La sensación de derrota no me dejaba ni respirar mientras las esperábamos. No me quedaba duda que esa hija de puta se había salido con la suya al propiciar de una manera tan ilusa que el enemigo se metiera en nuestra cama. Era tanto mi cabreo que María se dio cuenta y mientras me desnudaba, me preguntó qué me ocurría. Como no podía ni debía confesar que la pelirroja era una espía del gobierno americano, le respondí que lo raro que me resultaba que una hembra semejante un día apareciera en nuestras vidas y al siguiente, nos la fuésemos a tirar.

-No soy un prototipo de seductor y mis encantos no llegan a tanto- añadí intranquilo.

-Quizás sea el morbo de ser tres- respondió sin hacer caso a mis sospechas.

Supe que, a pesar de su desdén inicial, mis palabras habían hecho mella en ella cuando se quedó pensando e insistió en que le contara mis sospechas. Sin mencionar exactamente su profesión, dejé caer que debíamos andarnos con cuidado dada la lucha política de Lidia y la multitud de callos que había pisado a pesar de su corta edad.

-Piensa solo en lo que provocó la conferencia de prensa de esta mañana.

Al recordarle la muerte del corrupto, la cincuentona palideció y ya asustada comentó que tenía razón y que la exuberante americana bien podía ser una periodista buscando información. Cómo me venía bien el rumbo que había tomado, le pedí que advirtiera a Lidia que se anduviera con cuidado y que no se fuera de la lengua con esa mujer.

-Aunque su princesa no es tonta, no está de más decírselo- sentenció meditativa.

Aprovechándome de ello, le rogué que mientras alertaba a la latina me dejara a solas con Elizabeth por si podía sonsacarle algo. Mi antigua amiga y actual amante no solo aceptó sino incluso me lo agradeció. En ese momento justo el ruido de unos pasos nos informó que estaban subiendo por las escaleras. Los pocos segundos que tardaron en entrar me sirvieron para hacerme una idea de cómo actuar, pero no me permitieron prepararme para la impresionante belleza de esa pecosa desnuda. Por eso no pude evitar que mi corazón se pusiera a mil por hora al verla acercándose a mi cama con una sonrisa. La certeza de que esa mujer se sentía al mando se intensificó al contemplar el bamboleo de sus pechos y reparar en el inmaculado afeitado que lucía entre sus piernas.

«¡Joder!», exclamé para mí mientras la veía aproximarse como si ella fuera una pantera y el traidor de mi pene, su cena.

-Parece ser que al final, vas a poder empotrarme- susurró en mi oído viendo que María había desaparecido con la hispana.

El olor a cloro que destilaba no fue óbice para que mis ganas de poseerla crecieran exponencialmente. Mi erección se acrecentó aún más cuando tumbándose a mi lado noté el frío de su piel tras haber nadado y mientras su seguridad crecía, la mía menguaba al saberme en sus manos.

-Debes saber que no me atraes. Pero, si para cumplir mis órdenes tengo que acostarme contigo, eso haré- me dejó claro la zorra restregando su cuerpo contra el mío.

Su sinceridad teñida de menosprecio fue un error. Reponiéndome a su atractivo, le comenté que para que fuera creíble su actuación, antes de nada, debía saber que en cuestiones sexuales éramos un tanto peculiares y que tanto a mis niñas como a mí nos gustaba jugar duro.

-No me vas a enseñar algo que no sepa o no haya practicado- respondió demasiado segura de sí misma.   

Decidido a darle una lección, esperé a que María y Lidia volvieran. Nada más llegar, con tono duro, pedí a la cincuentona que dijera a nuestra invitada quién era yo. La inteligente castaña captó el mensaje que encerraba esa frase y cayendo postrada a mis pies, respondió:

-El dueño de nuestras vidas y nuestros cuerpos.

 Imitando a su amante y quizás aleccionada por ella, la joven añadió:

-El amo que nos brinda placer y la razón de nuestra existencia.

De reojo, comprobé que la confianza de la pecosa había quedado hecha añicos y que no sabía cómo actuar. Creyendo que buscando una excusa se echaría atrás, quise darle una salida y girándome hacia ella, pregunté si seguía queriendo acompañarnos. Me hizo gracia la indecisión de la espía al verse en el dilema de huir o continuar sabiendo que de ser así se tendría que enfrentar a una sesión donde a buen seguro sería torturada. Al final pudo más la lealtad a su bandera y con voz temblorosa, me informó que quería quedarse.

-Princesa, preséntame a tu amiga y convénceme de que es digna de que tu señor pierda su tiempo con ella.

Me quedó meridianamente claro que María había hablado con ella cuando, tomándola de su rojiza melena, la levantó de la cama y obligándola a ponerse firme, respondió:

-Amo, la nueva no tiene nombre, pero en el mundo exterior la llaman Elizabeth.

Queriendo humillarla, la bauticé con un apodo:

-Para nosotros será “pecosa”.

Riendo, la morenita tomó uno de los voluminosos pechos de la americana y regalando un pellizco en el pezón, comentó si no sería más apropiado llamarla “tetitas”.

Dando su lugar a María, pedí su opinión:

-Aunque “tetitas” me gusta, la llamaremos “pecosa”.

La aludida tembló al oír las risas de la cincuentona mientras Lidia exponía sus ubres para mi examen. Acercándome a donde estaba, sopesé la dureza y el tamaño de sus atributos con absoluta frialdad, tras lo cual pedí a mi improvisada ayudante que probara la resistencia de esas rosadas areolas con un mordisco. Lidia no dudó en obedecer la orden y aproximando su boca, se permitió el lujo de darles un par de lametazos antes de cerrar sus dientes en ellas.

-Puta, ¡me has hecho daño! – protestó la pelirroja.

-Nadie te ha permitido hablar- con un sonoro y doloroso golpe en sus nalgas, María le recriminó.

A punto estuvo de saltar al recibir ese inesperado azote, pero en vez de hacerlo se mordió los labios intentando calmarse. Sabiendo que lo que realmente apetecía a esa militar era responderla con un tortazo, decidí intervenir. Para prevenir un posible comportamiento agresivo, cuyas consecuencias serían funestas para mis intereses, pedí que la ciñeran unas esposas a las muñecas. “Pecosa” estuvo a punto de claudicar al ver llegar a la castaña con ellas, pero haciendo gala de una profesionalidad encomiable echó las manos hacia atrás y permitió que la inmovilizara.

Indefensa quizás por primera vez en su vida, los pezones de la espía se endurecieron cuando aproximándome a ella, la tomé del pelo y premié su entrega con un mordisco en sus labios. Me dio igual si era miedo o excitación lo que había provocado que se le erizaran y siguiendo con el papel de amo estricto, ordené a la que se suponía mi novia que catara el coño de esa mujer.

-Pecosa, separa las rodillas- arrodillándose entre sus muslos, le exigió mientras, a su espalda, Lidia le comenzaba a examinar el trasero.

Asumiendo su indefensión, obedeció para no ser castigada y con los ojos cerrados, sintió las yemas de María separando los pliegues que decoraban su vulva. Con ánimo de humillarla, la castaña me informó que seguía seca y que, así, no había forma de probar su sabor.

– ¿Qué propones? – divertido, pregunté sabiendo de ante manos su propuesta.

-Un consolador es lo que “pecosa” necesita- abriendo el cajón donde los guardábamos, respondió.

-Me parece bien- sentencié al ver que había sacado uno de los más grandes.

Con mi permiso y a pesar de los gritos de nuestra víctima, María no tardó en embutírselo para, a continuación, y sin darle tiempo a que se acostumbrara a semejante invasión, ponerlo en funcionamiento a la máxima potencia. Desde la cama observé la angustia de la americana con una insana satisfacción y deseando incrementar la misma, pedí a la latina que me informara que opinaba del culo que estaba examinando.

-Mi señor, siento decirle que está usado. Se nota por la facilidad con la que entran mis dedos- respondió violando el ojete de “pecosa” con dos yemas.

El grito que pegó me alertó que no debía ser así y no queriendo para ella un daño irreparable, pedí a Lidia que trajera lubricante. Curiosamente, en los ojos de la americana leí agradecimiento en vez de ira y por ello decidí ser yo quien le extendiese ese mejunje.  Al volver la morenita con el bote, pedí que la pusieran a con el culo en pompa sobre la cama. Viéndola así, reparé en que la joven aguardaba, ese trance, nerviosa pero expectante. Extrañado, usé las manos para separar sus cachetes y ante mí, apareció un tesoro tan rosado como atractivo. Relamiéndome de antemano, deposité una buena cantidad de ese líquido en él antes de comenzar y tras untar mis dedos, con estudiada lentitud metí el primero en su agujero. Al hacerlo corroboré que, si alguien había sido capaz de horadarlo, había sido hace mucho y por ello, ralenticé aún más el movimiento de mi yema.

Tras notar que su tirantez desaparecía, incrusté el segundo y en esa ocasión, “pecosa” dio un sollozo que nada tenía que ver con dolor.

-Tranquila y disfruta- murmuré en su oreja satisfecho y deseando que mis niñas colaboraran, las azucé a disfrutar de sus ubres.

La pelirroja suspiró aliviada cuando en vez de morderla ese par se puso a mamar de ella y aprovechándolo, comencé a meter y a sacar el consolador de su coño, manteniendo los dos intrusos en su ojete. Ese cuádruple estímulo fue demoliendo sus defensas y con lágrimas en los ojos, comenzó a mover sus caderas siguiendo el ritmo con el que la penetraba con la polla de plástico.

Asumiendo que la vergüenza era lo único que la mantenía en pie, acerqué mi boca y dije en su oído que no había nada malo en gozar mientras se trabajaba. Mis palabras fueron un misil que impactó en sus cimientos y pegando un largo aullido se corrió en mi presencia. Habiendo ganado esa escaramuza, decidí ir por la victoria total y por ello sin dejarla descansar seguí maniobrando el juguete con decisión, mientras con dulzura le rogaba que se dejara llevar. El contraste del recio movimiento de mis muñecas penetrándola con el tono tierno de mi voz fue una tortura para la que no le habían preparado en el ejército y uniendo una serie de orgasmos, a cuál más potente, cayó de bruces sobre el colchón.

Aproveché su agotamiento para pedir que la liberaran y tumbándome a su lado, la informé que había pasado la prueba y que ya podía dormir. Ni “pecosa” ni su alter ego, Elizabeth, entendieron que no las usara. Se sabían vencidas y en su fuero interno sentían que lo lógico era que el vencedor tomara posesión de lo que había conquistado. Por eso, con una tristeza llena de melancolía, me rogó que no la dejara así y la hiciera mía.

-Tu turno ha pasado. Quizás mañana, cumpla mi promesa y te empotre. Ahora le toca a mi princesa, recibir su premio- respondí regalándole una última caricia.

No pudo evitar llorar al ver la alegría con la que Lidia acudía por su regalo y mientras la morenita disfrutaba dando un lametazo a mi erección, su mundo se desmoronó al saber que un viejo de cincuenta y pico años la había derrotado. Compadeciéndose de ella, María la abrazó y señalándonos, murmuró en su oído que disfrutara viendo cómo su amo premiaba a la chavala.

– ¿Mi amo o Alberto? – preguntó colorada.

-Son el mismo, o ¿todavía no te has dado cuenta? Dulce “pecosa”.

Desesperada al percatarse de cuánto había cambiado en tan poco tiempo, Elizabeth buscó consuelo entre los pechos de la cincuentona y sin pensar en lo que hacía, la besó mientras en las mismas sábanas la razón de su presencia ahí tímidamente separaba los labios para recibir en el interior de su boca la virilidad que tanto tiempo llevaba ansiando. Satisfecho, dejé de observarlas y me centré en Lidia:

-Princesa. No tengas prisa, ¡tienes toda la noche! – dije a la morenita al sentir la forma en la que zarandeaba mi erección en busca de su premio.

-Lo siento- suspiró con mi reclamación y conteniendo las ganas que tenía de ordeñarme, reinició sus maniobras más lentamente.

Sonreí al ver que me hacía caso y para agradecérselo, por primera vez desde que había aparecido en mi puerta, deslicé mi mano entre sus piernas y comencé a acariciarla. La cría al sentir mis yemas separando los labios que escondían su clítoris se quedó paralizada sin saber cómo actuar.

-Sigue, zorrita mía. Bébete la leche de tu comandante mientras él te toca.

Mis dedos jugando entre sus pliegues abrieron la llave de su placer y mientras se corría como pocas veces, un manantial de flujo inundó el colchón donde íbamos a dormir. Desternillado de risa, llevé mis yemas mojadas a la boca y descubrí asombrado lo mucho que me gustaba su sabor. Como sabía que sería incapaz de contenerme y que me la terminaría tirando si osaba a probar ese manjar directamente de su fuente, volví a hundir mis dedos en ella buscando recolectar un poco más.

-Tenga cuidado para no depreciar su propiedad al desvirgarme – con su típica picardía comentó sacando brevemente mi verga de sus labios.

Admitiendo mi error, cometí otro peor: ¡Pedí a esa chavala que me mostrara esa telilla de la que tanto hablaba! Lidia no dudó en levantarse y poniéndose a horcajadas sobre mí, lentamente fue aproximando su coño a mi cara.

Cuando apenas había unos centímetros entre sus labios y mis ojos, usando dos de sus dedos, los separó para demostrar que seguía con el virgo intacto. Pero no fue ese pedazo de carnosidad lo que vi, sino el imprevisto chorro que brotó de su interior mojando mi rostro. Por un momento, creí que se estaba meando, pero al llegar su teórico orín a mi boca comprendí que era producto de su placer.

Sin importarme ya mis promesas ni mis miedos, la tumbé sobre el colchón. No mediando ni una palabra, hundí la cara entre sus piernas y me puse a saborear a conciencia el sabroso fruto de sus entrañas mientras la joven asustada y complacida por igual, se reía

-Mí señor, ¡era yo quién debía hacérselo!

-Calla puta, ¡tú también has perdido el turno! – respondí indignado por su interrupción.

 Ese insulto y la acción de mi lengua profundizaron su gozo y dominada por un nuevo orgasmo, regó con más flujo mi sed. Absorto en la cata de su esencia, no advertí la cantidad de veces que la morena se corrió hasta que María me avisó que la joven ya no aguantaba tanto placer y que debía parar. Levantando la mirada comprobé que había caído en una especie de éxtasis religioso y que, con los ojos abiertos, era incapaz de siquiera hablar.

Viendo que mi verga permanecía inhiesta y necesitaba desahogar, Elizabeth se ofreció para hacerlo, pero anticipándose la cincuentona se encaramó sobre mí, y dejándose caer sobre mi erección, proclamó:

-Es el momento de la anciana de mi señor.

– ¿Anciana? ¿Ese es el apodo con el que quieres que te llame? – pregunté.

-Dime como quieras, pero no me dejes de follar.

– De acuerdo- respondí y asiéndome a sus pechos, descojonado añadí: -Mueve las caderas para que tu amo disfrute de su “anciana”.

Todavía no sé si su berrido fue por placer o por el sobrenombre con el que desde entonces la conoceríamos, pero lo cierto es que como cierva en celo “anciana” se lanzó a galopar sobre mí mientras “pecosa” se partía de risa a su lado…

13

Cuando amanecí al día siguiente, Elizabeth se había ido sin despedirse. Según Lidia, la americana se despertó temprano y por el modo en que se fue, iba preocupada. Teniendo en cuenta como se desarrolló la noche no me extrañó, ya que habíamos disfrutado de ella sin que esa pelirroja consiguiera sacarnos ningún tipo de información útil.

«No creo que se atreva a incluir en su informe el tipo de sexo que compartimos», me dije asumiendo que sería contraproducente para su carrera: «Dudo que se exponga de esa forma, admitiendo por escrito que fue por unas horas nuestra sumisa».

Por extraño que parezca después de una noche de desenfreno, no estaba contento al sentir que la hispana estaba más cerca de cumplir sus metas.  La alegría de la joven esa mañana ratificó mi sospecha y es que todo en ella radiaba satisfacción. Un ejemplo de ello, fue la alegría con la que esa mañana me bañó, pero también que no se quejara en demasía cuando me rehusé a pagar la apuesta con una ración de leche recién salida de mis huevos.

-Aunque me gané limpiamente esa mamada, puedo esperar- únicamente dejó caer al responder a su pretensión con la excusa de estar cansado.

Admitiendo que esa arpía de ojos negros no iba a cejar hasta que lo consiguiera, salí de casa. La presencia de los miembros de CNI en la puerta, listos para escoltarme, me hizo recordar el embrollo en que estaba metido y bastante molesto, les di la llave del coche para que uno de ellos fuese quien condujera. Ya de camino, me percaté que el conductor había tomado una ruta que no era la que yo acostumbraba. Preguntando, me respondió:

-No es prudente ir siempre por el mismo lado. Sería ponerlo en bandeja, si realmente alguien le vigila. A partir de hoy, variaremos tanto el itinerario cómo las horas de salir y de llegar.

Tras lo cual, pasándome un papel, me pidió que lo memorizara. Al leerlo, descubrí el horario que habían establecido para mí. Que no siquiera hubiesen tenido el detalle de preguntar, me terminó de encabronar y por primera vez desde que me había separado, eché de menos la tranquila vida que disfrutaba con Raquel:

«No tendríamos sexo, pero al menos nadie deseaba acabar conmigo», guardándome el folio, refunfuñé.

Al llegar la empresa, Perico me estaba esperando y tras el típico saludo frente a nuestros empleados, pasé con él a su despacho. Nada más entrar, me echó en cara que no le hubiese puesto al día de mi cambio de estatus, haciendo especial énfasis en que su decente amigo se había convertido en un cerdo.

-Macho, cuéntame cómo cojones lo has hecho. Tú no eras así.

Por su tono comprendí que, a pesar de ir de broma, le corroía la envidia y que de haber podido se hubiese cambiado por mí. Como no me apetecía revelarle mis asuntos de alcoba, cambiando de tema, pregunté qué tal le había ido con la americana.

-De puto culo, esa zorra lesbiana solo tenía ojos para tus señoras y al llegar a su casa, me dio con la puerta en las narices.

Sin apiadarme de él, seguí hurgando en la herida:

-Pues es una pena, porque vi que sus tetas te habían puesto como una moto.

-Me lo vas a decir a mí, que me tuve que pajear tres veces para que se me fuera el calentón y, aun así, tuve que llamar a una puta para bajármela.

 Siendo una evidente exageración que se hubiese corrido al menos cuatro veces en una noche, teniendo en cuenta la edad que compartíamos, me abstuve de mencionárselo y enfoqué la conversación al día a día de la compañía mientras en mi mente recordaba la entrega de esa mujer sobre las sábanas. Rememorando que tras un duro inicio en el que se sintió humillada, Elizabeth se había comportado como una ardiente amante me puse de mejor humor y a pesar de los problemas que podría acarrearme, deseé que esa noche de desenfreno con ella no fuera la última…

A partir de esa mañana, mi vida pareció estabilizarse convirtiéndose en algo rutinario. Durante el resto de la semana y hasta el viernes de la siguiente, me iba a trabajar después de que Lidia me ordeñara, pasaba mis diez horas trabajando, para al volver tener que cumplir con la castaña sin recibir noticias del hermanastro de la latina ni de la americana. Lo único digno de mencionar es que María cumplió su palabra de acudir a una clínica de fecundación y volvió entusiasmada con la noticia de que, según el médico que había consultado, tras un costoso tratamiento podía quedarse embarazada. He de confesar que me cogió desprevenido, ya que realmente no creía posible que con más de cincuenta años pudiese engrandar un retoño y eso me hizo recapacitar sobre si me apetecía ser padre. Siendo una locura, la idea de tener un heredero me obsesionó y cada vez llevaba peor las mamadas de la hispana al pensar que estaba desperdiciando un semen que por mis años no me sobraba y que iba a necesitar. Como en teoría, las hormonas que estaba tomando no tendrían su efecto hasta pasado catorce días, no puse las cartas sobre la mesa y seguí siendo mamado por Lidia a diario.

            Como ya anticipé, al segundo viernes todo cambió cuando al abrir mi correo vi que tenía dos mensajes que se salían de lo habitual, uno de “némesis” y otro firmado por “freckled”. Al traducir esa palabra inglesa, supe que me lo enviaba “pecosa” y con el corazón en el puño, preferí abrir primero el del hermanastro de la morena. Su contenido era un nuevo dossier sobre las malas prácticas de otro ministro, en este caso el encargado de Obras Públicas donde quedaba de manifiesto el enjuague que había realizado en la construcción de un aeropuerto. Sabiendo que el verdadero destinatario era la latina, lo imprimí y pasé al que realmente me importaba.

Para mi sorpresa, la información era la misma que el anterior y fue entonces cuando comprendí que los yanquis secretamente estaban empujando a Joaquín Esparza hacia la presidencia. Meditando sobre ello no me resultó extraño, ya que según sabía ese potentado era de lo poco salvable de los políticos de ese país y para más inri, la empresa que había sobornado no era americana, sino china.  Sabiendo que el papel que esperaban de mí era de mero emisario, actué del mismo modo que la última vez y tras meter todo en una carpeta, se la mandé a su hermana para que ésta la hiciera circular por internet.

Para terminarlo de complicar, al mediodía y en mitad de la comida, mi secretaria me telefoneó para decirme que el señor Espina llevaba cinco minutos esperándome en la oficina. Dejando el segundo plato a la mitad, pagué la cuenta y volví al despacho, pensando que si ese funcionario se había dignado a ir a verme debía ser importante y que a buen seguro venía a echarme la bronca por lo que a buen seguro Lidia acababa de difundir.

Al saludarme con el ceño fruncido, me preparé para el regaño. Pero no fue así, Manuel venía a explicarme las nuevas órdenes que había recibido y que por lo visto quizás no me iban a gustar.

-Comienza- sentándome frente a él, respondí.

Tomándose unos segundos, comenzó a decir que tal y como ya sabía el cártel había mandado unos sicarios a Madrid y aunque los habían identificado, no les había sido posible localizarlos hasta el miércoles.

– ¿Eso significa que los habéis detenido? – aliviado, le interrumpí.

-No, cuando llegamos a donde un soplo nos mandó, los encontramos muertos y por la violencia que usaron fue una carnicería- contestó poniendo a mi disposición unas fotos con los cadáveres.

Supe que mostrármelas no era baladí cuando horrorizado comprobé que además de matarlos, el asesino les había cortado los genitales y metido en la boca.

-Según el forense, seguían vivos cuando los mutilaron- añadió al ver mi cara.

Sin poner en duda su afirmación, quise saber si tenían algún sospechoso de esa barbarie, pensando quizás en una guerra entre narcos.

-Por eso te vengo a ver- bajando la voz, replicó: -Un testigo afirma que vio a una pelirroja salir de la nave pocas horas antes de que los encontráramos.

Agradezco que estaba sentado, porque al oírlo casi me da un pasmo. Interpretando la expresión de mi rostro continuó:

-Eso mismo pensé y sabiendo que la culpable podía ser Elizabeth, hablé con el director para seguir investigando. El director al enterarse que la sospechosa era una agente americana habló con el ministro y este con el embajador.

-Me imagino que la han mandado a casa- murmuré todavía impresionado.

-Increíblemente, no fue así. Han creado un grupo mixto con mi gente y con un equipo de ellos y para colmo, ¡le han dado a ella el mando! ¿Te puedes creer? ¡Esa perturbada es ahora mi jefa!

-No entiendo- balbuceé: – ¿Han dejado mi vida en sus manos?

-Querido amigo, lamentablemente así es y no puedo hacer nada para cambiarlo.

Derrumbándome en el asiento, temí que esa pelirroja no hiciera nada por evitar mi muerte, ya que con ella se aseguraría de que nadie supiera la forma en que se había dejado abusar por mí. Secretamente, mi interlocutor debía pensar igual porque, sin dejarme asimilar lo que hasta entonces me había informado, añadió:

-Quieren hacerlo parecer un asunto de narcotráfico y de ahí el aviso que esa loca escribió con un pintalabios para los que los habían contratado.

– ¿Qué aviso? ¡Coño! ¡Está mi futuro por medio! – exasperado, pregunté.

Al escuchar mi queja, sacó de su maletín otra fotografía y poniéndola sobre la mesa, comentó:

-Son tan ineptos que nadie con dos dedos de frente lo va a creer. Joder, todo el mundo sabe que el señor de los cielos ha muerto o eso se supone.

Que mencionara a Amado Carrillo, el famoso delincuente mexicano, me descolocó y tomando la imagen entre mis manos, leí el mensaje del que hablaba:

“Este es el destino que recibirán todos aquellos que intenten atentar contra el señor que lleva a los cielos”.

Afortunadamente, el cabreo que tenía no le permitió observar la breve sonrisa que apareció en mi rostro al comprender que no era ese el mensaje y que realmente con él, aparte de alertar a los del cartel sobre las consecuencias de sus actos, “pecosa” me quería informar que velaría por mí y por los míos. Reponiéndome al instante, le devolví la foto sin advertirle de su error.

-Te dejo- cogiendo sus cosas, se despidió mientras mi corazón palpitaba de alegría al saber que, tras esa noche de pasión, no me había buscado una enemiga, sino una aliada y que quizás llegase el día en que esa belleza volviera a mí por más besos…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *