Sin que mis años me sirvieran para saber cómo salir del embrollo en el que inconscientemente Jacinto me había metido, me vestí con la ropa que la joven me había elegido y sin desayunar, salí de la casa. Ya estaba en el coche cuando corriendo Lidia se acercó y me dio el café que me había preparado con una sonrisa:

            -Hasta esta tarde, mi señor.

            Mi desolación se incrementó al notar la ternura de su voz y comportándome como un insensible, cogí la taza, me la bebí de un trago y sin dar las gracias, salí rechinando ruedas hacia la oficina. De camino al trabajo, decidí que debía indagar más en la vida de esa zumbada por si esa información me servía para comprender sus actos. Por ello al llegar, me encerré en el despacho y me puse a bucear en internet sobre ella. Tal y como esperaba, lo primero que leí fue su lucha contra los narcos y los premios que había recibido por su defensa de los derechos de los agricultores de su zona.

«Para los europeos es una figura de relieve, pero, para sus paisanos, ¡es una heroína!», me dije al leer las opiniones en su gran parte anónimas que circulaban en la red sobre su persona.

La contradicción existente entre la activista y la joven que vivía conmigo me hizo comprender que había algo en su vida que la había marcado y queriendo averiguar qué podía ser, seguí investigando. Tras analizar y comprobar que mi amigo no me había mentido sobre sus estudios y que esa morenita no solo era un primor sino un auténtico cerebro, busqué datos sobre su familia y ante mi estupor, leí que venía de una larga serie de potentados que habían marcado la vida política de su país desde hacía más de un siglo.

«No puede ser», me dije al leer que entre sus antepasados había tres ministros e incluso un presidente.

Ya intrigado, me enteré que su padre había sido uno de los hombres más ricos de su país y que había muerto en un atentado perpetrado por un mal llamado ejército de liberación cuando ella apenas era una niña. Que creciera sin padre podía ser la razón de su extraño comportamiento y por eso buceando en la web descubrí que tenía un hermano mayor que le llevaba veinte años, el cual era actualmente el gestor de la fortuna familiar.

«¡Qué curioso! Según esto, Lidia es una mujer rica y no tiene sentido que solicitara mi ayuda», medité aún más confundido mientras leía que Joaquín Esparza, su hermanastro, era además de un ricachón uno de los dirigentes del partido de inspiración marxista actualmente en el poder.

Que un potentado fuera miembro de esa organización indigenista hablaba bien de él y de su familia porque lejos de acomodarse en su dinero, le interesaba el bienestar de sus paisanos. Pero entonces, leí el enfrentamiento que había tenido con la chavala al negarse ella a avalar con su presencia la candidatura del actual presidente.

«Tiene un odio visceral a ese político», me dije releyendo que no había dejado de atacarlo tanto por sus medidas sociales, las cuales sostenía que era contraproducentes, como por su agitada vida amorosa, con hijos regados por todas partes: «No le perdona que haya tenido hijos con niñas menores de edad y al contrario de muchos de sus paisanos, para ella, no es un líder sino un pederasta, incapaz de sentir empatía por nadie».

Intrigado por su ideología, me puse a estudiar los artículos que había publicado en la prensa y fue entonces cuando pálido descubrí uno que parecía estar inspirado en la tesis con la que yo había obtenido el doctorado de derecho hacía más de treinta años, cuando era un joven radical subyugado por ideas neofascistas.

«No puede ser una coincidencia», me dije viendo plasmado en ese escrito los mismos puntos de vista que había mantenido en esa época y a los cuales había renunciado hace mucho.  

«¡Cree en un estado fuerte que ejerza el monopolio de la violencia para imponer la ley!», exclamé para mí cuadrándome además lo escrito con la opinión que nos había exteriorizado sobre que una dictadura era la única vía para resolver las penurias de sus paisanos.

Enlazando esas ideas con la actitud que mostraba en casa, comprendí que era una extensión íntima y privada de las mismas. Si para su país pedía mano de hierro, para ella, buscaba un hombre que la guiara.

«Ve en mí un amo del que se fía», desolado concluí mientras empezaba a dudar del diagnóstico del psiquiatra.

  De ser ciertas mis sospechas, la joven no sufría ningún estrés postraumático sino algo mucho peor, estaba maniatada por su ideología y a pesar de que esta me resultara trasnochada, era la suya.

«Al igual que un terrorista no está loco, sino adoctrinado y por tanto es responsable de sus actos, Lidia no tiene ningún problema de salud mental», concluí preocupado temiendo las consecuencias que eso tendría en mi vida. Seguía dándole vueltas al asunto, cuando mi secretaria me informó que tenía una llamada de la señorita Esparza.

Pensando que me llamaba para comentar algo doméstico, descolgué el teléfono:

-Alberto, me acaban de invitar a una recepción en la embajada que va a tener lugar esta noche y me gustaría que me acompañaras.

            Sin apetecerme en absoluto acudir, supe que debía de hacerlo cuando me percaté de que me había llamado por mi nombre. Que no se refiriera a mí como señor o algo parecido, me pareció una señal de cambio y por eso asentí dando mi beneplácito.

            -Además quería pedirte permiso para salir a comprarme un vestido con el que ir- me soltó cuando ya creía que iba a colgar.

            -No tienes que pedírmelo, haz lo que consideres oportuno- rugí cabreado por la realidad implícita que escondían sus palabras.

-Lo sé, pero a tu princesa le gusta saber que estás de acuerdo- replicó sin dar importancia a mi cabreo.

Completamente desolado, quedé con ella en pasar por ella a las ocho para acto seguido cortar la comunicación mientras me preguntaba qué me depararía el futuro al vivir con ella. Afortunadamente el día a día de la empresa no me dejó seguir torturándome y dejando en un rincón de mi cerebro ese problema, me lancé a resolver los cotidianos a los que sí sabía cómo afrontar. Aunque lo había arrinconado, no lo había resuelto y por eso a la hora de plegar velas y dirigirme de vuelta a mi hogar, volvió con fuerza.

Hecho un mar de dudas, metí la llave de casa y abrí la puerta. Increíblemente, Lidia estaba lista para marchar. No pude siquiera articular palabra al contemplar la transformación que había tenido lugar en ella mientras asimilaba que la joven sumisa brillaba por su ausencia, convertida en una exótica diosa tan bella como peligrosa.

-Estás guapísima- conseguí balbucear mientras mis ojos se perdían en el profundo escote de su vestido negro.

Lejos de turbarla ese involuntario piropo, me miró divertida y luciendo el modelito, se giró en el recibidor para que la pudiese observar las impresionantes formas que dejaba intuir esa ropa.

«¡Menudo culo!», pensé impresionado mientras Lidia se exhibía sin ningún recato ante mis ojos.

Si de por sí esa muchacha estaba para comérsela, lo que me terminó de excitar fue reparar en el tamaño que habían adquirido sus pezones al sentirse observaba por mí y por eso no me extrañó que, haciendo gala de la coquetería innata de sus paisanas, esa infernal criatura se colgara de mi brazo y me pidiera irnos mientras disimuladamente posaba su mano en mi trasero.

«Está tonteando, nada más», pensé al sentir sus caricias y preso de una erección de caballo, abrí la puerta del coche para que tomara asiento.

Al ver mi gesto caballeroso, la chavala entornó sus ojos y regalándome un aleteo de pestañas, se atrevió a decir que sería la envidia de los presentes en la recepción. Creyendo que hablaba de ella, me reí y respondí que no tuviese ninguna duda de que todo el mundo se la comería con los ojos dada su belleza. Entonces haciéndome ver mi error, rectificó diciendo:

-Es a mi señor, al que mis paisanas van a dar un repaso y no a mí. Cuando me vean entrar con usted, todas sin excepción van a pensar que soy una mujer afortunada al tenerle como galán.

Que me viera como su enamorado, no me hizo gracia y señalando mi edad, comenté que por el contrario al verme la gente se preguntaría qué coño hacía un anciano con ella.

-No solo ¡no es viejo! ¡Si no que está muy bueno! – protestó enfadada mientras se ponía a mirar por la ventana.

La furia que reveló su tono no me permitió seguir hurgando en el tema y solo le pedí que me dijera cómo pensaba presentarme. Sin voltear, contestó:

-Como mi mentor, el hombre cuyas ideas cambiaron mi vida.

No quise entrar en polémica y decirle que mi forma de pensar había cambiado y que lejos de ser el radical de mi juventud, era un centrista, un demócrata convencido de que todas las veleidades populistas había que pararlas en seco. En vez de ello y sabiendo que esa morena debía haber estudiado las obras que escribí antes de dedicarme a los negocios, me aterrorizó que esos pensamientos totalitarios fueran la razón por la que había pedido mi ayuda.

«Sigue viéndome como el insensato que fui con treinta años», lamenté mientras estacionaba dejando las llaves al aparcacoches.

Mis problemas se acrecentaron cuando una nube de fotógrafos nos rodeó al bajar del vehículo con ganas de inmortalizar el primer evento al que acudía esa renombrada defensora de los derechos de los indígenas en España. Pero el hecho que me hizo saber que mi anonimato había terminado fue cuando un periodista comenzó a entrevistarla pidiendo su opinión sobre las últimas revueltas acaecidas en su patria:

-Se necesita un cambio de régimen que asole las estructuras actuales e imponga el orden. Solo con dirigentes que primen el país sobre su bolsillo o su bragueta, mi país tendrá futuro.

-Entonces, ¿está de acuerdo en liderar a los alzados como le piden desde su patria? – insistió el reportero.

-Cuando esta democracia caduca en manos de narcos y de gentuza que no busca el bien común caiga… lo pensaré. Pero mientras la partidocracia vigente siga al mando, seguiré en el exilio- concluyó 

-Según entiendo, no acepta como legítimas las últimas elecciones- intentó añadir su entrevistador.

Girándose y con estudiada dulzura, Lidia resumió su posición al decir:

-La derecha y la izquierda de mi país son la misma cosa. Ambas se han financiado las campañas con dinero de las drogas. ¿Aceptaría usted el engaño que han sufrido mis paisanos si en vez de ser en un país a ocho mil kilómetros fuera en España?

Intimidado por la rotundidad de sus palabras, el periodista nos dejó marchar y mientras subíamos los escalones de la vivienda del embajador, escuché estremecido el resumen que hacía a sus oyentes:

-Ya han oído a Lidia Esparza, la esperanza de los insurrectos que se han alzado en armas contra el gobierno. Siempre polémica y siempre clara al defender un nuevo orden para su país. Mujer a la que los conservadores ven como una peligrosa izquierdista mientras la progresía opina que quiere imponer un estado dictatorial apoyándose en la ultraderecha.

Cagándome en Jacinto y con ella asida a mi brazo entré en la embajada. Saber que mi acompañante propugnaba por un proyecto de unidad basado en el corporativismo poniendo la nación por delante de los individuos y las clases sociales me tenía apesadumbrado y por eso no comprendí que el diplomático en persona saliera a recibirnos.

-Vergüenza debería darte no haberme hecho saber que habías decidido radicar en Madrid y que fuera tu hermano el que me previniera de los dolores de cabeza que ibas a darme- comentó abrazando a la chiquilla el vetusto funcionario.

-Padrino, tu gobierno no me dio elección. O me marchaba o me encarcelaban- respondió la joven mientras me presentaba.

El afecto que pude intuir entre ellos no me tranquilizó y menos cuando el embajador me rogó que la hiciera razonar aprovechando que vivía bajo mi techo:

-Un hombre de su experiencia debe saber que las utopías suelen provocar derramamiento de sangre.

Asustado por la radicalidad de Lidia, no pude dejar de advertir que era del conocimiento de las altas esferas que la joven vivía conmigo y que por tanto me hacían cómplice o cooperador necesario de su cruzada, por ello midiendo mis palabras respondí que era ajeno a su lucha política y que mi relación con ella, era otra.

-Algo he oído, pero hasta que usted me lo ha confirmado no lo creí- replicó y muerto de risa, añadió: -Al contrario que el resto de los mortales, no le envidio. Mi ahijada puede ser bella pero también un dolor de muelas.

Defendiéndose, la morena me terminó de hundir al contestar:

-Para Alberto, soy… su princesa de la boca de fresa.

El embajador no pudo más que soltar una carcajada con la alusión a Rubén Darío y mientras nos daba entrada al salón, recité en mi memoria ese poema:

La princesa está pálida en su silla de oro;

está mudo el teclado de su clave sonoro,

y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

Como si hubiese leído mis pensamientos, Lidia susurró en mi oído su última estrofa:

“Calla, calla, princesa” -dice el hada madrina-,

“en caballo con alas hacia aquí se encamina,

en el cinto la espada y en la mano el azor,

el feliz caballero que te adora sin verte,

y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,

a encenderte los labios con su beso de amor…

Sabiendo que me veía como ese adalid, caminé renuente entre la gente desconociendo que el destino me acarrearía otra sorpresa en la persona de una antigua compañera de estudios. Y es que olvidándose de la joven que llevaba de la cintura, una señora de muy buen ver me saludó de un beso mientras preguntaba hacía cuantos años que no nos veíamos.

-Más de veinte- murmuré al reconocer en esa castaña a un amor de juventud y totalmente cortado, le presenté a la morena: -Lidia, quiero que conozcas a María Castellano, una amiga que compartió pupitre conmigo en la universidad.

Mi conocida, que estaba a por uvas, no dudó al responder:

-Tu padre y yo cursamos la carrera juntos.

Confieso que pensé que la monada iba a saltarle al cuello, pero contra toda lógica respondió sonriendo que no era mi hija sino una refugiada que había acogido en mi hogar. La cincuentona no tardó en disculparse y sin dar importancia a su metedura de pata, directamente quiso saber si seguía casado.

-Alberto esta libre… por ahora- comentó la puñetera muchacha mientras disimuladamente me magreaba el trasero.

La alegría con la que María recibió la noticia me hizo comprender que no se había dado cuenta de esas caricias. Y, por tanto, no me chocó que en presencia de Lidia me diese su teléfono para que quedáramos y así ponernos al día.

-Que venga al chalet y así podréis charlar de vuestras cosas en un ambiente propicio.

 Sin tenerlas todas conmigo, acepté su sugerencia y quedé con la pelirroja el sábado a cenar mientras me preguntaba los motivos de Lidia para aconsejarme que lo hiciera. Por ello, aprovechando que María se alejaba a conversar con la gente de otro grupo, quise que me contara el porqué:

-Cuando la compares conmigo, sabrás el tesoro que tienes en tu hogar- musitó con voz pícara la morena.

Hasta el último vello de mi cuerpo se erizó al oírla porque de cierta manera esa criatura me acababa de confirmar que se sentía una candidata adelantada para acabar en mis sábanas y que todos sus actos estaban encaminados a que la aceptara como pareja. Reaccionando, bajé el volumen de mi voz al preguntarle al oído:

– ¿Y si al final me gusta lo que veo en María y la seduzco?

Juro que se lo dije para molestar y por ello no estaba preparado a que sonriendo de oreja a oreja esa arpía respondiera que le encantaría verme poseyendo a otra y que pondría todo de su parte para que la velada fuese un éxito.

– ¿Estás diciendo en serio que me ayudarías a acostarme con ella? – contesté.

Pegando su pubis a mi entrepierna, no dudó en restregarse al responder:

-Me excita pensar que mi señor va a agenciarse a otra concubina y que juntas conseguiremos hacerle feliz.

Mi pene se irguió como un resorte al comprobar que su idea era el formar un trio e intrigado y excitado por igual, la interrogué si no prefería que me buscara otra más joven.

-María es perfecta para nosotros. Aúna belleza con experiencia y antes de que se dé cuenta, estaremos mimando todas tus necesidades para que no tengas que mirar a otra.  

El sorprendido fui yo al oír tamaño disparate y pensando que quizás debía cambiar de táctica, pellizqué uno de sus pezones y sin darle tiempo a reaccionar, ordené que se quitara las bragas y me las diera. Contra todo pronóstico, Lidia se despojó de ellas y me las hizo entrega sin siquiera buscar un rincón donde guarecerse. Pero lo que realmente me dejó pasmado fue oírla decir lo mucho que la ponía “mi idea” de ir sin ellas entre tantos paisanos. Tomándolas entre mis manos, las olí a sabiendas que eso incrementaría la excitación de la morenita y tras olisquearlas durante unos segundos, me las coloqué a modo de pañuelo en la chaqueta mientras de reojo observaba que María volvía.

La recién llegada advirtió de inmediato mi nuevo aditamento. Por raro que resulte, en lugar de poner el grito en el cielo se ocupó de colocármelo adecuadamente, aunque con ello tuviera que sacarlo y doblarlo de nuevo. Tras lo cual, y mientras volvía a colocármelo, comentó lo bien que me quedaba el tanga de la refugiada en mi solapa.

  Sonrojado, no supe cómo actuar cuando, aprovechando mi mutismo, cogió del brazo a Lidia y le pidió que la acompañara a pedir algo de beber. Asumiendo que iban a charlar de lo sucedido, las vi marchar mientras un tipo con cara de pocos amigos me decía que su jefe quería hablar conmigo. Temiendo más lo que conversarían esas dos que el aspecto del sujeto, dejé que me llevara por los pasillos de la embajada hasta un despacho. Despacho, donde me topé de frente con Joaquín Esparza, el hermanastro de la morena.

-Me imagino que sabe quién soy- afirmó el potentado mientras su ayudante me acercaba una silla.

Al asentir, entró directamente al trapo y preguntó por mis intenciones respecto a Lidia. No pude actuar de otra forma y sin levantar el volumen de mi voz, respondí que eso era algo que no le incumbía y que me negaba a contestar. Mi respuesta lejos de contrariarle, le hizo reír y con el mismo tono que el mío, respondió:

-Siento contradecirle, pero si me incumbe. No en vano fui yo el que reveló a mi hermana que su adorado comandante Omega no solo seguía vivo, sino que era usted.

Mi mundo se desmoronó al oír que los fantasmas de mi pasado volvían a mi vida y que ese hombre sabía el sobrenombre que había usado cuando en la universidad fundé un grupúsculo que defendía la violencia como medio para hacer cimbrar las estructuras del estado.

-Mi hermana siempre soñó con ser su “alfa” y que juntos “alfa y omega” liberaran a mi pueblo. Por eso no pudo más que correr entusiasmada a su encuentro sin saber que había sido yo el que lo había hecho posible.

Hundido en la miseria, respondí que yo ya no era el mismo que treinta años atrás y que ya no creía en las armas como medio de arreglar las cosas.

-Lo sé. Debido, a ello permití y favorecí que se encontraran- respondió.

Creyendo que implícitamente me había dicho que confiaba en que la hiciera recapacitar puse en duda sus planes, haciéndole ver que el efecto podía ser al contrario y que podía radicalizarse si intentaba apaciguar sus ánimos y centrarla.

-No es eso lo que deseamos ni yo ni la gente a la que represento. Queremos que Lidia siga señalando los errores de nuestro país desde aquí y que su fama de heroína entre los más desfavorecidos crezca- señaló sorprendiéndome.

– ¿Con qué intención? ¿Qué buscan en ella?

Sin ocultar nada, contestó:

-Todo poder necesita su némesis, un enemigo que lo conozca desde dentro y señale sus defectos, sus debilidades y miserias. Mi hermanita puede ser una piedra en nuestro zapato, pero es la que nos hace reaccionar y mejorar.

Recordando que Esparza era miembro del partido en el poder, le pregunté para que la necesitaban teniendo al presidente entre sus filas. Me quedé pálido con su contestación:

-Ese fantoche nos sirvió hasta que fue lo suficiente poderoso para asaltar la presidencia y desde entonces lejos de sacudir las bases del estado para rehacerlas, lo único que ha hecho es colaborar en nuestra división étnica. Con Lidia no queremos cometer el mismo error y manteniéndola en el exilio, nos aseguramos que nunca consiga aglutinar en su entorno partidarios suficientes mientras la mantenemos a salvo de los narcos.

– ¿Qué desea de mí? – quise saber.

-Desde un punto de vista político, quiero que el comandante Omega la dote de sustento ideológico en el que base sus críticas, aunque poco a poco eso le lleve a posiciones más realistas, pero como su hermano, deseo que a su lado encuentre un hombre con el que compartir la vida- respondió mientras se levantaba de su asiento.

Sabiendo que habíamos terminado, le informé de que pensaba hacer partícipe a su hermana de que habíamos tenido esa entrevista. Sin mostrar empacho alguno, el potentado me amenazó:

-Yo que usted no lo haría sino quiere que el comandante Omega vuelva a las portadas de los periódicos y el negocio que tanto le ha costado hacer crecer se hunda al perder la confianza de sus inversores.

Asumiendo que, de salir publicado que en mi juventud había fundado un grupo con vínculos claramente fascistoides, mi empresa caería en picado al ser gran parte de mis clientes organismos públicos, contesté:

-Es usted un cerdo y comprendo que su hermana le odie.

Despelotado de risa, el capullo replicó mientras desaparecía por la puerta:

-Se equivoca, Lidia me adora ya que al crecer sin padre fui yo quien la educó, pero a todos los hijos les llega un momento en que se enfrentan contra sus viejos y en su caso, me tocó a mí sufrir su rebeldía…

5

De vuelta al ágape busqué a Lidia por todas partes, pero no la encontré y asumiendo que seguía charlando con María, fui a pedir un whisky a la barra.  Estaba aguardando a que me atendieran cuando alguien me tocó al hombro. Al girarme, me encontré con una impresionante pelirroja de ojos verdes que llevaba un escandaloso escote que llamaba a bucear en él. No me había repuesto cuando, regalándome una sonrisa, ese bombón me rogó que le pidiera una copa.

– ¿Qué te apetece? – pregunté totalmente cortado.

-Una ginebra con tónica- contestó con marcado acento americano.

Tratando de que no notara lo mucho que me atraía, llamé al camarero y le pedí las dos bebidas con ella a mi lado. Al servírnoslas, le di la suya pensando que en cuanto la tuviese en sus manos esa monada iba a desaparecer, pero no fue así y en vez de irse, esperó a que cogiera la mía para comentar si no me apetecía acompañarla a dar una vuelta al jardín de la embajada. Que una desconocida me pidiera tal cosa, despertó mis sospechas al no considerarme un don Juan. Tratando de escabullirme, comenté que estaba esperando a alguien.

-No se preocupe por la señorita Esparza. Está bien acompañada y por lo acaramelada que la vi, dudo que vuelva en un buen rato.

Su respuesta me hizo recelar y no solo por el hecho de que supiera quién era mi acompañante, sino porque si hacía caso a su información la morenita no había tardado en buscarse un sustituto. Sin comprender por qué estaba celoso, cogí el JB con coca que me habían servido y la seguí al exterior.

“¡Menudo polvo!” pensé hipnotizado al verla andar y a pesar de mis reparos, reconozco que babeé al contemplar el modo en que meneaba ese par de nalgas dignas de museo. Blanca de piel y llena de pecas, bamboleaba su trasero con un ritmo que, a mi edad, me impedía pensar en algo que no fuera ponerla a cuatro patas y follármela. Tan oxidado estaba en temas de mujeres, que traté de rechazar la imagen que se creó en mi cerebro en la que me la imaginé siendo empotrada por mí entre los setos.

«Macho, ¡estás loco si crees que te dejaría!», pensé reconociendo la realidad mientras bajaba por la escalinata que daba acceso a una rosaleda.

Consciente quizás del efecto de su belleza, ya en el exterior, la americana buscó un banco donde sentarse y tras aposentarse en él, pidió que tomara asiento a su lado sin percatarse de que la abertura de su vestido había dejado al descubierto uno de sus muslos. Por un momento, dudé si hacerle caso o salir huyendo, al sentir que entre mis piernas mi pene tanto tiempo dormido se había puesto morcillón.

-Por cierto, me llamo Elizabeth – comentó viendo mis dudas.

Abochornado porque, a mis más de cincuenta, me comportara como un adolescente ante su primera cita, me senté al borde del banco. Aunque creí prudente mantener esa distancia, rápidamente comprendí mi error cuando para hablarme se tuvo que girar dándome una espléndida visión de sus pechos. Aunque algo me decía que ella sabía de sobra mi nombre, tartamudeando, me presenté y fue entonces cuando esa angelical serpiente, me preguntó a boca jarro desde hacía cuanto tiempo llevaba en contacto con Lidia.

Por segunda vez en menos de diez minutos, contesté a dos personas diferentes que mi relación con esa joven era algo que no le incumbía. Sin inmutarse, ese engendro diseñado para pecar contestó:

-Su pupila es una persona de interés para mis jefes y me han pedido que averigüe la razón de su estancia en España.

Que se refiriera a la morena como “persona de interés” me hizo estremecer y ya seguro de que me hallaba ante una burócrata del gobierno americano, únicamente quise saber a qué agencia pertenecía. Sonriendo, la tal Elizabeth deslizó la mano por la raja de su falda y de una liga de sus muslos, sacó su placa:

-Soy la capitana Burns y pertenezco a la DIA.

Como mi empresa se había visto involucrada en varios proyectos con el ejército americano me quedé paralizado al enterarme que ese bellezón era una militar destinada a ese organismo.

– ¿Por qué la Agencia de Inteligencia de Defensa está interesada en Lidia? – pregunté sabiendo la respuesta, no en vano entre sus funciones estaba el elaborar diariamente un informe para el presidente sobre los focos rojos que pudieran surgir fuera de los Estados Unidos.

-La situación en su país es inestable y teniendo en cuenta que las últimas revueltas podrían hacer caer a su gobierno, es nuestro deber conocer de antemano sus planes por si en un futuro se decide encabezar a los insurgentes.

-Desde ahora le digo, que no tiene intención de volver a su patria- contesté.

Luciendo su dentadura, me hizo saber que no me creía:

-Sabemos que eso ha mantenido en sus últimas declaraciones, pero eso no explica que tras tantos años se haya puesto en contacto con usted.  En un principio, mis superiores respiraron aliviados cuando se auto exilió, pero su opinión cambió radicalmente cuando examinando su expediente se enteraron de su pasado. Ahora piensan que desde aquí desea organizar a sus seguidores, para tomar el poder.

Dando por sentado que esa arpía sabía de la radicalidad de las propuestas que albergaba en mi juventud, me defendí:

–Como has dicho eso forma parte de mi pasado, llevó décadas alejado de esos planteamientos y me dedicó únicamente a mi negocio.

-Hablando de su empresa…  ¿me imagino que sabe que mi país es uno de sus mejores clientes? Y que alguno de los programas informáticos que ha desarrollado han sido declarado material sensible por mi gobierno.

-Lo sé- contesté y asumiendo la velada amenaza que encerraban sus palabras, la urgí a que me aclarara lo que su gente deseaba de mí y que si para seguir con nuestra colaboración, me pedían echarla de casa, lo haría.

Sin cortarse un pelo, la pecosa respondió:

-Como entenderá, un sector de la DIA pedía cortar de plano cualquier trato con su empresa. Pero los asesores del presidente lo han convencido de que, lejos de ser un problema, es una oportunidad para tenerla bajo control y que Lidia Esparza es menos dañina con usted, que de vuelta a su patria.

-Entonces, ¿qué quieren? – insistí viéndome en sus manos.

En ese momento, escuchamos a la morena riéndose tras unos setos.

-Seguiremos en contacto, ahora no debe vernos juntos- respondió la pelirroja y cogiendo su copa, desapareció del jardín.

Y fue justo a tiempo, porque todavía no había llegado a lo alto de las escaleras, cuando acompañada de María, Lidia me preguntó qué hacía ahí:

-Hacía demasiado calor dentro y salí a tomar el fresco- mentí mientras observaba a mi antigua compañera de estudios acomodándose la ropa.

El rubor de sus mejillas me hizo pensar que ese par venía de darse un homenaje y eso en vez de molestarme, curiosamente, me excitó al recordar que la hispana había exteriorizado su deseo de que retomara nuestra amistad para que junto a ella la convirtiéramos en mi concubina.  Aun así, me cogió con el pie cambiado que la joven dijera si no me importaba que al salir del convite se viniera con nosotros a tomar una copa a casa.  Me sorprendió observar que mi amiga no era capaz de mantenerme la mirada. No tuve que esforzarme mucho para saber que, aunque deseaba acompañarnos, temía las consecuencias de hacerlo.  Intrigado tanto por su actitud como por la de Lidia, di un salto al vacío y sin contestar, tomé a ambas de la cintura mientras me dirigía hacia la salida.

La forma en que Maria se pegó a mí y que no pusiera ningún impedimento a que la abrazara fue motivo suficiente para que se acrecentara la sensación de que esas dos zorras tenían algo planeado para esa noche. Sabiendo que fuera lo que había decidido no tardaría en saberlo, llegué al coche y abriéndoles la puerta, aguardé a que entraran. Contrariamente a como habíamos venido, Lidia se pasó atrás dejando a María el asiento del copiloto y eso me permitió examinar de reojo a mi conocida.

«Sigue teniendo un par de viajes», murmuré para mí rememorando en mi mente las noches que habíamos compartido en la juventud.

Algo parecido debió de pensar ella, ya que al percatarse de mis miradas sus areolas se erizaron surgiendo a través de la tela de su blusa. Al no desear incomodarla, me abstuve de seguir espiándola y por ello tardé unos segundos en percatarme de que Lidia la estaba acariciando desde el asiento trasero.

«¡Qué callado se tenía que le gustaran las mujeres!», me dije al ver la mano de la chavala explorando a través del escote de la cincuentona.

Haciendo como si no me hubiese enterado, aceleré rumbo a casa mientras a mis oídos llegaban los primeros gemidos de la cincuentona. La velocidad con la que se estaba calentando con las maniobras de la hispana me confirmó que dormiría poco esa noche y ya excitado, reparé en que la joven había conseguido sacar uno de sus pechos.

 «Es increíble», murmuré para mí al contemplar que, sin recato alguno, Lidia pellizcaba el pezón que decoraba el seno que había dejado libre.

La negrura de ese botón y el modo en que lo torturaba elevó mi calentura, pero lo que me dejó sin habla fue ver al parar en un semáforo que lejos de conformarse con ello, había comenzado a masturbar a María.

«No puedo creerlo», me dije al observar que, a través del hueco de los asientos, Lidia tenía una de sus manos dentro de su falda y que ésta, totalmente abochornada, había cerrado los ojos en un intento de obviar lo que estaba pasando.

-Separa tus rodillas y déjame hacer- con su habitual dulzura, murmuró en su oído la morenita.

Ante esa orden, mi amiga obedeció y abriendo sus muslos de par en par, dio vía libre a las yemas que estaban hurgando en su intimidad en mi presencia.

– ¡Por Dios! ¡Dile algo! – sollozó al sentir que la hispana se apoderaba del montículo que escondía entre sus pliegues.   

Esa escena despertó al travieso universitario que creía muerto para siempre y riendo, posé la mano sobre su muslo:

-Calla y disfruta de las atenciones de una experta.

Al sentir mi palma en su pierna, María se dejó llevar y mojando la tapicería de mi automóvil, se corrió.

-Ya has oído a nuestro señor, zorrita- rugió desde atrás la morena al sentir su humedad desbordándose.

Ese insulto, lejos de atenuar su placer, lo intensificó y mientras dos lágrimas brotaban de sus ojos, comenzó a convulsionar presa de las sensaciones que estaba experimentando.  Verla tiritar de gozo a mi lado sin que yo tuviese intervención alguna azuzó mi carácter curioso y recordando la naturalidad con la que se había tomado que luciera las bragas de la morena en la chaqueta, la urgí a que me diera las suyas.

– ¡No soy tu puta! – protestó María al escuchar mi deseo.

Cuando ya creía que me había pasado dos pueblos y que mi amiga me iba a dejar de hablar, se lo pensó dos veces y levantando su falda, deslizó el provocativo tanga que llevaba puesto y me lo dio. Al tenerlo en mi poder, no pude evitar llevármelo a la nariz. Al verme oliéndolo, María sollozó y ante la sorpresa de los tres, volvió a berrear de placer.

-Zorrita, si tanto te pone que disfrute de tu olor, imagina cuando cate tu sabor- desternillada de risa, desde su asiento, Lidia comentó.

Entendiendo que implícitamente estaba pidiendo que lo probara, parando a un lado, extendí sobre el volante esa coqueta prenda y directamente, pregunté a mi copiloto si deseaba que probara su esencia. Al no contestar, saqué la lengua y recordé tras tantos años cómo sabía esa mujer. La verdad es que, aunque me gustó su sabor, lo que realmente me enloqueció fue contemplar su reacción y es que al verme lamiendo el flujo que habían absorbido sus bragas, no pudo evitar pellizcarse con saña los pechos mientras se volvía a correr.

Lidia no la dio tregua y pidiéndome que volviera a acelerar, musitó en la oreja de mi conocida:

-Esta noche recordarás las caricias de mi señor y serás suya. Pero mañana, ¡será mi turno! Y tendrás que hacerme disfrutar si quieres que te volvamos a invitar a casa.

Juro que jamás pensé escuchar de sus labios que aceptaba, pero menos que lo hiciera diciendo:

-Así lo haré, mi señora.

La claudicación que revelaban sus palabras me dejó pensativo y mientras nos acercábamos al chalet, no pude evitar preguntarme por la razón de tal entrega, pero también en cómo se comportaría en mi cama si finalmente se convertiría en mi amante. Reconozco que, anticipando el futuro, vi a María en mi cama gritando de placer mientras la penetraba y con mis dientes la castigaba apoderándome de los oscuros pezones que como pago al placer que estaba disfrutando, me ofrecía. Por eso y dado el tiempo que llevaba sin catar el dulce sabor de un sexo femenino, me hice la promesa de ir bajando por su cuerpo antes de hundir mi cara entre sus piernas y entonces, lentamente y separando con mi lengua los pliegues de su vulva, me adentraría en el paraíso al apoderarme de su clítoris. En mi imaginación cuando esa mujer experimentara mi húmeda caricia, juntaría sus rodillas para aprisionar mi cabeza entre sus muslos y así eternizar las sensaciones que estaba sintiendo…

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