Algún lugar del norte de Francia, 12 de diciembre de 1917

Querido hermano:

Espero que todos os encontréis bien. Siento no haber escrito antes, pero apenas tengo tiempo nada más que para el adiestramiento y el sueño. Además ya sabes que lo mío no es la escritura.

Lo siento, pero no puedo decirte dónde estamos. Tan solo que al fin hemos cruzado el charco. Cuestiones de seguridad, dicen nuestros superiores. Pero esas órdenes no impiden que te pueda contar todo lo que ha pasado.

Hace tres semanas, por sorpresa y en secreto, nos metieron en cargueros, apretujados como sardinas y nos hicimos a la mar. La travesía fue una pesadilla. Tras un par de horas de viaje, todo el mundo estaba mareado y vomitando. El barco olía que apestaba, haciendo que los pocos que resistían el mareo vomitasen por efecto del intenso hedor.

Cuando finalmente nos recuperamos, una violenta tormenta procedente del norte nos alcanzó con olas de más de cinco metros, volviendo a dejarnos a todos en un estado lastimoso. Los marineros, sin embargo, estaban felices, primero por ver a aquellos orgullosos chavales arrastrarse por el barco como almas en pena y segundo por la imposibilidad de que los submarinos alemanes pudiesen atacarles con el mar en semejantes condiciones.

La tormenta nos acompañó con pequeños lapsos de tranquilidad durante toda la travesía hasta que llegamos al puerto de Brest. Milagrosamente no perdimos ningún barco. Cuando posamos el pie en Francia, durante unos minutos nos sentimos tan mareados como en alta mar, creímos que no nos íbamos a volver a sentir humanos nunca más, pero todo cambió radicalmente en cuanto salimos del puerto.

Avanzamos en formación por las calles de Brest, camino de las afueras, donde nos esperaba una flota de camiones que nos llevaría al campamento. Al principio apenas había un alma por las calles, pero de alguna manera se corrió la voz y en cuestión de minutos estábamos rodeados por un montón de gente que nos vitoreaba como si ya hubiésemos ganado la guerra.

Los hombres lanzaban sus sombreros al aire y nos vitoreaban mientras que las jóvenes salían de entre la multitud y se nos colgaban del cuello, abrumándonos con sus perfumes, besando nuestras mejillas y regalándonos flores. Nuestro cansancio y nuestro mareo se esfumaron sustituidos por una intensa sensación de orgullo. Nos pavoneamos y machamos ante la gente con una sonrisa de satisfacción que no nos cabía en la cara.

Subimos a los camiones y no paramos hasta llegar al campamento, dando botes en los estropeados caminos, comiendo dentro de los vehículos y solo parando para hacer nuestras necesidades en la cuneta.

El cielo estaba encapotado y caía una fina lluvia que lo empapaba todo, haciendo que aquel campamento pareciese aun más deprimente. Consistía en una serie de barracones dispuestos alrededor de una plaza presidida por la bandera americana. Dominando la plaza estaba plantado el único edificio de ladrillo, el pabellón destinado a los oficiales y los instructores.

Sí instructores. Creíamos que nada más llegar nos destinarían al frente y en cuestión de horas estaríamos matando boches, pero no fue así. Tras un corto descanso de seis horas volvíamos a estar haciendo marchas y arrastrándonos por el barro con equipo completo.

Creíamos que los sabíamos todo, pero nuestros nuevos instructores eran soldados ingleses curtidos en la batalla. Nos hablaban con amabilidad y nos daban consejos verdaderamente útiles, pero había algo en ellos, una actitud pesimista y cansada que a pesar de todo no consiguió alterar nuestro ánimo.

Al fin nuestro capitán nos dijo que saldríamos en un par de días para el frente, pero antes nos dieron una última noche para visitar el pueblo que estaba al lado del campamento.

Salimos corriendo y gritando, dispuestos a coger una buena curda. Atestamos la pequeña cantina y brindamos con los parroquianos bebiendo vaso tras vaso de calvados hasta estar convenientemente borrachos.

Rosco fue quién sugirió que aquella noche iba ser la última antes de enfrentarnos a la muerte cara a cara y que debía ser inolvidable. Así que se inclinó sobre un viejo y le preguntó dónde estaba el burdel más cercano.

El lugar era un pequeño Chateau a las afueras del pueblo. Por fuera parecía un tanto ajado, las paredes tenían manchas de humedad y el jardín estaba desatendido, pero cuando entramos en el interior todo cambió. Los dorados y los lujosos oropeles adornaban las estancias dándoles un aire de sutil decadencia.

Pasamos atropelladamente, empujándonos unos a los otros, dándonos valor. Después de todo, la mayoría éramos chavales de menos de diecinueve años y casi ninguno había pasado con sus novias de la primera base.

Entramos en una enorme sala dónde la madame nos recibió con amabilidad. Adosados a la pared había sofás y canapés donde descansaban mujeres casi desnudas. Observamos con avidez a las mujeres, las había rubias, morenas, pelirrojas… hasta había un par de mulatas de labios gruesos y pintados llamativamente de rojo.

Rosco y Carlucci fueron los primeros en adelantarse y tras pagar a la madame. Se llevaron a dos rubias delgadas y muy guapas. Yo no sabía muy bien que hacer, paralizado por la timidez y por no saber qué mujer elegir, cuando unos ojos verdes llamaron mi atención.

Los ojos pertenecían a una mujer de unos treinta años pelirroja, de piel pálida y formas generosas. Sus pechos grandes y sus piernas tersas y rollizas despertaron mi deseo y una sonrisa amplia y tranquilizadora terminaron por decidirme. Pagué a la madame y me dirigí hacia ella. Mientras subíamos las amplias escaleras que nos llevaban a su habitación me contó que se llamaba Didiane y que era de Marsella. Su voz tranquila y grave me tranquilizó y cuando cerramos la puerta tras nuestras espaldas, me acerqué a ella y la observé con tranquilidad. Era más baja que yo, de facciones suaves. Tenía el pelo largo, de un intenso color rojo, recogido en un alto moño y sus ojos de un verde aguamarina parecían acariciarte suavemente con cada mirada. Con una sonrisa se quitó el camisón semitransparente y cogiendo mi mano la acercó contra su piel cremosa.

Mis manos se movieron acariciando su vientre y sus caderas y se cerraron sobre sus pechos. Eran grandes y pálidos, ligeramente caídos y recorridos por una fina red de venas azules que recorrí con los dedos.

Me incliné y con timidez acerqué mi boca a sus pezones de areolas grandes y rosadas. La mujer me cogió amorosamente la cabeza acercándome los labios hacia ellos. Los chupé con fuerza notando como crecían dentro de mi boca. Didiane gimió y presionó aun más mi cabeza contra ellos.

Durante unos instantes solo se oyó el sonido de mis labios y los gemidos de la mujer antes de que ella me separase suavemente, deshiciese su moño y comenzase a desnudarme.

No pude dejar de sentirme raro, la última persona que me había quitado la ropa de esa manera había sido mi madre. Me sentí un poco cohibido, no sabía qué hacer allí parado, pero Didiane sonrió y se arrodilló frente a mí. Murmuró un par de palabras tranquilizadoras y acarició mis pelotas con suavidad mientras se metía mi polla en la boca.

La habilidad de esa mujer con sus labios y su lengua hubiese hecho que me corriese en cuestión de segundos, pero afortunadamente estaba bastante borracho lo que me ayudó a contenerme. Sin dejar de mirarme a los ojos recorría mi polla con su boca, chupando con fuerza y mordisqueándola con suavidad. Antes de incorporarse de nuevo recorrió mi glande con su lengua y lo golpeó con suavidad para asegurase de que estaba dura como una piedra.

A continuación se acercó al enorme lecho que dominaba la habitación y dejando el culo en el borde abrió las piernas.

Me acerqué y me arrodillé entre aquellos muslos pálidos y gruesos. Enseguida un aroma a rosas invadió mi nariz. No te lo vas a creer, las francesas se perfuman hasta por ahí abajo.

Enterré allí mi cabeza y fue como enterrarla en un delicioso jardín. Lamí el interior de sus muslos y su sexo. Su vulva se inflamó casi inmediatamente abriéndose como una flor. Con suavidad le exploré con mi lengua y mis dedos, descubriendo las zonas más sensibles. En cuestión de minutos Didiane estaba gimiendo y gritando estrujándose los pechos y atrapando mi cabeza entre sus colosales muslos.

No esperé más y me levanté. Separé las piernas de la mujer, admirando el vello rojo que cubría su pubis antes de penetrarla. Didiane gimió suavemente y sonrió mientras yo me movía torpemente en su interior. Me incliné, besé sus pechos y exploré su boca invadiéndola con mis vapores alcohólicos. Ella no dio ninguna muestra de incomodidad sino que me abrazó amorosamente sin dejar de sonreír.

No sabía muy bien cómo pero Didiane consiguió que me sintiese cómodo y me olvidase de que estaba follando con una puta. Aceleré el ritmo de mis penetraciones y ella comenzó a gemir, cada vez con más intensidad, hasta que todo su cuerpo se paralizó.

Yo aun no había llegado al final así que ella se dio la vuelta y apoyando los pies en el suelo separó las piernas mostrándome el culo. No pude contenerme y me abalancé sobre ella como un animal dándole polla con todas mis fuerzas y haciendo que gritase extasiada.

Aprovechando que me tomaba un momentáneo descanso para coger aire, giró su cabeza y cogiéndome la polla la guio hacía su ano. Yo me quedé paralizado, sin saber qué hacer, pero ella me alentó con un gesto y yo la penetré.

Su culo era deliciosamente estrecho y olvidando toda consideración enterré mi polla hasta el fondo de un solo empujón. Didiane soltó un quejido, pero no me lo impidió y cuando me di cuenta estaba empujando en sus entrañas con todas mis fuerzas. La prostituta se limitó a soltar quedos quejidos mientras se masturbaba con fiereza. Pronto estábamos gimiendo ambos, follando como animales sin pensar en nada, ni en la guerra, ni en la miseria, ni en las horribles cosas que ambos estábamos obligados a hacer.

Creí y deseé que aquello durase siempre, pero el orgasmo me llegó y eyaculé en el culo de Didiane llenándolo con mi semilla y estimulándola hasta producirle un monumental orgasmo. Su cuerpo tembló de nuevo incontenible mientras gritaba hasta perder el aliento.

Caímos en el lecho jadeantes y sudorosos. Tras unos minutos, Didiane me levantó y me ayudó a vestirme. Bajamos a la sala de recepción donde me esperaban el resto de mis compañeros ya saciados.

Intercambiamos bromas y tomamos un par de copas de champán que nos ofreció la madame. Mientras tanto Didiane había vuelto a ocupar su sitio y esperaba, sonriendo, un nuevo cliente.

En fin, que la noche resultó ser genial aunque el día de hoy no lo es tanto. Escribo esto esperando que un camión nos acerque al frente mientras un ejército de monos toca los timbales en el interior de nuestras cabezas.

La próxima vez que te escriba estaré en primera línea y espero poder contarte que he acabado con unos cuantos de esos cabezas cuadradas.

Como no tengo más que contarte me despido. Cuídate mucho y no te preocupes por mí hermanito, sabré arreglármelas. ¡Ah! y procura que madre no tenga acceso a esta carta o me pasaré el resto de mi vida castigado.

Un abrazo de tu hermano que te quiere.

Douglas.

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