Esa noche, tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para evitar que la criada durmiera en mi cama. A pesar de que todas mis neuronas me exigían llamar a Simona, conseguí no hacerlo. Por ello, apenas descansé y a la mañana siguiente amanecí todavía más cansado.
No debía llevar mucho tiempo durmiendo cuando el ruido del jacuzzi llenándose me despertó. Quise seguir durmiendo por la certeza que esa bruja estaba en el baño y que ella había abierto el grifo, pero me resultó imposible.
El recuerdo de las horas de sexo y entrega que habíamos protagonizado la noche anterior me estuvo torturando hasta que cabreado escuché su voz llamándome. He de confesar que quise no contestar, pero traicionando mis principios, me vi levantándome y como un autómata, acudí a su lado.
―Ya tengo listo su baño― comentó con una sonrisa al verme entrar.
La alegría de la criada contrastó con mi ceniciento estado de ánimo y en silencio, me sumergí en la bañera. Obviando mis malos modos, Simona esperó a tenerme tumbado para empezarme a enjabonar.
― ¿Te das cuenta de que es la primera vez que te baño? – preguntó como si fuera un sueño importante que acababa de cumplir e ignorando el mutismo en que me había instalado, comentó: ―Ayer cuando me enseñaste este jacuzzi, me puse cachonda al saber que todas las mañanas mi señor dejaría que lo cuidara en su interior.
Por alguna razón supe que sus cuidados no se suscribirían solamente a enjabonarme y por eso no me extraño, que dejara caer su vestido y que desnuda decidiera compartir el baño.
― ¿Quiere ya su desayuno o prefiere que le dé de mamar en la cocina? ― dejó caer mientras acercaba sus pezones a mi boca.
Juro que intenté rechazar la tentación que suponían esas negras areolas, pero justo entonces dos pequeños y blanquecinos chorros surgieron de la nada, mojando mis labios. El dulzor de su leche provocó que mi estómago rugiera de hambre y por instinto, me aferré a ellos con la intención de saciarla.
―Mi señor se ha levantado goloso― suspiró al sentir que empezaba a mamar con desesperación.
Su sabor hizo renacer la lujuria en todas y cada una de las células de mi cuerpo. Quizás por eso no me importó que, muerta de risa, Simona se empalara con mi miembro.
―Tu placer es mi alimento― rugió descompuesta al sentir que mi miembro se iba abriendo paso entre sus pliegues y solo cuando hubo absorbido toda su extensión, se permitió el lujo de exigirme que la diera de comer moviendo sus caderas.
―Dios, ¡qué coño me ocurre! ― musité enfadado al ser consciente de lo fácil que le había resultado convencerme de que le hiciera el amor.
La convicción de que sufría una especie de encantamiento se incrementó a niveles inauditos cuando con el tono dulce y cariñoso que le caracterizaba, esa arpía contestó:
―Nuestra unión además de indisoluble, nos hace dependientes uno del otro. Soy tu ángel custodio y tú, mi señor. Nada de lo que hagamos podrá cambiarlo.
Si cualquier otra hubiese respondido esa memez, me hubiera echado a reír, pero en labios de esa mujer supe que era verdad y contra todo pronóstico, mi corazón saltó de alegría al oírla.
«Esta zorra me tiene embrujado», me torturé mientras el traidor que tengo entre las piernas se hacía fuerte dentro de ella.
La voracidad con me alimentaba de sus senos era una placentera, pero a la vez irrevocable muestra de que me encontraba bajo los efectos de un hechizo y es que a pesar de llevar mamando cinco minutos, no me saciaba y quería más.
Como si me estuviese leyendo el pensamiento, La rumana murmuró en mi oído:
―Mi dulce amor, ordeña tu vaquita todo lo que quieras. Mi leche te mantendrá sano porque nací para cuidarte.
Sus palabras me hicieron aullar de pasión y sintiendo mi estómago llenó, la obligué a girarse sobre la bañera porque me apeteció de pronto tomarla en plan perrito. Simona no puso impedimento alguno al cambio de postura, es más al ver mis intenciones, aplaudió la decisión diciendo:
―Me encanta que mi señor me trate como a un potrilla.
No necesitaba su permiso, pero escucharla decir eso, azuzó mi lujuria y preso del deseo, de un solo empellón hundí toda mi extensión en su conejo.
― ¡Hazme saber que soy tuya! ― chilló al verse acuchillada.
Por alguna razón, supe que lo que quería mi rumanita era que la montase en plan salvaje y haciendo caso a su petición, solté un sonoro azote sobre sus ancas mientras la penetraba.
― ¡Demuéstrame quién manda! ― feliz respondió a la caricia.
Imbuido en el papel de jinete y acelerando el ritmo de mis penetraciones, seguí azotando su trasero con sus gritos como música de fondo.
― ¡No pares! Mi tierno amor― aulló revelando el placer que sentía con las nalgadas: ―Estoy a punto de correrme.
Su confesión avivó mi calentura y tomándola de la melena, la atraje hacía mí. Simona adivinó mi siguiente paso y girando la cabeza, puso su hermoso cuello a mi disposición. Al ver su entrega, la premié con un mordisco.
― ¡Has vuelto a marcarme! ― gritó antes de sentir como su cuerpo se derretía bajo los influjos de un orgasmo.
Como si con su clímax, mi criada hubiese dado la salida de un gran premio, con renovado ímpetu la tomé y forzando la profundidad de mis ataques, usé mi pene para pulverizar una a una sus defensas.
― ¡Riega mi coño con tu semen! ― sollozó necesitada― ¡Estoy hambrienta de ti!
Aunque ya me había reconocido que se alimentaba con mi placer, esa fue la primera vez que la creí. Lejos de molestarme, saber que ella me dependía de mí fue el empujón que necesitaba para dejarme llevar y usando su pelo como riendas, exploté en sus entrañas.
Estudiando su reacción, observé que Simona recibía cada descarga de mi semilla, retorciéndose de gozo. Gozo que se magnificó cuando me oyó decir que esa noche en vez de su coño usaría su trasero.
― ¡Mi culo es tuyo y estoy deseando que me lo rompas! ― gritando replicó antes de caer casi desmayada en la bañera.
Asustado por su desfallecimiento, la miré y fue en ese momento cuando observé que el agua donde nos estábamos bañando tenía un color blanquecino. No tuve duda alguna que se debía a la cantidad de leche materna que de sus pechos había manado mientras hacíamos el amor e incomprensiblemente lo único que pensé fue que era una pena haberla desperdiciado.
Tras analizar tamaña insensatez, muerto de risa, la espeté que la próxima vez, le podría una bosas en las tetas para recolectar su producción lechera.
Simona, viendo que era broma, contestó:
―Si me sigues dando tanto placer, podríamos montar una entrega a domicilio.
Solo la idea que alguien pudiera disfrutar de ese manjar me repugnó y tomándola de la mejilla, susurré en su oreja:
―Tu leche es de tu hija y mía. ¡De nadie más! Solo nosotros tenemos permiso a saborearla… ¿me has entendido?
Con una sonrisa de oreja a oreja, la dulce hechicera que me tenía embrujado, contestó:
―De acuerdo, mi señor. Si algún día necesito usar sus poderes, le preguntaré antes.
Confieso que me destanteó esa respuesta porque, aunque me sabía bajo su influjo, desconocía a qué se refería con ello. Pero los celos que había provocado en mí pensar que otro disfrutara de su sabor me lo impidieron y con un cabreo impresionante, salí del jacuzzi rumbo a mi cuarto sin siquiera secarme.
De inmediato, escuché a mi espalda que Simona me seguía.
«Esta zorra viene con ganas de bronca», pensé, pero al girarme para enfrentarme a ella, el dolor reflejado en su rostro me dejó mudo.
―Por favor, no te enfades conmigo― con lágrimas en los ojos cayó a mis pies: ―Nací para ser tuya y no puedo soportar que no me hables. Eres la razón de mi existencia.
Con el corazón encogido, la recogí del suelo y olvidando el motivo de mi cabreo, la deposité sobre mi cama, pero fui incapaz de consolarla.
― ¡Háblame! ― me rogó: ― ¡Dime algo!
No puedo negar que en ese momento, me moría por consolarla pero algo en mí me lo impidió y permanecí junto a ella sin decir nada, profundizando con ello la angustia de la muchacha.
―Sé que puede estar enfadado por el modo en que te obligué a tomarme como tu pareja, pero perdóname. Me moriría si me rechazas.
La tristeza de su mirada me impactó. Realmente parecía desesperada y de pronto comprendí que involuntariamente había abierto una brecha en su coraza. Por ello, miré a esa bruja y le pregunté hasta qué grado dependía de mí.
Con la cara desencajada, me respondió:
―Un ángel custodio necesita de su protegido más que él de ella.
―Sé más explícita― le ordené viendo que no se podía negar a contestarme.
Turbada por el secreto que me iba a revelar, me contestó con un hilo de voz:
―No solo nos alimentamos de su placer, también nos nutrimos con su felicidad y por ello, nuestro destino es conseguir que los hombres que se hayan bajo nuestro cuidado sean felices.
Indignado por lo que me estaba confesando, pregunté:
― ¿Pero los amáis?
Tapando su cara con las manos, respondió avergonzada:
―Estamos genéticamente predispuestas a ello y por ello, las custodios esparcidas por el mundo van recogiendo prendas con el olor de hombres que conocen, para comprobar si alguno de su alrededor encaja como pareja de una hermana que permanece sola.
― ¿Me estás diciendo que antes de conocerme sabías que yo era el que Dios o la naturaleza te tenían reservado?
―Sí, mi señor. Apenas tenía quince años cuando me hicieron llegar un jersey impregnado con tu sudor y al olerlo supe que había nacido para ti.
Mas confundido que antes, pregunté por el padre de su hija y fue entonces cuando su respuesta me dejó completamente trastornado.
― Sé desde entonces que era tuya, pero todavía era muy joven para procrear a la que me debía sustituir cuando yo faltara. Mientras mi cuerpo maduraba, todas las noches dormía oliendo la ropa que me hacía llegar regularmente mi hermana Dana.
―Y cuando sentiste que estabas lista, te follaste al primero que pasaba por la calle para quedarte preñada― afirmé.
La rumana abrió los ojos de par en par al escuchar mi acusación y llena de ira, me replicó:
― ¡No he estado con nadie que no fueras tú! ¡Eres el único hombre con el que he estado y que voy a estar! Me repugna imaginar que otro me toque.
― ¿Entonces si eras virgen cómo te quedaste embarazada? ¿Por el espíritu santo?
― ¡Tú me preñaste! ― respondió fuera de sí― Llegado el momento, tu olor desencadenó en mi cuerpo mi embarazo. Mi niña es hija tuya. ¡Tus genes se mezclaron con los míos para crearla!
― ¡No te creo! ― grité en su cara.
Me miró y furibunda dejó la cama. Desde la habitación, la oí entrar en el salón y recoger a su hija para un minuto después, poner en mis manos una foto mía siendo un bebe.
― ¡Dime que nuestra hija no es igual a ti!
Por primera vez, me fijé realmente en su niña y confieso que casi me da un patatús al observar su parecido conmigo. Aunque siempre había deseado formar una familia numerosa y tener muchos hijos, el enterarme de esa forma que había sido padre de un ser que ni siquiera era humano me hizo palidecer.
«Es una copia dulcificada de mí», reconocí con ganas de vomitar…

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