1
Todos habréis visto multitud de películas sobre Robinson Crusoe y algunos menos, habréis leído el libro de Daniel Defoe. Me consta que su vida ha sido retratada miles de veces y que actualmente es un personaje de la cultura popular. No creo que nadie ignore que ese hombre estuvo tirado como náufrago en una isla desierta junto con su fiel salvaje “Viernes”. Como su lejano descendiente y guardián de sus verdaderas memorias, os tengo que informar que es una vil “patraña” y que su verdadera vida fue aún más interesante. Es cierto que se pasó veintiocho años en esa isla, pero todo lo demás es mentira porque allí estuvo bien acompañado y si no os lo creéis, solo tenéis que leer la traducción que he hecho de su manuscrito, empezando por los capítulos que dedicó a Elizabeth Claire, su amada madrastra.
24 de marzo del año de nuestro señor 1695.
Con sesenta y tres años cumplidos y gozando de buena salud, yo, Robinson Crusoe, fiel súbdito de su majestad británica la reina Ana comienzo a escribir mis vivencias con la esperanza de no queden en el olvido y se conozcan las dificultades y vicisitudes que he pasado. Para ello debo comenzar desde el día en que mi madre me dio a luz. Nací en la bella ciudad de York en 1632 siendo entonces rey de Inglaterra Carlos I, bajo cuyo reinado convulso viví hasta los veintidós. A raíz de detención y posterior ejecución, me tocó huir con lo puesto por la participación de mi padre en el bando del derrocado. Me da pena reconocer que no lo creí cuando llegó mi viejo con la noticia de que lo habían apresado y que teníamos que desaparecer, no fuera a ser que sus enemigos se mantuvieran en el poder y quisieran vengar las afrentas realizadas en su nombre.
―No te olvides de nuestro origen –me recordó James Crusoe, mi padre, cuando me quejé que éramos hombres honorables que éramos y que por tanto no teníamos que huir: ―Oliver Cromwell odia todo lo que huela a alemán y no dudará en pasar por la horca a cualquier hombre fiel a don Carlos y más si nació en Bremen.
Conociendo el destino del depuesto monarca, no me quedó duda que la postura de mi padre era prudente y por eso lo acompañé a vender la casa y el negocio a un amigo, si es que se le puede llamar así al malnacido que abusando de nuestra premura pagó solo un tercio de lo que valían. Con la bolsa parcialmente llena y sin dejar nada atrás, cogimos el primer barco hacia Londres. Ese fue mi primer contacto con el mar. Fue entonces cuando, enamorado de las olas y del viento, decidí convertirme en marinero. Mi amado progenitor intentó hacerme recapacitar pidiéndome que al llegar a la capital del reino retomara mis estudios de derecho, pero la semilla ya estaba sembrada y tras otro año de dura lucha tras los pupitres de la universidad, comprendí que estaba perdiendo el tiempo y que mi destino era el océano.
―Hijo, al mar van solo quienes buscan la aventura y pueden pagarla o quienes no tienen otra opción porque son demasiado pobres― rechazando nuevamente mis pretensiones, mi padre comentó.
Incapaz de convencerlo, me quedé otra temporada con él hasta que el destino me obligó a dejar esa confortable vida y poner tierra de por medio. Esta vez no fueron las luchas palaciegas las que provocaron mi marcha, sino algo menos heroico. Siendo viudo, el anciano se fijó en una moza de buenas hechuras y mayores pechos con la que pasar su vejez y tras pedir mi opinión, se casó con ella. Hoy me arrepiento de haber dado mi beneplácito porque la tal Elizabeth no tardó en convertirse en la causa de nuestra imprevista separación. Recuerdo la felicidad de mi progenitor al salir de la iglesia de su brazo cuando de repente ese engendro del diablo queriendo congraciarse con su hijastro, me abrazó y sentí sobre mi cuerpo la rotundidad de unos pechos que a buen seguro hubiesen palidecer al más santo.
«Vade retro, satanás», pensé tratando de expulsar de mí la tentación mientras la culpable de mi lujuria era ajena al atractivo que sus dos cántaros provocaban en mí. Ni mi viejo ni mi nueva madrastra se percataron de la felonía que crecía debajo de mis bombachos. Erección que esas holgadas prendas lograron ocultar, pero cuyo recuerdo me martirizó durante la noche, cuando tal y como se esperaba de un caballero mi padre intentó formalizar la boda desflorando a su mujer.
Sé que fue algo deshonroso y que quizás como buen cristiano debía de haberme ausentado de la casa o al menos haber usado las manos para tapar mis oídos, cuando a través de las paredes escuché llamaba a la pelirroja para que acudiera ante él.
―Ya voy, mi señor― contestó su esposa al pensar que por fin su cuerpo disfrutaría de esas caricias que tanto ansiaba.
Su tono, la picardía que denotó cuando haciendo gala de sus curvas susurró lo mucho que deseaba entregarse a él, me hicieron espiarles y todavía me avergüenza reconocer que me puse a vigilar lo que ocurría en su habitación y que mi corazón se puso a palpitar aceleradamente cuando esa joven se despojó de sus enaguas revelando que, además de poseer unos senos duros y apetecibles, era dueña de unos perniles dignos de mordisquear.
«¡Menudo trasero!», exclamé en mi mente y sin fuerzas para separarme del agujero por el que veía la escena, me quedé observando cómo esa mujer se iba desprendiendo pausadamente del resto de su ropa.
Jamás en mi vida había contemplado el cuerpo de una descendiente de Eva en su plenitud y por ello cuando a la luz de la luna llena Elizabeth se despojó de la camisola que todavía ocultaba sus encantos no pude más que suspirar al admirar la belleza de esas ubres llenas de pecas.
«¡Dios mío! ¡Son maravillosas!», suspiré impresionado por el tamaño de los rosados botones que las decoraban.
Si de por sí, me costaba ya hasta respirar, ni que comentar tiene mi turbación cuando luciéndose esa criatura demoníaca empezó a pellizcarlas mientras preguntaba a su recién estrenado marido si le gustaban:
―Me encantan― respondió mi progenitor sin perder detalle de esa exhibición.
Tampoco yo pude abstraerme a la pecaminosa belleza de mi madrastra y pensando en que mi padre se iba a poner las botas con semejantes pitones, no pude dejar de reparar en el poblado bosque que crecía entre sus piernas al irse acercando hacia donde su marido la esperaba.
«¡Estará delicioso!», sentencié babeando ya al imaginarme recorriendo con la lengua el prohibido fruto de su femineidad mientras la veía subirse en la cama.
Ese leviatán pelirrojo tentó a su esposo poniendo a la disposición de su boca los hinchados labios que bordeaban su sexo, pero la educación tradicional aprendida de niño impidió a mi progenitor entender que era lo que le estaba pidiendo y en vez de regalarle un largo lametazo que era lo que Elizabeth buscaba, comentó que quería ya culminar el matrimonio poseyéndola.
―James, ¿no te apetece jugar un poco con tu amada? – insistió ésta cogiendo el falo erecto de su marido entre las manos.
La edad de mi viejo, las botellas de vino que llevaba acuestas y las largas horas que habían pasado desde que se había levantado juntas desencadenaron el desastre y de improviso, el antiguamente vigoroso miembro explotó derramando sus andanadas sobre la cara de mi madrastra mientras el mío seguía pidiendo guerra bajo mi calzón. Elizabeth demostró ante mí lo mucho que había escuchado acerca de cómo satisfacer a un hombre porque, tras reponerse de la sorpresa y saborear el néctar que corría por sus mejillas, quiso levantar el ánimo del decaído aparato de su señor con la boca.
Para su desgracia, la pelirroja se encontró con los ronquidos de su James, pero eso no detuvo su afán de disfrute y tumbándose a su lado, comenzó a acariciarse los senos en busca del placer que no había obtenido. Nada de mis pasadas experiencias me preparó para ver a esa diablesa despatarrada, frente a la rendija de la pared desde la que la observaba, hundiendo las yemas una y otra vez en su cueva mientras en voz alta se quejaba de la poca fogosidad de su marido.
―Mi cuerpo necesita un desahogo y si tú no me lo das, tendré que buscarlo yo misma― escuché que le decía al dormido.
No pude evitar coger mi virilidad entre los dedos al oírla. Aunque sabía que no se refería a un tercero, por primera vez deseé ser yo quien saltando sobre ella le proporcionara el placer que requería y contagiado por el sonido de sus gemidos, imprimí a mi mano un ritmo constante sin dejar de espiarla.
―Soy tu mujer, pero me gustaría que me trataras como a una de las putas con las que alternas en la taberna― continuó hablando sola: ―Quiero que, al llegar a casa, mi hombre me suba la falda y sin preguntar, me empotre contra la mesa mientras me pregunta qué le he hecho de comer.
El chapoteo de sus yemas al introducirse en su interior, junto con lo osado de sus palabras, me hizo acelerar la velocidad de mi muñeca y soñando con ser ese sujeto, esparcí mi simiente contra la pared mientras el objeto de mis deseos se corría en la cama de mi padre.
―Deseo ser yo ese hombre― susurré en voz baja viéndola estremecer sobre las sabanas.
Mi madrastra se levantó asustada creyendo haber escuchado que alguien respondía a su ruego, pero tras comprobar que debía haberlo soñado volvió al lado de su marido. Confieso que me aterró ser descubierto y por eso permanecí inmóvil en ese lugar hasta que la respiración pausada de la pelirroja me hizo saber que se había quedado dormida. Solo entonces, en completo silencio, retorné a mi cuarto y sintiendo el filo de la espada de mis pecados balanceándose sobre mí, intenté conciliar el sueño…
…A la mañana siguiente me desperté temprano, pero aun así estaba todavía lavando mis sobacos con el agua de una palangana cuando escuché a alguien deambular por el pasillo y sin saber que me encontraría con Elizabeth, salí a ver quién andaba a esas horas por la casa. Juro que no esperaba ver a la mujer del viejo limpiando arrodillada la pared donde había dejado la muestra palpable de mi iniquidad. Consciente de mi pecado y temiendo que le llegara a mi padre con la noticia de que su hijo los espiaba por las noches, volví a mi cuarto.
«¿Qué voy a decir cuando me restriegue en la cara mi comportamiento?» me pregunté sudando por las axilas que acababa de refrescar.
Aterrorizado, comprendí que en cuando se enterara por su forma de pensar no dudaría en expulsarme de la casa. Medité anticiparme y reconocer ante él mi pecado antes de que su esposa me delatara, para que al confesar voluntariamente se mostrara magnánimo conmigo. Mi falta de valor me lo impidió y por eso creí que la hora de mi apocalipsis personal había llegado, cuando escuché a Elizabeth tocar mi puerta diciendo que fuera a desayunar. Temblando de cabeza a pies, bajé al comedor donde sin lugar a dudas tendría que responder de mis actos. La sonrisa de mi progenitor esa mañana me destanteó. Parcialmente aliviado, tomé asiento al ver llegar a su mujer con la bandeja del desayuno.
«Ahora se lo va a decir», temí totalmente avergonzado.
Para alivio mío, Elizabeth comenzó a servir una desmesurada ración en mi plato sin hacer mención a la mancha que había tenido que limpiar esa mañana. Mi padre se rio al ver la cantidad que me había puesto, dudando que consiguiera terminarla, pero entonces su mujer se defendió aludiendo que siendo su hijastro un hombre tan joven y corpulento era su deber darme suficiente de comer. Si ya de por sí estaba alucinado con que mantuviera silencio respecto a mi inmoral actuación, me sorprendió ver que me guiñaba un ojo mientras me decía:
―Como la mujer de esta casa, el bienestar de los hombres que habitan en ella es mi responsabilidad.
Creí intuir en esas palabras su perdón y por eso me obligué a no faltarla al respeto nuevamente dejando sin terminar el descomunal desayuno que me había puesto. La sonrisa de esa pelirroja al devolverle el plato completamente limpio me perturbó al realzar su atractivo.
«Es la mujer de tu padre», me tuve que repetir en un intento de apaciguar la calentura creciente que sentía por ella. Tras despedirme y sintiendo nuevamente el pecado rondando por mi mente, salí del hogar de mi señor padre en dirección a la universidad donde cursaba leyes con la esperanza que los estudios me hicieran olvidar a la ninfa que el demonio había puesto en mi camino.
El destino o quizás nuestro Dios en su inmensa sabiduría quiso avisarme de antemano acerca de ella porque al llegar y sentarme en el pupitre, mi primera clase era teología y vi que en la pizarra el pastor Bronson había anotado un versículo de la biblia:
― La desnudez de la esposa de tu padre no descubrirás; es la desnudez de tu padre. Levítico 18:8
Hasta el último vello de mi cuerpo se erizó a leerlo y sintiendo que mi pecado era conocido por ese hombre santo, me quedé callado mientras empezaba su disertación. Sus enseñanzas no por conocidas me resultaron indiferentes y con el corazón encogido, decidí que debía evitar sucumbir ante el maligno. Por ello me hice la firme promesa de no volver a mirar a mi madrastra con ojos libidinosos y respetarla como mujer. Buscando consuelo en la oración, pedí a nuestro creador que me diera fuerzas para alejar de mí la atracción que sentía por Elizabeth y ya reconfortado, me sumergí en el estudio el resto de la mañana.
Habiéndome congraciado con nuestro Dios, comprendí que no debía tentar a la suerte y en vez de volver directamente, fui a la tienda que había abierto mi viejo al llegar a Londres para en su compañía retornar a nuestro hogar. Fue en el almacén donde lo encontré departiendo con otro comerciante y por eso tuve que esperar a que terminara de negociar un cargamento dirigido a las colonias, antes de comentar que era la hora de comer.
―No me puedo creer que tengas hambre después de lo que has tragado en el desayuno― respondió mientras cogía de un estante una bolsita con especias recién traídas del Caribe como obsequio a su nueva esposa.
Durante la caminata, se le veía radiante y eso me hizo sentir culpable. Mi angustia se incrementó cuando entramos a la casa y observé a la pelirroja trasteando en la cocina, al recordar el deseo que había exteriorizado mientras se tocaba, respecto a las ganas que tenía de ser empotrada contra la mesa sin más.
«Debes rechazar esa imagen», mi propia conciencia me aconsejó cuando mis ojos se posaron en el trasero de Elizabeth y me vi alzando su falda como sabía que le gustaría ser saludada, «es territorio vedado».
Ajeno al sufrimiento de su hijo, mi padre besó cariñosamente a su mujer mientras le preguntaba cómo le había ido en su primer día de casada. La joven sin advertir mi presencia susurró en plan coqueta que le había echado de menos y que deseaba sentir nuevamente sus caricias. Confieso que de haber sido yo el destinatario de sus palabras la hubiera llevado a rastras hasta la cama a satisfacer sus anhelos, pero para su esposo ese deseo le pareció fuera de tono y únicamente preguntó qué había preparado de comer.
«Dios le da pan a quien no tiene dientes», pensé al ver el desconsuelo de la pelirroja y asumiendo que debía dejarlos solos, subí a mi cuarto.
Al pasar por el pasillo donde había pecado, ratifiqué que jamás volvería a cometer tal ignominia. Mi seguridad se hizo añicos al descubrir que Elizabeth había dejado sobre mi cama las enaguas que llevaba la noche anterior. Pensando que era un desliz involuntario, las cogí para llevarlas al cesto de la ropa sucia, pero el olor que manaban de ellas me hizo cometer un nuevo atentado a mis deberes filiales e incapaz de contenerme, llevé esa prenda femenina a mi nariz.
«Dios, ¡qué bien huelen!», exclamé en mi mente al reconocer en ella el aroma de hembra insatisfecha.
Si ya de por sí ese acto era indigno, la reacción de mi virilidad alzándose bajo mi pantalón me hundió en la miseria y cayendo de rodillas, recé por mi salvación. Apenas llevaba un par de padrenuestros, cuando a través de los delgados muros escuché a mi padre tomando posesión de su esposa. La envidia que sentía por no ser yo el dueño de esa belleza me hizo continuar pidiendo la intercesión de nuestro señor Jesucristo para alejar de mí la tentación. La fatalidad quiso que oyera claramente a mi padre culminando antes de tiempo y a mi madrastra disculpando la rapidez de su marido:
―No te preocupes, estás cansado― con tono tierno, comentó.
La comprensión que esa mujer mostró ante la nueva pifia de mi viejo no pudo ocultar su insatisfacción.
«Eso le ocurre por buscarse alguien tan joven», pensé sin reconocer que secretamente me alegraba la torpeza de mi progenitor con ella: «¿A quién se le ocurre casarse con una mujer que por edad podría ser su hija?», me pregunté asumiendo que Elizabeth no tardaría en darse cuenta del error que había cometido al unirse con un viejo.
Unos pocos minutos después de ese penoso encuentro me llamaron a la mesa y mientras mi señor padre no hacía ningún esfuerzo por congraciarse con su esposa, no pude dejar de ver en ella la desazón que la embargaba. Por ello, no vi nada malo en tratarla de alegrar alabando su comida. La sonrisa que me regaló al escuchar mi halago me perturbó al darme cuenta que debía andarme con cuidado, no fuera a ser que ante el desinterés de su marido buscara en mí un ancla al que aferrarse. Mis sospechas parecieron confirmarse cuando entre plato y plato tras preguntarme si tenía novia, contesté que no y en su rostro adiviné su alegría.
―Todavía es pronto para que piense en mujeres, Robín debe centrarse en sus estudios― interviniendo en la conversación, sentenció mi padre ante mi consternación ya que, aunque me siguiera viendo un niño, en pocos meses cumpliría los veinticuatro.
Mi madrastra no quiso llevarle la contraria, pero consciente de mi enfado me guiñó un ojo haciéndome saber que me comprendía. Ese gesto de complicidad provocó que el rubor coloreara mis mejillas y lo que es peor que mi corazón comenzara a bombear sangre hacia el traidor que se escondía entre mis piernas. Consciente del bulto de mi pantalón usé la servilleta para ocultarlo, pero supe que mi maniobra había llegado tarde al ver emerger bajo su vestido dos pequeños y reveladores montículos.
«No se ha enfadado», musité para mí mientras recreaba la mirada en esas ánforas que la ancianidad de su marido desaprovechaba.
Tras el postre y viendo que había llegado la hora de volver a su negocio, mi viejo se despidió dejándome solo con su mujer. Aprovechando que estaba recogiendo la mesa, como siempre hacía antes de que llegara a nuestras vidas, puse mis libros en la mesa del comedor para estudiar allí al ser la habitación con mayor luz natural.
― ¿Te importa que me quede? No quiero molestar― Elizabeth me preguntó con un ovillo de lana entre sus manos.
No pude negarme, no en vano desde que se había casado se podía decir que era la dueña de la casa y por tanto con derecho a usar la habitación que le viniera en gana.
―Por supuesto, solo te pido silencio― respondí mientras abría un legajo con los apuntes que tenía que repasar para el día siguiente.
Sin apenas hacer ruido, la pelirroja se sentó en una butaca cerca de la ventana y se puso a tejer. Su elección me pareció lógica antes de percatarme que los rayos del sol, atravesando la tela de su vestido, dejaban entrever las sinuosas curvas de su cuerpo y contra mi voluntad, me vi observando de reojo cada vez con mayor frecuencia la voluptuosidad de su forma sin que ella se diera cuenta.
«Estudia y no mires», me repetí intentando olvidar las dos enormes moles que formaban su pecho. Mis tentativas resultaron infructuosas y en un momento dado, mis pupilas se quedaron fijas recreándose en sus senos. «¿Quién los pillara?», soñando con que un día tuviera algo tan perfecto en mis labios, acababa de pensar cuando de repente Elizabeth se giró descubriendo que su hijastro la miraba con la boca abierta.
― ¿Quieres algo? ¿Te apetece un vaso de agua? ¿Qué te haga un té? ― quiso saber con una sonrisa.
―Un poco de agua― respondí deseando apagar el creciente incendio que crecía en mí.
Queriendo complacerme, se levantó rumbo a la cocina meneando el trasero. La voluptuosidad de ese par de nalgas moviéndose al caminar me dejó hipnotizado y con la respiración acelerada, intenté que no se me notara haciendo que leía al oír que volvía.
―Aquí tienes― susurró en mi oído mientras dejaba sobre la mesa una jarra llena con su vaso.
Al hacerlo, mi madrastra rozó mi espalda con sus impresionantes atributos. Juro que no supe si lo hizo premeditadamente o por el contrario fue algo casual, pero lo cierto es que mi pene reaccionó como impulsado por un resorte y contra mi voluntad, alcanzó su cenit. La tenue risita que salió de sus labios me hizo saber que mi erección no le había pasado inadvertida, pero no dijo nada. Como si nada hubiese pasado, volvió a la butaca y se puso a tejer.
«¡Qué vergüenza! ¡Debe de pensar que su hijastro es un degenerado!», me lamenté con la cabeza gacha.
Llevaba unos minutos tratando de tranquilizarme cuando de repente esa tentación andante se quejó del calor y sin que yo pudiese hacer nada al respecto, desabrochó un par de botones de su vestido mientras se abanicaba. El profundo canalillo de su escote me pareció algo sublime, algo solo al alcance de los dioses y siniestramente agradecí al destino haberme dado la oportunidad de contemplarlo mientras respondía a la mujer de mi padre que también yo estaba totalmente acalorado. Obviando que era ella la razón por la que mi cuerpo estaba a punto de entrar en combustión metió más leña al fuego diciendo que necesitaba refrescarse. Tras lo cual, acercándose a la palangana del comedor, metió su pañuelo y ya mojado, recorrió con él su cuello.
«¡Dios me salve!», suspiré al contemplar unas gotas cayendo a través de la gruta formada entre sus dos melones.
Al escuchar mi suspiro, su sonrisa no hizo más que maximizar mi confusión al reparar que la humedad sobre su vestido lo había hecho transparente y que lucía sin aparente vergüenza sus hermosísimos pezones ante mí.
―Por favor, tápate― alcancé a decir mientras me giraba: ―Eres demasiado hermosa.
Elizabeth cogió su costura y con ella ocultó de mis ojos la causa de mi exabrupto. Es más, haciéndose la sorprendida me pidió perdón alegando que no se había dado cuenta de que se había mojado hasta que yo de lo dije. Por supuesto que no la creí y menos cuando al cabo de unos minutos, me preguntó si era verdad que la consideraba bella.
―Solo Salomé es comparable a ti― respondí aludiendo a la princesa que pidió a Herodes la cabeza de Juan Bautista.
Que la equiparara con una de las mujeres más bellas y perversas de la biblia lejos de molestarla, la hizo reír. Oyendo sus carcajadas, cerré los libros y me marché a dar una vuelta por el puerto con la esperanza que la brisa del mar consiguiera hacerme olvidar a la arpía que se había casado con mi padre y que era un instrumento con el que Satanás me tentaba.
2
El muelle de Londres hervía de actividad. Las risas de los marineros descargando las mercancías al saber que tras desembarcarlas tendrían un merecido descanso hacían todavía más dura mi zozobra. Su alegría era un recordatorio funesto de la lujuria que me corroía y por ello, preferí dejar el puerto e irme a la playa. Ya sobre la arena, las olas rompiendo en la orilla momentáneamente sosegaron mi ánimo, pero el príncipe del mal no iba a dejar a este pecador y sin darme cuenta, ese sonido me hizo rememorar al chapoteo que hacían los dedos de mi madrastra al introducirse en su cueva una y otra vez. Huyendo de ese recuerdo, intenté centrarme en el vuelo de una gaviota mientras pescaba, en la forma que caía en picado, en como emergía con un pequeño pez en su pico cuando de repente una más joven se lo arrebató.
«No debo ser yo el que robe a mi padre», pensé sintiéndome ese oportunista animal que aprovechando su gallardía y juventud había sustraído la presa de su legítimo dueño.
Con ese pensamiento en mi cabeza al comprobar que el sol no tardaría en desaparecer, volví a la casa. Imaginé que mi viejo debía acabar de llegar y que había santificado su matrimonio aprovechando mi ausencia, al ver a Elizabeth acomodándose la ropa mientras su marido sonreía de oreja a oreja. La cara de enojo de su mujer me hizo sospechar que nuevamente la había dejado insatisfecha.
«Dios, dale fuerzas para complacerla y así no busque pecar conmigo», apesadumbrado pedí mientras me lavaba las manos en la misma palangana que había usado para tentarme.
―He recogido tus libros, espero que no te moleste― susurró cerca de mi oído esa pérfida criatura mientras disimuladamente restregaba sus hinchadas noblezas contra mi espalda.
Al notar esa escandalosa caricia, sentí mis piernas flaquear mientras mi amado progenitor permanecía ajeno al libertino comportamiento de su esposa. Un buen hijo debería haber revelado esa infamia, pero la certeza que gran parte de ella se debía a la desesperación de alguien que no recibía las caricias a las que tenía derecho me hizo callar:
«El que esté libre de pecado que tire la primera piedra», llegó a mí la advertencia de nuestro señor y consciente de que mi interior albergaba un pecado aún mayor preferí permanecer al margen y que fuera el destino quien descorriera la cortina que tapaba los ojos del anciano.
Hoy sé que con mi silencio di alas al siniestro y que su enviada lo interpretó ese mutismo cómplice como prueba del deseo que su hijastro albergaba por ella, ya que, valiéndose de la miopía de mi señor padre, respecto a todo aquello que no fuera hacer dinero, preguntó si podía ordenar a su retoño que al día siguiente la acompañara a recoger unos vestidos que había dejado en su antiguo hogar.
―Por supuesto― respondió escuetamente.
La sonrisa de oreja a oreja que lució la pécora muchacha me preocupó y tratando de escaquearme de ese trance, me revolví aduciendo que tenía clases. Desgraciadamente, James Crusoe era hombre de palabra y habiéndola dado, se negó a escuchar mis excusas y mirándome a los ojos, me obligó a que al día siguiente acompañara a mi madrastra.
―Así lo haré― musité derrotado mientras la causante de mi turbación llenaba mi plato con el guisado que había preparado de cena.
La aflicción que poblaba mi pecho me impidió reconocer la calidad de los manjares que Elizabeth puso sobre la mesa y por ello tuvo que ser ella quien preguntara a los dos hombres con los que compartía morada si acaso no estaban ricos.
―Está todo buenísimo― reconoció su marido y recordando que desde que se había quedado viudo yo había sido el encargado de elaborar nuestros alimentos, comentó: ―Cocinas bastante mejor que mi hijo.
La vergüenza de que Elizabeth conociera esa función reservada a las mujeres en toda casa decente me hizo enmudecer, pero saliendo al quite y demostrando sus licenciosas intenciones respondió mientras tomaba nuestras manos:
―Ahora que estoy yo aquí, no volverá a pisar la cocina. Satisfacer cualquier deseo de mis hombres es y será mi obligación.
Su marido no vio nada obsceno en ese gesto, al contrario que yo, que anonadado observé la forma tan poco filial con la que ese impío ser me acariciaba.
«Mi señor, te pido que me guardés de toda tentación y me des la fortaleza para huir de ella, cuando ésta se presente», en silencio recé mientras las yemas de mi madrastra dejaban un surco de dolor sobre mi palma.
Durante el resto de la cena, apenas levanté la mirada de mi plato y tras el postre, excusándome en lo mucho que tenía que estudiar cogí un candil y me marché al cuarto mientras mi padre abría una botella de su mejor licor. La tenue luz de esa lámpara de aceite me acompañó por las escaleras y ya en mi cuarto, intenté concentrarme en los libros, pero las risas de mi viejo y los gemidos de su esposa me hicieron comprender que de alguna manera había conseguido satisfacerla y eso en vez de animarme, contra todo pronóstico me entristeció. Al advertir la inmoralidad que suponía, rápidamente reculé:
«Me alegro no solo por ellos dos, sino también por mí», me mentí y viendo la inutilidad de mis tentativas de estudiar, decidí cambiarme y ponerme el pijama.
Llevaba una media hora tratando de conciliar el sueño cuando un grito de mi madrastra me alertó y sin abrochar la camisola que usaba para dormir, bajé a ver qué pasaba. Sospeché lo que había ocurrido al ver a Elizabeth con los pechos al aire y a mi padre desvanecido en el suelo, totalmente borracho.
―James estaba intentando santificar nuestro matrimonio cuando se desmayó― sollozó mientras escondía esas magnificas ubres de mi vista.
La debilidad de mi progenitor no impidió que recreara la mirada en las manos de Elizabeth metiéndose los senos en su vestido y deseando que hubieran sido las mías las encargadas de hacerlo, agarré a su marido y lo llevé en volandas hasta su cuarto. Una vez ahí lo deposité sobre la cama mientras su mujer no paraba de llorar pidiéndome perdón por haber forzado en exceso al anciano. La genuina angustia de la pelirroja me impulsó a consolarla y abrazándola contra mí, susurré en su oído que nada malo había hecho al buscar a su James.
―Solo debes tener más cuidado― suspiré sintiendo su cara contra mi piel.
Las lágrimas de mi madrastra me hicieron ver que a pesar de la diferencia de edad lo tenía en gran estima y quizás por ello, tardé en percatarme que usando sus manos tímidamente comenzaba a recorrer mi pecho mientras me pedía consejo de cómo afrontar la siguiente vez que el deseo la hiciera pedir esas caricias.
―Habla con el pastor, él sabrá guiarte― repliqué sin moverme a pesar que en ese preciso instante mi naturaleza engordaba a pasos agigantados bajo el pijama.
Sus mejillas se colorearon de rojo al sentir ese anómalo crecimiento presionando contra ella y alzando sus ojos hacia mí, me besó en los labios para a continuación separarse diciendo:
―Mañana mismo, iré a consultarle. Solo espero que se apiade de mí y sus palabras me conforten.
Con el abrasador recuerdo de su boca no dije nada que pudiera turbar todavía más el sufrimiento de esa desdichada mujer y me marché sin cerrar la puerta. Ya en la cama, escuché su ropa caer y la imagen de su cuerpo desnudo volvió a provocar que mi virilidad se alzara bajo las sábanas.
―El señor es mi pastor, nada me falta. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque él va conmigo: su vara y su cayado me sosiegan» ― comencé a orar mientras a través del pasillo llegaba hasta mí el sonido de ese pelirrojo ser tocándose.
―El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas ― recité con más fuerza intentando acallar los gemidos de mi madrastra cuando de pronto un chillido de placer atravesó la noche:
― ¡Robinson!…
3
Las horas nocturnas no consiguieron apaciguar mi desdicha y completamente agotado, me desperté esa mañana con el convencimiento que debía marchar lejos, antes de que la insensatez de mi padre a la hora de escoger una mujer tan joven y bella junto a su incapacidad de satisfacerla hicieran de mí un instrumento del diablo y llevara a su casa la indignidad. Sin darme cuenta de que estaba descargando la culpa de ella y que se la estaba adjudicando totalmente a mi viejo, concluí que era que lógico esa mozuela buscara en mí lo que su marido no le daba.
«Es su deber tener relaciones y dejarla contenta; no vaya a ser que, al no poder controlar sus deseos, Satanás la haga caer en una trampa», me dije recordando un pasaje de Corintios.
Al llegar al comedor, el causante de tanta tristeza devoraba el desayuno mientras la víctima de su falta de hombría estaba sentada a su lado. Cuando me vieron entrar, mi padre me recordó la promesa que le había hecho a su mujer y por eso, pregunté a qué hora deseaba que la acompañase.
―Lo he pensado mejor y no me hace falta tu ayuda― contestó ésta sin mirarme.
Su timidez me hizo comprender que esa belleza se arrepentía de lo que había ocurrido y por eso comuniqué a ambos que no tenía hambre y que me marchaba a la universidad.
―De eso nada. Sería una descortesía por mi parte dejar que mi esposa cargue con todo el equipaje, teniendo un hijo sano y fuerte que pueda hacerlo― elevando el tono de su voz, bramó el anciano.
―Te prometo que yo puedo, déjale que se vaya a clase― insistió incómoda la pelirroja.
―He dicho que Robín va y no se hable más― sentenció el dueño de la casa sin darnos otra opción que obedecer.
Mirándola percibí en ella miedo a quedarse sola conmigo y queriendo tranquilizarla respondí a mi viejo:
― No dudes que cumpliré tu orden. Como tu hijo es mi deber evitar cualquier sufrimiento a la mujer que has elegido como esposa.
Elizabeth malinterpretó mis palabras y en vez de ver en ellas mi decisión de honrar a su marido, debió intuir que me había referido a su necesidad insatisfecha y ante mis ojos, sus senos florecieron como si hubiesen sido objeto de mis caricias. Debo de confesar que ver la señal de sus areolas erectas bajo el vestido hizo que mi corazón saltara de alegría al saber que a pesar de sus reparos esa delicada criatura soñaba con que un hombre, que vivía entre los mismos muros que ella, la colmara de atenciones.
«Mejor yo, que otro», medité sin advertir en lo cerca que estaba de hacerla caer conmigo en el pecado.
Tras el desayuno, mi viejo se dirigió a su negocio mientras en dirección contraria, la carne de su carne acompañaba a Elizabeth a recoger la ropa que había dejado en su antigua morada. Llevábamos apenas un par de calles recorridas cuando, al pasar por la Iglesia, la joven me pidió permiso para entrar a hablar con el pastor.
―Ve ― respondí mientras me sentaba en la escalinata del templo.
Mi espera se prolongó durante media hora, pero no me importó al saber que esa mujer estaba haciendo caso de mi consejo y que en esos momentos estaba consiguiendo el consuelo del altísimo. Al verla salir supe que lo había hallado al ver su sonrisa. No queriendo pecar de indiscreto, me abstuve de preguntar que le había dicho y únicamente le ofrecí el brazo, para ayudarla a caminar entre las empedradas calles londinenses. La misma pelirroja que antes de entrar había mantenido un metro de distancia de mí se agarró firmemente al apoyo que le ofrecía mientras me informaba que el sacerdote había ratificado punto por punto mis palabras y que lejos de echárselo sobre sus espaldas, había culpabilizado a su marido.
―Según el pastor, no hay pecado en que una mujer casada busque carnalmente al hombre que vive con ella― me comunicó sin advertir que tomando literalmente lo que había dicho, yacer conmigo no estaba penado bajo la ley de Dios.
No quise enturbiar su alegría aclarando ese precepto y acelerando el paso me dirigí con ella a la casita de las afueras donde había pasado su niñez. Estábamos ya cerca de su calle, cuando una vecina salió y abrazándola nos felicitó por nuestro casamiento. Por un momento creí que debía explicar que yo no era su marido sino su hijastro, pero entonces comprendí que al verla colgada de otro hombre la gente hablaría mal de ella y por ello, respondí:
―Muchas gracias, no sabe lo dichoso que estoy de compartir mi vida con Elizabeth.
Aunque el rubor cubrió sus mejillas, no quiso o no pudo rectificarme y tras despedirse de la mujer, esperó a que nos alejáramos de ella para recriminarme esa mentira.
―No falté a la verdad. Soy feliz viviendo bajo tu mismo techo ― respondí muerto de risa y viendo sus ojos abiertos de par en par, pregunté: ― ¿Acaso no vives conmigo? Mi querida y bella madrastra.
Una carcajada iluminó su cara y reanudando la caminata, pícaramente respondió mientras me tomaba de la cintura:
―Así es, tengo la suerte de habitar la misma casa que el amado y varonil hijo del hombre con el que me desposé.
Confieso que, atrayéndola hacía mí, estuve a punto de besarla, pero cuando mis labios ya rozaban los suyos, lo pensé mejor y me separé de ella. El mosqueo con el que esa belleza recibió mi natural y piadoso rechazo me hizo sonreír mientras recorríamos el centenar de metros que nos separaban del hogar de sus padres.
Al llegar ante la verja de entrada, su madre y su hermana salieron a saludarnos. Aunque las había conocido en la ceremonia, nunca me había percatado del parecido de Elizabeth con Mary, la pequeña de la familia y recreándome en sus curvas, he de reconocer que dado que la mayor me estaba prohibida no me hubiese importado el compartir con esa monada algo más que caricias. El deseo de mi rostro alertó a mi acompañante y sacando sus garras al exterior, recriminó a la chavala su comportamiento cuando en realidad ella nada había hecho.
―Compórtate como una mujer decente y deja de revolotear alrededor de Robín― le exigió de malos modos.
Sin entender el berrinche de su hermana, la pelirroja de largas trenzas y mayores atributos se recluyó en la cocina y no volvió a salir de ella en el tiempo que permanecimos en la casa. Ocultando que me había sentido halagado por sus celos, pregunté qué había que cargar. El alma se me cayó a los pies cuando la madre me señaló el enorme baúl en el que había metido los vestidos de su hija, pero me abstuve de hacer ningún comentario y cogiéndolo de su asa, intenté levantarlo. Me da vergüenza reconocer que mi espalda casi se quiebra y que preso de dolor caí sobre la alfombra. Las risas de mi madrastra incrementaron el bochorno que sentía y más cuando viendo mi estado, no les quedó otro remedio que pedir un carromato que nos llevara de vuelta a nuestro hogar.
―Estoy deseando ver llegar a mi marido y contarle lo debilucho que eres― sin piedad se mofó de mí mientras el paisano que había contratado me ayudaba a subir.
―También dile que la coquetería de su esposa pesaba media tonelada― protesté tumbándome a lo largo sobre el asiento.
Tras decir adiós a su progenitora, Elizabeth se percató que mi postura la obligaría a permanecer de pie todo el trayecto a no ser que se sentara junto a mí y sin preguntar qué opinaba, aposentó a duras penas su trasero a mi lado.
―Mierda, no ves que me duele― rezongué al sentir que con sus nalgas me empujaba.
―Pobrecito― desternillada de risa, replicó conquistando otro par de centímetros de espacio con otro empellón de caderas.
Confieso que vi las estrellas, pero temiendo su guasa me abstuve de volverme a quejar e intenté relajarme. El continuo traquetear del carruaje cruzando las calles de Londres incrementó mi dolencia y por ello al llegar, sufrí nuevamente la humillación de ser transportado entre el conductor y mi madrastra hasta la cama.
―Ahora vuelvo, mi amor. Deja que acomode mis cosas y vengo a darte un masaje― susurró en mi oído.
Era tanto el dolor de mi costado que no me percaté de la forma en que se había referido a mí hasta que al cabo de unos diez minutos llegó con unas toallas y un balde de agua caliente y abriéndome la camisa, me soltó:
―Eso te ocurre por andar de hombretón. Deja que tu mujercita te ponga unas compresas que alivien tu sufrimiento.
Fue entonces cuando caí en ello y en que encima se autodenominaba como mi mujer. Sus manos recorriendo mi espalda no hicieron más que incrementar mi espanto al advertir lo mucho que me gustaba sentir sus yemas.
―Menudo desastre de hombres tengo en casa. Uno viejo y el otro, una nenaza que no aguanta nada― insistió mientras incrementaba la fuerza de su masaje.
Desmoralizado al saber que tenía razón, me quedé inmóvil sintiendo que sus palmas se iban haciendo cada vez más osadas y que incluso con una de ellas profundizaba bajo mi pantalón, rozándome el trasero. Sé que debería haberla echado de mi lado, pero el deleite que experimenté con ello me lo impidió y cerrando los ojos, deseé que ese instante fuese eterno y que, en vez de estar postrado boca abajo, sus yemas corretearan por mi pecho.
― ¡Qué mala he sido al obligarte a cargar tú solo mi baúl! ― escuché que, cambiando de tono, tiernamente me decía mientras masajeaba mis adoloridos músculos.
Malinterpretando el gemido de placer que brotó de garganta, creyó que me había hecho más daño del necesario y posando sus labios sobre mi piel, me rogó que la perdonara. La tersura de sus labios maximizó el ardor que sentía y comportándome como un bellaco, pedí casi murmurando que repitiera ese tratamiento por el resto de mi espalda. Por un momento, mi improvisada enfermera dudó si continuar al percatarse del peligro que eso supondría y totalmente colorada, me avisó que así lo haría solo si yo me comprometía a guardar silencio.
―Nada saldrá de mí, te lo juro – respondí deseoso de esas impúdicas caricias.
Creyendo en mi palabra, Elizabeth se subió a horcajadas y comenzó a besar mis hombros mientras con las manos proseguía con el masaje. La calidez y la cantidad de sus besos me hicieron sospechar que al igual que ocurría conmigo, la calentura la había poseído y que no habría retorno. Por ello, no pude echarle en cara que sacando la lengua la usara para calmar mi dolor.
―Mi amado hombretón, tu padre nunca debe enterarse― la escuché sollozar un segundo antes de notar su pecho desnudo en mi espalda.
Para entonces, mis creencias y mis reparos estaban bajo buen recaudo en un rincón de mi cerebro y sintiéndola mi mujer, permití que restregara sus dos portentosos prodigios contra mí. El notar bajo sus enaguas la humedad de su femineidad demolió cualquier resquicio de culpa y alargando la mano, palpé por primera vez los muslos de mi madrastra.
―No me dejes seguir― imploró al darse cuenta que con sus caderas se lanzaba desbocada hacia el placer mientras su respiración se aceleraba.
Sus jadeos me dieron el valor suficiente para darme la vuelta y mientras mi columna vertebral protestaba por el esfuerzo, mis ojos recorrieron embelesados su belleza.
―Eres preciosa― murmuré con la mirada fija en la tentación que para mí suponían los rosados pezones que lucía.
Avergonzada, Elizabeth hundió su cara en mi pecho sin pensar en que, con ello, sus senos entrarían en contacto con los míos, como tampoco en que dada nuestra postura mi virilidad iba a quedar prisionera entre sus piernas.
―No debemos― gimoteó incapaz de separarse mientras se frotaba con la dureza que crecía inmoralmente en mis muslos.
―Lo sé― reteniéndola con mis manos en sus cachetes respondí.
Su sed de caricias le impidió huir y llorando sobre mi pecho, descargó su insatisfacción acelerando el ritmo de sus caderas. Solo la presencia de la tela de mi pantalón evitó que profundizáramos nuestro pecado y hundiera mi hombría dentro de ella antes que su insistencia en restregarse provocara que su cuerpo colapsara.
―El señor nos perdone― chilló al sentir la humedad de sus entrañas desbordándose.
Abochornada por el placer que experimentaba, pero demasiado débil para contenerse, siguió exprimiendo mi tallo hasta que tras dos nuevas dosis de gozo se desplomó agotada sobre mí. Desconozco el tiempo que pasamos abrazados sin hablar, al saber ambos lo bajo que habíamos caído, aunque yo no hubiera conseguido culminar y mi pantalón siguiera mostrando al mundo entero la urgencia que tenía de descargar mi simiente. Quizás notando su presión entre los muslos, la pelirroja me besó y llena de rubor, me dio las gracias por haber saciado su hambre sin buscar mi placer.
―Sabré compensártelo, amado mío― suspiró mientras desaparecía por la puerta.