«¿Qué se traerán entre manos?», me pregunté ya en el salón al ver que Samali sacaba un CD de su bolso y lo ponía en el equipo de música mientras su prima retiraba unos sillones abriendo hueco.

La mayor me sacó de dudas al informar a Ana que iban a representar una antigua leyenda de su pueblo mientras nos rogaba que nos sentáramos juntos frente al improvisado escenario. La dueña de la casa olvidando el enfado que tenía conmigo me cogió de la mano al escuchar los primeros acordes.

«Ahora sí que no sé qué se proponen», mascullé notando el nerviosismo de la rubia a través de sus dedos.

Echa un ovillo y con una tapa cubriéndola por entera, Dhara se empezó a desperezar en la mitad del salón. Por sus movimientos parecía ser un bebé y esa impresión se confirmó al verla gatear mientras miraba a su alrededor como si estuviese perdida.

El miedo reflejado en su rostro me impactó porque reconozco que desconocía la faceta de la menor de mis esposas como actriz, pero advertí que, si a mí me había hecho mella, todavía más en Ana que no hacía más que apretar mi mano mientras no perdía ojo de lo que ocurría.

El ritmo alocado de la canción incrementaba la impresión de peligro hasta que desde una esquina apareció Samali con una careta de un orangután y comenzó a jugar con la niña al mismo tiempo que la música se tornaba en alegre. No me hizo falta más para saber que estaban representando la leyenda de la niña que sobrevivió entre monos tan común en la india y que Kipling inmortalizó para el público occidental a través del Libro de la selva.

Junto a Ana fui testigo de cómo esa niña comenzaba a andar sin dejar de taparse con la capa. La alegría de la cría era contagiosa y de reojo observé que la rubia sonreía. Contemplamos como la niña se convertía en mujer y cómo descubre que no es igual a su madre al contemplarse en un río.

Dhara dejó caer el manto que la cubría y totalmente desnuda, comenzó a explorar su cuerpo se usando el agua como espejo.

―¡Qué bella es!― alcancé a escuchar que Ana murmuraba al ver a la protagonista de la leyenda mirarse los pechos mientras no dejaba de bailar en plan confuso.

De acuerdo con la española yo mismo no pude dejar de babear viendo ese cuerpo a pesar de conocerlo y haber disfrutado de sus caricias. Es más, comprendí y avalé que Ana se mostrara excitada viendo como Dhara iba descubriendo su sexualidad con sus manos porque bajo mi bragueta ocurría lo mismo.

Tumbada y bajo una sensual melodía, la protagonista comenzó a tocarse.

―¡Dios!― Ana gimió al contemplar el sexo desnudo de mi esposa a pocos centímetros del sofá donde ella y yo seguíamos la escena. La española no podía dejar de moverse inquieta al observar como la calentura de esa niña se iba incrementando a través de la acción de sus dedos.

 Justo cuando parecía que iba a culminar su placer, apareció Samali con la careta de un tigre.

―Kahn― escuché que Ana gritaba intentando avisar a la indefensa muchacha.

Pero ya era tarde, abalanzándose sobre su víctima, el felino la tomó y con lujuria comenzó a chupar los pechos de la muchacha mientras ésta trataba de zafarse de su agresor.

―La está violando― exclamó al ver que el tigre daba la vuelta a la muchacha y comenzaba a aparearse con todo lujo de violencia.

La dureza de la historia consiguió que de los ojos de la rubia brotaran dos gruesas lágrimas y por ello no me extrañó oírla sollozar cuando habiendo conseguido su objetivo, el tigre se marchó dejando a la pobre cría llorando tumbada en el suelo.

―Así no era esta historia― Ana protestó contagiada del dolor de la protagonista.

―Te equivocas – la corregí― esta es la verdadera leyenda. En la india, el mono es la naturaleza salvaje pero buena y el tigre representa a la parte malvada de la humanidad que no duda en matar o violar para satisfacer sus deseos.

Estaba todavía hablado cuando Samali ya sin máscara encuentra a la violada y agachándose a su lado, la intenta consolar. Al principio, Dhara la rechaza, pero la recién llegada no cede y sigue cuidándola mientras le hace saber que es una mujer. Todavía vulnerable, la protagonista no puede evitar que su benefactora le obligue a comprobar que cómo ella tiene pechos.

La sorpresa de comprobar que son iguales que los suyos son evidentes y más cuando al contrario que había hecho el tigre, la humana no la fuerza, sino que la ayuda a levantarse y juntas empiezan a bailar.

La felicidad del rostro de la huérfana al saber que ha encontrado una familia y la alegría de su baile provocó que, poniéndose en pie, Ana comenzara a aplaudir como una loca y se abalanzase a felicitarlas.

Lo que no se esperaba es que mis esposas aprovecharan su presencia junto a ellas para que las acompañara. A pesar de su reticencia nada pudo hacer y mientras Dhara se iba a vestir, Samali se dedicó a enseñar a la española los pasos principales de esa danza que ha popularizado Bolliwood.

Disfrutando de mi whisky desde el sofá, me quedé mirando extasiado como esas tres bellezas se lo pasaban en grande bailando. Dhara que se había incorporado tarde al irse a vestir, fue la más activa mostrando a Ana como seguir ese ritmo exótico. A la española le costó poco aprender cómo moverse y una vez ya se sentía más segura, no dejó de bailar mientras mis esposas le corregían los movimientos haciéndolos cada vez más sensuales.

En un momento dado las vi cuchichear entre ellas.

«¿Qué le estarán diciendo?», murmuré en mi mente al ver que Ana se ponía colorada.

Aceptando con la cabeza, la rubia esperó que pusieran otra canción para empezar a bailar y para mi sorpresa se comenzó a tocar sin dejar de mirarme. Asumí que las hindús le habían sugerido que bailara para mí al ver que se acercaba mientras meneaba su cuerpo con un gran erotismo.

«Le han pedido que me ponga cachondo», me temí al verla acariciándose los pechos sin dejar de bailar.

Las primas seguían los movimientos de su amiga con satisfacción sin importarles que era lo que yo opinara de ello ni lo que estuviera pasando en mi interior. Absorto en el balanceo de la cadera de esa belleza, no me percaté que se habían puesto a mi espalda hasta que sentí sus manos tocándome. La sensualidad del baile de Ana y ese estímulo extra provocaron que, bajo mi pantalón, mi apetito creciera violentamente.

―Sois unas cabronas― comenté al sentir que me quitaban la camisa.

Desnudo de cintura para arriba, soporté lo mejor que pude que ese par me manoseara mientras la rubia iba incrementando la sensualidad con la que bailaba sin dejar de mirarme a los ojos. Para entonces su meneo también había hecho mella en ella y bajo el sari que llevaba, pude comprobar que tenía los pezones duros como piedras.

Lejos de perturbarla que fuera consciente de su excitación, incrementó tanto mi temperatura como la suya, pellizcando con descaro sus areolas en presencia de las hindúes. Las primas reaccionaron extrañamente a esa demostración jaleando a la muchacha.

Sintiendo su apoyo, Ana se subió a horcajadas encima de mis piernas sin importarle que al hacerlo su pubis atrapara mi pene entre sus pliegues.

«¡Se va a armar!», supuse al notar que no contenta con ello, la rubia empezaba a frotar su sexo contra el mío, pero entonces escuché a Samali decirme al oído:

―Deja que se desahogue, la pobre lo necesita.

Más tranquilo al saber que era parte de su plan, relajándome, disfruté de como esa belleza se retorcía sobre mí restregando su coño cada vez con mayor rapidez.

Inmersa en un viaje sin retorno, la temperatura de su cuerpo le hizo quitarse la camisa y brindarme sus pechos como ofrenda. A pesar de las ganas que tenía de follármela, me quedé quieto hasta que, desde el lado contrario de su prima, Dhara me soltó:

―Amado nuestro, lámelos antes de que se corra ella sola.

Su permiso me hizo reaccionar y cogiendo los senos de la muchacha, saqué la lengua y di un largo lametazo a una de sus areolas. Ana al experimentar esa húmeda caricia elevó más si cabe el ritmo con el que su sexo zarandeaba mi verga hasta que sin poderlo aguantar y mientras yo mamaba de su otro pecho, se corrió dando un sonoro alarido.

Su rendición fue el momento que las primas eligieron para quitármela de encima y tumbándola, ser ellas las encargadas de prolongar su orgasmo, mordiendo una sus blancos pechos mientras la otra hundía la cara en su entrepierna.  Indefensa pero hambrienta de más caricias, Ana no se quejó, sino que colaboró al notar que Samali le bajaba el pantalón del sari y tras sacárselo por las piernas, separó las rodillas permitiendo que mi amada hindú volviera a hacerse fuerte entre sus muslos.

Desde mi posición comprobé que no me habían mentido esa mañana y que tal como me habían asegurado la española tenía su pubis completamente depilado al ver a la mayor de mis esposas separando sus pliegues antes de hundir su lengua en su interior.

Los gritos de placer de la española resonaron en el salón durante largos minutos hasta que completamente agotada, quedó medio inconsciente sobre el sofá.

Entonces y solo entonces me permitieron acercarme para que la cogiera en mis brazos y la llevara a su habitación. Me extrañó que me dejaran solo, pero subiendo por las escaleras cumplí mi misión depositándola suavemente en su cama.

―Por favor, no te vayas todavía― me pidió al comprobar que mi intención era volver con mis esposas.

―Descansa, princesa. Tienes muchas cosas que asimilar.

―Necesito que te quedes conmigo esta noche.

―Sabes que no puedo―repliqué usando sus propias palabras― te juré que, aunque te pusieras tonta no dormiría contigo.

Destrozada y con el dolor reflejado en su rostro, me contestó que eso lo había dicho antes de saber lo mucho que me necesitaba.

―¿A mí solo?― pregunté para obligarla a enfrentarse con el hecho que esa noche se había corrido brutalmente tanto conmigo como con mis dos esposas.

Sollozando y de rodillas sobre el colchón, me respondió:

―¡Maldito! Sabes que os deseo a los tres― y con su cara desencajada, prosiguió gritando: ― Me muero por sentir a ellas también mientras me haces el amor.

―Eso no es suficiente― la informé y sin apiadarme de sus lamentos, la dejé llorando y bajé a ver a mis esposas.

Confieso que me sentí un cerdo mientras bajaba al salón, pero su claudicación debía ser total y aceptar que las hindúes no eran algo accesorio en nuestra relación.

«Si quiere ser mía, antes debe comprender que será nuestra», decidí antes de enfrentarme a las primas.

Al comentárselo, Samali sonrió dulcemente y cogiéndome de la mano, me agradeció que les diera su lugar para acto seguido pedirme permiso para ir a ver a la dueña de esa casa.

―Haz lo que quieras, pero déjala claro que o todos o ninguno― insistí más cabreado que una mona sintiendo como mío el menosprecio de Ana hacia ellas.

            Acercándose a mí, la pequeña me soltó:

            ―No seas tan duro con nuestra futura esposa. Piensa que todavía tiene que digerir que nos ama por igual y que contra lo que mamó desde pequeña, la adoración que siente por nosotras no es algo malo ni pecaminoso sino una realidad contra la que no puede luchar.

―¿Estás segura de que esa zorrita realmente nos ama a los tres y que no es solo un encaprichamiento pasajero?

―No la llames así― protestó― es nuestra futura esposa y se merece un respeto… y respondiendo a tu pregunta, estoy completamente segura de que esa dulce muchacha nació para ser nuestra y nosotros de ella.

―¡Veremos!― respondí mientras me servía otra copa.

Diez minutos después, Samali hizo su aparición en el salón y viendo que tenía mi whisky en la mano, me pidió que le pusiera un zumo antes de informarnos que solo había conseguido tranquilizar a la española, prometiéndole que dormiríamos ahí, aunque fuera en la habitación de invitados.

―¿Y eso? – pregunté.

Con una sonrisa de oreja a oreja, la mayor de las primas contestó:

―Parece ser que necesita tenernos cerca y que solo saber que nos vamos, le da miedo no vaya a ser que desaparezcamos sin darle la oportunidad de pensar en lo que le he propuesto.

Con la mosca detrás de la oreja, le pedí que nos dijera que le había planteado. Muerta de risa, me soltó:

―Durante toda la noche debe plantearse si realmente quiere formar parte de nuestra familia y si mañana ha decidido que sí, primero y antes que la marques en el cuello como nuestra esposa, ¡debe hacernos el amor a Dhara y a mí!…

Capítulo 16 Claudicación y triunfo

Esa noche y gracias a que no podía dejar de pensar que al día siguiente incrementaría mi harén, hice el amor a las dos primas con desesperación. Perdón, rectifico. Los tres nos amamos con una pasión desbordante ya que haciendo honor a lo que realmente era nuestro peculiar matrimonio, las primas me tomaron,  se tomaron entre ellas y yo las tomé sin parar durante horas.

            Sus bocas, sus coños, mi verga, mi culo, todas las partes de nuestros cuerpos fueron herramientas con la que santificamos nuestra unión mientras a pocos metros de la habitación donde dormíamos, Ana estaba sufriendo mientras asumía que su puesto estaba entre nuestros brazos y no en su cama.

            Sé que incluso llegó a espiarnos porque en un momento de esa noche y mientras poseía a Dhara en plan perrito, Samali me informó que esa mujer estaba en la puerta mirándonos sin atreverse a entrar.  Ni siquiera se me pasó por la cabeza que la invitáramos a unirse, sino que, olvidando su presencia, exigí a mi pequeña con un azote que se moviera mientras su prima ponía su coño entre sus labios.

            ―Me encanta ser vuestra esposa― aulló Dhara feliz al sentir esa dura caricia y como una loba se lanzó sobre el húmedo sexo que había sido puesto a su disposición.

            Tal y como luego Samali me contó, Ana no pudo reprimir su deseo y metiendo los dedos entre sus piernas, se masturbó mientras sobre el colchón veía a un único ser amándose. Os juro que por mi parte no pensé en Ana cuando incrementando el acoso sobre mi montura, aceleré el ritmo de mis puñaladas hasta convertirlo en algo vertiginoso.

            ―Os necesito― informó esta desde la puerta al sentir que sus neuronas colapsaban y que su interior se derramaba por sus piernas.

Al verse descubierta, salió corriendo rumbo a su cuarto mientras entre las sábanas, mis esposas y yo intuíamos que al comprender por fin nuestra forma de amar se había inclinado la balanza y que a la mañana siguiente esa rubia vendría a nosotros a reclamar su puesto…

Al despertarme todavía abrazado a las primas, me quedé pensando en si me convenía levantarme o esperar a que Ana viniera a rendirse mientras seguíamos desnudos en la cama. La decisión no era fácil porque no en vano esa rubia tenía que romper con los convencionalismos sociales que habían marcado su vida. Por ello al final decidí que sería para ella más sencillo abrirse de par en par si nos encontraba ya vestidos.

Despertando a mis esposas, les expliqué el por qué pensaba que era mejor que bajáramos a desayunar, pero entonces riendo a carcajadas Samali me soltó:

―¡Qué poco sabéis los hombres de la mentalidad femenina! No debemos ponerle las cosas fáciles, al contrario, nuestra futura esposa debe sufrir un poco más para que realmente valore lo que significa ser nuestra.

Asumiendo que nunca había fallado le pregunté que era entonces lo que debíamos hacer:

―Tú seguir durmiendo. Deja que seamos nosotras las que nos ocupemos de todo― contestó e imprimiendo un tono pícaro a su voz, dijo: ― Si nuestra futura esposa viene a verte, acógela entre tus brazos

Aunque me quedé en la cama, me resultó imposible el volver a conciliar el sueño. Los minutos pasaban con una exasperante lentitud y quizás por eso al cabo de media hora, seguía dando vueltas entre las sábanas, totalmente despierto. La espera me estaba matando y justo cuando estaba a punto de levantarme para averiguar qué pasaba, vi entrar a Ana por la puerta.

La noté preocupada, hasta angustiada. Por ello y haciendo caso a Samali la llamé a mi lado. Indecisa, dudó unos instantes. Instantes que me sirvieron para admirar la belleza de la rubia, cuyo camisón casi transparente no lograba ocultar.

―Ven preciosa, no muerdo― insistí dando por sentado que la presencia de esa mujer se debía a que había llegado a un acuerdo con mis esposas para entregarse a mí.

Con paso inseguro recorrió los dos metros que nos separaban y casi temblando se sentó sobre la cama.

―Tenemos que hablar…― alcanzó a decir antes que con dos dedos cerrara su boca.

Tumbándola a mi lado, deslicé los tirantes de su negligé dejando a la vista sus primorosos pechos y los delicados pezoncillos que los decoraban. Su cuerpo se estremeció al sentir que mis labios comenzaban a recorrer su cuello con dirección a las maravillas que acababa de descubrir.

―No seas malo― protestó con un gemido al experimentar mi respiración muy cerca de una de sus areolas.

Esta vez cerré su boca con un beso. Mi lengua se abrió paso entre sus labios, al mismo tiempo que mis manos se deshacían de su camisón. Las pocas defensas que todavía le quedaban desaparecieron cuando totalmente desnuda la abracé y notó la presión de mi miembro contra su sexo.

―Quiero ser vuestra mujer― suspiró descompuesta casi llorando al verse dominada por el calor que mi cuerpo desprendía.

―Ya lo eres― Dhara contestó desde la puerta mientras dejaba caer su ropa y se acercaba hasta la cama.

Con lágrimas en sus ojos, Ana abrazó a la recién llegada y posando sus labios en los de la morena, susurró:

―No puedo acostarme con vosotros, ¡Samali se enfadará!

Para su sorpresa, la mayor de las primas le replicó mientras se introducía entre las sábanas:

―Comprendimos que Shiva te había puesto en nuestro camino para que tú nos enseñaras a vivir en esta sociedad tan extraña y nosotras te mostráramos la senda de la felicidad.

En ese momento, Dhara la levantó y trayéndola hasta mi silla, afirmó:

―Puede que todavía no lo sepas, pero ya eres nuestra esposa desde que lo has aceptado en voz alta .

Ana se lanzó a sus brazos buscando sus besos mientras miraba la escena con satisfacción. La total entrega que denotaban sus actos me terminó de convencer y estrechándola contra mí, le di entrada diciendo:

―Bienvenida a la familia.

 Confirmando mis palabras con hechos, Samali comenzó a acariciarla mientras nos decía:

―Demostremos nuestro amor.

Dhara fue la primera en reaccionar y bajando por su cuello, comenzó a mamar de esos pechos que llevaba semanas ansiando con una determinación que me dejó acojonado. Los suspiros de la rubia no se hicieron esperar y mientras era objeto de los mimos de las dos hindúes, me deslicé entre sus piernas y separando los pliegues de su sexo, le di un lametazo de principio a fin antes de concentrarme en el botón erecto que emergía en su mitad.

―¡Dios!― aulló al verse estimulada por todos lados y es que la mayor de las primas se había apoderado de su otro pecho.

La falta de vello púbico me permitió mordisquear su clítoris con delicadeza mientras observaba como su coño se iba anegando por momentos. Justo cuando iba a insertar mis dedos en esa oquedad, Samali me tomó la delantera y comenzó a follársela con sus yemas. La escena no tenía desperdicio con la pequeña mamando de sus pechos y con Samali y yo jugando en su coño.

―Me corro― aulló la chavala al verse sacudida por el placer.

Pero entonces sacando los dedos del coño, la mayor de las hindúes se lo prohibió diciendo:

―Tenemos que hacerlo juntas.

Tras lo cual me vi echado de la partida y formando una especie de serpiente que se mordía la cola, Dhara puso su sexo al alcance de la boca de la rubia mientras buscaba el placer de su prima entre sus pliegues. Samali completó el círculo jugando con la imberbe vulva de la recién incorporada a nuestra unión.

Recordando que ya desde la noche anterior sabía que antes de hacerla mía, Ana debía entregarse a ellas permanecí en silencio mientras entre esas cuatro paredes se empezaba a oír la melodía creciente de suspiros de placer provenientes de las gargantas de mis tres esposas.

―Cariño, ámame más para ser tu eterna compañera― rugió la pequeña de las primas al sentir que la española introducía una de sus yemas dentro de ella. Ana cogió al vuelo la insinuación y sumando otro dedo, comenzó un rápido mete-saca mientras experimentaba que estaba siendo objeto del mismo tratamiento por parte de Samali.

El deseo de Dhara se estaba incrementando a una velocidad y comprendiendo que tenía que hacer algo para que su prima las alcanzara mordisqueó con dureza el clítoris de ésta, consiguiendo que de inmediato su boca se llenara con el flujo que tanto amaba.

No deseando permanecer al margen, me dediqué como si fuera el director de la orquesta y ellas mis músicos a ordenar a la que veía más caliente que se calmara mientras la azuzaba a acelerar las caricias sobre la que estaba masturbando hasta que sintiendo que las tres estaban a punto, con voz autoritaria les ordené que se corrieran. 

Increíblemente su respuesta fue una y aullando de placer, observé a esas tres bellezas retorciéndose sobre las sábanas presas de un gigantesco orgasmo. Juro que a pesar de estar atento no puedo certificar quién fue la primera en alcanzar el clímax. Lo que sí puedo avalar es que no contentas con el placer que habían compartido, al unísono las tres intercambiando de pareja de juegos se lanzaron sobre el coño de la que antes la había acariciado.

Al ver la voracidad con la que se volvían a sumergir en la pasión, decidí que era mi turno y obligándolas a parar, ordené a las hindúes que me ayudaran mientras tomaba para mí lo que ya era de mi propiedad. Esa fue una de las primeras veces que escuché que Samali protestara diciendo que todavía ella no había sentido la lengua de nuestra nueva esposa. Descojonado observé que Ana asentía con la cabeza y muerto de risa, la cogí de su melena llevando su cara entre los muslos de la insatisfecha hindú.

―Gracias― respondió al experimentar que se reanudaban las caricias de la rubia.

 Lo que no se esperaban ninguna de las dos es que aprovechara que la tenía a cuatro patas y sin pedirles opinión, comenzar a jugar con mi pene en el coño de la que chupaba.

―Fóllatela― susurró Dhara viendo mis intenciones en mi oído.

No hizo falta que me lo pidiera dos veces, apreciando lo excitada que estaba supuse que estaba lista y lentamente fui introduciendo mi glande en su interior.  A pesar de la humedad de su conducto,  su coño era tan estrecho que me costó entrar. Si eso me resultó de por si extraño, lo realmente rompió todos mis esquemas fue encontrarme cuando ya tenía la mitad de mi pene incrustado dentro de su coño que existía un obstáculo que me impedía seguir avanzando.

«Es imposible que a su edad y en España siga siendo virgen», estaba diciendo en mi interior cuando la pequeña hindú me informó que tuviese cuidado porque era la primera vez de esa muchacha.

            Mi cara de extrañeza la hizo reír y en voz baja, me explicó mientras Ana seguía paralizada:

            ―Nuestra nueva esposa intimidaba tanto a sus parejas que nunca consiguió que nadie tuviese el valor para acostarse con ella.

            ―¿Eso es cierto?― pregunté.

Colorada y casi llorando, la aludida confirmó que nunca había estado con nadie y que, si alguna vez había insinuado lo contrario, se debía a que le daba vergüenza y miedo que yo lo supiera.

Soltando una carcajada, le solté:

―Niña, eso no es ningún pecado. Y si lo fuera, ¡tiene solución!― tras lo cual, y viendo en el rostro de la cría se iluminaba con una sonrisa, pregunté si podía hacerla mía.

―Ya soy tuya― respondió mientras sin pensar en las consecuencias se echaba para atrás empalándose ella misma: ―¡Duele! ― rugió descompuesta dejando atrás su virginidad.

Aterrado al haber notado como su himen se desgarraba a mi paso, me quedé quieto, pero ella no contenta con el dolor que estaba sintiendo se comenzó a mover sin esperar a acostumbrarse.  Afortunadamente, sus berridos no se hicieron esperar y mientras las dos primas se lanzaban a mamar de sus pechos, Ana incitó mi diciendo:

―¡Tómame! ¡Quiero ser eternamente tuya!

Las palabras de la española estaban teñidas de una inmensa excitación y mientras sentía un riachuelo cayendo por mis muslos, comprendí que no era sangre sino flujo. Por ello, obedeciendo sus deseos la cogí de la cadera incrementando la velocidad de mis incursiones.

  ―¡Muévete!― exigí.

Ana al sentir mi extensión chocando con la pared de su vagina, se volvió loca y aullando como posesa, me rogó que no parara.

―Te gusta, ¿verdad putita mía?― pregunté notando que el placer se iba adueñando de ella.

Para entonces la humedad de mi pareja era total y sobrepasando los límites de su coño se desbordó haciendo que con cada penetración su flujo salpicara las sábanas. Con mis piernas empapadas, fui testigo como las hindúes incrementaban la presión sobre nuestra amada mordisqueando sus pezones mientras entre mis piernas Ana se sumergía en un orgasmo gigantesco que le obligó a gritar:

―¡Necesito sentir qué eres mío!

Su grito azuzó mi calentura hasta el infinito al comprender lo que deseaba y cediendo a sus deseos, exploté derramando mi semilla en su interior mientras la muchacha se veía golpeada por el placer.

―¡Me corro!― chilló sin dejar de mover sus caderas.

 El orgasmo de Ana no parecía tener fin y mientras todas sus neuronas eran puestas del revés, no cejó en su intento de ordeñar mis huevos hasta que, con mis testículos ya vacíos, caí totalmente agotado sobre ella.

Las dos hindúes que habían mantenido en un discreto segundo plano se abrazaron a nosotros mientras pensaban en lo mucho que le debían al Padre Juan,  el capuchino al que engañaron para que me convenciera de casarme con ellas…

FIN

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