9

A pesar de odiar ese tipo de eventos, Mei Ouyang se tomó su tiempo para acicalarse siguiendo los consejos de su viejo y es que el difunto magnate aconsejaba a todo aquel que quisiera escucharle que un ejecutivo debe hacer acopio de todas sus armas para siempre tener ventaja a la hora de enfrentarse a cualquier situación.

“No hay enemigo pequeño” era su máxima y el mayor peligro que podía uno correr era minusvalorar a su oponente.

Por ello, obviando que Elizabeth podía pensar que se había arreglado para ella,  entró en el baño mientras trataba de hacer recuento de las personas a las que debía saludar en el teatro, empezando por la presidenta de la Bolsa de Nueva York que era quien la había invitado.

«Poco a poco las mujeres vamos teniendo asumiendo más poder y mucho de ello gracias a ejecutivas como Stacey Cunningham», se dijo mientras se desnudaba recordando que de los sesenta y siete presidentes que había tenido esa institución, ella era la segunda en ostentar ese cargo.

La imagen de su cuerpo menudo la devolvió a la realidad y mirándose al espejo, se puso triste al comparar sus senos casi adolescentes con los hinchados pechos de la que iba a ser su acompañante.

«Con esa vaca lechera a mi lado, todas las miradas irán dirigidas a ella», musitó entre dientes un tanto celosa y con ganas de tener unos pechos tan desarrollados como los suyos.

Instintivamente, sopesó sus tetitas entre las manos y definitivamente molesta, deseó que la naturaleza la hubiese dotado mejor, sin saber que la escena estaba siendo observada por otros ojos.

«Que delicia de niña», frente a un monitor, farfulló excitado el hombre que había contratado para protegerla mientras acercaba la cámara para tener una mejor visión de los pezones rosados de la heredera.

Ajena a la lujuria que estaba provocando, Mei se fijó en su entrepierna apenas cubierta por una suave pelusilla e imaginó que en contraposición su oponente sería dueña de un denso bosque.

«¿Y si me lo quito qué tal me vería?», meditó en la soledad del baño.

Según le habían contado los occidentales se volvían locos con un coñito rasurado y sin caer en lo que estaba haciendo, tímidamente empezó a explorar su cuerpo mientras tomaba la decisión o no de depilarse.

En la distancia, Walter se quedó obnubilado al observar que su jefa usaba dos de sus yemas para separar los labios vaginales mientras se miraba en el espejo. La perspectiva de lo que iba a ser testigo, le obligó a levantarse y a cerrar la puerta con llave, no fuera a entrar alguien y le sorprendiera. Al volver a su silla la chinita estaba enjabonándose el conejo y eso terminó de calentarlo.

«Menudo espectáculo me va a dar», pensó mientras se acomodaba frente al monitor.

En el baño, Mei había conseguido suficiente espuma y tras sacar de un cajón una maquinilla, con el nerviosismo del inexperto acercó el cabezal a su sexo.

«Es más fácil de lo que creía», la joven dijo para sí al dar una primera pasada y comprobar que el vello desaparecía a su paso. Ya confiada, usó la Gillette para mandar al olvido el escasísimo jardín que adornaba su sexo hasta ese momento.

«Soy idiota», casi llorando, sollozó al comprobar en el espejo que su apariencia aniñada se había maximizado con el cambio y con el alma por los suelos, se metió a duchar mientras desde la garita su guardaespaldas no le perdía ojo.

La belleza de la oriental fue superior a sus fuerzas y sabiendo que además de inmoral era un delito, Walter siguió espiándola todavía más obsesionado al ver el agua recorriendo el delicado cuerpo de su víctima.

«¡Quién la tuviera!», exclamó al tiempo que se bajaba la bragueta y dejaba libre su propio sexo.

El pene del voyeur surgió totalmente erecto mientras en la ducha, la joven extendía un poco de gel por sus pechos. Ese gesto tantas veces repetido en esta ocasión provocó en la muchacha un cataclismo y es que, al pasar las yemas por sus areolas, Mei experimentó un sensual pinchazo en ellas y de improviso como si tuviesen miedo a esa nueva sensación, reparó en que sus pezones se contraían como por arte de magia.

«¿Qué tengo?», se preguntó al sentir el calorcillo que se acumulaba en ellos. 

        Queriendo saber lo que le pasaba, sin otro motivo que la curiosidad se regaló un suave pellizco en una de sus tetillas causando un nuevo y placentero efecto en ella. Impresionada por ese sobresalto, repitió la operación en la otra y en esta ocasión, notó que su vulva recién rasurada se empapaba. Por un instante, no supo si seguir ya que su educación se lo impedía, pero asumiendo que era algo íntimo y que nadie podría echárselo en cara, buscó entre sus pliegues su botón y por primera vez en su vida, lo acarició voluntariamente y no como algo fortuito.

        -Dios- gimió en voz alta al sentir el incendio que esas caricias estaban produciendo en su interior aproximó el chorro de la ducha a su sexo.

Ese juego exploratorio que las crías en occidente realizaban a una edad más temprana, la estaba poniendo al borde del colapso, pero eso lejos de pararla la azuzó a continuar. Por ello y sin sentirse culpable, dirigió el teléfono de la ducha directamente a su clítoris mientras se concentraba en el placer que eso le proporcionaba.

Incapaz de asimilar lo que estaba sintiendo voló y mientras una corriente eléctrica golpeaba su mente, soñó que era la lengua de Beth la que jugueteaba entre sus piernas.

-Sigue, mi amor- sollozó al notar que la intensidad se incrementaba al poner un nombre y una cara a su gozo.

Para entonces, en la distancia, Walter había dejado atrás toda precaución y se pajeaba disfrutando de su delito.

«La chinita está cachonda», se dijo deseando que esa belleza de rasgos chinescos estuviera pensando en él.

Ese pensamiento le puso verraco y por un momento, se vio recorriendo y saboreando todos los rincones del coñito de su jefa mientras en la pantalla la joven se corría.

Esa imagen fue el aldabonazo que su pene necesitaba para explotar y uniéndose a ella, Walter sucumbió al orgasmo. Ese placer, lejos de avergonzarlo, lo instó a continuar, pero en ese instante recibió la llamada de un antiguo cliente. Cabreado tuvo que apagar el sistema y contestar.

A ciento cincuenta metros, Mei cerró la ducha y se envolvió en una toalla preocupada, pero intensamente feliz por lo que había sentido. Y no siendo todavía consciente de las consecuencias de sus actos, la heredera se puso frente al espejo y se empezó a maquillar con esmero.

        «Hoy tengo que estar guapa», se dijo sin aceptar que deseaba impresionar a su acompañante de esa noche.

10

Para un hombre que ha dedicado su vida a proteger a sus clientes, era innombrable su comportamiento. Había roto la regla sagrada por la cual no podía hacer uso de su puesto para invadir la privacidad de las personas que le contrataban y ese era pecado mortal en alguien de su profesión. Aunque lo sabía, la atracción que esa muñeca de porcelana provocaba en él era una tentación irresistible.

«Debería andarme con cuidado. Si esto se llega a saber, mi carrera se iría a la mierda sin remedio», meditó iracundo consigo mismo. Haciendo acopio de su menguante voluntad, decidió que no volvería a caer en ese error y que mantendría las distancias por ello y pensando en que su presencia en la casa no sería necesaria esa noche, llamó a su madre.

La lucha interior del asesor era cuando menos semejante a la que en ese preciso instante se libraba en la mente de su segunda. Lucha que había intentado infructuosamente apaciguar a través de una sesión de sexo con su amante, pero que no consiguió el resultado deseado y al quedarse sola en la habitación, seguía caliente y alborotada.

«Necesito hacer ejercicio», se dijo mientras se montaba en la bicicleta estática del baño con la esperanza que una hora sobre ella pudiera calmarla.

 Esa esperanza se diluyó al sentir que el sillín rozaba la parte interna de sus muslos mientras se hundía inmisericorde constriñéndole el tanga que llevaba puesto contra su sexo. Alucinada con los límites que estaba llegando su calentura, aceleró el pedaleo al notar que se corría.

-¡No puede ser!- sabiéndose sola, gritó de placer sin miedo de que nadie la oyera.

Su estado febril transformó su alrededor en un compendio sexual que la acojonó. Todo era lujuria. Al ir a lavarse los dientes, el cepillo se le antojó el pene de su jefe, el dentífrico el fresco semen brotando. Al lavarse la cara, fue la mano de Mei la que recorrió sus mejillas.

«Necesito un baño», sentenció tratando de olvidar.

Para su desgracia,  la espuma de jabón lejos de resultar un alivio, azuzaron su lujuria y le entraron ganas de masturbarse al llegar continuamente a su cerebro visiones en las que compartía las caricias y los besos de Walter con la joven asiática. Al percatarse del rumbo que había tomado su imaginación y que en lo más íntimo deseaba unirse a ellos dos en una cama redonda, le entró terror y molesta salió a vestirse.

Ya vestida y maquillada, se miró al espejo y con renovado disgusto descubrió que bajo el vestido negro que llevaba puesto , sus pezones se erguían duros y suplicantes de besos.

«Estoy tonta», sentenció mientras se preguntaba si la ropa que había elegido no era demasiado atrevida para la ocasión, viendo que la raja de este dejaba al descubierto su pierna en su conjunto y que incluso se podía vislumbrar el inicio de la braguita.

Como ya no tenía tiempo de cambiarse, metiendo una pistola en su bolso, fue a encontrarse con ambos, deseando que ni Walter ni esa ricachona criticaran su vestimenta.  Cuando apareció por el hall de la mansión donde habían quedado, fue su amante el que le abrió la puerta.

-Estas preciosa.

Ese piropo la tranquilizó y por eso comenzó a repasar con él la agenda. Su calma se fue a pique al ver que, enfundada en un traje de seda rojo y sobre dos andamios en forma de tacones, hacía su entrada Mei. Y es que, bajando las escaleras como una actriz de cine,  la joven eternizaba los peldaños mientras ella se veía subyugada por el profundo escote que lucía.

«Parece una diosa», murmuró al no poder de retirar los ojos de los pequeños pero duros pechos de la asiática mientras a su lado, Walter babeaba también impresionado.

Encantada con la reacción de ambos, Mei soltó una carcajada y sin hacer más comentario, les preguntó si se iban ya. Elizabeth no pudo contestar. Era tanta la clase y belleza de esa mujer que, comparándose con ella, se vio en desventaja y eso la hundió. Su desesperación se incrementó cuando acercándose, la tomó del brazo con una sonrisa y diciendo:

-Estás impresionante.

Estaba agradeciendo esas palabras cuando de improviso y sin que se percatara la pareja de su víctima, Mei por un segundo recorrió el trasero de Beth. Esa rápida caricia provocó que la areolas se le pusieran duras de inmediato. Su agresora, al descubrir el efecto que había provocado bajo su vestido de la rubia, sonrió tímidamente. .

«¿Ésta zorra de qué va?», se preguntó la militar al tiempo que intentaba disimular su cabreo cuando la acompañaba hasta el coche.

Una vez dentro, esperó a sentarse junto a la magnate en el asiento trasero para en voz baja recriminarle el modo en que la había manoseado. La respuesta de Mei fue física pero no por ello menos brutal. Sin importarle en absoluto la oposición de su empleada, la bella oriental posó una de sus palmas sobre el muslo de la rubia.

-No soy lesbiana- titubeó Beth conociendo las intenciones de su clienta.

-En cambio, yo no lo sé- contestó en plan pícaro la rica joven a la que debía proteger sin dejar de acariciarla: -Nunca he estado con nadie… pero eso va a cambiar.

Elizabeth ya había asumido lo susceptible que era a los ataques de la pálida belleza de esa monada, pero jamás sospechó que ante el primer acercamiento su cuerpo reaccionara de esa forma y es que, a pesar de sus intentos para evitarlo, notó que su vagina se humedecía de inmediato.

-Por favor- sollozó: -el chófer puede vernos.

Mei se percató que ese ruego no era una negativa, sino un “luego lo hacemos” y disfrutando de la indefensión que mostraba antes sus avances, planteó un pacto mientras incrementaba su acoso acercando una de sus yemas peligrosamente a la entrepierna de Beth:

-Dejo de acariciarte, si me das un beso.

Normalmente la exsoldado hubiese rechazado esa oferta, pero la calentura que sentía y que amenazaba con desbordarse la azuzó a aceptar, aunque eso fuera en contra de su orientación sexual. Y temblando, se giró hacia la joven que la miraba con la esperanza que fuera ella quien se arrepintiera. Esa vana ilusión quedó hecha trizas al ver que acercaba su boca a la de ella y que con una ternura que la dejó helada, posaba sus inexpertos labios sobre los suyos.

       Ese tímido beso y la frescura de los labios de la oriental asolaron las defensas de la militar y rindiéndose, fue su lengua la que finalmente invadió la boca de su enemiga y durante más de un minuto jugueteó en ella mientras sentía las manos de Mei sobre los pechos.

       -Ya basta- murmuró entre dientes, separándose de ella al temer no poder parar si seguía besándola.

A sus oídos llegó un lamento y con más miedo que vergüenza, al mirarla cayó en que la heredera parecía estar a punto de llorar. Sabiendo que en el aspecto sexual esa monada no era más que una niña, le horrorizó haber cedido tan fácilmente y con el corazón encogido por si había abusado,  preguntó a la chinita si tan horrible le había parecido.

Suponía que iba a escuchar una queja, pero entonces oyó que con dulzura le respondía mientras se acurrucaba a su lado:

-Mi primer beso ha sido maravilloso.

Cayendo del guindo, la adusta militar comprendió que no había mentido cuando la había avisado de que nunca había estado con nadie.

«Es virgen, ¡completamente virgen!», pensó aterrorizada sin poder siquiera respirar para no demostrar su agobio a la joven cuya cabeza reposaba en su hombro…

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