La terquedad de mi nuera en considerarse mi puta a pesar de haberla liberado, nos hace descubrir que tanto ella como su madre no pueden dejar de sentirse de mi propiedad y mi ex lo aprovecha para disfrutar de nuestra consuegra.

La terquedad de mi nuera en considerarse mi puta a pesar de haberla liberado, nos hace descubrir que tanto ella como su madre no pueden dejar de sentirse de mi propiedad y mi ex lo aprovecha para disfrutar de nuestra consuegra.

Como un reo que recorre el camino hacia el patíbulo, a las ocho y media, ni un minuto más, ni un minuto menos, fui a la cocina a cumplir mi promesa. Desde el momento que crucé la puerta supe que estaba jodido al comprobar que mi nuera había dejado olvidado el uniforme y llevaba puesto un salto de cama negro que realzaba su belleza.

​«Joder», musité absorto observando cómo el vaporoso tejido dejaba entrever la figura de Sonia al completo.

​Honrando a su carácter manipulador y rastrero, no dijo nada al descubrirme babeando con la boca abierta y pasándome al niño, se puso a calentar la cena mientras descaradamente se ponía a menear su estupendo pandero al ritmo de la música que llegaba a nuestros oídos.

​«No me extraña que Manuel se haya enchochado con ella», pensé molesto por el largo y detallado repaso que estaba dando a la madre de mi nieto.

​Usando toda la fuerza de voluntad que me quedaba, apagué la radio para así no tener que soportar el movimiento de sus caderas. No sé si fue peor el remedio que la enfermedad, porque en vez de quejarse, sin dejar de cocinar, comenzó a preguntar en qué colegio íbamos a meter a nuestro hijo.

​Al principio, no caí en el posesivo que había usado y por ello, respondí que faltaba un año para que tuviese que entrar y que no se preocupara porque seguro que habría plaza para él en la escuela del pueblo.

​―Pero…no sería mejor llevarlo a un colegio en Madrid. Piense que como padres debemos invertir en su futuro. Yo había pensado en llevarlo a los jesuitas.

​Cayendo en su trampa, respondí a mi nuera que si ella pensaba que esa era la mejor elección como abuelo no tenía nada que decir. Y digo que caí en su trampa porque al oírme, se giró y acercándose a mí, se sentó en mis rodillas, diciendo:

​―Por supuesto que tiene mucho que decir. A todos los efectos Manolito es su hijo y usted es su padre.

​Creo que ni siquiera pude terminar de escucharla, mi mente estaba ocupada rechazando los impulsos que me azuzaban a saltar sobre los magníficos pechos que mi nuera había puesto a escasos veinte centímetros de mi boca.

​―Sonia, soy solo su abuelo y tu suegro― musité con la mirada fija en los negros botones que decoraban esas dos maravillas.

​Soltando una carcajada mientras restregaba su sexo contra mi bragueta, respondió: 

​―Se equivoca, querido suegro. Usted es mucho más que eso. Usted es mi hombre, mi dueño y yo, aunque usted no lo quiera reconocer, además de su nuera, soy su esclava y su mujer. La hembra con la que comparte su cama y a la que usted desea.

​Por mucho que de palabra intentara negar ese extremo, la erección que crecía bajo mi pantalón y que se clavaba entre los muslos de esa arpía hacía inútil cualquier defensa. 

​―Sonia, esto no está bien― murmuré mientras involuntariamente cedía al comenzar a acariciar sus duras, pero tersas, nalgas con mis manos.

​La rubia había vencido la escaramuza, pero temía que si me seguía presionando mi sentido del honor me hiciera rebelar, por ello decidió no continuar.

​Sonriendo, se levantó y me dio el plato de comida.

​―¿Qué quieres que haga?― pregunté extrañado del súbito final de nuestra discusión.

​Con voz suave, Sonia replicó:

​―Si quieres seguimos esta noche, pero ahora debes cumplir tu promesa y darle de comer a nuestro hijo.

 ​―Mi nieto― repliqué llenando una cuchara y acercándosela a Manolito.

​El chaval que hasta entonces se había mantenido en entretenido con un juguete, con su lengua de pato, me preguntó porque no quería ser su papá. Juro que no supe que contestar y por eso tuve que soportar que, guiñándole un ojo,  mi nuera le dijera:

​―Cariño, Pedro y yo te queremos, te cuidamos y te educamos por igual. Si quiere que le llames abuelo porque está muy viejito, llámale abuelo… aunque tú y yo sabemos que es tu papá.

​La respuesta no convenció a Manolito y mirándome a los ojos, me replicó:

​―Te llamaré abupapá.

​Como no era el momento, me abstuve de discutir y rellenando la cuchara, seguí dándolo de cenar bajo la atenta mirada de su madre casi desnuda mientras en mi interior iba creciendo la sospecha de que, si mi hijo se había comportado como su dueño, se debía a que lo había manipulado. 

​Una pregunta empezó a surcar en mi cerebro:

​«No será todo parte de un siniestro plan y que una vez muerto mi hijo, Sonia esté buscando un hombre que lo sustituya y así mantener su alto nivel de vida».

​Supe que, de poder demostrarlo, todos los remordimientos que sentía por haber abusado de ella desaparecerían de inmediato.

​«Estoy desvariando. Fui yo quien compró sus deudas y quien definitivamente las arruinó. Ni ella ni su madre tuvieron nada que ver en ello», razoné echando por tierra momentáneamente mis sospechas, «lo único que cuadra es que como dice Aurora que sean víctimas de un lavado de cerebro y que Manuel sea el responsable». 

​Justo cuando acababa de absolver de culpa a mi nuera, fui objeto de un nuevo ataque. Haciendo una mueca de dolor y abriendo la bata de seda que llevaba puesta, se quejó de que tenía todavía el trasero adolorido por mis golpes y me preguntó si al terminar de dar a “nuestro hijo” de cenar podía ayudarla extendiendo crema por su “culito”.

​―Dirás por tu culo gordo― respondí con más ganas de joder que de hacerla reaccionar.

Noté a la perfección que mi insulto había hecho mella en mi nuera, pero la rubia disimulando sonrió y me dijo:

―Si a los ojos de mi amado suegro lo tengo demasiado grande y grasiento, solo tiene que decírmelo y me pondré a dieta.

Juro que tuve que contenerme porque mientras me contestaba esa sandez, esa diabólica pero bella criatura llevó mis manos hasta sus nalgas para tentarme. La suavidad de su piel y la perfección de sus formas me hicieron recordar los buenos ratos que había pasado poseyéndola y decidido a no volver a fallar a mi hijo, separándome de ella, exclamé:

―Vade retro, satanás.

Mi exabrupto le hizo gracia y tomando a mi nieto en brazos, lo acercó a mi diciendo:

―Dale un beso a tu abuelo y dile hasta mañana porque tienes que irte a dormir.

―Hasta mañana abu…papá― con la misma sonrisa picarona que había visto en su mamá, Manolito se despidió de mí.

Cuando mi nuera se llevó al chaval, supe que en el cortijo no podía confiar más que en mí. Al quedarme solo, me fui al salón y me serví una copa. En un intento de acomodar mis ideas, me puse a meditar sobre todo lo sucedido desde el accidente y por mucho que intenté hacerme una imagen clara de hacía dónde debía ir o cómo debía actuar, lo único que llegaba a mi mente era la sensualidad sin par de mi nuera.

​«Lo que debería hacer es alquilarles un piso y que se marchen cuanto antes de aquí», resolví tras revisar mentalmente los pros y los contras de las opciones que tenía.

«Financiando sus vidas, pero desde lejos, ¡no me vería tentado a cada instante por esa zorra!».

​Habiendo tomado esa decisión, supe que debía comunicársela a las tres juntas y por eso esperé a la cena. Mientras aguardaba, me terminé esa copa y otra dos más dando vueltas siempre al asunto:

«Para Aurora lo único que cambiaría es que, de seguir con la intención de vivir con Teresa, además de recibir su pensión, también tendría a mano el dinero que le daría a nuestra consuegra», razoné tranquilo.

Lo malo era que no tenía nada claro era como iban a reaccionar Sonia y su madre. Si realmente estaban condicionadas y necesitaban vivir con alguien que ellas consideraran su dueño, bien podían negarse a desaparecer de mi vida o lo que era peor aceptar para caer en manos de cualquier desalmado de inmediato.

«Ya pensaré lo que hago en ese momento», concluí con una extraña sensación en el estómago, que en un primer momento califiqué de celos, pero mirando que en el reloj marcaba las diez de la noche cambié de opinión y concluí que solo era hambre. 

«Estoy obsesionado», riéndome de ese momentáneo pensamiento, me dirigí al comedor donde a buen seguro me estarían esperando: «Celoso de esas locas, ¡ja!».

Al entrar me cabreó descubrir que Aurora y Teresa estuviesen sentadas mientras Sonia permanecía arrodillada desnuda a un lado de mi silla. Levantando de un brazo a mi nuera, le ordené que fuera a ponerse algo porque no podía soportar que estuviera en pelotas.

Con gesto serio, salió del comedor. Confieso que respiré al ver que se iba a vestir, pensando en que poco a poco conseguiría instalar en su cerebro algo de cordura. Lo malo es que a los dos minutos volvió llevando cómo única vestimenta el collar de esclava que le había entregado.

―¿A qué coño juegas?

―Como su cachorrita obedecí y me puse algo. Como la amante de mi suegro y su mujer que soy, elegí el complemento con el que me vería más guapa― encarándose a mí respondió.

Indignado y lleno de ira, tuve que morderme un huevo para no azotarla y llamando a mi ex, le pedí que se la llevara a su cuarto y que me la trajera vestida apropiadamente.

«Recuerda que es una pelea a largo plazo, no permitas que te manipule», mascullé mientras se iban al comprender que esa zumbada había cumplido mi orden literalmente, pero evitando cumplir lo que realmente le había pedido.

Mi enfado se vio incrementado al infinito cuando mi consuegra, creyendo que su obligación era reconfortarme, me preguntó si deseaba que hacer uso de ella mientras esperábamos.

―¿Qué has dicho?― repliqué alucinado por tamaño desatino.

O bien no se enteró de la razón de mi cabreo, o bien Teresa demostró ser más tonta de lo que suponía, porque tras apoyar su pecho sobre la mesa, se levantó la falda y luciendo su sexo desnudo, insistió:

―Mi señor, descargue su ira en mí.

Sin llegar a descifrar hasta donde llegaba el lavado de cerebro y donde empezaba la lujuria de esa cincuentona, me indignó observar que usando sus manos separaba los pliegues de su coño.

―Quieres dejar de hacer el idiota― grité: ―¿Qué parte de que ya no eres mi esclava no has entendido?

Al escuchar mi berrido, la cincuentona se quedó paralizada y antes de que pudiese hacer algo por remediarlo, se puso a llorar. Alertada por el volumen de sus sollozos, Aurora volvió corriendo y me preguntó qué era lo que había pasado. Al explicarle lo ocurrido, ilógicamente, en vez de enfadarse con la perturbada de nuestra consuegra, se cabreó conmigo y fuera de sí me espetó que, si no me daba cuenta de que, para la pobre,  yo era su dueño y por tanto su razón de vivir.

―¡Te la regalo!― contesté.

Justo en ese instante, mi nuera intervino y tomándome la palabra, me preguntó si era mi intención deshacerme de Perra. Dando a la hija y a la madre por imposibles, respondí que sí. A renglón seguido, Sonia se giró hacía Aurora y le dijo si aceptaba a “Perra” como su leal y amorosa sierva. Tras pensárselo menos de dos segundos, mi ex respondió afirmativamente.

Teresa no pudo reprimir un gemido de placer, pero curiosamente mantuvo el tipo hasta que, dirigiéndose su hija a ella, le preguntó si accedía a que Aurora fuera su nueva propietaria. Entonces y solo entonces, cayendo a los pies de mi ex, le juró fidelidad eterna.

Seguía sin habla ante la velocidad con la que se habían desarrollado los acontecimientos y más cuando observé la innegable felicidad de las dos cincuentonas. Por ello, no pude reaccionar cuando me llegó mi nuera y con una ternura que me puso la piel de gallina, murmuró:

―Suegro, juro que llegué a creer que no me quería. Pero ahora sé que todo era una maniobra para encasquetar mi madre a Aurora y así poder estar usted y yo solos.

La seguridad con la que sostuvo la mirada me hizo palidecer:

«¡Dios! ¡Qué he hecho!», exclamé en mi interior mientras me dejaba caer en la silla.

Por enésima vez en ese día, no soporté la presión y al ver que Aurora y Teresa se escabullían rumbo a las habitaciones, busqué una salida fácil. Miré a mi nuera y le pregunté si no pensaba darme de cenar.

―Me muero de hambre― insistí al percatarme de que por extraño que parezca, a esa manipuladora nata le había destanteado que, en vez de tratar de razonar con ella lo que me acababa de soltar, la estuviese pidiendo que me sirviera la cena.

Bajando del limbo,  me pidió perdón y se fue a calentar la comida. Usé su marcha para intentar elaborar un discurso con el que convencerla de lo poco apropiado, cuando no amoral, que resultaba el hecho de que se considerara de mi propiedad.

La edad fue el primero de los razonamientos en los que pensé:

«Tiene que darse cuenta de que la llevo veinticinco años y que cuando ella llegue a mi edad, yo tendré casi ochenta».

El segundo y no por ello menos importante era lo que toda la sociedad y más que nadie ella sabía:

«Es mi nuera y nadie de nuestro entorno comprendería que fuéramos pareja», pensé sin caer en que no estaba ya hablando de dominación sino de una relación.

Todas y cada una de mis razones las desintegró Sonia al verla volver:

«Parece una diosa», maldiciendo a Aurora, pensé ya que no me había percatado al pedirle que la ayudase a vestirse, mi ex se había vengado de mí eligiendo para ella una vestimenta que más que ropa parecía un venda blanca por cómo se le pegaba acentuando cada uno de los puntos fuertes de su anatomía. Su espectacular trasero, sus impresionantes pechos y su fina cintura, comprimidos en ese vestido de seda, convertían a Sonia en un ser sobrenatural.

―No me puedo creer que, hasta ahora, no se había fijado en su cachorrita y en cómo se había engalanado para usted― me reprochó con voz sensual al percatarse de la cara de bobo que había puesto al verla entrar. 

Por el tono meloso que usó para quejarse, fue evidente que estaba encantada con el efecto que el traje había provocado en mí:

―Si voy desnuda, me regaña porque voy desnuda y si me acicalo para usted, no se fija en mí― insistió mientras,  agachándose, hacía alarde de sus enormes pechugas.

Fue un acto involuntario. Podría afirmar que producto del instinto animal que todo humano lleva dentro. Al tener a menos de un palmo ese impresionante escote, la tentación de hundir mi cara entre los senos de mi nuera fue imposible de contener.

―¡Cómo echaba de menos su boca!― suspiró victoriosa Sonia al sentir mis labios en sus pezones.

Mancillando el recuerdo de mi hijo, traicionando mis votos y mis promesas, terminé de sacar sus dos bellas ubres y, como si fuera un lactante y ella mi ama de cría, mamé de ellas con una obsesión casi enfermiza.

―Aliméntese de su cachorra, cómasela toda― sollozó de placer.

La felicidad que destilaba al saber que había barrido todas mis defensas en esa refriega, la hizo cometer un error. Sin esperar a que la lujuria me hubiese dominado al completo y casi ordenando, me rogó que la empotrara contra la mesa.

Despertando del espejismo, la miré y la diosa había desaparecido. En su lugar estaba la viuda de mi hijo con las tetas fuera y empapadas con mis babas, exigiéndome que la tratara como fulana:

―Tápate y dame de cenar – dije sintiendo lo cerca que había estado del abismo. Abismo que a pesar de todo me seguía llamando con su canto de sirenas.

«Tengo que hablar con ella, no sé cuánto tiempo podré aguantar si se sigue ofreciendo de ese modo. Debo hacerle ver que lo que pide de mí es imposible», rezongué acojonado.

A cualquiera que hubiese visto mi paso atrás hubiera asumido que en mi interior se estaba produciendo una lucha entre lo que me dictaba la razón y lo que me exigían mis hormonas. Sonia no podía ser menos y dando por sentado que la guerra que tendría que librar para conseguir que la aceptara, se lo tomó con calma y cerrándose el escote, sonrió mientras me servía el primer plato…

Como un reo que recorre el camino hacia el patíbulo, a las ocho y media, ni un minuto más, ni un minuto menos, fui a la cocina a cumplir mi promesa. Desde el momento que crucé la puerta supe que estaba jodido al comprobar que mi nuera había dejado olvidado el uniforme y llevaba puesto un salto de cama negro que realzaba su belleza.

​«Joder», musité absorto observando cómo el vaporoso tejido dejaba entrever la figura de Sonia al completo.

​Honrando a su carácter manipulador y rastrero, no dijo nada al descubrirme babeando con la boca abierta y pasándome al niño, se puso a calentar la cena mientras descaradamente se ponía a menear su estupendo pandero al ritmo de la música que llegaba a nuestros oídos.

​«No me extraña que Manuel se haya enchochado con ella», pensé molesto por el largo y detallado repaso que estaba dando a la madre de mi nieto.

​Usando toda la fuerza de voluntad que me quedaba, apagué la radio para así no tener que soportar el movimiento de sus caderas. No sé si fue peor el remedio que la enfermedad, porque en vez de quejarse, sin dejar de cocinar, comenzó a preguntar en qué colegio íbamos a meter a nuestro hijo.

​Al principio, no caí en el posesivo que había usado y por ello, respondí que faltaba un año para que tuviese que entrar y que no se preocupara porque seguro que habría plaza para él en la escuela del pueblo.

​―Pero…no sería mejor llevarlo a un colegio en Madrid. Piense que como padres debemos invertir en su futuro. Yo había pensado en llevarlo a los jesuitas.

​Cayendo en su trampa, respondí a mi nuera que si ella pensaba que esa era la mejor elección como abuelo no tenía nada que decir. Y digo que caí en su trampa porque al oírme, se giró y acercándose a mí, se sentó en mis rodillas, diciendo:

​―Por supuesto que tiene mucho que decir. A todos los efectos Manolito es su hijo y usted es su padre.

​Creo que ni siquiera pude terminar de escucharla, mi mente estaba ocupada rechazando los impulsos que me azuzaban a saltar sobre los magníficos pechos que mi nuera había puesto a escasos veinte centímetros de mi boca.

​―Sonia, soy solo su abuelo y tu suegro― musité con la mirada fija en los negros botones que decoraban esas dos maravillas.

​Soltando una carcajada mientras restregaba su sexo contra mi bragueta, respondió: 

​―Se equivoca, querido suegro. Usted es mucho más que eso. Usted es mi hombre, mi dueño y yo, aunque usted no lo quiera reconocer, además de su nuera, soy su esclava y su mujer. La hembra con la que comparte su cama y a la que usted desea.

​Por mucho que de palabra intentara negar ese extremo, la erección que crecía bajo mi pantalón y que se clavaba entre los muslos de esa arpía hacía inútil cualquier defensa. 

​―Sonia, esto no está bien― murmuré mientras involuntariamente cedía al comenzar a acariciar sus duras, pero tersas, nalgas con mis manos.

​La rubia había vencido la escaramuza, pero temía que si me seguía presionando mi sentido del honor me hiciera rebelar, por ello decidió no continuar.

​Sonriendo, se levantó y me dio el plato de comida.

​―¿Qué quieres que haga?― pregunté extrañado del súbito final de nuestra discusión.

​Con voz suave, Sonia replicó:

​―Si quieres seguimos esta noche, pero ahora debes cumplir tu promesa y darle de comer a nuestro hijo.

 ​―Mi nieto― repliqué llenando una cuchara y acercándosela a Manolito.

​El chaval que hasta entonces se había mantenido en entretenido con un juguete, con su lengua de pato, me preguntó porque no quería ser su papá. Juro que no supe que contestar y por eso tuve que soportar que, guiñándole un ojo,  mi nuera le dijera:

​―Cariño, Pedro y yo te queremos, te cuidamos y te educamos por igual. Si quiere que le llames abuelo porque está muy viejito, llámale abuelo… aunque tú y yo sabemos que es tu papá.

​La respuesta no convenció a Manolito y mirándome a los ojos, me replicó:

​―Te llamaré abupapá.

​Como no era el momento, me abstuve de discutir y rellenando la cuchara, seguí dándolo de cenar bajo la atenta mirada de su madre casi desnuda mientras en mi interior iba creciendo la sospecha de que, si mi hijo se había comportado como su dueño, se debía a que lo había manipulado. 

​Una pregunta empezó a surcar en mi cerebro:

​«No será todo parte de un siniestro plan y que una vez muerto mi hijo, Sonia esté buscando un hombre que lo sustituya y así mantener su alto nivel de vida».

​Supe que, de poder demostrarlo, todos los remordimientos que sentía por haber abusado de ella desaparecerían de inmediato.

​«Estoy desvariando. Fui yo quien compró sus deudas y quien definitivamente las arruinó. Ni ella ni su madre tuvieron nada que ver en ello», razoné echando por tierra momentáneamente mis sospechas, «lo único que cuadra es que como dice Aurora que sean víctimas de un lavado de cerebro y que Manuel sea el responsable». 

​Justo cuando acababa de absolver de culpa a mi nuera, fui objeto de un nuevo ataque. Haciendo una mueca de dolor y abriendo la bata de seda que llevaba puesta, se quejó de que tenía todavía el trasero adolorido por mis golpes y me preguntó si al terminar de dar a “nuestro hijo” de cenar podía ayudarla extendiendo crema por su “culito”.

​―Dirás por tu culo gordo― respondí con más ganas de joder que de hacerla reaccionar.

Noté a la perfección que mi insulto había hecho mella en mi nuera, pero la rubia disimulando sonrió y me dijo:

―Si a los ojos de mi amado suegro lo tengo demasiado grande y grasiento, solo tiene que decírmelo y me pondré a dieta.

Juro que tuve que contenerme porque mientras me contestaba esa sandez, esa diabólica pero bella criatura llevó mis manos hasta sus nalgas para tentarme. La suavidad de su piel y la perfección de sus formas me hicieron recordar los buenos ratos que había pasado poseyéndola y decidido a no volver a fallar a mi hijo, separándome de ella, exclamé:

―Vade retro, satanás.

Mi exabrupto le hizo gracia y tomando a mi nieto en brazos, lo acercó a mi diciendo:

―Dale un beso a tu abuelo y dile hasta mañana porque tienes que irte a dormir.

―Hasta mañana abu…papá― con la misma sonrisa picarona que había visto en su mamá, Manolito se despidió de mí.

Cuando mi nuera se llevó al chaval, supe que en el cortijo no podía confiar más que en mí. Al quedarme solo, me fui al salón y me serví una copa. En un intento de acomodar mis ideas, me puse a meditar sobre todo lo sucedido desde el accidente y por mucho que intenté hacerme una imagen clara de hacía dónde debía ir o cómo debía actuar, lo único que llegaba a mi mente era la sensualidad sin par de mi nuera.

​«Lo que debería hacer es alquilarles un piso y que se marchen cuanto antes de aquí», resolví tras revisar mentalmente los pros y los contras de las opciones que tenía.

«Financiando sus vidas, pero desde lejos, ¡no me vería tentado a cada instante por esa zorra!».

​Habiendo tomado esa decisión, supe que debía comunicársela a las tres juntas y por eso esperé a la cena. Mientras aguardaba, me terminé esa copa y otra dos más dando vueltas siempre al asunto:

«Para Aurora lo único que cambiaría es que, de seguir con la intención de vivir con Teresa, además de recibir su pensión, también tendría a mano el dinero que le daría a nuestra consuegra», razoné tranquilo.

Lo malo era que no tenía nada claro era como iban a reaccionar Sonia y su madre. Si realmente estaban condicionadas y necesitaban vivir con alguien que ellas consideraran su dueño, bien podían negarse a desaparecer de mi vida o lo que era peor aceptar para caer en manos de cualquier desalmado de inmediato.

«Ya pensaré lo que hago en ese momento», concluí con una extraña sensación en el estómago, que en un primer momento califiqué de celos, pero mirando que en el reloj marcaba las diez de la noche cambié de opinión y concluí que solo era hambre. 

«Estoy obsesionado», riéndome de ese momentáneo pensamiento, me dirigí al comedor donde a buen seguro me estarían esperando: «Celoso de esas locas, ¡ja!».

Al entrar me cabreó descubrir que Aurora y Teresa estuviesen sentadas mientras Sonia permanecía arrodillada desnuda a un lado de mi silla. Levantando de un brazo a mi nuera, le ordené que fuera a ponerse algo porque no podía soportar que estuviera en pelotas.

Con gesto serio, salió del comedor. Confieso que respiré al ver que se iba a vestir, pensando en que poco a poco conseguiría instalar en su cerebro algo de cordura. Lo malo es que a los dos minutos volvió llevando cómo única vestimenta el collar de esclava que le había entregado.

―¿A qué coño juegas?

―Como su cachorrita obedecí y me puse algo. Como la amante de mi suegro y su mujer que soy, elegí el complemento con el que me vería más guapa― encarándose a mí respondió.

Indignado y lleno de ira, tuve que morderme un huevo para no azotarla y llamando a mi ex, le pedí que se la llevara a su cuarto y que me la trajera vestida apropiadamente.

«Recuerda que es una pelea a largo plazo, no permitas que te manipule», mascullé mientras se iban al comprender que esa zumbada había cumplido mi orden literalmente, pero evitando cumplir lo que realmente le había pedido.

Mi enfado se vio incrementado al infinito cuando mi consuegra, creyendo que su obligación era reconfortarme, me preguntó si deseaba que hacer uso de ella mientras esperábamos.

―¿Qué has dicho?― repliqué alucinado por tamaño desatino.

O bien no se enteró de la razón de mi cabreo, o bien Teresa demostró ser más tonta de lo que suponía, porque tras apoyar su pecho sobre la mesa, se levantó la falda y luciendo su sexo desnudo, insistió:

―Mi señor, descargue su ira en mí.

Sin llegar a descifrar hasta donde llegaba el lavado de cerebro y donde empezaba la lujuria de esa cincuentona, me indignó observar que usando sus manos separaba los pliegues de su coño.

―Quieres dejar de hacer el idiota― grité: ―¿Qué parte de que ya no eres mi esclava no has entendido?

Al escuchar mi berrido, la cincuentona se quedó paralizada y antes de que pudiese hacer algo por remediarlo, se puso a llorar. Alertada por el volumen de sus sollozos, Aurora volvió corriendo y me preguntó qué era lo que había pasado. Al explicarle lo ocurrido, ilógicamente, en vez de enfadarse con la perturbada de nuestra consuegra, se cabreó conmigo y fuera de sí me espetó que, si no me daba cuenta de que, para la pobre,  yo era su dueño y por tanto su razón de vivir.

―¡Te la regalo!― contesté.

Justo en ese instante, mi nuera intervino y tomándome la palabra, me preguntó si era mi intención deshacerme de Perra. Dando a la hija y a la madre por imposibles, respondí que sí. A renglón seguido, Sonia se giró hacía Aurora y le dijo si aceptaba a “Perra” como su leal y amorosa sierva. Tras pensárselo menos de dos segundos, mi ex respondió afirmativamente.

Teresa no pudo reprimir un gemido de placer, pero curiosamente mantuvo el tipo hasta que, dirigiéndose su hija a ella, le preguntó si accedía a que Aurora fuera su nueva propietaria. Entonces y solo entonces, cayendo a los pies de mi ex, le juró fidelidad eterna.

Seguía sin habla ante la velocidad con la que se habían desarrollado los acontecimientos y más cuando observé la innegable felicidad de las dos cincuentonas. Por ello, no pude reaccionar cuando me llegó mi nuera y con una ternura que me puso la piel de gallina, murmuró:

―Suegro, juro que llegué a creer que no me quería. Pero ahora sé que todo era una maniobra para encasquetar mi madre a Aurora y así poder estar usted y yo solos.

La seguridad con la que sostuvo la mirada me hizo palidecer:

«¡Dios! ¡Qué he hecho!», exclamé en mi interior mientras me dejaba caer en la silla.

Por enésima vez en ese día, no soporté la presión y al ver que Aurora y Teresa se escabullían rumbo a las habitaciones, busqué una salida fácil. Miré a mi nuera y le pregunté si no pensaba darme de cenar.

―Me muero de hambre― insistí al percatarme de que por extraño que parezca, a esa manipuladora nata le había destanteado que, en vez de tratar de razonar con ella lo que me acababa de soltar, la estuviese pidiendo que me sirviera la cena.

Bajando del limbo,  me pidió perdón y se fue a calentar la comida. Usé su marcha para intentar elaborar un discurso con el que convencerla de lo poco apropiado, cuando no amoral, que resultaba el hecho de que se considerara de mi propiedad.

La edad fue el primero de los razonamientos en los que pensé:

«Tiene que darse cuenta de que la llevo veinticinco años y que cuando ella llegue a mi edad, yo tendré casi ochenta».

El segundo y no por ello menos importante era lo que toda la sociedad y más que nadie ella sabía:

«Es mi nuera y nadie de nuestro entorno comprendería que fuéramos pareja», pensé sin caer en que no estaba ya hablando de dominación sino de una relación.

Todas y cada una de mis razones las desintegró Sonia al verla volver:

«Parece una diosa», maldiciendo a Aurora, pensé ya que no me había percatado al pedirle que la ayudase a vestirse, mi ex se había vengado de mí eligiendo para ella una vestimenta que más que ropa parecía un venda blanca por cómo se le pegaba acentuando cada uno de los puntos fuertes de su anatomía. Su espectacular trasero, sus impresionantes pechos y su fina cintura, comprimidos en ese vestido de seda, convertían a Sonia en un ser sobrenatural.

―No me puedo creer que, hasta ahora, no se había fijado en su cachorrita y en cómo se había engalanado para usted― me reprochó con voz sensual al percatarse de la cara de bobo que había puesto al verla entrar. 

Por el tono meloso que usó para quejarse, fue evidente que estaba encantada con el efecto que el traje había provocado en mí:

―Si voy desnuda, me regaña porque voy desnuda y si me acicalo para usted, no se fija en mí― insistió mientras,  agachándose, hacía alarde de sus enormes pechugas.

Fue un acto involuntario. Podría afirmar que producto del instinto animal que todo humano lleva dentro. Al tener a menos de un palmo ese impresionante escote, la tentación de hundir mi cara entre los senos de mi nuera fue imposible de contener.

―¡Cómo echaba de menos su boca!― suspiró victoriosa Sonia al sentir mis labios en sus pezones.

Mancillando el recuerdo de mi hijo, traicionando mis votos y mis promesas, terminé de sacar sus dos bellas ubres y, como si fuera un lactante y ella mi ama de cría, mamé de ellas con una obsesión casi enfermiza.

―Aliméntese de su cachorra, cómasela toda― sollozó de placer.

La felicidad que destilaba al saber que había barrido todas mis defensas en esa refriega, la hizo cometer un error. Sin esperar a que la lujuria me hubiese dominado al completo y casi ordenando, me rogó que la empotrara contra la mesa.

Despertando del espejismo, la miré y la diosa había desaparecido. En su lugar estaba la viuda de mi hijo con las tetas fuera y empapadas con mis babas, exigiéndome que la tratara como fulana:

―Tápate y dame de cenar – dije sintiendo lo cerca que había estado del abismo. Abismo que a pesar de todo me seguía llamando con su canto de sirenas.

«Tengo que hablar con ella, no sé cuánto tiempo podré aguantar si se sigue ofreciendo de ese modo. Debo hacerle ver que lo que pide de mí es imposible», rezongué acojonado.

A cualquiera que hubiese visto mi paso atrás hubiera asumido que en mi interior se estaba produciendo una lucha entre lo que me dictaba la razón y lo que me exigían mis hormonas.

Sonia no podía ser menos y dando por sentado que la guerra que tendría que librar para conseguir que la aceptara, se lo tomó con calma y cerrándose el escote, sonrió mientras me servía el primer plato… 

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