Segunda parte de La ex esposa de un amigo me abordó en un congreso y como el anterior ha sido escrito con la ayuda de Paulina O.
A la mañana siguiente, me desperté con Paulina en mis brazos y al sentir sus pechos presionando el mío, comprendí que había sido real y no un sueño.
«¡Me he tirado a la ex de Alberto!», pensé mientras con la mirada recorría su cuerpo desnudo.
Con la luz del día sus nalgas eran todavía más atractivas. Duras y firmes eran un paraíso terrenal solo al alcance de unos pocos. Recordando su promesa de convertirse en mi amante, decidí comprobar si era una mujer de palabra y sin copas mantenía esa decisión. Para ello lentamente retiré su brazo y posándola sobre el colchón, durante un  instante, me quedé admirando su belleza mientras entre mis piernas mi pene se acababa de despertar.
«¡Qué buena está!», exclamé mentalmente ya con una erección brutal.
Sabiendo que corría el riesgo que al abrir los ojos, esa mujer se diera cuenta de lo que había hecho y se arrepintiera, acerqué mi cara a su trasero y sacando la lengua, comencé a lamer el canalillo formado por sus cachetes.
«¡Menudo culo tiene!», sentencié al acercarme poco a poco a mi objetivo.
Comprendí que Paulina se había despertado al escuchar un primer gemido cuando sintió mi húmeda caricia recorriendo los pliegues de su rosado ano.
―Eres malo― susurró con voz sensual al notar mi respiración entre sus nalgas.
―Y tú, una putita muy cerda a la que le encanta que la use― contesté dotando a mi voz de un tono morboso no carente de autoridad.
Al escuchar ese cariñoso insulto Paulina sonrió y separando sus rodillas, me informó en silencio que  deseaba que renovara con ella los votos de la noche anterior, por eso y mientras le separaba las dos partes de su trasero con mis manos, azucé su calentura mientras introducía la punta de mi apéndice en su ojete diciendo:
―Recuerda que juraste que durante todo este fin de semana serías mía y que me pediste que te usara como la guarra que eres.
―Sí― respondió casi llorando de placer.
Al recibir un permiso que no necesitaba  y sin esperar un rechazo de su parte, introduje la punta de mi apéndice en su ojete mientras le echaba mi aliento.
―Sí, ¿Qué?― pregunté hundiendo mi lengua como si de mi pene se tratara en su trasero.
La amiga de mi mujer, berreó como cierva en celo al experimentar esa intrusión en su interior y pegando un grito, confirmó su disposición diciendo:
―¡Quiero que me comas el culo!
La total entrega de Paulina me permitió ir acariciando por dentro los músculos que pensaba hoyar y que con ello, poco a poco se fuera relajando. Su respiración entrecortada ratificó que le estaba gustando y por eso, añadiendo un dedo a mi ataque seguí profundizando mi ataque.
―¡Me vuelve loca!―chilló al sentir esa segunda intrusión en sus intestinos y sin que yo se lo tuviera que exigir, llevó una mano a su sexo para comenzarse a masturbar.
Al comprobar su calentura y mientras introducía una segunda falange en su entrada trasera, mordiendo su oreja le susurré:
―Disfruta mientras puedas, porque pienso romperte ese culito tierno que tienes.
Añadiendo más picante a esa escena, recorrí con mi lengua su oído al tiempo que metía y sacaba cada vez más rápido mis dedos de su trasero. Al experimentar esas desconocidas sensaciones, Paulina se giró y mirándome con su boca abierta y babeando lujuria, me rogó:
―Hazme tuya.
La necesidad que lucía en su rostro me hizo gracia al recordar que Alberto la había dejado por poco fogosa y recreándome en ese recuerdo, le metí un tercer dedo mientras ordenaba a la que ya consideraba mi puta:
―Usa tu otra mano para pellizcarte los pezones.
Cumpliendo mi orden de inmediato, agarró su areola entre sus dedos y presionando duramente aceptó gustosa mi dominio sobre ella.  Al escuchar sus aullidos de placer, decidí dar mi siguiente paso y dejé que fuera ella quien con un pequeño movimiento de sus caderas se lo introdujera unos centímetros.
―¡Me duele!― gritó con su culo adolorido.
En ese instante supe que no podía dar marcha atrás porque de hacerlo esa muñeca nunca me daría una segunda oportunidad y por ello la agarré firmemente mientras presionaba mi verga. Lentamente el culo de Paulina absorbió toda mi extensión hasta que con ella rellenando su conducto por entero, decidí darme el gustazo de sodomizarla en mitad de la ducha.
Cogiéndola entre mis brazos y sin sacar mi pene de sus intestinos, la llevé al baño. Una vez allí abrí la ducha y mientras se caldeaba el agua, la besé forzando sus labios para que no se enfriara al sentir mi lengua fornicando con la suya mientras su ojete se terminaba de acostumbrar a tener mi verga insertada.
―¡Eres un cerdo!― protestó sonriendo ya más tranquila.

 

Metiéndola en la ducha, la obligué a apoyarse con sus brazos en la pared antes de comenzar a moverme. Con cuidado en un principio fui extrayendo mi verga de su hasta unos minutos virginal agujero para acto seguido volver a metérsela. Paulina que hasta entonces soportaba con resignación el dolor que surgía de sus entrañas, respiró aliviada al percatarse que iba desapareciendo y que era sustituido por placer.
Su relajación me permitió presionar su cuerpo contra los azulejos e inmovilizarla para que sintiera el frio de ese material sobre sus excitados pezones. Una vez allí y sin dejar de horadar su culito, acerqué mi boca  y mordí su oreja al tiempo que le susurraba:
―El idiota de tu marido no sabe lo perra que eres.
Mi nueva ofensa la hizo gemir de lujuria y reflejando lo puta que era en su rostro, me pidió que siguiera diciéndole guarradas al oído.
―Ves lo que te digo, eres una perrita que solo necesitaba de un dueño para renacer― y forzando mi dominio, ordené: ―Ládrame mientras te enculo.
Increíblemente la ex de Alberto me hizo caso y de su garganta salió un ladrido que fue el banderazo de salida para que la sodomizara en plan salvaje. Asiéndome a sus tetas con las manos incrementé el ritmo de mis penetraciones, provocando que con cada meneo la cara de Paulina se golpeara contra la pared. Estaba ya desbocado cuando mi móvil empezó a sonar y conociendo lo celosa y malpensada que era mi esposa, decidí para e ir a contestar dejando a la zorrita despatarrada y caliente bajo la ducha.
―Es tu marido― grité y cabreado por la interrupción tomé tres decisiones cruciales. La primera fue no contestar, la segunda que terminaría lo empezado y la tercera y más importante que lo grabaría para que ese capullo se jodiera.
Pero entonces su mujer me alcanzó en la habitación y tirándome en la cama, me rogó que descolgara porque le ponía brutísima saber que Alberto estaba al otro lado del teléfono.  Su descaro me hizo reír y contestando saludé al cornudo que nada más oírme me preguntó si ya había visto a su mujer.
―No jodas, no son las ocho de la mañana― y entonces con toda la intención, le pregunté: ―¿No creerás que soy yo el amante de tu esposa y que ella ha dormido en mi cama?
―No, ¡Cómo crees! –protestó― ¡Eres mi amigo!
Tras lo cual me explicó que no había conseguido dormir y que se había pasado la noche viendo el video en el que Paulina se la comía a un desconocido una y otra vez. Descojonado en mi interior pero con voz seria, respondí mientras la aludida se ponía mi verga entre sus tetas y aprovechando que las seguía teniendo mojadas, me empezaba a regalar una cubana:
―¡No es sano que te comas el tarro mirando a esa puta mamando verga!
Su ex no pudo reprimir una risita al escuchar que Alberto estaba sufriendo y incrementando sus maniobras, agachó su cabeza para que cada vez que mi pene se acercaba a su boca lanzarme lametazo.
―Te juro que lo sé pero no puedo dejar de verlo. Esa guarra nunca puso conmigo tanto énfasis.
No queriendo seguir con esa conversación, me despedí de él asegurándole que iba a investigar quién era el capullo que se estaba tirando a Paulina. Ya sin él, cogí a la zorra de su mujer de la melena y acercando sus labios a los míos, metí mi lengua hasta su garganta antes de decirle:
―Alberto se lo ha buscado. Pienso grabar cómo te sodomizo.
Colocando mi móvil de forma que no se me viera la cara, lo encendí y poniendo a cuatro patas a mi amante, le grité antes de ensartarla con fiereza:
―Respira hondo, ¡Qué te voy a romper el culo!
No se esperaba la violencia de mi ataque y sus brazos cedieron ante él de forma que su cara se hundió en la almohada. Sin respetar su dolor, azucé a mi montura con un severo azote en sus nalgas diciendo:
―Puta, ¡Muévete!
No hizo falta que repitiera la orden, Paulina superó mis expectativas aullando de placer y pidiéndome que no parara de usar su trasero mientras me decía con voz de santa:
―¿Soy una buena puta?
Ni que decir tiene que su pregunta me permitió seguir montándola con mayor ardor mientras ella mordía con sus dientes la almohada para no gritar y que desde la habitación  de al lado supieran lo zorra que era.
Usando a mi antojo a esa mujer, mordí su cuello, azoté sus nalgas y pellizqué sus pezones sin parar hasta que por primera vez en sus treinta y tres años de vida, Paulina disfrutó de un orgasmo total y como si fuera su coño una fuente eyaculó sin parar mientras ella era la primera sorprendida.
―¡Parece un geiser!― me reí al observar el chorro que por oleada salía de su chocho y jalando de su pelo, llevé su boca a la mía y dando un leve mordisco en sus labios, la besé preguntando: ¿De quién eres?
Mi pregunta la hizo comprender quien era su dueño y respondiendo con una pasión sin igual, sintió que todo su cuerpo se licuaba mientras me decía:
―Soy tuya. ¡Eternamente tuya!
Su confesión me dejó claro que a nuestra vuelta a Madrid esa zorra seguiría siendo mía y por eso sacando mi pene de su culo, le di la vuelta y dejándome ir, eyaculé sobre sus tetas mientras le decía:
―Úntate mi semen por tu cuerpo.
Nadie había eyaculado sobre ella y por eso le sorprendió sentir la calidez de mis explosiones recorriendo sus pezones pero una vez repuesta, comprendió que le encantaba al sentir que desde dentro de su vulva renacía con fuerza su orgasmo y pegando un gemido de placer, esparció mi simiente por sus pechos mientras entre sus piernas nuevamente brotaba su flujo con una fuerza inusual.
Al  ver esa maravilla, hundí mi cara entre sus muslos y sacando mi lengua, me puse a secar ese arroyo. El sabor agridulce de su coño invadió por completo mi mente y como un ser sin voluntad seguí agarrado a sus nalgas bebiendo su néctar mientras Paulina gemía sin parar presa del placer. Desconozco cuanto tiempo estuve comiendo, mordiendo y lamiendo ese manjar ni cuantas veces su dueña disfrutó del éxtasis de un orgasmo pero lo cierto fue que en un momento dado y casi llorando, esa zorrita me pidió que parara diciendo:
―¡No puedo más! ¡Estoy agotada!
Al saber que aunque no fuera plenamente consciente esa mujer era mía y que tendría muchas más oportunidades de deleitarme con su cuerpo, cedí y tumbándome junto a ella, descansé entre sus brazos. Durante diez minutos, nos quedamos en esa posición hasta que mirando el reloj de la mesilla, me di cuenta que llegábamos tarde a la primera conferencia y por eso, acariciando una de sus nalgas le dije que era hora de levantarnos.
Paulina frunció su ceño pero asumiendo que tenía yo razón, me dijo:
―De acuerdo pero a la hora de comer, quiero que me hagas nuevamente tuya.
Partiéndome de risa, contesté:
―¿No decía tu marido que eras poco fogosa? ¡Lo que eres es una ninfómana!
Al recoger su ropa del suelo, riendo respondió:
―Para él, yo era su mujer. Para ti, ¡Soy tu puta!….
El doctorcito sexy.
Como la ropa de Paulina seguía en su habitación, se despidió de mí y quedamos en vernos en el buffet del hotel. Por eso una vez me había vestido, bajé a desayunar y allí me encontré con el doctorcito sexy.
Alonso estaba tomándose un café y nada más verme, me llamó para que compartiera con él su mesa. Al sentarme, mi compinche en tantas aventuras, poniendo un tono pícaro,  preguntó:
―Raúl, ¿Cómo está este año el ganado?
Poniendo cara triste, contesté que había tenido poco tiempo de comprobar su calidad porque había tenido el férreo marcaje de una amiga de mi mujer. El muy cabrón soltó una carcajada al escuchar de mis labios que se habían chafado mis planes y con lágrimas en los ojos, se rio de mí diciendo:
―¡Qué putada! Tendré que ocuparme yo de todas esas pobres mujeres necesitadas de caricias.    
Haciéndome el apenado, le expliqué que era Paulina era una arpía frígida y chismosa a la que mi mujer le había ordenado traerme bien corto. Mi amigo sin apiadarse de mí, dijo fingiendo una indignación que no sentía:
―¡Al menos estará buena!
―¡Qué va!― respondí: ¡Es una gorda asquerosa con un trasero lleno de grasa y las tetas caídas!
Alonso me estaba diciendo que lo sentía por mí  y que en compensación él se tiraría a las que me tocaban cuando la aludida me preguntó:
―¿No me vas a presentar a tu amigo?
Muerto de risa, me levanté para acercarle la silla mientras respondía:
―Paulina te presento a Alonso.
El doctorcito sexy miró alucinado al bombón que supuestamente era un adefesio y devolviendo la andanada, comentó en plan ligón:
―Encantado de saber que Dios existe y que nos ha mandado uno de sus ángeles.
El descarado piropo surtió el efecto que deseaba su autor y la recién divorciada le regaló una sonrisa sin poder evitar que el rubor coloreara sus mejillas.
«Será cabrón», pensé más celoso de lo que nunca reconocería, «no pierde el tiempo andándose por las ramas».
Como experimentado Don Juan, Alonso usó toda su simpatía para hacer de ese desayuno una fiesta en honor de Paulina mientras desde mi sitio, me estaba poniendo malo al comprobar las risas de mi nueva amante ante las bromas y galanteos de mi amigo. Paulatinamente mi cabreo fue in crescendo hasta que ya claramente enfadado, levantándome les informé que llegábamos tarde a la primera conferencia.
Por mi tono, la ex de Alberto comprendió que estaba rojo de celos y disfrutando de la sensación de poder que le hacía sentir el ponerme de los nervios, susurró en mi oído:
―No seas tonto. ¿No ves que estoy disimulando?― para acto seguido y sin preguntar mi opinión, colgarse del brazo del doctorcito sexy camino del auditorio.
« ¡Será  puta!», maldije asumiendo que esa mujer estaba jugando conmigo y que estaba ganando.
En ese momento, hubiese estrangulado a Alonso aunque fuese inocente y a pesar que sabía que no tenía motivos para quejarme puesto que entre Paulina y yo no existía contrato alguno. Os reconozco que de haberme parado a pensar un poco, hubiese comprendido que tanto esa mujer como el doctorcito eran libres y que el único de los tres que estaba casado era yo. La lógica decía que me tenía que callar y disfrutar de las migajas que dejara caer esa mujer pero no pude y por eso cuando al llegar al auditorio me senté en la última fila y Paulina se puso entre los dos.
El cabronazo del doctor que desconocía que ya había hecho mía a la ex de Alberto, no perdió comba y en cuanto colocó sus posaderas en el asiento, reinició su ataque a base de bromas y chascarrillos que mas de una vez provocaron la risa de la mujer. Para entonces estaba encabronadísimo pero como no me convenía descubrir mi infidelidad ni dejar en mal lugar a Paulina, me mordí un huevo cuando lo que realmente me apetecía era soltarle un guantazo.
El colmo fue ver que ese don juan de tres al cuarto, asumiendo que ella era una presa fácil, comenzaba a acariciar disimuladamente la pierna de mi amiga y que ella aunque se puso colorada como un tomate, no opuso ningún tipo de resistencia.
«Será cabrón», pensé y conociendo la fama de ligón que se había granjeado durante años, temí por vez primera que me la levantara al ver que sin retirar su mano se acercaba a Paulina y en voz baja le susurraba algo al oído.
La sonrisa de oreja a oreja que apareció en el rostro de la mujer y el hecho que no se alejara de él, agrandó mis celos por lo que aprovechando que tenía hambre, les pregunté si nos íbamos a comer.
Ambos aceptaron de inmediato, Alonso porque así podía culminar su conquista y mi amiga creí para librarse del acoso del doctorcito. Los deseos del tipo me quedaron claros cuando aprovechando que Paulina se había ido al baño me preguntó si,  al terminar de comer, podía hacerme el desaparecido para que así se quedara un par de horas a solas con la que él suponía que era la espía que me había mandado mi mujer.
―No hay problema― contesté tragándome el orgullo.
La pericia en las artes amatorias de Alonso quedaron plenamente ratificadas con la elección del restaurant ya que no solo era coqueto y romántico sino que permanecía en una penumbra ideal para una primera cita.
Ni a mi peor enemigo le deseo la comida que ese capullo me dio porque nada más sentarse frente a ella, empezó a tontear con Paulina sin que pudiese hacer nada por evitarlo ya que corría el riesgo que en mi hospital se corriera la voz que tenía una amante y que además era la mejor amiga de mi esposa.  Por eso tuve que reírle las gracias cuando me percaté que por debajo de la mesa, Alonso se había quitado el zapato y descaradamente acariciaba los tobillos de Paulina. Mirando de reojo al objeto de tal ataque descubrí que. Aunque tenía las mejillas rojas, sonreía.
«Será zorrón, ¡le está gustando!», dije entre dientes más que molesto.
Habiendo terminado el segundo plato, al llegar el camarero y preguntarnos qué queríamos de postre, Alonso se quedó mirando fijo a Paulina, insinuando que ella era los que deseaba. La ex de Alberto al comprender la indirecta, se ruborizó aún más y bajando la cara, intentó que yo no me diera cuenta que a ella también le apetecía ser su golosina.
«Aquí sobro», maldije mentalmente y haciendo como si se me hubiera olvidado que había quedado con otro asistente del congreso, los dejé solos mientras me llevaban los demonios.
Absolutamente derrotado, salí del restaurant y me fui a aligerar mis penas con un copazo. En el bar en que entré, intenté infructuosamente ligar con una rubia pero tras media hora de cháchara, tuve que rendirme e irme a mi habitación con la cola entre las patas.
Esa tarde me sentía fatal, no solo había perdido a una amante sino que para colmo había sido en manos de un amigo. Hundido en la miseria, pasé por una tienda y compré una botella de whisky que beberme a solas en mi cuarto, maldiciendo mi suerte. Llevaba dos copas cuando reconocí la voz de los dos riendo en el pasillo.
―No puede ser― exclamé al comprobar que el destino había querido que la habitación de Alonso fuera la contigua a la mía.
Todavía hoy me avergüenzo de lo que os voy a contar pero en ese momento, era tal el odio que sentía que solo se me ocurrió salir al balcón y al descubrir que podía pasar al otro lado,   cruzar hasta el de Alonso. Nada más hacerlo, me encontré con  que esos dos se estaban besando apasionadamente.
«Menuda puta. ¡Qué rápido ha cambiado de macho!», pensé y queriendo vengar su afrenta saqué el móvil y me puse a grabarlos mientras me decía: «Veras la cara de Alberto cuando vea a su recatada esposa follando con otro».
Dentro en el cuarto, el doctorcito estaba intentando desabrochar la blusa de Paulina pero entonces le retiró sus manos y dijo:
―Júrame que Raúl no se enteraré de lo que ocurra aquí. No quiero que piense que me acuesto con el primero que pasa por la calle.
Alonso al oírla, la besó hundiendo su lengua dentro de la boca de ella y mientras le agarraba el culo, contestó:
―Te lo juro, pero ahora enséñame las tetonas.
Os confieso que me dolió ver como Paulina le sonreía y como mientras se quitaba la camisa, le miraba con cara de vicio. Alonso enmudeció al ver ese robusto par de tetas apenas cubierto por un brassiere negro y tras unos instantes en que solo pudo observar embelesado, se agachó y hundió su cara en el canalillo que discurría entre esas maravillas.
―Ahhh― escuché gemir a mi amiga mientras con sus manos presionaba la cabeza de Alonso contra su pecho.
Ese gemido fue el acicate que necesitaba el doctorcito para usando sus dedos irle bajando los tirantes del sujetador mientras no paraba de lamer la tersa piel de la mujer.
―Tienes unas tetas preciosas― soltó ya claramente excitado mi conocido al admirar los pezones rosados que decoraban sus senos.
Sintiéndome un voyeur por la excitación que empezaba a dominarme, pegué mi cara al cristal para ver mejor como Alonso la iba desnudando.
«Dios, ¡Qué culo tiene!», pensé apesadumbrado al ver como caía su falda y sus bragas al suelo por la acción de unas manos que no eran las mías.
El ardor de esos dos iba en aumento y los jadeos se iban incrementando mientras yo me tenía que conformar con ver y grabar sin ser partícipe de esa escena. Justo cuando Paulina cogía entre sus manos la verga del doctorcito, este le dijo:
―Quiero tomarte la temperatura― y acto seguido se chupó uno de sus dedos y girándola contra la mesa, se lo metió en el ojete.
El aullido de placer que salió de la garganta de Paulina al sentir su entrada trasera hoyada de ese modo tan pícaro, me recordó sus gritos cuando hacía unas pocas horas era yo quien la sodomizaba.
―Vamos a la cama― rogó la mujer deseando ser tomada.
Lo que no ella ni yo nos esperábamos fue que Alonso aprovechara su caminar para ir metiendo y sacando su dedo del culo de la mujer mientras le decía:
―Pienso follarte ese culito tan duro que no te vas a poder sentar en una semana.
La vulgaridad de sus palabras lejos de cortar o disminuir la calentura de Paulina pareció incrementarla porque tirándose sobre el colchón, se puso a cuatro patas diciendo:
―¿Me prometes que vas a montarme el culo hasta que no me pueda ni sentar?
―Sí. ¡Tu trasero no te va a servir ni para cagar!― respondió a la vez que le soltaba un azote y se colocaba en su espalda.
―Ay― soltó mi amiga al notar el escozor de esa ruda caricia, tras lo cual se dejó caer con los brazos hacia adelante y respingando el trasero, giró su cabeza y le dijo: ―Fóllame como una puta. Soy tu guarra.
Alonso al escuchar que esa mujer le pedía caña, no se lo pensó dos veces y colocando su glande a la altura de su entrada trasera, de un solo golpe la ensartó haciéndola gritar por la violencia de ese asalto. Una vez con toda su verga rellenando los intestinos de Paulina ni siquiera la dejó asimilarla y por medio de una serie de duras nalgadas, le fue marcando el ritmo mientras ella no paraba de chillar de placer y de dolor.
―Sigue, no pares― la oí decir mientras no dejaba de mover su culo en círculos como queriendo ordeñar la verga que la estaba en ese momento empalando contra la cama.
Para entonces, el sudor había hecho su aparición en Paulina y desde el balcón tuve que retenerme para no entrar y ser yo quien se la follara al ver como con el pelo pegado sobre su frente, esa mujer que había sido mi amante disfrutaba del sexo como nunca.
«Necesito que vuelva a ser mía», reconocí mientras me colocaba el paquete bajo mi pantalón.
Paulina ajena a que la estaba observando, se giró sobre las sabanas y sacándose la verga del doctorcito del trasero, se abrió de piernas y señalando su vulva, ordenó a mi sorprendido amigo:
―¡Fóllame por el coño!…¡Mi coño necesita una verga ahora!
Alonso no tardó en saltar sobre ella y usando su pene como ariete, comenzó a tumbar una a una las defensas de esa mujer mientras se asía con rudeza a sus pechos. La ex de Alberto disfrutó como una perra de ese ataque y relamiéndose los labios, gritó:
Ahhh sigue…. ¡Trátame como tu puta!
La entrega del bellezón rubio hizo despertar el lado  morboso del doctorcito y dando un doloroso pellizco a uno de sus pezones, le soltó:
―Y el pobre de Raúl que creía que eras una dama, cuando en realidad eres una sucia guarra.
Paulina recibió ese insulto con mayor excitación y con todas sus neuronas trabajando a mil por hora, contestó mientras no dejaba de retorcerse buscando mas placer:
―Me has jurado que no le ibas a decir nada.
―No hará falta― rio el puñetero.―Cuando te vea la cara de zorra sabrá que te he follado.
La tensión acumulada por el continuado martilleo contra la pared de su vagina, hizo que el cuerpo de Paulina colapsara y pegando un grito, se corriera sobre el colchón. Alonso viendo su orgasmo, siguió torpedeando sin parar los bajos fondos de la mujer provocando que esta uniera un clímax con el siguiente hasta que sintiendo que le llegaba el momento a él, se la sacó del coño  y metiéndosela en la boca, le ordenó que se la mamara. La zorra de la ex de Alberto, esa mujer que en teoría era una pazguata, no tuvo reparos en embutirse el miembro del doctorcito hasta el fondo de su garganta mientras este le presionaba su cabeza con las manos.
Al verlo, supe que estaban a punto de terminar y no queriendo que descubrieran mi presencia en el balcón, volví a mi habitación totalmente deshecho.
«Mierda», pensé, «¡he perdido a Paulina!».
Ya en mi cuarto, mi desesperación me llevó a realizar un acto del que todavía hoy me arrepiento porque cabreado hasta la médula, agarré mi móvil y mandé al otro cornudo la evidencia de su cornamenta.
«¡Qué sepa lo puta que es su mujer!», exclamé mientras apretaba el botón culminando mi venganza.
Sin saber qué hacer, me serví otra copa al tiempo que intentaba sacarme de la mente a Paulina porque, lo quisiera o no reconocer, esa mujer me tenía subyugado. Su belleza, su cuerpo y sobre todo su habilidad entre las sábanas habían conseguido conquistarme. Al darme cuenta que estaba enamorado de ella, me eché a llorar como un crio.
Durante una hora, alterné el whisky con las lágrimas hasta que alguien tocó la puerta. Medio borracho me levanté y fui a ver quién llamaba.
―Paulina, ¿qué haces aquí?― Pregunté al verla con una sonrisa de pie en el pasillo.
Muerta de risa, saltó en mis brazos mientras respondía:
―Venir a que me expliques porqué me has dejado tan sola.
Su alegría diluyó mi cabreo y mientras cerraba la puerta, supe que no podía vivir sin sus besos aunque eso supusiera el tener que llevar con la mayor entereza posible los cuernos.
«¡Seré un cornudo pero la tendré a ella!».
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