Esa tarde al salir de la empresa, estaba con ganas de ponerme el mundo de chistera y aceleré para llegar con mis mujeres. Cuando digo mujeres en plural no se debe a un lapsus, en ese momento sentía mías a la dos y estaba dispuesto a olvidar que solo era un medio con el que podían conseguir sus metas. Por eso, cuando María salió a recibirme no lo pensé y levantando su falda, directamente la empotré contra la pared sin darle opción a quejarse.

– ¡Como vienes! – exclamó divertida al sentir sus bragas hechas trizas.

Mi respuesta fue apoderarme con una mano de sus pechos mientras intentaba bajarme la bragueta. Tras conseguirlo, llevé dos dedos a su vagina con la intención de calentarla, pero la humedad que encontré y sus gemidos me informaron que no era necesario ese prolegómeno y cogiendo mi erección, la sumergí en su vagina.

– ¡Dios! ¡Me encanta que vengas así! – chilló descompuesta al ver su interior violentado.

La rapidez con la que se puso a tono me permitió acelerar mis incursiones y mordiendo su cuello, con desesperación, comencé a empalarla cada vez más raudo. Sus gemidos de placer no tardaron en llegar y sin importarle que mis prisas la tuviesen aprisionada contra el muro, sollozó que no parara y que siguiera amándola. Todavía hoy no sé de donde saqué fuerzas para hacerlo en esa postura sin perder el equilibrio. Lo cierto es que, en vez de un otoñal maduro, mi desempeño fue el de un actor porno y mi sorprendida pareja llegó al clímax cuando apenas me faltaba el resuello. Es más, no me importó que producto del placer sus brazos flaquearan. Posándola en el suelo, tomé su melena a modo de riendas y seguí machacando su femineidad a cuatro patas.

– ¿Has tomado viagra? – chilló entusiasmada al percatarse de que mi lujuria lejos de menguar aumentaba.

Un azote y mi glande chocando contra su vagina fueron mi respuesta.

-No me hace falta para llevarte a los cielos- añadí mientras la galopaba recordando el elogio de la americana.

El compás de mis caderas poseyéndola fue tal que, de haber habido alguien en el jardín, hubiese oído sus gritos al llegar mi montura nuevamente al orgasmo. La potencia de los mismos me sirvió de aguijón y con mayores bríos, busqué mi placer con una serie de nalgadas sobre sus ancas. Nalgadas que elevaron la lujuria que sentía y ya sin pudor me imploró que la preñara haciéndome saber que según las pruebas que se había hecho en la mañana estaba en la cima de la ovulación. Sus palabras y la posibilidad de ser padre me enervaron todavía más y sintiéndome un garañón cabalgué sobre mi hembra totalmente desbocado.

– ¡No aguanto más! – confesó con el coño babeando.

Hice oídos sordos a su petición. Me sentía tan joven y poderoso que de haber estado Lidia con nosotros hubiese roto mi promesa tomándola a ella, pero al no estar disponible profundicé y alargué su gozo con fieras cuchilladas de mi miembro. No paré hasta que su placer llamó al mío y mi pene explotó regando con mi blanca semilla su útero dispuesto. Fue entonces cuando mi edad se hizo notar y sin fuerzas caí sobre la alfombra totalmente agotado mientras, a mi vera, María intentaba agradecer mi cariño, besándome.

-Ojalá me hayas dejado embarazada, pero hay que seguir intentándolo- susurró en mi oído mientras me ayudaba a incorporar.

– ¿Dónde me llevas? – pregunté al notar que sin soltarme la mano tiraba de mí.

-A la cama- sonrió: -Hasta la cena, eres solo mío. ¡Tengo que aprovechar que no está tu princesa!

Que la hispana hubiese salido, me extrañó y de camino a la habitación, pregunté dónde había ido.

-Realmente no lo sé. Antes de irse, me dijo que le había llamado “pecosa” y que había quedado con ella.

Que esa pelirroja se hubiese puesto en contacto tras más de diez días desaparecida, me alegró y aunque reconozco que sentí celos, no me quejé al asumir que lo que le dijera, Lidia nos lo compartiría al llegar. Por eso, agarrando la cintura de la cincuentona, susurré en su oído cómo quería mi “anciana” que pasáramos esas horas.

-Con el capullo de mi viejito jugando en mi interior- muerta de risa, contestó…

Tal y como me había amenazado, no me dejó descansar. Sabiendo que su reloj corporal seguía corriendo y que cuanto más aguardásemos, más difícil sería que engendráramos el bebé que tanto ansiaba, me sometió a un duro combate cuerpo a cuerpo que no terminó hasta que, a pesar de su insistencia, mi pene dijo basta y se negó a reaccionar.

-Hoy no te lo levanta ni tu princesa- rio observando el calamitoso estado en que lo había dejado tras la batalla.

No pude estar más de acuerdo al sentir que desde la base hasta su punta mi verga estaba en carne viva de tanto roce.

-Dudo que ni ella ni tú lo consigáis en varios días- respondí lamentando el paso del tiempo.

Desternillada con esa confesión, quiso llamar a la chavala para que preguntara a Elizabeth si tenía una caja del famoso producto de su empresa.

-Tan viejo no estoy- me defendí y mintiendo le aseguré que al día siguiente todo habría vuelto a la normalidad.

-Eso espero, según el ginecólogo, mi ciclo aconseja que durante este fin de semana no paremos de hacer el amor. Así que, si mañana sigue inservible, no me quedará otra que pasar a la farmacia.

Como por su tono comprendí que no dudaría en hacerlo, preferí no seguir hablando y puse la tele del cuarto.

– ¡Esta tía está loca! – exclamé al ver en la cadena que había puesto que Lidia estaba siendo entrevistada.

Alertada, María levantó la mirada y vio porqué había gritado. Pero en vez de compartir mi miedo, solo se le ocurrió decir lo guapa que estaba. Fue entonces cuando, indignado, le conté la muerte de los sicarios, guardándome todo lo relativo a la pelirroja, ya que de nada servía preocuparla aún más sabiendo que la mujer que acompañaba a su amada además de una agente, era una sanguinaria asesina. Cayendo del limbo, comprendió al fin que el activismo podía tener consecuencias y llena de angustia me pidió que hablara con ella para que se cuidara:

-Sé que no te va a hacer caso, pero al menos debes intentarlo.

-Eso haré… – respondí pensativo, ya que en mi fuero interno creía que, dada la relación existente entre ellas (relación que me seguían ocultando), un consejo por su parte sería más efectivo que el mío.

Estaba a punto de pedir que dejara de simular y reconociera la misma cuando en la pantalla, el periodista preguntó a la latina que opinaba de la segunda dimisión de un ministro de su país en tan pocos días y más cuando ella había sido en cierta medida la responsable:

-No es él quien debe dimitir, sino el presidente y convocar nuevas elecciones.

-De ser así, ¿se presentaría usted a las mismas?

Intrigado, permanecí atento a su respuesta:

-Creo haber dejado siempre claro que considero que la clase política de mi patria está corrupta y que actualmente no se dan las condiciones para que me plantee tal cosa. 

– ¿Qué sería necesario?

– Para empezar, por ley, los candidatos tendrían que dar cuenta del origen y la cantidad de sus bienes. Además, la campaña y las votaciones deberían ser controladas por observadores extranjeros y las cuentas de los partidos tendrían que ser auditadas por un organismo internacional para evitar que se financien con dinero del narcotráfico.

-Imagine que se dan esas premisas, ¿aspiraría a la presidencia de su país?

Lidia se tomó unos segundos en contestar:

-Desde la universidad, he comprendido que el futuro de mi patria es lo primero y por eso llevo años preparándome… pero no tengo prisa. Dada mi edad y si entre mis compatriotas, alguna persona decente con mis mismos valores y la experiencia necesaria se postula, no dudaré en unirme a su candidatura.

– ¿Tiene alguien en mente? – insistió el presentador.

Consciente del efecto que causaría su sonrisa en los espectadores, sonrió:

-Alguien hay… pero permítame que me guarde su nombre porque, de hacerlo público antes de tiempo, su integridad física peligraría al seguir viviendo allí.

-Por lo que dice, hasta su vida, debe correr peligro.

-Así es, hoy mismo, se me ha informado que se ha frustrado un atentado que estaban preparando en mi contra.

-Y ¿qué piensa su familia de todo esto?

-Afortunadamente, tengo una pareja y aunque no está involucrada en mi lucha, me apoya.

Mirando de reojo a la cincuentona, percibí su satisfacción al ser mencionada.

-Debe ser difícil de vivir con alguien como usted, siempre en el foco mediático- murmuró el periodista.

-Lo es, pero Alberto me conoce bien y me acepta como soy.

Juro que nunca esperé que esa insensata dijera mi nombre, pero lo que más me jodió fue que la que era realmente su novia, viendo mi reacción, dijera:

-Cariño, ves lo que te digo: eres el único al que escuchará tu princesa.

La ira que sentía no me dejó hablar y con ganas de mandar todo a la mierda, me levanté de la cama y me encerré en mi despacho para ver cómo se habían tomado las redes la entrevista. Y es que, asumiendo que lo importante de su mensaje era que tenía un candidato que consideraba idóneo, lo que realmente me importaba era si, con ella, esa loca había dado un tiro de gracia a mi tranquila existencia.  Mi ánimo cayó en picado cuando los internautas se dividieron en dos bandos y mientras unos, especulaba sobre quién sería el político del que hablaba, el resto lo hacía sobre la persona que había conseguido enamorar a la activista.

– ¡La madre que le parió! – grité en voz alta al ver que alguien había recuperado la foto de la embajada y que encima me nombraba con los dos apellidos.

Fuera de mí, cerré el ordenador y me serví una copa, mientras resolvía cómo actuar. Consciente de que no había marcha atrás, decidí poner las cartas sobre la mesa en cuanto esa arpía llegara a casa. Por ello, cuando María me informó que Lidia le había llamado diciendo que ya venía, la esperé en la puerta. La castaña, conociendo de antemano que iba a echarle la bronca, no se separó de mi lado hasta que llegó. Por eso, en cuanto metió la llave, estaba listo para encararme con ella. Lo que nunca preví fue que, al verme, lo primero que hiciera fuera cruzarme la cara con un tortazo.

Sorprendido, me sobé la mejilla mientras la cincuentona le pedía explicaciones por ese arrebato:

-Este culero nos ocultó que Elizabeth era una enviada del gobierno americano para espiarnos y que, gracias a su intervención, me llegaron los documentos que publiqué.

La dura mirada que me lanzó María fue la gota que derramó el vaso de mi paciencia y yendo por mi maletín, saqué el dossier donde quedaba de manifiesto su engaño.

– ¿Me podéis explicar estas fotos? – grité poniéndolas a su disposición: – ¿Cuándo pensabais contarme que ya os conocíais y que erais amantes?

Al ver la escena de cama donde ambas aparecían desnudas, enmudecieron sin poder contratacar:

-Por la hora, no os exijo que os vayáis en este momento… pero cuando mañana vuelva a la que es ¡mi casa!, espero no encontraros- dando portazo salí y sin esperar a que mis escoltas llegaran, me marché en un taxi que pasaba.

No habiendo decidido donde ir, ordené al conductor que me diera una vuelta por Madrid mientras intentaba pensar qué sería de mi vida a partir de ese instante. Durante media hora deambulamos por las calles del centro sin rumbo fijo hasta que al llegar a Colón pedí al taxista que me dejara. Caminando por ese parque, me reí al recordar su verdadero nombre: “Jardines del Descubrimiento”. No podía ser más ad hoc, más apropiado para esa noche en la que había descubierto mis cartas y en la que no sabía qué hacer.

 Necesitado de compañía, llamé a Perico por si cenaba conmigo. El destino hizo que mi amigo estuviera entrando a un restaurant a dos manzanas y enfilando hacia allá, pensé en qué le iba a decir. Entrando en el local, concluí que disimularía y haría como si me había enfadado con esas arpías sin darle mayor transcendencia. Las hadas o, mejor dicho, la espléndida rubia que estaba a su lado hizo que no hiciera falta el mentirle, ya que tras presentármela no me preguntó nada.

«Puede ser su hija», medité molesto viendo las carantoñas de esa desconocida, pero cayendo en que su diferencia de edad era menor a la que llevaba a “mi princesa”, preferí quedarme en silencio.

Ni siquiera nos habían servido el primer plato cuando por la sala vi a Elizabeth dirigiéndose hacia nosotros.

«¿Qué coño hace ésta aquí?», me pregunté al ver que sin ser invitada la pelirroja se sentaba a la mesa.

 -Alberto, cuando me llamaste, no me dijiste que íbamos a tener compañía- luciendo una sonrisa, comentó mientras tomaba un sorbo de mi copa.

Tanto mi socio como su rubia dieron por sentado que era así y considerando que era algo normal que un viejo como yo quedara con un bellezón así, esperaron a que el camarero le pusiera un servicio para comenzar a cenar. La inteligencia de esa mujer no tardó en conquistar a la tal Ana, y asumiendo que era mi pareja, charló animadamente con ella riéndole las gracias. Mientras eso ocurría, Perico me interrogó con la mirada. Al no recibir respuesta y ver que la yanqui me tomaba de la mano, se echó a reír y saltando todas las normas de cortesía, le espetó que lo que pensaba:

-Creía que eras lesbiana, pero ya veo que no.

Lo lógico hubiese sido que le respondiera indignada, pero sorprendiendo a propios y extraños, replicó mirándome:

-Cuando un hombre te lleva al cielo, ya se te puede poner a tiro un bombón como Ana que no lo miras.

La aludida enrojeció con el piropo, aunque el que realmente se quedó petrificado fui yo al sentir su mano sobre mi pierna. En cambio, el capullo de mi colega pidió una botella de champagne.

– ¿Qué celebramos? – pregunté hundido en el asiento.

A carcajada limpia, el trasnochado seductor reconoció que quería festejar que, por primera vez en la vida, le había ganado en la pelea por una dama. Quise protestar, pero cuando ya había abierto la boca para decirle que dejara de reírse porque no tenía ni puta gracia, Elizabeth me la cerró poniendo un dedo sobre mis labios.

– ¿Dónde nos vais a llevar a bailar? – añadió cambiando de tema.

Aunque la idea de Perico era irse directamente a retozar con su conquista, no pudo objetar nada cuando la rubia aplaudió la idea.

-Todavía no he ido a Snobissimo tras la reapertura, ¿os apetece ir ahí? – respondió aceptando.

   La alegría de las dos mujeres hizo todavía más patente mi desamparo y deseando vengar las afrentas que esa noche había recibido por parte del sexo femenino, posé mis manos sobre el muslo de la yanqui y comencé a acariciarla.

-A “pecosa” le encantan tus mimos, pero tenemos toda la noche- en absoluto molesta, susurró en mi oído al sentir mis yemas por su piel.

Que usara el nombre de guerra con el que la había bautizado, me tranquilizó y excitó por igual. Y cediendo al morbo que me daba el abusar de ella en presencia de mi socio, mis maniobras se hicieron más atrevidas llegando al borde donde en teoría debían iniciar sus bragas. Al no encontrarlas y saber que su vulva estaba a mi merced, mi pene recuperó sus fuerzas y ya lanzado jugué con los labios que le daban entrada mientras la pelirroja me rogaba con sus ojos que parara.

 -Por favor, prometo que me entregaré a ti, pero aquí no- sollozó al sentir que había localizado el botón que escondía entre sus pliegues.

Su queja me envalentonó y mientras Perico besaba a su nueva pareja, comencé a torturarlo con una sonrisa:

-Nadie ha pedido tu opinión- mordiendo su oreja, señalé.

Sintiéndose todavía más indefensa que la noche en que la até, Elizabeth intentó cerrar sus rodillas al notar la humedad de su coño. No solo se lo impedí, sino que incrementé mi acoso hundiendo el dedo. El tamaño de sus areolas bajo el vestido, al igual que el flujo que manaba de ella, me informaron de su creciente calentura, por lo que sin ceder a sus quejas seguí masturbándola en mitad del restaurant.

– ¿Te pasa algo? – hipócritamente pregunté al advertir las dificultades que tenía en respirar al tiempo que sumaba otra yema a la primera.

 Producto de esas caricias, la pelirroja se vio presa de un orgasmo tan brutal como silencioso y sin que nadie a nuestro alrededor se percatara, derramó su lujuria sobre mi mano. Lejos de compadecerme de su estado y mientras me llevaba los dedos a la boca para catar su humillación, retomé el papel de amo y le ordené que fuera al baño a secarse. No sé si fue el que saboreaba su esencia o la dureza de mi tono, pero lo cierto es que tardó unos segundos en obedecer al verse sumida de nuevo y más profundamente en el placer.

-Eres un cabrón- dijo en voz baja y recogiendo su bolso, la vi marchar.

Su insulto no impidió que sonriera al reparar en el flujo que corría por sus muslos y muerto de risa, vacié mi copa y la rellené…

15

Durante el resto de la cena, Elizabeth me estuvo taladrando con su mirada haciéndome saber que intentaría vengar la afrenta. Sin que me intimidara en lo más mínimo y con ánimo de seguirla humillando, usé su apodo para referirme a ella cuando en el postre le pedí pasar la noche en su casa. Los pezones de la pelirroja florecieron al oír mi petición y marcándose bajo de su vestido, la cabrona no tuvo empacho en contestar que me daría cobijo con una condición. 

– ¿Qué condición? – avergonzado musité al reparar en que Perico tenía la oreja puesta.

-Si te quedas conmigo, quiero que me folles. No soportaría que me volvieras a dejar insatisfecha.

Como era lógico, tuve que soportar las risas de mi socio y de su novia, pero reponiéndome al instante contrataqué preguntando a la arpía si disponía de esposas con las que maniatarla. Colorada hasta decir basta, contestó que sí mientras nuestros acompañantes enmudecían.

– ¿Y una fusta con la que dejarte el culo rojo?

-También – incómoda respondió.

Ana, en su ingenuidad, creyó que bromeaba y sonriendo, quiso que le contara qué se sentía al ser una sumisa. Ante la perplejidad de mi colega, la americana replicó:

-Durante toda mi vida, he seguido órdenes dadas por unos jefes que sentía inferiores a mí, pero eso cambió al conocer a Alberto. Queriendo seducirlo, me metí en sus sábanas y entre sus brazos, conocí el placer… sin necesidad que me poseyera, me supe suya.

Esas palabras cargadas de emoción demandaban un premio, premió que concedí mordiendo sus labios. La coraza de Elizabeth se desmoronó al sentir mis besos y con lágrimas en los ojos, me hizo prometerle que me acostaría con ella:

– ¿Estás segura de querer ser mi pecosa? – pregunté conmovido.

Sin dejar de sollozar, contestó que ya lo era y que solo esperaba que la dejara demostrármelo.

-No hace falta que lo hagas, Freckled ya lo hizo en tu nombre- acariciando su rojiza melena, comenté.

Que mencionara la forma que se había deshecho de los sicarios, le hizo empalidecer y aceptando su autoría, replicó:

-Volvería a matar por ti.

Ni Perico ni la joven a su lado comprendieron de lo que hablábamos y muestra de ello, fueron los aplausos de Ana diciendo que esa conversación era lo más tierno que había oído jamás.  No quise sacarla de su error haciéndola ver que la dulce pelirroja que lloraba era una despiadada asesina que no había dudado en dar muerte a cinco hispanos para protegerme y pidiendo a mi socio que pagara la cuenta, me despedí de ellos tomando del brazo a la pecosa.

– ¿Dónde me llevas? – preguntó.

Absteniéndome de responder, salimos del restaurante y cogiendo las llaves que le ofrecía el aparcar, conduje hacía su casa.

De camino ninguno de los dos rompió el silencio que se había instalado entre nosotros, pero eso no fue un obstáculo para que me percatara de su creciente nerviosismo.  Consciente de que mi desempeño durante las siguientes horas iba a marcar un antes y un después, las dudas de cómo debía comportarme me tenían preocupado, ya que me sentía en deuda con ella y no quería defraudarla. Que al llegar temblara de tal modo que ni siquiera podía abrir la puerta de su chalet, incrementó mi zozobra y tan alterado como ella, al entrar pedí a la mujer si podía servirme una copa en un intento de darme tiempo a pensar.

            Elizabeth no me dio opción a hacerlo, ya que deslizando los tirantes de su vestido se desnudó ante mí y con ansia buscó mis besos. La urgencia que mostraba por ser mía, me hizo actuar y tomándola en brazos, la llevé hasta su cama donde la deposité sobre las sábanas. El deseo de su mirada al irme desnudándome ante ella me hizo comprender que, por mucho que esa mujer contara con una vasta experiencia, era la primera vez que quería entregar su alma y por ello, todavía más nervioso, me tumbé a su lado.

-No me tortures más. ¡Necesito ser tu pecosa! – se echó a llorar al malinterpretar mis miedos.

Despertándome del sueño que suponía el ir a compartir con ella esas horas de caricias, las musas se apiadaron de mí y supe lo que debía hacer:

– ¿Dónde tienes las esposas? – pregunté.

Con una sonrisa, abrió el cajón de su mesilla y me las dio. Al tenerlas en mis manos, hice algo que no esperaba y es que, en vez de atarla, pedí a la mujer que me inmovilizara con ellas. Por unos instantes, la pelirroja se quedó paralizada por lo que, alzando la voz, tuve que reiterarle mis deseos. Totalmente muda, obedeció cerrando los grilletes en mis muñecas y solo cuando me tenía ya indefenso, sus nuevos lloros retumbaron en el cuarto:

– ¿Por qué me castigas así? ¿No comprendes que quiero ser tuya?

-Tú misma dijiste que estabas cansada de obedecer a jefes que no se merecían su puesto. ¿Qué clase de amante sería si no te diera la posibilidad de que muestres tu verdadero ser?

-No entiendo que te pongas en mis manos sabiendo de lo que soy capaz- protestó aludiendo a la barbarie que había visto en las fotos de su último crimen.

-Por eso exactamente lo hago. Toda tu vida has representado un papel y es hora que te reconcilies contigo misma- y aprovechando que todavía estaba tratando de asimilar el cambio de estatus que le proponía, le rogué que bautizara con un nombre a su sumiso.

-Eres un cerdo insensible, no es eso lo que esta noche necesitaba- me insultó lamentándose.

Aprovechando su queja, respondí:

-Este cerdo insensible está listo para que ser sacrificado por su ama.

La solemnidad con la que declaré mi entrega la hizo reír y levantándose de la cama, salió corriendo hacia la planta de abajo. Los minutos que tardó en volver, me hicieron preguntarme si había hecho bien en ponerme en su poder. El extraño brillo de su mirada al entrar en la habitación incrementaron mis dudas, máxime cuando me puso una venda en los ojos.

-Tú lo has querido… ¡te mostraré mi verdadero ser!

Aceptando mi destino, sentí que derramaba algo frio por mi cuerpo y aunque en un primer momento, no lo reconocí la sensación me resultó grata.

-Siempre he sido golosa- susurró usando los dedos para abrir mi boca para acto seguido llenarla con el mismo mejunje que había extendido sobre mi piel.

Apenas tuve tiempo de advertir que era nata, ya que hundiendo su lengua en mí se puso a degustar su sabor mientras restregaba sus pechos contra el mío. Que entre todas las cosas que hubiera podido elegir, se inclinara por retozar libremente dejándose llevar por su adicción al dulce me excitó y a pesar de haber sido ordeñado por María, mi pene se alzó entre mis piernas. Elizabeth suspiró al sentir la presión que ejercía contra su pubis y con pegándome un mordisco en una oreja, amenazó con prohibirme hacer uso de ella.

-Ama, por esta noche, soy su esclavo y deberé plegarme a sus deseos- respondí nada preocupado.

La alegría de sus risas me alertó de que algo tenía planeado, pero estando cegado no pude saber que era hasta que encaramándose sobre mi cara puso su sexo entre mis labios:

-Cerdo insensible, ¡come! – me ordenó.

Al obedecer y recorrer con la lengua sus pliegues, supe que me iba a pegar un atracón al descubrir que la pelirroja los había rociado con nata.

-Mi ama me quiere cebar- protesté saboreando por primera vez su esencia mezclada con el dulzor de ese potingue.

El chillido de placer que pegó al sentir que no ponía reparo alguno en colaborar con su fetiche, me azuzó a seguir devorando su coño con auténtico apetito. Al acabar con la nata, no me detuve y haciendo uso de mis dientes, continué mordisqueando su clítoris mientras a mis oídos llegaba su gozo.

– ¡Maldito! – sollozó al notar su cuerpo derramándose sobre mi boca y cortando de cuajo mis maniobras, llenó de crema sus pechos: -Ahora sigue.

Que me pusiera a disposición sus cántaros embadurnados, me satisfizo y recreándome con la lengua sobre sus pezones, comencé a mamar como si fuera su hijo. Los gemidos que brotaron de su garganta al exprimírselos me avisaron de la cercanía de su orgasmo y por eso, aumenté más si cabe la fuerza con la que mis labios succionaban de ella. El nuevo énfasis de mi boca la emocionó y excitó por igual y cediendo a los impulsos que llevaba tanto tiempo soterrando, se empaló con mi miembro mientras exteriorizaba otro de sus fetiches:

– ¡No sabes la envidia que sentí de tu zorra cuando supe que querías embarazarla!¡Quiero dar pecho a un niño mientras me follas!

La certeza de que esa mujer me estaba diciendo que para sentirse completa debía sentir su vientre germinado me hizo dar un salto al vacío y sin soltar sus ubres, le grité que no era su hijo, pero sería el padre de su retoño si me lo pedía. Esa frase fue la señal que estaba esperando para derrumbarse y quitándome la venda, me preguntó si lo decía en serio. En sus ojos descubrí que la había vencido y sonriendo, pedí que me quitara las esposas.

-No quiero que te vayas- lloró mientras lo hacía.

Tomándola de la melena, forcé su boca diciendo:

-No me voy a ningún lado sin el permiso de mi dueña.

Llena de felicidad, comprendió que a pesar de ya no estar indefenso seguía a sus órdenes y que unas invisibles ataduras me tenían tan cautivo como segundos antes. Por eso, llenando de ternura su voz, me ordenó que la hiciera el amor porque necesitaba sentirse deseada y no temida.  No tuve que pensar mucho para comprender que, tras una vida llena de violencia en la todo hombre que supiera a qué se dedicaba había huido de ella, lo que esa mujer realmente deseaba era una relación basada en el cariño. Por eso, acurrucándome a su lado, pregunté:

– ¿Mi dulce pecosa está lista para que su cerdo insensible la ame?

-Sí, por favor- suspiró tomando mi pene entre sus manos.

Sabiendo que de cierta manera estaba desvirgándose, dejé que sumergiera mi hombría en ella y solo cuando mi glande chocó contra la pared de su vagina, comenté en su oído que la que debía tener cuidado conmigo era ella:

– ¿Por qué lo dices? – sonrió, moviendo sus caderas.

-Porque tengo ganas… de matarte a polvos- respondí un segundo antes de comenzar a cabalgarla.

El berrido que pegó debió de ser escuchado en manzanas a la redonda y con la esperanza de que Lidia y María lo oyeran, me lancé desbocado a disfrutar de esa mujer necesitada de caricias…

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