando hasta volverse doloroso y que solo parará cuando nuevamente os bañe. Así que decirme, ¿con cuál queréis que empiece?

-Cuando salga, pienso denunciarte- chilló Lidia cuando muy a su pesar comenzó a rascarse.

– ¿Quién te ha dicho que algún día saldrás? – dejó caer mientras maximizaba el desapego que sentía poniéndose a leer una revista.

La implícita amenaza que les había lanzado a la cara, las hizo temblar y nuevamente pidieron mi ayuda:

-Alberto, ésta tía está loca. Por favor, sácanos de aquí.

Cuando no respondí y la piel le ardía, María decidió tomar la iniciativa pidiendo que fuera ella la primera en ser torturada. Reaccionando ante el sacrificio de su pareja, la latina desde la jaula de al lado imploró a la pelirroja que la tomara a ella echándose la culpa de mis problemas.

-Tanto peca el que mata a la vaca como el que le coge la pata- sin levantar la vista de lo que estaba leyendo, respondió demostrando su dominio de nuestro idioma.

Las dos mujeres comprendieron que no le bastaba que se autonombraran y que lo que realmente buscaba la gringa era que se traicionaran entre ellas y por eso casi al unísono, ambas le gritaron que jamás conseguiría su propósito.

-Por supuesto que lo conseguiré. Mi única duda es cuál de las dos echará a los perros a la otra.

Sabiendo que no podían esperar nada de ese témpano de mujer, por tercera vez pidieron mi intervención. Asumiendo que debía hacerles llegar mi negativa para que no siguieran soñando con ella, apreté el botón del intercomunicador diciendo:

-Elizabeth, cariño. Te apuesto una cena a que será Lidia.

-Te equivocas, mi amor. Será la puta que algún día creíste tu amiga- girándose hacia el espejo, sonrió.

Tal y como preví, esa conversación derrumbó la última confianza de las cautivas y gimiendo desconsoladas, se retorcieron en el suelo con la esperanza que el agua ahí derramada les sirviera para aliviar el picor que les recorría la piel. Tarde comprendieron que en tan pequeña dosis ese líquido solo lo incrementaría y ya descompuestas, imploraron que las bañara.

-Lo haré cuando alguna designe a la otra.

Siguiendo la lógica que había previsto, empezaron a discutir entre ellas sobre cuál debía traicionar a la otra. Ninguna quería dar el paso y por eso tuvo que pasar todavía unos diez minutos antes de que la latina dijera “María”. La carcajada de Elizabeth al escuchar la traición hasta a mí me resultó siniestra y aún con el corazón encogido observé que tomando la manguera cumplía la promesa.

-Zorra, ¡dejé todo por ti! – no tardé en escuchar el reproche de la cincuentona mientras Lidia le retiraba la mirada.

La angustia de la morena se incrementó cuando, abriendo la jaula, Elizabeth sacó a la que era su novia de los pelos.

-Llévame a mí- sintiéndose una piltrafa, rogó.

-Tu arrepentimiento llega tarde- la pelirroja contestó mientras se llevaba a rastras a María.

Increíblemente tranquila, la castaña esperó a que cerrara los grilletes en la camilla donde sería torturada para con un arrojo fuera de lugar pedir a la mujer que empezara, que no la temía.

-Anciana, sé que me temes- forzando su boca con la lengua, respondió.

Ese beso y que le hubiese llamado con el nombre de sumisa, hizo que mi ex amiga se confiara y mientras sentía que le adosaba unos electrodos por el cuerpo, se ofreció a satisfacerla sexualmente si la liberaba.

-Para eso, no me haces falta. ¡tengo a Alberto! – le informó y sin que supusiera ningún esfuerzo, encendió la corriente.

El chillido de dolor que brotó de su garganta mientras su cuerpo era zarandeado obligó a la hispana a taparse los oídos y ciertamente a mí me hizo dudar si deseaba ver cómo mi amante culminaba la venganza. Apenas fueron unos segundos, pero la dejaron agotada y por eso ni siquiera se movió cuando la pelirroja le incrustó un enorme pene en la vagina.

-Como bien sabes o al menos sospecharas, para que una tortura sea eficiente se debe alternar placer y sufrimiento. Por eso mientras me ocupo de la traidora, disfruta un poco.

 Aun sabiendo lo que le venía, María no pudo evitar gemir cuando el dispositivo de su coño y los electrodos que tenía en pecho y ojete comenzaron a cumplir su labor.

-Ves, anciana. Al contrario que en vosotras, en mí se puede confiar que cumpliré lo que prometo. No luches y déjate llevar… mientras vuelvo.

Desde mi privilegiada posición, presté atención a cómo poco a poco la cincuentona se iba calentando mientras en la otra habitación, mi pecosa obligaba a la hispana a ponerse un sugerente camisón. Reconozco que, valorando lo guapa que estaba con el pelo mojado y ese tul, no comprendí esa tan atípica vestimenta en una cautiva. Mordiendo sus labios, la pelirroja le anticipó que cuando la reuniera con su novia debía hacerla disfrutar con la lengua o por el contario que asumiera las consecuencias.

-Así lo haré, mi señora- temblando de miedo, respondió.

Aumentando su humillación, abrochó un collar de perro alrededor de su cuello y mediante una correa, la llevó gateando donde María seguía debatiéndose por no caer en el placer.

-Mira la cachorrita que ha adoptado- girándole la cara, la hizo contemplar que Lidia estaba vestida a sus pies.

-Zorra, ¡te has vendido! – rugió llena de ira sintiéndose nuevamente traicionada por la morena a la que tanto había querido.

Cuando ésta intentó disculparse, tirando de la cadena, Elizabeth le recordó que el pacto al que habían llegado y tras sentarse en una silla, la azuzó a comenzar. La relación que la cincuentona había creído eterna se desmoronó cuando Lidia sacó la lengua y comenzó a lamer la almeja de su captora

– ¡Alberto! ¡Qué razón tenías cuando decías lo bien que te la mamaba tu princesa! – girándose hacia mí, chilló la americana.

Ante la consternación de las cautivas, usé nuevamente el intercomunicador para alabar el desempeño que siempre había mostrado conmigo:

-Princesa es una máquina y su lengua una delicia.

-Sí, que lo es. Tengo los pezones excitados y apenas me ha dado un par de lametazos. Creo que esta noche, la llevaré a tu cama para que la desvirgues.

-Estaré esperándola, nada me apetecería más que tener a dos bellezas como vosotras a mi lado.

La indignación de María se maximizó al percatarse del tamaño que habían adquirido los pezones de la morena con el cariñoso recibimiento que recibiría en pago de su traición y desgañitándose, gritó que cómo podía aceptar en mi cama a una puta después de lo que había hecho, haciendo hincapié en que no había dudado en publicarlo a sabiendas de la situación en que me pondría.

– ¿Por qué lo hiciste? Mi pequeña y dulce princesa- acariciando su negro pelo, la pecosa preguntó.

-Por el bien de mi patria- sollozó dejando por un momento de lamerla.

– ¡Mentira! Fue tu ambición sin límite la que te indujo a hacerlo- desde la camilla y mientras la ira magnificaba lo que estaba sintiendo, la que había sido su pareja hasta hace menos de una hora exasperada gritó.

Sin mostrarse contrariada, Elizabeth levantó la cara de la latina y la besó mientras rehacía la pregunta:

– ¿Qué ambicionabas bella criatura?

-Quería que el presidente cayera y que el clamor popular hiciera que me nombraran en su lugar- derrumbándose ante la ternura de la pelirroja, reconoció.

Sin dejar de acariciarla y mientras a dos escasos metros, María caía por la colina que le llevaría al orgasmo, insistió en el sutil pero efectivo interrogatorio.

-Y Alberto, ¿qué pintaba? No lo necesitabas para ser la primera presidente de tu país.

Sucumbiendo al fin al placer, la castaña contestó por ella:

-Claro que lo necesitaba, la guarra a la que llamáis princesa sabía que sus compatriotas nunca aceptarían una lesbiana gobernándolos.

Por el movimiento de las caderas de María supe que se estaba corriendo y como yo, también su torturadora, la cual sonriendo giró el mando que intensificaba la potencia de los artilugios que llevaba adosados al cuerpo, mientras con estudiada dulzura preguntaba a la morena:

– ¿Es eso cierto? Mi preciosa princesa. ¿Querías casarte con Alberto para que evitar las suspicacias de tu gente? ¿Acaso no sientes nada por él?

No contestó y de nuevo fue María la que habló:

-Claro que siente algo: ¡celos! No soportaba que tras tantos años yo siguiera enamorada de él.

– ¡Eso fue al principio! ¡Pero al conocerlo también yo me enamoré! – desesperada y como gato panza arriba, se defendió.

            -Tú solo amas a tu ambición y como a mí, tampoco dudaste en traicionarlo para salvar tu culo- sin dejar de menear el trasero al ritmo que le marcaba el consolador, bramó la cincuentona.

            Las lágrimas de la hispana aceptando la crítica hicieron saber a la pelirroja que poco más podía sacar de ellas. Por lo que, dando por finalizada su intervención, ató a Lidia con unas esposas de la pared y volvió donde María:

-Anciana, toma esta fusta y castiga a la princesa. Puedes hacer lo que quieras con ella, pero abstente de metérsela por el coño. Cuando acabes, tráela al cuarto de mi hombre, para que él sea el que decida vuestro destino mientras la desvirga.

Los sonidos de la vara impactando contra el culo de la hispana y la melodía de sus gritos nos acompañaron por las escaleras de vuelta a la habitación.

-Te recuerdo, mi adorada pecosa, que me debes una cena.

-Lo sé, amor mío, lo sé- respondió con una sonrisa embelleciendo sus facciones.

Viendo lo poco que le había afectado perder la apuesta, añadí que me había defraudado como interrogadora, ya que no les había sonsacado nada que no supiera con anterioridad.

-No fue esa mi intención.

– ¿Entonces cuál? – extrañado, pregunté.

Su cara risueña desapareció y fue sustituida por un rostro pétreo:

-Lo que hicieron esas malditas no tiene marcha atrás y de ahora en adelante vas a necesitar protección. Para asegurártela, será necesario que esa Lidia cumpla su sueño y que te cases con ella. Por ello, decidí destruir su relación.

-No entiendo.

-Cariño, llevan mucho tiempo sosteniéndose una a la otra. Ahora que se odian y a su manera te aman, ambas verán en ti el único salvavidas con el que cuentan.

-Sigo sin entender- reconocí.

– ¡Por dios! ¡Estás espeso! – desesperada por mis pocas luces, exclamó: – Las mujeres que van a aparecer en nuestro cuarto no serán ellas, ¡habrán cambiado! Al haber destrozado sus valores, serán dos lienzos en blanco que podremos pintar a nuestro gusto.

Comprendiendo a medias, quise saber en qué había pensado en convertirlas mientras la tomaba de la cintura.

Muerta de risa y mientras se pegaba a mí, respondió:

-Cuando llegué a tu cama, esas guarras ayudaron a que un viejo como tú me engatusara. Debo agradecérselo haciendo de ellas los juguetes sexuales que añadan el picante que necesitaré para aguantarte el resto de mi vida.

Despelotado por su dulce menosprecio y sin medir sus consecuencias, pregunté a la americana qué pasaría si teniéndolas en mi cama me olvidaba de ella.

-No te lo aconsejó- contestó apretando mis huevos entre los dedos: -Soy extremadamente celosa y si algún día me abandonas, ¡no dudaré en hacer de ti un eunuco!…

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