Me llamo Abigail.  Y todos me conocen como Abi.  Si tuviera que decir si soy lesbiana, me encontraría sin respuesta, pero lo cierto es que los varon
es no son mi foco de atracción o, por lo menos, sé que dejaron de serlo cuando tenía doce años, si es que alguna vez lo habían sido.  Es decir, puedo apreciar un cuerpo masculino bello pero, al momento de generarme deseo sexual, lo que me produce el cuerpo de una hermosa mujer es único.  Y, sin embargo, la realidad marca que, por lo menos hasta los hechos que voy a pasar a contarles en este relato, jamás he tenido intimidad alguna con una mujer.  Tampoco con un hombre y, de hecho, hasta me he tenido que ligar las cargadas crueles de quienes me han caratulado como “torta”.  No han sido la mayoría, debo admitirlo, sólo algunos estúpidos, pero los estúpidos son siempre los que se hacen ver y los que molestan… Creo que el resto de quienes me han conocido siempre  me han tenido, más bien, como una chica reservada y algo tímida, lo cual no deja de ser cierto.
            Paula es mi amiga.  Lo es desde que ambas teníamos seis años.  Hemos compartido toda la escuela primaria y la secundaria porque por nada del mundo íbamos a separarnos.  Paula es una hermosa muchacha de tez blanca y de cabello largo y levemente ondulado que suele llevar en forma de rodete y, cayendo desde él, en cascada de cola de caballo.  Es dueña de la sonrisa más hermosa y compradora que una mujer pueda llegar a tener, la cual luce maravillosa enmarcada entre sus ojos marrones y sus cabellos castaños claros, casi rubios.  Su cuerpo merece un párrafo aparte: no por voluminoso, sino por armonioso y bien proporcionado.  Sus pechos no son avasallantes pero sí firmes y perfectamente redondeados, cola sugerente y atractiva y ni qué hablar de sus piernas: dos bellas columnas de marfil, altísimas.  Sí, dirán que Paula parece una modelo y, de hecho, lo parece.  Mil veces la insté a que se dedicara al modelaje pero siempre desdeñó el consejo, tanto mío como  de otros que le dijeron lo mismo.  Pero de cualquier forma es el combo completo lo que cautiva en Paula: inteligencia, simpatía, belleza…, todo eso constituye un cóctel difícil de resistir para cualquier hombre… y para algunas mujeres (me incluyo).  Yo, de algún modo, soy todo lo contrario, casi la antítesis de ella: mi cuerpo no tiene demasiada forma y tengo algunos kilos de más; mi rostro es tan blanco como el de ella pero sin gracia y más bien lechoso; mi cabello, llovido y algo pajoso aun a pesar de un montón de cuidados al respecto, tampoco ayuda mucho a levantar mi autoestima.  Cuando estamos juntas, ni falta hace decirlo, yo no existo.  Sólo la ven a ella.  Y si alguien se acerca a hablar, es con ella.  No lo digo con celos o, diciéndolo mejor, lo que me produce celos es que se le acerquen y, por lo tanto, capturen su atención, pero no me preocupa en absoluto que los chicos no me miren a mí.  Ese tipo de situaciones, desde ya, siempre genera incomodidad.  Si yo fuera varón, de algún modo, actuaría como un elemento de disuasión para las aves de presa, pero siendo mujer y, en apariencia, sólo una amiga, ¿a título de qué puedo yo espantar a aquellos que se le acercan?
              Perdón: hoy señalé un quiebre en mi vida a los doce años y no di ninguna explicación al respecto, así que procedo, por lo tanto, a subsanar mi descortesía.  Hasta ese momento tanto ella como yo, creo, éramos chicas normales o, por lo menos, parecía que nuestras vidas seguirían un desarrollo normal de allí en más.  Mirábamos a los chicos y nos ratoneábamos con los galanes de las telenovelas y series de tv, aunque viéndolo hoy, quizás en mi caso se tratara sólo de repetir, de manera inconsciente, el manual de lo que la sociedad espera de una niña.  Hasta entonces yo no sabía realmente hasta qué grado me gustaba Paula; en qué momento dejaba de ser mi amiga y pasaba a ser otra cosa.  Pero ocurrió un día que hicimos uno de esos tantos juegos entre niñas: tenía que ver con un muchachito al que siempre mirábamos y que a ambas nos gustaba; era un chico bastante mayor que nosotras pues tenía unos dieciséis años y, por ende, jamás nos había registrado ni lo haría.  Lo que Paula dijo era que ella sería capaz de desnudarlo y a mí, desde ya, me pareció una locura; solté una carcajada.
              “Si consigo dejarlo en bolitas, la próxima sos vos” – me dijo provocativamente.
              “No entiendo” – le dije con absoluta sinceridad.
              “Es fácil.  Si logro desnudarlo, después te desnudo y hago lo que quiero con vos.  Si es al revés, o sea si no puedo hacerlo, sos vos la que me desnuda y hace lo que quiere conmigo”
 
               La apuesta, así planteada por Paula, me produjo en aquel momento un cosquilleo en mi estómago infantil.  Claro, éramos chicas creciendo y, como tal, en etapa de exploración de nuestros cuerpos y nuestros sentidos, pero en aquel momento no lo sabíamos.  La idea de desnudar a Paula y tenerla a mi disposición me producía incluso una cierta culpa, porque me gustaba…  Aun así, a esa edad el interés por lo nuevo y desconocido suele ganar todas las batallas internas y así fue como terminé aceptando la apuesta.
                 Paula puso en marcha sus armas, con sorprendente desenfado para sus doce años.  Yo no sé qué le dijo o qué no le dijo, ya que la observé desde lo lejos cuando se le acercó a hablar una tarde en momentos en que el chico pasaba por la vereda de enfrente a su casa.
                 “Lo invité a nadar” – me dijo luego.
                 “¿A la piscina?” – pregunté, incrédula -.  ¿Y qué te respondió?”
                “Que sí” – contestó, luciendo una sonrisa triunfal de oreja a oreja.
                  De ese modo, la primera parte del plan ya estaba realizada.  Al haber aceptado él la invitación de Paula a la piscina, ya estaba garantizado que, al menos, lo veríamos luciendo sólo un short de baño.  Sin embargo, tanto Paula como yo sabíamos que eso no era desnudez y que, por lo tanto, no por el hecho de que restara realmente poca ropa por quitarle, fuera a ser una empresa fácil.  Por el contrario, sacarle lo que quedaba sería lo más difícil.  Pero Paula siempre fue una chica a la cual todo le salió bien y casi nunca por casualidad ni por suerte; su suerte, en todo caso, era haber nacido hermosa  e inteligente, nada más alejado de mí.
                   El chico cayó a la piscina una tarde de sábado con algunos amigos y se notó que  a la madre de Paula no le gustó ni un poco ver allí a aquellos chicos bastante mayores que nosotros.  A sus ojos, y a los de cualquier madre, eran pervertidos.  Durante bastante rato, de hecho, no los perdió de vista e hizo acto de presencia en el lugar todo el tiempo y por cualquier cosa: ofreciendo bebida o comida, dándonos consejos sobre protección solar, etc, lo que fuera con tal de no dejarnos solas a disposición de quienes para ella debían ser lobos hambrientos.  Pero bastó que, en un momento, la mujer se ausentara por un cierto lapso de tiempo más o menos prolongado para que Paula pusiera en marcha su plan, con maquiavélica perfección para tratarse de una niña de doce años.
                 “¿Es verdad lo que dicen de vos las chicas en el barrio?” – le preguntó  a quien era el principal invitado, además de centro de la apuesta.
                 “¿Qué dicen?” – preguntó el joven , algo desconcertado , pero a la vez con cierto aire presumido.
                  “Que la tenés cortita” – le dijo Paula con sorprendente desinhibición, motivando no sólo que el rostro del muchacho se tiñera de un rojo furioso, sino que además el resto de los chicos se rieran estruendosamente a más no poder.
                 “Mirá, pendeja – dijo el joven entre dientes -.  Te han informado muy mal… Y aparte, sos chiquita, no sabés nada de esas cosas…”
                  “Aaah, no sé, no sé – dijo Paula, sentada sobre el borde de la piscina y abriendo los brazos en jarras -.  A mí me dijeron eso.  Lo mismo que me dijeron que él la tiene grande… Y él también – señaló a uno y luego a otro de sus amigos.
                  Fue como una herida mortal: estaba metiendo el dedo en la llaga.  El invitado ardía por dentro y se notaba, más aún cuando los dos amigos a los que Paula había mencionado como dueños, en apariencia, de los miembros más generosos, se mofaron de él cruelmente y a pura risa.
                   “A ver… – retrucó el muchacho, ofuscado en su masculinidad -.  Vamos a bajarnos los shorts: todos… Y ahí vamos a ver qué tan cierto es eso…”
                  Al principio, el resto pareció inquietarse ante lo descabellado de la propuesta.  Uno de ellos miró, nervioso, hacia la casa, de la cual podía surgir de un momento a otro la protectora madre de Paula.  Pero, finalmente, el desafío fue aceptado y se pusieron de acuerdo en bajarse, todos a un mismo tiempo, los shorts de baño.  Pude ver de soslayo cómo una sonrisa se dibujaba en los labios de Paula.
                 En un momento, los pitos de los cinco jovencitos quedaron colgando allí, fláccidos y, en algún caso, queriendo pararse, tal vez excitado por la situación.   No hubo tiempo de cotejar quién de todos lo tenía más grande.  Justo en ese momento la madre de Paula apareció, hecha una furia y se encontró con lo que, a sus ojos, lejos de ser un juego infantil o adolescente, era, por el contrario un espectáculo perverso y abominable.  Echó a los jóvenes a grito pelado y hasta golpeó por la cabeza a alguno.  Prácticamente los arrastró hasta el portón de calle y les reiteró varias veces que no quería verlos siquiera pasar nunca más por la vereda.  Junto al borde de la piscina quedamos sólo Paula y yo.  Ella, con el mentón apoyado sobre sus manos entrelazadas, me echó una mirada de soslayo y sonrió de un modo que reflejaba el sabor de la victoria.  Debo confesar que, en ese momento, perder era para mí una opción tan excitante y atractiva como ganar, aun con todas las culpas que en mi mente infantil generaran ambas.
 
              Fue al otro día que Paula se cobró su apuesta, en mi propia casa y en un lavadero que casi ni se usaba.  Me retiró una a una las prendas hasta dejarme como había llegado al mundo y después se dedicó, con delicado esmero, a recorrerme con sus manos en toda mi desnudez.  Me acarició cada centímetro de mi cuerpo y yo lo sentí como algo muy profundo.  Pasó también sus dedos por mis zonas íntimas y, en ese momento supe que, definitivamente, ya no iban a gustarme más los varones.  Y que me gustaba Paula… Algún tiempo después repetimos otra apuesta, por otro motivo que no voy a detallar a los efectos de no hacer tan largo el relato, pero esa vez fui yo la ganadora, así que tuve el placer de recorrerle cada recoveco de su cuerpo.  Éramos, claro, dos niñas explorando y experimentando, pero en mi caso personal, esa experiencia me marcó para toda la vida.  No me dio la impresión, en cambio, de que con Paula ocurriera lo mismo.
                 Nuestra adolescencia transcurrió sin grandes sobresaltos, pero con una característica saliente y reiterada, que era el hecho de que ella siempre estuviera acompañada y pasando por distintos novios, mientras que yo siempre sola.  La propia Paula me insistía siempre al respecto y quería , por todo y por todo, que yo estuviese con alguien, pero eso era sumamente difícil si me ponía a pensar que se combinaban dos elementos que, conjuntamente, conspiraban contra cualquier tipo de relación de mi parte: primero, nadie se me acercaba; segundo, yo no quería estar con nadie y, poco a poco, comenzaba a darme cuenta que sólo tenía ojos para Paula.  Los sentimientos hacia ella me llenaron de culpa y busqué reprimirlos de mil formas: me hice vegetariana, me dediqué a hacer repostería artesanal en mi casa, en fin, lo que fuera con tal de alejar mis pensamientos “impuros” hacia ella.  En algún momento, cuando tendríamos catorce años, le recordé aquello de la apuesta y, sugerí, de manera algo tácita, la posibilidad de reeditar algo parecido.
                 “Jajaaaa… ¿Te acordás??? – aulló ella -.  ¡Qué vergüenza!  ¡Me muerooo!!! ¡Éramos dos degeneradas! Jajajaa…”
                   No me quedó en claro si el comentario de ella se refería al hecho de haber hecho desnudar a cinco chicos en la piscina de su casa o bien a lo que habíamos hecho después, es decir al cobro de la apuesta y la posterior revancha.  Pero quedaba bien claro que recordar el episodio sólo le provocaba a Paula hilaridad y no otra cosa, nada de lo que me generaba a mí.  Lejos, entonces, estábamos de repetir algo de aquellas experiencias que tanto me habían marcado.
                     Fuera de mi fijación por ella, siempre fuimos amigas y Paula jamás me rechazó ni dio la pauta de siquiera sospechar cuáles eran mis verdaderos sentimientos hacia ella.  Para Pau, yo era su mejor amiga y me amaba con el corazón…, pero de un modo diferente al modo en que yo la amaba… Nos divertíamos mirando juntas películas de terror y compartiendo juegos que tuvieran que ver con brujería, ocultismo o cosas paranormales.  A veces jugábamos a leernos las líneas de la mano o bien la mente.
                       “Hay alguien que gusta mucho pero realmente mucho de vos” – le dije un día mientras le apretaba la frente y ella mantenía los ojos cerrados.
                     “Ayayay… Jaja – rió ella -.  ¿Quién será?”
                     “Es alguien a quien conocés mucho y que te conoce mucho” – dije, procurando adoptar en mi voz un tono que sonara a ultratumba o algo así.
                   Paula empezó a arriesgar nombres; no sé cuántos dijo: tal vez veinte o treinta.  Siempre varones… Y no había trazas de que siquiera llegara a sospechar de quién le hablaba.  No me tenía en cuenta en lo más mínimo; no de ese modo al menos.
 
                   Cada vez que tenía novio (y eso ocurría la mayor parte del tiempo) yo me sentía morir.  Cuando alguien estaba junto a ella, yo no podía soportar que la estuviera abrazando y besando todo el tiempo.  Algunos de ellos, incluso, fueron pobres pelotudos que hasta le pusieron los cuernos… Ni siquiera fueron capaces de valorar la mujer que la vida les servía en bandeja.   A Paula, como amiga mía que era, jamás le molestó mi presencia; en realidad, eso parecía molestarles más bien a ellos.  Pero mis mayores momentos de angustia eran cuando, a veces, era sábado a la noche y yo sabía que ella andaba por ahí con algún chico y quizás teniendo sexo.  Pasé noches enteras en mi habitación llorando a moco tendido y cuando mi mamá, por la mañana, me veía los ojos hinchados y llorosos, jamás le dije una palabra.  No obstante, en mi familia se preocuparon y, como todo adolescente problemático, fui derivada a un psicólogo.  Una psicóloga en realidad.  Creo que el hecho de que fuera mujer me ayudó a liberarme mucho más y, durante años, mi analista fue la única persona que realmente sabía de mis incipientes tendencias lésbicas y de mi amor por Paula.  Fue ella quien me sugirió que no siguiera la misma carrera universitaria que Pau ni en el mismo lugar; decía, y no sin razón, que Paula me estaba absorbiendo a tal punto que yo estaba dejando de ser una persona independiente y dotada de decisión.  Le hice caso: Pau estudió abogacía y yo odontología.  Y si por algo mi psicóloga me había hablado de ese tema era porque hasta unos meses antes de terminar la secundaria yo planeaba estudiar lo mismo que ella, aun sin que el derecho me despertara el más mínimo interés.
                  Y terminó el colegio.  No puedo decir cuántas lágrimas derramé ese día, sabiendo que ya no la iba a ver todos los días.  De hecho se lo dije, abrazadas ambas en el centro del patio cubierto luego de un emotivo acto de entrega de diplomas.
                     “Te voy a extrañar mucho…” – le dije sollozando.
                     “Ay, Abi, no seas boluda… ¡Nos vamos a ver siempre!   Somos amigas… ¿O no?” – decía ella buscando serenarme y sin trazas aún de entender en absoluto la verdadera naturaleza de mi llanto.
                     Pero la universidad es, por cierto, el mayor destructor de amistades de adolescencia que puede existir.  Por más que no se quiera, en ese momento los destinos se abren: aparecen nuevos intereses, nuevas amistades, nuevas relaciones… y nuevos novios, para Paula, claro…  No fue que nos dejáramos de ver pero lo hacíamos cada vez más esporádicamente y yo, a pesar de los retos de mi psicóloga, me comencé a hundir en un pozo depresivo.
                      Pero fue Paula (¿quién sino?), la que me tendió la primera mano para salir de ese pozo.  Ello ocurrió después de nuestro primer año de universidad, cuando, de golpe y porrazo, me invitó a que fuéramos juntas a pasar la primera quincena de enero en el departamento del que sus padres eran dueños en Mar del Tuyú.  No puedo explicar cuán feliz me sentí; el escenario parecía inmejorable: sol, mar, privacidad … y Paula.  ¿Era posible imaginar unas vacaciones más ideales?
                        Así que llegó enero y nos fuimos para la costa, yo con el corazón saltándome dentro del pecho, pero apenas llegamos aparecieron algunos elementos patógenos que vinieron a ensuciarlo todo.  Como no podía ser de otra manera, el principal responsable de ello fue el novio de Paula, su nuevo novio en ese momento.  Aun cuando compartíamos largas horas de charla, recuerdos, sol y playa, ella se la pasaba a veces largo rato embobada con su celular comunicándose con él por mensaje de texto y eso me alteraba.  Lo peor, sin embargo, fue cuando al tercer día de estar allí, me anunció que el novio estaba parando en San Bernardo y que, no siendo tan lejos, pensaba llegarse de visita.  Creo que si me hubieran dado un puñetazo en el estómago, no me hubiera caído peor.  La propia Paula notó mi pesar:
                      “Abi, ¿qué pasa?” – me preguntó.
                       “Nada – dije -, me voy a caminar un rato por la playa”
                        Pero si ya la llegada de la noticia del visitante molesto me produjo un humor de perros, no puedo describir en palabras lo que fue cuando él llegó.  Se la pasaban todo el tiempo abrazándose, acariciándose y besándose, a veces sobre la reposera, otras sobre una esterilla o bien sobre la lona misma.  Actuaban como si yo no existiese y cuando tales situaciones se daban, yo terminaba optando por irme al mar.  La noche del día en que el novio de Paula llegó, ella me pidió por favor si no podía ausentarme un par de horas del departamento.
                     “Sólo dos horitas – me decía, acariciándome la mejilla -.  Es para tener un poquito de intimidad con él. Dos horitas y volvés, ¿sí?  Somos amigas,  ¿o no?
                      Así que no me quedó más opción.  Esa noche di un par de vueltas por el centro de Mar del Tuyú que, de hecho, no es una de las localidades más populosas de la costa atlántica y, como tal, no es que tenga gran actividad ni atracciones nocturnas.  Anduve sin rumbo, propinándole puntapiés a cualquier cosa que se cruzara en mi camino: cascotes, atados de cigarrillo tirados, hasta un pobre perro huyó corriendo despavorido…                     Encontré un pequeño parque de diversiones ambulatorio, de ésos que se arman y se desarman en cuestión de horas.  Había llegado hacía un par de días y, en cualquier momento se iría, siguiendo un periplo veraniego por las localidades balnearias.  No había, por cierto, grandes atracciones y caminé, largo rato, entre los juegos sin subirme a ninguno.  ¿Hacerlo sola?  No.  Ésas eran, precisamente, cosas para compartir con Paula, pero ella estaba a esas horas en el departamento con el insufrible de su novio, un estúpido a quien seguramente le daba lo mismo una chica que otra y no era capaz de ver, como yo, la verdadera esencia de la belleza y el ángel de Paula.
 
                Me llamó la atención un puesto de forma rectangular, bastante precario ya que parecía hecho con aglomerado pintado a aerosol con un color lila oscuro de pésimo gusto.  Sin embargo, al leer la inscripción que aparecía en su parte superior, fue como si se hubiera despertado algún recuerdo de mi adolescencia, cuando compartíamos juegos y actividades paranormales con Paula: el letrero decía “Circe, la bruja”.  El nombre Circe me trajo a la memoria la lectura, allá en mi último año de primaria, de “La Odisea” de Homero y, si no me parecía recordar mal en ese momento, era el nombre de la hechicera que había embrujado a Odiseo haciéndolo enamorarse de ella y que, incluso, había transformado a sus marinos en cerdos.  Una sonrisa se me dibujó en el rostro porque recordé un capítulo de los Simpson en el cual se parodiaba exactamente ese pasaje de “La Odisea” pero Homero Simpson terminaba comiéndose a los cerdos, es decir a sus propios marinos.  Pero más allá de eso, había algo allí que me atraía: como un volver a la adolescencia, a tanta ouija o a tantas pretensiones nigromantes o telekinéticas.  Sobre el frente del puesto había una cortina negra y a un costado una ranura sobre la cual se leía “$20”.  Encogiéndome de hombros y sin saber del todo si me encontraría con alguien que me fuera a leer el futuro o qué, deposité un billete allí y tomé asiento sobre la silla que estaba frente al puesto.  Siguiendo la instrucciones de un cartelillo que se hallaba a un costado y que apenas podía leerse, levanté la cortina y adelanté mi cabeza de tal modo de cubrirla con la misma, lo cual me remitió a esas imágenes de fotógrafos de otras épocas, de ésos que trabajaban con trípodes.  Una oscura ventana se abría ante mí, apenas iluminada por unas lamparitas mortecinas anaranjadas que, bordeando la parte superior, hacían recordar más a un arbolito de navidad que a una forma decente de iluminación.  Por delante de mí, sólo una negrura insondable y, de pronto, dos fulgurantes ojos rojos se encendieron.
                 Debo confesar que me sobresalté y hasta estuve a punto de huir a la carrera.  Había subestimado el impacto de mi encuentro con Circe en un parque de diversiones tan berreta.  Una voz cadavérica surgió de la oscuridad:
                 “¿Qué te trae por aquí, Abi?”
                 Di un respingo y, una vez más, pensé en salir corriendo de ese lugar.  ¿Abi?  ¿Había dicho mi nombre?  ¿Cómo demonios lo sabía?  Obviamente se lo pregunté:
                  “¿Cómo… , cómo es que sabés mi nombre?”
                   “¿Sabés cuál es la diferencia entre una bruja y tu psicóloga?” – me repreguntó.
                    Otro golpe al mentón.  También sabía que me hacía ver por una psicóloga.  La verdad era que ni Paula ni yo habíamos creído realmente en todos esos juegos que hacíamos por mucho que nos gustara pensar que sí creíamos.  Pero… ¿estaba ahora ante una bruja de verdad?
                    “No – respondí, aturdida -.  ¿Cuál es?”
                    “Una psicóloga sólo sabe tu nombre cuando se lo decís” – me respondió.
                     No pude evitar sonreír.  Agaché un poco la cabeza para apartar mi vista de aquellos inquietantes ojos rojos que me miraban desde la oscuridad.
                      “No me dijiste – insistió -.  ¿Qué te trae por aquí?  El tiempo corre y vas a desperdiciar tus veinte pesos”
                       Tragué saliva.  Me sentía estúpida y, a la vez, había algo en esa mujer o lo que fuera que se hallase allí en la negrura, algo que tornaba a su presencia inquietante y, extrañamente, confiable.  Tenía la sensación, ya para esa altura, además, de que esa mujer sabía perfectamente qué era lo que me pasaba pero que, por alguna razón, era necesario que yo lo dijera.  Quizás una forma de sincerarme conmigo misma…
                       “Me siento… sumamente atraída por alguien a quien… no le atraigo…” – le dije, sin tapujos y venciendo todo prurito.
                       “Ajá… y es una ella, no un él” – apostilló.
                      “¿Lo… sabes todo?” – pregunté tartamudeando.
                     “No, no lo sé todo, pero se nota en tu voz y en tu semblante que se trata de un amor no tan fácil de declarar públicamente.  Por algo estás en un puesto oscuro y debajo de una cortina negra”
                      “Es verdad…” – acepté.
                     “¿Y querés saber si se puede hacer algo, no?”
                         Una sonrisa involuntaria se dibujó en mis labios, como si súbitamente cobrara conciencia de que me hallaba pidiéndole auxilio sentimental a un rostro casi invisible en la oscuridad, de ojos rojos y que operaba en un puesto de aglomerado en un parque de diversiones ambulatorio.  Pero la irracionalidad puede más cuando los sentimientos están en juego.
                        “¿Se puede?” – repregunté, más por seguirle el juego que por un real convencimiento -.  ¿Hay forma de que ella… se enamore de mí, por ejemplo?  ¿O que se sienta atraída al menos?”
                       “Sí, la hay”
 
                        “Ajá.  Y ahora me vas a decir que necesitamos un mechón de cabello de ella o algo así, lo cual implica una nueva visita y otros veinte pesos, ¿verdad?”
                        “No.  No podemos cambiarla a ella: tiene que seguir siendo quien es y no hay forma de conseguir otra cosa.  Cualquiera que te venga a decir que puede cambiar los sentimientos de esa chica te estará robando el dinero…”
                      “Entiendo… ¿y entonces?”
                      “Lo que sí puedo hacer es cambiarte a vos…”
                       Solté una risa; no conseguí evitarlo.
                       “Sí, para que la atraigas.  Pero te advierto: el hechizo sólo dura un día con su noche”
                        “Entiendo… A las doce de la noche todo se deshace; los caballos vuelven a ser ratones y la carroza calabaza”
                        “No.  No a las doce de la noche.  Eso es algo que sólo ocurre en cuentos infantiles.  Las fuerzas oscuras no se manejan con reloj.  Un embrujo sólo termina con la llegada de la luz del sol… Es la llegada de un nuevo día lo que lo deja sin efecto”
                       “Ajá… ¿y… en qué consiste ese embrujo, se puede saber?”
                       “Solo acercate un poco más – me dijo -.  Trae tu rostro un poco más hacia adentro”
                         Debo confesar que la situación era sumamente inquietante y que daba algo de miedo, pero la brujita ya me había dado varias señales de buena intención con sus palabras, así que simplemente confié.  Me incliné un poco hacia adelante acercando así aún más mi rostro a esos penetrantes y enigmáticos ojos rojos que me escrutaban desde la penumbra.  Me pareció ver una sombra, quizás una mano trazando en el aire un ademán frente  a mis ojos y, casi de inmediato, un cosquilleo en nariz y mejillas que pareció producto de algún polvo o alguna sustancia que hubiera sido espolvoreada sobre mí.
                        “Ya está” – anunció.
                         “¿Qué… es lo que ya está?” – pregunté sin entender.
                         “El conjuro ya está…, aunque en estado latente”
                         “Yo… no siento nada extraño” – repliqué con un encogimiento de hombros.
                          “Es que está latente, acabo de decírtelo”
                         “¿Y qué viene a significar eso?”
                         “El conjuro ya está depositado en tu cuerpo pero necesita del sueño para activarse.  Un consejo: ¿tenés pastillas para dormir?”
                         “N… no”
                        “Una lástima.  Te diría que las consigas…; es sólo para no correr el riesgo de que te despiertes durante la noche”
                        “P… pero, ¿por qué?  ¿Cuál sería el problema?”
                        “Que en ese caso la llegada de un nuevo día terminaría con el embrujo antes de tiempo si te sorprendiera despierta.  Lo ideal sería que te despertaras ya con la luz del sol.  No es el sol en sí lo que destruye el conjuro sino el amanecer.  El hechizo, como te dije, dura un día con su noche, pero si el sol llegara a encontrarte despierta mañana, lamentablemente se va a terminar antes…”
                          Era todo una gran locura.  Me sentí tonta por estar allí, pero aun así, traté de ahogar una risa para no hacer sentir mal a la mujer quien, después de todo y no sé por qué, me daba la sensación de ser honesta: es decir, era como si ella realmente creyera lo que estaba diciendo.
                         “¿Y… qué me va a pasar?” – pregunté.
                         “Ya te vas a dar cuenta.  Ahora sólo tratá de dormir.  Y, como te dije, buscá no despertar antes del amanecer…”
                        Se produjo un momento de silencio, en el cual ni ella ni yo dijimos nada.  Finalmente fue la voz de la bruja, desde la oscuridad, la que terminó con el mismo.
                         “Tu tiempo terminó, querida… Gracias por la visita…”
                           Cuando salí del parque de diversiones caminé sin rumbo por una calle, por otra o bien por la playa.  En un momento pasé por una farmacia de turno y recordé lo que la bruja me había dicho acerca del efecto del sueño.  Pero… ¡madre mía!  ¡Qué locura!  ¿Estaba pensando en comprar las pastillas sólo por creer en una brujita de parque?  Aun con muchas dudas sobre mi cordura, terminé por hacerlo, justo en el momento en el que a mi celular entraba un mensaje de Paula diciendo que su novio se había ido y que ya estaban dadas las condiciones como para que yo volviera al departamento.
 
                          Cuando llegué, la encontré sumamente feliz aun a pesar de que una fugaz sombra de tristeza se posó sobre su rostro al decirme que su novio se iba esa misma noche de regreso a San Bernardo.  Pero más allá de esa sensación de un instante, su semblante tenía ese color que sólo tienen las mujeres que acaban de pasar por un momento sexual reconfortante.  Demás está decir que me atacaron los celos y más aún cuando se lo pasó contándome con lujo de detalles la velada que había tenido.  Nos quedamos charlando un buen rato hasta que se hicieron las dos y media escuchando, como fondo, a los Héroes del Silencio, la banda preferida de Pau.  Irónicamente ella, como era habitual, le dio varias veces seguidas play a la canción “Hechizo” que era su favorita y que siempre cantábamos a dúo y a viva voz: “ vámonos de esta habitación al espacio exterior…”
                      Finalmente ella se durmió pero yo no quería hacerlo aún sino que busqué prolongar la vigilia lo más posible como para tener luego el suficiente sueño.  No podía alejar de mi cabeza lo que la bruja del parque me había dicho: el amanecer no debía encontrarme despierta; por lo tanto, debía acumular el suficiente cansancio como para hacer más profundo mi sueño.  Así que me quedé mirando una película en la tele, pero la realidad era que ni siquiera la atendía.  Mi mirada, la mayor parte de las veces, estaba posada en Pau: un pimpollo, un auténtico angelito durmiendo entre las sábanas revueltas y asomando una hermosa y blanca pierna por entre ellas; ni siquiera el bronceado de dos días de playa lograban erradicar de su cuerpo esa  blancura sólo equiparable a la pureza.  Su rostro, perfecto, hermoso, transmitía al dormir una sensación de inescrutable paz.  Me acerqué a ella y me senté en el borde de la cama.  Muy sigilosamente le recorrí la pierna con mi mano, haciendo que mis dedos pasaran por su piel casi como si simplemente fueran el contacto de una débil brisa de mar.  Ella dormía algo ladeada; aparté la sábana un poco y descubrí su cola, perfectamente redondeada  y expuesta en la medida en que la brevísima tanga que utilizaba cubría realmente muy poco.  Con un dedo índice la recorrí toda; acaricié sus nalgas y me entregué a ello con la misma dedicación con que podría estar leyendo un poema…, porque Pau era precisamente eso, un poema.  La zanjita entre sus nalgas se convirtió en una visión muy tentadora y, por supuesto, también la recorrí, de arriba abajo, de abajo arriba y finalmente me perdí en la cavidad entre las dos piernas para acariciar, por encima de la tanga, su hermosa conchita.  En ese momento pareció estremecerse, dio un respingo y me dio tanto miedo que aparté la mano con prisa y fingí mirar al televisor.  Fue una falsa alarma, sin embargo: Pau estaba hermosamente dormida y, en todo caso, alguien la habría molestado en sueños o bien habría sentido algún cosquilleo ocasionado por mi roce, pero no se despertó…  Una vez que me convencí de que seguía entregada al sueño, acaricié su hermoso rostro.  Le aparté un mechón de cabello que le caía sobre la mejilla, me incliné hacia ella y, cerrando los ojos para capturar aun mejor el momento, la besé… Muy delicadamente, desde ya.  Otra vez dio un respingo, pero no se despertó.  Hubiera querido que esa noche continuara para siempre: al menos mientras ella dormía, yo podía imaginar que era mía.  Y así, mientras ella soñaba dormida, yo lo hacía despierta…
                A las cuatro de la mañana tomé la pastilla que había comprado en la farmacia y me eché a dormir yo también… Y mientras mis ojos se iban cerrando y el sueño se iba apoderando de mis sentidos, yo sólo pensaba en Paula: me imaginaba junto a ella besándonos en la playa y haciendo el amor hasta morir…
Cuando desperté, un rayo de sol ya ingresaba por entre las ranuras de la persiana americana.  Miré el reloj y eran las diez y media: no había dormido tanto después de todo, pero sí lo suficiente como para haber evitado estratégicamente el amanecer.  Eché un vistazo a Pau, en la cama de al lado y seguía aún durmiendo: ella sí que tenía paz para hacerlo.  Encontrarme con su imagen era realmente la mejor forma posible de despertar.  Yo me sentía algo mareada, como extraña… y tenía ganas de ir al baño.  Cuando me incorporé y me senté sobre la cama ya sentí algo muy raro, pero cuando me puse en pie el efecto fue aún mayor: me hallaba como… pesada; era difícil de definir la sensación.  Aprovechando la débil luz que se difuminaba por el cuarto a través de las persianas, caminé en procura del baño esquivando, al hacerlo, los libros de Pau que poblaban el piso; aquí y allá títulos de Anne Rice, Stieg Larsson, Ursula Le Guin: las lecturas favoritas de Paula.   Al caminar,me pareció que ni siquiera reconocía mis propios pasos: debía ser el sueño, la modorra o la pastilla.  Llegué hasta el baño y me senté sobre el inodoro; tanteé buscando mi bombacha, pero no la encontré: ¿me había acostado desnuda?  No lo recordaba.  Pero la primera gran sorpresa vino a continuación: cuando hice fuerza para orinar, sentí cómo un chorro tibio caía por mis piernas y hacia fuera del inodoro, empapando el piso.  Me incorporé presurosa no sin antes insultarme a mí misma por mi torpeza.  Pero, ¿qué había ocurrido?  Fue entonces cuando sobrevino lo inexplicable: al bajar la vista hacia mi pubis descubrí, con espanto, que entre mis piernas colgaba… ¡un pito!
               La conmoción fue tal que perdí el equilibrio y si no caí al piso fue porque logré, casi a tientas, capturar el pomo de la puerta.  Accioné la tecla de la luz para mirarme al espejo y no puedo describirles hasta dónde cayó mi mandíbula al descubrir que yo… ¡era un hombre!
              Así como lo leen.  Me llevé una mano a la boca con espanto y traté de ahogar un grito para no despertar a Pau.  ¡Dios mío!  Fue entonces cuando las piezas comenzaron a encajar en mi cabeza… ¡La bruja!  ¡El hechizo!  La mujer me había dicho que no podía hacer nada para cambiar a Paula, pero que sí podía hacer algo conmigo… ¡ Y lo había hecho!  Por cierto, había hecho bien su trabajo porque yo lo que veía al espejo era un muchacho increíblemente hermoso, de cabello castaño y ojos verdes, dotado de un físico privilegiado y de una piel que, al contacto con las yemas de mis nuevos dedos, descubrí como increíblemente tersa.  ¡Era hermoso!  Y estaba desnudo…  Una vez más bajé la vista hacia mi flamante pene para, luego, bajar hacia él mi mano.  Lo acaricié y seguí luego con mis testículos, los cuales estaban allí tan firmes como si siempre lo hubieran estado… y sentí una excitación absolutamente nueva para mí… un hormigueo.  Así que eso era lo que sentían los hombres.
                 Toda la situación era, desde ya, una locura, pero yo tenía que pensar rápido.  ¿Cómo explicaría mi presencia allí en el caso de que Paula se despertase?  ¿Qué hacía un hombre desnudo en el departamento?  Tomé un trapo y limpié el enchastre que había hecho al no saber mear con pene.  Una vez que el piso y el inodoro volvieron a estar decentes, entorné un poco la puerta y eché un vistazo para comprobar que Paula siguiera dormida.  Una vez que supe, a ciencia cierta, que era así, caminé lo más sigilosamente que pude hasta mi cama.  Tomé mi bolso, que estaba en el piso, y junté todas las cosas que pude: mi documento de identidad, mi dinero, mi i-pod, hasta mi cepillo de dientes… Ignoraba realmente si iría a volver por allí y, en caso de hacerlo, tampoco sabía en qué forma.  Pero cuando estaba echando mis cosas en el bolso, dirigí la vista hacia la cabecera de mi cama y, una vez más, la sorpresa me hizo dar un violento sacudón.  Perfectamente acomodadas como si alguien las hubiera dejado allí, había varias prendas de vestir de hombre.  Una remera, un pantalón de jean, un par de zapatillas de un número bastante más alto que el mío… y un bóxer de color negro.  Supongo que sería parte del hechizo; lo que estaba bastante claro era que yo tenía que ponerme esa ropa.  Me dio trabajo, por supuesto: jamás me había vestido en condición de hombre.  Una vez que estuve debidamente ataviada (¿o ataviada?), tomé mi bolso y me di a la fuga antes de que Pau llegara a abrir un ojo o bien, aun sin hacerlo, pudiese preguntarme algo.   ¿Cómo iba a contestarle?  ¿Con voz de hombre?
               Una vez que estuve en la calle, me di cuenta de que realmente no sabía adónde ir ni tampoco tenía adónde.  Terminé, por dirigirme, como suele ocurrir cuando una (¿ o uno?) se encuentra perdido, a la playa.  Me descalcé y caminé un rato por la arena, más que nada para acostumbrarme a mi nuevo cuerpo y a marchar dentro de él.  Lo más impactante fue comprobar cómo las chicas de hermosos cuerpos que retozaban al sol no paraban de mirarme y, en algunos casos, me sonreían.  Claro, si yo era un muchacho realmente hermoso.  Por primera vez en mi vida sentía en mí la sensación de saber que los demás no sólo se daban cuenta de mi presencia, sino que además… me deseaban.  Era, por supuesto, una sensación nueva, pero placentera y, como tal, comencé a disfrutarla.  Me dirigí  a un barcito que había casi sobre la playa: una construcción en madera a la cual solían dirigirse sobre todo los más jóvenes en busca de algún refresco.  Cuando me senté en absoluta soledad, ya sentí sobre mí los ojos hambrientos tanto de la camarera como de tres chicas que estaban sentadas junto a la ventana que daba al mar y que no paraban de mirarme ni de cuchichear entre ellas.
                 “Holaaaa” – me dijo la camarera y, en ese momento, alcé la vista para encontrarme con unos ojos que prácticamente me desnudaban.  Y había que decir que la chica era realmente preciosa.
                     Pedí una cerveza (no sé por qué, pero me dio la sensación de que en ese momento hubiera quedado poco “masculino” pedir un licuado o algo así) y cuando la joven se giró para ir a hacer el pedido, no pude evitar clavar mi vista en su cola: era la primera vez en mi vida que podía mirarle el traste a una mujer sin sentir culpa por ello ni estar oteando hacia todos lados para comprobar no ser vista.  Ahora era un hombre y, como tal, mirar culos femeninos estaba dentro de mis atribuciones.  Lo que sí me descolocó un poco fue que la joven giró fugazmente su cabeza hacia mí cuando se iba y, al hacerlo, me descubrió “in fraganti”, en pleno acto de mirarle la retaguardia.  Esta vez, sí, me dio un acceso de culpa como si me sintiera nuevamente mujer y, como tal, en infracción, así que bajé la vista nerviosamente; ella, sin embargo, lejos pareció estar de molestarse y, por  el contrario, sonrió lascivamente.
                         Quedé sola ( o solo) en la mesa y mi cabeza comenzó a tratar de rearmar y ordenar todo lo ocurrido.  Es increíble, pero en ese momento me vino a la cabeza “La Metamorfosis” de Kafka, que lo habíamos leído en el colegio: recuerdo que el personaje se había despertado, en la mañana, convertido en un insecto.  ¡Mi madre! Comparado a eso, ¡yo sí que debía agradecer mi suerte!
                       Mientras estaba abstraída en tales pensamientos, me sobresalté de pronto al notar que alguien se había sentado a la mesa frente a mí.  Al levantar la vista me di cuenta que era una de las tres chicas de la mesa de la ventana y, de hecho, pude ver que las otras dos, que aún seguían allí, no dejaban de mirar hacia nosotros.
                      “¡Hola! – me dijo, enterrando el mentón entre dos puños cerrados y haciendo un revoleo de ojos -.  ¿Te molesta si me siento?”
                       El corazón me saltó adentro del pecho.  ¡Por Dios!  ¿Esto estaba pasando realmente?  Una chica hermosa, de tez trigueña, enormes ojos castaños saltones y cabello suavemente ondulado, me estaba abordando como si yo fuera un postre apetecible.  En realidad, y de acuerdo a lo que había visto en el espejo, lo era.
                      “N…no…” – está bien, tartamudeé y no pude evitar sorprenderme por mi propia voz.  Me la escuché tan grave que hasta me aclaré la garganta luego de hablar.  Pero no había nada que aclarar, era una voz terriblemente viril y tenía que acostumbrarme a ella.
                        “¿Cómo te llamás?” – disparó, a bocajarro, siempre con la mirada encendida junto a esa sensación de estar a punto de saltarme encima como una pantera.
                         “Abi” – contesté de manera mecánica y, al momento mismo de terminar de decirlo, me di cuenta de mi imbecilidad.  Ella rió, como no podía ser de otra forma.
                        “Jajaja… ¿Abi?  ¿Posta?”
                        “S… sí, Abel, me dicen Abi…” – aclaré rápidamente, a los efectos de enmendar mi estúpido desliz.
                         Abrió la boca enorme y revoleó aún más la vista como si de pronto captara todo.
                         “Aaaaah, ahora sí… Jaja… Yo había pensado en… Abigail, jajaja”
                          No paraba de reír y en un gesto típicamente femenino, se cubrió la nariz con la mano mientras lo hacía.
 
                           “Jajaja – me sumé yo y volví a sobresaltarme, esta vez por descubrir lo masculino de mi risa -.  Sí, pasa, pasa todo el tiempo que lo toman por ese lado…”
                           Quedamos un momento en silencio.  Me miraba con tanta hambre que me puso nervioso.  Justo en ese momento llegó la camarera trayendo la cerveza.  Obviamente, miró con odio a mi nueva compañera de mesa, la cual, sin embargo, la ignoró.
                         “Otro vaso más, ¿puede ser?” – solicité a la camarera, quien frunció la boca y, luego de mirarme por un instante y contestar afirmativamente, echó una nueva mirada de hielo a la otra joven.
                          “Yo me llamo Romina” – anunció ésta, una vez que la camarera se hubo retirado para cumplir con la segunda parte del pedido.
                          Nos quedamos un rato charlando y preguntándonos sobre nuestras vidas, siendo más ella que yo quien interrogaba.  Tuve que inventar, desde ya.  Incluso me encontré en un problema cuando debí decir mi edad; otra vez mi idiotez o mi falta de adaptación al nuevo contexto estuvieron a punto de hacerme decir “diecinueve”, pero me frené a tiempo: dije veinticinco, porque ésa era la imagen que más o menos me había dado al mirarme en el espejo.
                          “Mmmmm, casi, tengo veintiséis – me dijo -.  Espero no ser demasiado grande para vos, jaja”
                          Si eso no era una invitación a la cama, no sé qué lo era.  Aunque, a decir verdad, lo que dijo después lo fue aún más.
                          “Estamos alquilando una carpa…” – dijo, señalando con un movimiento de ojos en dirección a la playa.
                           “¿Ah sí?” – pregunté yo estúpidamente.
                          Ella sonrió.
                          “Abi, te aviso: yo hoy no me voy de la playa sin cogerte”
                        Experimenté una sacudida en mi silla y hasta estuve a punto de hacer caer mi vaso.  Lo increíble de todo era que lo que exhibía Romina no era otra cosa que la actitud que en las mujeres suele parecerme despreciable: se me estaba regalando, lisa y llanamente.  Muy putita la chica.  Pero, dadas como estaban las cosas, no podía dejar pasar la oportunidad: Abi, me dije, estás ante la chance de tener sexo con una mujer, lo que nunca pudiste hacer en tu vida y tal vez nunca puedas volver a hacer.  ¿Vas a quedarte ahí pensando o simplemente te vas a librar de un plumazo de todos tus prejuicios, inclusive de los que puedas tener contra esta chica por lo rapidita que parece ser?
                        “Mostrame esa carpa” –  dije, buscando sonar seguro y convincente.
                        Ella se sonrió y se mordió el labio inferior.
                        “Pagá esto y vamos… – me invitó -, te voy a mostrar mi carpa.  Eso sí – hizo un gesto con la vista en dirección a la zona de mis genitales -: la tuya, ya la vi… Bueno, al menos cubierta por el pantalón , jaja”
                         Llamé a la camarera para pagarle y Romina no dejó de mirarme ni un solo instante.  La camarera, por supuesto, lucía una expresión de odio que se iba haciendo cada vez más virulenta.  Aun así, cuando me tendió el ticket, descubrí que, sobre el mismo, había dejado anotado un número de teléfono celular.  Persistente la chica, no se rendía.
                        Cuando nos pusimos en pie, Romina se acercó a sus dos amigas y les dijo algo; se arracimaron y sólo se escucharon por un rato risitas y exclamaciones de asombro.  Luego la joven se acercó a mí, me echó una mirada ferozmente lasciva y flexionó un dedo índice invitándome a que la siguiera.  Caminamos por la arena y fuimos recorriendo la hilera de carpas hasta llegar a la que ella, al parecer, alquilaba.  En el momento en que estuvimos en el interior, corrió la cortina de la entrada.  Se giró hacia mí y, si antes su mirada me había parecido la de una zorra, ahora directamente me parecía la de una loba en celo.  En efecto y tal como si fuera un animal, se arrojó sobre mí, obligándome a caer de espaldas contra el piso de arena.  Antes de que pudiera siquiera reaccionar me estaba enterrando la lengua hasta la garganta y, cada tanto, le daba voraces mordiscos a mis labios.  ¡Dios!  ¡Estaba siendo besada por una mujer!  Ella estaba vestida con una corta falda de jean y con la parte de arriba del bikini.  La tentación se hizo irresistible y no pude evitar pasar mis manos por su cuerpo.  Levantándole la falda, me encontré con la parte inferior de la bikini, que la llevaba a modo de ropa interior.  Ella separó su boca de la mía luego de mordisquear mis labios varias veces; se incorporó un poco y, estando como yo estaba, de espaldas contra la arena, la vi sobre mí casi como una diosa exultante, una cazadora furtiva sobre la presa que ha capturado y a la cual se apresta a despellejar… y a devorar.  Se mordió el labio inferior; su mirada estaba algo ida.
                    “Te voy a dar la cogida de tu vida, pendejo” – anunció.
 
                      La excitación fue creciendo cada vez más en mí, pero se trataba de una excitación diferente: con síntomas totalmente nuevos.  Ella, de hecho, estaba con su sexo apoyado contra mi flamante bulto y fue entonces cuando noté allí primero un hormigueo y luego una sensación de progresivo endurecimiento: un proceso irreversible que no se detenía.  ¿Así que eso era lo que sentían los hombres?  Ella, sin hacer pausa alguna, tomó entre sus manos mi cinto y me soltó la hebilla; luego tomó mi pantalón por los bordes y me apretó con sus dedos por debajo de mis costillas a los efectos de que levantara un poco las caderas.  Una vez que lo hice, me dejó sin pantalón y, sólo un instante después, sin bóxer  Se echó encima de mi verga como si fuera una arpía sacada de algún cuento de horror, arrojándose sobre un cuerpo yaciente.  Abrió la boca tan grande que en un momento envolvió no sólo mi pene sino incluso mis también flamantes genitales, con lo cual descubrí que en ellos también se sentía un hormigueo extraño en situaciones pasionales.  Mi verga, aquel apéndice totalmente nuevo en mi humanidad, comenzó a hincharse cada vez más adentro de su boca.  Y ella se dedicó, entonces, a devorarla con absoluta fruición, como si no quisiera que un solo centímetro de su longitud se le escapara.  Fue tal la excitación que sentí que me pareció como si una descarga eléctrica me hubiera recorrido toda la médula espinal.  Eché hacia atrás aun más mi cabeza, levantando un poco la nuca, en tanto que mis manos se cerraron en puños tratando de aferrarse a la inasible arena.  Y ella se dedicó a succionar… y chupó, chupó, chupó… El escozor crecía cada vez más en mi interior y yo no tenía idea de hasta dónde podía llegar: incluso sentí miedo de que algo me pasara porque el frenesí parecía excesivo.  Otra vez el cosquilleo…, creciente, creciente, creciente… Cerré los ojos, abrí mi boca y de mis pulmones surgió un grito tan gutural que me asustó.  La primera sensación que tuve fue que me había hecho pis: que, en una extraña incontinencia, le había meado a aquella chica adentro de su boca.  Me quería morir, pedirle disculpas, pero la realidad era que ella no soltaba mi verga y, por el contrario, parecía entregada a no perder una sola gota de lo que fuera que hubiera corrido desde el tronco de mi pene.  Fue entonces cuando entendí todo: no era pis; había acabado… Le había acabado en la boca.
                 Quedé tendido (o tendida) sintiéndome al borde de un desvanecimiento.  Ella se dedicó un rato más a lamerme el pene y luego hizo lo propio con mi pecho, alzando mi remera y haciendo desaparecer su cabeza por debajo de la tela.  Yo seguía sin poder creer lo que acababa de ocurrir ni tampoco, por supuesto, lo que estaba ocurriendo.  Sólo jadeaba, con la respiración entrecortada.  Llegaron a mis oídos voces provenientes de carpas vecinas y recién entonces tuve en cuenta que mi grito gutural debía haber resonado por todo el balneario.  A Romina, sin embargo, parecía no importarle; mientras lamía mi pecho con absoluta dedicación, acariciaba mis testículos y mi pene el cual…, se estaba endureciendo nuevamente.  Me lo masajeó de un modo que me hizo sentir en el paraíso y cuando consiguió ponérmelo tan duro como ella quería, sonrió, me besó y luego se me sentó encima.  Mi verga entró en ella y, una vez más, no pude evitar que se me escapara un quejido en forma de grito cuando la piel del prepucio fue empujada hacia abajo.  En fin, si algo no tenía era, obviamente, experiencia en coger una mujer y, a la vista de lo que parecía venirse, temí estar ante un gran papelón.  Pero, por fortuna para mí, Romina fue la que llevó siempre la batuta.  Apoyando las palmas de sus manos contra mi pecho al punto de hacerme doler, comenzó a subir y bajar acompasadamente mientras echaba hacia atrás su cabeza y cerraba los ojos en tanto que abría su boca en clara señal de estar atravesando un momento de placer animal.  Antes dije que me había parecido una loba en celo y ninguna imagen podía graficar mejor tal idea que la posición que ahora asumía: parecía una loba aullándole a la luna.  Subía y bajaba, subía y bajaba… Otra vez mi respiración volvió a entrecortarse y eché hacia atrás mi cabeza como vencido, como si una fuerza imposible de identificar me la empujara y me la aplastara contra la arena.  Y, una vez más, el hormigueo en mi pene se hizo intenso, aunque de un modo algo diferente al modo en que lo había hecho antes.  No sabría definir exactamente en dónde radicaría la diferencia, pero lo cierto es que era distinto.  Y de pronto otra vez la sensación de que el pis se me escapaba pero ya estaba mejor preparada (o preparado): el río caliente fluyó a lo largo de mi miembro y le invadió su interior.  Esta vez fuimos los dos quienes no pudimos controlar los alaridos…  En fin, yo no tenía nada que perder… y mucho que ganar: a ella, quizás, y a sus amigas, las terminarían echando del balneario.
                                                                                                                                   CONTINUARÁ (originalmente lo había pensado como un  relato unitario pero me salió más largo de lo esperado; la                       próxima entrega es la que termina con la historia)

 

 
 
 

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