Las olas de la corriente golpeaban constantemente el casco del barco mientras los peces huían del paso de la nave, de manera que Camila no se aburría tanto en su búsqueda de avistar un caimán. A sus diecisiete años el mundo le seguía pareciendo muy reciente y tanto la selva como los caimanes le eran una novedad. Había perdido a su madre en un incendio que casi la mata a ella también y, a pesar de su aparente tranquilidad, ardía de desolación como el mismo fuego de su desgracia. El viaje en aquel barco era el último paso para reunirse con su padre después de dos años de no verlo; viajar por el rio hasta la ciudad a través del rio, sin embargo, tomaría aun tres días. No iba sola, por supuesto, la acompañaban el hermano de su padre, su tío Amador, y Matilde, una joven criada de dieciocho años que aparentemente le continuaría sirviendo para toda la vida. Camila había estado callada durante todo el viaja y rara vez lanzaba comentarios sin importancia a Matilde con una voz tan baja que esta apenas y podía escucharla.
El buque avanzaba mientras la tripulación ponía todo en orden y los pasajeros iban acostumbrándose a un viaje que, sabían, sería insoportable. De un momento a otro Camila pudo ver a los primeros caimanes de su vida y se desilusiono un poco al descubrir que eran bastante similares a los cocodrilos africanos, que aunque no conocía tampoco si había visto ilustraciones en las enciclopedias de la época. Su menosprecio por aquellos reptiles se desmoronó apenas vio a un par de ellos acercarse al buque tan rápido que por un momento tuvo el presentimiento de que podrían saltar para devorarla. Alterada, pero evitando parecerlo, se alejó para sentarse en lo que le parecía la seguridad de un sillón de descanso. Volteó a su alrededor esperando estar sola pero se apenó al mirar a una mujer que había presenciado todo mientras fumaba un cigarrillo. La mujer sonrió ante la situación de la muchacha y se acercó lentamente.
– No te preocupes – dijo la mujer – Con los cocodrilos hay que tener tanta precaución como con los hombres.
La muchacha no supo que decir pero supuso que levantar la vista y sonreírle a aquella mujer sería lo más educado. No supo, sin embargo, si debía contestarle algo pero imaginó que también sería correcto.
– Bueno, en realidad es un caimán – fue lo único que se le ocurrió decir
– ¡Caimanes, cocodrilos, hombres! – refunfuño la mujer – Son lo mismo.
Continuó fumando su cigarrillo mientras la muchacha, sentada, miraba las copas de los arboles. Al poco tiempo, al terminar con su cigarrillo, la mujer tomó asiento al lado de la jovencita.
– Y dime, tú te llamas…
– Camila
– Encantada, Camila; yo me llamo Angélica
Platicaron durante casi una hora, hablaron de la selva, de la misma ciudad que compartían como destino y de lo cansado que prometía ser el viaje. Camila no acostumbraba hablar con extraños pero aquella mujer le pareció tan hermosa e impresionante que le atemorizaba la sola idea de ser descortés con ella. Y era cierto, Angélica era una mujer preciosa que a sus veintiocho años irradiaba admiración en las jovencitas y atracción en los hombres. Bajo su vestido escotado, cuya confección permitía adivinar la belleza de su figura, y su larga y lisa cabellera oscura, Angélica daba la impresión de ser una especie de actriz de teatro. Supo también que el camarote de aquella mujer se encontraba frente al suyo.
Entrada la noche la muchacha se preparaba para darse un baño, su sirvienta, Matilde, desabrochaba uno a uno los numerosos botones en su espalda del vestido blanco de algodón; al desabrocharlos todos el vestido cayó al suelo solo para dejar a la muchacha en el traje intimo de algodón que cubría su cuerpo como una especie de segunda piel. Matilde se colocó de frente y desabrochó los tres únicos botones del traje y, dado que aquel traje era un tanto más estrecho debía agacharse al tiempo que el cuerpo desnudo de Camila aparecía.
Camila era simplemente hermosa; la juventud de sus diecisiete años se acentuaba con su virginidad evidenciada hasta en la inocencia de su mirada. Era una adolescente tremendamente bella que se acercaba a pasos agigantados a la silueta de una mujer. Su rostro de niña no tenía nada que ver con sus nalgas voluminosas y redondas y sus senos redondos aumentaban su volumen conforme la muchacha crecía. Carolina sabía que era bonita pero no tenia bien claro que, además, su cuerpo le proveía de una sensualidad que a fin de cuentas no podía controlar. Matilde, por su parte, no comprendía tampoco esa clase de temas pero sabía que Carolina se convertiría en una mujer muy deseada por lo hombres.
La sirvienta se puso de pie e iba a llevar las prendas a un cesto para la ropa sucia cuando de pronto sintió los dedos de su ama sobre su pecho; la muchacha desabrochaba los botones de su sirvienta. Matilde se extrañó por la acción de su ama pero esta sin inmutarse solo terminó de desabrochar todos los botones.
– Desvístete – dijo Carolina con la frialdad de una orden cualquiera – quiero que te bañes conmigo
La joven se acercó a la tina de baño que ya estaba preparada; anonadada, Matilde obedeció y comenzó a desvestirse mientras miraba con interés la claridad de la piel de Carolina, que daba la impresión de originarse de la blancura de sus nalgas. Carolina entró a la tina y sentándose, dejo un espacio detrás de ella para que ahí se colocara su sirvienta. Matilde terminó de desarroparse, dejando en libertad su cuerpo; se trataba de una muchacha preciosa cuya actitud tímida y servicial desentonaba con su voluptuoso cuerpo escondido siempre bajo su conservadora vestimenta. Tenía unas tetas enormes y un culo firme y grande, separados por un abdomen delgado y sensual. Matilde, curiosamente y al igual que su ama, tampoco tenía idea de lo peligrosamente bella que era. No era la primera vez que ambas muchachas se bañaban juntas pero la ultima vez había sido hacia casi tres o cuatro años; sus cuerpos ahora se parecían demasiado a los de una mujer y era extraño para ambas verse ahora.
Carolina miraba como su sirvienta se acercaba lentamente, con un cierto dejo de timidez que le parecía estúpido; pero no pudo evitar mirar el cuerpo de Matilde y compararlo con el de la bella mujer con quien apenas unas horas había conversado. Carolina se preguntaba si acaso Matilde crecía muy rápidamente o era ella misma quien seguía pareciendo una niña. La sirvienta finalmente llego y, con el jabón y el estropajo en sus manos, se acomodó detrás de su patrona. Sin ninguna incomodidad aparente, Carolina se recargó con naturalidad sobre los pechos de la sirvienta pero, en silencio, lamentó haberlo hecho pues se sintió tan extraña al sentir los voluminosos senos de su sirvienta como Matilde lo estaba de sentir las nalgas de su ama en su vientre. Sin embargo era una situación que, a fin de cuentas, la misma Carolina había ordenado y tuvo que soportar la incomodidad de los primeros minutos; Matilde simplemente se dispuso a tallar cuidadosamente el cuerpo de su patrona, tratando de ignorar la situación de desnudez en la que ambas se encontraban.
Mientras miraba, recostada sobre las tetas de su sirvienta, el diseño del techo del camarote, Carolina pensaba en el mito del carro alado con que Platón explicaba al alma; pensaba en el caballo blanco, representante de la voluntad y el coraje, pero sentía cierta curiosidad por el otro caballo, el negro, el de lo deseable y apetitoso. El estropajo sobre sus tetas la despertó de sus ideas pero concluyó en algo: cualquiera de los caballos no tenía importancia, el jinete, su razón, ya no existía.
Arriba se escuchaba el ajetreó de la música; casi todos los pasajeros se divertían en el pequeño bar del buque. Carolina imaginaba que solo ellas dos, muy jóvenes para las fiestas aun, serian las únicas en sus camarotes; pero se equivocaba, en el camarote de enfrente dos manos se deslizaban sobre la piel de Angélica, aquellos dedos recorrían de arriba abajo las torneadas piernas de la mujer y para posarse finalmente sobre sus nalgas y apretujar aquellas deliciosas y suaves carnes.
Angélica se encontraba en cuatro sobre uno de los pasajeros; ninguno se conocía uno al otro pero bastaron una serie de intercambios de miradas en el bar para poder ponerse de acuerdo. La preciosa mujer rozaba su vulva con la verga de aquel desconocido, deseosa de tener aquel pedazo de carne dentro de su coño pero con la intención traviesa de jugar con la paciencia del excitado hombre.
Mientras se animaba a clavarse aquel erecto pene, la mujer besaba apasionadamente a aquel hombre mientras este manoseaba ahora las preciosas tetas que le colgaban a la mujer en aquella posición. Angélica se agachó y acercó su pecho a la boca del hombre, deseosa de que este chupara sus pezones. El hombre comprendió de inmediato y, como un sediento, se lanzó sobre los pezones provocando un nivel de excitación tal en Angélica que esta comenzó a gemir y a morderse su labio inferior. Derrotada, la mujer no aguantó más y se dejo caer sobre diecinueve centímetros de carne que de inmediato rellenaron su ansioso coño.
La mujer inició un movimiento que hablaba bien de su experiencia sexual; su cuerpo serpenteaba sobre aquella verga, sacando y metiéndose constantemente aquella verga totalmente mojada ya por sus jugos vaginales. EL hombre comenzó también a moverse y, con ayuda de sus manos sobre la cintura de la mujer, la ayudaba a elevarse para después dejarla caer sobre su falo. La mujer gemía mientras jugaba con sus propios senos y apretujaba sus pezones causándose un placer que por momentos sentía desbordante. Logró su primer orgasmo y se desplomó sobre su reciente amante; se besaron mientras el hombre acomodaba el culo de la mujer y se encargaba ahora él solo de machacar el coño de aquella belleza que lanzaba suspiros y respiraciones aceleradas sobre sus oídos. El sujeto aumentaba la fuerza de las embestidas mientras Angélica rodeaba con sus brazos el tórax del hombre para soportar todo el placer que entraba en ella.
El vello púbico de ambos estaba completamente remojado en los jugos vaginales que Angélica expulsaba sin remedio. Su concha era taladrada por el falo de aquel hombre mientras los orgasmos parecían atropellarse unos a otros; finalmente un líquido caliente inundó su coño y las embestidas cesaron y se convirtieron en suaves mete y saca que embarraban el semen a lo largo y ancho de aquel coño. Angélica se deshizo en besos sobre aquel hombre que manoseaba gustoso aquellas tetas preciosas.
En el otro camarote Carolina seguía con una atención casi científica las sensaciones en su cuerpo cada qué vez que las manos de Matilde tallaban su piel. En su espalda también estaba alerta a la sensación de los pezones desnudos de la criada. Eran pezones muy suaves en general pero con una desconcertante dureza en la punta. Rompiendo todo protocolo se volteó; recargo sus manos sobre los hombros de una aturdida Matilde que no comprendía todo aquello. Pero Carolina no se ofuscó y dirigió sus dedos al rosado pezón de la sirvienta; los apretó y sobó con una curiosidad metódica a la que Matilde no reaccionó, se quedo ahí, inmóvil.