Mi nombre es Heriberto, y te contaré una historia. Es la historia de cómo la vida de un dueño de dos gimnasios – tipo alto y musculoso, la clase de sujeto que no querrías como suegro, felizmente divorciado y sin más sentido en la vida que dirigir sus locales – cambia completamente con la llegada a casa de su hija. ¿Has escuchado esa frase publicitaria de “Me siento increíble, pregúnteme cómo”? Bueno, no te imaginarías cuál es mi respuesta.

La primera vez que vi a Mariana aparecer en televisión, no pude evitar llenarme de felicidad. El noticiero decía que ella era la nueva cara del fitness, al menos en el público adolescente. Nació en verano, y desde pequeña pude ver en ella el mismo ímpetu deportivo que yo había tenido siempre. Cuando me divorcié de su madre, hace cinco años, supe que debía dedicar mi tiempo a ella. Mi ex esposa se volvió a casar hace dos años y Mariana decidió – aunque tengo la sospecha de que su madre le pidió que así fuera, por más que lo niegue – venirse a vivir conmigo. Admito que nunca estuve preparado para eso, fue como recibir de nuevo la noticia de que sería padre. Pero de inmediato tuvimos una conexión que nada separará jamás.

Siempre me he dedicado al negocio de los gimnasios. Tengo dos: uno pequeño en un edificio de oficinas, donde los empleados bancarios van a des estresarse por las tardes, y uno más grande – el primero – en un viejo barrio residencial en el bullicioso centro de la ciudad. Antes de que Mariana llegara a vivir conmigo, siempre le invité a entrar libremente a los gimnasios, pero rara vez los visitaba. A fin de cuentas, estaba más interesada en el ballet, sueño perdido de su madre.

Yo por mi parte, he ganado – hace años ya – dos concursos regionales de fisiculturismo. Siempre he tenido la idea de no meterme ninguna clase de sustitutos ni nada de eso; no es que esté en contra, pues conozco a muy buenos muchachos que los usan, pero siempre he preferido hacerlo al natural. He perdido un poco de condición, con los años, y si bien ya no tengo el mismo volumen que antaño sigo manteniéndome fuerte. Mido un metro ochenta y cinco, y peso ochenta y nueve kilogramos; nada que una buena rutina de cardio no pueda corregir.

Tras su llegada, a Mariana seguí llevándola un par de veces a las clases de ballet, pero era obvio que no era precisamente lo que le apasionaba. Entonces, un día, la encontré en la casa leyendo los viejos libros para fisiculturistas amateurs. Decidí darle su espacio, y con el tiempo la comencé a ver por las tardes, encerrándose en su cuarto para poner en práctica las técnicas de los más aclamados fisiculturistas y médicos fisiológicos. Dejó de ir al ballet, al que calificó como un lugar lleno de niñas presumidas, y pareció dedicarse mejor de lleno a las artes del gimnasio.

Sé que un gimnasio puede parecer un lugar sucio, lleno de sudor y hombres exageradamente musculosos, pero es mi pasión, y es ahí donde he conocido a las mejores personas. Un fisiculturista es, ante todo, una persona que deja a un lado los obstáculos y pretextos que te impiden romper tus propios límites, y creo que hace falta mucha gente así en el mundo.

– Papá – me dijo Mariana una noche, mientras cenábamos una pieza de pollo

– ¿Qué pasó?

– ¿Crees que yo pueda ir a tu gimnasio?

Aquello dibujó una sonrisa en mi rostro.

– Por supuesto que sí – le dije, reprimiendo mí entusiasmo para no parecer ridículo – Tú sólo ve, yo me encargo de que te hagan pasar sin problemas. En el gimnasio yo soy el jefe, ¿recuerdas? – le recordé, con una sonrisa

Al siguiente día ella llegó. Para entonces ya les había explicado a mis empleados que ella era mi hija. Era extraño ver a una chica así, vestida no con la mejor indumentaria para el entrenamiento, pero con bastantes ganas, sin que su delicado cuerpo de bailarina de ballet supusiera para ella un problema.

Yo mismo me dediqué a enseñarle los conceptos básicos del fitness, así como mis recomendaciones para sus primeras rutinas. Pero ella me sorprendió bastante cuando comenzó a hablar y a opinar como toda una experta. De verdad que había devorado correctamente los libros, y parecía no necesitar mucha ayuda con eso. Conocía las rutinas, los movimientos y sus efectos en el cuerpo humano. Me sorprendí con lo inteligente que era, y también con su capacidad de externas claramente su opinión. Tenía, además, la paciencia necesaria para hacer los movimientos con las pausas y al ritmo necesarios. Parecía una artesana trabajando con su propio cuerpo.

Todos los integrantes del gimnasio se acostumbraron a la diaria presencia de mi hija. Con dedicación, asistía todas las tardes, siempre con la rutina bien pensada. Poco a poco, los músculos de su delgado cuerpo fueron endureciéndose, sus piernas se tornearon maravillosamente y su abdomen se remarcó preciosamente. Siempre había sido bajita y, aunque aún se hallaba en crecimiento, me daba la impresión de que había dado un verdadero estirón. En menos de seis meses, mi hija era una verdadera chica fitness.

Se acostumbró de inmediato a una dieta rica en proteínas y carbohidratos. Sabía cómo combinar los alimentos antes y después de cada entrenamiento, y era capaz de memorizar en orden los vegetales más ricos en proteína y cuales tenían las mejores enzimas y todas esas cosas que yo ni siquiera recordaba. Tenía la práctica y los conocimientos de cualquier entrenador, y así fue.

No tardó mucho en ayudar a las chicas de su edad a integrarse en el mundo del gimnasio. Las novatas, temerosas de los complejos aparatos, fueron ganando confianza gracias al apoyo de mi hija. Me asombró su capacidad de explicar correctamente los ejercicios adecuados para cada una de ellas. A las más llenitas, tal rutina, a las más delgadas, otra. Era una excelente coach al tiempo que entablaba amistad con las usuarias de su edad.

Yo, por mi parte, comencé a entrenar con ella, especialmente los sábados, en los que asistíamos al gimnasio del edificio de oficinas. Como era obvio, nadie asistía esos días, por los que el gimnasio permanecía cerrado. Era agradable tener todo aquel espacio para nosotros solos, y Mariana disfrutaba ejercitarse a más de diez pisos de altura, con la natural luz del sol entrando por los grandes ventanales. Terminé entregándole una copia del local del edificio bancario, para que fuese los fines de semana.

Fue entonces cuando conoció a Katia, una chica un año mayor que se convirtió rápidamente en su discípula y mejor amiga. Era una chica que en realidad tenía tiempo asistiendo por las tardes al gimnasio. Se trataba de una chica de color, con un particular peinado afro que llamaba poderosamente la atención. Era, para ser franco, la clase de chicas que no me agradan mucho en mi gimnasio; si bien creo que la mayor parte de los clientes asiste con la intención de mejorar su condición física, Katia era lo que yo llamo una “desestabilizadora”. Los chicos son hombres, a fin de cuentas, y Katia era un poquitito coqueta, lo que distrae a todos en general.

Creo que un gimnasio está lejos de ser el lugar ideal para hallar al amor de tu vida, y creo que Katia no era capaz de comprender del todo esta verdad. Además, era mucho menor que la mayoría de los chicos, lo que hacía de todo aquello un poco más incomodo si eres de esos que aún no se acostumbra a los nuevos parámetros morales – más adelante recuérdame haber escrito esto -. Afortunadamente, su amistad con Mariana la ayudó a concentrarse más en su cuerpo – bastante admirable, para ser sinceros, con ese toque inconfundible de la raza negra – y a distraerse menos con asuntos de ligue.

Fue ahí, en sus andanzas juntas, donde nació el proyecto de grabar pequeños videos donde enseñaba tips y rutinas; los videos, que grababan cuando iban los domingos al gimnasio del corporativo – días en los que mi cuerpo descansa –los subía después a YouTube, y rápidamente cobraron interés. La primera vez que me entere de dichos videos, fue al ver el quinto, con más de noventa mil visitas, y contando. Lo anunciaban las notas amables de un noticiero nacional. Según el reportaje, el “canal” de mi hija tenía miles de admiradores.

Admito que me sorprendió enterarme que mi hija tenía bastante talento. El ballet, después de todo, le había otorgado la gracia de sus movimientos y sonrisa, así como la seguridad de hablar con plena confianza a la cámara.

Una vez entré a su canal, y vi todos sus videos. Me encantaba leer los comentarios positivos que la gente hacía a mi hija, motivándola a seguir y agradeciéndole, aunque tampoco faltaron los molestos comentarios de verdaderos canallas que no hacían más que señalar lo mucho que les gustaría gozar de su “precioso cuerpecito”. Si bien me enfureció, sabía que no había manera de evitar aquello, más que ignorándolos. ¿Cómo podían semejantes tipejos expresarse así de una chica como Mariana?

Una mañana, mientras conducía hacía su escuela, le pregunté sobre los videos. Guardó silencio, como si en vez de ello le hubiese preguntado si consumía drogas.

– No estoy enojado – le dije, para tranquilizarla – Al contrarío, creo que es bastante bueno. ¡Tienes muchos admiradores!

Ella sonrió. Me contó que se le había ocurrido junto a Katia, quien hacía de camarógrafa. Me dijo que estaban preparando el séptimo video, donde hablaría sobre la manera más rápida de quemar grasa.

– Creo que todos los niños, adolescentes y jóvenes deberían ir al gimnasio – dijo, con la solemnidad de un premio Nobel.

Aquello me conmovió, como a cualquier padre orgulloso.

– ¿Sabes qué? – le dije – Creo que una cámara nueva y un tripie te ayudarían, ¿no crees?

Ella sonrió con la idea, y me abrazó.

– ¿De verdad? – preguntó emocionada

Le confirmé con una sonrisa, y ella me besó agradecida en la mejilla. Esa misma tarde, después de sus clases, fuimos de compras. Ella invitó a Katia, y juntas eligieron la cámara y el tripie. Sin duda iban a mejorar mucho la calidad de sus videos.

En efecto, los videos mejoraron. Incluso crearon un nuevo nombre – de hecho, no tenían nombre – y ahora un animado cartel al inicio de cada video aparecía: “Fitness, para todas las edades”. Katia, que era quien editaba los videos, resultó ser bastante buena, y alguna vez Mariana me dijo que deseaba algún día ser cineasta. Mi hija, por su parte, se veía estupenda ahora que aparecía en alta definición. Los comentarios positivos las animaron a continuar.

El decimo video fue el primero en recibir más de un cuarto de millón de visitas, y pasó sólo un día cuando recibimos la llamada del área de mercadotecnia de Frenzy, una popular bebida deportiva, que yo vendía en mis gimnasios. Platicaron un rato con Mariana, que se sentía emocionada por que una marca deseara patrocinarla. Como su tutor, tuve que tomar el teléfono y hablar con ellos. Nos pagarían una pequeña suma por cada visita, y nada cambiaría en realidad, salvo por los nuevos uniformes con los estampados que ahora Mariana tendría que usar, y la rotulación del equipo que ella usara en sus videos: lo que significaba que marcarían todo el gimnasio del corporativo.

No tuve mucho que decidir, pues la última palabra la tendría Mariana. Su respuesta fue un enorme y rotundo sí, de manera que el video número doce fue el primero patrocinado por Frenzy. El dinero, por su parte, acordamos dividir una pequeña parte para sus gastos varios y el resto a un fondo de ahorro para sus futuros estudios. Ella aceptó contenta, y dijo que también Katia debía recibir parte del dinero. Yo no tuve ningún problema.

– Es tu dinero, hija – le dije, tomándola de los hombros – Y debes hacer con él lo que creas correcto.

El primer video patrocinado tuvo trescientas mil visitas. Y el cheque llegó una semana después – y seguirían llegando con cada cincuenta mil visitas más -. Era increíble. Lo que había iniciado como un simple hobby, ahora estaba haciendo de mi hija un pequeña profesional en el mundo del fitness.

Parte del primer cheque fue gastado por ambas en una salida al centro comercial; compraron nueva ropa de entrenamiento y algunas blusas casuales. Las recogí en la noche, cuando salieron del cine. Lleve a Katia a su casa y después regresamos a caer dormidos tras un agitado y emocionante sábado.

Las cosas iban bien, hasta que recibimos la llamada de su madre que nos cambiaría la vida. Fue mientras desayunábamos, al día siguiente, un domingo. Mariana había cocinado un guisado de atún, limón y lechuga sumamente delicioso. Cuando regresó de la cocina con el enorme platón, el tono de mi celular comenzó a sonar.

– Es tu madre – dije, como si se tratara del mismo diablo, ella se sentó, con los ojos muy abiertos.

Contesté el teléfono y, fiel a su costumbre, Verónica me saludó a su muy suyo estilo.

– ¡¿Cómo puedes permitir esto?!

– Buenos días, Verónica.

– Eres un maldito, no tardaste en meterle tus ideas a tu hija.

– Voy a necesitar que me digas de qué rayos estás hablando – le dije, girando los ojos

Le guiñé un ojo a Mariana, que estaba más que acostumbrada a aquellos arrebatos de su madre.

– ¿Me vas a decir que no tienes nada que ver con los videos de Mariana?

– Bueno, fue idea de ella, sólo la he apoyado desde hace poco. ¿Quieres felicitarla?

– ¿Eres idiota? – dijo – Estas exponiendo a tu hija, nada más por…

– ¡Ey! ¡Hey! Aquí nadie está exponiendo a nadie. Si tu hija tiene talento y lo quiere mostrar, lo menos que puedo hacer es apoyarla, y creo que sería muy útil que tú también…

La discusión duró diez interminables minutos más, en los que Verónica llegó incluso a amenazar con demandarme si algo le sucedía a Mariana. Detalló con lujo, las miles de cosas malas que podían provocarse con la nueva fama de una chica que aún necesitaba de nuestro cuidado. Yo le dije que Mariana era una chica bastante responsable, y talentosa además, a quien no valía la pena frenar con temores infundados, basado en – se lo tuve que decir – una envidia por su éxito a su corta edad.

Aquello hizo estallar a Verónica, que no paró de decirme todo lo que ya sabía y lo que no me imaginaba sobre mi persona. Yo me limitaba a sonreír, divertido, ante sus insultos, pero traté de tranquilizarla.

– Verónica – dije al final – ¿Es mi hija? Sí. ¿La voy a cuidar siempre? Sí. Existan o no esos videos yo la cuidare, pero también la apoyare. Y si tú no eres capaz de eso, entonces mantente al margen. Y si estas muy segura de que lo que está haciendo esta “mal”, entonces te invito a que seas tú quien se lo diga. Dile “Mariana, quiero que dejes de hacer esos videos”. Entonces, veras lo difícil que es pedirle a tus hijos que dejen de intentar cumplir sus sueños.

Mientras hablaba, Mariana me miraba con los ojos vidriosos. La luz de la mañana que entraba por la ventana hacía brillar sus rubios cabellos como si se tratara de un ángel. Supuse que debía sentirse culpable de que su madre y yo discutiéramos, e intenté inútilmente detenerla cuando se puso de pie para correr a su alcoba. Aquello me acabó, y sentí la molestia creciendo en mi estomago.

Verónica me habló un par de minutos más, aunque afortunadamente más tranquila. Yo, por mi parte, estaba furioso por lo que había provocado a Mariana, pero fui lo suficientemente paciente para despedirme de ella con una inmerecida cortesía.

Apenas colgué, me dirigí a la recamara de Mariana. Toqué la puerta, y tardó más de cinco segundos en responder.

– Pasa – me dijo, con la voz ahogada por las almohadas.

Entré, la tenue luz de la mañana entraba apenas a través de las cortinas entreabiertas. La luz amarillenta del sol iluminaba la hermosa figura, recostada boca abajo, de Mariana. Un pensamiento extrañó se instaló brevemente en mi mente mientras observaba las formas de sus glúteos bajo sus apretados pantalones cortos de lycra. Aún hoy me pongo a pensar que aquel instante fue la clave de todo; he pasado algunas noches pensando qué hubiese sucedido si mis ojos nunca se hubiesen posado en su cuerpo en aquel preciso momento. Sacudí la cabeza, y pensé en la mejor manera de comenzar la charla.

– Mariana – dije, sin recibir en principio ninguna reacción – Lamento mucho…

– Tú no tienes la culpa – dijo, con la voz entrecortada; había llorado.

– Nadie tiene la culpa – dije – Tu madre sólo está preocupada.

Ella no dijo nada, parecía secarse las lágrimas en la cubierta de tela de la almohada. Sólo entonces se incorporó, sentándose junto a mí, a la orilla de la cama.

Entonces la rodeé con mis brazos, platicamos, con sus lágrimas al borde del abismo, mientras trataba de consolarla. Era injusto que se sintiera culpable por los arrebatos infundados de sus padres. Me sentí responsable de ello, y me prometí que no permitiría más eso. Ella intentó recostarse sobre mí, buscando mi cuidado. Fue entonces, que buscando la posición más cómoda para abrazarme, terminó sentándose sobre mis piernas.

Pude sentir los firmes músculos de sus glúteos sobre mis rodillas. Sacudí mi menté y traté de concentrarme. Entonces comenzó.

Lloró un par de minutos sobre mi pecho. Secó sus lagrimas sobre mis hombros y entonces preguntó.

– ¿Tú me quieres?

Le respondí con la certeza inmediata de cualquier padre.

– Mucho, Mariana, eres lo que más quiero en la vida.

– ¿Si no fuera tu hija me querrías?

Mi mente me preguntó qué clase de pregunta era esa, pero ignorándome a mí mismo contesté.

– También. Porque eres inteligente, alegre, talentosa…

Aquello la hizo reír, Y yo la abrace, apachurrando su cuerpo contra el mío.

Entonces alzó la vista, y me miró fijo a los ojos.

– Yo también te quiero – dijo, y sólo entonces me percate de lo peligrosamente cerca que se hallaban nuestros rostros.

Antes de que fuera capaz de reaccionar, a pesar de que el tiempo se ralentizó, sus labios húmedos, suaves y delgados se posaron sobre los míos.

Aquel momento, que podría llevarme hasta la tumba, hizo que el tiempo realmente se detuviera. Si me hubiese puesto a contar, juraría que hubiera llegado holgadamente hasta veinte. Mi mente se preguntaba qué diablos estaba sucediendo.

Las manos de Mariana se posaron en mi pecho, abrazando con sus dedos la tela de mi camiseta. Mis manos se dirigieron, dispuestas a separarnos, sobre su cintura, pero terminaron victimas de aquello, y optaron por posarse con suavidad en la esbelta cintura de mi hija.

No sé que hubiese pasado si el celular de Mariana no hubiese sonado. Se puso rápidamente de pie, mis rodillas aún sentían el calor de su hermoso trasero.

Revisó el celular sobre su mesita. Yo ya estaba de pie, en el marco de la puerta.

– Hoy iré a grabar con Katia – me dijo, con una mirada que no supe cómo interpretar

– Las llevo – le dije

Fue la última charla que tuvimos en horas.

Me vestí con un pantalón de mezclilla azul, unos zapatos deportivos y una camiseta blanca. Hubiese deseado tener el tiempo de visitar a un psicólogo y contarle sobre lo sucedido. Al menos hubiese servido de algo poder navegar un rato por la Internet, para entender por qué una hija haría esa clase de cosas. Pero no había tiempo, en menos de veinte minutos ella se cambió y, aunque no me dijo absolutamente nada, yo la acompañé hasta el vehículo.

Fuimos a casa de Katia antes de dirigirnos al gimnasio del corporativo, y durante todo el viaje no nos dirigimos la palabra. Ella simulaba actuar con normalidad, a pesar de que evadía a toda costa mi mirada, y yo no estoy muy seguro de si la expresión de perplejidad era evidente en mi rostro. Minutos después, llegamos.

Aquella era la primera vez que veía cómo grababan el programa. Era bastante sencillo, en realidad. Mariana utilizaba un pequeño guion con todo lo que iba a decir, pero en realidad gran parte era completamente improvisado. Se limitaba más que nada a dar la rutina correcta para el objetivo marcado, pero lo hacía con simpatía. Katia, actuaba como camarógrafa, y como directora, pues indicaba los errores que Mariana no detectaba por sí misma.

Nunca me había dado cuenta realmente la hermosa figura que la negrita poseía; tenía que admitirlo, la gran disciplina que Mariana tenía con los ejercicios difícilmente le permitiría superar los naturales dones de Katia. Pero aún así no era aquella morena quien me interesaba en ese momento, sino la esbelta rubia, delgada y de cuerpo marcado cuyos labios habían asaltado a los míos. Mi hija.

Estuve mirando todo el tiempo a Mariana; y llegó un momento en que caí en la cuenta de que me la había pasado vislumbrando sus curvas. Y no me importó, maldita sea, no me importó. Seguí mirando sus tetas apretujadas en su sostén deportivo, y sus piernas torneadas y firmes desnudas por un corto pantaloncillo de lycra que apretujaba su duro y alzado culito.

Ese culo no estaba ahí antes, debo admitirlo; tenía un trasero casi infantil antes de comenzar a levantarlo con el ejercicio diario. Ahora sus preciosas nalgas se levantaban gallardas en una curva perfecta, que subía a través de una cintura marcada y esbelta antes de llegar a sus pechitos. Debía medir no más de un metro y cuarenta centímetros, y su peso de treinta y dos kilogramos era casi un chiste.

Además de buen cuerpo, Mariana tenía un rostro precioso. Rubia y lacia, el cabello cubría su rostro fino y delgado. Su madre la había llevado a una estética, donde agregaron a su cabello unos llamativos toques más oscuros y claros que daban a su rubio natural un aspecto más exótico. Su nariz era grande, pero bonita, y se hallaba entre dos preciosos ojos de color verde grisáceo. Su boca era grande, y sus labios gruesos. Cuando sonreía, sus blancos dientes se asomaban en una sonrisa grande y feliz.

Me encontré a mí mismo desnudando la preciosa figura de Mariana, mi propia hija, y no fui capaz de detenerme, porque para entonces una idea recorría mi cabeza y era tan incapaz de detenerlo como ahora de describirlo. Es una especie de deseo prohibido que se apodera de tu mente; imagina a un niño, a quien le prohíben patear un balón pero de pronto se lo dejan en frente, a sus pies, listo para ser golpeado. Multiplica ese sentimiento por mil y ahí estaba yo, rememorando los cálidos labios de mi hija chocando contra los míos. Mis manos apretujando su cintura, sus dedos cayendo uno tras otro sobre mi pecho, la forma de sus glúteos sobre mis piernas. Estaba enloquecido, y el tiempo me parecía eterno y doloroso.

Ella también me miraba, de reojo, como si estuviese adivinando el deseo con el que la miraba. Cuando lo hacía, no tuve la vergüenza de desviar la mirada. Mantuve mis ojos fijos en ella, observándola, como si pudiera hablarle a través de ellos. Aquello la asustó, de cierta forma, pero fue lo suficientemente valiente como para soportarlo algunos segundos antes de escapar de mi vista, con las mejillas enrojecidas. Apreté mis puños, estaba demasiado molesto conmigo mismo. También Katia me miraba, de vez en cuando, a veces con el típico temor hacía los mayores, y otras simplemente me regalaba una sonrisa de sus blancos dientes. Pero, ¿qué importaba ella? Ella no tenía la menor idea de lo que me sucedía. Era una niñata.

Un montón de repeticiones desesperantes fueron necesarias para que finalmente aquello terminara. Las chicas aún permanecieron media hora platicando, mientras yo me limité a hacer un poco de tríceps para relajarme. Al parecer Katia editaría el video, lo subiría al canal y se lo mostraría a Mariana antes de hacerlo público. También debían avisar a la gente de Frenzy, aunque la costumbre era subir los videos los domingos por la noche.

Después de dejar a Katia en su casa, llegamos a nuestro departamento. No pudimos dirigirnos la palabra en el camino, y aquello fue evidente incluso para Katia. Aquello empezaba realmente a desesperarme.

Mariana se dirigió directamente a la regadera, y yo me quedé sentado y pensativo en la sala. Escuchaba el agua caer en chorro sobre el suelo e imaginaba el cuerpo desnudo de Mariana. Sentí que pasarón horas; aquel debía ser el baño más largo que Mariana jamás había tomado. Tenía ganas de golpearme la cabeza contra la pared con tal de olvidarla, pero sabía que sería inútil. La idea de entrar a bañera y tomarla ahí mismo me daba vueltas, estuve a punto de convencerme y subir corriendo, hasta que escuché la puerta del baño abrirse y luego cerrarse. Después escuche cómo entraba a su recamara.

Actuaba con demasiada naturalidad, salvo que no me dirigía la palabra, y aquello me estaba martirizando. ¿Acaso no recordaba lo sucedido esa mañana? ¿Acaso no fue ella quien me beso? ¿Por qué lo hizo? ¿Y por qué ahora no podía sacármela de la cabeza?

– ¿Papá? – su voz me sobresaltó, ni siquiera había escuchado sus pasos en la escalera

– ¿Qué sucede? – fue lo único que pude decirle

– Es que…voy a cocinar. Pollo con champiñones. ¿Vas a querer?

La miré a los ojos, pero estos sólo parecían confirmar su inocente pregunta.

– Sí – le dije – Gracias.

Ella se dirigió a la cocina. Entonces la vi completa; llevaba una blusa azul de tirantes, pegadísima y sin sostén alguno. Aquello ya era de por si intrigante, pero lo que me desconcertó por completo fue la falda; una falda blanca de algodón, con holanes, que hacía mucho que no utilizaba y que ya le quedaba realmente corta. ¿Por qué llevaba esa falda?

Estuve pensativo. Mariana me estaba volviendo loca. Me preguntaba qué estaba pasando por su cabeza, y si se sentía tan exasperada como yo. Me puse de pie, y me dirigí a la cocina.

Me acerqué lentamente, como una fiera que acecha a su presa. Estaba ebrio de deseo. No sé cuántos podrán entenderme, pero esas cosas se sienten sólo algunas veces en la vida, y en aquel momento la intensidad era indescriptible. Me asomé, y vi su cuerpo de espaldas; picaba los champiñones sobre la barra y parecía no percatarse de mi presencia. Miré su cuerpo una vez más, aquella falda no tenía nada que hacer ahí, apenas y era capaz de cubrir el alzado culo de mi hija y dejaba a la vista por completo sus torneadas, casi brillantes como el bronce, piernas. Aquello fue lo último que necesitaba para atreverme.

Bastaron tres largas zancadas para detenerme justo tras ella. Mis manos se colocaron en la esquina de la barra, para que mis brazos sirvieran de barrera, al tiempo que mi mente se preparaba para los gritos que escaparían de la garganta de Mariana. Pero nada de eso sucedió, ella no se movió ni dijo nada. Permaneció inmóvil, al tiempo que soltaba el cuchillo sobre la barra – ni siquiera había pensado en el cuchillo -. Aquello me desconcertó, entonces una idea cruzó mi mente tenuemente, casi como un suspiro. Mis manos descendieron, sin tocarla, hasta la altura de sus piernas. La mano se deslizó entonces bajo la tela de la falda, y no me detuve hasta sentir la textura blanda de un coño desnudo y la sensación rasposa de una pelvis

Aquello fue más que suficiente; mi hija no vestía bragas, y aquel descubrimiento fue la luz verde que necesitaba para lanzarme libremente sobre ella.

– Papá – me dijo entonces, con la voz entrecortada por el suspenso – Soy virgen.

“No me digas”, pensé. Me pregunté a qué venía aquello. ¿Esperaba que aquello me detuviera? ¿O sólo era su manera de calentarme más?

– Lo sé – fue lo único que le dije, antes de hacerla girar hacia mí.

Medía cuarenta centímetros más que ella, de modo que tuve que inclinarme mucho para alcanzar sus labios. Al no ser aquello suficiente, la alcé con facilidad por la cintura, haciendo a un lado la tabla donde picaba los champiñones para acomodar ahí sus nalgas. Aquello no la puso a mi altura, pero tuve que inclinarme mucho menos. Nos seguimos besando, ella parecía no tener duda alguna de lo que hacía, cerraba los ojos, como si aquel fuera su primer beso – tiempo después me enteré que realmente había sido yo, en la mañana, el hombre de su primer beso -. Sus labios se movían con la torpeza de la inexperiencia, pero supe guiarla. Mis manos la tomaron por la cintura, atrayéndola mientras sus piernas se acomodaban a los costados de mi cintura.

No sabía lo que hacía, y no tenía frenos en ese momento. Cegado por el deseo, mis manos se colocaron sobre su culo y, sin dejar de besarla, mis palmas apretujaron las endurecidas y hermosas nalgas de Mariana. Ella no pareció molestarse, y sólo aumentó la intensidad con los que sus labios abrazaban los míos. Era extraño, la temperatura de nuestros cuerpos había aumentado enardecidamente, pero nuestros cuerpos temblaban como si estuviéramos a varios grados Celsius bajo cero.

La excitación nos estaba consumiendo. Mi mente no hacía más que recordarme que ella era mi hija, mi hija, mi pequeña hija. Pero lejos de detenerme, aquello me endurecía más y más la verga que, bajo mis pantalones, exigía conocer el virgen coño de Mariana.

Mariana, llevada por la emoción o realmente acalorada, se deshizo de su blusa. Aquella actitud de verdadera zorra experimentada tuvo un efecto en mi, aquella no era mi hija, no en ese momento, era una mujer a quien debía tomar a toda costa. Su pecho desnudo apareció ante mí, separé un momento mis labios de su boca para visitar sus pechos. Ella lanzó un quejido cuando mis dientes apretujaron demasiado a su pezón. Ni siquiera tenía mucho pecho, a decir verdad, el ejercicio había reducido aun más los pequeños brotes que tenía apenas por tetas. Pero los chichones rosados que formaban sus pezones eran suculentos a plena vista.

Regresé a su boca, donde sus labios abiertos abrazaron mi lengua, que intentaba hurgar dentro de su boca. La suavidad de sus labios sólo se podía comparar, en términos de placer, con la calidez de su boca. Ella no parecía saber qué hacer con mi lengua dentro de su boca, pero lo solucionó correctamente entrechocando su lengua contra la mía, en una lucha extraña de fuerzas en las que yo tenía una ventaja inmensa.

Me detuve entonces a pensar en lo que estaba a punto de hacer; pero ya no me preguntaba si lo iba o no a hacer, sino cómo. Esbelta y ligera, Mariana no representaba ningún peso para mis gruesos brazos, pero me pregunté qué tan correcto sería para ella follar de esa manera. Prácticamente la clavaría en mi verga.

Pero ella no parecía tener problema con ello, y yo me hallaba tan excitado que deseché la idea de llevar a otro lado. El momento era ahí, y ahí sería.

– ¿Eres virgen? – le pregunté, desabrochándome el cinturón, aunque lo sabía perfectamente.

– Si – me dijo, mirándome a los ojos

– ¿Sí? – dije, desnudándome los pantalones con todo y calzoncillos.

– Sí – me confirmó, mirando de reojo mi endurecida verga, que ya apuntaba desnuda hacía su coño.

– ¿Eres virgen? – insistí, mientras separaba sus piernas

– Sí – me dijo, con la voz cada vez más entrecortada por lo inminente, acomodándose para recibir mi pelvis entre sus piernas.

Acomodé sus piernas, de manera que sus pies descansaban sobre mi espalda baja y mis nalgas. Ella me miró, tenía un aspecto sudoroso y despeinado, de viciosa, en el momento en que mi verga apuntaba directo hacia su coño. La punta de mi glande besó el humedecido exterior de sus labios vaginales. Ella pareció buscar una distracción acariciando mis pectorales, hasta el momento en que mi verga comenzó a ejercer presión sobre su concha.

Ella tenía la mitad de sus nalgas al filo de la orilla de la barra de la cocina. Era cuestión de que se dejase caer, como quien se lanza con paracaídas, para que la propia gravedad la hiciera caer sobre mi endurecido falo. Entonces sus labios se abrieron en un grito ahogado, mientras sus talones intentaban clavarse en mi espalda. Sus manos buscaron a mis brazos, y los apretujaron con fuerza mientras el tronco de mi verga iba abriéndose paso.

La detuve, entonces, justo a tiempo antes de reventarle el himen. Ella respiraba agitadamente, era claro que el grosor de mi endurecido pene había causado estragos en su coño primerizo. Sus bracitos se abrazaron de mi grueso cuello, como si temieran que la dejara caer aun más sobre mi verga. Entonces mis manos, que la sostenían por las piernas, fueron bajando lentamente, permitiendo que mi glande empujara más y más la membrana que protegía su pureza. Bajé un poco más, y entonces las uñas de Mariana se clavaron en mi dura espalda. Sentía una cálida gota recorriendo mi tronco. Le había quitado la virginidad a mi hija.

Continuar penetrándola se volvió más sencillo pero no menos doloroso para la estrecha concha de Mariana; podía escuchar sus quejidos y lamentos cuando ya la tenía completamente ensartada en mi falo. Estaba claro que aquella posición no había sido la más adecuada para su primera vez, pero por alguna razón aquello no me importaba.

Aquella posición tampoco era muy cómoda para mi, pero era particularmente excitante, de manera que comencé un lento mete y saca, lo más cuidadosamente posible a pesar de las inevitables embestidas provocadas por la propia gravedad y que provocaban unos preciosos y agudos gritos de mi hija, que aparecían con cada penetración y se ahogaban en el dolor de su vientre.

Pero la situación no podía engañarme, sentía cómo los jugos de Mariana manaban y embutían mi tronco. Pese a los dolores propios de su inexperiencia, el cuerpo de Mariana comenzaba a disfrutar los placeres de la excitación sexual. Y cada mete y saca se iba volviendo más sencillo gracias a la lubricación natural de su coño.

Sin embargo, no pensaba mantenerme todo el tiempo así. Con una habilidad digna de un bailarín de salsa, saque mi aparato de Mariana, la hice girar, colocándola con la mitad de su vientre sobre la barra, a la altura perfecta para que mi verga apuntara de nuevo a su coño. Volverla a penetrar fue sencillo, aunque el acto fue acompañado de un grito ahogado de mi hija, seguida de un arqueo de su espalda ante el inesperado dolor.

Pasado el primer espasmo, me di a la tarea de volver a bombear aquel coñito. El calor de su interior me daba la energía necesaria para que mis caderas no detuvieran sus lentos pero firmes movimientos con los que clavaba mi verga. Noté cómo los quejidos se iban convirtiendo en verdaderos suspiros de placer, y la tenue voz de Mariana gimiendo ante mis arremetidas sólo provocaba que mi tronco se endureciera aún más en su interior.

Mis manos aprovecharon la nueva posición para colocarse sobre los brotes que mi hija tenía por senos. Sentía sus endurecidos pezones, grandes y rosados, tan voluminosos como sus propias tetas. Me pregunté lo suculentos que debían ser. Aquellos pellizcos, sumadas a las embestidas, estaban provocando en Mariana un placer irresistible. Pronto comencé a sentir sus nalguitas restregándose contra mis piernas, en sus burdos intentos por menear su coño contra mi verga.

Acerqué mis labios a sus oídos.

– ¿Te gusta?

– Sí – dijo

– Dime sí papi.

– Siiií, paaa… – no fue capaz de terminar por que mis dos manos apretujaron sus pezoncitos al mismo tiempo.

– ¿Te gusta perrita? – insistí

Una pausa se instaló por breves segundos, antes de que suspirara de nuevo.

– Sí

– Eres mi perrita, ¿sabías? – dije, sin remordimientos, pues estaba completamente fuera de mi.

– ¡Sí! – dijo, con convicción, mientras sentía cómo mis embates aumentaban de velocidad.

– ¿Sí qué, perrita?

– Soy tu perrita papi – dijo, como podía, pues mis embestidas ya no me permitían hablar ni siquiera a mi – ¡Soy tu perrittttt….!

Entonces su cuerpo se tensó, su espalda se curvo de repente mientras su piel se enfriaba repentinamente. Una vibración en su coño se sintió sobre el tronco de mi verga, y el interior de su concha parecía estarse volviendo liquida. Comprendí entonces que había provocado en mi hija su primer orgasmo, y aquello me motivó para aumentar el ritmo de mis movimientos.

– ¡No! – gritó Mariana, cuando recuperó el aliento – ¡Papi, papi! Yaaaaaa…

Hice caso omiso, mi verga taladraba su coño sin piedad. Sólo me detuve cuando sentí su cuerpo desfallecer. Era como si fuera una muñeca de trapo.

Su cabeza y su pecho se habían desplomado sobre la barra. Saqué mi verga de ella, me asomé y vi su rostro lagrimoso. Aquello me perturbó, sólo entonces comprendí lo irresponsable que aquello había sido.

Ella estaba consciente, pensé en pedirle perdón., pero entonces ella me regaló una extraña sonrisa de satisfacción y complicidad.

Yo sonreí. La cargué como si fuéramos un par de recién casados. La última vez que la había cargado de aquella manera había sido una noche en la que se había dormido a mitad de una película, cuando apenas tenía ocho años; era la primera visita parental que me hacía tras el divorcio con su madre y yo la tuve que llevar a su habitación para que siguiera durmiendo.

Ahora la llevaba a la sala, pero esta vez para seguir follándomela.

La lancé desde unos treinta centímetros de altura. Cayó de lado sobre el sofá, con su culo apenas expuesto. Aquello no evitó, sin embargo, que mi cuerpo se acomodara como pudiera; bastaba con que mi verga pudiera abrirse paso entre sus nalguitas para penetrar su coño. Estaba enloquecido, ni siquiera me importaba lo exhausta que mi hija pudiera estar, volví a penetrarla, sintiendo de nuevo el cálido palpitar de su interior, y aceleré mis embestidas en segundos. Ni siquiera parecía posible que un hombre de mis dimensiones pudiera coger con una criatura tan frágil, pero así era.

En unos cuantos segundos, mi verga perforaba el coño de Mariana con la misma intensidad. Las fuerzas que había recuperado sólo le sirvieron para gritar, respirar y gemir. Veía como su cabeza se tambaleaba sobre su delicado cuello, tratando de no desmayarse ante aquel cruel remolino de placer.

Sin embargo, lo inevitable pronto se hizo presente. Sentí cómo mi verga iba aumentando su sensibilidad, y comprendí que había llegado el momento en que mi cuerpo no podría retener más la tremenda eyaculación que se acercaba.

– Me voy a correr – comencé a decir, con la voz agitada – ¿Sabes qué es eso?

– ¡Sii! – alcanzó a responder Mariana, entre gemidos de placer.

– Me voy a correr dentro de ti – le advertí – Voy a descargar mi leche en tu coñito.

– ¡Sii! – era lo único que mi hija era capaz de responder, las respuestas de sus movimientos me daban a entender lo mucho que le calentaba escuchar todas aquellas cosas.

– Te voy a llenar la conchita de mi lechita, ¿si quieres?

Por respuesta recibí un aumento en los movimientos de sus caderas, que habían pasado de toscos a desesperadamente precisos.

– ¡Córrete mierda! – gritó, mientras cerraba los ojos, como si estuviese recibiendo una descarga eléctrica que la mantenía firmemente atrapada en aquel sofá.

Verla de aquella manera, hizo que mi cuerpo respondiera automáticamente. Era la primera vez que la escuchaba decir una grosería; ni siquiera hubiese creído que fuera posible que de su boquita pudiera salir una palabra así. Me excitó lo guarra que se miraba en ese preciso instante; la tierna y responsable chica de “Fitness para todas las edades”, gritaba como una verdadera puta en el momento en que estaba a punto de recibir mi néctar. Aquello fue la gota que derramó el vaso. Una sensación de cosquilleo pasó de mi mente a mi entrepierna. Sentí como mi leche se preparaba para salir escupida contra el interior de aquel precioso coñito que vibraba de vida y placer.

– ¡Eso! – grité, mientras la iba llenando de mi leche – ¡Eso, ya está!

El estrecho coño de mi hija provocaba que mi tronco se apretara tanto que mi esperma avanzaba con lentitud por mi uretra. Sentía como si fuera más espeso y caliente, a medida que iba rellenando el coño de Mariana. Ella suspiró, como si recibir mi tibia leche la excitara de alguna manera. Yo también estaba completamente extasiado; parecía casi injusta la manera en que mis fornidos brazos apretujaban con fuerza la delicada cintura de Mariana, mientras mi mente se embriagaba del tremendo placer de aquella corrida.

– Mi zorrita – suspiré, mientras aquel goce recorría mi cuerpo – Mi pequeña zorrita.

Saqué mi verga de Mariana, y la boca de su coño pareció vomitar parte de mi esperma. No sé si fue la excitación acumulada, la estrechez de su coño o las semanas que llevaba sin estar con una mujer; no sé si mi cuerpo sabía que aquella chiquilla era lo que más alocadamente había deseado en mi vida. Pero las cantidades de leche que mi verga vertió en ella fueron tantas que su pequeña cavidad no era capaz de contenerla.

Su dilatado coño tardó en volver a cerrarse, y eso permitió que su concha pareciera llorar mis viscosos líquidos.

Aquello era precioso, era un espectáculo insuperable.

No sería la primera ni ultima vez. Aunque al principio nos costaba mirarnos, ambos compartíamos ya un secreto que nos uniría para siempre. Pese al deseo siempre presente que nos teníamos, ninguno de los dos se atrevía siquiera a tocar el tema. Pasaron tres días así, el recuerdo de aquella noche me ayudó a soportarlos con paciencia, pero la noche del miércoles, tras un duro entrenamiento – y tras pasar dos horas viéndola ejercitarse, con el salado sudor recorriendo su precioso cuerpo – no pude más e invadí el baño en el momento en que se bañaba.

No tuvimos que decirnos nada, porque ambos sabíamos lo que sucedería. Enjabonada, como estaba, la giré contra la pared, y tuve que alzarla.

– ¡Joder! – suspiré, cuando sentí como mi verga se deslizaba en el cálido interior de su coño.

Mi pene taladraba su coño, mientras ella mantenía el equilibrio sosteniéndose de las manijas de la regadera al tiempo que sus pies flotando se sacudían con cada una de mis embestidas. Tras un par de minutos así, me senté en el inodoro, y no tuve que indicarle nada para que ella me rodeara con sus piernas y se tragara mi verga con su mojada concha.

Parecía cómo la primera vez en la cocina, sólo que esta vez era ella quien más se movía. El jabón en su cuerpo facilitaba sus movimientos, mientras mis manos saboreaban su desnudez, mientras mis labios se endurecían alrededor de sus pezones.

Sus frenéticos movimientos, sumados a nuestros acumulados deseos, no tardaron en provocarle un orgasmo. Descansamos un momento, con su coño contrayéndose con mi verga dentro, antes de que mis movimientos volvieran a bombear su interior. El clímax de mi excitación llegó minutos después. Supuse que no era muy buena idea correrme dentro de ella, aunque ganas no me faltaban, de modo que me la quité de encima. Cayó de rodillas sobre el suelo, me puse de pie; desde esa perspectiva, ella parecía diminuta, mis testículos fácilmente coronaban el techo de su cabeza. No alcance a darle indicación alguna, pero ella debió suponer de que se trataba. Yo estaba aguantando la eyaculación, pero no pude más: el chorro acumulado de tres días de deseo cayeron sobre su dulce rostro. Pude ver los ojos de pánico de Mariana, cuando vio como la punta de mi glande le escupía una enorme cantidad de esperma.

Yo, en cambio, me sentí bendecido por los dioses sólo de ver la excitante escena de mi leche cayendo sobre sus ojos, deslizándose por su nariz y colándose entre sus labios abiertos. Estuvo a punto de decir algo, pero yo la interrumpí atrayendo su cabeza hacía mi y haciéndola tragarse la mitad de mi verga. Ella intentó zafarse, pero terminó rindiéndose de inmediato, mientras sentía como su lengua inspeccionaba al extraño visitante.

– Chupa perrita – dije, completamente transformado – Chúpamela. – repetí, mientras ella hacía esfuerzos por no asfixiarse.

La solté, y ella aprovechó para salir a respirar. Entonces decidió complacerme, y volvió a meterse el glande a su boca. Lo sacaba y lo metía, con torpeza. Aquello no me provocaba mucho placer físico que digamos, pero el psicológico de ver a tu hija tratando toscamente de mamarte la verga era insuperable.

A partir de entonces no hubo más barreras, ambos comprendimos que éramos el uno para el otro y, sin mayor preámbulo, saciábamos nuestros más bajos deseos las veces que fuera necesario. La idea de que se trataba de mi hija y de que aquello era la mayor de las atrocidades me parecía cada vez una más lejana y borrosa idea del pasado. Me importaba un pepino que aquello estuviera mal, no pensaba dejar de tirarme a mi hija nunca.

Un sábado, sin embargo, la excitación nos atrapó en el gimnasio del corporativo. Estábamos solos, por supuesto, de modo que nadie podía ver cómo mi hija saltaba sobre mi verga, recostados sobre el banco del press de barra. Pero sabíamos que Katia llegaría en cualquier momento, pues no la habíamos recogido en su casa debido a que ella se encontraba de compras con su madre, a unas cuantas cuadras del edificio.

Aquella vez también me dio una estupenda mamada; la práctica la había hecho mejorar mucho en el movimiento de sus labios y su lengua, y los orales se habían terminado por convertir en un paso obligado en nuestros encuentros sexuales. Sentada en una posición bastante insinuante, con las piernas muy abiertas, mi hija masajeaba mi verga con firmeza, a pesar de la suavidad de sus manos, al tiempo que se sacaba y metía mi glande desnudo en su boca. La sensación era de un placer puro, y mis manos no podían más que acariciar sus cabellos en agradecimiento.

Yo estaba enloquecido de deseo, y Mariana estaba segura que su amiga le enviaría un mensaje al celular antes de llegar al gimnasio; por lo que estábamos completamente despreocupados. Pero no fue así. En el momento en que yo embestía de rodillas a mi hija, acuclillada en el piso,

Yo respiraba agitadamente, por los frenéticos movimientos de mi cadera. Ella, por su parte, gritaba una y otra vez.

– ¡Dame! ¡Papi! ¡Papi! ¡Sí! ¡Dame! – gritaba, inundando el lugar de su aguda y dulce voz.

Sólo el ruido de una botella de agua cayendo al suelo nos hizo levantar la mirada.

La negrita nos miraba sorprendida, a la entrada de la puerta. Las llaves del lugar – pues Mariana le había entregado una copia – colgaban de su mano mientras su cuerpo temblaba por la sorpresiva escena. Estaba completamente helada. Yo me puse inmediatamente de pie, y entonces ella vio mi erecta verga apuntándole.

Miró a los lados, como quien buscara alguna buena explicación, pero comprendió que aquello estaba sucediendo realmente. Levanté la mano lentamente, como indicándole que no saliera huyendo, pero fue inútil. Dejó la mochila de la cámara en la barra de la recepción. Sólo pude ver su cuerpo alejándose al tiempo que la puerta se azotaba para cerrarse.

Volteé a ver a Mariana, que de pie y a mis espaldas intentaba inútilmente cubrir su desnudez.

Debió adivinar mi preocupación y nerviosismo a través de mi mirada, pues su quijada temblaba de verdadero terror.

CONTINUARÁ…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *