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A pesar de ser consciente de que el acoso en una organización siempre se debe de atajar ante los primeros indicios, he de decir que en el caso del que protagonizó Patricia mi comportamiento no fue o no tuvo la diligencia que exigía a los colaboradores bajo mi mando.  Y es que su actitud traspasó los límites que en otro caso hubiera supuesto su despido inmediato. Si alguien me preguntara porqué lo permití la respuesta fue una suma de factores:

El primero de todos fue su sexo, estaba habituado a combatir el abuso de hombres intentando llevarse al huerto a una mujer o en el caso de un homosexual a otro hombre, pero fue la primera vez que me encontré con que un miembro del mal llamado sexo débil hostigaba a alguien del que catalogamos como “fuerte”.

El segundo, y no menos importante, fue su belleza. Nadie podía prever y menos creer que una mujer como ella fuera capaz de faltar a cualquier norma o ley para conseguir acostarse con un hombre cuando era evidente que, de haber llegado de frente, a buen seguro su víctima no hubiese dudado en darse un revolcón con ella.

También afectó a mi análisis que en contra de lo normal fuese un subordinado quien atentara contra la dignidad sexual de su jefe. Pero el último y más inconfesable, fue que me dejé engañar por el carácter creciente del mismo. Y cuando digo qué me dejé engañar, habréis anticipado que el objeto de la insana fijación de esa belleza fui yo. 

Tras confesar que cometí errores de apreciación, he de decir a mi favor que tardé en reconocer las señales y que cuando fueron tan evidentes que no pude obviarlas, la incredulidad y el miedo a que mi reputación se viese afectada me paralizaron. Por mucho que me cueste confesarlo, tengo claro que en ese momento temí que nadie me creyera y que una queja por mi parte se me diese la vuelta y terminara para la opinión de todos, en especial para un juez, siendo yo el acosador y Patricia la acosada…

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Todo comenzó cuando María, mi esposa y socia, puso sobre la mesa que quería divorciarse y no solo desde un punto de vista personal sino también societario. Como nuestro matrimonio llevaba años siendo una unión monetaria más que sentimental, dejamos todo en manos de un abogado amigo en el que ambos confiábamos y tres meses después firmamos un divorcio amistoso donde los flecos más difíciles de resolver fue la división del pequeño emporio que habíamos creado juntos. Afortunadamente mi ex insistió en quedarse con el patrimonio inmobiliario, dejando para mí la empresa de consultoría que era la parte que yo consideraba más interesante y con más futuro, aunque también la conllevaba mayor riesgo.   

            Curiosamente una de las cosas que más me jodió no fue que se quedara con la casa, sino que se llevara como su segunda a Merche, la secretaria que habíamos compartido desde nuestros inicios y la cual nunca creí poder sustituir al haberle cedido todas aquellas pequeñas rutinas que consideraba un estorbo. Cuando se fue con ella, me vi abocado a buscar por mí mismo un piso donde vivir, una criada que la limpiara y hasta un taller donde llevar mi coche, ya que ella era siempre la que se había ocupado de ello. Tal fue mi desesperación y sobre todo mi incapacidad para ocuparme de mis temas personales, que Joaquín, mi director financiero―contable, vio necesario o conveniente presentar a su hermana como la ayudante que se podría encargar de esas minucias. Sin otra candidata y viniendo de un hombre cuya fidelidad no ponía en duda, la acepté sin el típico proceso de selección previo.

Ese quizás fue mi primer fallo, pero no me pareció necesario al venir recomendada por un empleado que sentía una estima por mí que rayaba con la adoración.

―Siendo de tu familia no me hace falta mirar más, ¡está contratada! ― ilusamente decidí.

Aun así, antes de comunicárselo a ella, insistió en que leyera su curriculum. A regañadientes accedí y no porque me hiciera falta, ya que pensaba que cualquier persona con un mínimo de conocimientos podía desempeñar ese puesto. Así me enteré que, a sus veintiocho años, esa joven había tenido tiempo de estudiar dos carreras, hablar otros tres idiomas y trabajar en una empresa de la competencia.

― ¿No crees que está demasiado capacitada para ser solo mi secretaria? –pregunté.

―Sí y no― respondió: ―Como dices podría optar a un puesto de analista, pero no es lo que quiere. En cuanto se enteró de que el puesto de asistente de mi jefe estaba libre, quiso que se la recomendara porque deseaba trabajar codo con codo contigo.

No me pasó inadvertido que entre las motivaciones de esa cría debía estar y estaba el comportamiento que tuve con él cuándo, a raíz de un enfrentamiento con su superior, este aludió a la condición homosexual para despedirlo: no solo le mantuve en su puesto, sino que lo ascendí por su valía, mandando a la mierda a su antiguo jefe.  

―Perfecto, pero si tal como preveo ser mi secretaria le queda corto le haré que asuma otras funciones.

―Sé que no le defraudará y si encima le da más cosas de las que ocuparse, aceptará encantada― cerrando la conversación con una sonrisa, desapareció de mi despacho.

Al irse me di cuenta de que ni siquiera habíamos tratado el tema de su salario, pero partiendo de que como encargado de la contabilidad debía saber cuánto había pagado a Merche, di por sentado que esperaba que la tal Patricia cobrara lo mismo. Siendo alto, no era desorbitado. Por eso, no le di más vueltas y me concentré en resolver los problemas del día a día, olvidándome del asunto.

Esa misma tarde, a la vuelta de comer, me encontré a una esplendido ejemplar de mujer de raza negra sentada en la mesa de la que sería mi asistente e incrédulo observé como ese bombón había tomado posesión de puesto sin que nadie me la presentara. Confieso que creí que desde recursos humanos la habían mandado sin saber que ya había contratado a una y por eso, plantándome ante ella, le pregunté educadamente qué era lo que hacía allí.

 Levantando la mirada de su portátil, la morena contestó:

―Soy Patricia Meléndez, su nueva secretaria.

La expresión de mi rostro al escuchar que era la hermana del rubiales la hizo reír y haciéndome ver que mi reacción no era nueva para ella, explicó sin necesidad de que preguntara que era adoptada. La sonrisa franca que me dirigió me hizo sentir confianza y pidiendo que pasara a mi oficina, le dije lo primero que iba necesitar de ella:

―Llevo dos semanas en un hotel y ya no lo aguanto. Preciso de un piso donde vivir.

Lejos de incomodarle una petición tan de carácter personal, me comenzó a atosigar con los detalles que debía de cumplir la vivienda como era precio, habitaciones, metros… Como no tenía tiempo ni ganas de responder, únicamente le di lo que consideraba un presupuesto máximo, dejando que ella decidiera el resto. Cualquier otra se hubiera sentido sobrepasada por la responsabilidad, pero la negrita no y volviendo a su silla, se embarcó el resto de la tarde en la ingrata tarea de conseguirme un techo donde vivir. Es más solo habían pasado dos horas, cuando tocando en mi puerta y con un casco de moto bajo el brazo, me informó que se iba a visitar tres posibles ubicaciones de mi nuevo hogar.

Al estar liado con una presentación que debía hacer llegar a un cliente, sin quiera mirarla, le dije que me parecía bien y que cerrara la puerta al salir. De esa forma y no siendo consciente del alcance de mi decisión, dejé en sus manos esa parte tan importante de mi futuro pensando que al menos tardaría un par de días en conseguir algo que me satisficiera.

¡Qué equivocado estuve! Acababa de terminar el documento cuando recibí su llamada preguntando si podía ir a ver el chollo que había encontrado por que de ser de mi gusto debíamos darnos prisa para cerrar el alquiler, no fuera a ser que otro cliente se nos anticipara.

Sin demasiadas ganas ni tampoco excesivas esperanzas, pero asumiendo que cuanto antes me fuera de mi actual alojamiento mejor, pedí la dirección del sitio y quedé con ella en media hora. Al aparcar comprendí que al menos esa monada había acertado en el barrio al ser céntrico, pero lo suficiente alejado para no sufrir el bullicio de la gente. Ya caminando hacia donde nos habíamos citado, descubrí que Patricia me estaba esperando subida a un scooter de color rojo tan femenino y coqueto como ella.

Confieso que no fue ni prudente ni ético, pero aprovechando que esa morenaza estaba hablando por teléfono le di un repaso nada consecuente con la mínima ética laboral:

«Hay que reconocer que está buena», me dije impresionado por el tremendo trasero del que era dueña, pero fue al acercarme cuando reparé en su altura, «debe medir casi el metro ochenta».

Ajena a mi examen, la joven me saludó y presentándome al empleado de la inmobiliaria pasamos a ver el piso. Si de por sí la zona y el edificio me habían gustado, su distribución, la calidad de sus baños y las impresionantes vistas desde la terraza me entusiasmaron. Sin llegarme a creer que entrara en mi presupuesto, pregunté si había hablado ya del precio:

―Aquí tiene el contrato que he redactado dado que asumí que le gustaría.

Mirando la cifra del alquiler comprendí sus prisas en que lo viera y firmándolo sobre la marcha, lo único que señalé fue que al estar vacío tenía que pensar en amueblarlo.    

―Por eso no se preocupe, yo me ocupo y mañana mismo, le haré llegar cuanto le costaría amueblarlo.

― ¿Mañana? ― dudé.

Luciendo una de sus sonrisas, la joven contestó:

―Como sabía que le iba a gustar, he quedado con un amigo decorador para enseñarle el piso y que me diera al menos una idea de presupuesto y del tipo de decoración que propondría. Si quiere esperar, puedo presentárselo y que usted mismo le haga saber lo que desea.

Como había quedado con dos amigotes y viendo su versatilidad, respondí que eso era algo que me aburría y que se lo dejaba a ella. Nuevamente, Patricia no se quejó y tomando la responsabilidad sobre sus hombros, accedió a ser ella quién lo atendiera.

Con su sonrisa diciendo adiós, me subí al coche y no me cuesta confesar que pensé que era una lástima que fuera una empleada porque de haberla conocido en otro lugar, no me hubiese importado olvidar a mi ex entre sus brazos. Por eso cuando llegué al bar y vi que mis colegas me llevaban al menos dos rones de delantera, tratando de calmar la excitación de mis neuronas, rápidamente les di alcance.

―Joder, Luquitas, vienes sediento― observando la facilidad con la que mi gaznate dio cuenta de los primeras, comentó Juan, un pequeñajo malo como el mismo demonio.

―Si alguien no puede presumir de ser de secano, ese eres tú― contesté mirando a ese vividor que conocía desde niño y cuyo contacto recuperé a raíz del divorcio.

Al notar que algo me traía nervioso, dio por sentado que era un asunto de faldas y me preguntó a quién había conocido. Sin decir que era mi nueva secretaria, insinué que esa tarde me habían presentado a una veinteañera que era una autentica preciosidad.

―Si tiene esa edad y te hace caso, o es puta o está loca― despelotado respondió mientras disimuladamente señalaba a tres hembras más apropiadas a nuestros años que habían hecho su aparición por el bar: ―Volvamos a la realidad y ataquemos lo que realmente está a nuestro alcance.

Sin reconocerle que además de ser casi una niña era mi empleada, bajé de las alturas y acompañando a Juan, fuimos a invitar a las recién llegadas a una copa. El destino hizo que esas mujeres viniesen en son de guerra y por ello tras un breve intercambio de elogios mutuos, me encontré besando a las más guapa ante el cabreo y la desesperación de mis compañeros de juerga.  Esa rubia de pechos recauchutados que, en un principio, se mostró ansiosa por acompañarme el resto de la noche, en cuanto supo que iba a llevarla a un hotel cambió de actitud y creyendo que era el típico casado poniendo cuernos a su mujer, me mandó sin cortarse directamente a la mierda.

―No salgo ni me acuesto con infieles― dejando caer sobre mis pantalones el vodka que la había invitado, bufó antes de coger su bolso y desaparecer hacia el baño.

Los que jamás hayan pasado la vergüenza de lucir una mancha así en su entrepierna quizás no entiendan que, plegando velas, me marchara a la francesa, pero aquellos que la hayan sufrido sé que no solo aceptarán, sino que ellos mismo hubieran actuado igual y se hubiesen ido de ahí sin despedirse.

 «No puedo seguir viviendo en un hotel, tengo que mudarme a toda prisa», concluí encolerizado…

2

A la mañana siguiente, todavía no se me había pasado el cabreo y por ello al llegar a la oficina, pregunté a Patricia si me había impreso el documento que mandé a su email de madrugada.

―Lo tiene sobre su mesa, don Lucas.

Su eficiencia me calmó y llegando a mi despacho, descubrí que, sin cambiar una coma del texto, la morena había incluido una serie de gráficos sacados de las tablas y mejorado el conjunto reemplazando el tipo de letra y añadiendo color.

―Está muy bien― reconocí cuando me trajo el café que me había habituado a tomar cada mañana y conociendo mis manías, pregunté si le había echado azúcar.

―Tres cucharadas bien colmadas y una nube de leche. Tal y como, se lo ponía Merche.

― ¿La has llamado?

―Claro, don Lucas. Puedo ser eficiente, pero no soy telépata. ¿De qué otra forma me podía enterar de cómo quiere las cosas?

― ¿Qué más te ha dicho? ― hasta cierto grado divertido, insistí.

Jamás esperé que volviendo a su escritorio cogiera una lista de dos páginas que le había hecho llegar mi antigua asistente y menos que la leyera al pie de la letra:

―Tu nuevo jefe es ante todo un hombre y por eso es un desastre. Piensa que es un niño al que hay que hacerle todo ya que es incapaz de valerse por sí mismo. Obligaciones Diarias: 1.― Servirle un café, si no se lo pones estará de mala leche todo el día y te aviso que puede ser cargante. 2.― Correo, deberás pedirle las cartas que ha recibido en su domicilio, mientras le entregas las que llegaron a la oficina en riguroso orden de importancia porque con seguridad solo leerá las cinco primeras dejando que seas tú la que contestes al resto. 3.― A pesar de sus quejas, deberás sentarte frente a él y repasar la agenda del día para que luego no diga que no lo sabía, que no se lo habías dicho o que incluso se lo habías ocultado….

― ¿Cuántos puntos te faltan para acabar? – interrumpiendo, pregunté.

―De los que debó convertir en rutina diaria dieciocho más, aparte de los que debo cumplir los diferentes días de la semana. Por ejemplo, los martes como hoy hay otros doce que debo sumar a ellos, empezando por que a las 10.30 truene, nieve o relampagueé deberá llamar a su madre porque si no doña Lucía va a ser quien telefoneé preocupada. A las 11:00 si está libre deberás empezar una ronda de llamadas a todos los delegados territoriales, cortando las mismas si sobre pasan los 12 minutos de duración…

―Ya lo he captado. Sé que soy un poco obsesivo, pero no quiero ni deseo cambiar― protesté cortando esa interminable lista.

Sin demostrar reparo alguno, sonriendo se sentó frente a mí y poniendo el correo en mis manos, lo tachó del procedimiento que llevaba escrito:

―A las 9.30, ha quedado con D. Luis Zubiaga, el notario, para firmar unos poderes. A más tardar, tendrá que salir de allí a las 10:15 porque a las 10:30 su madre estará esperando su llamada y a las 11:30 el concejal de hacienda vendrá a visitarlo para discutir el nuevo contrato. A las doce y cinco, deberá ya haberlo despedido porque ….

Por entonces dejé de escuchar, al saber que esa rata de escritorio se ocuparía de hacerme cumplir a rajatabla la agenda:

«No creo que eche de menos a Merche. Con un poco de tiempo, Patricia será quizás todavía más eficaz», me dije ocho minutos después cuando finalmente levantó su culo del asiento y volvió a su mesa.

Mirando de reojo ese estupendo trasero, comprendí que hasta visualmente salía ganando:

«Con su marcha, la decoración de la oficina ha mejorado», en plan machista, pensé mientras me lanzaba en picado a revisar el correo.

A pesar de intentarlo, tal y como había previsto no llegué siquiera a leer la sexta y molesto dejé las no atendidas en la bandeja con su nombre que había sobre mi mesa. La validez de la morena quedó ratificada cuando a los pocos segundos, entró y sin perturbar mi trabajo, se llevó las cartas que había dejado para ella con un meneo de caderas que en mi mente traduje como que tenía un jefe de lo más previsible.

Enojado y con ganas de darle una lección, ya se estaba yendo cuando le pregunté cuando tendría la estimación de cuanto me costaría amueblar el piso:

―Ya la tengo, pero he pensado incluir también los elementos que necesitara en su casa, como vajilla, lencería y otros.

― ¿Cuándo los tendrás? ― insistí.

―A la vuelta de comer― respondió con una seguridad impropia de alguien recién contratado.

Decidí incrementar la presión sobre ella para ver de qué pasta estaba hecha y señalando que tenía la tarde ocupada, pedí que adelantara la entrega y que quería recibir todo a la una y media. Cualquier otro hubiese buscado una excusa, ella no y aceptando el reto, contestó que así sería. Aunque me sorprendió gratamente su capacidad, lo que realmente me dejó anonadado fue percatarme que ese cambio de hora, lejos de molestar, la había estimulado y que producto de ello involuntariamente los pezones se le habían erizado bajo la blusa.

Por unos momentos no pude evitar acariciar con la mirada esos gruesos botones mientras intentaba buscar otra explicación, achacándolos incluso a la acción del aire acondicionado. Esa última causa ella misma la hizo inviable cuando se quejó del calor que hacia mientras se iba a su escritorio.

«Le ponen cachonda los desafíos», alucinado concluí mientras lo anotaba en mi cerebro.

Extrañado por esa reacción tan poco habitual, y porque no decir tan fuera de lugar, la observé a través del cristal y así pude comprobar que con ese adelanto no se lo había puesto fácil al verla discutir airadamente al teléfono con los proveedores que había elegido y que por lo visto le estaban fallando, pero también confirmé que reaccionando a las dificultades ese peculiar fenómeno volvía a quedar reflejado bajo la tela de su camisa.

«Cuando discute, también se le empinan los pitones», deduje admirando embobado la perfección de sus atributos.

Desconociendo que con el tiempo se convertiría en uno de mis mejores pasatiempos el retarla continuamente para conseguir que esas escarpias aflorasen bajo su ropa, seguí espiándola. De forma que cuando acalorada desabrochó uno de los botones de su camisa, su desliz me permitió disfrutar a la distancia del oscuro canalillo que discurría entre sus senos.

«Por dios, ¡qué tetas!», exclamé para mí, lamentando únicamente no tenerla a mi lado.

Jamás en mi dilatada experiencia me había sentido atraído por alguien bajo mi mando y por ello, venciendo la tentación, decidí dejar de mirarla. Reconozco que lo conseguí a medias, ya que, aunque simulaba leer un informe toda mi atención estaba centrada a lo que ocurría fuera de mi despacho. Eso hizo posible que la oyera susurrar que había terminado y levantando la cabeza de los papeles, pude ver cómo levantándose de la silla marchaba al baño.

Aunque sospeché que de alguna manera se había ido a liberar la tensión, me costó interpretar el color de sus mejillas cuando retornó y en ese instante, aduje que era producto del calor. Hoy sé que esa criatura se había ido a desfogar la tensión sumergiendo los dedos en su entrepierna y que no había salido del servicio hasta que el placer hubiere exorcizado los demonios que amenazaban con paralizar su cuerpo.  

― ¿Se puede? ― preguntó ya de vuelta y con los presupuestos bajo su brazo.

Por su sonrisa, comprendí que estaba contenta por el resultado de sus esfuerzos y que a buen seguro confiaba que los aprobase. Aun así, confieso que quedé alucinado con lo que extendió sobre mi mesa cuando vi que además de una suma de conceptos, venía una recreación de cómo quedaría el lugar que había alquilado.

―Esto debe ser carísimo― exclamé sin fijarme en el resultado final solo con admirar las diferentes fotos y dibujos.

―Se pasa un poco del dinero que me dio― bajando la voz hasta hacerla casi inaudible, reconoció.

― ¿Cuánto? ― quise saber mientras intentaba no mirar sus pechos.

―Quince mil euros― respondió por primera vez insegura desde que la había contratado.

Sin ser una cifra inasumible, al ver que por arte de magia volvían a marcarse bajo su blusa los pezones, contesté:

―Imposible, debes recortar en algo.

―Puede haber otra solución, pero no sé si le va a gustar.

Intrigado en saber que se le había ocurrido que no fuera prescindir de algún elemento de decoración, le pedí que continuara:

―Henry, el interiorista, me insinuó que, si lo llevaba a cabo, le gustaría publicarlo en una revista para aprovecharlo en su favor.

― ¿Y?

Tomándose unos segundos en pensar lo que iba a contestar, me soltó:

―Si me lo permite y confía en mí, puedo intentar que nos descuente el exceso sobre el precio que me dio, a cambio del permiso para que use las fotos como reclamo.

Sin medir las consecuencias, tomé su mano mientras le decía que, por supuesto, confiaba en ella y que, si lo conseguía, quedaría en deuda. El gemido que brotó de su garganta al sentir mi palma sobre la suya fue de suficiente entidad para saber que jamás debía repetir ese tipo de gesto y creyendo que se había sentido acosada, le pedí perdón por tocarla.

En vez de responder, tomó el móvil para llamar a su conocido conmigo de testigo. La facilidad y picardía que usó para sacar ese descuento me maravilló, pero sobre todo me dejó tranquilo ver que sonreía:

«Se ha dado cuenta que fue algo involuntario y que no fue mi intención el perturbarla», pensé y por eso cuando al terminar comentó que lo máximo que había conseguido era que bajara doce mil, lo autoricé y solo pregunté cuanto tiempo tardaría en poder mudarme.

Sacando su agenda, la veinteañera señaló:

―Me ha dicho que doce días, pero lo hará en diez, ¡eso déjelo de mi parte! Como hoy es martes y aprovechando que la próxima semana está en la feria de Frankfurt, cuando vuelva el viernes 15 me comprometo a que saliendo del aeropuerto vaya directamente a casa.

Como eso era menos de lo que había previsto, le di las gracias y por segunda vez cometí un error que luego lamentaría al decir muerto de risa que, de seguir mostrándose tan eficiente, llegaría el momento en que no pudiese vivir sin ella.

―Eso espero…― luciendo una sonrisa comentó, pero percatándose de inmediato de lo que podría interpretar si lo tomaba textualmente, añadió: ―… y por eso me paga.

Tan entusiasmado estaba con la futura mudanza que no reparé en ese detalle y mirando el reloj, comenté que llegaba tarde a la comida.

―Lo sé y por eso pedí al chofer de la empresa que le sacara el coche para que no tuviese que perder el tiempo― despidiéndose de mí hasta la tarde, contestó.

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Lo cierto es que no volví, ya que mi cita era un amiguete con el que tenía un par de negocios y producto del vino que bebimos al estar celebrando un contrato, la situación se desbordó y tras unas cuantas copas, decidimos terminar la tarde en un tugurio de altos vuelos del que Manuel era cliente. La cantidad de tiempo y de euros que había invertido entre esos muros quedó de manifiesto cuando al llegar a ese chalet del Viso, la madame lo saludó con más cariño que a alguien habitual mientras le informaba que había conseguido nuevas chicas con las que podríamos pasar el rato.

            ―Me parece cojonudo para que mi amigo se dé cuenta que en cuestión de putas se puede confiar en mí― declaró mientras pedía que nos trajeran unas copas.

            Conociendo cómo funcionan esos establecimientos, seguimos charlando esperando a que la camarera nos las sirviera sin elegir a nadie del grupo de “señoritas” que discretamente iban apareciendo por esa especie de bar. Aun así, desde casi el inicio del desfile supe quién iba a ser la elegida por mí cuando vi de reojo a Nefertiti, una diosa de ébano cuyo parecido con Patricia no pude dejar de advertir.

            «Con otros dos whiskies hubiese creído que era ella al compartir no solo su misma altura y complexión sino incluso la misma forma de andar», me dije sin exteriorizar las razones de mi predilección a mi colega. Manuel en cambio eligió a una antigua conocida, una rumana de culo tan inmenso como sus tetas y que según él follaba como los ángeles.

            Al sentarse, la negrita me agradó desde el principio y no solo por su indudable belleza, sino también por su simpatía y su acento caribeño. Queriendo afianzar su presencia a nuestro lado, no fuera a ser que otro cliente requiriera sus servicios, pedí que las trajeran una botella de cava.

            ―Joder, Lucas. ¡Estírate un poco! ¡Que sea de champagne! ― corrigió sobre la marcha.

            No puse impedimento alguno a ese nuevo esfuerzo de mi cartera, al contemplar la sonrisa de la cubana. Es más, mientras conversaba con ella, ya tenía claro que alquilaría sus encantos y comencé a visualizar en mi menté qué tipo de amante resultaría. Realmente la joven me hizo dudar: lo marcado de sus músculos me hacía sospechar que sería salvaje y apasionada, pero la dulzura y el extraño temor de su rostro decían lo contrario:

«Es como si fuera nueva y tuviese miedo de quedar mal con la madame dejando insatisfecho a un parroquiano», terminé decidiendo sin saber a ciencia cierta a qué atenerme y si mis sospechas tenían o no fundamento.

Un nuevo indicio que me hizo asumir su inexperiencia me lo dio durante la conversación cuando pregunté si conocía la historia de la reina de Egipto de la que había tomado el nombre.

―Fue la esposa de Akenatón, uno de los faraones que más poderosos de su tiempo― respondí y pensando en que debía llevar poco usando ese alias, saqué de mi móvil la foto del busto de Nefertiti que había llegado hasta nuestros días, para acto seguido dejar caer que se parecían.

―Ella fue más blanca, pero yo más guapa― contestó encantada con el nombre que sin lugar a dudas alguien de ese lupanar había elegido para ella.

―Fue considerada la mujer más hermosa sobre la tierra― aclaré.

―Eso no es nada. Para mi niño, soy la mejor y la más bella― insistió sin darse cuenta de que acababa de revelar un dato que las “profesionales” solían obviar.

            ―Y tiene razón, ¡eres bellísima! ¡Quién pudiese ser tu faraón!

            Desde su asiento, Manuel se metió en nuestra conversación:

            ―Por trescientos euros la hora, lo puedes ser.

            Al escuchar a mi amiguete, la muchacha de alterne se removió incómoda y bajando la mirada, intentó que no me percatara de su nerviosismo.

― ¿Y por la noche entera? ― tomándola de la mejilla, pregunté.

El temblor de su voz al contestar mil euros ratificó la idea de que era nueva en la profesión. Por ello me abstuve de negociar a la baja su tarifa y sacando de mi cartera diez billetes de cien, los puse en su mano mientras observaba su reacción. Tal y como había previsto, la negrita cogió el dinero y levantándose de su silla, fue a hablar con la encargada para que esta le diera permiso de ausentarse el resto de la velada.

Siendo amigo de un asiduo, la cincuentona no vio problema y pidiendo su parte, la autorizó a irse. Ya con el beneplácito de la jefa, Nefertiti o como coño se llamara realmente, me rogó que la esperase unos minutos mientras se cambiaba.

―Tranquila, mi reina, no me voy a ninguna parte― despelotado, contesté.

El cabronazo de Manuel se echó a reír al ver la forma en que la miraba y hurgando en la herida, me alertó de no enamorarme de una puta.  Ni siquiera respondí y terminándome la copa, aguardé su llegada. Habiéndola conocido ataviada con un picardías casi transparente que dejaba poco a la imaginación, el típico uniforme de su trabajo, casi se me cae el whisky de la mano al verla volver ya de calle.

«No puede ser», musité para mí, impresionado por el cambio.

Mientras de fulana era una hembra que destilaba sexo, con ese vestido blanco era una cría a la que daban ganas de proteger y mimar. Malinterpretando mi reacción, la vi dudar y casi temblando preguntó si había cambiado de opinión y que si quería podía llevarme a otra. Tardé unos breves momentos en responder, segundos que para la novata resultaron una eternidad.

―Por nada del mundo te cambiaría― repliqué mientras me despedía del cabronazo con el que había llegado.

Ya en el parking, sus miedos retornaron al notar que no intentaba aprovecharme de ella y que ni siquiera la abrazaba. Comprendiendo su angustia, la tomé de la cintura y depositando un beso en su mejilla, quise tranquilizarla:

―He comprado la compañía de una reina, pero me dieron el cambiazo. Olvídate de que soy un cliente y acepta que te lleve a cenar.

Al ser esa invitación algo que no se esperaba, casi tartamudeando, musitó un “gracias” lleno de dudas y únicamente quiso saber dónde pensaba llevarla.

―Será una sorpresa.

Y vaya que lo fue, porque sin medir el hueco que haría a mi cartera, la llevé a Goizeko, el afamado restaurante vasco ubicado en los bajos del hotel Wellington.

―Esto es carísimo― murmuró sin llegárselo a creer mientras el maître la ayudaba a sentar.

―Nada es suficiente para la madre más bella que los siglos han contemplado― exagerando mi caballerosidad, respondí a escasos centímetros de su oído.

―Eres bobo― totalmente colorada, contestó mientras una sonrisa le iluminaba la cara.

Siguiendo la máxima de tratar a una puta como dama y a una dama como puta, no solo fui educado sino hasta cariñoso consiguiendo que la joven se fuera olvidando de nuestro acuerdo monetario y terminara sintiéndose en una cita.

―Nadie me va a creer cuando diga que he cenado en el mismo restaurant que Carmen Lomana― en un momento comentó al descubrir a esa habitual de los platós de televisión sentada a pocos metros de nosotros.

Mirando a la ricachona, la comparé y comenté que ni por todo el oro del mundo la cambiaba por ella. Al oírme, nuevamente el rubor tiñó sus mejillas y dando un paso de gigante, se atrevió a tomar mi mano:

―Deja de tomarme el pelo y permite que disfrute del momento.

 Dándole el tiempo que necesitaba para digerir donde estaba, llamé al camarero para ordenar la comanda. Al llegar a tomar nota, comprobé que la negrita estaba a punto de echarse a llorar y enternecido, pregunté qué le ocurría.

―No sé pedir. No entiendo la carta.

Echando un vistazo, comprendí sus dificultades al leerme ella algunos de sus platos:

―Ni siquiera me suenan, “Tártaro de salmón, su lomo en sashimi y lágrimas de tempura”, “Kiskillon del norte” “Kokotzas al pil―pil”.

Riendo, la pregunté si prefería carne o pescado. Al decir que comía de todo, le ofrecí ser yo quién ordenara su cena.

―Por favor― aliviada contestó.

No queriendo arriesgar, pero decidido a que probara las especialidades del lugar, pedí al camarero que le pusieran unas gambas en gabardina y un entrecot de rubia gallega.

―Puedo ser negra, pero no caníbal― comentó al oír este último plato.

―Es la raza de la vaca― respondí.

 ―Hasta eso llego, era broma― riendo abiertamente por vez primera contestó.

La gracia de la cubana reponiéndose al abismo que para ella suponía estar en ese lugar, vedado a las clases medias o bajas de la sociedad madrileña, me cautivó y acariciando con un dedo su mejilla, pedí que me dijera su nombre real.

―Altagracia.

Satisfecho de poder dirigirme a ella como si fuera un amigo y no un cliente, pedí su opinión del vino que había elegido.

―Está buenísimo.

Al oír que le gustaba, rellené su copa.

―Tú lo que quieres es ajumarme.

―Ahora soy yo quién no ha entendido.

Traduciendo del argot cubano al castellano usado en Madrid, contestó:

―Bobo, he dicho que intentas emborracharme.

La belleza de su sonrisa nuevamente me fascinó y muerto de risa, comenté que era lo único que se me ocurría para que no saliera corriendo y me dejara solo cenando.

―Por nada del mundo me iría sin probar la cocina de este sitio.

―Hay que joderse― desternillado, respondí: ―Y yo que pensaba que te agradaba mi compañía.

Saltándose la norma básica de su oficio, la cubana se acercó a mí y me besó:

―No hace falta que seas tan chévere conmigo.

 Ese breve roce en mis labios despertó mi lujuria y mientras su boca se alejaba de la mía, sentí como el traidor crecía entre mis piernas. Mi erección no le pasó inadvertida y como una adolescente pillada en un renuncio, se bebió la copa de un trago al notar que los pezones se le erizaban.

 «¡Qué buena está!», pensé mientras tapaba con la servilleta la erección.

Siendo conscientes ambos de la atracción que sentíamos uno por el otro, ninguno habló y fue el camarero el que rompió el silencio trayendo el primer plato. Altagracia mirando sus gambas y los canapés de angulas con salmón que me había puesto, pidió permiso para probar el mío.

―Por supuesto, mi morena.

Tomando entre sus dedos el pequeño aperitivo se lo metió en la boca. La sensualidad de ese gesto me impidió escuchar qué decía:

―Despierta, te he dicho que está buenísimo― se rio al ver mi cara.

―Nada comparable a la diosa que tengo sentada a mi lado.

El piropo la desarmó y no sabiendo cómo actuar ni qué decir, completamente abrumada, me preguntó dónde vivía. La confianza que sentía me hizo reconocer tanto que vivía en el hotel que estaba encima del restaurante como también que mi esposa me había dejado.

― ¡Dios le da pan a quién no tiene dientes! ― exclamó indignada: ― ¡Hay que estar loca para abandonar a alguien como tú! – y cayendo en la cuenta de lo que se había permitido el lujo de decir, añadió totalmente colorada: ―Yo, al menos no lo haría.

No tuve que ser un genio para saber que su reacción se debía a las dificultades que la habían abocado a convertirse en puta y no queriendo que siguiera reconcomiéndose, cogí una de sus gambas y la metí en su boca. Tras comérsela y después de repetir lo rica que estaba, siguió exteriorizando su cólera con mi ex:

―Nunca he entendido a las españolas y su manía en ser independientes. Cuando una de mi país consigue un hombre bueno, no deja que se le escape.

Tanteando el terreno, cometí el error de meterme en arenas movedizas e ingenuamente, pregunté qué había ocurrido con el padre de su hijo:

―Murió en una balacera nada más llegar a España y eso fue lo mejor que nos pudo ocurrir… Jonathan era un borracho que, cuando no me ponía el cuerno, llegaba a casa y me pegaba.

La tristeza de esa mujer quedó patente cuando dos lagrimones recorrieron sus mejillas y comenzó a sollozar. Sabiendo que necesitaba sentirse apoyada, la abracé sin saber que para ella ese gesto iba a convertirme en una especie de caballero andante y que entre lloros me pidiera que por esa noche no quería ser mi “jinetera”.

―Nunca te he tratado así― reaccioné acariciando su melena.

―Lucas, por unas horas, déjame ser tu… novia.

Atónito con la angustia que traslucían sus palabras, susurré en su oído:

―Soy tu enamorado, pero ahora negrita mía come.

Su cara radiando felicidad me confirmó que había acertado con esa frase y cogiendo el tenedor le robé una gamba. Durante el resto de la cena, Altagracia no dejó de bromear conmigo y de aprovechar cualquier excusa para pegarse a mí en busca de un beso. Lo que nunca le dije y me guardé fue que, mientras le comía los labios, era en otra mujer muy parecida en la que pensaba.

«Por dios, deja de soñar en tu secretaria y concéntrate», me dije al saber que la muchacha estaba poniendo todo de su parte para agradarme.

Cuando pagué la cuenta y la tomé de la cintura para irnos, noté su nerviosismo y murmurando en su oreja, comenté que no hacía falta que subiera conmigo al hotel, que con las horas que había disfrutado con ella me daba por pagado.

―Llévame a tu cuarto― contestó ruborizada.

Sin insistir, la saqué de Goizeko y recorriendo los escasos metros que nos separaban de la entrada de mi alojamiento, no reparé en una vespa roja pasaba por la calle y entré con ella. El lujo de cinco estrellas con el que se topó la dejó anonadada y temblando de arriba abajo, buscó mi protección pegándose como una lapa sintiéndose una princesa de cuento y temiendo quizás, que sonaran las doce y que como a Cenicienta ese sueño se desvaneciera antes de empezar.

            Admitiendo por fin que me atraía, me olvidé de Patricia y al salir del ascensor, cogiéndola entre mis brazos, la llevé hasta la habitación. En el pasillo y mientras sentía su cara contra mi pecho, no paró de reír. Su alegría me resultó algo embriagador y tras abrir la puerta, dulcemente la dejé sobre la cama e indeciso, me empecé a desnudar. Desde el colchón, la clon de mi empleada no perdía ojo de mi striptease mientras con una estudiada sensualidad me imitaba.

― ¿Qué vas a hacer con tu negrita? ― preguntó dejando caer su vestido.

―Lo que llevo deseando desde que te conocí― contesté acercándome a ella.

Ya en la cama, esperé a que se quitara las bragas y fue entonces cuando descubrí que la cubana no llevaba el coño depilado. La belleza de su sexo y el aroma dulzón que manaba de su interior me hicieron meter la cabeza entre sus piernas. A pesar de haber cenado, con renovado apetito, comencé a disfrutar de la cubana. La humedad que encontré en su poblado tesoro me ratificó que la calentura de esa mujer y desando incrementarla, recorrí con mi lengua los carnosos labios que daban entrada a su vulva.

― ¡Me encanta! ― gritó al notar mi caricia sobre el botón escondido entre sus pliegues.

Azuzado por esa confesión, cogí su clítoris entre mis dientes. No llevaba siquiera unos segundos mordisqueándolo cuando la morena empezó a gemir como loba en celo. Satisfecho por sus gemidos, seguí degustando ese manjar y sabiendo que mis caricias eran bienvenidas, me permití el lujo de meter metí un dedo en su interior.

            ― ¡Dios! ― sollozó moviendo las caderas.

            Su entrega se vio maximizada cuando incrementé la dureza de mi mordisco sobre su botón. El grito que pegó me hizo ver que estaba disfrutando y que su excitación era real. Asumiendo que necesitaba ser tratada como una dama y olvidando de su profesión, seguí amándola con manos y lengua hasta percibí los primeros síntomas de que se iba a correr. Decidido a compartir con ella unos momentos de pasión, aceleré la velocidad de mi ataque. Como había previsto, la cubana se dejó llevar y aullando de placer, empezó a convulsionar sobre la cama mientras su sexo se licuaba.

Al continuar bebiendo del flujo que manaba de su interior, profundicé y alargué ese imprevisto clímax, haciéndola unir un orgasmo con otro mientras hasta ella olvidaba los mil euros que la habían llevado a mi cama. Y estallando sobre las sábanas dejó de ser una puta para convertirse en mi amante.

― ¡Por la virgen de la caridad! ¡Tú sí que sabes lo que es comerse un bollo! ― aulló descompuesta al experimentar un placer que su marido nunca le había dado y presionando con sus manos mi cabeza, chilló con voz entrecortada: ― ¡Necesito que te folles a tu negra!

Su tono me alertó no solo de que estaba lista a ser tomada, sino que era algo que deseaba y por eso, incorporándome sobre el colchón, cogí mi pene entre las manos y lo acerqué a su vulva.

― ¡Fóllame! ― gritó al sentir mi erección jugueteando en su entrada.

            Incapaz de contenerme de un solo empujón, lo hundí en su interior. La facilidad con la que su estrecho conducto absorbió mi estoque reafirmó su disposición y por eso, sin darle tiempo a acostumbrarse, comencé a hacerle el amor. El olor que manaba de su sexo y que impregnaba ya el ambiente me terminó de cautivar y mientras ella no dejaba de chillar, incrementé la velocidad de mi ataque.

― ¡No pares! ¡Me siento tuya! ― aulló sincronizando su cuerpo al mío.

Con un ritmo feroz, golpeé su vagina con mi glande buscando tanto mi liberación como la suya y es que mientras la cría deseaba sentirse amada, yo necesitaba dar carpetazo a mi vida con María. Los gemidos de la muchacha me llevaron a un nivel de excitación brutal y oyendo su nuevo orgasmo, deseé unirme a ella.

 ― ¡Eres preciosa! ― dije con voz dulce mientras mis dedos pellizcaban sus negros pezones.

― ¡Y tú, mi rey! ― descompuesta por mi cariño, no pudo dejar de suspirar.

            Su entrega me entusiasmó y poniendo sus piernas en mis hombros, me lancé a conquistar lo que sabía que era mío, aunque fuera por solo una noche. La nueva postura la volvió loca y pegando un alarido, se volvió a correr. Ese enésimo orgasmo, tan poco frecuente en alguien de su profesión, fue el último empujón que necesitaba y sin poder contener más tiempo la excitación, mi pene explotó regando su sexo con mi semen. La negrita al sentir su vientre bañado con mi leche, chilló de placer y pegando un nuevo berrido se dejó caer sobre el colchón.

Agotado, me tumbé junto a ella en la cama. Altagracia, obviando que era solo un cliente, se acurrucó sobre mi pecho y se quedó dormida. Aproveché ese momento de calma para pensar en que, a pesar de que mi elección se debía al parecido con otra, su dulzura me había hecho olvidarla y con una rara satisfacción, cerré los ojos y disfrutando de su calor, caí en brazos de Morfeo…

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