Tatiana miró a Luis y su rostro pareció encenderse; se la veía alegre ante la ocurrencia de su novio.
“¡Cruz!” – se apuró a decir, acompañando su exclamación con un saltito que era propio de una chiquilina entusiasmada.
Luis me miró.
“Va con cara entonces, Soledad”
Flexioné ligeramente una rodilla y, sin querer hacerlo, apoyé una pierna sobre la otra.  La situación era altamente erotizante y el corazón me saltaba dentro del pecho.  Sin embargo, fue en ese momento cuando pensé que, definitivamente, no quería exponerme al juicio del azar.
“N… no, Luis… S… señor Luis, perdón”
Me miró sorprendido, levantando una ceja.
“No… hace falta que expongamos esto a la suerte, señor Luis… Cójala… a ella: a Tatiana”
Mis palabras causaron obvio impacto a juzgar por la expresión de azoramiento que ambos adoptaron.  Por un momento me puse a pensar si no habría sido algo brusca, pues si bien la realidad era que yo quería ver a Tatiana teniendo sexo con Luis, mi negativa bien podía ser vista como un rechazo y, como tal, ser tomada con despecho, particularmente por Luis.  Sin embargo y después de mantenerse un momento en silencio, a él se le dibujó una amplia sonrisa en el rostro al tiempo que volvía a guardar la moneda en su bolsillo.
“Excelente, Soledad… – dijo; su expresión me tranquilizó: al parecer había entendido perfectamente el carácter de mi negativa -.  Vamos, Tati: venga sobre mí”
Me sorprendió que tratase a su novia de “usted”, pero no era de extrañar que fuera parte del erotismo del juego.  Ella amplió aun más su sonrisa y, con un cadencioso contoneo, se fue despojando de su tanga casi sin levantar la falda.  Luego se ubicó frente a él, de pie y mirándolo fijamente a los ojos, con una pierna a cada lado de la silla; llevó la falda hasta la altura de su cintura y luego bajó al encuentro de su verga hasta quedar sentada y ensartada.  Soltó un gemido tan profundo que cortó el aire y produjo en mí un escozor que me recorrió todo el cuerpo; de manera mecánica llevé una mano a mi vagina.  Ciertamente no me había equivocado al optar por la pasividad: la imagen de esa sensual y escultural mujer moviéndose rítmicamente sobre su novio era, en verdad, el mejor regalo que podían recibir mis sentidos.  Ella se movía acompasadamente mientras él la penetraba una y otra vez arrancándole un gemido cada vez más prolongado en cada embestida.  Yo, por supuesto, trataba de seguirles el ritmo con mi masturbación y debo decir que el mismo era tan loco y frenético que llegué a tener la sensación de que no era mi propia mano la que me estimulaba sino alguna otra, tal vez de alguna otra Soledad…
Los gritos de ambos se fueron intercalando y, poco a poco, se fueron también sumando los míos, con lo cual la oficina se convirtió en un concierto de lujuria a tres voces pero multiplicadas por mil.  La tormenta de los sentidos arreció y me entregué a ella al punto que me costaba mantenerme en pie, por lo cual reculé hasta apoyar mis caderas contra la pared.
Llegamos los tres juntos: fue una confusa explosión de gemidos, gritos y alaridos llenándolo todo.  Ella quedó con su cabeza caída contra el hombro de él en tanto que yo, por mi parte, me dejé deslizar de espaldas contra la pared hasta quedar sobre el piso, exhausta y con las piernas recogidas.  En ese momento me era imposible determinar dónde estaba: en qué galaxia existiría Daniel, en cuál Evelyn o la fábrica… Era sólo un infierno en el cual los sentidos se fusionaban con los impulsos animales y allí estaba yo, quemándome, consumiéndome: si en ese momento alguien me hubiera venido a decir que moriría al instante siguiente, no me hubiera importado.
El otro día era el de la despedida o, por lo menos, esa noche lo era.  Ya desde temprano tuve que, obviamente, soportar la cara de Daniel, quien me mostraba, por todo y por todo, lo disconforme que estaba con eso.  En la fábrica, Evelyn requirió mi presencia en su oficina apenas llegó; supuse que tendría que ver con ultimar algún detalle para la noche o reiterarme la invitación, pero no: se trataba de una nueva tarea que tenía para asignarme; temblé en cuanto así me lo manifestó.
“Habrá una jornada el mes que viene, Soledad – seguía insistiendo con mi recuperado nombre de pila y no había vuelto, de momento al apodo -: se trata de un evento en un hotel muy prestigioso de capital.  Necesito contar con alguna de las chicas para eso y creo que vos sos la ideal, así que no me podés fallar”
Mientras hablaba, me extendió un folleto que promocionaba una jornada de industrias de herrajes que iba a ocupar, según rezaba el texto, dos días de un fin de semana.  Yo seguía sin entender a qué iba el asunto o cuál podía ser el rol que ella quería darme allí; me encogí de hombros con gesto de no comprender.
“Vamos a tener un stand ahí – me explicó -; necesito que, al menos, una de nuestras chicas esté allí para entregar volantes y dar explicaciones a los interesados”
Ahora sí comenzaba a entender; en parte me tranquilicé ya que, en principio, se veía más prometedor y decoroso que las tareas que antes me asignara en la planta.
¿Y… por qué yo, señorita Evelyn? – yo persistía en utilizar el tratamiento que ella había me impuesto para hablarle -.  Es decir… me refiero a que… hay más chicas trabajando en la fábrica y que…”
“¿A quién querés que mande?  – me interrumpió, gesticulando con las manos -.  Quien esté allí tiene que ser una chica agradable, atractiva y con don de gentes.  Se me ocurrió pensar en Milagros y en vos, pero me parece que le sacás ventaja en todos esos aspectos”
Sacudí la cabeza, confundida.
“¿Y con respecto a la paga?” – pregunté.
“Se te va a pagar aparte y muy bien; yo te diría que no lo dudes un instante, Sole”
Volví a bajar la vista hacia el folleto que tenía en mano y, por primera vez, recalé de manera especial en las fechas que allí aparecían.
“S… señorita Evelyn; lo siento pero… no va a poder ser.  No voy a estar disponible en esos días”
Alzó las cejas y se me quedó mirando, como a la espera de que ampliara mi explicación.
“Mi… casamiento, ¿no lo recuerda? – me sonrojé -.  Ese… fin de semana voy a estar en plena luna de miel y…”
Se golpeó la frente con la palma de la mano.
“¡Tenés razón, puta madre!  ¡Qué tonta!  ¿Se van a algún lado?”
“No… tenemos mucho dinero pero unos amigos nos prestan una casa que tienen en un country de Pilar y…”
“No puedo creer cómo se me escapó – seguía quejándose Evelyn, más contra sí misma que contra mí; no abandonaba su tono de lamentación -; es una pena realmente: no es sólo el dinero, Sole; es que ésa es además una gran oportunidad para vos”
Mi rostro se arrugó, en muestra de una incredulidad aun mayor.
“¿Oportunidad?”
“Y… sí.  Pensá que va a haber empresarios de todas partes del país e inclusive de países limítrofes: Brasil y Paraguay, por ejemplo.  Tu presencia en esas jornadas sería un buen modo de que te vean, te conozcan… ¿Qué sabés lo que puede pasar mañana con tu trabajo aquí?  Nadie tiene su culo asegurado… y vos lo sabés bien considerando lo que te pasó en tu anterior empleo.  Pero ahí va a haber peces gordos, Sole, realmente gordos, con mucha plata y con la pija grande – me costaba horrores determinar si hablaba metafóricamente o no -; si alguno de esos tipos te echa el ojo bien puede tenerte en cuenta para el día de mañana y quizás te alcance sólo un llamadito o alguna caída de ojos para entrar a trabajar en una empresa tal vez mucho más importante que ésta”
El cuadro que me pintaba no dejaba de sonar loco, pero a la vez  se veía extrañamente tentador.  Intenté ordenar las piezas dentro de mi cerebro.  Evelyn me estaba diciendo que esas jornadas serían una excelente oportunidad para conseguir un trabajo mejor en otro lado.  ¿Era lógico que siendo ella la secretaria de la firma en que yo me desempeñaba, me estuviese hablando de las bondades de cambiar de empleo y que, incluso, me expusiese el camino para conseguirlo?  ¿Tanto interés en mi bienestar tenía de pronto?  Claro, cabía también la posibilidad de que en su cerebro siguiera repiqueteando la idea de sacarme de la fábrica; de ser así, bien podía ser que, habiendo agotado ya las demás vías, optara ahora por el camino de la sutileza y la generosidad.  Sin embargo, tampoco me cerraba del todo: si existía la posibilidad de conseguir trabajo en una mejor empresa, ¿por qué directamente no se lo ofrecía a su amiga, aquella que había sido despedida poco antes de mi llegada a la fábrica?  Pero, claro, en cuanto lo pensaba mejor, me daba cuenta de que ella no podía ir a esas jornadas pues no era en ese momento parte integrante del personal; además, lo que Evelyn quería quizás no fuera darle trabajo a su amiga, sino más bien tenerla junto a ella nuevamente: todo terminaba conduciendo finalmente hacia mí.  Mi cabeza se llenó de más dudas que nunca: con Evelyn nunca se sabía qué intenciones subyacían realmente detrás de sus palabras o sus actos.  Me quedé en silencio por algún rato.
“¿Lo estás evaluando, Sole? – me espetó ella en una acertada interpretación de mi mutismo.
Me mordí el labio inferior.  No sabía qué decir.  ¿Salir de la fábrica?  ¿Ir en busca de una empresa mayor o de un trabajo mejor remunerado?  No dejaba de verse como una tentadora posibilidad para el futuro, pero… ¿y Daniel?  Ya menudo trabajo me había dado convencerlo, a duras penas, de que me permitiera tener esa despedida de soltera.  ¿Cómo iba yo a plantearle que debíamos aplazar nuestra luna de miel para poder yo participar de esas jornadas a las que me enviaba Evelyn?
“¿Puedo pensarlo?” – pregunté.
“¡Por supuesto! – exclamó ella con júbilo -.  Tomate el fin de semana; dejemos que pase todo este asunto de la despedida de esta noche y ya en tu casa te dedicás a pensarlo detenidamente.  No hay problema, Sole: aguardo tu respuesta hasta el lunes y, te repito, no es una oportunidad para dejarla pasar”
Asentí, pensativa.  Estaba evaluando en mi cabeza lo que, en principio, no debía evaluarse.  ¿Cómo convencería a Daniel?
“Venís esta noche, ¿no?” – me espetó Evelyn, cambiando súbitamente el eje de la conversación y, también, la expresión de su rostro, la cual se volvió más pícara y alegre.
En efecto, ésa fue la noche de mi despedida.  Insistí por todo y por todo a Daniel para que no me llevase a la fábrica, pero no hubo forma alguna de convencerlo y me terminó llevando casi compulsivamente.  Claro, seguramente quería ver qué tipo de clima festivo se podía advertir a la entrada o bien si llegaban muchachos al lugar, pero su actitud, obviamente, no contribuía a fortalecer la relación sino todo lo contrario.  Me bajé del auto sumamente molesta y dándole un beso que fue más por obligación que por otra cosa.  Para decepción o bien para alivio de él, no había en la entrada nada distinto a lo que se veía todas las mañanas, salvo por el hecho de que no había obreros a la vista ni actividad alguna en el portón que daba acceso a la planta; ello, claro, sumado a que era de noche, lo cual posiblemente no constituía para Daniel un detalle menor y, a decir verdad, tampoco para mí, aunque no debía demostrarlo.  Llamé al portero y una de las chicas me abrió; ya estaban allí, al parecer.  Al cruzar el umbral, miré por el rabillo del ojo a Daniel y pude comprobar que aún seguía allí, escrutándome y sin siquiera hacer amago de poner en marcha el auto.  ¿Tendría pensado permanecer allí toda la noche?  La sola idea me irritó y hasta me entraron ganas de subirme a bordo de cualquier descontrolada ocurrencia que las chicas tuvieran pensada para esa noche.  La mente femenina es así: encuentra muy rápido la forma de eliminar culpas y hacerlas recaer en otro…
Una vez dentro del lugar todo lucía más o menos como siempre; la chica que me abrió la puerta se encargó de guiarme a través del corredor en dirección a la planta: debo decir que el hecho de que hubieran decidido agasajarme allí no dejaba de inquietarme, pues yo no había regresado a esa parte del establecimiento después del incidente que casi terminara en mi violación.  Sin embargo, apenas llegué a la planta, comprobé que las chicas habían hecho buen esfuerzo para que el recinto, al menos, no luciera como siempre: habían llenado todo de guirnaldas colgadas que cruzaban todo el techo de un extremo al otro y habían decorado el mismo con globos que eran, en realidad, preservativos inflados.  Un estallido de júbilo me recibió y comprobé que, en efecto, todas y cada una de las chicas estaban allí.  Busqué con la mirada rápidamente tratando de ubicar a Tatiana, pues había abrigado alguna esperanza de que, de algún modo, la hubieran invitado, pero no: no estaba entre las presentes y debo decir que una cierta decepción se apoderó de mí por un momento.  Pensándolo objetivamente, sin embargo, su ausencia no debía sorprender: ella no era personal de la fábrica y, por otra parte, era la novia de Luis; habiendo sido Evelyn la impulsora de aquel festejo, costaba creer que la hubiera invitado, sobre todo si se consideraba que su relación con Luis no era la mejor y, de hecho, ni siquiera se dirigían la palabra.
En el centro del recinto habían dispuesto una baja pero amplia mesa o, al menos, ésa fue la sensación que me dio al verla cubierta por un gran mantel; sin embargo, pronto comprobaría que, en realidad, no se trataba de una única mesa sino que habían juntado varias de las que se utilizaban allí para codificar los motores; ello explicaba que, bajo el mantel, el conjunto aparentara ser una mesa amplia pero baja.  Estaba repleta de confites, cazuelas de picada, copetines y, por supuesto, mucha y abundante bebida, sobre todo fernet, cerveza y alguno de esos vinos dulces a las que tan afectas solemos ser las mujeres; de haber champagne, sospeché que lo tendrían guardado para más tarde en alguna de las heladeras de la fábrica.
Evelyn fue la primera en acercarse.  Nadie me había dicho que se tratase de un fiesta de disfraces o algo parecido pero, sin embargo, estaba ataviada como una sensual diablita con tridente y todo; el atuendo, por cierto, no sólo encajaba como anillo al dedo con su personalidad sino también con el rojo de sus cabellos, lo cual terminaba de producir a la vista un conjunto perversamente demoníaco.  Las demás también estaban disfrazadas para la ocasión: Rocío como mujer policía, Milagros como una muy sensual Gatúbela y así, cada una, luciendo un atuendo de esos que, no por manidos, dejaban de ser eficaces en tertulias de ese tipo.  Flori era, como no podía ser de otra forma, la más inocentona: lucía un vestido bobo, como de niña y varias pecas pintadas en su rostro.  La única chica que no estaba disfrazada era, justamente, la que había ido a recibirme, supongo que como una forma de mantener la sorpresa hasta el final, aunque, rápidamente, pude ver que ya se estaba quitando una por una las prendas que componían su clásico atuendo de oficina para comenzar a vestirse como una guerrera al mejor estilo Xeena, o algo parecido…
Evelyn me abrazó con tanta fuerza que casi me dejó sin respiración.  Tanta amistad y efusividad, así, de pronto, no dejaba de sorprenderme.
“¡Bueno!  ¡Ya tenemos a la que se casa, jaja!  ¿Vieron, chicas?  Algunas decían que no te ibas a atrever a venir porque eras muy fiel a tu novio… ¡Yo les dije, chicas, que nadita era bien putona! Jaja…!
Un coro de aplausos y risas coronó su alocución mientras yo hervía por dentro y comenzaba a cuestionarme seriamente si no sería finalmente un desacierto el haber venido.  ¿Daniel seguiría en la puerta?  Quizás aún estaba a tiempo de huir de allí; sin embargo, al mirar en derredor sentía que no podía comportarme de ese modo viendo los preparativos que habían hecho.
La verdad era que me molestaba sobremanera el hecho de que Evelyn hubiera decidido volver a dirigirse a mí con el desagradable mote de “nadita”, que ella misma me había puesto para humillarme, como también el que se hubiera referido a mí como “putona”.  Conté hasta diez.  Me dije que, después de todo, ese tipo de bromas y tratos eran bastante comunes en los encuentros entre chicas y, más aún, en las despedidas de solteras, con lo cual yo debía bajar un cambio y tratar de mostrarme lo más tolerante que fuera posible ante aquello que me dijeran o hicieran.  Haciendo un gran esfuerzo, sonreí para acompañar el comentario de Evelyn, mientras recorría con la vista a las demás, que palmoteaban y reían alocada y estruendosamente; sólo Floriana no reía: bastaba con verla para darse cuenta de que hacía esfuerzos sobrehumanos para estar allí y que las palabras dichas en mi contra, ya fueran en broma o no, le molestaban.
Durante los minutos siguientes, las cosas transcurrieron dentro de una cierta normalidad.  Acuclilladas en el piso en torno a la mesa improvisada, sólo comimos y bebimos; en algún momento, como era de prever, aparecieron algunos porritos y, a pesar de mis resistencias, fui prácticamente obligada a fumar.  Luego aparecieron algunas “pepas” y ya la cosa, al menos, para mí, se empezó a poner más espesa; podía, de todas formas, decir que no, pero en algún momento se las arreglaron para echarme algunas en la bebida sin que yo me diera cuenta.  Yo ya estaba mareada y, para colmo de males, sentí como si las paredes se comenzaran a curvar ante mi vista: muy ligeramente, pero lo sentí.  Un par de veces escudriñé a Floriana, quien estaba seria y con cara de pocos amigos; muy de tanto dejaba, por obligación, traslucir alguna sonrisa; bebió pero no la vi fumar nada ni atacar pastilla alguna.  Claro: ella, de algún modo, podía hacerlo pues no tenía tanta presión encima como la tenía yo, quien, por ser el centro de la reunión, me veía todo el tiempo casi llevada a la fuerza a consumir cada cosa que ponían ante mí.
“Tu novio sigue afuera” – dijo, en algún momento, alguien que ni siquiera llegué a determinar quién era.
“Jaja – rio Evelyn -.  ¡Ese pobre iluso cornudito!  Mamita algo sabe de esas cosas – se apoyó la mano en el pecho como ufanándose -, así que ya dispuse todo para que no vea pasar absolutamente nada, jajaja”
El resto (salvo, una vez más, Floriana) aplaudieron y prorrumpieron en vítores y chiflidos; eran como una turba ciega siguiendo a su líder indiscutido.
“¡Bueno, a ver! – voceó, en un momento, Evelyn, poniéndose de pie y adoptando una expresión de impostada ingenuidad -.  Yo veo aquí una que no está disfrazada.  ¿Quién será?”
“¡Ella!”– rugieron, a coro, las demás, mientras me señalaban en un entrevero de dedos índices.
“¡Pero claro! – exclamó Evelyn, con una amplia sonrisa -.  ¡Nuestra agasajada!  ¡Nadita! Jaja… Ro, traé la ropita que le elegimos”
Roció se levantó, presta y hacendosa, para dirigirse, en apariencia, hacia una de las oficinas, muy posiblemente a la de Evelyn.  Cuando regresó, traía en mano un atuendo de color negro cuyo carácter me costó determinar a primera vista ya que estaba prolijamente doblado.
“Bien, Ro – ordenó Evelyn -.  Hay que colocárselo.  ¡Alguien que la ayude!”
Rocío se acercó a mí y me propinó un pequeño puntapié en la cadera a los efectos de impelerme a ponerme en pie.  Tal gesto, desde ya, me desagradó; sin levantarme de mi lugar alcé la vista hacia ella con odio.  Al verla allí, enfundada en su uniforme de policía, puro azul, botas y esposas pendiendo a la cintura, comprendí que tenía que ver todo como parte de un juego de roles: ella estaba jugando a mostrar autoridad y así lo evidenciaba la risa de las demás; es decir, no era el mejor momento para que yo me mostrase reluctante o enfadada.  En todo caso, debía seguirle ese juego de dominación a los efectos de no caer como aguafiestas así que, lentamente, me puse en pie sin dejar de mirarla por un instante.  Creo que, de todos modos y  pesar de mis esfuerzos, no conseguía ocultar el odio en mis ojos como tampoco (o al menos ésa era mi impresión) lograba ella ocultar el deje de burla en los suyos.  Haciendo gala, una vez más, de su flamante rol de mujer policía en el que tan cómoda parecía sentirse, me golpeó, no tan suavemente, en las nalgas con una cachiporra de goma:
“Afuera esa ropa – me ordenó -.  Toda”
Esa noche había ido a la fábrica ataviada algo más recatada de cómo iba habitualmente a trabajar.  En ello, seguramente, incidía el hecho de que no estaba allí trabajando y, como tal, me hallaba exenta de algunas de las presiones cotidianas, pero también estaba  el no querer que Daniel me viera ponerme muy provocativa y sensual para ir a esa despedida que a él tan antipática le caía.  Por tal razón había ido con unos simples pantalones de jean en lugar de la habitual falda cortísima que lucía en el trabajo; preferí ropa bastante sencilla y casi de fajina, ya que además cabía la posibilidad de que las chicas me fueran a ensuciar con huevo, harina, crema, champagne o vaya a saber qué.  Vacilé durante un momento ante la insólita orden recibida de parte de Rocío y la perrita rubia me volvió a golpear, pero ahora con más fuerza que antes.
“Dije que te saques todo” – insistió, mordiendo las palabras.
Ella se mantenía en la más absoluta seriedad, aun  a pesar de la evidente sorna que su tono deslizaba muy subrepticiamente.  A pesar de mis nervios, busqué lucir calma y fingiendo estar enganchada al tren de la (supuesta) diversión; de hecho, me bastó con echar un vistazo al resto para percatarme de que, con la sola excepción de Floriana, todas lucían sonrisas amplias y actitud expectante.  A mi derecha se ubicó otra de las muchachas, la que supuestamente venía a ayudar a Rocío a colocarme el atuendo que me habían destinado; lucía vestida a lo cowboy o, mejor dicho, a lo “cowgirl”: sombrero, camisa anudada por encima del ombligo, short de jean deshilachado y bien ceñido a las caderas, más un par de botas texanas; para completar el cuadro un lazo le colgaba de la cintura junto con una imitación de colt en su funda, en tanto que una cartuchera le cruzaba el generoso busto en diagonal, marcando bien el límite entre dos tetas que parecían pugnar por escapar de la camisa de un momento a otro.  Por su parte, Rocío, la blonda e íntima amiga de Evelyn, llevaba puesta una gorra de policía más un enterizo símil “catsuit” en azul que le marcaba bien la figura y que dejaba al descubierto sus piernas, quedando coronado todo el conjunto por un par de botas negras que le llegaban apenas por debajo de las rodillas.  Realmente costaba reconocer a las chicas así y me quedé pensando en cuánto puede cambiar a una mujer la producción estética o bien la falta de la misma: en la administración bien podían pasar desapercibidas o como chicas bonitas pero del montón, en tanto que allí el perfil de “femme fatale” parecía cuadrarles casi con naturalidad.  Era como si fueran peces que,  al estar lejos de las miradas masculinas y de las luces del día, nadaran verdaderamente en su agua.
Viendo que yo seguía sin cumplir con la orden (más por la sorpresa que por otra cosa), Rocío me propinó un nuevo golpe de cachiporra que, esta vez, me arrancó un gritito de dolor que, de manera paradójica, fue festejado por las participantes del festejo.  Supe que ya no me quedaba otra más que hacer lo que me estaban ordenando; me dije que, después de todo, era sólo un juego y debía tomarlo como tal, sin dramatizar.
Despaciosamente, desprendí mi pantalón y lo hice deslizar piernas abajo, ante lo cual varias de las chicas vitorearon y arrojaron silbidos y chiflidos de aprobación; alguna, incluso, tarareó alguna melodía que sonaba como a striptease.  Me quité el calzado para dejar salir mi pantalón y luego hice lo propio con la camisa, arrancando una nueva aclamación cuando mi pecho, si bien cubierto aún por el sostén, quedó a la vista de todas.
Rocío, haciendo gala de un aire dominante que, francamente, le desconocía, caminó en torno a mí y se me ubicó, finalmente de frente, clavándome una mirada que era puro hielo.  Era unos centímetros más baja que yo y, aun así, su presencia logró intimidarme, pues bajé la cabeza como con vergüenza.  Apenas lo hice, no obstante, ella apoyó el extremo de su bastón de policía sobre mi mentón y empujó hacia arriba de tal modo de obligarme a alzar la vista nuevamente y mirarla a los ojos.
“Te dije TODO” – remarcó y me pareció sentir un profundo desprecio en su voz; incluso, no sé si fue mi imaginación o qué, pero me dio la impresión de que alguna gota de su saliva me impactó en el rostro.
El tono de su voz fue tan imperativo que, rápidamente, llevé las manos a mi espalda para desprenderme el sostén.  Una vez que lo hube soltado, alguien lo tomó y lo arrojó a un lado; presumo que fue la chica cowboy, a quien yo en ese momento no podía ver ya que Rocío me tenía el bastón prácticamente ensartado por debajo de mi quijada, impidiéndome ladear la cabeza.  De hecho, se me complicó quitarme la tanga, pues tuve que inclinarme un poco y ello significó que el bastón se hundiera casi sobre mi tráquea, dejándome por un momento sin respiración.
Ya estaba desnuda.  Como ellas querían.  Una sonrisa maléfica se dibujó en el rostro de Rocío al tiempo que aminoraba la presión sobre mi quijada y, por último, retiraba el bastón, lo cual me permitió volver a respirar normalmente.  El resto, por supuesto, festejaban la escena aplaudiendo a rabiar y riendo a más no poder.  ¿Estaban borrachas y drogadas o sería que tanto odio contenido sentían por mí?  En las mujeres nunca se sabe, pues somos tan competitivas y vengativas que a veces hasta nos ensañamos con quienes no nos han hecho nada o que, incluso son, en principio, nuestras amigas.
Rocío me enseñó el atuendo que le habían entregado y del cual yo no lograba aún dilucidar de qué clase de disfraz se trataba.  Apoyó la cachiporra sobre la improvisada mesa, tras lo cual, junto con su amiga, se dedicaron a “vestirme”.  Cuando acabaron de hacerlo, bajé la vista y quise morir ante lo patética que me veía: un corset negro y ajustadísimo que aparecía seccionado justo sobre las tetas de tal modo de dejar mis pezones al aire; por debajo, un faldellín cortísimo y también muy ceñido que, al igual que ocurría con el corset, tenía también una abertura por delante y que, como no es difícil imaginar, se hallaba justo sobre el monte de mi sexo que, de ese modo, también quedaba expuesto.  De línea irregular, el faldellín era aun más corto por detrás que por delante, dejando la mitad inferior de mi cola al descubierto.  Me pusieron largas medias negras que sujetaron a un liguero calzado a mi cintura, con lo cual dos de las tiras aplastaban sin piedad la carne de mis nalgas.  Todo ello sin hablar del calzado: me hicieron poner unos zapatos de acrílico negro pero con transparencias y con tacos altísimos sobre los cuales se me hacía harto difícil mantenerme en pie y, mucho más aún, caminar.  Estaba claro que el disfraz que habían elegido para mí era lisa y llanamente… de puta.
“¡Excelente! – aulló, con deje felino, Evelyn, quien persistía en ser la maestra de ceremonias en medio de aquel particular y perverso festejo -.  ¡Estás hermosa, nadita!  ¡Sos una linda putita!  Es la ropita que siempre quisiste usar, ¿no?”
Una estruendosa carcajada brotó del grupo coronando el cruel comentario de Evelyn.  Busqué con la mirada a Flori, pues necesitaba saber si ella también era parte de aquel sádico divertimento a mi costa, pero la verdad fue que la encontré con la vista perdida, mirando a un costado, casi ausente  o como queriendo marcharse de allí.  En medio de la humillante situación que yo vivía, me sirvió de algún modo como pequeño aliciente el saber que mi mejor amiga no era parte del festín que se estaban dando conmigo.  Rocío volvió a propinarme un par de bastonazos en el trasero mientras me conminaba a caminar alrededor de la mesa: a duras penas lo hice y más de una vez estuve a punto de perder el equilibrio pero conseguí, como pude, mantenerme en pie.  En eso, la chica cowboy se me acercó.  Mirando fijamente a mis ojos, tomó el lazo que llevaba a la cintura y me lo colocó alrededor, pasándomelo justo por debajo de las tetas y aprisionando mis brazos de tal modo de, prácticamente, dejarme inmovilizada de la cintura para arriba.  Sonrió con una malicia que nada tenía que envidiarle a la de Rocío y caminó hacia atrás tironeando del lazo.  La altura de mis tacos, sumada al hecho de no poder equilibrarme con el balanceo de mis brazos, hizo que yo trastabillara hacia adelante y, si bien logré dar un par de pasos largos, caí finalmente de rodillas al piso en medio de las carcajadas generales.
Alcé la vista.  Estaba justo a los pies de la “cowgirl”.  Mirándola a los ojos, me parecía descubrir en el fondo de éstos una malignidad desconocida para mí; siempre había sido una chica del montón y había tenido un trato, dentro de todo, bastante cordial conmigo.  ¿Tan fuerte era el influjo de Evelyn que lograba arrastrarlas a todas a su enferma perversión?  ¿O era, más bien, que la colorada sabía cómo descubrir y liberar el lado perverso que había en cada una?  La chica levantó un pie del piso y llevó hacia adelante su pierna hasta apoyar el taco de su bota texana contra mi hombro, casi sobre el cuello.
“Lameme la bota” – me dijo secamente y, una vez más, el coro de vítores pobló la planta en señal de festejo.
Yo no podía creer lo que me estaba pidiendo.  Inevitablemente la orden remitía, claro, a la que en algún momento me había dado Evelyn, cuando tuve que lustrar su calzado con mi lengua.  Con el labio inferior temblándome, miré de soslayo hacia el grupo de muchachas; los rostros eran de felicidad y algarabía.  ¿Tenía que ser yo la que arruinara la fiesta?  ¿No era lo normal, después de todo, que, tanto en despedidas de solteros como de solteras, las amistades se dedicaran a martirizar a más no poder a la persona supuestamente agasajada?  ¿Por qué tenía que haber algo de raro entonces en todo lo que estaba ocurriendo?  Pero, claro, ocurría particularmente que yo estaba muy traumada por algunas de las experiencias que me había tocado vivir en la fábrica, algunas de ellas muy recientes; como tal, todo me atemorizaba…  Saqué mi lengua por entre mis labios y le lamí la bota en toda su extensión para felicidad, obviamente, de las chicas, que aullaron alocadamente en demencial coro.  Estaban borrachas, después de todo; algunas de ellas drogadas, no había que olvidarlo: yo misma lo estaba…
Cuando la “cowgirl” consideró que ya era suficiente con la lamida de su bota, se libró de mí propinándome un puntapié en la trompa que, aunque leve, me dolió.  Pensé que se habría saciado de humillarme pero siempre parecía haber guardada una carta más, tanto que empecé a pensar que mucho de lo que estaban haciendo, lejos de ser espontáneo, era el producto de un meticuloso plan urdido en los días previos y que ahora estaban llevando a cabo.   Quitó el lazo de alrededor de mi caja torácica liberándome de ese modo para, a continuación, ordenarme que me girara; yo estuve a punto de ponerme en pie para cumplir con su orden, pero apenas intenté comenzar a incorporarme, ella estrelló el taco de su bota contra el suelo en señal de indignación.
“Sin pararte – me dijo, con aspereza -, así como estás: gírate y ponete a cuatro patas”
Demás está decir que, para esa altura, cada nueva abominación que sobre mí se cernía era festejada ruidosamente por el grueso de las chicas.  Haciendo lo que me decía pero temblando de ansiedad y nervios por lo que sobrevendría, me giré tal como ella pedía hasta quedar a gatas y, por supuesto, mostrándole mi culo allí donde, de manera deliberada, la falda no lo cubría.  Yo temblaba como una hoja, al punto de ni siquiera poder mantener mi boca cerrada sino que mi mandíbula inferior pendía estúpidamente… y ése fue precisamente el detalle del cual la joven se valió: antes de que yo llegara siquiera a darme cuenta de lo que sucedía, pasó el lazo por dentro de mi boca y tironeó fuertemente de él al tiempo que pude sentir cómo el peso de su cuerpo se depositaba sobre mis espaldas; claramente, se había sentado sobre mí o, mejor dicho, se había apeado.  Quise gritar pero la presión del lazo a modo de brida sobre mi lengua y comisuras me lo impidió: sólo una ahogada interjección brotó de mi garganta.
“Bueno, a ver – dijo ella, con un acemto que pretendía sonar vaquero si es que tal cosa existe -: ¡Arre, caballito!  ¡Arre!  ¡Vamos, yegüita!  ¡Arre!”
Acompañó cada voz de “arre” con un golpe sobre mis nalgas; viendo, como pude, por el rabillo del ojo, conseguí determinar que me estaba golpeando con su sombrero, el cual ahora tenía en mano.  Las risas y las burlas recrudecieron, más crueles que nunca, y yo entendí que no me quedaba otra más que, simplemente… avanzar.  Así que, marchando a cuatro patas y ante la carcajada general, anduve a lo largo de todo el predio llevando encima a esa perra de mierda que no cesaba de azuzarme ni de golpearme con su sombrero.
Al alcanzar al muro opuesto, ella aflojó la presión del lazo dentro de mi boca y se me bajó de encima.  Respiré aliviada cuando me lo retiró; las comisuras me dolían horrores.  Girándome levemente, pude distinguir cómo la joven regresaba hacia la mesa haciendo gala de un paso que aparentaba verse triunfante; Evelyn, quien no paraba de aplaudir y cuyo rostro era pura felicidad, se acercó hacia mí y, en un poco creíble gesto de amabilidad, me tomó por los hombros para ayudarme a ponerme de pie nuevamente y conducirme  luego de regreso a la mesa.
Una vez allí y ante  las chicas, reincidí en el gesto de buscar con la vista a Floriana, quien, de algún modo, era mi sostén allí dentro.  Si yo la veía a ella festejar y reír alocadamente junto con el resto, sería algo así como decir “¿tú también, Brutus?”.  Sin embargo, mi gran sorpresa al mirar en derredor no estuvo dada por el hecho de descubrir a mi amiga sumándose al festejo generalizado ni tampoco porque siguiera con su misma expresión ausente; lo verdaderamente sorprendente… fue que Floriana no estaba allí.
Quizás se hubiera retirado al toilette, pensé.  O a algún otro sitio dentro de la fábrica: no debía ser fácil para ella el tener que presenciar todas las degradantes humillaciones a que yo era sometida.  Fuera como fuese, mi sensación de desprotección aumentó al no verla.  Aun cuando hasta el momento ella no hubiera hecho nada en concreto para frenar los sádicos arrebatos de sus compañeras de trabajo, lo cierto era que, sin ella a la vista, me sentía realmente sola.  Tal vez fue por eso que, súbitamente, me acordé de Daniel.  ¿Estaría aún afuera, en el auto?  ¡Cuánta razón le asistía acerca de sus prejuicios contra las despedidas de soltera!  De pronto quería estar con él, en el auto… o en casa, lejos de allí.
“¡Que venga la torta!” – exclamó alborozadamente Evelyn.
En ese momento, desde la zona de embalaje, aparecieron dos fornidos muchachos de hermosos y aceitados cuerpos cargando, entre ambos, una inmensa torta.  Demás está decir que lo único que cada uno de ellos lucía era un slip: atigrado, por supuesto…  Ante el aullido generalizado de las jóvenes, dejaron la torta sobre la mesa y quedaron allí, de pie, uno a cada flanco, ligeramente sonrientes y como a la espera de la próxima orden.  Las chicas no paraban de gritarles cosas que daban vergüenza ajena oír y algunas, incluso, se atrevían a más y les apoyaban encima alguna mano deseosa de carne.  Viendo a esos dos bellos ejemplares masculinos, no podía dejar de pensar en lo astuta que había sido Evelyn, quien, previendo muy posiblemente que mi novio se fuera a quedar haciendo guardia en la puerta de la fábrica, había hecho entrar a los jóvenes desde temprano reteniéndolos en la zona de embalaje.  No tenía un altísimo grado de instrucción pero… la perra era inteligente; de eso no cabía duda.
“¡Muy bien! – dijo Evelyn palmoteando el aire para llamar la atención y sin abandonar ni por un momento su papel de maestra de ceremonias -.  Hay una fruta en el centro de la torta.  Es para vos, nadita, así que la vas a tener que sacar con esa linda boquita”
La torta, como dije antes, era enorme: aquí y allá la cubrían ornamentos que, en la mayoría de los casos, tenían algún cariz sexual.  Así, por ejemplo, el frente mostraba una hendidura que imitaba claramente una vulva abierta en tanto que de los distintos pisos colgaban implementos de ropa interior femenina, tales como bragas, ligas o sostenes.  Inclinándome un poco para ver mejor el centro de la torta, pude comprobar que, en efecto, había allí alguna fruta que, al estar recubierta por crema, costaba distinguir de cuál se trataba específicamente.  Para frutilla se veía demasiado grande; tal vez algún durazno pero, repito, no tenía yo forma de determinarlo.   Una banana, seguramente, habría sido adecuada a la ocasión, pero lo que allí se veía, lejos de tener forma alargada y curva, era más bien pequeño y redondeado o, cuando menos, ovalado. Echando un vistazo al resto de las chicas en derredor, vi en ellas rostros expectantes y felices, ante lo cual me dio por pensar, una vez más, que no podía yo aguar la fiesta.  Me incliné entonces aun más a los efectos de que mi boca llegase hasta la fruta y le pasé la lengua por encima para quitarle un poco la crema.  Una vez que la hube dejado más o menos libre, la rodeé haciendo un aro con mis labios y tironeé hacia arriba: era blanda y esponjosa, por lo cual cedió y se aplasto un poco ante el contacto pero no salió; se mantuvo fija a la torta.  Entendí entonces que iba a tener que usar mis dientes, así que presioné con ellos sobre la fruta para tironear nuevamente, pero lo que ocurrió a continuación excedió el más alocado de mis cálculos…
Un alarido de dolor pareció hendir el aire y me dio la impresión de ser masculino y no femenino.  Con terror me aparté de la torta y vi cómo ésta se abría al medio cayendo cada uno de los pisos y adornos hacia los costados mientras que del centro se iba levantando una especie de torre que se hacía cada vez más larga a ojos vista.  Lo que yo había tomado por una fruta y que me había sido presentado como tal, parecía ser en realidad el extremo superior de un tubo o algo así: para decirlo figurativamente, la punta de un iceberg.  La torta terminó de cortarse y, para mi estupor, de su interior surgió un hombre embadurnado en crema de la cabeza a los pies que se tomaba, dolorido, su sexo.  Con horror, comprobé que lo que yo acababa de morder, no era otra cosa más que… su verga erecta.
Las muchachas alrededor no paraban de festejar ni de saltar alborozadas riendo a más no poder; se desternillaban a tal punto que se retorcían tomándose el vientre y hacían enormes esfuerzos por mantenerse en pie.  Volví a mirar hacia el hombre salido de la torta, quien ahora arrojaba un manotazo tras otro para tratar de quitarse la crema que le cubría el rostro y le impedía ver.  Cuando más o menos lo hizo, alcancé a distinguir, por primera vez, que llevaba puesto el guardapolvo azul que era clásico en los obreros de la fábrica, pero lo peor de todo fue descubrir en su rostro esa expresión bobalicona y tonta que tantas veces había visto antes: era Milo, el sereno…
 
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