Después de una noche donde se mezcló la pasión con el amor, me costó entender que Ua me despertara con una batería de preguntas:

            ―¿Ayer qué hice? ¿Cómo llegué a la cama? ― susurró en mi oído para acto seguido decirme si la había tomado como mujer.

Sin llegarme a espabilar, contesté que se había emborrachado. Mi escueta respuesta no la satisfizo y con los ojos abiertos de par en par, insistió pidiendo que le confirmara si la había poseído. Creyendo que lo que quería era repertir, la atraje hacia mí y la besé, pero curiosamente la pelirroja se apartó de mí.

―Estoy saciada― me soltó llena de nervios.

Sin saber qué coño le ocurría, me levanté al baño obviando su mal humor. Al contrario de su costumbre, se abstuvo de seguirme y se mantuvo apartada. Aunque me extrañó, no le di mayor importancia y tranquilamente me metí a duchar. Con el agua cayendo por mi cuerpo, me puse a pensar en el día anterior y en que iba a ser padre. La idea de mi futura paternidad me tenía paralizado porque no en vano era algo que realmente nunca me había planteado.

«Encima voy a serlo por partida doble», musité en silencio mientras intentaba aclarar mis sentimientos por las embarazadas.

El cariño y el amor que sentía por Tomasa estaban fuera de dudas, por lo que me centré en tratar de analizar lo que sentía por Agda. No me cabía en la cabeza que conociendo apenas a la diplomática hubiese desarrollado por ella unos emociones tan profundas.

«No es posible que me haya enamorado de ella tan pronto», me dije tratando de asimilar mi ideas cuando un ruido me hizo abrir los ojos.

Me alegró observar a la nórdica totalmente desnuda mirándome desde la puerta. Con un gesto, la llamé a mi lado. La belleza madura de esa mujer se multiplicó por mil al sonreírme y más cuando en plan coqueta se metió junto en la ducha pegando su cuerpo al mío.

―Buenos días, papá.

La ternura de su saludo y su alegría me confirmaron lo dichosa Si me quedaba alguna duda que a Agda le apetecía jugar esa mañana desapareció cuando se empezó a acariciar los pechos en plan provocativo mientras me preguntaba si me gustaban.

―¡Me encantan!― respondí que su intención era provocarme.

Descojonada y alagada, la diplomática no se cortó y pellizcándose los pezones, los puso a mi disposición diciendo:

―¿No los tengo muy caídos?

―Para nada― respondí mientras me relamía con la idea de comérselos.

 La rubia soltó una carcajada al comprobar que solo con esa maniobra mi pene ya estaba tieso y girándose sobre el plato de la ducha, poniendo su trasero en pompa me volvió a preguntar si no prefería su trasero:

―Todo tu cuerpo es maravilloso― admití babeando al observar que se separaba ambas nalgas con las manos y me regalaba con la visión de su ojete.

Riendo a carcajadas tiró de mí mientras se restregaba contra mí bajo el grifo. Su piel mojada me resultó una tentación irresistible y besándola, mi miembro alcanzó de golpe toda su extensión. Al sentir la presión de mi erección contra su culo, entornando sus ojos, me soltó cómo era posible que teniendo tres bellezas me pusiera cachondo con ella.  Al escucharla me reí y mientras llevaba mis manos hasta sus pechos, contesté:

―Porque eres preciosa.

Mi respuesta la hizo reír y poniendo sus areolas en mi boca me pidió que mamara de ella. No rechacé esa invitación y agachando mi cabeza cogí uno de esos maravillosos pezones entre mis dientes. La dureza que habían adquirido ratificó sin error a equivocarme que ella también estaba excitada y más cuando disfrutando del tratamiento que estaban recibiendo,  pegó un largo y elocuente gemido de placer. Azuzado por el sabor que manaba de ella, masajeé su otro seno mientras con la mano que me quedaba libre iba bajando por su cuerpo. Al hacerlo un pequeño chorro brotó de él llenando mi pecho de su leche. Agda al sentir mi caricia separó sus rodillas mientras chillaba con la respiración entrecortada lo mucho que me deseaba.

―¡Te necesito!― insistió frotando su entrepierna contra mi sexo.

―Embarazada sigues siendo un poco puta–repliqué al percatarme de la humedad que destilaba su coño.

―¡Y tú sigues siendo el mismo pervertido del que me enamoré! – chilló sin importarle que el resto siguieran dormidas.

Deseando incrementar su calentura, me arrodillé frente a ella y usando mis dedos, separé sus pliegues mientras me quedaba embobado con su inmaculado sexo. Explorando esa belleza pasé una de mis yemas por la raja de su coño antes de introducírselo en su interior. El aullido que brotó de su garganta al notar esa intromisión me informó que estaba disfrutando y por eso me atreví a darle un primer lametazo. Al sentir mi boca en su sexo, la nórdica aulló como loca. Su berrido me azuzó a continuar y aumentando la velocidad con la que mi dedo se la estaba follando su coño, mordisqueé su clítoris. Excitada por esa doble caricia, se estremeció bajo la ducha y ya totalmente entregada, me rogó que siguiera amándola. Aprovechando su entrega, metí mi falange más profundamente en su interior mientras ella restregaba su sexo contra mi cara buscando aliviar la calentura que la consumía.

―Eres un cabronazo― susurró encantada moviendo rítmicamente sus caderas.

Notando que estaba en mi poder, sacando la lengua le pegué un segundo lametazo.

―¡Necesito que me lo comas!― rugió destilando pasión por todos sus poros.

Muerto de risa mientras el agua caía sobre ambos,  la chantajeé diciendo que si tanto lo deseaba me tenía que dar algo a cambio. No tuve que explayarme en qué era lo que quería ya que Agda respondió separando sus rodillas. Su entrega me permitió añadir otro dedo a los dos que ya tenía incrustados dentro de ella. La bella rubia, en vez de quejarse, comenzó a sacudir las caderas restregando su sexo contra mi boca mientras forzaba su interior metiendo el cuarto.

―¡Eres un capullo!― berreó al experimentar tantos dedos explorando su coño.

Su bramido de placer me indujo a mordisquear el botón que escondía entre sus pliegues con tanta fuerza que la sueca tuvo que apoyarse contra los azulejos al sentir que sus piernas flaqueaban.

―¡No pares!– aulló al tiempo que con sus manos presionaba mi cabeza con sus manos.

Alternando la acción de mis dedos con placenteros lametazos, conseguí que alcanzara una excitación desorbitada y sabiendo que no tardaría en alcanzar el clímax, continué sacando y metiendo las yemas cada vez más rápido.

―¡Me corro!– chilló de placer previendo lo inevitable.

Absortó masturbando a la mujer, no paré de lamer su clítoris hasta que de pasada la casualidad quiso que rozara su ojete con una de mis yemas.

―¡Ese es mi culo!― protestó y contra toda lógica, esa caricia le pareció insuficiente.

Sin dejas de gemir, Agda llevó su mano a la mía y me obligó a seguir acariciando su esfínter mientras mi boca se llenaba con su flujo. Un brutal orgasmo me sorprendió y con su flujo empapando mis mejillas, usé mi lengua para beber del manantial en que se había transformado su cueva mientras la obedecía relajando los músculos de su entrada trasera. La cuarentona, con un dedo insertado en su trasero, se puso a temblar pidiendo que no parara. Pero entonces llena de gozo, se dejó caer sobre el plato de la ducha y sonriendo, me soltó que nadie le había comido el chumino mientras le metía un dedo por el ojete.

―¿Te ha gustado?― pregunté tanteando el terreno.

La diplomática, agachando su cabeza avergonzada contestó que sí. Al escucharla, aproveché para darle la vuelta y separando sus cachetes, volví a juguetear con una de mis yemas en su hoyuelo:

―¡Me encanta tu culo!― susurré en su oído mientras hurgaba sensualmente con mi dedo su interior.

Al oír su suspiro, comprendí que deseaba sentir nuevamente mi pene retozando en su entrada trasera y por eso, sin dejar de besarla,  fui relajando poco a poco su ano usando toda mi experiencia para hacerlo realidad. La sueca no tuvo que reparo en confesar que estaba cachonda y sin poder soportar la excitación que le nacía de dentro, me rogó que la tomara. Dudando si romperle el culo o follármela al modo tradicional, seguí masajeando su esfínter mientras lo decidía.

―¡Me tienes a mil! – chilló mordiéndose los labios y sin dejar de forzar su trasero con mi dedo.

Aunque mi bella madura estaba entregada, comprendí que debía de relajarlo antes de dar otro paso, pero entonces comportándose como una zorra en celo, llevando su mano hacia atrás,  se apoderó de mi erección e intentó ensartarse con ella.  Al percatarme de las prisas de la embarazada, solté un sonoro azote sobre sus ancas diciendo que se tranquilizara porque no quería destrozarle su ojete. Contra todo pronóstico, Agda gimió descompuesta al sentir esa dura caricia y poniendo cara de puta, me rogó que le diera otra nalgada. Sorprendido por la naturaleza de su ruego, hice oídos sordos a su petición y seguí relajando su esfínter hasta que comprobé que se encontraba lista al tenerlo ya suficientemente relajado.

―Fóllame, mi don Juan― chilló presionando sus nalgas contra mi pene.

Como no quería desgarrarla, introduje lentamente la cabeza de mi miembro en su interior. Satisfecha al ver que iba a cumplir su orden al sentir mi glande forzando su entrada trasera, esperó pacientemente a que se diluyera su dolor para acto seguido y con un breve movimiento de sus caderas, embutírselo en su interior. La pausada forma en que se empaló me permitió disfrutar de cómo los músculos de su ano se iban abriendo a mi paso. El dolor que sentía lejos de menguar su lujuria, la azuzó y echándose hacia atrás, consiguió clavarse mi verga por completo.

―¡Me duele!― chilló al sentirse llena.

Pasados unos breves segundos de sufrimiento,  retomó con mayor frenesí el zarandeo de sus caderas. El compás que marcó permitió que mi sexo deambulara libremente por el interior de sus intestinos mientras me imploraba una y otra vez que la tomara. Complaciéndola, me agarré de sus pechos y mientras estos derramaban su leche sobre la ducha, incrementé el ritmo con el que tomaba posesión de su culo usando mi pene como ariete. Agda no pudo más y con lujuria en sus ojos, gimió pidiendo que me la follara sin contemplaciones. Que la embajadora, olvidando toda diplomacia, se estuviera comportando como una zorra, me terminó de calentar y ya sin rastro de dudas, decidí disfrutar por entero de su culo mientras ella no paraba de berrear.

―No pares de amarme― aulló al sentir que gozaba de su ojete con largas y profundas cuchilladas.

La ferocidad de mis embestidas la obligaron a apoyarse en los azulejos de la ducha para no caer de bruces, pero eso no fue óbice para que gritando me rogara con mayor ansia que siguiera machacando su esfínter con mi polla.

―¡Me corro!― oí que me decía al sentir que me aferraba a sus pechos para incrementar el ritmo de mi follada.

Berrando como cierva en celo, Agda me reclamó que siguiera porque todavía deseaba más. Con ganas de complacerla, supe que debía de olvidar toda precaución y usarla en plan salvaje. Por ello, regalando un azote sobre una de sus nalgas, mordí su oreja mientras le ordenaba que moviera su culo. Al oírme aceleró el movimiento de sus caderas mientras no dejaba de gemir con cada penetración con la que forzaba su esfínter. 

―Demuestra que eres el macho que he buscado toda mi vida― exclamó retándome.

Aguijoneado en mi amor propio, reanudé con mayor violencia mi ataque martilleando su trasero. La ferocidad con la que la sodomizaba provocó que quedara aprisionada contra la pared y con las baldosas presionando sus pechos, nuevamente se corrió.

―Déjame descansar― imploró al sentir que no disminuía la velocidad con la que cabalgaba sobre ella.

No me apiadé de su derrota y negándome a sus deseos, le grité que moviese el culo cuando de pronto desde la puerta del baño, escuché a Tomasa decir:

―¡Rómpele el culo a nuestra guarra!

La voz de la mulata fue el acicate que me faltaba para seguir cabalgándola. Derrotada por partida doble, Agda sollozó mientras mi amada se reía a carcajadas observando que era tal la cantidad de flujo que brotaba de entre las piernas de la sueca que, con cada cuchillada que recibía sus nalgas, salpicaba mis piernas.

―Hueles a puro sexo― señaló la negra mientras se metía a la ducha.

La excitación acumulada junto con la presencia de Tomasa provocó que no pudiese aguantar y sin importarme que en ese momento se estuvieran besando, profundicé mi ataque mientras castigaba sus cuartos traseros con mi polla. No tardé en correrme esparciendo mi semilla en el interior de sus intestinos mientras Agda, moviendo sus caderas, buscaba ordeñar hasta la última gota depositada en mis testículos. Satisfecho y mientras sentía que mi verga iba ya perdiendo fuelle, observé que las dos mujeres sonreían mirándome.

―¿Qué pasa?― pregunté.

Acercándose a mí, Tomasa me besó mientras se quejaba de que no la hubiese esperado. 

―Te vi tan bella durmiendo que no quise despertarte― murmuré mientras jugueteaba con mi dedos por sus pechos.

Para mi sorpresa, la negrita rehuyó mis caricias y tomando a la sueca de la mano, le dijo que debía amamantar a nuestras niñas antes de irse. Al oírla, Agda me dejó solo bajo el agua y fue a darles de comer con una sonrisa. Nada pude decir en contra, ya que al igual que ellas sentía que era nuestra obligación el cuidarlas y que nada les faltase. 

Una vez seco, entré al cuarto y observé a Ía mamando mientras Ua permanecía agazapada llorando en un rincón.

―¿Qué le ocurre?― pregunté recordando que esa mañana no había querido que la amara.

―No quiere decírnoslo― respondió preocupada Tomasa.

Al comprobar a su compañera tranquilamente asida del pecho de la sueca, pensé que no debía ser nada grave. Por ello, me vestí para ir a ver si Erik se había levantado. Me encontré al magnate con un café en sus manos disfrutando del paradisiaco panorama que se veía desde mi porche.

―¿Qué tal has dormido?― pregunté a modo de saludo.

―Estupendamente― contestó el hombretón.

Acababa de contestarme cuando vi que Patricio, uno de mis operarios más jóvenes, salía de la casa y se despedía de él. No tuve que exprimir mucho mi cerebro para darme cuenta de que de alguna forma mi nuevo socio se las había agenciado para no pasar solo la noche, pero no queriéndome entrometer en su vida me abstuve de comentar nada y me serví un café.

―Este sitio es impresionante― murmuró con una sonrisa de oreja a oreja al percatarse de que no criticaba que se hubiese acostado con ese chaval.

―Por eso lo compré, pero dada la cantidad de mujeres que ahora lo pueblan se me ha quedado pequeño y tendré que mudarme a otro más grande.

Si llego a sospechar su reacción, creo que nunca se lo hubiese mencionado ya que, abriendo los ojos de par en par, me preguntó si vendía la finca.

―No, pero si le interesa se la cedo, siempre que se ocupe de su mantenimiento. 

Aceptando al vuelo mi propuesta, el tipo me pidió que le mandara el contrato y las condiciones a su email, porque ahora no tenía tiempo ya que antes de marcharse tenía que ver conmigo unos detalles de la inversión. Sus palabras me hicieron recordar que Agda se iría con él y eso me dolió al darme cuenta de lo poco que me apetecía su marcha.

«Su trabajo está en San José», mascullé jodido al saber que era inevitable y tratando de olvidarlo, me puse a charlar sobre nuestro acuerdo con su compatriota.

Ya habíamos perfilado los últimos flecos sobre donde instalaríamos la fábrica de las depuradoras cuando vimos entrar a Ía acompañando a la embajadora. La ausencia de Ua y de mi mulata me preocupó, pero no quise exteriorizar mi congoja y abrazando a la rubia, le pregunté si quería algo de desayunar.

―No― sollozó hundiendo su cara en mi pecho: ―Me han llamado de la embajada y debo irme.

Que tuviese que anticipar su marcha me perturbó ya que esperaba disfrutar de su compañía al menos durante el resto de la mañana, pero asumiendo que si se iba era por algo importante, tuve que morderme la lengua y aceptar. Aun así, acariciando su melena, susurré en su oído que, si no podía venir ese fin de semana, que no se preocupase, iríamos nosotros.

―¿Harías eso por mí?― preguntó ilusionada.

―Por supuesto, somos una familia― replique besándola.

Ía, que se había mantenido al margen, al oírme murmurando señaló si no recordaba que no podía estar mucho tiempo sin alimentarse y que cuando la viera, pensaba dejarle los pechos secos. Sonriendo tiernamente a ese bello ser, Agda le prometió que serían para ella siempre que los compartiera con Ua, tras lo cual, cogiendo su maleta, me pidió que la acompañara hasta el coche. La tristeza de la despedida se prolongó durante cinco minutos mientras esperábamos a que Erik llegara con su equipajes. Trescientos segundos durante los cuales, me rogó que la echara de menos y que cuidara de nuestras niñas.

―No te preocupes, lo haré – respondí ante su insistencia.

―Te amo, mi don Juan― musitó desde el coche mientras se marchaban.

16

Con el sonido del beso que me lanzó por la ventanilla todavía retumbando en mi oído, entré en la casa para enterarme qué narices le pasaba a la pelirroja.  Ahí me encontré con que la chavala se había encerrado en el baño.

―No quiere hablar con nadie― me dijo Tomasa.

―Vamos, princesa,  abre y cuéntanos que te ocurre― tocando en la puerta,  le pedí. 

Al no obtener respuesta, pregunté a Ía si sabía que le ocurría a su compañera:

―Como no sea que le duele la marcha de Agda, no lo entiendo― contestó tan confundida como nosotros.

Si ya de por sí era incapaz de entender a las mujeres, supe que ni siquiera podía llegar a plantearme lo que le ocurría a ese ser y dando por buena la explicación de la rubia, asumí que debido a su naturaleza para Ua era difícil aceptar que una mujer a la que consideraba suya se marchara. Por ello, decidí que no había nada malo en que rumiara sola el duelo de la separación y olvidándome de ella, me puse a revisar los distintos temas que se amontonaban en la mesa de mi despacho.

Al encender la computadora descubrí que por primera vez desde que me había retirado a Costa Rica mi email estaba saturado de mensajes sin abrir. Al irlos leyendo, comprobé que la tranquilidad a la que me había habituado había desaparecido y que muchos de ellos, requerían de un profundo análisis antes de contestar. Afortunadamente, Ía al verme enfrascado me ayudó y junto a ella, una hora después conseguí responder a todos, excepto a uno de la empresa iba a reformar la quinta de Santa Lucía, el coqueto palacete francés donde se suponía que nos iríamos a vivir.

―Tomasa, ¿cuándo te viene bien que vayamos a visitar nuestra nueva casa?― dando un gritó pregunté.

La mulata debía de estar cocinando porque no contestó y levantándome de la silla, fui a verla. Al ver que no estaba en la cocina, di por sentado que debía estar hablando con la pelirroja y sin decir nada a su compañera, subí a mi cuarto. Tal y como había previsto la encontré mimando a Ua, la cual no paraba de llorar. Al pedir que me dijera lo que la pasaba, la morena se levantó y cerró la puerta.

―Por ahora, no quiere que Ía lo sepa― comentó al ver mi extrañeza.

Impactado por que quisiera mantener el secreto de algo ante su compañera, me senté en la cama a esperar que me dijera lo que le ocurría. La seriedad de su semblante me anticipó que era algo grave, pero jamás se me pasó por la cabeza que tras recordarme que le había hecho el amor estando borracha, mi prometida me soltara que la cría se había quedado embarazada.

―No se suponía que era imposible― musité acojonado sin saber a ciencia cierta las consecuencias que eso tendría.

―Sí. Ellas controlan sus cuerpos y evitan ovular, ¡estando sobrias! Lo malo es que anoche, por el alcohol, no pudo hacerlo. Al despertar se notó rara y tras analizarse, se dio cuenta que estaba embarazada.

―¿Qué va a hacer?― medité en voz alta.

Sollozando entre los brazos de la mulata, Ua me respondió que ante todo debía de proteger la vida que había germinado en su vientre, pero que desconocía como iba a reaccionar Ía cuando se enterara. una nueva vida a la que debía de proteger.

―¿Qué temes?― al intuir en su respuesta que desconfiaba de su compañera, pregunté.

La chavala llorando a moco tendido me explicó que ninguna hembra de su raza había procreado jamás y que todas ellas nacían de una cubas de fertilización, por lo que a buen seguro cuando las ancianas se enteraran la harían regresar, aunque eso supusiera su muerte. Comprendiendo entonces que no quisiera que Ía supiera nada hasta que ella lo hubiese asimilado, la tranquilicé prometiendo guardar silencio y señalando además que nada ni nadie iba a separarla de nosotros porque antes de todo era nuestra. Mis palabras la tranquilizaron a medias y lanzándose sobre mí, me colmó de besos mientras me decía que me amaba.  

―Mi niña bonita, Íel no va a permitir que te lleven de nuestro lado― susurró Tomasa enternecida.

Justo entonces apareció la rubia y desde el dintel de la puerta, nos preguntó si podía pasar. Tratando de que no se percatara de lo que realmente le pasaba a la pelirroja, comenté en voz alta a Ua que no se preocupara y que, si Agda no podía venir, iríamos nosotros. La muchacha comprendió al momento y con una sonrisa forzada, me hizo prometer que la llevaría a San José si la sueca no podía dejar la embajada. Mirando de reojo a la recién llegada, advertí que, si bien no le cuadraba que le afectara tanto la ausencia de la madura no tenía ningún motivo para sospechar que la estábamos engañando. Aun así y demostrando su buen criterio, Tomasa creyó que lo mejor era mantenerla ocupada lejos de Ua, por ello recordando que esa noche había quedado con Sara le preguntó si había revisado si esa espía había seguido indagando sobre nosotros.

―No, pero ahora lo hago― dijo sacando su portátil.

Comprendí que la mulata quería que ralentizara su análisis para hacerla perder el tiempo y dando por buena su decisión, pedí a esa genio de pelo rubio que me explicara qué iba a buscar y cómo. A pesar de que mi interés la entorpecía, Ía accedió a irme narrando paso a paso donde se metía y la razón sin mostrar ningún tipo de enfado. Es más, creo por su cara que estaba encantada de que valorara su inteligencia de esa forma ya que eso le permitía estar conmigo.   Queriendo verificar incluso en los ordenadores del Pentágono que nadie sospechaba del origen extraterrestre de ellas,  nos enteramos de que habían encomendado a la asiática que no me perdiera de vista ya que sus jefes preveían que en un futuro muy cercano me pudiera convertir en un dolor de cabeza.

―Les da repelús que seas un ecologista radical y encima mira qué clase de zorra es tu amiga, la agente―dijo la rubia mientras me mostraba indignada un documento en el que, a solicitud de Sara, autorizaban a que me sedujera para así tenerme controlado.

Al darme cuenta de su enfado, me eché a reír y le hice ver que esa mujer, deseando entregarse a mí, había manipulado la situación para que sus superiores no vieran nada malo en que se convirtiera en mi amante.

―Piensa… cuando se enteren de que se acuesta con nosotros,  no solo no la van a regañar, sino que verán en ello un sacrificio digno de una medalla.

 No muy convencida, ese bello ser hizo un extenso barrido por la red a ver que averiguaba de ella en el que descubrió una conversación personal que había tenido con Mary, una de sus amigas. En ella,  Sara le explicaba que iba a quedar a cenar con un hombre que la volvía loca y le pedía consejo de cómo actuar dado que además de millonario, el tipo era un mujeriego que tenía a su alrededor una cohorte de bellezas como ayudantes.

―Tirátelo, pero no te enamores― le aconsejó su conocida. A lo que ella había replicado que lo intentaría, pero que dudaba mucho no caer rendida a mis pies cuando todo su ser reaccionó excitado desde el primer momento que me vio.

―Entonces huye, no vayas― cambiando de parecer la tal Mary le dijo,  para acto seguido decirle que ya que tenía claro que no la iba a hacer caso y que me iba a ver, que al menos no me dijera nada sobre sus preferencias sexuales.

«¿A qué preferencias se referirá?» me pregunté antes de leer que Sara le había contestado que se temía que su cita ya lo supiera, dado que se había dejado masturbar en mitad de un restaurante por una de sus amantes.

―¿Dejaste que te metiera mano una mujer solo porque ese hombre lo quería?― horrorizada preguntó la amiga.

―No entiendes cómo es― defendiéndose Sara respondió: ―Cuando estoy cerca de él siento que soy suya y que solo con chascar los dedos, es capaz de hacer que lo adoré.

Después de leer esas palabras, Marí tecleó en su teléfono:

―Pues date por jodida, solo espero que hoy no lleve un collar que anudar a tu cuello.

Esa última frase me hizo comprender que, a pesar de su profesión, Sara tenía alma de sumisa. En cambio, que mencionase esa clase de ornamento, consiguió destantear por completo a Ía:

―Que tiene que ver un collar, con que te la folles― preguntó al malinterpretar lo de jodida y no entender la función que representaba esa joya.

―Más de lo que crees, pero si quieres saber cómo tendrás que acompañarme esta noche― respondí sin aclararle nada.

Su falta de picardía le hizo suponer quizás que ponerle un collar al cuello era parte de una postura sexual y por eso insinuó que antes de cenar con Sara, debía pasarme por una joyería a comprar uno. La idea de la muchacha me pareció cojonuda porque me daba un motivo para alejarla de su compañera y llamando a Tomasa, la informé de que me iba con Ía de compras y que no nos esperara hasta el día siguiente.

Mi bella mulata comprendió que de alguna forma la había engañado para alejarla de Ua sin que sospechara nada y por eso, dándome un beso, se despidió de mí. Ya me estaba subiendo al coche cuando de pronto. Tomasa llegó corriendo a mi lado.

―¿Qué te pasa?― pregunté al verla tan acelerada.

Con la respiración todavía alterada, contestó que me iba a echar de menos y en voz baja, añadió que esa noche diera de beber a Ía. Reconozco que me quedé paralizado al escucharla al saber que me estaba pidiendo que abusara de la ingenuidad de ese ser para embarazarla. Analizando sus motivos, comprendí que tratando de proteger a Ua quería que preñara a su compañera y así ambas compartieran el mismo destino.

«Sería cómo violarla», me dije y tras meditarlo, comprendí que no me veía capaz de perpetrar tal felonía por lo que debía buscar otro camino.

Ajena a lo que ocurría en el interior de mi mente, Ía parecía feliz con la perspectiva de pasar el día conmigo. La sonrisa que lucía en su rostro era lo suficientemente elocuente. Todo en ella denotaba alegría y pensando en ello comprendí que acostumbrada a tener que compartirme con su hermana y con Tomasa el poder disfrutar de mi compañía en soledad, era algo nuevo.  La canción que empezó a tararear no hizo más que ratificar esa impresión al ser un calco de la emoción que la embargaba al tenerme para ella sola:

Júrame, que me veré siempre en tus ojos bésame
Con tus labios dulces sabor a miel
Que a tu lado solo quiero estar

Su prodigiosa voz siguiendo esa melodía me hizo comprender que no podría seguir el consejo de mi mulata y más cuando comportándose como una enamorada me miró mientas cantaba el estribillo:

Y no hay quien, me llena de tanta ternura
Con tu amor, puedo llegar hasta la luna
Escúchame, no me dejes de querer

            Su caricia me dejó pensativo al asumir que a mi lado se sentía mi mujer. Enternecido por el significado de su mirada, tomé su mano y llevándola a mis labios, la besé sin saber que sus ojos se llenarían de lágrimas con ese gesto.  

            ―¿Sabes que te quiero?― le dije impresionado.

            La joven sollozó al oírme y posando su cabeza en mi hombro, susurró que ella me amaba de una forma que no sabía que se podía amar. Intrigado por sus palabras, le pedí que me dijera que sentía. Mi pregunta la cogió desprevenida y en vez de contestar, siguió cantando:

Solo te pido, no me dejes de querer
Que solo, solo, solo
Yo vivo por tu querer

Solo te pido, no me dejes de querer
Que triste, triste me pongo
Cuando no estas a mi lado en noche

No tuve que exprimirme mucho el coco para comprender que esa canción era su respuesta y que, con ella, me quería hacer patente que solo junto a mí se sentía feliz. Haciéndole una carantoña, sonreí acompañándola:

Solo te pido, no me dejes de querer
Que solo vivo por tu amor
Y me hace falta más de tu querer

Al escuchar que cantaba junto a ella, se echó a llorar nuevamente mientras entonaba de viva voz el final:

Júrame, que me veré siempre en tus ojos bésame
Con tus labios dulces sabor a miel
Que a tu lado solo quiero estar

            ―Te lo juro― respondí al terminar.

Fue entonces cuando la criatura comentó algo que me dejó anonadado y es que, posando su cara sobre mi pecho, murmuró que jamás haría nada que pudiera disgustarme porque se sabía mía, enteramente mía.  La rotundidad de sus palabras me dejó meditando y aparcando a un lado de la carretera, me giré hacia ella y la besé diciendo que para mí ella era mi mujer. Esta vez su respuesta no se hizo de rogar y lanzándose sobre mí, me cubrió de besos mientras me decía lo feliz que le hacía con mi cariño. Curiosamente, no había nada sexual en esos arrumacos, ya que su efusividad lo único que reflejaban era genuino amor. Quizás por ello tuve el valor de preguntar si llegado el caso tuviese que decidir entre mí y su raza qué es lo que haría.

Entornando sus ojos en plan coqueto, respondió:

―Es algo que no tengo que plantearme. Por mi naturaleza, mi deber es con mi “¿dueño?” “¿padre?” y luego con mis ancestros.

―¿Estás segura?― insistí.

―Sí, amado Íel. Preferiría la muerte a traicionarte… ¡Soy tu mujer!

Mirándola con ternura, comprendí que había dado un paso importante en su humanización al reconocerse como mi mujer y no como mi sanadora, por ello instintivamente y sin pensar, susurré en su oído:

―Y yo, ¡tu hombre! ― la alegría de su rostro al oír mi susurro me hizo lanzar un órdago a la grande del que dependería no solo su futuro y el mío sino también el de su compañera: ―Y como tu hombre, me encantaría tener un hijo tuyo.

Mi deseo la cogió con el pie cambiado, pero en vez de negarse sonriendo me rogó que le diese tiempo para pensarlo. Habiendo sembrado la semilla, decidí no insistir y juntando mis labios a los suyos, le dije que tenía ochenta años para decirme algo. Ía rio al darse cuenta de que el plazo que la había dado para contestar era mi esperanza de vida y por ello, arrimándose tiernamente a mí, prometió que mucho antes tendría su respuesta.

            Satisfecho con cómo había resultado, volví a la carretera mientras a mi lado, la joven se ponía a cantar dulcemente:

Mi amor, mi buen amor, mi delirio
No pretendas que te olvide así, no más
Que tu amor fue mar cuando sedienta
Me arrimé a tu puerto a descansar
Que tu amor, amor, sólo el que un día
En tu pecho, vida mía, me dio la felicidad…

17

Deambulando por el pueblo y mientras buscaba una joyería donde comprar el collar con el que anclaría a la agente de la CIA a mi destino, mi bella acompañante me preguntó la razón de ese regalo. Me tomé unos segundos en acomodar mis ideas antes de contestar, no fuera que al enterarse de la forma que Sara entendía el sexo la joven se escandalizara. Midiendo mis palabras, le expliqué que algunos humanos solo se sentían completos cediendo parte de su voluntad a otro. Para mi sorpresa al escuchar que la asiática era una de ellos y que para que pudiera sentirse mía tenía que entregar su poder de decisión a mí, Ía contestó como si nada:

            ―No es tan raro, yo misma confió plenamente en ti y sé que lo que decidas estará bien.

            Fue entonces cuando comprendí que de cierta y extraña manera su naturaleza era también sumisa ya que hasta la forma en que nombraba nuestra relación lo denotaba:

            «Para ella soy su “¿padre?” “¿dueño?”», me dije.

Seguía pensando en ello cuando desde el asiento de al lado, me preguntó qué tenía que ver el collar en ello.

―Para ella, esa joya es un símbolo de entrega. Si acepta que abroche mi collar a su cuello, será una forma de darse por completo a mi persona y que a partir de ese momento me considera su dueño.

―Entiendo― musitó.

Observándola de reojo, advertí que se había quedado pensativa. Asumiendo que no debía interrumpirla, me quedé callado mientras aparcaba el Bentley. Tras cerrar el todoterreno, comprobé que seguía sumida en su mutismo. Queriendo sacarla de ese estado, la tomé de la cintura y la llevé por la acera hasta la joyería. Al sentir mi mano rodeándola, sonrió y elevando su mirada, suspiró mientras se pegaba a mí:

―Te adoro, mi hombre.

La alegría de su tono me hizo caer en que era la primera vez que paseaba abrazado a ella y dando valor a sus palabras, la besé en la mejilla diciendo:

―Te amo, mi dulce mujercita.

La sonrisa que iluminó su cara fue un regalo y con ese pensamiento en mi cerebro entramos en la tienda. Allí nos recibió la dependienta, una sesentona de muy buen ver, la cual reconociéndome como el españolito que había contratado a Tomasa me saludó usando mi nombre. Tras recobrarme de la sorpresa, pedí que me mostrara los collares que tenía. Rápidamente, la mujer extendió una extensa colección de estos sobre la mesa, pero tras revisarlos ninguno de ellos se ajustaba a lo que quería. Al comentárselo, me preguntó que tenía en mente. Estaba pensando en cómo decírselo cuando tomando la palabra, Ía contestó:

―Queremos algo que regalaría a una princesa y a ser posible con Miguel grabado.

A la señora se le abrieron los ojos y tras decirnos que saldría caro, sacó una gargantilla a la que se le podía unir unas letras decoradas con diamantes formando mi nombre. Sin pedir mi opinión al respecto, Ía decidió que le gustaba al ver como quedaba y sacando su Visa Oro, pidió cinco.

―¿Cinco? – exclamó la joyera sabiendo que con ello no solo había hecho el día sino el mes.

Riendo y a costa de escandalizar a la encargada, Ía respondió:

―¡Cinco! Una para cada una de las mujeres de mi hombre.

Si por si eso no fuera poco, pegándose a mí, la rubia terminó de perturbarla diciendo en voz alta que así quedaría claro que eran mi harén. Demostrando que era una profesional, sonrió antes de decirnos que tardaría una hora en tener preparado el encargo.

―No se preocupe― respondí: ―Mientras lo prepara, me puede decir un buen sitio para comer con esta dulzura.

 La paisana no dudó en señalarnos un coqueto restaurant que había en la esquina mientras nos cobraba. Tras lo cual y siempre de mi brazo, Ía me sacó a la calle. Ya fuera del local, murmuré al oído de la chavala a qué había venido eso y ésta muerta de risa me contestó que un buen marido no hacía diferencia entre sus esposas y que, si regalaba algo a Sara, era de justicia que le hiciera el mismo regalo al resto.

―Tienes razón, mi amada princesita― contesté haciendo referencia a la descripción que ella había hecho para inspirar a la joyera.

Nuevamente, ese primoroso ser me dejo pasmado al contestar alegremente que era un mujeriego y que eso se lo decía a todas. Riendo, la tomé de la cintura y sin decir nada más, me dirigí con ella al restaurante que nos habían recomendado. Nada más entrar supe que la joyera había acertado al encontrarme con un sitio coqueto y elegante que desconocía que hubiera en el pueblo.

―Bienvenido don Miguel – me saludó la dueña, una estupenda morenaza de grandes tetas.

La naturalidad con la que se dirigió usando mi nombre me hizo recordar que Tomasa había insistido en que nos fuéramos a vivir a un sitio donde nadie nos conociera para que pudiéramos rehacer nuestras vidas sin que le achacaran que estaba conmigo por mi dinero.

«Que razón tiene, aquí todo el mundo nos conoce», medité mientras me sentaba en la mesa que nos había señalado.

 Ni siquiera nos había pedido la comanda cuando la rubia ya estaba pidiéndome información acerca de que había planeado para seducir a la asiática. No pude más que confesar que no había preparado nada.

―Eso no puede ser― declaró al escucharme: ―No podemos dejar nada a la improvisación.

Tras lo cual, me rogó que le explicara lo que sabía del tipo de sexualidad de Sara para poder organizar algo que la dejara totalmente cautivada. Reconociendo mi falta de experiencia en esos temas, le narré brevemente lo que conocía de ese mundo. La chavala escuchó atentamente que la sumisión consistía en someterse, sin cuestionar nada, a la voluntad de otro y que bien entendida era algo voluntario entre sumiso y amo.

―Como te dije es un intercambio de poder que se realiza por consenso y que se basa en el respeto mutuo mientras se explora las emociones que eso provoca en los participantes― concluí mientras observaba el brillo intenso de su mirada.

―Entonces….― comentó: … Sara será tu sumisa y tú, su amo.

            ―Básicamente así es. Siento no poderte decir mucho más sobre las prácticas y costumbres que ello conlleva.

            ―Tú no, pero internet sí― replicó y muerta de risa, sacó su móvil para acto seguido empezar a navegar por la red en busca de más información.

            La velocidad con la que pasaba de una página a otra me alucinó. Observándola vi que pasaba de un interés genuino al desagrado y al revés mientras asimilaba lo que leía. Dando por sentado que esa criatura era capaz de digerir todos esos datos usando un criterio sano, llamé a la camarera y pedí para los dos dando tiempo a que terminara de empaparse de ese mundo. Justo cuando nos traían el primer plato, Ía me soltó que la verdadera relación entre un sumiso y su amo ella entendía que no podía incluir ni violencia ni crueldad.

            ―Estoy de acuerdo― respondí sin saber a qué conclusión había llegado.

            Por eso me sorprendió escuchar que me decía:

            ―Para mí, se resume en una muestra de amor y de confianza. Es más, lo creas o no, Ua y yo por nuestra naturaleza somos tus sumisas. Nuestro fin en esta vida es protegerte a ti y a todas tus hembras sin cuestionarte nada.

            ―No exactamente― refuté: ―dado que conlleva unas prácticas sexuales que nunca os pediría y que además no sé si os gustarían.

            Desternillada de risa, me soltó que si no las probaban nunca sabrían si abrazarlas para el día a día o por el contrario rechazarlas. Por su tono comprendí que de algún modo me estaba insinuando que practicara con ella y por eso, le pedí sus bragas. Supe que había dado en la diana, cuando bajo su blusa aparecieron dos pequeños bultos.

            ―¿Qué esperas para obedecer? Mi pequeña putilla― insistí usando el poder que me había otorgado.

            Sonrojada por la rapidez en que me había convertido en dominante, llevó sus manos bajo la mesa. Me hizo gracia que se mostrara tan tímida y que buscara disimular cuando solo llevaba unos días usando ropa.

            ―Date prisa. No tengo todo el día― añadí con tono duro al comprobar que tardaba en cumplir la orden.

            No tuve que volver a decírselo porque, ocultando en su mano el tanga que se había quitado, me lo dio diciendo:

            ―Perdone mi amo la tardanza de su esclava.

            Cogiendo su presente, en vez de guardármelo discretamente, me lo llevé a la cara y lo olí, tras lo cual, lo extendí sobre la mesa para que todo el mundo que pasara pudiera observar su ofrenda. Comprendí por su expresión que la había excitado verme disfrutando de su aroma.

―Mi amo es un amor por el modo en que exhibe a su sierva― dijo retándome a continuar.

Decidido a darle una lección que nunca olvidara, ordené que se empezara a masturbar mientras hacía un gesto a la camarera para que se acercara. La empleada del local nunca esperó al llegar a nuestra mesa que le pidiera la zanahoria más grande que tuviera.

―¿Una zanahoria?― preguntó la mulata.

―Si, una zanahoria. El conejo de mi amiga tiene hambre― tranquilamente contesté.

La joven creyó que iba de guasa y queriendo participar en la broma, fue a la cocina y trajo una que rivalizaba con el tamaño de mi pene erecto.

―¿Es lo suficientemente grande?― quiso saber mientras me la daba.

Sé que nunca se esperó que pasándosela a mi acompañante pidiera a esta que se la incrustara entre las piernas y menos que Ía, separando sus rodillas, se la metiera hasta el fondo.  Lo cierto es que una vez se había repuesto de la sorpresa la mulata, con una sonrisa de oreja a oreja, me comentó que si el conejito se había quedado con hambre podía traer una berenjena. Mi acompañante palideció al escucharla y solo recobró su color cuando prometiendo una generosa propina dije que no hacía falta. La muchacha sin cortarse un pelo soltó una carcajada diciendo:

―Si cambia de opinión, me llama.

Mientras se iba, totalmente colorada, Ía murmuró que su amo era un cabrón. Sin dejar de presionarla, pregunté quién le había dado permiso para hablar y que, en vez de ser tan parlanchina, debía de dar uso a la zanahoria.

―Perdón, amo. No volverá a ocurrir― dijo en plan sumiso mientras se ponía manos a la obra.

Atentamente y sin perder detalle de cómo se masturbaba, fui guiándola hacia el placer ordenando que acelerara o que menguara la velocidad con la que se metía y sacaba el rosado tubérculo hasta que al cabo de poco más de un minuto escuché que se corría. Satisfecho al oír sus gemidos, le pedí que me mostrara la zanahoria. Avergonzada hasta decir basta, me la enseñó todavía chorreando de flujo.

―Ahora cómetela― le pedí dando un sorbo a mi cerveza.

Sin cuestionar mi orden, la puso en el plato y comenzó a comer teniendo mis risas como telón de fondo. Solo cuando ya había dado buena cuenta de ella, pregunté a la muchacha que le había parecido la experiencia.

―Satisfacer a mi amo es el sueño de cualquier sumisa y más cuando es tan bueno que me ha dejado llegar al orgasmo― sonriendo me espetó.

Comprendí al escucharla que implícitamente estaba señalando mi fallo, ya que un verdadero dominante la hubiese llevado al filo del placer sin dejarla culminar.

―Tengo todavía mucho que aprender― señalé.

―Mi amo no tiene por qué preocuparse su amada sierva le asesorará para que esta noche su asiática caiga rendida a sus pies― respondió con picardía.

No tuvo que explayarse más. Me había dado cuenta de que, teniéndola a mi lado, no quedaría como un novato y atrayéndola hacia mí, la besé tiernamente mientras le agradecía sus enseñanzas.

―Antes que tu sumisa, soy tu mujer― respondió llena de alegría al ver que valoraba su ayuda.

El resto de la comida nos la pasamos bromeando y discutiendo sobre cómo exacerbaríamos el deseo de la norteamericana antes de permitir que se entregara a mí sin caer que desde un rincón la mulata nos escuchaba atentamente. Solo caímos en ello cuando tras pagar en la puerta y mientras nos despedía, la camarera se ofreció a sustituir a nuestra cita si cometía el error de dejarnos plantados.

―Si nos falla, vendré por ti― respondió Ía atrayéndola y posando brevemente sus labios en los de la morena.

Con los pitones erectos bajo su uniforme, la empleada del local demostró lo mucho que le apetecía formar parte al decirle que toda su vida había deseado un novio tan atractivo y exigente como yo.

―No sería tu novio sino tu amo…― impregnada de un carácter dominante que no sabía tener, le recriminó la rubia y sin importarle que la muchacha estuviese en su lugar de trabajo, le dio un azote añadiendo: ―… y yo tu maestra.

―Me encantaría ser su pupila, mi señora― llena de deseo, suspiró la cría mientras le besaba la mano diciéndonos adiós.

La endiablada criatura esperó a que llegáramos a la calle para soltar una carcajada y decirme que ese jueguecito le estaba empezando a gustar. Asustado por el monstruo que había creado, me abstuve de decir nada y directamente la llevé a la joyería a recoger nuestro encargo, donde tal y como se había comprometido la encargada ya tenía listas las joyas. Tras revisarlas y ver que todo estaba tal y como habíamos pedido, Ía cogió una y haciendo entrega ceremonialmente de ella, me rogó que se la colocara al cuello.

―¿Sabes a que te comprometes si te pongo?― pregunté tanteando el terreno.

Nunca me podré cansar de repetir que ese bello ser es una caja de sorpresas porque al oír mi pregunta y obviando totalmente la presencia de la joyera, se arrodilló frente a mi diciendo:

―Juro servirle fielmente sin cuestionar sus órdenes y desde ahora le confirmo amo que dedicaré mi vida a hacerle feliz.

 Con el corazón encogido al saber que no mentía, abroché el collar con mi nombre alrededor de su cuello:

―Así sea, ya que es tu voluntad, acepto tu entrega.

Las lágrimas que brotaron de sus ojos ratificaron la felicidad que sentía antes de que lo hiciera de viva voz:

―Mi señor, mi dueño, mi amor…

Al salir, todavía sobrecogida por la emoción, Ía tardó unos minutos en reponerse. Aunque no lo supiera entonces, para esa extraña criatura ese acto había sido la culminación de su existencia al haber encontrado en mí no solo un “¿padre?” “¿dueño?” sino el sostén que había buscado desde que salió de la cuba de fertilización.  Quizás por ello no advertí que, dejando atrás a mi tierna jovencita,  había madurado convirtiéndose en mi mujer cuando, tirando de mí, me informó que todavía había mucho que hacer antes de nuestra cita.

            ―¿Qué más falta?― pregunté al tener en mi bolsillo el collar con el que anudaría a nuestro lado a la bella agente.

            Tiernamente, me respondió que teníamos que comprar unos cuantos trapos para luego buscar una ubicación apropiada para que Sara se entregara porque era inadmisible que lo hiciera en un lugar público con gente a nuestro alrededor. Aceptando su punto de vista, la seguí por la calle principal del pueblo en busca de tiendas. Al llegar frente a una debió de ver algo que cuadraba con lo que pensaba porque, dejándome en la puerta esperando, entró sin darme más pistas. Buscando en el escaparate algo que me anticipara que narices iba a comprar, comprobé por los conjuntos de ropa interior que era una lencería y poco más. Tras diez minutos aguardando su vuelta salió con dos bolsas llenas, pero cuando pregunté por su contenido únicamente respondió que podía estar tranquilo. Sus reservas no hicieron más que azuzar mi interés, interés que fue en vano porque cerrándose en banda se negó a aclararme nada.

            Dándola por imposible, acepté su silencio cuando sin decir agua va me rogó que la llevara al mejor hotel de la zona. Como testigo mudo de sus planes, cogiendo el coche, nos dirigimos a un resort de cuatro estrellas llamado Crocodile Bay que era indiscutiblemente el más caro y que estaba muy cerca del aeropuerto. El lujo exterior del establecimiento le agradó, pero fue al ver su enorme piscina cuando decidió que era lo que estaba buscando y sin encomendarse a dios ni al diablo, pidió en la recepción la suite presidencial. Por su desorbitado precio tuvimos la suerte de que esa habitación estuviera libre y llevándome a rastras, llegamos a ella.

Tal y como había previsto, la suite hacía honor a su nombre al ser digna de un presidente. Aun así, Ía se puso a revisarla con detalle antes de dar su visto bueno. No tuve que esmerarme para saber que lo que más le había gustado fue que contara con un jacuzzi ya que luciendo la mejor de sus sonrisas me preguntó si creía que Sara la dejaría enjabonarla cuando se bañara conmigo.

―No lo dudes― respondí percatándome por fin de parte de sus planes.

Sin darse un segundo de pausa, leyó la carta del establecimiento antes de abrir el servibar y comprobar su contenido. Tras lo cual, llamó al servicio de habitaciones pidiendo dos botellas de champagne y cena para tres, haciendo especial énfasis en que una de las cenas debía de estar lista a las ocho mientras las otras dos tenían que traérnoslas a las nueve.

―¿Y eso?― me atreví a preguntar.

―Cenaré yo antes, para que todo esté listo para cuando mi amado amo llegue con su futura sumisa― contestó sonriendo y mirando el reloj, me azuzó a darme prisa en ducharme.

Sintiéndome una marioneta en sus manos, me desnudé mientras ella preparaba el agua de la ducha. Ya sin ropa, me percaté que observaba con apetito mi pene y recordando que llevaba casi veinticuatro horas sin catar mi esencia, le pregunté tomándolo entre mis manos si quería su biberón. Por un momento la bella criatura dudó, pero resistiendo la tentación me informó que podía ayunar un poco más ya que tenía que guardar fuerzas para esa noche.

―Tú te lo pierdes― respondí entrando en la ducha más cachondo de lo que me gustaría estar sabiendo que esa monada estaba aguardando mi salida.

Al estar solo, diez minutos, salí a ponerme la ropa, llevándome la sorpresa de encontrarme uno de mis trajes perfectamente planchado sobre la cama. No tuve que esforzarme mucho para saber que se las había agenciado para meterlo en el todoterreno sin que yo me diese cuenta y por eso, en silencio, me vestí bajo su supervisión.

―Mi amo es un hombre apuesto― susurró satisfecha mientras acomodaba el cuello de mi camisa: ― Y esa putilla oriental no podrá resistir sus encantos.

Su insistencia en referirse a mí como su amo me dio la siguiente pista de cómo se comportaría cuando volviera con Sara:

«Está ya representando su papel», me dije sin darle mayor importancia y despidiéndome de ella, salí del cuarto.

Estaba a punto de coger el ascensor cuando la chavala llegó corriendo y depositó en mis manos una caja de bombones que habíamos comprado en el pueblo.

―Se te olvidaba tu primer regalo― me dijo mientras buscaba un beso que no llegó porque rehuyendo sus labios le solté que no se lo merecía al haberme ocultado sus planes.

Lejos de molestarle mi gesto, esa condenada sonrió diciendo:

―Poco a poco estás aprendiendo, querido amo.

Su descaro me hizo reír y despidiéndome de ella con una nalgada, marqué el botón de la salida.

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