En fin… No necesito decir al lector que tuve que practicarle sexo oral nuevamente, esta vez arrodillada en el interior de un probador.  Tampoco necesito decir que tuve que comprar el conjunto de lencería y, una vez más, pagar en efectivo para evitar el que mi nombre quedara involucrado y expuesto en una compra con tarjeta…, con la tarjeta de Damián, por cierto, de la cual yo tenía una extensión.   Nos intercambiamos, por supuesto, los números de celular con la vendedora; lo cómico del asunto fue que ni siquiera le pregunté su nombre al momento de agendarla y recién entonces caí en la cuenta de que en realidad nunca lo había sabido, no sé si por no haberlo oído jamás o quizás porque, en el supuesto caso de que Franco lo hubiese mencionado,  mis oídos, selectivamente, se habían negado a registrarlo: una especie de mecanismo de defensa.  Pensé en preguntárselo directamente a ella pero finalmente no lo hice; se veía que mi negación, si era tal, seguía operando, así que la terminé agendando como “zorrita puta”.   Ella me dijo que veía a Franco esa misma noche (lo cual era, en ese contexto una noticia excelente pero a la vez y, como siempre, me llenaba de odio y de celos), así que quedé a la espera de un llamado o de un mensaje.  No lo hubo, ni esa noche ni al día siguiente…
                 La ansiedad y la desesperación me carcomían por dentro.  ¿Qué hacía esa puta que no llamaba?  Al día siguiente ya no pude esperar más y yo misma le envié un mensaje de texto, tratando de redactarlo del modo más amable que fuera posible: “Hola, ¿cómo estás¿  Perdoname que te moleste pero al final, ¿lo viste a Franco?  ¿Hablaron sobre eso?”.  Pasaron como veinte minutos y no hubo respuesta: los veinte minutos, les puedo asegurar, más largos de mi vida.  Cuando finalmente sonó el ringtone de mi celular anunciando la entrada de un mensaje de texto no pude evitar dar un salto por la ansiedad y la emoción.  Al abrirlo para leer, el alma se me vino al piso: “Ah, hola, ¿qué tal?  Sisisisi… Perdoname que me colgué en avisarte.  Dice Franco que el bebé no es de él”.
                Así de fría la respuesta.  La desazón que se apoderó de mí fue tan grande que hasta se me cayó el celular al piso.  De todos modos y pensándolo fríamente, ¿qué podía esperarse?  Era terriblemente ingenuo suponer otra cosa.  Es más: ¿sería realmente quien Franco había dicho eso?  ¿O tal vez la turrita, lisa y llanamente, no le habría dicho una sola palabra?   Ambas alternativas eran posibles, pero, en cualquiera de los dos casos, el efecto sobre mí era el mismo: allí estaba, utilizada por una vendedora y abandonada con un niño en el vientre por un muchachito que, muy posiblemente, ya no quisiese saber nada más conmigo en su vida.  ¿Y ahora?  ¿Cuál debía ser el siguiente paso? 
                       Casi no cruzaba ya palabras con Damián.  ¿Me iba a aparecer como si nada a engañarlo diciendo que esperaba un hijo?  Estábamos, por cierto, en el peor contexto de pareja posible como para hacer eso.  Durante los días siguientes estuve terriblemente nerviosa; probé salir a caminar, ir al gimnasio, pero nada funcionaba como elemento de distracción.  Más aún: por todos lados me daba la sensación de que la gente me miraba como si estuviese al tanto de mi historia y hasta supiera que llevaba una vida en mi interior.  Más seguridad me otorgaba dar vueltas en el auto; al menos, cuando se va a una cierta velocidad, no es tan posible que la gente se detenga a mirarte y menos todavía cuando tu coche tiene vidrios polarizados.  A veces salía de noche, como si ya ni siquiera me importara dar excusas a Damián.  Un par de veces pasé, por supuesto, por lo de Franco, en una de las cuales paré el auto y me quedé allí, en la nada, acariciándome el vientre.
                     No sé en qué momento ocurrió.  Fue todo tan rápido que ni llegué a darme cuenta de nada.  La puerta del acompañante se abrió súbitamente; giré la cabeza para ver a alguien ingresar al vehículo pero ni tiempo tuve de asimilar la información porque en ese preciso instante alguien abrió también la puerta, lo cual me hizo hasta perder el equilibrio puesto que tenía el codo apoyado en la ventanilla.  Alguien me tapó la boca con una pesada mano mientras otro me atrapaba con un abrazo envolvente.  Intenté gritar, pedir auxilio, pero fue inútil: no lograba emitir sonido alguno, tal la fuerza con que me mantenían tapada la boca.
                 “Ssssh, quietita… y tranquila” – escuché decir a alguien.
                 Yo casi no podía ver sus rostros debido a la falta de luz en el lugar en el que, para mayor discreción, había estacionado el auto.  No obstante, se notaba que eran tipos mayores, tal vez de cincuenta y tantos años, así como también que se movían con un cierto profesionalismo o experiencia.  Uno de ellos me amordazó dándole varias vueltas a una cinta alrededor de mi boca y de mi nuca; me trajo a la mente el recuerdo de cuando había sido amordazada por la gordita lesbiana en el colegio pero estaba bien claro que esto era absolutamente distinto… y aterrador.  Me pusieron mis muñecas a la espalda y me las ataron con gran rapidez y sorprendente habilidad; una vez hecho eso, me levantaron como si fuera un bulto y, mientras uno de ellos pasaba a ocupar el lugar del conductor que me habían hecho abandonar por la fuerza, el otro, en el asiento del acompañante, me sentaba sobre su regazo y con sorprendente tranquilidad, se dedicaba a acariciarme las piernas.  El auto arrancó; doblamos por varias calles, todas oscuras; yo sólo rogaba porque alguien nos viera… ,pero nadie, no había nadie.  No dejaba de sorprender el grado de impunidad con que ellos se manejaban ya que ni siquiera habían tenido el cuidado de echarme al asiento trasero o en el baúl de las maletas.  Claro, tonta,… ¿para qué iban a hacerlo?  El polarizado de los cristales, aunque leve, jugaba a favor de los secuestradores.  ¿Secuestradores?  Sí, tonta, me dije en un terrible acceso de indescriptible pánico: te están secuestrando… ¿Todavía no te diste cuenta?
        

     Los tipos ni siquiera trabajaban con la cara cubierta; estaba bien obvio que conocían bien su trabajo o que gozaban de la suficiente impunidad como para practicarlo sin obstáculos.  ¿Adónde me estaban llevando?  ¿Se trataba del auto?  ¿Sería eso?  ¿Ladrones simplemente?  De ser así, seguramente me abandonarían en algún descampado y seguirían con el vehículo.  ¿O su plan sería más ambicioso e incluiría encerrarme en algún cuchitril por algún barrio periférico para pedir rescate?  ¿Pensaban en violarme?  Por cierto, la lascivia demostrada por el que me tenía sobre su regazo no ayudaba a pensar en otra cosa.  No paraba de tocarme las piernas y de franelear mi cola contra su bulto, contoneándose y haciéndome mover de tal modo de imitar una penetración.

                   “Le gusta… ¿No, doctorcita? – me decía, burlona y asquerosamente -.  Nosotros ya estamos bien informados eh… Sabemos muy bien que le gusta mucho la pija…”
                  “Vendale los ojos, pelotudo…” – intervino el que iba conduciendo el auto, tal vez molesto con su compañero o quizás resentido por no poder tocar tanto, al tener que conducir.  Así y todo y sin dejar el volante, arrojó un par de manotazos para tocarme; lo hizo con mi rodilla, luego con una teta; por último se dedicó a masajearme la concha.  El otro, entretanto, me vendó los ojos y ya no pude ver más nada; lo último más o menos conocido que registré fue que cruzábamos por uno de los puentes debajo de la General Paz: habíamos salido de capital y estábamos en provincia, por lo tanto.  Y la pregunta seguía en pie: ¿adónde me llevaban? ¿Pensarían en matarme?  La idea me producía tal escalofrío que sentía la necesidad de hablarles; hubiera deseado no tener la mordaza sobre mi boca para decirles que si lo que querían era violarme, que simplemente lo hicieran pero que, por favor, no me hicieran nada más.  ¿Y qué tal si el plan de esos tipos era completo y pensaban robarme el auto, violarme y matarme?  Todos los días se leían noticias de ese tenor en los diarios: ¿por qué mi caso debía ser la excepción?
                    Sin dejar nunca de apoyarme, el que me tenía sobre sí se dedicó a sobarme las tetas sin delicadeza alguna a la vez que me daba largos y repugnantes lengüetazos por sobre mi rostro.  Yo me removía y sacudía de todas las formas posibles; quería librarme pero me era imposible y, por el contrario, parecía que mi captor gozase aún más en la medida en que yo me resistía.  Quería hablar, pedirles por favor que se detuviesen, decirles que tenía un hijo en el vientre; quizás eso los apiadaría de algún modo.  En eso sonó un celular; provino desde mi izquierda, así que le había sonado al que conducía.
                    “Sí, ssssseñor – dijo, remarcando bien las palabras una vez que contestó – ya la tenemos y la llevamos para la clínica, je… Y… más vale, papá… vos pagás por un trabajo y nosotros lo hacemos… Y… eh, ahí está; se resiste un poco la yegüita pero la tenemos en ablande, jaja… Entendido… Sí, sí, deciles que en… no sé, media hora, estaremos por ahí… cuarenta y cinco minutos a más tardar… Ok, estamos al habla… y tranquilo que va todo bien…”
                 Yo ya no cabía en mí del terror que sentía.  ¿Con quién había hablado?  Lo de “papá” había sido, claramente, un trato más callejero que familiar.  Fuera con quien fuese, resultaba harto evidente que me estaban secuestrando y que todo respondía a un plan.  ¿Cuál era ese plan?  Imposible saberlo; en ningún momento habían hablado nada de dinero o de pedir un rescate pero cabría también suponer que no dirían mucho por teléfono o en mi presencia.  En mi desesperación, vendada y amordazada como estaba y vejada como lo estaba siendo, intenté hacer una lectura positiva de esa posible “reserva” al hablar: si no querían decir mucho en mi presencia, bien podía significar que no tenían en sus planes matarme.  Al menos…, no por ahora…
                  No sé durante cuánto tiempo anduvimos en la noche.  El que conducía había hablado de media hora o cuarenta y cinco minutos pero me dio la impresión de que fue más.  No pararon de divertirse en ningún momento a mi costa, toqueteándome y franeleándome en las partes más íntimas y del modo más inmundo imaginable.  Ya para esa altura yo  comenzaba  a pensar que, después de todo, si me mataban, sería lo mejor que podría pasarme.  Vaya a saber qué era lo que me esperaba.  Habían hablado de una clínica… ¡Una clínica!  ¿Qué era lo que tenían en mente para mí aquellos dos monstruos o el psicótico degenerado que había hablado por teléfono con el conductor un rato antes?  De pronto el auto se detuvo…
                “¿Qué pasa? – preguntó el que me tenía sobre sí -.  Ya estamos a un par de cuadras, ¿o no?  ¿Por qué paramos acá?”
                 “Ssssh, esperá pelotudo – le calló el otro -.  Estaba pensando que en un ratito tenemos que entregarla y si vamos a jugar un poquito con ella el momento es ahora porque después no vamos a poder”
                  “Tenés razón.  Cuando salga de ahí va a estar inservible y, además, me parece que en cuanto nos paguen la platita, nos dan el raje”
                   ¿Inservible?  ¡Dios mío!  ¿Qué pesadilla me esperaba en esa “clínica” de la que habían hablado.
                   “Muuy bien – dijo el conductor, en tono de falsa felicitación -.  Lo entendiste, la concha de tu hermana… Ahora, allá nos están esperando y si tardamos mucho es como que se van a impacientar…”
                   “Hmmm…, sí, ¿entonces?”
                   “Entonces… lo que yo digo es que no hay tiempo para que nos la cojamos los dos.  Para hacerlo rapidito vamos a tener que hacer el dos por uno…”
                  “Jejeje – rió el que me tenía atrapada, acercando deliberadamente su boca a mi oído y arrojándome una bocanada de aliento fétido; estaba claro que no debía cepillarse los dientes jamás -.  El dos por uno…”
                 “Bueno… – dijo el otro -, va a haber que sacarle la mordaza entonces…”
                  “¿Y la venda también?”
                  “No, pelotudo… No necesita ver para tragarse una pija…”
                   “Jejeje, es cierto – recibí una palmada en la cola -.  Bueno, entonces, ¿quién se la coge por la boquita y quién por la conchita?”
                  El dos por uno…  Ahí fui cuando entendí todo.  Manejaban un cierto lenguaje carcelario, ya que así se conoce a un beneficio que se le otorga a algunos condenados a través del cual, en casos de buena conducta, un año de condena cumplida se computa como dos… De todas las locuras vividas hasta el momento desde el día en que Franco entró a la revisación, ésta era, sin dudas, la peor.  Por mi cabeza desfilaron mil imágenes, incluso la del propio Franco, la de Sebastián, Jona, el playero sin nombre, Damián, mis padres, mis profesores en la Universidad… ¡Dios!  Cómo deseaba que alguien de todos ellos pudiera estar allí para ayudarme, pero… la realidad era que yo me hallaba a merced de dos maníacos dentro del habitáculo de mi auto en algún lugar impreciso del conurbano en donde la posibilidad de recibir auxilio de cualquier tipo se reducía virtualmente a cero. 
                  “Vamos a lo más simple y corto – sugirió el que conducía -, así como la tenés, es más fácil que me chupe la pija y vos encargate de pegarle un garche…”
                  “Jejeje, me gusta, me gusta la idea – otra vez el aliento fétido sobre mi rostro e incluso me pareció sentir algunas gotitas de baba cayendo sobre mi hombro y mi cuello -.  Pero… vamos a hacerla mejor… – me apoyó una mano en el vientre -.  La doctora espera un bebé, ¿verdad?  Una mamita muuuy sexy… Para no hacerle daño en la pancita, me la voy a coger por el culo, jaja… Es buena idea, ¿no?”
                  Otra vez el asqueroso lengüetazo en pleno rostro.  Yo no salía de mi espanto ni de mi asombro.  ¡Sabían todo!  ¡Estaban al tanto de mi embarazo!  Por debajo de la venda, los ojos se me llenaron de lágrimas.  Sin ninguna delicadeza, alguien me arrancó la mordaza haciéndome emitir un grito que, al parecer, no les preocupó en demasía.  O no había nadie alrededor o bien se movían en un área, para ellos, protegida.  Con violencia me tomaron por los cabellos y empujaron mi cabeza hacia abajo hasta que sentí en mi trompa el contacto con una verga maloliente que, deduje, sería la del conductor.  Mientras ello ocurría, el otro hurgueteaba con sus dedos por debajo de mi falda y se encargaba de bajarme la tanga para, acto seguido y sin lubricación alguna, empalarme por el culo.
              Yo no daba más.  Ya no sabía cuál dolor era peor, si el físico, el psicológico o el espiritual.  Me sentí más degradada que nunca: aquello que me estaba ocurriendo hacía creer que todo lo que había sucedido hasta entonces era nada más que un simple juego de niños.  Ni caminar en cuatro patas para llevarle el dinero a Franco, ni ser sometida a todo tipo de manoseos y tratos por parte de una adolescente lesbiana, ni ser el objeto de diversión de cuatro adolescentes alcoholizados y drogados, ni ser desnudada por una vendedora de tienda a la cual tuve luego que practicar sexo oral: nada de eso, ni mínimamente podía parecerse a lo que me estaba tocando vivir en ese momento dentro de mi propio auto.  Allí no había ninguna tormenta interna; no estaban el sí y el no librando una batalla campal en mi interior: yo sólo quería salir de ahí…
              “Vamos, vamos, putona… Así, haceme acabar” – decía el que ahora tenía su pija dentro de mi boca mientras me sostenía por la nuca de tal modo de casi no dejarme inspirar otra cosa que no fuera el olor fétido de sus genitales sin aseo alguno.
               “Uy, qué bien que va por ese culito…” – decía el otro sin parar de bombearme por detrás.
                 Aunque a mí se me hizo eterno, fueron rápidos; era obvio que estaban apurados.  Uno acabó dentro de mi boca y el otro dentro de mi cola casi al mismo tiempo.  Jadearon y gritaron de tal modo que terminé de convencerme de que debíamos estar en una zona descampada.  El que estaba al volante me tomó por los cabellos y alzó mi cabeza como si fuera una bolsa y, a la vez, como si se sacara una molestia de encima.  El otro me tuvo empalada por un rato más, incluso cuando el auto ya había iniciado su marcha nuevamente.  Volvieron a amordazarme.
               Unos minutos después el auto se detenía.  Estuvo un rato con el motor en marcha como a la espera de algo (¿de que le abrieran un portón tal vez?); al rato reanudó la marcha pero me dio la sensación de que sólo anduvo unos metros.  Se abrieron las puertas del coche y, en cuestión de segundos, yo era arrastrada fuera del mismo y luego obligada  a caminar mientras uno de mis captores me llevaba por una axila y el otro por la otra.  Alguien se acercó y les habló; la entonación y hasta la forma de hablar me sonaron como si se tratara de alguien bastante más educado o, al menos, con más instrucción; no parecía pertenecer al mismo ambiente marginal que ellos.
              “¿Y, muchachos? – preguntó -.  ¿Ningún problema?”
              “Ninguno, maestro… Ya te avisó que veníamos, ¿no?”
              “Sí, sí, ya estábamos al tanto”
               O sea: no era el mismo que había hablado por teléfono con el conductor.  ¡Mi Dios!  ¿En qué clase de red había yo caído?  ¿Cuántos eslabones o jerarquías había en aquella organización?
               “Bueno…, pasen a la salita – ordenó, siempre con su tono extraña y sorprendentemente educado -.  La doctora está esperando…”
               ¿La doctora?  ¿Hablaban de mí o de alguien más?  La realidad fue que me sonó más como lo segundo.  Una doctora… Mi terror a cada instante crecía más… ¿En dónde estaba?  ¿A quién me estaban entregando?  Me puse a repasar el diálogo telefónico en el auto y, en efecto, habían hablado de una clínica. ¿Sería entonces con esa supuesta “doctora” con quien hablaban?  No, no cerraba: el que conducía el auto había llamado a su interlocutor “señor” y hasta había utilizado la expresión “papá”; por otra parte, en todo momento de la conversación telefónica me había dado la sensación de que quien estaba al otro lado de la línea se comunicaba desde un lugar que no era el mismo hacia el cual estábamos yendo.  De hecho, habían hablado de avisarle a alguien…
               El retumbar de los pasos, sumado al hecho de que los dos tipos marchaban a mi lado casi estrujándome como si fuera una salchicha, me daban la pauta de que marchábamos a lo largo de un pasillo angosto.  Me arrastraban de tal modo que mis pies casi no tocaban el suelo; sólo cada tanto se oía el golpetear de mis tacos contra el piso.  Traspusimos una puerta, eso se notó… Ignoro a qué tipo de ambiente habíamos pasado, seguramente el que habían llamado “la salita”, pero les puedo asegurar que el miedo que yo sentía era tal que me hice pis encima; no pude evitarlo.
                 Una voz de mujer, aunque de timbre muy grave, retumbó en la habitación.
                 “Pónganla sobre la camilla… Atada de pies y manos” – ordenó, en un tono que evidenciaba tener una cierta autoridad o jerarquía en aquel lugar de pesadilla al que me habían llevado.
                   Sin objetar absolutamente nada, uno de mis captores me soltó las manos que yo llevaba atadas a la espalda; ello no significó, sin embargo liberación alguna ya que me sostuvieron por los codos de tal modo que no pudiera mover mis brazos ni aún desatada.  Luego me cargaron en vilo entre ambos y me echaron pesadamente sobre una durísima camilla.  Acto seguido, sentí cómo me aferraban nuevamente por las manos y ataban mis muñecas a ambos flancos de la camilla sobre la cual me hallaba.  Luego hicieron lo mismo con mis tobillos, dejándome con las piernas bien abiertas.  Uno de ellos advirtió que me había orinado y lo hizo notar, divertido.
                   “Siempre pasa eso con estas putitas – acotó la mujer -.  Ahora resulta que tienen miedo, lloran, patalean, les duele, se mean, se hacen caquita, pero bien que cuando tuvieron que abrirse de piernitas para dejarse culear ni se quejaron”
                   La voz sonaba como de mujer mayor: tal vez sesenta años o más y, no sé por qué, se me antojó voluminosa o gorda, quizás por el tono grave.
                  “Bien – dijo -.  Fuera; déjenme sola con la paciente”
                  ¿Paciente?  ¡Qué modo extraño de verme!  No puedo describir el pánico que yo sentía, aumentado por el hecho de que no podía ni siquiera ver lo que se cernía sobre mí ni tampoco hablar para pedir clemencia.  El lugar olía mal: húmedo y nauseabundo, como a algo en descomposición.  Uno de mis captores, el mismo que me había tenido en su regazo y que luego me había cogido por el culo, se acercó a mi oído:
                 “Adiós, doctorcita… Fue un placer enterrársela en el orto…”
                 Y otra vez el detestable lengüetazo en mi rostro, sumado a un desagradable beso que pretendió ser de despedida.    Puede sonar increíble al lector, pero cuando escuché la puerta cerrarse y supe que los dos monstruos se habían retirado, me sentí aún más desprotegida que antes.  Ahora estaba sola, en aquella lóbrega y maloliente habitación a la que llamaban “la salita”, con una mujer que bien podía ser un monstruo aún peor que los dos rufianes que acababan de marcharse.  Escuché sonidos que, debido a mi entrenado oído profesional, logré reconocer como de instrumentos quirúrgicos.  Un nuevo ataque de terror se apoderó de mí y me sacudí con violencia en la camilla, haciendo esfuerzos denodados por conseguir liberar alguna de mis manos o, siquiera, alguno de mis pies.  Me moví frenéticamente, levantando mis caderas y mi espalda una y otra vez pero sin conseguir nada.  Los hijos de puta me habían amarrado bien y con tanta fuerza que hasta sentía la circulación cortarse en muñecas y tobillos.
                 “¿Qué pasa, putita? – me preguntó la mujer y juro que creí escuchar la mismísima voz del diablo -.  ¿Estás nerviosa?  No te preocupes que algo sé: soy especialista en putas como vos.  En un ratito más, esa mierdita que tenés en el útero va a ser un residuo más en la bolsa”
                  Fue entonces cuando mi cerebro acusó recibo de todo.  Claro, estúpida, ¿cómo no te diste cuenta antes?  El lugar era una clínica de abortos clandestina; la mujer sería, muy posiblemente, una falsa médica… y el plan… no era otro que despojarme de mi bebé.  Me sacudí aún con más fuerza, dando violentas convulsiones sobre la camilla y tratando de arrojar puntapiés, cosa que, por supuesto, me era del todo imposible: yo era un animal atado… Sí, un animal: finalmente tocaba el punto más bajo en el abismo hacia el que Franco me había arrojado cuando me tildara de “hembra en celo”.  Franco… claro, ahora todo cerraba perfectamente.  Bastó con que supiera del embarazo y que, encima, yo me pusiera obsesiva y molesta en llegar hasta él y hacerlo consciente de su paternidad, para que él terminara por decidir actuar por cuenta propia.  Pero… ¿él?  ¿Un chiquillo de diecisiete años podía ser capaz de interactuar con una organización que incluía espías, entregadores, secuestradores y médicos abortistas?   Sonaba a locura, desde ya.  Mucho más posible, en cambio, era que quienes habían tramado y pergeñado todo eso fueran sus padres.  Aun sin conocerlos, más de una vez yo había pensado en ellos o en cómo pudieran llegar a reaccionar ante la noticia de que Franco esperaba un hijo.  Como ocurría, en general, los padres de los alumnos de ese colegio eran  gente adinerada o más o menos acomodada económicamente.  Como tal, tendrían los contactos suficientes como para armar todo aquello.  Más que posiblemente, habría bastado que el nene se apareciera diciendo que había una doctora mala que le quería encajar un hijo para que ellos se pusieran en campaña para sacarme de en medio o, cuando menos, lograr que ese bebé ya no existiese.   Así era como terminaba todo finalmente: cuán distinta era mi vida de cómo había sido hasta sólo un par de meses atrás.  Cuán alto terminaba siendo el precio a pagar por haber cedido a la tentación carnal y haberle sido infiel a mi esposo, al que alguna vez había jurado fidelidad.  Abatida y maniatada sobre esa camilla, hasta me puse a pensar si en verdad no me lo tendría merecido.
               Pude sentir los pasos y la pesada respiración de la mujer cerca de mí y me estremecí de la cabeza a los pies.  Me tocó el vientre, como si palpara el material a tratar.  Luego pude sentir el frío de un objeto filoso y metálico apoyándose contra la cara interior de uno de mis muslos.  Fue apenas un roce pero pude darme cuenta de que se trataba de un bisturí o de un escalpelo.  A continuación, escuché el crujir de la tela al rasgarse y me di cuenta que la mujer estaba cortando mi falda por el frente.  Luego tanteó en el hueco entre mis piernas y tocó mi tanga.
                 “Esas bombachitas que se ponen ahora…, bien de putas… Qué asco que me dan…” – se quejó, casi escupiendo las palabras de tanto odio.  Utilizando el instrumento que tenía en mano, cortó en jirones la breve prenda y así mis zonas íntimas quedaron totalmente expuestas para lo que se venía, fuera lo que fuese.
                Otra vez tuve un acceso de nervios y comencé a sacudirme frenéticamente.
               “Quieta, puta, quieta… – no cesaba de decirme mientras me abofeteaba el rostro sin lograr detener mis convulsiones ni siquiera de ese modo -.  No tengas miedito…, yo no mato mamis, sólo les saco la porquería de adentro.  Te aclaro, ganas no me faltan porque me dan asco cuando son tan putas como para andar regalándose y abriéndose de piernas – ella seguía hablando y mis convulsiones no cesaban -. Parece que querés hacerme las cosas difíciles… Voy a tener que usar el cloroformo y ponerte a dormir… Cuando te despiertes, tu bebé va a estar en la caja compactadora de un camión, jaja…”
                No podía creerlo.  No podía creer nada de lo que me estaba pasando.  Mis ojos se llenaban cada vez de más lágrimas mientras mis muñecas y tobillos pugnaban inútilmente por liberarse.  ¡No!  No podían quitármelo, no podían hacerlo, no podían…
                En eso escuché un sonido seco y ahogado, como si algo pesado hubiera caído al suelo.  La gasa con cloroformo que yo había esperado sentir apoyarse sobre mi nariz nunca llegó y un extraño silencio se apoderó súbitamente del lugar.  No había ningún ruido: ni de instrumentos quirúrgicos, ni de frascos, ni de nada… Escuché unos pasos, pero no eran los de la pérfida doctora; no sonaban tan pesados.  Había alguien más en la habitación, pero… ¿quién?  Súbitamente pude sentir el hálito de una respiración sobre mi mejilla… y alguien que me hablaba al oído:
                  “Tranquila, doctora Ryan… – me dijo -.  Ya pasó todo.  Quédese tranquila que todo va a salir bien…”Mi cerebro se había convertido en un gran signo de interrogación.  ¿Qué diablos estaba pasando?  ¿Quién era ése que había hablado?  Y, por otra parte, yo conocía esa voz…, la conocía.  Claro, sí, era el que se había acercado cuando los dos matones me estaban bajando del auto, el que había hablado con tono algo más educado o instruido.  Aun así, habiendo logrado establecer quién era el dueño de la voz, la situación distaba mucho de estar aclarándose.  De pronto sentí que me quitaban la venda de los ojos.
                 Los abrí.  Me costó acostumbrarme a la mala luz que había en el lugar, sumado al hecho de que tenía los ojos entumecidos y llorosos.  La habitación era tal como la había imaginado, por lo menos la parte que, echada de espaldas contra la camilla, llegaba a ver: manchas de humedad poblaban el techo y las paredes.  A pocos centímetros de mí, un rostro: un hombre de treinta y cinco o cuarenta años me miraba fijamente con unos ojos verdes que, en ese momento, se me antojaron tristes y hasta piadosos.
               “Te voy a sacar la mordaza – me dijo -, pero no tenés que gritar… Si lo hacés, estamos en el horno, ¿entendiste?”
                Las cosas cambiaban su curso con tanta rapidez que no me permitían acostumbrarme a cada cambio, pero aun así entendí que ese hombre quería ayudarme y, como tal, lo menos que podía yo hacer era colaborar.  Asentí con la cabeza y él hizo lo mismo.  Me quitó la mordaza con la mayor delicadeza posible, tratando de no hacerme doler.
                “Mi nombre es Silvio” – se presentó: extraño contexto para una presentación en realidad.
                 Yo no conseguía articular palabra; era como si mi boca aún siguiera amordazada.  El hecho de haberla tenido encintada durante tanto rato se combinaba con la incomprensión que, en ese momento, hacía presa de mí.  Podía hablar, sí,  pero…, ¿qué podía preguntar o decir?  Más bien dejé que el sujeto hiciera lo suyo y, en efecto, se dedicó a soltar las ligaduras, primero de mis manos y luego de mis tobillos.  No puedo explicar el alivio que sentí: fue como si mi sangre volviera a correr por mis extremidades.  Él me colocó una mano por debajo del hombro y me instó a incorporarme.  Me senté sobre la camilla y tuve una visión aún más completa y aterradora del lugar en que nos hallábamos.  Ninguna higiene: manchas de humedad por las paredes y de sangre seca en el piso, una mesa sobre la cual se amontonaban varios instrumentos quirúrgicos en algunos de los cuales se apreciaban, incluso, manchas de óxido… y un montón de bolsas de residuos (¿para los fetos, tal vez?).  Pero lo más estremecedor de todo fue ver a la mujer en el piso; estaba allí, aparentemente, sin sentido: no era gorda como la había imaginado, pero sí maciza y robusta.
                   “Le tuve que dar cloroformo – explicó mi misterioso salvador -.  Ella estaba a punto de usarlo con vos, pero…, le gané de mano, je…”
                   Caballerosamente, me ayudó a bajar de la camilla.  Yo aún seguía atontada y desconcertada por la marcha de los acontecimientos y los cambios que se daban a cada momento.
                     “Tenemos que salir de acá” – me dijo -.  Voy a espiar que no haya nadie en el pasillo y, si es así, conozco un camino alternativo…”
                      Se acercó a la puerta de la habitación y la entornó un poco para otear fuera de la misma.
                      “Está despejado – anunció, como si diera un parte de guerra -.  Vamos…”
                     Apenas empecé a caminar para tratar de seguirlo, me encontré en problemas.  Mis tobillos me dolían por haber tenido que soportar durante tanto tiempo las ceñidas ligaduras y, por otra parte, los tacos hacían ruido.
                    “Yo te diría que te descalces – me dijo -.  No es sólo el ruido, es que además vamos a tener que movernos rápido…”
                   Haciéndole caso, me quité el calzado; un instante antes de hacerlo, tuve que resistirme a la tentación de propinarle un puntapié en pleno rostro a la mujerona que yacía, sin sentido, en el piso.  Fue como si él me hubiera leído la intención:
                     “Dejala – me dijo -.  Vamos, rápido…”
                     Una vez que estuve descalza, le seguí los pasos.  Debo confesar que me produjo un fuerte estremecimiento tener que caminar sobre manchas de sangre pero la situación ameritaba, en ese momento, dejar de lado todo prejuicio higiénico.  Estuve a punto de dejar mis zapatos allí, pero él me hizo seña de que los llevara.
                     “Es mejor que no dejes nada tuyo acá… Vamos” – me urgió.
                      Salimos al pasillo, me tomó por una mano y echamos a correr hacia la izquierda.  Algunas puertas jalonaban el estrecho y lóbrego corredor pero todas estaban cerradas.  Nos desviamos luego por una puerta no menos estrecha que estaba justo debajo de una escalera.  Un nuevo pasillo se abrió ante nosotros pero ahora a cielo abierto; por encima de nosotros estaban las estrellas.  Una vez finalizado el corredor, salimos a una especie de gran patio que, por lo poco que podía verse bajo la luz de la luna, daba aspecto de abandono: aquí y allá poblaban el piso algunos escombros y trozos de metal desparramados, en tanto que ocasionales matas de pasto crecían en las juntas de los baldosones.  Corrí, casi a ciegas, siempre siguiendo al misterioso sujeto, mientras rogaba por no clavarme nada en la planta del pie.  Una vez que dejamos atrás el patio de baldosas, salimos a un gran descampado lleno de malezas: una nueva tortura para mis pies.  Llegamos a un gran tinglado sin paredes y sostenido sólo por columnas de ésas que se dividen en varios cuerpos, como las antenas de las emisoras de radio.  Había allí estacionados unos tres vehículos y nos dirigimos hacia un Volkswagen Tiguan: el sujeto me abrió la puerta del acompañante para que me subiera y fue, luego, presuroso, a tomar el lugar del conductor.  En cuestión de segundos salíamos por una calle de tierra que, en determinado momento cruzaba una alcantarilla a modo de puente sobre lo que parecía un gran zanjón o tal vez un canal.  De allí pasamos a otra calle de tierra que bordeaba precisamente ese zanjón y ello me permitió tener, a la luz de la luna, una visión algo más abarcativa del lugar que acabábamos de dejar y del cual procurábamos poner distancia.  Realmente el edificio parecía un galpón abandonado, sin que hubiera trazas de actividad alguna: era imposible pensar que allí pudiese funcionar  una clínica de abortos ilegales pero, claro, supongo que el objetivo era precisamente que así fuese.
               Durante bastante rato no hablamos palabra.  Silvio mantenía la vista en el camino y pisaba el acelerador a fondo aun a pesar de hacer sufrir al vehículo violentas sacudidas en pozos y huellones; claro, la idea era alejarnos lo más rápido posible de aquel infierno de pesadilla del cual huíamos.  Pronto estuvimos en lo que parecía ser una ruta o, cuando menos, un camino asfaltado y comencé a sentir un cierto alivio: era como si de a poco recobrara el contacto con la civilización.
              “¿Estás bien? – me preguntó él girando la vista hacia mí durante un fugaz instante.
               “S… sí, dentro de lo que se puede, sí” – contesté.
               Mi respuesta era de lo más lógica.  En una misma noche y en el lapso de un par de horas había sido secuestrada, violada por detrás, y obligada a practicar sexo oral para luego ser maniatada sobre una dura camilla con el objeto de ser sometida a un aborto ilegal que, gracias a Dios y a aquel sujeto misterioso que guiaba el auto, no se concretó.  Silvio tomó un atado de cigarros de la guantera y me extendió uno.  No soy fumadora compulsiva pero se lo acepté: una noche tan extraña y traumática como la que acababa de vivir ameritaba el vicio. 
                “¿Quién sos? – pregunté -.  ¿Y por qué me salvaste y me sacaste de ese lugar?”
                 “Como te dije, me llamo Silvio – respondió entre dientes, mientras encendía su cigarrillo -.  Y si querés saber algo más, te puedo  decir que trabajo como detective…”
                  Lo miré estupefacta, tratando de interpretar si sus palabras iban en serio o en broma.  Él detectó mi perplejidad y me dirigió una rápida mirada de soslayo.
                 “Te maté con ésa ,¿no?  ¿Sorprendida, doctora Ryan?”
                  Yo continué mirándolo fijamente.
                  “¿Esto que acabas de hacer es entonces para vos parte de un simple día de trabajo?” – le pregunté.
                  “No – blandió en señal de negación los dos dedos en los cuales sostenía el cigarro -.  No hago este tipo de cosas por lo general…”
                   Caímos a una autopista, a la cual creí reconocer como la Ricchieri, con lo cual quedaba en claro que había sidollevada hacia el sudoeste de la capital.  Un nuevo silencio se volvió a producir entre nosotros y él me echó una mirada de reojo, quizás para comprobar que me hallaba bien.  Me pareció que bajó un poco la vista hacia mi entrepierna y luego la desvió, probablemente avergonzado.  Yo también me avergoncé, porque cobré conciencia en ese momento de que me hallaba prácticamente desnuda: no tenía bombacha, pues la horrenda mujerona me la había destrozado y tampoco mucha cobertura por delante ya que mi falda estaba abierta en dos, colgando en sendos jirones sobre mis caderas.  Me llevé las manos a mi sexo para cubrirme.
                    “Se va a complicar hacerte entrar en el edificio, así como estás – señaló él -.  Espero que no nos crucemos con nadie…”
                    “¿Adónde estamos yendo?” – pregunté intrigada.
                    “Quiero mostrarte mi lugar de trabajo…”
                     “Ajá… ¿y para qué?”
                    “Vas a entender algunas cosas…”
                     Otra vez se produjo un momento de silencio.  Lo miré:
                    “Te contrató la familia de Franco, ¿no?” – le interrogué.
                      Simplemente dio un par de pitadas a su cigarrillo.
                      “Esperá a llegar… – dijo, secamente, aunque con amabilidad -.  Allá vas a entender todo…”
                       “¿Y por qué te echaste atrás?” – le espeté, continuando con mi interrogatorio.
                       “¿Echarme atrás?   No entiendo…” – dijo él, sacudiendo la cabeza.
                      “Claro, me sacaste de ahí, pero hasta unos minutos antes estabas con ellos.  Recuerdo bien tu voz…”
                   Cabeceó pensativamente.  Arrojó el cigarro por la ventanilla aún sin haberlo terminado.
                   “Es que… la cosa se fue muy a la mierda… – dijo, en tono de lamentación -.  Y hay cosas que no me las banco…y, como te dije, no las hago…”
                  “¿Y por qué habías accedido a hacerlas entonces?  Digo… antes de arrepentirte, claro…”
                    Haciendo el clásico gesto para hacer referencia al dinero, frotó dedo pulgar contra índice.
                   “Lo de siempre… – contestó -.  Buena platita.  Pero… cuando estás adentro te das cuenta que hay límites que no podés cruzar sólo por un billete…”
                     “¿Por qué lo decís? ¿Secuestro, violación, aborto ilegal?  ¿Cuál de ésos es tu límite?”
      

             Me miró con una sombra de lástima en los ojos.

                    “Te violaron, ¿no?… Lo siento, de verdad.  No era algo que pensé que pudiera ocurrir… Lo que empezó como un simple trabajo por encargo, terminó en una gran locura… y mi trabajo es, habitualmente, bastante más simple y, si se quiere, más ético que eso…”
                     Entramos a la General Paz y marchamos hacia el norte; bajamos en Gallardo, a la altura de Liniers y luego nos movimos en dirección al barrio de Versalles.  Entramos a un edificio que, por suerte, tenía cochera.  No había nadie en el lugar.  Para mayor seguridad y dada mi casi desnudez, fuimos por las escaleras en lugar de por el ascensor.
                   “Nadie usa las escaleras a esta hora” – explicó él.
                   Conté tres pisos hasta llegar a lo que parecían ser sus oficinas; daba la impresión de tratarse de un semipiso.   El lugar estaba realmente bien puesto, muy posmoderno y con varias computadoras, además de monitores y un enorme plasma.  Me invitó a sentarme en una mullida silla giratoria frente a un escritorio y él pasó a ocupar el otro lado, no sin antes darme un vaso de agua.  Por pudor, me crucé de piernas.
                   “Tranquilizate – me dijo -.  Fue una noche muy agitada, pero quiero que estés bien para esto…”
                    “Estoy bien – repuse con energía -.  Ahora decime lo que me tengas que decir”
                   Asintió, pensativamente.
                   “Más que decir, tengo que mostrarte” – dijo y le dio arranque a una de las tantas computadoras que allí se veían.  Un monitor se encendió a un costado del escritorio e instantes después él rebuscaba con el mouse entre una serie de archivos.  Hizo doble clic sobre uno.
                    Cuando por fin la imagen se abrió y el programa predeterminado comenzó a ejecutar el archivo, la mandíbula se me cayó completa.  Allí estaba yo, con el dinero en la boca, marchando en cuatro patas hacia Franco.  La conmoción fue tal que comencé a respirar con dificultad.
                   “¿Vos tenés eso? “ – le pregunté, abriendo de par en par mis ojos por la incredulidad.
                   “Y esto” – respondió, dando doble clic a otro archivo para que, a continuación, mis aún descolocados ojos me viesen a mí misma haciendo subir a mi auto al chico de la estación de servicio, justo en la puerta del maxikiosco.
                    “O esto” – agregó.
                     Y aparecí otra vez yo, siendo penetrada analmente por el flaco en la fiesta con los cuatro adolescentes.
                      Yo no salía de mi asombro.  Mis piernas temblaban.  Dos de las filmaciones ya las había visto pero, a la sorpresa de saber que aquel extraño las tenía en su poder se agregaba la de que alguien me había filmado en la calle cuando, en plena madrugada, había hecho subir a mi auto al chico del combustible.
                   “Acá tengo otra” – dijo Silvio, volviendo a hacer doble clic y a continuación vi la imagen de mi auto entrando en un hotel, que rápidamente reconocí.  Era el de la colectora en el acceso oeste y la imagen correspondía, obviamente, a la noche en que me llevé allí a Franco…
                    “Y tengo más…” – siguió diciendo.  Y en la medida en que se fueron abriendo nuevos archivos y nuevas ventanas, me vi a mí misma enfundada en guardapolvo y tocando el timbre en la casa de Franco en una imagen que reconocí como correspondiente al día de aquel fatídico almuerzo.  En otra me vi hablando con Franco en la calle y luego invitándolo a subir a mi auto; era el día aquél del accidente y esa escena se había producido sólo un rato antes de la entrada al telo de la colectora.  Es decir, me habían seguido, vigilado, fotografiado y filmado por todos lados… Fue como si en sólo un instante se hubiera hecho trizas para mí cualquier concepto medianamente asociable con “vida privada”.  Un dolor comenzó a apretarme el pecho.   Me sentía consternada, dolida y pillada como una niña a la que han descubierto en sus travesuras, pero claro, siendo yo una mujer adulta, casada y profesional, la sensación de humllación que ello producía era cien veces mayor.
                    “¿Es… esto lo que hacés habi…tualmente?” – pregunté, con la voz queda y algo quebrada.
                    “Claro.  Por eso te decía: yo no hago secuestros ni abortos ilegales; no estoy en esa movida”
                     Me llevé dos dedos al puente de la nariz a la vez que bajaba la vista.
                     “No entiendo… ¿La familia de Franco te pagó por hacer todo este trabajo?”
                    “Nunca dije que hubieran sido ellos, doctora…”
                    Le miré fijamente, cada vez más confundida.
                    “Yo le dije que mi trabajo no son los secuestros ni abortos ilegales ni nada de eso; nunca me enganché con toda esa mierda – continuó explicando -.  Mi trabajo es mucho más inocente que eso, doctora… Y, según como se lo vea, hasta puede decirse que le hago un bien a la comunidad…”
                   “¿Te podés explicar, por favor?  No estoy entendiendo nada…” – mi tono revelaba estar empezando a perder la paciencia.
                   “Hmm, bueno, verás… Hay muchas esposas que tienen dinero y que sospechan que sus maridos no se están portando realmente bien… Y también maridos que sospechan de sus esposas… Ahí es donde entra mi trabajo: yo descubro lo que necesiten saber y les saco todas las dudas… De esa manera, se quitan las vendas de sus ojos y una vez que se enteran de lo que realmente son sus parejas, la decisión es de ellos: o perdonan o les dan una olímpica patada en el orto…”
                      De pronto sentí un sacudón interno y di un respingo en la silla que ocupaba como si todas las fichas me cayeran juntas.
                     “¿Damián? – pregunté, casi ladrando el nombre -.  ¿Me estás diciendo que te contrató Damián?”
                     “Sé que no es la noticia más linda que quisieras recibir en este momento – dijo tristemente -, pero sí, fue él…”
                     Me tomé el rostro con ambas manos; todo me daba vueltas.
                    “¿Te sentís bien? “ – me preguntó.
                   “¿Cuándo? – repregunté sin hacer caso a su interrogante -.  ¿Desde qué momento comenzó todo esto?”
                   “Al día siguiente del día en que le mamaste la verga a Franco en el colegio… – pareció ruborizarse al decirlo -; en fin, mil disculpas por decirlo de ese modo…”
                    “¿Y cómo se enteró?  ¿Por qué sospechó?” – volví a la carga, haciendo caso omiso de sus disculpas.
                   “Bueno…, una… compañera de trabajo de tu marido, una preceptora, en realidad… Ella fue la que los escuchó y le fue a él con el cuento …”
                    Claro, la maldita preceptora había oficiado como buchona.  De hecho, tanto ese día como otros me había parecido imposible que los gemidos y gritos no se oyeran fuera del aula y, más de una vez, viendo la expresión de ella, me había dado la impresión de que se hacía la tonta, pero traté, en aquellos momentos, de pensar que era sólo mi paranoia.  Estaba obvio que los gritos se habían escuchado y, dado que ella tenía su preceptoría de manera contigua al aula que yo ocupaba, se convirtió en testigo privilegiado.  Ahora lo que me preguntaba era si sólo lo habría puesto al tanto a Damián o le habría ido con el chisme también a más gente.  Difícil era creer que hubiera dejado pasar un rumor tan jugoso y atrayente.
                    “Pero,.. ¿cómo tenés esa filmación entonces?  Me refiero a la del primer día…”
                   “Acceder a un teléfono celular es fácil para mí… – dijo -.  Es mi trabajo, no te olvides.  La tecnología puede ser muy útil pero tiene un gran problema: deja rastro.  Yo me manejo con contactos adentro de todas las compañías de telefonía celular, a los cuales, obviamente, siempre hay que pagarles.  No fue difícil dar con el número de Franco y, como al otro día, por lo que parece, una compañera del curso le sacó el celular y se envió el archivo a sí misma, desde ese momento la filmación fue totalmente vulnerable… Lo demás ya lo sabés,  ahí lo tengo…”
                    Yo no salía de mi asombro.  No podía creer que cada vez encontrara un nuevo límite para mi capacidad de sorpresa.
                   “Y… entonces, si tenés acceso a cualquier teléfono celular – dije -, supongo que eso quiere decir que…”
                  “Sí, sí, al tuyo también – dijo, mientras abría otro archivo -.  Acá están todos tus mensajes de texto, por ejemplo… Y también chequeé la ubicación geográfica de tus llamados cuando decías que estabas atendiendo a una mujer enferma, que había muchas escaleras y cosas por el estilo…”
                  “Y… la grabación de audio que recibí, entonces…”
                  “¿Cuál?  ¿Ésta?” – inquirió al tiempo que clicaba sobre un nuevo archivo y sólo una fracción de segundo después se escuchaba mi propia voz pidiéndole por favor a Franco que me hiciera la cola.
                   No puedo describir lo que estaba sintiendo en ese momento.  Vergüenza.  Estupor.  Impotencia.  Y estupidez,… mucha estupidez por haber creído que estaba logrando engañar a mi marido en sus narices cuando la realidad marcaba que ya hacía rato que me tenía totalmente vigilada.
                  “Pero… y entonces… si lo sabía, ¿por qué prolongó esto durante tanto tiempo?”
                    “Para juntar más material y así hacerte mierda y dejarte en pelotas…” – contestó fríamente
                  “P… ¿perdón?”
                  “Claro.  En el caso de un reparto de bienes gananciales, él tiene que reunir la suficiente cantidad de pruebas como para demostrar que vos no te portaste bien.  Si una de las partes ha sido desleal con la otra y ha faltado a los votos conyugales, ello incide desfavorablemente sobre ella para  los jueces en el momento de proceder a la división…”
                  Mi cabeza seguía siendo un remolino.  Claro, no era que tuviéramos tanto dinero: éramos un matrimonio de clase media pero él había cobrado hacía poco una herencia de unos ochocientos mil pesos que, me había dicho, mantendría bajo llave en un banco hasta que dispusiésemos de ella para mejorar nuestra casa o para lo que fuera que planeásemos, sobre todo el día en que llegara nuestro primer hijo: ironía del destino, ese hijo estaba por llegar, pero era mío, no de él.  Ahora bien, quedaba claro que Damián no quería repartir nada de ese dinero conmigo, ni, seguramente, tampoco la casa…, o los autos.  Pero, ¿tan frío y calculador podía él haber sido como para mantener la boca cerrada durante todo ese tiempo?  ¿Hacerme creer que nada sabía de lo que estaba ocurriendo?  ¿Cómo había hecho para aguantarse las ganas de decirme en mi cara que lo sabía todo y que yo era la peor puta del mundo?  Las siguientes palabras de Silvio aportaron, en buena medida, algo más a mi pobre comprensión.
                 “Por otra parte – continuó -, te voy a confesar una cosa.  Yo no le di todo el material a Damián de entrada; sólo muy poco: apenas algunas fotos en las que subías a Franco al auto o la grabación que escuchaste recién.  No puse en sus manos ninguna de las escenas de sexo explícito que te tuvieron como protagonista, por ejemplo.  Preferí guardarlas para mostrárselas más adelante y así mantenerlo como cliente durante algún tiempo más.  Eso también es mi trabajo: crear el gancho como para que el cliente que pidió la investigación siga motivado e intrigado y así seguir cobrando por el trabajo.  Es un error dejar caer todas las bombas desde un principio”
                 “O sea… a ver… – le interrumpí ello mientras intentaba ordenar mis pensamientos  y reacomodar un poco el rompecabezas -, volvamos a la grabación… ¿Quién me la envió entonces?  No me cierra que hayas sido vos porque eso hubiera sido echar tierra sobre tu propio trabajo…”
                 “No.  Ése fue el pelotudo de tu marido – sonrió fugazmente, pero  a la vez sacudió la cabeza con evidente fastidio -.  No se la aguantó y quiso jugar a ponerte nerviosa.  Casi lo maté cuando me dijo: el imbécil estuvo a punto de echar a perder absolutamente todo… Afortunadamente no fue así: tu calentura ayudó…”
                  Lo miré sin entender.
                “Y… es que, honestamente me sorprendió que no te detuvieras y que siguieras queriéndote coger al pendejo aun a pesar de que, al parecer, alguien te tenía vigilada… Yo habría apostado todas las fichas en que desde el momento en que te llegara ese mensaje de voz con la grabación, te irías a bajar de absolutamente todo y que te recluirías en tu casa… No fue así: sorprendente, doctora…”
                 No puedo describir la situación de vergüenza y de humillación.  Incluso ese tipo, quien hasta el momento se había presentado como educado y tratable, me degradaba de algún modo con sus comentarios y dichos, aun cuando diera la impresión de que no era ésa su intención.  Eché una mirada al monitor y a los distintos archivos que tenían que ver conmigo: toda mi vida privada almacenada y expuesta allí.
               “Supongo que te divertiste todo este tiempo, ¿no?” – pregunté con un deje de tristeza.
                 “Te mentiría si dijera que no – respondió -.  Es la parte divertida de este trabajo: ver las cosas que las mujeres casadas hacen en su vida privada.  Pero más allá de entregárselas en bandeja a los maridos cornudos, uno también tiene su costado de “voyeur” y en ese sentido  tengo que decir que la pasé muy bien con vos”
                 Cerré los ojos: no sabía si agradecerle o insultarlo por tanta sinceridad.  Debía recordar, por supuesto, que en definitiva era él quien me había salvado del bisturí de la bruja abortista. 
                “¿Y en qué momento recibió Damián el material completo?” – pregunté, intrigada.
                  “Eso fue hace un par de semanas o menos, apenas saltó lo de tu embarazo – respondió -.  Ya estando vos preñada por ese pendejo no había forma de estirar mucho más el asunto porque pronto tu marido iba a saberlo de un modo o de otro.  Así que ya llegado ese momento puse todas las cartas sobre la mesa: en un mismo día recibió todos los videos y fotografías más la noticia de que estabas embarazada”
                 “Y entonces puso en marcha el plan del secuestro… y del aborto” – aventuré.
                 “Tal cual.  Y ahí fue cuando las cosas se empezaron a ir al carajo.  Yo… acepté su propuesta por el dinero pero…, me sentí mal apenas lo hice.  Y ni hablar cuando vi ante quienes y en donde te entregaba.  Lo mío es otra cosa, otro tipo de trabajo.  Fue desagradable.  Tuve que tratar con secuestradores, con bandas clandestinas de abortistas… Por mi trabajo, obviamente, conozco gente y tengo forma de contactarlos, pero… no es que me guste hacerlo.  Prefiero no juntarme con ese tipo de lacra… Yo… siento mucho haberte metido en esto…- bajó la vista; su arrepentimiento daba la impresión de ser sincero.
               Se produjeron unos instantes de silencio; sólo se escuchaba el sonido de los ventiladores internos de las computadoras y, muy de tanto en tanto, el del ascensor.
                “¿Te puedo preguntar cuánto te pagó por esto?” – espeté, haciendo un ademán con mi mano en dirección al monitor.
               “Hasta ahora… – contestó a la vez que cabeceaba y parecía estar haciendo cuentas en su cabeza -, he recibido unos ciento treinta mil pesos.  Jamás hago trabajos por esa cantidad de dinero, te lo puedo asegurar.  Fueron noventa mil por todo esto que ves – señaló hacia el monitor – más otros cuarenta mil por hacer de contacto con toda esa mafia.  Los secuestradores habrán recibido unos cincuenta mil: son de poca monta en realidad, pero fueron lo mejor que le pude conseguir.  Y la clínica abortista le cobraba a tu marido otros cincuenta mil pero no creo que hayan llegado a ver ese dinero porque el aborto finalmente no se produjo.  Si pagó, debe haber sido algún pequeño porcentaje en concepto de seña pero siendo yo el nexo, creo que me hubiera enterado de la operación”
               Me quedé pensando.  Ahora era yo quien hacía cuentas en la cabeza.  Si se analizaban fríamente los números, finalmente no había negocio alguno para Damián.  Ya llevaba gastada poco más de una cuarta parte de los ahorros: es decir, lo que no quería compartir conmigo lo estaba entregando, a la larga a investigadores privados o a bandas delictivas.  Quedaba en claro entonces que el móvil era más que económico.  Él quería destruirme y no compartir nada conmigo, pero no le importaba tener que repartir con alguien más, ni siquiera con un hato de inescrupulosos y facinerosos.  Pensándolo fríamente, hasta podía llegar a entenderlo en algún punto y, después de todo, no era yo la más indicada para hablar de escrúpulos con lo que le había hecho.
            “¿Y ahora qué vas a hacer?” – le pregunté a Silvio.
            Me miró sorprendido; se apoyó un dedo índice en el pecho.
           “¿Yo? – me repreguntó extrañado – ¿Yo?  Echate un vistazo en cuanto puedas, doctorcita… Estás desnuda y sucia, demás está decir que sin poder volver a tu casa dada tu situación actual… ¿Y te preocupás por mí?”
             “Supongo que te metiste en un problema con esto que hiciste por mí” – aventuré.
               “Sí – asintió, enarcando las cejas y revoleando los ojos como si con sus gestos relativizara sus palabras -.  Por los secuestradores no tengo que preocuparme.  Ellos hicieron su trabajo, cobraron y se fueron.  No les importa un carajo si a los de la clínica después se les escapó la presa que ellos le llevaron… Con los de la clínica ya es otra cosa porque ellos sí perdieron tanto paciente como cliente y no vieron un solo mango.  Así que van a estar que trinan en cuanto empiecen a caer en la cuenta de que, muy posiblemente, haya sido yo quien te sacó de ahí.  Pero… – tomó su celular y lo conectó a la computadora a través de un cable USB -, yo tengo material como para hacerlos mierda, fijate…”
              Una serie de imágenes fueron desfilando por el monitor: tomas de la clínica de abortos, tanto por dentro como por fuera del edificio, incluyendo instrumental, aparatos y (lo más escalofriante de todo) algunos fetos amontonados uno sobre el otro.  ¿Cuántos abortos hacían por día en ese lugar?  Aun siendo médica y habiendo visto cosas infinitamente peores a los ojos, no pude evitar desviar la vista y hasta sentí náuseas.  Es que no era sólo lo que veía, sino el concepto contenido en las imágenes.  Cualquiera de aquellos fetos listos para ser desechados bien podría haber sido el mío; me llevé una mano al vientre con instinto maternal protector.  Le pedí a Silvio que sacara las imágenes de la pantalla y así lo hizo tras pedirme disculpas.
             “Perdón… – dijo, con evidente culpa -.  Pensé que siendo médica no te impresionaría…”
              “En esta noche fui raptada, violada y estuve a punto de ser sometida a un aborto ilegal por una carnicera.  Eso es demasiado hasta para una médica… Ahora, volviendo al tema, ¿y no tenés miedo?  Una vez que presentes esas pruebas a la justicia…”
              “Ni en pedo… – me corrigió -.  A la justicia no, a los medios”
             “Ok, vos sabrás… Entonces, una vez que hayas presentado eso, ¿qué te hace pensar que no te van a hacer boleta?”
             “Nada…”
            “¿Y entonces?  ¿Vas a correr el riesgo de todas formas?”
             En lugar de contestar, tomó un portarretratos de encima de su escritorio y lo giró hacia mí.  En la foto estaba él abrazado con una mujer realmente muy bonita, de cabello castaño y ojos marrones.
               “¿Es tu esposa?” – pregunté.
               “Era…”
               “¿Qué pasó?  ¿Sos separado o…?”
                 “Separado, sí”
                 Sonreí.  Eché un vistazo a los monitores y colecciones de archivos.
                 “Supongo que todo esto no debe ser muy fácil para una esposa… – dije -. Es decir, ser la mujer de un detective es lo mismo que vivir bajo el ojo de una cámara…”
                   “Sí, eso es verdad – concedió -.  Pero no era eso lo que te quería mostrar”
                   Levanté las cejas sin entender y volví a mirar hacia la foto.  Él trazó un semicírculo alrededor de la imagen principal de la pareja como buscando abarcar el entorno.  Parecían ser las playas de Copacabana; nunca estuve, pero ya son suficientemente identificables para cualquiera, haya ido o no.
                   “Brasil, ¿no?”
                    “Exacto – confirmó con una sonrisa de oreja a oreja -.  Mañana empiezo a desmantelar todo esto y me voy para allá”
                     En ese momento eché un vistazo a un diploma enmarcado que, justamente, acreditaba sus estudios como detective.  Correspondía a una institución de Río de Janeiro.
                   “Estudiaste allá…” – dije.
                   “Tal cual… Y me voy para allá en un par de días” – respondió.
                   “¿Solo…?”
                  “No, acompañado…”
                   Touché.  ¿Era mi imaginación o me estaba invitando a acompañarlo?  Fue como si alguien me hubiera empujado la cabeza hacia atrás.
                    “Somos tres” – agregó, siempre sonriente.
                   “No… estoy entendiendo nada, lamento decirte…”
                   “¿Pensás quedarte acá? – me espetó, asumiendo algo más de seriedad – A tu casa ya no podés volver, eso está claro… Y con todo el jaleo que se ha armado, no es seguro para vos ni para tu bebé – señaló hacia mi vientre – que te quedes en el país”
                    Otra vez el terrible remolino dentro de mi cabeza.  Lo que exponía tenía una lógica impecable, pero… ¿desaparecer de mi entorno, de mi mundo, de mis familiares y amistades?  ¿E irme con un desconocido, con alguien a quien conocía desde hacía un par de horas?   Había que concederle, no obstante, que era cierto que mi mundo estaba a punto de desmoronarse en la medida en que se volvieran vox populi mis historias sexuales y mi embarazo.  La oferta de Silvio, aunque llena de incertidumbres, quizás no fuera tan mala…
                    “Y si me voy de acá…” – comencé a decir.
                    “¡Bien! – me cortó, en tono efusivo y guiñando un ojo -.  Ya lo estás pensando, eso me gusta…”
                      “Si… me voy  de acá – retomé -, o sea… si me voy con vos… ¿Implica que seamos pareja?”
                      “No implica nada, pero tampoco hay que descartar nada…  Si, una vez allá, no querés vivir conmigo, bueno…, Brasil es grande, jaja…Y de todas formas, te repito, somos tres…”
                       Me quedé sin palabras durante varios minutos.  Dejar todo, abandonar todo, iniciar una vida en otro sitio…, ¿sería capaz?  Y, sobre todo, ¿soportaría estar tan lejos de Franco?  Un mar de dudas me carcomía por dentro pero urgía tomar una decisión.
                         Esa misma noche Silvio me permitió ducharme en el baño de su oficina.  No hizo ninguna propuesta sexual en ningún momento y me alegré: no era el mejor día si se consideraba que yo venía de ser violada anal y bucalmente.   De hecho me costaría muchos días volver a una sexualidad normal.  Al otro día, a las nueve en punto, cayó la secretaria de Silvio, una chiquilla de veintidós o veintitrés años, realmente preciosa, de cabellos castaños y ojos color miel, además de algunas pecas que contribuían a darle a su rostro un aspecto eternamente adolescente.  Muy afable y siempre sonriente, se apareció trayéndome ropa que, al parecer Silvio, sin decir nada, se había encargado de pedirle que me trajera.  Allí empecé a entender las cosas un poco más.  Apenas ella llegó se arrojó sobre él y estuvieron largo rato besándose.  La jovencita no lucía como lo haría cualquier secretaria normal: su aspecto era más bien informal y, precisamente, juvenil: no lucía tacos sino zapatillas, por ejemplo, además de unas calzas negras terriblemente ceñidas que resaltaban unos muslos perfectamente redondeados.
                       “¿Ella es la tercera?” – pregunté.
                        Silvio asintió y ambos sonrieron.  En fin, en ese momento sólo recordé las palabras que, en su momento, me había dicho la odiosa vendedora de la tienda de lencería acerca de tomar lo que la vida da, aprovecharlo y punto.  Ese mismo día pasé por mi consultorio para retirar todo lo mío.  Silvio se portó muy bien conmigo al prestarme su auto para hacerlo ya que el mío o bien estaba en casa de Damián o bien había ido a parar a algún desarmadero.  Lo que sí recuperé, y no esperaba hacerlo, fue mi teléfono celular: de hecho, Silvio lo tenía puesto que, se encargó de tomarlo de la clínica en la noche previa.  Demás está decir que no regresé a casa, pero eso sí: un par de días después y antes de tomar el avión a Brasil no pude evitar pasar por la casa de Franco una vez más.  Mantuve las puertas con seguro y ni siquiera me detuve esta vez: la experiencia del secuestro me había aleccionado lo suficiente.  Pasé, aun a riesgo de chocar otra vez casi en el mismo sitio, con mi vista clavada en la casa, esperando ver a Franco por algún ventanal o bien simplemente imaginándolo.  Arrojé un beso al aire: allí quedaba mi macho, mi único y verdadero macho, el que me había hecho entender que soy hembra antes que mujer.  Mientras pasaba con el auto frente a la casa sentí como si un extraño puente de corriente eléctrica se hubiera tendido entre la casa y mi vientre, el cual me acaricié.  No se podía, aún, por supuesto, saber el sexo de la criatura y, sin embargo, yo sabía, sí, internamente lo sabía, que sólo podía ser varón.  O mejor dicho, que sólo podía ser macho… ¿Qué nombre le pondría?  El primero que se me ocurrió fue, por supuesto, Franco, pero… era demasiado obvio.  De pronto se me ocurrió una idea.  Giré por la calle que conducía a la estación de servicio cercana a lo de Franco y, al llegar allí, divisé al muchachito sin nombre al que había, en su momento, llevado a mi casa para que me diera una espectacular cogida sobre mi cama matrimonial.  De algún modo, era como que quería, internamente, despedirme, verlo por última vez, pero no era sólo eso…En un principio, claro, no reconoció el auto pero luego se quedó petrificado, junto a los surtidores, apenas me vio.  Una vez más, yo no me acerqué a los surtidores como para cargar nafta sino que permanecí dentro del vehículo a una distancia de cuatro o cinco metros.  Saqué la cabeza por la ventanilla y le pregunté, en voz alta:
                 “¿Cuál es tu nombre?”
                   Sonrió algo estúpidamente; pareció shockeado pero, a la vez, gratamente sorprendido.  Claro, seguramente recordaba bien que yo alguna vez le había dicho que lo prefería sin nombre.  Se quedó un rato como atontado hasta que finalmente contestó:
                  “Franco”
                  No pude evitar soltar una carcajada.
                  “Jaja… ¡Me estás jodiendo!”
                  Se encogió de hombros y abrió los brazos en jarras en claro gesto de incomprensión.
                 “Me llamo Franco” – reiteró.
                  Le arrojé un beso soplado desde el auto y él me lo devolvió.  Claro, lejos estaba el jovencito de imaginar que yo me estuviera despidiendo, posiblemente, para siempre.  Puse primera y me alejé de allí.  Mientras lo hacía, no pude evitar volver a acariciar mi vientre.  Me reí.
                   “Bueno… – dije, hablando sola o, más bien, con el bebé que llevaba adentro -, yo el intento lo hice, ja…  Te vas a tener que llamar Franco entonces…”
                    Hace ya tres meses que estamos instalados en Brasil, en un lugar paradisíaco.  Silvio trabaja como detective y tiene una agenda mucho más movida que la que tenía en Buenos Aires.  Yo, de a poco, estoy posicionándome como doctora en una sala de primeros auxilios.  Las cosas van bien y el embarazo marcha perfecto.  Silvio es un tipo muy agradable y divertido y la verdad es que, en la cama no lo hace mal, pero cuando se agrega la preciosa secretaria la cosa se pone todavía mucho mejor.  Hasta a veces disfrutamos juntas cuando él no está.   Es tanta la buena onda que irradian los dos que logré superar mucho antes de lo que esperaba el trauma por la doble violación arriba de mi auto.  Me costó, eso sí, despedirme de mis padres o hermanos, pero les expliqué, lo mejor que pude, que me iba para bien.  Silvio me entregó la mitad del dinero que Damián le pagó y eso me hizo posible también indemnizar a Palo… No me hubiera permitido nunca dejarle sin nada; de hecho la recomendé rápidamente y sé que ahora está trabajando en unos policonsultorios de Villa Urquiza.   La clínica de abortos fue noticia en todos los medios de Argentina y, cada tanto, sigo el caso por internet: están en el horno.  De los dos hijos de puta que me violaron, por supuesto, no tuve noticia alguna; ojalá terminen muriendo en algún tiroteo.  De Damián tampoco tuve noticias ni quiero tenerlas; siento que, de algún modo, estamos a mano: yo lo engañé sin ningún miramiento y él trató de dejarme sin mi preñez, aun cuando lo hizo de la peor forma y poniendo en riesgo mi vida.  Pero bueno, seguramente habría enloquecido al enterarse de que la esposa a quien tanto amaba y en quien tanto confiaba, había sido culeada por medio mundo y, lo peor de todo, ella daba señales de haberlo disfrutado.  En fin: que haga su vida…  Y ojalá encuentre una mujer: yo ya no lo soy: soy una hembra…
                   Todo el tiempo, eso sí, me acuerdo de Franco.  Si alguien me transformó en lo que soy ahora fue él y, de algún modo y sin saberlo, se convirtió en el principal responsable de un cambio positivo en mi vida ya que me ayudó a descubrir mi verdadera esencia.  Hace un par de días en la playa vi un chico que me hizo acordar mucho a él, aun cuando era bastante más morochito.  Se fue dando que, en la medida en que el sol fue cayendo sobre el oeste, la playa se fue despoblando y en un determinado momento estábamos prácticamente sólo yo y él, separados por unos veinte metros.  Había algunos otros, pero mucho más alejados.  Lo que me salió hacer en ese momento fue algo que nunca hubiera hecho seis meses atrás y eso hablaba a las claras de que había una nueva Mariana.  Me incorporé y caminé a paso decidido hacia él.  Estaba echado sobre la arena y se hizo visera con el antebrazo para tratar de verme mejor ya que mi silueta se recortaba contra el sol poniente.  Me miró interrogativamente; la verdad era que no había dado, a mi pesar, señales de prestarme atención en toda la tarde.  Eché un vistazo al bulto que hacía montañita en el short de baño y se me hizo agua la boca.
                   “¿Te puedo chupar la pija?” – le pregunté.
                    No pareció entender.  Claro, hablaría portugués y, si conocía algo de español, quizás pensara que era imposible que yo hubiera dicho lo que él podía haber entendido.  No vacilé más.  Me arrodillé entre sus abiertas piernas y tiré del short de baño hasta bajarlo y dejar al aire un miembro que era tan hermoso como lo imaginaba.  Su rostro, por supuesto, sólo rezumaba incredulidad y yo, encima, no le di tiempo a entender mucho.  En cuestión de segundos ya me estaba comiendo su verga cuan larga era sin plan de interrumpir la labor hasta tanto no lo hubiera dejado sin leche.  Y, en efecto, así fue. Sí, lindo, te vas a tener que conseguir otro porque me lo pienso tragar entero… Intentó incorporarse, posiblemente  sacudido por la sorpresa o asustado por el carácter público del contexto.  Yo, sin dejar nunca de comerle el pito, estiré un brazo hasta apoyar una mano sobre su hermoso pecho y lo empujé hacia atrás: al rato él no podía contener sus gritos, que resonaron en el aire vespertino de la playa mezclándose con los que producían las olas y las gaviotas.  No sé qué habrán pensado los que, desde lo lejos, hubieran visto la escena; no me importó tampoco.  Sólo sé que mientras estaba, como una ventosa, prendida a su pija, sólo pensaba en una cosa: Franco, Franco, Franco…
                   Y aquí estoy, queridos lectores.  Una vez más retozando en las playas de Copacabana. Y, una vez más, también, echándole el ojo a un muchachito; a decir verdad, no es tan lindo como el de hace un par de días, pero me mira mucho… Mi pancita ya se nota bastante, así que debe ser uno de esos pervertidos que se ratonean con las embarazadas.  Tanto mejor: le estoy guiñando un ojo, me estoy relamiendo el labio inferior.  Preparate guachito, porque te voy a coger bien cogido…
                 Una sonrisa se me dibuja en el rostro y mecánicamente me acaricio la pancita.  Bajo la vista hacia ella por un instante y me siento agraciada por llevar dentro mío el mejor recordatorio posible de que soy una hembra.  Me acaricio y me acaricio…, y sonrío… Vas a ser hermoso, lindo…, como tu padre… Y, sobre todo, muy machito…
                                                                                                                                                                        FIN

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