Ya sé que es un lugar común pero comenzar una carrera universitaria siempre constituye un desafío nuevo y una puerta hacia un futuro que uno puede ver como incierto pero a la vez motivador.  Creo que siempre supe que elegiría psicología, al menos desde que entré a la escuela secundaria.  Es que la mente humana siempre me pareció un laberinto interesante para descifrar y cuando elegí mi carrera, no lo hice (como sí lo hacen muchos) con la esperanza vana de resolver los propios problemas psicológicos.  De hecho, si de algo estaba segura era de que terminaba mi paso por la secundaria como una adolescente segura de lo que quería y de lo que no quería, por lo cual no consideraba tampoco que hubiera muchos problemas dentro de mi cabeza por resolver.

         Lo siento… fui muy descortés… Olvidé presentarme.  Mi nombre es Luciana Verón.  Mi contextura física es mediana, de poco más de metro sesenta de estatura y de cabello castaño con algunas  ondas ligeras.  Mi tez es levemente morena y mis ojos bien marrones.  No tengo un físico apabullante ni mínimamente y, de hecho, no soy de las que llaman la atención pero tampoco del descarte: soy lo que bien se podría llamar “chica del montón”.
           En cuanto empecé a cursar la carrera, quedé asignada en una comisión de horario muy desfavorable… Al vivir en las afueras de la ciudad, me implicaba un retorno al hogar demasiado tardío y, por cierto, peligroso, razón por la cual ya desde el primer día  comencé a gestionar mi pase a otra comisión.  Y al mes de carrera logré cumplir con mi objetivo: fui derivada a una comisión cuyos horarios sólo ocupaban franjas de la mañana o bien a la tarde temprano.  De ese modo no tendría necesidad de regresar a mi casa más allá de las siete de la tarde como mucho.  En parte me dolió el cambio, porque dejé algunas amistades que ya había empezado a hacer en el mes que llevábamos de cursada, además de algún que otro profesor excelente y algún que otro ayudante de cátedra realmente atractivo, je… Y uno de ellos parecía denotar interés en mí…
         Pero en fin, me mudé de comisión y me animó a hacerlo el hecho de que Tamara, una de mis “nuevas amistades”, también hizo el pase conmigo por problemas similares.
          Fue un lunes el día en que tomamos contacto con nuestros nuevos compañeros.  La materia con la que arrancábamos el nuevo horario se dictaba en un aula magna que está rodeada de parque y por esa razón, al llegar (como toda primeriza, ja) un rato antes, nos encontramos con que la mayoría de los estudiantes estaban sentados por los bancos de madera bajo los árboles o bien en los pocos peldaños que ascendían hacia la entrada del aula magna.  Y fue en ese momento y en ese lugar cuando tuve mi primer contacto visual con Loana… Claro, el contacto lo tuve yo porque ella ni se enteró…
          A mí jamás me habían atraído las mujeres, por lo menos hablando en un plano sexual… También en eso me consideraba una chica segura y siempre tuve en claro que me gustaban los varoncitos.  Nunca fui, por otra parte, una chica fácil o muy predispuesta a aventuras fugaces.  Pero no sé qué irradiaba aquella muchacha cuyo nombre yo aún desconocía.  Era muy hermosa, desde ya: rubia, de ojos marrones y con curvas muy interesantes que delineaban un busto no exuberante pero bien formado y unas caderas muy bien marcadas.  Su modo de vestir, que en ese momento se traducía en un vestido corto de color blanco y con un cuello cerrado (que haría recordar vagamente a Sharon Stone en “Instinct”), dejaba al descubierto un par de hermosas piernas, pero no sólo eso: un magnífico tatuaje de una orquídea ocupaba buena parte del muslo derecho, en tanto que la sinuosa silueta de un escorpión ascendía desde el empeine de su pie izquierdo, justo por encima de una de las sandalias color crema que lucía.  Ambos tatuajes producían un efecto casi hipnótico que llevaba a mantener la vista en ellos y no creo que lo que estoy diciendo fuera una sensación excesivamente subjetiva ya que después noté que los ojos de quienes con ella hablaban tampoco parecían poder impedir el posarse en ellos.  No sería lo único que descubriría con el tiempo: también sabría que había más tatuajes en el cuerpo de Loana, así como que aquel atuendo que ese día lucía era bastante representativo del estilo de indumentaria que habitualmente lucía.
         Pero además de todo ello Loana dimanaba un aire terriblemente presuntuoso y pedante, casi diría el tipo de chica que habitualmente me chocaba y con la cual nunca hubiera querido ni podidod hacer buenas migas; sin embargo por alguna extraña razón la arrogancia que la joven irradiaba era distinta a cualquier otra cosa que hubiera conocido y, por extraño que pueda sonar, producía un fuerte atractivo.  Bastaba con echar un vistazo en derredor suyo para comprobar que aquellas sensaciones que a mí me transmitía no parecían ser muy distintas a las que transmitía al resto de los estudiantes.  Ella estaba sentada sobre uno de los bancos, el cual era lo suficientemente espacioso como para que se sentaran otras dos personas… y sin embargo, era la única que tenía su trasero posado sobre él y, de hecho, en el resto de los bancos había dos o tres personas en cada uno.  Parecía ser SU lugar, algo así como una especie de trono y, por cierto, a su alrededor se arracimaban un grupo de unos nueve o diez estudiantes, tanto chicos como chicas, que sostenían plática con ella.  En realidad quienes parecían hacerlo realmente eran un par; el resto permanecía atento, con sus cuadernos y carpetas apoyados sobre el busto (en el caso de las chicas) o por encima de los genitales (en el caso de los varones).  Pero en todo momento daban la sensación de estar terriblemente atentos a cada palabra que ella decía, aun cuando yo, a la distancia en que con Tamara nos hallábamos, no conseguía oír realmente nada.
          Fue Tamara quien me devolvió a la realidad con un tirón en mi remera, pues yo, sin darme cuenta, había detenido la marcha que llevábamos.
          “Vamos al aula – me dijo -.  Hay demasiados estudiantes acá… Y no quiero quedarme de pie para escuchar la clase”
           Echando de tanto en tanto miradas de soslayo hacia aquella rubiecita de aire presuntuoso, seguí caminando junto a mi compañera en dirección a la escalinata del aula magna.  Al entrar pudimos darnos cuenta de que los temores de Tamara eran infundados; era cierto que afuera había mucha gente esperando pero por algo no se apuraban a entrar: el aula era muy espaciosa, mucho más que la que veníamos utilizando en la comisión anterior y, como tal, no parecía haber posibilidades de no encontrar asiento.  Aun así dejamos nuestras cosas sobre unos largos pupitres que, sólo alternados por los pasillos, recorrían todo el anfiteatro formando franjas desde un extremo hasta el otro.  Tamara ya había echado su traste sobre el asiento, pero yo sentía un deseo irreversible de volver afuera: una sensación poderosa, extraña  e inexplicable.
         “Quiero fumar un pucho antes de que la clase arranque” – dije.  Era una excusa, claro está, pero Tamara estuvo de acuerdo en acompañarme aun cuando ella no fumara.  Pareció quedarse tranquila al saber que nuestros lugares ya estaban de algún modo “reservados”.
          Salimos al exterior una vez más y Tamara se detuvo bajo el pórtico del aula magna, como dando por sobreentendido que ya estábamos lo suficientemente fuera como para fumar.  El lugar estaba algo lejos de la posición de la chica rubia y, por esa razón, sin dar explicaciones, caminé peldaños abajo mientras encendía el cigarrillo y Tami no tuvo más remedio que acompañarme sin objetar nada.  Caminamos a través del parque y nos detuvimos donde yo quise; la excusa era que allí había sombra de árboles, pero la realidad era que estábamos a unos cinco metros de aquella joven intrigante cuyo nombre yo aún desconocía.
           Si bien ni Tamara ni yo somos demasiado atractivas, éramos nuevas en el lugar y, por lo tanto, fue inevitable que algunos chicos clavaran la vista en nosotros.  Sin embargo casi ni los miré porque mis ojos estaban posados en Loana aunque trataba de hacerlo disimuladamente para que Tamara no se diera cuenta de ello.  Me equivoqué:
          “Se nota que es bien líder” – señaló mi amiga.
          El comentario me tomó por sorpresa; giré la vista hacia Tami y de haberme podido ver a mí misma, estoy segura que mi rostro trasuntaba el mismo semblante que el chiquillo a quien han sorprendido en una travesura.  No dije palabra, lo cual se vio facilitado por el hecho de que justo estaba inspirando una pitada al cigarrillo; más bien busqué adoptar una expresión interrogativa a los efectos de que Tamara se explayase más o fuera más específica acerca de lo que hablaba, si bien, claro, yo ya lo sabía.
          “Esa chica – aclaró – parece ser líder”
           Volví a dirigir la mirada hacia la rubia fingiendo sorpresa, como si no hubiera reparado aun en la joven de quien me hablaba.  Ilusa de mí, Tamara no es tonta…
             “¿La rubia que está sentada?” – pregunté en voz baja y tratando de imprimir a mis palabras un tono de sorpresa e ingenuidad.
           “Seee… – remarcó Tamara -. Fijate cómo se comportan los demás, como reverenciando a una diosa”.
          “¿Te parece?” – pregunté.
          “No me parece… es así”
          El hecho de que Tamara hubiese hablado acerca de aquella chica significó en parte un alivio, ya que yo ahora tenía una excusa para mirar en dirección hacia ella sin demasiadas culpas, como si buscara corroborar visualmente lo que mi amiga acababa de decir.
           “Es hermosa eh….” – agregó Tami y yo di otro respingo, como si hubiera sido pillada nuevamente, pero a la vez sabía que lo que terminaba de decir mi amiga no era nada que no fuera visible.
 
 

No opiné al respecto… mantuve la mirada en el grupo de jóvenes y especialmente en Loana aun a riesgo de quedar en evidencia por mirar demasiado.  Sin embargo, en ningún momento aquella rubia de aires presuntuosos pareció darse cuenta siquiera de mi existencia… y eso me molestaba… Hasta deambulé unos pocos pasos por el lugar tratando de llamarle la atención y mirando por el rabillo del ojo para ver si en algún momento parecía darse cuenta de mi presencia, pero nada… Se mantenía en ese momento charlando con un muchacho bastante atractivo que estaba de pie pero ligeramente inclinado hacia ella, con la palma de su mano apoyada sobre su propia rodilla.  Era obvio que en ese momento y dentro del grupo que la rodeaba, era él quien concentraba la atención y la charla de ella.  Es algo muy raro de explicar, pero sentí rabia, indignación… y mucha envidia.  Aquella chica no me conocía y, por lo tanto, no tenía por qué prestar atención a ninguno de mis ademanes y movimientos, pero sin embargo flotaba en el lugar una sensación como de que quien no estaba en su entorno, directamente no estaba incluido… Era una locura, pero ésa era la sensación…

        Un hombre maduro y de aspecto intelectual pasó caminando por entre todos los estudiantes en dirección hacia la escalinata del aula magna, siendo secundado por un muchacho y una joven que, muy posiblemente, fueran sus ayudantes de cátedra.  El hecho de que los estudiantes comenzaran a ponerse de pie o bien a caminar en dirección al aula dio la confirmación de que el profesor había llegado.  Me distraje por un momento con ello, pero volví rápidamente la vista hacia Loana, queriendo comprobar si ella también había alterado su rutina por la llegada del catedrático.  Pero no… la realidad era que seguía charlando como si nada, como tomándose su tiempo… y ninguno de los que la rodeaban amagó moverse.  Tamara volvió a tironear de mi remera y eso era una señal inequívoca de que debíamos dirigirnos hacia el aula; la acompañé, pero mientras subía la escalinata, no podía dejar de echar vistazos fugaces hacia atrás para ver si en algún momento la joven se dignaba a levantarse de su asiento.  Justo en el momento en que con Tamara trasponíamos el pórtico, llegué a ver que por fin lo hacía, aunque absolutamente relajada y sin abandonar la plática con el muchacho.  Sólo cuando ella se hubo movido, el resto comenzaron a hacerlo… Una vez más, las palabras de Tamara parecían confirmarse: esa chica era líder… no cabía ninguna duda…
        Cuando entró en el anfiteatro, siguió mostrando el mismo aire indiferente y se mantuvo hablando con el mismo joven hasta que la clase hubo empezado.  Se ubicó hacia la tercera fila en un lugar que parecía estar reservado para ella.  Nosotras estábamos unas cuatro filas más arriba y lamenté tal situación… La clase transcurrió en calma; pude comprobar que si bien Loana parecía prestar atención, tampoco era el tipo de alumna que hacía preguntas o sorprendía con intervenciones…
            Fue recién al otro día que pude saber su nombre.  Esta vez había sólo dos filas de diferencia en el aula y pude escuchar como alguien le llamaba la atención precisamente por su nombre.  Esa misma tarde durante una clase-taller en la cual se pasaba lista, pude además enterarme de su apellido: Batista.  Pero eso era apenas una anécdota: en la medida en que nos fuimos metiendo más en aquel ámbito, pudimos darnos cuenta de que cuando se decía su nombre con eso bastaba: todos sabían de quién se hablaba.  Era llamativo también el modo en que siempre estaba presente en casi todas las conversaciones, ya sea que éstas tuvieran que ver con la actividad estudiantil o no.  Por lo pronto, en los días que siguieron, continuó ignorándome: yo para ella no existía.  Tal situación me irritaba y a la vez me irritaba aun más que siendo yo una chica que siempre se había jactado de tener una personalidad segura e independiente, ahora resultaba que me afectaba muy mal el hecho de que una joven desconocida me ignorase.  Si a ello le agregamos que yo estaba estudiando psicología, creo que no hace falta agregar más acerca de los conflictos que aquella chica me generaba…
         Tamara no era del todo indiferente al influjo de Loana, pero se mostraba algo más independiente, siendo capaz incluso de hablar mal de ella, casi siempre haciendo referencia a sus aires de “chetita asquerosa” o de “rubia frívola y superficial”.  Por lo pronto, sí pudimos saber con el correr de los días que intelectualmente no era una lela pero distaba de ser brillante.  Definitivamente su extraño influjo no parecía provenir de su intelecto sino de una cualidad que no era fácil de encontrar en cualquier persona.  Yo quería que nos sentáramos más cerca de ella a los efectos de poder alguna vez dar lugar a una charla pero claro, ello implicaba dar a conocer mis intenciones a Tamara y, obviamente, me daba bastante vergüenza.  Por el contrario, mi amiga siempre se mantuvo fiel a la costumbre de entrar en el aula con una cierta anticipación (o al menos puntualidad), pero siempre, indefectiblemente, ella entraba detrás de nosotras.  Quienes hablaban con ella podían ir rotando, aunque estaba claro que había unos pocos entre los estudiantes que parecían tener más afinidad o cercanía que el resto.  Cuesta decirlo pero los celos y la envidia me carcomían.  En una oportunidad, mientras estábamos afuera del aula, la vi fumando (de tanto en tanto lo hacía) y me sentí tentada de acercarme a pedirle fuego… pero no me atreví.  Se veía como un intento bastante evidente por tratar de llegar hasta ella sobre todo si se consideraba que debía sortear, para hacerlo, el clásico círculo humano que se formaba en torno a ella.  Además y por lo que vi, jamás nadie le pedía fuego a ella sino que era exactamente al revés: la postal típica era ella sentada prendiendo su cigarrillo con un encendedor que le acababa de prestar alguno de los tantos jóvenes que a su alrededor se congregaban.  Cuando de volvía el encendedor, a veces ni siquiera agradecía y cuando sí lo hacía, era mirando hacia otro lado, nunca hacia la cara de quien se lo había prestado.  A veces la cercanía me permitió, eso sí, conocerle el tono de la voz… y, a decir verdad, encajaba perfectamente en ese aura de presuntuosidad que irradiaba todo su ser.

“Qué mina asquerosa” – llegó a decir Tamara, siempre algo más libre del influjo inexplicable que Loana en mí ejercía; yo no objetaba ni agregaba nada a tales comentarios.

         Lo peor de todo era que ese influjo me acompañaba a todas partes; no moría al cumplirse el horario de la facultad o al dejar de verla.  Me iba pensando en ella mientras viajaba en el transporte público con destino a mi hogar e inclusive por las noches pasaba largas noches en mi cuarto haciéndolo.  Más aún, me di cuenta que empezaba a relegar las actividades que tenía que hacer, tal la absorción que de mí se había apoderado.
        Una noche, estando frente al monitor de mi computadora, se me ocurrió buscarla en facebook y en efecto la encontré.  Intenté agregarla pero me apareció la leyenda diciendo que esa persona había pasado el número de amigos permitidos y que, como tal, ya no podría aceptar nuevas solicitudes; como premio consuelo, me decía que quedaba suscripta a sus actualizaciones.  Lo cierto era que Loana seguiría sin enterarse de que yo existía: de haberle enviado la solicitud, no era seguro que me hubiera aceptado pero al menos se hubiera anoticiado de mi existencia.  Todo parecía estar encaminado como para que siguiera andando por la vida con ese aire arrogante en un mundo en el cual yo no tenía cabida.
Como ya dije, no parecía ser brillante en absoluto, pero cuando llegaba el momento de presentar las actividades en las comisiones de trabajos prácticos, las mismas estaban inevitable e impecablemente hechas.  Circulaba una leyenda que, obviamente, me pareció terriblemente disparatada: se rumoreaba que había dos chicas, de esas bien inteligentes que lucían lentes y exhibían aires intelectuales, que hacían los trabajos para ella prácticamente sin chistar.  Que Loana era una chica distinta yo ya lo sabía, pero realmente no me resultaba creíble que pudiese llegar a algo así…
        En fin, yo estaba decidida a que ella se enterara de mi existencia y, si bien fracasaban todos mis intentos por lograrlo, eso no me hizo en absoluto bajar los brazos.  Y el día llegó… el contacto se produjo en el buffet de la facultad, unos veinte días después de haberla visto por primera vez.  Era abril pero estábamos ante un otoño más que primaveral y aquella tarde hacía calor.  Con Tamara nos dirigimos a la barra a pedir un par de gaseosas y una vez que las recibimos nos giramos para encaminarnos a buscar un par de lugares para sentarnos a alguna mesa.  Era increíble que con el tiempo que ya llevábamos ahí no hubiera nadie que nos invitase a hacerlo: el primer día, por ser nuevas, algunos chicos nos miraron pero eso se terminó muy rápidamente.  Creo que había una indiferencia generalizada hacia nosotras y se me cruzaba en la cabeza la idea de que eso tenía que ver con el hecho de no haber sido todavía lo suficientemente aceptadas o incluidas, lo cual a su vez tenía una sola explicación: no pertenecíamos al círculo de Loana… Y en ese momento fue cuando la vi; apenas di media vuelta con mi vaso de gaseosa en la mano, mis ojos la captaron avanzando con ese paso seguro y altivo que la caracterizaba y manteniendo una marcha firme de manera casi paralela a la barra.  Venía en dirección hacia donde nosotros nos encontrábamos, pero eso, desde ya, no quería decir nada: en ningún momento sus ojos dieron la impresión de posarse en nosotras sino que sus pupilas parecían perdidas en algún punto indefinido del lugar; lo más probable era que pasase por al lado nuestro como si nada.  En cuanto vi que se acercaba, me volví a girar hacia la barra, deposité mis útiles allí y fingí tomar el vaso de gaseosa que en realidad ya tenía en mis manos; mirando por el rabillo del ojo pude sentirla a pocos pasos de mí y supe que ése era el momento para girarme distraídamente, como si no la viera… Así lo hice y, en efecto, me la llevé por delante… Pero la consecuencia de mi acto llegó más allá de donde yo pensaba que lo haría, porque yo no había especulado con que el líquido contenido en mi vaso cayera sobre el escote y el vestido blanco de ella…
          En un principio bajó la vista para mirar el desastre que yo le había hecho y a continuación sus ojos se levantaron para clavarse en los míos… sentí una mirada terriblemente punzante…sus marrones ojos parecían encendidos y tuve la impresión de estar ante un volcán a punto de hacer erupción, tal la ira contenida que parecía irradiar su semblante.  Yo quise articular un pedido de disculpas pero ninguna palabra brotó de mis labios debido a la excitación del momento porque Loana… ¡me estaba mirando!…
         Como si se hubiera tratado de un violento latigazo, una sonora y dolorosa bofetada se estrelló contra mi rostro, obligándome a ladearlo… Despaciosamente y casi con miedo volví a dirigir la vista hacia ella y, una vez más, estaba tratando de empezar a pedir disculpas, pero no llegué a hacerlo porque la voz de ella sonó, potente y furibunda:
        “¿Qué hacés, pedazo de estúpida?” – me espetó.
         No tuve tiempo de decir algo porque una nueva bofetada me cruzó el rostro.  Difícil es describir la sensación que en mí provocaba la humillación de saberme abofeteada en público y, aunque en ese momento no lo pensé, imagino hoy la cara de incredulidad que estaría exhibiendo Tamara, la cual sin embargo no intervino… Hasta ella parecía caer ante esa atmósfera de poder e impunidad que dimanaba Loana.  Lo cierto era que mi humillación se entremezclaba de manera contradictoria con la excitación que en mí provocaba el saber que finalmente Loana estaba al tanto de mi existencia… que me miraba a los ojos, me hablaba… y me abofeteaba…
         El semblante de la presuntuosa muchacha seguía mostrando rabia e indignación.  Sin pedir permiso ni anunciar sus acciones en modo alguno, me tomó del cabello con una de sus manos y tironeando con fuerza me obligó a girarme.  Una vez hecho esto tomó una de mis muñecas y me llevó hacia atrás el brazo apretándolo fuertemente contra mi espalda.
         “Vamos para el baño, idiota – dijo, casi escupiendo las palabras y sin cuidado alguno de que los demás oyeran sino más bien dando la impresión de buscar lo contrario -, vas a limpiar esto que hiciste”
        Y acto seguido, marchando por detrás de mí y llevándome por el cabello y por el brazo, me exhibió cruzando todo el buffet cuan largo era para encaminarnos ambas hacia la zona de los baños.  El dolor me hacía tener los ojos prácticamente cerrados y por lo tanto era ella quien prácticamente me llevaba; aun así, de tanto en tanto y cada vez que los abría, podía advertir las miradas de todos clavadas en mí… Algunos lucían preocupados por la escena, otros horrorizados o escandalizados, otros piadosos, pero la mayoría… divertidos.  Me pareció oír a mi amiga Tamara ensayando una leve protesta, pero no prosperó o no insistió demasiado; probablemente ya sabía en qué terreno se movía y que allí no era posible manifestarse en contra de los deseos y decisiones de Loana.
        La puerta del baño estaba algo entornada y prácticamente ella estrelló mi cara y mi cuerpo contra la misma para terminar de abrirla.  No se preocupó luego por volver a cerrarla sino que me llevó hacia donde estaban los lavabos y los grifos.  Recién allí me liberó, aunque no lo hizo con suavidad sino virtualmente arrojándome contra la fila de lavatorios.
        Loana se detuvo de pie a un costado y fue casi como si hubieran erigido allí mismo la estatua de una diosa.  Ubicó sus manos sobre la cintura y ligeramente hacia atrás, a la vez que adoptaba la posición más arrogante y altiva que persona alguna pudiese llegar a adoptar.
        “Que no quede una sola mancha porque te juro que no te olvidás más de este día” – sentenció.
Yo, aún sin articular palabra, dirigí los ojos hacia el desastre que la bebida de cola derramada había hecho sobre su blanco e inmaculado vestido; se apreciaban también manchas sobre su hermoso busto.  La imagen, por cierto, era lo suficientemente poderosa como para mantenerme hipnotizada pero lo cierto era que la premura del asunto y el enojo de Loana exigían urgencia de mi parte.  Eché un vistazo alrededor buscando un trapo o algo para utilizar pero no lo encontré.
         “Usá tu remera” – me ordenó, como si leyera mis pensamientos.
          No podía creer la altanería e insolencia con que me impartía órdenes.  Era una situación extrañísima, que dañaba sobremanera esa alta autoestima que yo siempre había tenido pero a la vez me generaba una excitación difícil de explicar en términos racionales.  Lo que sí era cierto era que yo no podía concebir desobedecer a Loana.  Saqué mi remera por mi cabeza quedando así en su presencia sólo con mi sostén y mi falda, lo cual me produjo una sensación de inferioridad nunca sentida antes.  Abriendo el grifo, mojé mi remera y luego, con meticulosidad, pero a la vez con prisa, comencé a pasarla por las partes manchadas de su vestido.  No tengo palabras para describir mi excitación.  Actué con la mayor prolijidad posible buscando que no quedara mancha visible y luego me dediqué a… su escote… Dudé un momento: me pareció que era como profanar el cuerpo de una diosa.
          “Rápido” – me apuró.
           Así que tuve contacto con su magnífica piel.  Porque, claro, al tratar de pasar mi remera mojada la piel de la parte superior de sus senos, ésta se volvía huidiza y costaba fijar el objetivo a limpiar, razón por la cual no quedó más “remedio” que ayudarme sosteniendo su hermoso seno con la otra mano a los efectos de que no se moviera tanto.  La estaba tocando… no podía creerlo.  Ella mantenía su posición impertérrita, como esperando el momento en que yo le devolviera el aspecto inmaculado que nunca debería haber perdido.
         Yo estaba tan cerca de su rostro que podía sentir su respiración cosquilleándome entre los cabellos por detrás de la oreja.  Me dediqué afanosamente a la tarea de que su piel volviera a aparecer sin ninguna mancha.  Mientras lo hacía no dejé de tener todo el tiempo la visión de aquella línea de deseo que se perdía entre sus pechos y desaparecía por el vestido bailoteando alocadamente.  Una vez hube terminado con su pecho bajé la vista hacia la parte inferior del vestido: había manchas allí también, lo cual implicaba que para poder limpiarlas tendría que arrodillarme…y así lo hice.
          Arrodillada frente a ella, me sentí infinitamente inferior… alcé levemente los ojos hacia los suyos a los efectos de comprobar cómo se veía ella, aun a riesgo de que lo notara y fuera yo reprendida por ello, pero la realidad era que los ojos de Loana estaban lejos de posarse en mí… Mantenía la vista hacia adelante con el mismo talante de superioridad que siempre exhibía… una estatua de marfil orgullosa de serlo.  Comencé a limpiar la parte baja del vestido justo por encima de donde la línea de la tela de lycra se interrumpía para dar paso a sus magníficas piernas… y a ese tatuaje de la orquídea que tanto atractivo me despertaba.  Creo que el influjo de la figura era aun superior ahora que la tenía tan cerca…  De hecho fue tal el grado de abstracción que involuntariamente interrumpí mi labor por unos segundos… Loana lo advirtió y me golpeó ligeramente el rostro con el muslo, no con el del tatuaje sino con el izquierdo.  El golpe no fue excesivamente violento pero me devolvió a la realidad… a mi realidad… es decir al hecho de verme súbitamente casi como un trapo de piso en presencia de alguien a cuya superioridad no podía siquiera pensar en aproximarme… ¡Yo, que siempre me había jactado de ser tan segura!
         Era un problema limpiar la parte inferior del corto vestido, sobre todo en la zona que caía en el hueco de la separación entre las piernas.  Tuve que tomar la tela entre mis dedos y estirarla a los efectos de facilitar mi labor pero la mancha estaba verdaderamente rebelde y sólo me quedó pasar mis dedos hacia la parte interna del vestido como para hacer apoyo allí donde debía pasar la remera húmeda.  En algún momento sentí que mis nudillos se rozaron con su ropa interior y fue como si un extraño escozor me hubiera recorrido todo el cuerpo; el roce fue muy leve, tanto que ni se debió haber dado cuenta, pero para mí fue una sensación muy fuerte…
          En cuanto hube terminado mi labor pude comprobar que casi no había rastros de las manchas… sólo mirando con mucho detenimiento y sabiendo que las mismas habían estado allí, podía percibirse algún indicio, pero había quedado mucho mejor de lo que yo pensé…  Sin dejar de estar arrodillada levanté la vista hacia Loana y esta vez sí me encontré con sus ojos marrones escrutadores; supongo que yo en ese momento habré esbozado una muy leve sonrisa por haber concluido con la tarea pero el comentario de ella me la borró rápidamente: una vez más ella hablaba antes de que yo pudiera emitir palabra alguna.
          “Fijate en la pierna… y el calzado… ¿O no lo ves?  La verdad es que no puedo creer que justo me tocara cruzarme con la chica más estúpida de toda la facultad”
           Semejante degradación verbal me llevó a bajar nuevamente la cabeza.  En efecto había algunos hilillos de gaseosa chorreando por la pierna derecha (la del tatuaje justamente) y descendiendo hacia la sandalia sobre la cual también se apreciaban algunas gotitas que habían dejado mancha.  Era raro que no me hubiera dado cuenta unos instantes antes cuando me había quedado fascinada con la contemplación de la orquídea, pero por otra parte era quizás justamente esa misma fascinación la que me había impedido prestar atención a un detalle tan trivial.  Estaba a punto de comenzar a pasar la remera humedecida para devolver al tatuaje su magnífica y pura belleza, pero Loana me cortó en seco:
           “Ni se te ocurra pasar por encima de mi orquídea el mismo trapo harapiento ése que ya estuviste usando para limpiar.  Veo que además de idiota sos sucia y desubicada”
          Levanté la vista hacia Loana sin entender del todo.  Eché un rápido vistazo en derredor para ver si había algún otro elemento que pudiera ser utilizado.
         “Sacate la bombacha – me ordenó secamente; una vez más la miré con incomprensión -. ¡Vamos retardada! ¡Para hoy…!”
            No podía creer tanta degradación ni tanta humillación, mucho menos el hecho de que yo la estuviera “aceptando”.  Yo llevaba una falda hasta la rodilla, así que sin abandonar mi posición arrodillada, me incorporé un poco a los efectos de poder levantar bien la misma y así deslizar mis bragas hacia abajo.  Las saqué primero por un pie, luego por el otro y me aprestaba ya a mojarlas en el grifo sin dejar de permanecer arrodillada, pero Loana me interrumpió:
          “A ver, dame eso” – ordenó.
           Me detuve mirándola desde abajo.  Cada orden que profería me descolocaba… Debe haber percibido eso porque me cruzó la cara de una bofetada, ya la tercera que me propinaba.
         “Que me la des, te dije” – insistió, altanera.
          Con el pulso temblando, le fui acercando lentamente la prenda y ella me la arrancó prácticamente de un tirón.  Se la acercó a la nariz y la olió.  Puso cara de asco y la revoleó a un costado.
          “Está sucia y transpirada, perra mugrienta – me espetó -.  ¿Pensabas pasar eso por arriba de un tatuaje que es una obra de arte prácticamente única?”
           Mi estado de indefensión era tal que algunas lágrimas empezaron a rodar desde mis ojos.  La acusación, por otra parte, era injusta, ya que me había puesto esa prenda esa misma mañana y perfectamente limpia.  La situación me superaba de tal modo que ya no sabía qué hacer ni qué decir; de hecho, no podía llegar a decir nada.  Me encogí de hombros, como dando a entender que no se me ocurría nada.
          “Usá la lengua” – me ordenó con terrible frialdad.
          La sorpresa invadió mi rostro porque no podía creer la orden que me impartía.
         “¿Qué parte no se entiende? – inquirió, cada vez más enfadada -.  La lengua… la len-gua… ¿no sabés lo que es? – sacó la suya propia de entre sus labios y la extendió cuán larga era para hacerlo más gráfico – ¿A ver, taradita?  Mostrame la tuya…”
          Y tímidamente pero a la vez presurosa ante el carácter de la demanda, extendí mi lengua larga y roja.
          “Bien – dijo Loana -. Eso es la lengua.  Con eso vas a limpiar mi orquídea”
       Y así fue que acerqué mi boca al fabuloso tatuaje y comencé a dar largas lengüetadas buscando eliminar de él todo rastro de gaseosa.  Un sabor dulzón me invadió la boca y era lógico considerando la naturaleza del líquido cuyos restos estaba limpiando, pero más allá de eso me es imposible describir la sensación que producía estar lamiendo su piel y, más aún, la superficie ocupada por el tatuaje de aquella magnífica orquídea de color rojo violáceo.  Era como que a cada lengüetada que daba, una extraña energía se apoderaba de mí y se arrebujaba en mi interior haciéndome sentir terriblemente baja e inexistente frente a la grandeza etérea e invencible de aquella mujer.  Por momentos cerraba los ojos, abstraída ante la situación, pero en otros los abría para poder contemplar tan cerca de mis pupilas la magnificencia de aquella obra de arte que cubría el muslo de Loana.  Cuando percibí que ya no había más vestigios de gaseosa, seguí recorriendo con la lengua el resto del muslo y la pantorrilla, eliminando todo lo que hubiera; en realidad no estaba claro si debía hacerlo así o si, una vez limpio el tatuaje, ya no tenía que seguir utilizando la lengua, pero así lo hice y Loana nada objetó, lo cual me hizo suponer que estaba en lo correcto.  Fui bajando hacia el tobillo y la sandalia, recorriendo con mi lengua la piel más increíblemente hermosa y bruñida con la que hubiera entrado en contacto en mi vida… y a medida que iba bajando, era aun más consciente de mi lugar en la medida en que mi mentón prácticamente tocaba el suelo.  Limpié también con mi lengua las gotitas que habían dejado mancha sobre el calzado y no pude evitar mirar de soslayo hacia el empeine del otro pie, el cual lucía, dominante y agresiva, la efigie del escorpión, no menos subyugante que la orquídea del muslo.  En el momento en que hube terminado con mi tarea, ella levantó su pie sin cuidado de no golpearme un poco la trompa al hacerlo.  Flexionó la rodilla haciendo que su pierna izquierda formase un cuatro contra la derecha, que permaneció rígida.
          “Limpiame bien la suela” – ordenó, sin miramientos.
Realmente yo ya no sabía hasta dónde iba a llegar aquel morboso teatro de degradación al que me estaba viendo sometida.  Quería resistirme a la orden, la cual, por cierto, no tenía demasiado sentido: aun suponiendo que la suela se hubiera manchado con gaseosa que cayó al piso, era sólo una suela y, como tal, se ensuciaría permanentemente con cualquier sustancia que se pisase.  Pero a pesar de que quería resistirme, una fuerza imposible de describir con palabras me empujaba una vez más a cumplir con lo que Loana me ordenaba.  Así que mis lengüetadas se dedicaron ahora a recorrer toda la suela de la sandalia y sentí entrar en mi boca los más diversos y desagradables sabores.  Cuando ella consideró que la labor estaba cumplida me lo anunció con un ligero puntapié en mi mentón.
         “Bien – sentenció -.  Ya hemos cumplido con la primera parte, que era el aseo del desastre que me habías hecho”
          La incomprensión volvió a apoderarse de mí.  Aún arrodillada, la miré interrogativamente, aunque siempre en silencio.  ¿Primera parte?  ¿De qué hablaba?
         “Lo que nos resta – explicó, adoptando un tono casi pedagógico – es que recibas el castigo que te merecés por tu imbecilidad”
           Yo no daba crédito a mis oídos.  ¿Castigo? ¿Y cómo consideraba a toda aquella depravada degradación que yo estaba sufriendo hasta ese momento adentro de un baño de damas?  Sin explicar nada, me tomó por el cabello y me alzó prácticamente en vilo, obligándome a ponerme de pie nuevamente.  Una vez hecho eso, me giró y me obligó a incinarme sobre los lavatorios.  Mientras yo tenía mi rostro prácticamente sobre el lavabo, pude percibir cómo con una de sus manos alzaba mi falda y dejaba al descubierto mis nalgas, carentes de ropa interior que las cubriese desde hacía algún rato.  Nerviosa, eché un vistazo disimuladamente hacia atrás con el rabillo del ojo como buscando algún indicio de lo que me esperaba porque, para ser honesta, estaba muerta de miedo.  Alcancé a ver cómo Loana se quitaba una de sus sandalias (precisamente la misma que yo había limpiado en su totalidad con mi lengua hacía unos instantes) y, en ese momento temí lo que se venía, aunque por otra parte no podía creerlo.

         “Por cada golpe que recibas vas a decir que sos una estúpida” – ordenó severamente Loana.
         Casi ni me dio tiempo a procesar la orden que ya el taco de la sandalia golpeaba contra mi nalga derecha, arrancándome un grito de dolor, a la vez que Loana, con su otra mano, sostenía mi falda levantada contra la cintura.  No pronuncié palabra alguna, en parte por el dolor y en parte porque, como dije, no había llegado a asimilar la orden.  La sandalia cayó pesadamente otra vez sobre la misma nalga a modo de recordatorio:
          “¡No te oigo, idiota” – demandó Loana.
          Como pude, en medio del dolor que aquejaba mi cola desnuda, entreabrí los labios y fue entonces cuando por primera vez pronuncié alguna palabra delante de aquella mujer.
          “Soy… una estúpida” – balbuceé.
           El taco de la sandalia cayó otra vez, y otra y otra… y cada vez que lo hacía yo repetía la degradante autodefinición que me era impuesta.  Después de unos diez, doce o tal vez quince golpes sobre mi nalga derecha, se dedicó a la izquierda… y luego de una cantidad semejante retornó a la derecha y así lo hizo varias veces.  No alternaba con cada golpe, supongo que porque la seguidilla sobre una misma nalga aumentaba el dolor y reducía la posibilidad de recuperación.  Llegado cierto punto, se advertía que me golpeaba con tal ensañamiento que el cortísimo lapso entre un golpe y otro no me daba tiempo siquiera para pronunciar las tres palabras que debía decir: apenas llegaba al “soy” o, menos aún, a una “s”.
          No sé cuántos golpes fueron en total, pero cuando el suplicio hubo acabado mi cola me ardía horrores y podía, sin verla, imaginarla terriblemente enrojecida.  El humillante martirio se había detenido pero claro, yo ignoraba si en forma definitiva; volví a espiar por el rabillo del ojo y llegué a ver cómo Loana flexionaba una vez más su pierna formando un cuatro y se calzaba nuevamente la sandalia… Al menos no habría más golpes… Pero yo, para esa altura, no sabía si quería que los golpes se detuvieran o siguieran… Son extraños los caminos de la excitación…
        Pero casi de inmediato Loana me dio señales de no estar satisfecha.  Soltó la falda que hasta ese momento sostenía contra mi cintura dejándola caer, pero utilizó esa misma mano para aprisionarme por la nuca y hacerme hundir mi rostro en el lavabo, por suerte vacío.  Lo que  vino a continuación no entraba ni dentro del más morboso cálculo.  Su otra mano se deslizó por debajo de mi falda y pude sentir cómo su dedo mayor recorría la zanja que separaba mis nalgas.  Se detuvo al encontrar el orificio (por cierto incorrupto hasta entonces) y comenzó a juguetear allí, como si trazara círculos.  Yo no salía de mi asombro: aquella chica arrogante e insolente me estaba metiendo un dedo en el culo… y yo no estaba haciendo nada para impedir tamaña humillación.  Un par de veces noté que extraía el dedo y casi a continuación se escuchaba claramente el sonido de un escupitajo para después volver a introducir el dedo en mi ano, lo cual evidenciaba que estaba utilizando su propia saliva como lubricante.  Y los círculos que su dedo trazaba fueron cada vez más profundos… Me dolía muchísimo porque, además, tenía la uña larga y filosa.  Y el dedo fue cada vez más adentro… tal acción no podía tener otro objetivo más que el de la humillación pura y simple, lisa y llana… su garfio entrando a través de mis plexos era un doliente recordatorio para mí acerca de quién era la que mandaba allí, de quién era la que tenía el poder…
        El dedo fue hurgando cada vez más profundo a la vez que comenzó a avanzar y retroceder alternadamente y sin pausa, como si se tratase de una penetración… o de una violación, que fue como lo sentí.  Mi dolor iba en aumento pero lo hacía conjuntamente con mi excitación… Comencé a gemir aun en contra de mi propia voluntad; no podía evitarlo, no podía detenerme… Mis manos estaban apoyadas a ambos lados del lavatorio dentro del cual estaba mi rostro y se me cruzó por la cabeza casi mecánicamente la idea de llevar una a mi zona genital y tocarme… Estaba increíblemente excitada por la situación y me sentía muy cerca del orgasmo… Sin embargo, no me atreví a hacerlo: no sabía si estaba dentro de las acciones autorizadas por Loana y no quería arriesgarme en caso de que así fuera.  Mis gemidos, ya para esa altura, se habían convertido en jadeos… Y así fue hasta que Loana cesó con su perverso acto y retiró (sin delicadeza) su dedo de mi cola… Soltó mi nuca; pude oír cómo abría el grifo del lavatorio contiguo al mío y procedía a lavar su dedo y luego sus manos, cosa que también pude comprobar espiando ligeramente de reojo.
       “Espero que esto te sirva para el futuro” – sentenció la joven, lo cual me daba un cierto indicio de que la cosa allí había terminado.  Me dolía todo: mis nalgas por la paliza recibida, mi orificio tras haber sido penetrado por el dedo de Loana, mi rostro por las bofetadas recibidas, mi brazo por haberlo tenido doblado contra mi espalda mientras me llevaba a través del salón, mis cabellos por haber sido tironeados y mi espalda por haber estado tanto tiempo arqueada mientras recibía mis castigos.  Me costó incorporarme desde mi posición pero trabajosamente lo hice y al girarme me encontré con una imagen que puso la magnitud de mi humillación en un límite hasta ese momento insospechado para mí, pero por otra parte lógico considerando el lugar en que nos encontrábamos… Un grupo de seis o siete muchachas estaban allí observando la escena con la cual posiblemente se habían encontrado tras haber llegado sólo para peinarse o para atender alguna necesidad.  La vergüenza que me invadió fue indescriptible.  Algunos rostros lucían expresión de incredulidad o de escándalo, pero en la mayoría de los casos me dio la impresión de que se divertían, lo cual se evidenciaba en una ligera sonrisa que, al parecer, no podían contener.  Unos pasos más atrás, bajo el marco de la puerta y casi diría más afuera del baño que adentro, alcancé a distinguir el rostro de Tamara… y mi vergüenza fue aun mayor.  En el caso de ella, sí pude ver que la expresión era de incredulidad; no sé si sería que la escena la superó o bien que no quiso hacerme sentir peor una vez que yo me había percatado de su presencia allí, pero el hecho fue que dio media vuelta y se fue…
         Acomodé mi falda nuevamente a la altura de mis rodillas y tomé mi remera que, hecha un bollo, estaba a un costado del lavatorio.  No me la había puesto aún sino que busqué en derredor par a ver si veía el lugar en el cual había caído mi bombacha, pero antes de que pudiera hacerlo, sentí la mano de Loana aferrándome otra vez fuertemente por los cabellos.
        “Tengo ganas de hacer pis” – anunció con un tono casi glacial de tan frío.
        Sin que yo llegara a captar el significado o las implicancias de tal anuncio, me llevó por los pelos en dirección hacia uno de los privados, sometiéndome una vez más a una humillación pública.  Estrelló mi propio cuerpo contra la puerta para abrirla y así, sin que yo llegara todavía a entender ante qué nueva y perversa locura me hallaba, las dos nos encontramos en el interior del privado.  Ella se encaró hacia mí y con un movimiento de contoneo increíblemente sensual levantó su vestido y se quitó la bombacha, que quedó pendiendo de una de sus manos.
            “Te dije que quería hacer pis” – insistió.
             Sin entender nada, bajé la vista hacia el inodoro, lo cual me parecía lo más lógico de acuerdo a lo que había dicho.
            “Ay… ¡qué chica imbécil, por Dios!… Arrodillate, retardada… Ahí, contra el rincón…”
Las palabras de Loana eran casi como puñales por lo hirientes, pero  a la vez estaban dotadas de un magnetismo que hacía imposible, para mí, desobedecerlas.   Tal como ella reclamaba, me arrodillé en el piso, de espaldas al rincón.  Apoyó las puntas de los dedos extendidos contra mi frente, obligándome a arquear mi espalda hacia atrás y hacerme tocar con mi cabeza el lugar en que las dos paredes se unían; yo quedé, por lo tanto, mirando hacia arriba.  Por primera vez desde que yo le había echado la gaseosa encima de su vestido, pude advertir una sonrisa en sus labios, si bien no dejaba de ser una sonrisa ligera y maléfica.  Se giró, con lo cual, desde mi posición, quedé con mi rostro a escasos centímetros de su bien contorneado trasero que se adivinaba por debajo del vestido.  Ubicando las palmas de sus manos a ambos lados del este último, lo llevó hacia arriba, con lo cual el trasero dejó de adivinarse para, directamente, verse. Hizo un ligero paso hacia atrás y arqueó su cuerpo hasta posar su cola sobre mis ojos y nariz.  Prácticamente se sentó sobre mí, con lo cual el dolor en mi nuca aumentó al doble al tener que estar doblada y contra la pared.  Y de pronto pude sentir lo que nunca hubiera supuesto: la orina de Loana, tibia y penetrante, comenzó a recorrer mi mentón y la comisura de mis labios para correr luego cuerpo abajo, bañando todo lo que encontraba a su paso.  El pis corrió por mi cuello, por mis senos, por mi vientre… y yo sin hacer nada.
            “Abrí la boca” – me ordenó.
            La orden era de lo más degradante que se pudiera imaginar… pero así lo hice.  Me di cuenta entonces que, si no me lo había ordenado desde un principio, era para que yo sintiera la orina en mi cuerpo del mismo modo que a ella le había ocurrido con la gaseosa que yo le había derramado.  Venganza algo desmedida, desde ya… y terriblemente perversa…
           Al abrir la boca pude sentir el líquido caliente inundando mi interior, bañando mi garganta y corriendo hacia mi estómago… Me sentía lo más bajo que había en el mundo, quería morir allí mismo, pero por otro lado… no podía creer que era el pis de Loana el que estaba entrando en mi cuerpo después de tantos días buscando que se percatase de mi existencia.  Una vez que hubo terminado de evacuar, exhaló una bocanada de aire con satisfacción y salió de encima de mí, lo cual significó un alivio para mi nuca y mi espalda… podría decir también para mi dignidad, pero… ¿era salvable para esa altura?
            Tomó papel higiénico para asearse y una vez que lo hubo hecho, no lo arrojó al cesto ni al inodoro sino que me miró y, una vez más, advertí en su expresión un deje de malignidad, particularmente en sus ojos, que se veían fríos y crueles.
          “Abrí la boquita” – me dijo.
          Carente ya de todo vestigio de dignidad, así lo hice… y la perversa joven introdujo el trozo de papel empapado en orina dentro de mi boca, para luego obligarme a cerrarla.
           “No lo escupas – me ordenó -. No hasta que yo te lo diga”
             Se volvió a poner la tanguita blanca y se acomodó el vestido, otra vez con un movimiento lleno de sensualidad, y abrió la puerta.  Yo estaba  a punto de incorporarme, pero me dijo:
             “Seguime… a cuatro patas”
Imaginar mayor humillación resultaba ya, a ojos vista, inconcebible.  Ella salió del privado y yo lo hice detrás a gatas, como si fuera un animal, al tiempo que mis mejillas lucían infladas por la cantidad de papel orinado que mantenía dentro de mi boca.  Pude ver que seguían allí las jóvenes que antes habían presenciado mi castigo y que incluso habían llegado otras, pero nadie se iba.  Aun cuando, estando yo a cuatro patas, sólo pude mirar muy ligeramente y de soslayo, puedo afirmar que esta vez sí los rostros lucían inequívocamente divertidos, con algunas sonrisas ya tornándose abiertamente en risas.  Supongo que para todas ellas era fácil adivinar lo que había ocurrido en el privado desde el momento en que ni siquiera habían escuchado el ruido del agua corriendo; más aún, quizás ya conocían lo suficientemente a Loana y no era la primera vez que presenciaban una escena semejante.  A propósito de Loana,  la seguí hasta que se detuvo frente al espejo; se acomodó algunos pliegues y rugosidades del vestido como si no pudiera lucir una sola señal que mancillase su naturaleza impoluta.  Se peinó un poco; luego se giró hacia mí:
             “Bien, pedazo de estúpida – me dijo -. Supongo que habrás aprendido quién es quién y cómo debés comportarte, salvo que, claro, seas aun más estúpida de lo que pienso.  Escupí ese papel en el cesto…”
            Como un perrito obediente, me dirigí hacia el cesto y dejé caer el bollo de papel que tenía en la boca, cual si le alcanzase a mi dueño el diario matutino.  Y al igual que un perrito, miré a Loana para saber qué seguía.
             “Ahora – me dijo -, me voy a ir de acá.  Vas a ir detrás de mí en cuatro patas besando el piso después de cada paso mío hasta la puerta”
              En fin… era iluso suponer que la cosa no fuera a tener un final igual de humillante que todo el resto.  Así que se giró, caminó taconeando con sus sandalias sobre los mosaicos del piso y yo detrás besando sucesivamente los exactos puntos en los que acababa de pisar .  Al llegar a la puerta, la traspuso y se alejó; como me había dicho que sólo debía seguirla hasta allí, me detuve y esta vez estaba claro que la locura de perversión había terminado…
              Me incorporé… no me atrevía a mirar a la cara a las otras chicas que estaban en el lugar… Busqué infructuosamente mi bombacha por todos lados pero no la encontré… Alguien la había escondido o tomado al parecer… Sí encontré mi remera humedecida y hecha un bollo sobre el piso: se me había caído en el momento en que Loana me había tomado de los cabellos para llevarme hacia el privado.  La estrujé una y otra vez y la sequé lo más que pude con el secamanos… Limpié también lo más que pude el pis que pegoteaba mi cuerpo, pero era extraño… porque por otra parte era como que no quería limpiarlo del todo… era la orina de Loana y yo la tenía sobre mi cuerpo… una situación que ignoraba si se repetiría… Una vez que me coloqué la remera, abandoné el baño sin mirar hacia las chicas.  Atravesé todo el buffet ante las miradas, una vez más entre incrédulas y divertidas, de la mayoría… y no pude evitar bajar la cabeza, pero seguí caminando a pesar de todo.  No había rastros de Loana. Tampoco de Tamara.  Busqué en la barra de bebidas en procura de encontrar mis útiles allí, pero no estaban… Una empleada del lugar, al captar mi búsqueda, rebuscó debajo de la barra y los extrajo, enseñándomelos; me los habían guardado.  No sé si dije “gracias” o fui absolutamente descortés.  En el estado en que me hallaba no puedo decirlo.  Me fui simplemente…

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