A FÁBRICA 22

Esa noche era, en teoría, la última que yo pasaba en casa de Luis; sin embargo, los últimos acontecimientos de la fábrica en relación con la llegada de la nueva empleada me hicieron rever mi postura.  Los celos y la paranoia hicieron presa de mí al punto de la angustia, pues yo suponía que, en caso de marcharme, estaría allí dejando otra plaza libre para ser ocupada por esa chica.  Viéndolo hoy, la mía estaba lejos de ser una estrategia acertada ya que corría riesgo de atosigar con mi presencia, pero en esos momentos la mente de una trabaja de una forma distinta y se deja llevar por impulsos y sentimientos obsesivos.  Apenas Luis y Tatiana estuvieron en casa me arrojé, por supuesto, en brazos de ella y, casi literalmente, le comí la boca: creo que nunca le había llevado la lengua tan adentro de su boca como lo hice en esa oportunidad.  Temí incluso, por un momento, que ella me rechazara, pero no fue así: me dejó hacer y se dejó penetrar por mi lengua casi tomándolo como un acto sexual en sí; quizás, me dije, mis temores con respecto a un cambio en su actitud hacia mí serían infundados…

Hubo, no obstante, algo distinto, de lo cual me di cuenta al espiar de reojo a Luis, quien no nos devoraba con perversos ojos como hubiera cabido esperar sino que, por el contrario, parecía desentendido del asunto; de hecho, se dirigió hacia la cocina con la aparente intención de rescatar algo de la heladera.  Aquella sí que era para mí una señal de alarma: era evidente que su espíritu voyeur estaba ya lo suficientemente satisfecho con las escenas que habría presenciado en su oficina entre Tatiana y la chica nueva; con rabia, lo imaginé masturbándose una y otra vez al contemplarlas o bien haciendo que ambas le lamieran el pene hasta hacerlo acabar tal como alguna vez nos había hecho hacer a Tatiana y a mí.

La desesperación se apoderó de mí nuevamente: sentí que estaba perdiendo interés de parte de Luis.  Una vez más, opté por el peor camino: perseguir y asfixiar.  Tomando a Tatiana por el talle, prácticamente la arrastré hasta la cocina, en donde, efectivamente,  Luis hurgaba en la heladera.  Buscando absurdamente recuperar un terreno que consideraba estar perdiendo, empujé a Tatiana por los hombros hasta hacerla apoyar sus espaldas contra la mesada.  De un solo tirón, le abrí la blusa rosada haciendo saltar varios de sus botones; consideré que cuanta más salvaje pasión le pusiera al asunto, más fácil sería reactivar a Luis: el objetivo, desde luego, era arrancarle una erección.  Eché una hambrienta mirada a los ojos de Tatiana y me mordí el labio inferior al verla tan hermosamente entregada y desvalida.  La imagen me excitó: zambulléndome rápidamente de cabeza entre sus senos, capturé con los dientes la parte media del sostén y tirando del mismo, se lo llevé arriba hasta dejar a la vista sus maravillosas tetas.  Una vez que sus pezones estuvieron al descubierto, elegí al azar uno de ellos y me le arrojé encima: empecé por aplicarle rápidos y alocados lengüetazos que pusieron a mil a Tatiana al punto que pude sentir cómo su pezón se endurecía más y más a cada pasada de mi lengua.  Miré de soslayo a Luis: parecía haber, al menos de momento, abandonado su búsqueda en la heladera y, ahora sí, nos miraba.  Tuve, sin embargo, la fugaz sensación de que sus ojos revelaban más sorpresa que excitación…

Haciendo aro con mi boca, atrapé el pezón y succioné con toda mi fuerza, lo cual hizo a Tatiana lanzar un largo y profundo gemido.  “Te tengo, nena” , me dije para mis adentros, alegrándome por saber que su excitación traería aparejada la de Luis como obvia añadidura.  No debía desaprovechar el momento ni lo que estaba consiguiendo, así que hundí mis dientes en el apetecible y ya rígido pezón, lo cual, como no podía ser de otra manera, le arrancó a Tatiana un salvaje gemido que viró rápidamente hacia un alarido de placentero dolor.

Fue extraño, pero en ese momento, me sentí casi como un hombre: tomándola por las caderas, la alcé hasta dejarla casi acostada sobre la mesada.  Liberé durante un instante su pezón pero sólo para ocuparme en hundir mis manos por debajo de su corta falda hasta atraparle la diminuta tanga y jalar de ella haciéndosela deslizar por las piernas.  Una vez que tuve la prenda en mis manos, dirigí a Luis una mirada de lascivia pura y, en un acto quizás algo sobreactuado e innecesario, arrojé la tanga a su rostro; tras el impacto de la prenda, él la atrapó cuando, justamente, ésta comenzaba a deslizarse hacia el piso.  Yo no sabía cómo interpretar su mirada: había una leve sonrisa dibujada en su rostro y mi sensación era que se lo notaba algo divertido.  De hecho, le escudriñé fugazmente el bulto y no noté que estuviera teniendo erección alguna.

Las cosas iban, al parecer, a estar difíciles, pero, internamente, me negué a rendirme.  Ignoraba, por cierto, en qué caldera lo habrían arrojado esa tarde Tatiana y la nueva empleada ni qué tanto hubieran dejado ya satisfecho su perverso apetito voyeur, pero estaba dispuesta a reconquistar el terreno que creía estar perdiendo.  Siempre mirando a Luis, enterré mi mano en la concha de Tatiana y mis dedos, como tentáculos, reptaron y juguetearon dentro de ella.  Un profundo jadeo inundó la cocina y yo me zambullí nuevamente hacia sus pechos, atacando ahora el otro pezón.  No cesé de succionar ni por un segundo como tampoco de penetrarla bien profundo con mis dedos hasta que supe que ella ya no tenía control de sí: desparramada sobre la mesada, extendía sus brazos en toda su longitud y arrojaba desesperados manotazos hacia los costados dando cuenta de todo utensilio que se hallase más o menos cerca: el ruido de trastos rodando por la mesada y luego por el piso resonó en el lugar…

Una vez que supe que Tatiana había alcanzado el orgasmo, decidí no darle tregua: con prisa la volví a tomar por las caderas y la giré por completo, de tal modo de dejarla con los pechos aplastados contra el mármol.  Hincándome por detrás de ella, tuve ante mis ojos una fantástica visión de su hermoso culo y, sin perder más tiempo, me abrí paso con mi lengua por entre sus nalgas recorriéndole primero la zanjita cuan larga era para después, sí, dedicarme a su tentador agujerito.  Fue entonces cuando tomé conciencia de lo útiles que podían serme algunas de las habilidades que había adquirido lamiéndole el culo a Hugo Di Leo.  La penetré analmente con mi lengua tan profundo como pude e incluso mucho más allá de donde realmente creía poder llegar.

No necesito decir lo mucho que disfruté tan intenso momento como tampoco cómo lo estaba gozando Tatiana, pero mi gran preocupación, sin embargo, era Luis.  En un momento y mientras tenía aún mi lengua hundida en el orificio de Tatiana, miré de reojo por sobre la curvatura de su perfecta nalga para descubrir que Luis estaba hurgando nuevamente dentro de la heladera, aparentemente desinteresado del asunto.  Para recuperar su atención pasé una mano por entre las piernas de Tatiana y, una vez más, le enterré un dedo en la raja; su gemido cortó el aire y, así, penetrándola con mi lengua por el ano y con mi dedo por la vagina, consideré que era imposible no captar la atención de Luis.

“Interesante” – le oí decir; su voz sonó algo ahogada como si tuviera algo en la boca.

Sacando por un instante mi lengua del agujerito de Tatiana, desvié la vista hacia él y comprobé que, en efecto, lo que llevaba en la boca era una porción de pizza fría.  Asentía con la cabeza en forma aprobatoria al vernos pero no daba muestras de estar excitado en absoluto.  ¡Dios!  ¿Cuánto tenía que esmerarme y qué tanto debía hacer gritar a Tatiana?  ¿Era posible que en la oficina lo hubieran dejado satisfecho a tal punto?  ¿O sería que la nueva empleada había demostrado para con su novia artes bastante más estimulantes que las mías?  Me atacó una cierta angustia al ver que Luis, siempre con su porción de pizza entre los dientes, cerraba la heladera y pasaba a mis espaldas como saliendo de la cocina.  Me desesperé: no podía dejar que se fuera.  Abandonando a Tatiana por un instante, me lancé hacia él en el preciso momento en que pasaba por detrás de mí; arrodillándome, lo atrapé a la pasada y quedé con una de mis mejillas aplastadas contra su trasero en tanto que mis manos, por delante, le buscaban el bulto hasta encontrarlo para notar, tristemente, que no daba señales de nada.  Sorprendido, Luis detuvo su marcha y, girando la cabeza por sobre su hombro, me miró desde arriba con gesto intrigado; yo sabía que no podía perder tiempo, por lo cual, sin más trámite, le desprendí y bajé el pantalón.  Sin soltarle la cadera ni por un instante, caminé sobre mis rodillas de tal modo de rodearlo hasta ubicar mi rostro frente a su miembro y, de un solo bocado, capturárselo con mi boca: lo tenía, por cierto, aún bastante fláccido, así que me esmeré en lamerlo y lamerlo hasta notar, con satisfacción, que se le comenzaba a poner duro.  Pero cuando comenzaba a paladear mi triunfo, Luis me tomó por los cabellos y, con suavidad, jaló mi cabeza hacia atrás.

“Se la ve desesperada, Soledad – me dijo, luciendo una sardónica sonrisa -: se le nota que tiene hambre de verga.  ¿Qué pasó?  ¿Tan excitada quedó después de lo bien que la cogí en el baño de damas durante la fiesta de casamiento?”

Sus palabras eran estocadas mortales contra mi dignidad, pero yo había ya caído a tal punto de bajeza que prefería asimilarlas y extraerle al asunto la parte positiva.

“Sí… – balbuceé -.  Me… calenté mucho”

“Veo… – asintió, soltando mis cabellos -; pero… verá, Soledad.  Hoy… no es la noche para eso.  Estoy… muy cansado.  Y además, jeje, sepa disculpar, pero… no es lo mismo sin el vestido blanco”

Sus palabras, aunque extrañamente gentiles, eran la triste confirmación de que él ya estaba conforme por esa noche y, a la vez, me hacían pensar que, muy posiblemente, las cosas, tal como había temido, fueran a ser muy diferentes de allí en más.  Desvió la mirada hacia su novia:

“Tati – le dijo -.  Ya sabés dónde hay un consolador.  Dale una buena cogida a la señorita Soledad, así se le pasa un poco la calentura”

Siempre sonriente y de pocas palabras, Tatiana se acomodó un poco el desastre que yo había hecho con su ropa para luego tomarme por un brazo e instarme, con cortesía pero decididamente, a ponerme en pie.  Una vez que lo hubo logrado, me guió hasta la sala de estar.  Siempre teniéndome por el brazo, se inclinó para abrir un cajón de mueble y extraer de allí un consolador que nada tenía que envidiarle al que Evelyn le aplicaba en el culo a Luciano.  Sin soltarme ni por un momento me hizo inclinar sobre la amplia mesa de la sala hasta que mis tetas quedaron apoyadas sobre el vidrio que cubría la misma; luego, con mucha habilidad y utilizando una sola mano, me dejó sin tanga de un solo tirón.  Mis ojos, llenos de angustia, seguían a Luis, quien, habiendo ya dado cuenta de la porción de pizza que rescatara de la heladera, caminaba en dirección hacia el dormitorio sin siquiera volverse para mirarnos ni por un instante. 

“Tati…”– balbuceé desesperadamente.

“¿Sí, Sole?”

“¿Por qué no vamos mejor al cuarto y… lo hacemos allí?”

“No, linda – respondió la rubia, tajante pero siempre cortés -.  Dejemos descansar a Luis; ahora quiero que cierres los ojos y te relajes”

Apenas un instante después sentí el objeto entrar en mi vagina y, si bien el placer  era el de siempre, me sentía morir al pensar en que, por lo que parecía, yo ya no formaba parte de la pareja preferida de Luis…

Estuve casi como ausente al otro día en la fábrica; por suerte la nueva empleada no se hallaba aún en funciones porque de lo contrario no sé cómo hubiera respondido.  Pero más allá de eso, un nuevo factor de preocupación se había agregado: con la conmoción de esos días yo había perdido la cuenta de los días de mi período y descubrí, de pronto, que estaba en pleno atraso.  No era mucho, pero atraso al fin.  Rápidamente acudieron a mi cabeza las imágenes de tanta escena de sexo en aquellos días previos: por mi mente desfilaron el stripper, el sereno, Luis, Hugo… ¡Dios!  ¿Era posible que algunos de ellos me hubiera embarazado?  Ya me habían advertido varias veces acerca de la poca fiabilidad de las pastillas que estaba tomando y, sin embargo, me mantuve en ellas amparándome en el débil argumento de que jamás había tenido problema alguno.  Pero los problemas no ocurren hasta que ocurren y el terror me invadía al pensar en la posibilidad de que alguno de todos esos pudiera ser padre de una criatura que, tal vez, yo llevara en el vientre.  Ni siquiera había forma alguna de endilgarle el hijo a Daniel por dos razones: por un lado, hacía rato que no teníamos nada de sexo entre nosotros y, por otro, ¿qué iba a hacer?  ¿Volver con él a decirle que se hiciese cargo de su “paternidad”?

Estaba tan nerviosa que miraba en derredor y me daba la impresión de que todos en el lugar estaban al corriente de mi duda; era mi imaginación, desde luego, pero creía descubrir en las chicas miradas que parecían a veces  cómplices, otras pícaras… otras divertidas.  ¡Dios!  Tenía que controlar mi paranoia además de, por supuesto, tratar de asegurarme lo antes posible de que mi temor era tan infundado como apresurado ya que, después de todo, había tenido atrasos montones de veces.

Por lo pronto, ese mediodía aproveché la hora del almuerzo para salir un momento de la fábrica y comprar un test de embarazo en la farmacia que estaba a unas pocas cuadras.  Mi aspecto, con esa falda tan corta, era de lo más llamativo y en el momento en que la dependienta se giró para ir a buscar lo que le pedía, tuve que soportar que algún libidinoso que esperaba su turno se me acercara al oído para susurrarme:

“Dichoso el que la embarazó.  Cuánta envidia, jeje”

Muerta de vergüenza, bajé la cabeza e hice como si lo ignorara.  Una vez que me entregaron el test y pagué, me giré sobre mis tacos para retirarme del lugar sin levantar en ningún momento la vista hacia el sujeto que tenía a mis espaldas.  Pasé caminando junto a él como si no existiese y, simplemente, me encaminé hacia la puerta, pero cuando estaba llegando una nueva voz me detuvo, en este caso femenina:

“Parece que somos unas cuantas las que andamos con problemas hoy”

Era una voz fresca, juvenil y, a la vez, cargada con un deje malicioso.  Aún antes de levantar la mirada, supe que se trataba de Rocío y, en efecto, en cuanto lo hice, me encontré con la rubiecita frente a mí.

“Ho… hola Rocío” – tartamudeé.

Más vergüenza.  Todo me dio vueltas.  ¿Cuánto llevaba allí esa putita?  ¿Me habría oído pedir el test de embarazo?  El rostro se me puso de todos colores pero supe que tenía que necesitaba disimular en la medida de lo posible.

“Sorpresa encontrarte por aquí.  Vine por un analgésico: se me estuvo partiendo la cabeza de dolor durante toda la semana” – dijo ella, explicando  el motivo de su presencia allí, cosa que, de cualquier modo, no me interesaba.  Lo único que sí me importaba y, más aún, me inquietaba, era qué tanto hubiese llegado ella a escuchar.

“Uy… no me digas – dije, fingiendo preocupación -.  Ojalá te pase: es un bajón trabajar con dolor de cabeza”

No dije nada más.  Sólo saludé con un asentimiento de cabeza y pasé junto a ella en procura de abandonar el lugar cuanto antes; pude sentir sus ojos sobre mí todo el tiempo y, aún sin verlo, podía imaginar su rostro sonriente: pensar que tiempo atrás era una chiquilla sin demasiada iniciativa llevada de las narices por Evelyn; ahora se movía con otra seguridad, posiblemente envalentonada desde que su amiga había subido de jerarquía.  Pero más allá de eso, en ese breve encuentro que tuve con ella en la farmacia sólo me pareció que sus palabras despedían sarcasmo y sus ojos burla.  La paranoia, una vez más, volvía a hacer presa de mí…

Ya en la fábrica, me dirigí al toilette para hacer el test.  Y, en efecto, ocurrió lo más temido: positivo.  Me tomé la cabeza y casi me dejé caer; tuve que aferrarme al lavatorio para no hacerlo.  ¡Dios!  Aquello sí que venía a complicarlo todo y en el peor momento: ¡malditas pastillas!  Casi ni pude prestar atención a mi trabajo durante el resto de la tarde; cometí, de hecho, varios errores y fui dos veces citada a la oficina de Evelyn por errores en los informes de facturación que había enviado.  Eran en verdad errores burdos, de ésos que sólo pueden cometerse cuando una tiene la cabeza en cualquier otra parte. Yo, por un lado, no sabía cómo disculparme y, por otra parte,  comprendía perfectamente que tenía que lucir tranquila como para no generar sospechas: no hacía falta saber demasiado de matemáticas para darse cuenta que los días de trabajo que llevaba en la fábrica desde mi ingreso no me habilitaban para reclamar indemnización en caso de ser despedida.  Y si bien no sabía nada específicamente sobre los antecedentes en esa empresa en particular, mil veces había oído historias acerca de chicas que, al quedar preñadas, fueron despedidas de sus empleos.  Si ellos así lo querían, podían dejarme en la calle con un hijo en camino y sin pagarme absolutamente nada, pues aún no llevaba noventa días trabajados en la fábrica.  Cuando Evelyn me citó por segunda vez para regañarme por un error, insistió varias veces en preguntarme si me sentía bien y no pude evitar pensar si la perrita de Rocío la habría puesto al tanto de algo, en cuyo caso sólo quedaba inferir que, en efecto, me había oído pedir el test de embarazo en la farmacia.  Manifesté una y otra vez que me sentía bien y sólo un poco cansada; me excusé cien veces y volví a lo mío, tratando de concentrarme para hacerlo lo mejor posible… aunque, por supuesto, se me hacía muy difícil.

Pero cuando faltaban sólo quince minutos para la chicharra de salida, Evelyn me citó nuevamente a su oficina.  Temí haber cometido un nuevo error pero no… Al trasponer la puerta la encontré, como era habitual, al otro lado del escritorio, pero parecía exhibir una actitud algo más relajada que la de siempre.  Tenía el mentón apoyado en un puño mientras, cruzada una pierna por sobre la otra, se giraba en su silla alternadamente hacia uno y otro lado.  En la sonrisa que le ocupaba el rostro descubrí esa malicia tan frecuente en ella y temí lo peor:

“Cerrá la puerta, nadita” – me ordenó apenas entré.

No pude evitar sentir el impacto que me provocaba el que, luego de no haberlo hecho durante varios días, volviera a dirigirse a mí con el detestable apodo que ella misma me había puesto.  La orden de cerrar la puerta, por otra parte, no dejaba de inquietarme, pues dejaba traslucir que se venía una charla que requería una cierta intimidad: eso podía ser bueno o malo, pero viniendo de Evelyn, siempre era más probable esperar lo segundo.  Cumplí con lo que me ordenaba y, nerviosa, quedé de pie a la espera de lo que fuera a decirme; se mantenía, sin embargo, en silencio y siempre con la silla haciendo ese movimiento pendular que sólo contribuía a aumentar mi nerviosismo (lo cual, casi con seguridad, debía ser su objetivo); sus ojos, eso sí, lucían ahora algo más agrandados y su sonrisa más radiante.

“¿S… sí, señorita E… velyn?” – balbuceé, entrecortadamente

“Hablame de tu embarazo” – me espetó ella a bocajarro y sin abandonar su relajada postura.

Fue como un golpe en el pecho; reculé incluso un par de pasos por el impacto que me produjo.

“¿Q… qué?” – musité.

“No trates de ocultarme nada.  Ya lo sé todo.  Por cierto: mis felicitaciones”

Fiel a su estilo, se valía de su impostada cortesía para humillarme.

“P… pero… no, señorita Evelyn… No sé quién puede haberle… d…dicho algo así,  p… pero… no, le p… puedo asegurar q… que…”

“¿Por qué fuiste a comprar un test de embarazo?”

Cada pregunta era un dardo envenenado.  Todo estaba más que claro: la putita de Rocío me había escuchado hacer mi pedido en la farmacia y, como no podía ser de otra forma, había corrido a contarle la novedad a su entrañable amiga.  ¿Qué había de sorprendente en ello, después de todo?  La estúpida era yo si realmente pensaba que podía ocurrir algo diferente.

“T… tenía dudas – dije, siempre tartamudeando -, p… pero, n… no: me d… dio n… negativo”

“¿Y si te dio negativo por qué estuviste tan nerviosa durante toda la tarde?”

Miré al piso.  Hice lo imposible por contener las lágrimas.  No podía creer la situación en la que me estaba viendo envuelta y me daba perfecta cuenta de que mis intentos por ocultarle la verdad a Evelyn eran inútiles e infructuosos, además de altamente ingenuos.

“¿Y por qué se te ve tan nerviosa ahora? – insistió Evelyn, volviendo a la carga con el interrogatorio -.  Mirate: ni siquiera sos capaz de mirarme a la cara.  No, no, no – chistó tres veces acompañando la redundante negativa -; ésa no es la actitud de alguien que se acaba de enterar que no está embarazada.  No, nadita, no lo es: a menos que esperara estarlo y, en fin, ahora esté decepcionada.  Pero, hmm… no, no me parece que ése sea tu caso”

Ya no pude más.  Una lágrima me corrió por la mejilla: Evelyn era un verdadero reptil y no me cabía duda de que debía estar gozando por haber logrado hacerme llorar.  Tragué saliva, me aclaré la voz; hablé, finalmente, entre sollozos:

“P… por f… favor, señorita Evelyn, s… se lo r… ruego: no diga nada…”

Sabía que lo implorante de mi tono la estimulaba aun más: en otro contexto, quizás hasta se hubiera masturbado al verme en ese estado.

“Nadita: quiero que me entiendas – comenzó a explicar, adoptando un tono que sonaba entre paciente y maternal -.  Yo soy la secretaria aquí: tengo la obligación de tener al tanto al señor Di Leo de lo que ocurre con las empleadas”

“¡Pero… me van a despedir! – exclamé, con desesperación.

Ella revoleó los ojos y sacudió la cabeza a un lado y a otro, como si hiciera cálculos.

“Muy posiblemente” – dijo.

¡Por favor! – aullé, avanzando hacia ella los dos pasos que antes había reculado; me sentía a punto de arrojarme de rodillas al piso de un momento a otro -.  Necesito… el trabajo.  ¡Por favor, señorita Evelyn! Le ruego que mantenga el secreto…”

“Sería desleal pero además estúpido – dijo ella, con gesto desdeñoso -.  A la larga la pancita te va a crecer, ¿no te parece?  Y entonces todos se van a dar cuenta: yo, por cierto, voy a quedar también muy mal por haberlo ocultado”

“¡No tendrían por qué enterarse de que usted lo sabe! – exclamé, suplicante. -.  ¡Por favor, señorita Evelyn, se lo pido encarecidamente!  Además… – súbitamente recordé a su amiga Rocío -; usted podría también convencer a Rocío de que no…”

“Pero: ¿qué vas a ganar con dilatar el asunto? – me interrumpió -.  Te estoy diciendo que, más tarde o más temprano, tu pancita se va a notar”

“Claro, pero…”

Levantó las cejas, expectante.

“¿Pero…? – me instó a continuar.

Yo no encontraba las palabras justas para contar qué era lo que planeaba; era que, al pensarlo objetivamente, lo que yo elucubraba era terriblemente desleal y, sin embargo, estaba decidida a hacerlo.  Evelyn seguía expectante y yo seguía sin decir palabra hasta que, finalmente, fue ella quien habló:

“Pero para cuando todos lo sepan, ya van a haber pasado los tres meses laborales y, por lo tanto, vas a haber adquirido otros derechos, ¿verdad?  ¿Es así, nadita?”

Qué puta que era.  No me quedaba la menor duda de que en todo momento había sabido que mi plan era ése pero sólo había dilatado el interrogatorio para hacerme sentir aún más humillada.  Avergonzada, asentí con la cabeza gacha.

“Jaja – carcajeó Evelyn, a la vez que palmoteaba el aire.  En ese momento se oyó sonar la chicharra que marcaba la hora de salida aunque, desde luego, ni ella ni yo la registramos en demasía -.  Bueno, bueno: qué zorrita resultaste ser, nadita.  Y bastante más inteligente de lo que yo pensaba.  Eso es muy sucio, ¿sos consciente de eso?  No sólo vas a ocultarle a la firma información personal tuya sino que además me estás pidiendo que yo sea cómplice.  ¿Te das cuenta de lo que estás pidiendo?”

“Por… favor, señorita Evelyn.  Necesito el trabajo… No diga nada, se lo pido; voy a… hacer lo que usted quiera, lo que… usted diga”

Bastó que terminara de pronunciar esas palabras para que tomara conciencia de lo que acababa de decir.  Someterse a “lo que Evelyn quisiese” era casi suicida, sobre todo sabiendo de su alto grado de perversión así como del placer extremo que encontraba en humillarme.  Pero yo estaba absolutamente desesperada y cuando una se encuentra en tal estado, es capaz de someterse a cosas que de otro modo no toleraría. 

Un silencio sobrecogedor se apoderó de la oficina.  Desde el corredor llegaron los pasos del personal retirándose hasta que, en determinado momento, todo volvió a ser calma y sólo se oía el ligero crujido de las rueditas de la silla de Evelyn mientras seguía girándose a uno y otro lado.  Yo seguía con la vista en el piso y sin atreverme a levantarla.

“Lo que yo quiera” – soltó Evelyn, remarcando bien las palabras.

Nueva estocada.  Como no podía ser de otra manera, la pérfida colorada estaba ya imaginando y saboreando los beneficios de acceder a guardar mi secreto.  Yo, tristemente, asentí con la cabeza.

“Sí, señorita Evelyn” – dije, con la voz apenas hecha un hilillo.

Otro silencio.

“Lo que yo diga” – dijo, al cabo de un rato, volviendo a remarcar.

Volví a asentir y, tratando de contener las lágrimas, solté un casi imperceptible “sí”.

“Interesante – dictaminó Evelyn, como si meditara sobre el asunto. –  Trato hecho”

Se produjo entonces la más impensada y paradojal situación.  De algún modo, yo acababa de firmar mi pacto con Mefistófeles y, sin embargo, mi rostro se tiñó de alegría al saber que Evelyn guardaría silencio sobre mi estado de embarazo.  Fue tan irrefrenable mi júbilo que, en un degradante acto que no logré controlar, me arrojé de rodillas ante ella y le besé los pies.

“¡Gracias, señorita Evelyn!  ¡No sabe cuánto se lo agradezco!” – no paraba yo de repetir intercalando mis excitadas palabras con devotos besos sobre su calzado.

“Bien – dijo Evelyn, en tono de fría malicia -.  Tenemos un trato: empecemos a ponerlo en práctica”

                                                                                                                                                                    CONTINUARÁ

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