I. Año 1368

La nevada no había mermado en intensidad durante toda la noche y el fuerte murmullo del viento imposibilitaba a Mijaíl Schénnikov pensar con claridad. El frío le parecía el más intenso que había vivido en años y el solo respirar empezaba a volverse doloroso; o, tal vez, pensó, era solo su creciente nerviosismo lo que jugaba en su contra. Se inclinó sobre su montura para fijarse mejor en el lejano grupo de fogatas del campamento mongol; incontables manchas amarillentas y pálidas, como estrellas, dispersas sobre el oscuro terreno.

Descansaban al otro lado del Río Volga, ahora congelado por el efecto del invierno. Cuando la ventisca amainaba creía oír sus cánticos y gritos ahogados en la lejanía. Se sacudió la nieve sobre su rubia cabellera, como si también quisiera quitarse el sentimiento de impotencia e indignidad. Hacía solo un par de noches se encontraba arrimado en la cama junto a la voluptuosa Anastasia Dmítrievna, hundiendo su rostro entre sus enormes pechos mientras el fuego de la chimenea les calentaba los cuerpos, mas ahora hacía las veces de vigía en medio de una insufrible noche.

Sonrió con los ojos cerrados al recordar el último vestido que la muchacha llevaba; no hacía fuerza alguna en detener los vaivenes de sus senos cuando esta paseaba por los pasillos del palacio; aprovechando una rutina de patrullaje, la llevó hasta la cocina para abrirla de piernas. Por un momento, creyó sentir el sabor de su sexo.

La idea de haberse follado en cuantiosas ocasiones y posiciones a una futura princesa, reservada para el Príncipe de Kholm, le hizo esbozar una sonrisa triunfal que rompió la piel de los pálidos labios.

Pero el frío, que mordía sus pulmones al respirar, lo sacaba de sus recuerdos. “Esos malditos mongoles”, pensó mirando de nuevo el campamento. Habían invadido Nóvgorod y dejaron destrucción a su paso. Le vino a la mente, como destellos fugaces, las imágenes de cientos de cuerpos amontonados en las calles y el río ennegrecido de sangre, con incontables cadáveres enganchados entre sí, flotando sin rumbo.

Al soldado, aquellos muertos no le importaban en lo más mínimo. A sus ojos era solo un montón de nobles que disfrutaban de una vida de excesos mientras él arriesgaba la vida afuera de los muros de la ciudad. Era el salvajismo lo que le hacía estremecer. Esos demonios, pensaba él, no tendrían piedad de nadie.

Meneó la cabeza para tranquilizarse; de nuevo creyó oír los gritos y cantos de aquellos enemigos, como un retumbe en la lejanía. A la señal de la cruz, rezó empuñando una colgante de Santa Sofía, deseando que todos aquellos monstruos del infierno cayeran cuanto antes.

Se recompuso al oír a un caballo acercarse a su solitario puesto de vigía. Reconoció a Gueorgui, el gigantesco comandante de la caballería novgorodiense, debido a la gran armadura de acero que llevaba. Este se retiró el yelmo sin pronunciar palabra alguna, revelando una mirada severa. Tenía cejas pobladas y una barba abundante; Mijaíl se sentía como una mísera hormiga bajo el escrutinio de aquel oso.

—Mi comandante —saludó.

No pronunció respuesta. Guio su montura al lado del joven y se dedicó a observar el lejano campamento. Mijaíl aprovechó para ponerlo al tanto.

—Atravesaron el río gracias a la superficie congelada. He visto los estandartes, blancos con rayas rojas, de la Horda de Oro. Les acompaña un ejército menor, con estandartes verdirrojos… —hizo una pausa y miró al inmutable comandante—. Se aliaron con Bulgaria de Volga. Su número podría rondar entre los diez y doce mil.

El oso hizo un ademán para interrumpirlo.

—Como si fueran cien mil. Persigámoslos como a aquellos perros lituanos. Dime lo que tienes en mente.

Mijaíl sonrío con los labios apretados. Él era la cabeza y su comandante el puño, que solo necesitaba de un estratega que le indicara dónde y cómo golpear.

—Debemos atacar esta noche o al amanecer ya se habrán dado cuenta de que hemos asesinado a sus vigías. Podríamos enviar unos mil arqueros que atraviesen el río a caballo y mermen sus líneas en un ataque sorpresa. Gracias a la ventisca, no oirán nada hasta que les resulte demasiado tarde. Luego podríamos realizar una falsa retirada; probablemente los mongoles que sobrevivan no tarden en alcanzarnos, tienen caballos árabes y son más rápidos —se giró sobre su montura y señaló el vasto terreno boscoso tras ellos—. Pero no están acostumbrados a la nieve. Un grupo de otros mil lanceros y arqueros estarán esperando para rematarlos.

Gueorgui asentía. Lo veía todo claramente en su mente. Incluso se visualizó a él mismo clavando la cabeza cercenada de un enemigo en la punta de su pica y sonrió para sí mismo ante la agradable idea. Mijaíl notó la sonrisa y continuó con confianza.

—Por otro lado, y al mismo tiempo, usted estará cruzando el río bordeando un bosque a cinco leguas al noreste. Tomará al enemigo por detrás.

Gueorgui frunció el ceño; deseaba estar en la vanguardia, pero no iba a discutirle a alguien que, posiblemente, se trataba del mejor estratega entre sus hombres. Mijaíl creció en Nóvgorod, además, y conocía el terreno mejor que cualquier otro.

—Muy bien —asintió Gueorgui—. Haré que las órdenes corran cuanto antes. Tú estarás al frente de la línea de arqueros en el primer ataque.

Mijaíl parpadeó un par de veces, desconcertado. Era una misión suicida y no entendía cómo es que Gueorgui decidió aquello.

—Mi comandante —forzó una sonrisa—. Me temo que no podré de ser de mucha ayuda entre los arqueros.

—Te las ingeniarás. Eres inteligente.

Mijaíl sintió su boca secarse. No se sentía capaz de enfrentarse a esos salvajes entes del infierno. En Nóvgorod fue testigo de su crueldad y ahora le estaban ordenando que estuviera entre los primeros hombres.

—Pero, hermano mío —sacó a relucir su lazo familiar con desespero—, ¿qué clase de estratega va a la vanguardia de una batalla?

—Uno que calienta su cama con la hija del Príncipe de Nóvgorod… hermano mío.

Tal vez Mijaíl podría haber respondido algo de no ser por la mandíbula desencajada. En ese instante, los mongoles, su gigantesco hermano y hasta el frío desaparecieron de un golpe. Fue tan cuidadoso de no dejarse descubrir durante sus escarceos con la hija del Príncipe que simplemente no encontraba en su mente ni un solo sospechoso que pudiera delatarle.

Y la hija estaba encantadísima con él. Incluso le juró su amor mientras Mijaíl reía entre copas y copas de vino, sintiendo esos gruesos labios cerrándose en su verga. ¿Cómo iba a traicionarlo? Luego se fijó en su comandante y se encogió completamente ante aquella mirada severa.

—Pero, ¿quién? —preguntó Mijaíl.

Gueorgui agarró con brusquedad el cuello del joven. Tenía las cejas fruncidas, convertidas en una sola y gruesa línea, y los ojos parecían destellar fuego.

—¿Quién, dices? Yo en tu lugar me preocuparía por otros asuntos.

Gueorgui no estaba ciego ante el hecho de que la ingeniosa cabeza de Mijaíl había salvado al reino contra los lituanos, pero su verga los mandaría a la perdición. Se suponía que la muchacha debía llegar virgen a su matrimonio con el Príncipe de Kholm y mediante ello pagar el vasto ejército que ahora los acompañaba para cazar a los mongoles.

Lo soltó y, mirando para otro lado, bufó:

—El Príncipe de Nóvgorod pidió tu cabeza, Mijaíl.

—¡Por Dios! ¿Entonces es eso? ¿Acaso vienes a matarme tú, Gueorgui?

—No —hizo un ademán—. Le dije al Príncipe que, si no fuera por ti, habríamos perdido contra los lituanos de Algirda. Se tranquilizó cuando le prometí que te llevaría a la vanguardia contra los mongoles y que todo quedaría en mano de Dios.

Mijaíl se mantuvo en completo silencio hasta que el oso volvió a hablar, ahora mucho más distendido.

—¿Y bien? ¿Valió la pena?

—No me lo estarías preguntando si hubieras visto esas tetas…

Ambos rieron entre dientes, momento aprovechado por Gueorgui para acercarle a un odre con licor. El joven aceptó y bebió de inmediato; gruñó al sentir el calor en su garganta.

—¿Esas son mis opciones? Morir ahora a manos de los tártaros o sobrevivir esta noche y morir mañana a mano del Príncipe de Nóvgorod.

—Sobrevive esta noche y esperemos clemencia de parte del Príncipe. Mis mejores arqueros y mis caballos más rápidos cabalgarán a tu lado. Con suerte, yo sobreviviré también y mañana hablaremos sobre cómo nos meamos sobre sus cadáveres gracias a nuestro gran estratega. El Príncipe no matará a un héroe de guerra.

Mijaíl pensó aquello por largo rato antes de echar la cabeza para atrás y terminarse el licor.

—¡Cristo! Espero que tengas razón.

—Que Dios esté contigo, Mijaíl.

Muy a su pesar, Mijaíl se encontraba en la primera línea; su caballo era incapaz de mantenerse quieto, como si percibiera el estado de ánimo de su propio jinete, quien se frotaba las manos enguantadas. Su hermano ya había partido con el vasto ejército de Kholm y ahora la vida del joven estaba en manos de un viejo general novgorodiense que cabalgaba al frente de sus guerreros.

Era una larga y nutrida fila; para quien mirase desde la distancia observaría la oscura línea curvada de jinetes sobre la blanca nieve. La mayoría, a diferencia de Mijaíl, eran guerreros de contrastada experiencia, de varias batallas a sus espaldas. Se sentía sobrecogido al ver la impasibilidad de todos esos rostros a su alrededor, indiferentes al olor a Muerte.

El viejo general se fijó en Mijaíl. Reconoció al hermano menor de Gueorgui, ahora completamente absorto. Sonrió, acercándose.

—¿Tienes miedo? Trata de poner otro rostro cuando enfrentes a esos perros —se oyeron un par de carcajadas y el general se animó más—. Me pregunto qué vio la princesa en ti. ¿No estaría borracha cuando te la llevaste a la cama?

Mijaíl se sintió paralizado al oír las risas a su alrededor. Los rumores se extendían rápido en la caballería, pensó.

—¿Qué sucede? —preguntó un divertido jinete—. ¿Crees que el Príncipe te cortará la verga? Pues yo también estaría aterrorizado.

Más carcajadas surgieron, algún que otro coscorrón cayó en la cabeza de Mijaíl, pero pronto el general levantó la mano para apaciguarlo todo.

—Si algo cortaremos esta noche serán las cabezas de esos demonios —unos asintieron, otros elevaron sus arcos—. Esperemos que una de nuestras flechas atraviese el cráneo del Orlok para terminarlo todo más rápido.

—El Orlok —asintió Mijaíl; se trataba del Mariscal de los ejércitos mongoles del Kan. En cierta manera admiraba al Orlok por sus astutas estrategias con las que sometía a los reinos rivales, pero no lo echaría de menos si una flecha ponía fin a su vida.

—¡Oíd! —gritó el general. Mijaíl dio un respingo—. La noche es nuestra aliada y sembrará caos en ellos. Pero necesito un avance veloz y manos rápidas. La primera y segunda línea, a mi señal, os detendréis para disparar. La tercera y cuarta línea disparará antes de que se oigan siquiera los primeros aullidos de esos perros. Tirar y repetir. ¡Tirar y repetir! Diez disparos cada soldado y luego nos volveremos hasta este mismo lugar. No me falléis. Esta noche seremos un solo hombre. ¡Dios con nosotros!

Los jinetes rugieron al unísono.

—¡Dios con nosotros!

En la oscuridad de la noche cabalgaron a gran velocidad y atravesaron el congelado Volga durante una veintena de minutos que a Mijaíl le parecieron una eternidad. Aquellas lejanas fogatas repartidas sobre la nieve poco a poco iban agrandándose ante su atenta mirada y se preguntó si el fuerte ulular de la ventisca sería suficiente para ocultar el sonido de los cascos de miles de caballos.

Le resultaba insufrible todo aquello; el viento azotaba su rostro y sentía como si cientos de cuchillas afiladas se clavasen en él. Además, la tortura de saber que pronto se enfrentaría a esas bestias se volvía más insoportable; incluso sentía que pronto caería de su montura como un saco de arena. Se recompuso como pudo pues la idea de morir pisoteado por caballos no era de su agrado.

Para su alivio, el viejo general se detuvo y levantó el puño para que todos le imitasen. El campamento estaba a unos trescientos pasos y parecía que ningún enemigo se había dado cuenta de la presencia de la caballería.

Alrededor de Mijaíl, todos tensaban sus arcos entre crujidos. El joven logró espabilar; retiró también el suyo y se dispuso a buscar una flecha con las manos temblorosas. Cerró los ojos e imaginó dónde podría estar ese Orlok; con suerte, lo mataba y todo terminaría más rápido. Apuntó hacia las estrellas, susurrando una última oración a Santa Sofía.

El general, por su parte, bajó el brazo y cientos de saetas cruzaron el cielo negro.

II. Año 2332

El mercado de Nianchang parecía interminable. Una ruidosa maraña de angostas callejuelas repletas de puestos de venta de comidas y manualidades. Los letreros de neón poblaban por completo las alturas, iluminando la noche, y parecía no caber ni uno más. Decenas de ladridos rebotaban por las calles y las gallinas amontonadas en jaulas parecían encontrarse más inquietas que de costumbre.

Resultaba peculiar el contraste entre el despliegue tecnológico y los mercaderes que pululaban las calles, entorpeciendo el rugiente tráfico y cargando sus grandes bolsas de arroz sobre sus espaldas o en carretillas.

Eran dos mundos fusionados a la fuerza.

La disparidad estremeció a Ámbar quien, sentada a la mesa de un bar, lo observaba todo con fascinación. Sabía que, tras el Apocalipsis trescientos años atrás, en el mundo existían naciones con ese tipo de divergencias en donde pareciera que la hecatombe había transcurrido solo hacía poco tiempo, en tanto que en otras regiones todo parecía largamente superado. El ajetreo era similar al de su natal Nueva San Pablo, pero todo lo demás tenía un aire extraño y poco agradable. No se trataba únicamente del tufo a arroz frito y licor flotando en el aire, era el descontrol. No era capaz de percibir ningún atisbo organización en la marabunta. Como antigua miembro de la policía militarizada, aquello la superó por un momento, imaginándose cómo sería patrullar en una ciudad así.

Luego se volvió a su peculiar batalla contra aquellos fideos fritos en el cuenco; nunca fue buena manipulando los palillos. Estaba hambrienta y, si nadie la mirase, podría agarrarlos con sus dedos para llevárselos a la boca. Pero alguien la miraba. Apretó los labios y se fijó en el hombre que la acompañaba en la mesa.

Alonzo Raccheli era el hombre que, comandando a su ejército de Cruzados del Vaticano, la había rescatado a ella y a los ángeles. Sus canas le daban un aspecto distintivo; corte clásico con raya y barba poblada. Iba trajeado, lejos de su blanco y radiante traje EXO, contrastando con toda la informalidad su alrededor.

Alonzo elevó una mano, con dos palillos entre sus dedos.

—Pon un palillo entre el dedo pulgar y el del medio. Pon otro sobre el pulgar y el índice.

Ámbar achinó los ojos; ese hombre tendría la edad de su padre y, de hecho, actuaba como uno. Asintió y volvió a la faena.

Alonzo enarcó una ceja al verla tan concentrada en la comida. Se preguntó si ella tenía idea siquiera de cómo la veía el mundo entero. Se trataba de la mujer que había derrotado al ángel que cayó del cielo, además de haber sobrevivido a la lucha contra un Serafín. Y, para sorpresa de todos, liberó al ángel capturado, arrancando al mundo entero la oportunidad de dar un salto histórico en el desarrollo de curas y ciencias. Ámbar era temida y ciertamente odiada, pero allí estaba ella, sonriendo a los fideos que logró capturar por fin.

Y, extrañamente, a Alonzo aquello le resultaba encantador. Aquella mujer tenía el peso del odio de todo el mundo sobre su espalda, pero actuaba como si no le importara.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó ella, mirándolo.

—Se me ocurre llevarte a un paseo en los jardines Yu, o un viaje en tren rumbo a Shangai para ver esos edificios de hace cuatro siglos que aún se mantienen de pie. Luego una cena y podríamos alojarnos en el hotel Xiang…

Ámbar hizo un ademán.

—No. Hablo en serio. ¿Qué quieres de mí?

—Yo también hablo en serio, mujer.

—¿Atravesaste medio mundo y entraste a una nación enemiga para invitarme a una cita?

—Atravesé medio mundo y entré en una nación no cristiana para rescatar al ángel que vuestra milicia quería capturar y vender al mejor postor. Te sacamos porque mucho futuro no tenías allí.

—Te agradezco el rescate no solicitado. Pero me temo que no puedo aceptar ninguna cita —y volvió a su particular batalla contra los fideos.

—¿Algún motivo en particular? No veo ningún anillo en tu dedo.

Ámbar gruñó mirando para otro lado.

—¿Tailandia? —preguntó ella, volviendo a por los fideos.

—Nianchang, China.

—“Nian-chan” —pronunció con dificultad, y el dulce acento portugués fue otra estocada para el corazón de Alonzo—. El famoso Reino de los Dragones.

El hombre asintió y, con suavidad, dejó sobre la mesa una funda de cuero negro que guardaba la espada-fusil de Ámbar. La mujer sintió un nudo en la garganta al verla; apartó el cuenco y la agarró, desenvainándola para comprobar el estado de su hoja.

Seguía reluciente y sonrió con los labios apretados. Era una parte importante de ella misma. Se sentía segura con su espada. La guardó de nuevo y se fijó en las calles para perder la mirada en la desorganizada marabunta.

—Mi hija siempre quiso tocar un dragón. Su preferido era ese de escamas plateadas… ¿Doğan?

—Nío. Doğan es de escamas doradas.

—Hmm —asintió ella—. ¿Cuándo vas a decirme dónde están los ángeles?

—No hay muchos lugares en el mundo donde les recibirían con los brazos abiertos. Ni siquiera a ti. El gobierno chino ofreció al Vaticano una reserva ecológica con instalaciones. Aunque el hospedaje nos sale gratis: exigieron el cadáver del ángel que murió en Nueva San Pablo.

—Reserva ecológica —repitió ella—. No conozco a los otros, pero la muchacha de cabellera roja puede ser muy problemática. Si se entera que está recluida en una suerte de zoológico habrá muchos problemas. Es muy orgullosa. ¿La has conocido?

—No es un zoológico y aún no he tenido el placer de conocer personalmente a ninguna de ellas, aunque ya conocí al varón, de nombre “Fomalhaut”. Es muy poco dado a hablar, pero soy mejor conversador. Charlamos brevemente sobre rangos. Por ejemplo, los ángeles tienen a los Serafines, seres de seis alas considerados los mariscales en el campo de batalla. Tú has visto a uno de esos.

Ámbar frunció el ceño. Claro que había visto a uno; enfrentó a un Serafín, nada más y nada menos, el Mariscal o Comandante de los ángeles. Se preguntó cómo fue posible que un ser de semejante rango no trajera consigo a su propio ejército para enfrentarse a Perla. O estaba muy confiado o, tal vez, se trataba de un trabajo que debía hacerlo personalmente.

—El rango de este ángel —continuó Alonzo—, es “Dominación” y pertenecía a una especie de guardia personal del Trono o gobernador. Su función es la de un rastreador.

Ahora la mujer apenas prestaba atención. Sus pensamientos se volcaban en la joven Querubín. Todo cuanto la mujer había hecho y sacrificado era por Perla, y aún no la había visto desde la lucha que libró en aquel campo de flores. La voz de Alonzo se había convertido poco a poco en un eco lejano hasta que tocó un tema importante:

—La Dominación puede guiarnos hasta los dragones. Hasta el mismísimo Leviatán.

Ámbar se atragantó y tuvo que hacerse con una taza de vino de arroz. “Leviatán”, repitió mentalmente. Aquel nombre por sí solo generaba pavor; en el mundo no había niño o adulto que no conociera al líder de los dragones y sus terroríficas historias. Hacía trescientos años que los dragones habían aparecido durante el Apocalipsis; reunidos por el gigantesco Leviatán, luego de la hecatombe, sumieron poblados bajo cenizas y, en algunas ocasiones, ciudades enteras.

Pero hacía casi una veintena de años que Leviatán se había escondido en algún lugar recóndito del mundo, llevándose consigo a su legión. Unos los pensaban muertos, pero muchos temían que, tarde o temprano, volvería a salir para sembrar el caos.

Alonzo suspiró.

—Pero nuestro honorable rastreador se encargó de dejarnos bien en claro que no abandonará a sus congéneres para guiarnos hasta el dragón.

—Pues haríais bien en dejar de perseguir dragones. Es, literalmente, jugar con fuego.

—Suenas como mi hija —Alonzo meneó la cabeza—. Ese grupillo de ángeles te tiene una gran estima por lo que hiciste. Cuando les hicimos un lugar en la reserva ecológica, ordenaron una habitación para que puedas alojarte cerca de ellas.

Ámbar enarcó una ceja al saberse siendo agasajada de esa manera. No lo esperaba, desde luego. Cuando pudiera, tendría que agradecer el gesto.

—Te adoran —continuó Alonzo—. Convéncelas para que esa Dominación nos ayude. Reykō moverá su maquinaria de guerra pronto y me temo que no podré hacer mucho si decide marchar contra China. Destruirá todo a su paso y buscará capturarlas, y casi el mundo entero la apoyará en su empresa.

—Si tanto problema van a causar, mejor que vuelvan al sitio donde pertenecen —murmuró ella.

Ámbar se acomodó en su silla y miró el ajetreo en las calles. Sintió envidia de todos aquellos hombres y mujeres que vivían una vida más sencilla; ajetreada, pero sencilla. Porque la mujer se encontraba ahora en medio de una posible guerra que, a su pesar, había contribuido a generar. Extrañamente, todos en las calles detuvieron sus rutinas y miraron al cielo con una precisión casi cronométrica. Era como si repentinamente el tiempo se hubiera detenido: el rugir del tráfico, el murmullo del gentío e incluso los ladridos. Ámbar achinó los ojos.

—Pero vinieron aquí —continuó Alonzo—. Y aunque decidan volver a su hogar, no impedirá que Reykō se abalance sobre nosotros. Fuimos directo a las fauces del lobo para rescataros y ahora vendrán las consecuencias. No tenemos un ejército como el de ella y necesitamos a Leviatán, no para una guerra, sino simplemente como medio persuasivo para que nos dejen en paz. El Dominio dijo que los dragones son la caballería de los ángeles. No me cabe duda de que, con sus amos de vuelta, podrían ser un importante activo a nuestro favor.

—¿Y qué te hace pensar que yo sería capaz de convencer a nadie? Esos pichones no me tienen en estima, no al nivel que crees. Si me permites, déjame terminar la cena…

Un apagón generalizado sumió la ciudad en una completa oscuridad. Y el silencio se había vuelto sepulcral hasta el punto que Ámbar se oyó tragando saliva. Luego escuchó un alarido lejano en un lugar en la calle y el crujir del acero en otro punto indefinido en la oscuridad. Como si algo cayese sobre el techo de un automóvil. Alargó la mano y se hizo con su espada en el momento que el gentío estalló en gritos de espanto para dispersarse raudamente en todas direcciones.

Alonzo se levantó dando golpecitos al lóbulo y apretó los puños cuando cayó en la cuenta de que su sistema de comunicaciones no funcionaba. Miró a las calles y creyó ver a un par de sus soldados, en radiantes trajes EXO color blanco, cayendo sobre coches o sobre el suelo, entre gritos y sonidos de disparos de rifles de plasma.

Alguien estaba atacando a sus hombres apostados en las azoteas. Intentó advertir a la mujer, pero Ámbar ya había desaparecido en la oscuridad.

Salió disparado hacia las calles, esquivando a la marabunta que huía despavorida. Las luces volvían intermitentemente y podía ver, aterrorizado, cómo sus hombres caían del cielo como una lluvia, para luego perderlos de vista al volver la oscuridad, oyendo solo sus aullidos cuando caían en el pavimento y se retorcían de dolor. Los enemigos debían ser varios.

Se ocultó detrás de un automóvil, asomando la mirada; arriba había un centenar de ágiles sombras que saltaba de un lado a otro, de una azotea a otra, arrojando a sus hombres como si estos fueran muñecos de trapo. Las luces en la ciudad parpadearon un par de veces más para finalmente volver. Se sorprendió de ver cómo quedó la pequeña calle del mercado, ahora abarrotada de soldados heridos, destruidos letreros eléctricos y cables que chispeaban.

Y la luz trajo consigo un adusto silencio; ahora, donde fuera que mirase, solo había ángeles. Sentados en los bordes de las azoteas, parados sobre los toldos de los comercios mientras que otros se mantenían elevados en el aire.

Luego vio a un ángel, de pie sobre el techo de un coche, protegido por otros dos congéneres. Las cuatro puertas del vehículo estaban abiertas y fuesen los que lo ocupaban ya había huido. Se fijó mejor en aquel ser celestial: era distinto. Tenía seis alas, de rostro severo y mirada intensa, con una espada que pendía de su cinturón y otra más en la espalda, pues veía la empuñadura destacando tras él. Tenía que ser un Serafín, el mariscal de la legión de guerreros alados.

—¡Debo ser la mujer más afortunada del mundo! —gritó Ámbar, de pie sobre el techo de un taxi, a cuatro coches de distancia del Serafín—. A donde sea que vaya, me encuentro con más pichones. Dichosa coincidencia.

Todo el ejército celestial la observó con curiosidad. Y en el porte y actitud notaban que esa mortal no los temía. Alguien como ella, que lo había perdido todo: su estatus, su lugar en el mundo; odiada y buscada, ya no temía a nada y enfrentaría la amenaza de frente. Ámbar también se fijó en las alas del ángel principal y supo que debía ser otro de aquellos mariscales de los que le había mencionado Alonzo. Y este sí que lo era; rodeado de su vasto ejército.

El Serafín Durandal ladeó el rostro, curioso, para fijarse mejor. Si le hubieran dicho que una mortal luchó contra el Serafín Rigel y terminó victoriosa, hubiera castigado al responsable de aquella broma de tan mal gusto. Pero allí estaba ella, la única mortal que no había huido con el gentío, encarándolo.

—No es coincidencia, mortal —respondió él en un fluido portugués—. Tengo rastreadores.

—¿Me buscabais?

—¿Es ella? —preguntó Durandal a uno de sus alumnos.

Su súbdito asintió.

El Serafín apretó los labios. Desenvainó su nueva arma, sujeta por correas en su espalda. La espada zigzagueante del Arcángel Miguel refulgía, como si tuviera vida propia, y la apuntó con ella.

Ámbar, como respuesta, ladeó su gabardina para desenvainar su espada. Activó la corriente y la filosa hoja cabrilleó de electricidad, robándose la admiración de todos los ángeles. También parecía tener vida propia. Sobre las azoteas, algunos silbaron largamente contemplando a aquella mortal que afrontaba sin miedo al Serafín.

Alonzo, cada vez más aterrado, se preguntaba si debía intervenir de alguna manera. Concluyó que aquel ángel debía ser el Serafín que invadió con su ejército la Capital del Hemisferio Norte. Si ahora se encontraba en China, con la espada del Arcángel Miguel, cayó la dulce posibilidad de que el Serafín pudiera haber asesinado a Reykō para hacerse con el arma.

—Vine a ver con mis propios ojos —dijo Durandal—, a la mujer que dicen que luchó contra el Serafín Rigel y salió victoriosa. ¿Acaso eres tú?

—¿Ese grandulón? No recuerdo haberle dado el tajo final, pero me hubiera gustado.

Durandal tragó aire; estaba ofendido, pero sabía que su rostro debía encontrarse desprovisto de emociones e hizo un esfuerzo por contenerse.

—Cuida tu lengua, mortal.

—¿Venís a por Perla? —preguntó ella, ahora apuntándolo con su espada—. ¿O venís a vengar a vuestro amigo caído?

—Vine por ti.

Reykō se acomodó en su mullido asiento que daba al ventanal de su oficina, y suspiró perdiendo la vista en la brillante ciudad del Hemisferio Norte: Valentía, de la nación Gran Iberia. Deseaba tocar la empuñadora de la espada del Arcángel Miguel, siempre lo hacía cada vez que le asaltaban dudas, pero ahora su mano se cerraba en el vacío. Había perdido la espada zigzagueante, pero se consoló al recordar que al menos consiguió sacar algo bueno de aquel “vil robo”.

Se cruzó de piernas con suavidad y apoyó la barbilla en una mano. Frente a ella estaba el ángel que el Serafín Durandal entregó como intercambio para evitar una batalla. “Un ser semidios por una espada mítica”, pensó, y la idea le pareció un intercambio justo. El espécimen era un varón de físico que le resultaba atractivo, de alas y cabellera plateadas, y se preguntó si en la legión de ángeles todos resultarían ser unos adonis.

Varios soldados de Reykō, tras ella, no dejaban de apuntarlo con sus rifles, completamente desconfiados aún pese a la evidente pasibilidad del ángel. Entre ellos se encontraba el comandante del ejército de Reykō, Albion Cunningham, frustrado por no haber podido evitar el robo de la espada. Su cabellera castaña era corta, casi rapada, y sus ojos intensos parecían destellar fuego.

—Tu amo te ha entregado a mí —dijo ella—. ¿Cómo te sientes al respecto, pequeña ave?

El ángel plateado ladeó el rostro.

—No es mi amo, los hacedores lo son. El Serafín Durandal es mi superior.

—Si él es un Serafín, tú eres…

—Una Dominación —hizo una reverencia—. Espero serle de utilidad.

Reykō volvió a sonreírse, visiblemente fascinada. Quién diría que la primera humana en forjar una alianza con los ángeles sería ella misma, que los quería ver aplastados bajo sus botas por haber sido los causantes de la destrucción del mundo moderno, trescientos años atrás. Pero algo bueno sacaría de todo ello antes de coserlo a jeringas en algún laboratorio.

Había que probarlo antes.

—Desnúdate —ordenó, y oyó tras ella cómo sus soldados se removieron incómodos.

El ángel asintió y se deshizo del cinturón y luego de la túnica; Reykō enarcó una ceja pues esperaba que se negase o mostrase algún tipo de vergüenza. Pero se olvidó de todo cuando se reveló lo que la mujer ya había sospechado: aquella Dominación poseía un cuerpo que haría a toda humana o humano derretirse. Un adonis tallado exquisitamente por los dioses. Lástima, se dijo ella, que esos ojos suyos transmitiesen tanto vacío; como si no sintiera pudor o el más mínimo deseo de carne.

—Acércate —ordenó Reykō.

Sus soldados volvieron a removerse, aunque ahora era otro tipo de incomodidad. No deseaban que el ángel se acercara más a ella, pero nadie tenía el valor de contrariar a la mujer más poderosa del mundo. El comandante Cunningham, no obstante, avanzó un paso con su fusil apuntando la cabeza del ángel.

Con un ademán, la mujer lo detuvo sin mirarlo.

—¿Qué sucede, Albion? ¿Miedo o celos?

Cunningham no apartaba la mirada de los ojos del ángel. Cómo iba a confiar en un ser despreciable como ellos, causantes de tanta destrucción. Su propia nación, Alba, aún a día de hoy era solo escombros, hambruna, pobreza aderezado con sectas fanáticas. Cómo iba a dejar que se acercara un centímetro más a ella, que lo sacó de ese infierno cuando niño para hacer de él un gran hombre.

Respondió a regañadientes.

—Reconsidere lo que está haciendo, mi señora.

—No me cabe duda de que, si el ángel quisiera matarnos, ya lo habría hecho, Cunningham. Pero aquí estamos todos. Dime tu nombre, Dominación.

—Deneb Kaitos —y mirando al comandante Cunningham, agregó—. Me llamo Deneb Kaitos, mi señora.

La mujer asintió complacida. Aprendía rápido; le gustaban los hombres así. Alargó el brazo y, con los nudillos, acarició el sexo del ángel, mirándolo a los ojos para descubrir su reacción. Luego agarró con sutileza la carne, elevándolo, sopesando. Se entretuvo un largo y silencioso tramo, comprobando la suavidad y la rugosidad de las diferentes partes. Pellizcó y se decepcionó al notar la misma vaciedad de siempre en la mirada de la Dominación.

—A veces me pregunto para qué vuestros hacedores os crearon con vergas si ni siquiera sois capaces de darle uso —suspiró—. Ven aquí, Albion, a su lado.

Cunningham dio un respingo y miró a sus subordinados, quienes desviaron la mirada para todos lados menos hacia él. Pero bajó su rifle y se dispuso como ordenó. Deseaba llevar un casco y que la visera ocultara el evidente desagrado que le suponía estar en presencia del ángel.

Reykō hizo un gesto con el índice, girándolo en el aire.

El comandante procedió a desnudarse, enrojecido debido a una mezcla de vergüenza y disgusto; tardó más tiempo que el ángel debido a que vestía armadura EXO y no una túnica. Reykō se acomodó en el asiento y ordenó a los demás soldados que salieran del cuarto, orden que acataron presurosos y nerviosos.

Deneb Kaitos observaba todo con curiosidad. Tal vez, pensó él, todo ello no era sino una rara costumbre de los mortales. Le sonrió a Cunningham, fijándose en su cuerpo para comprobar que, como él, el mortal poseía rasgos de un auténtico guerrero que, en los Campos Elíseos, serían vistos con buenos ojos. Alto, de marcada musculatura y mirada intensa. Tenía una marca llamativa en el hombro derecho, similar al ala de ángel.

El gesto fue tomado por el comandante como ofensivo, quien se sintió incómodo bajo el escrutinio de aquel ángel. Se cubrió cuando notó que miró su verga.

—¿Qué mierda miras, pajarraco?

Reykō se inclinó hacia su soldado y, alargando el brazo, posó la palma en el vientre del hombre y clavó las uñas en la piel. Intercedió con voz serena.

—Tranquilo. Aquí el único que me preocupa eres tú, querido.

Los dejos bajaron hasta el sexo cuando notó que el comandante había tragado su orgullo. Las caricias despertaban su hombría, que crecía y crecía, y pronto la mujer lo capturó como una garra de un halcón que ciñe a la presa con fuerza. Cunningham también le resultaba un hombre atractivo, tanto o más que el ángel, y bien que lo había entrenado ella en todo tipo de artes. Viendo al ser celestial y humano desnudos, no sabría decantarse por uno. “Tal vez ambos…”.

Iniciando un vaivén, miró a Deneb Kaitos.

—¿Qué? Eso que tienes entre tus piernas sirve para algo más que mear, querido. Y te sorprenderías de los usos que puedo darle.

La mujer se excitó abruptamente ante la idea de pervertir a un ángel. Dejó de estimular a su presa y sonrió al ser celestial, apretando el sexo del comandante, taponando la punta con su dedo índice pues ya relucía un brillo viscoso.

—Espérame en la cama —ordenó ella sin mirarlo.

El comandante debatió internamente aquella idea, realmente no deseaba dejarla sola, pero era verdad que el ángel, al menos aquel, resultaba pacífico. Asintió, con la excitación y la frustración inundándole todo el cuerpo. Se retiró dando presurosas zancadas, olvidándose de su traje y armas en el suelo.

Cuando quedaron solos, Reykō miró a Deneb Kaitos.

—Y tú, ¿también querrás venir a mi cama?

—Haré lo que ordene, mi señora.

La mujer chasqueó los labios. Deseaba ver un poco de resistencia, pero ese ángel no tenía alma ni pudor. Así no tenía gracia para ella. Aún se divertía recordando el rostro de sus consejeros la primera vez que los obligó a desnudarse y arrodillarse ante ella. Se levantó de su asiento, dirigiéndose hacia una mesa de bar para servirse de una copa de vino. El ángel se había girado para ver la ciudad a través del ventanal, momento aprovechado por la mujer para admirar su trasero.

Metió un dedo en la copa de vino, dándole vueltas.

—Tu superior dijo que los de tu rango sois rastreadores. Que podrías encontrarme cualquier objeto perdido en el universo si es necesario. Pero no deseo nada de valor, la verdad. Necesito que guíes a un escuadrón militar hacia el dragón Leviatán y su legión de dragones. ¿Puedes hacerlo, Deneb Kaitos?

—Los dragones se extinguieron hace milenios, mi señora.

—Ojalá fuera cierto, querido.

Deneb Kaitos se giró. Al principio no creyó que pudiera haberlos, fueron aniquilados todos por la legión de Irisiel en el inicio de los tiempos, pero, por curiosidad, intentó localizar alguno. Cerró los ojos y pronto se sorprendió al detectar tenuemente al mismísimo Leviatán escondido en algún lugar del reino humano.

—Pero, ¿cómo es posible…? ¿Cómo es que tenéis dragones en vuestro reino?

—Desde hace trescientos años los tenemos —dijo ella, bebiendo el vino—. Vinieron con el Apocalipsis.

—Yo no debería guiarles hasta Leviatán. Estoy aquí para buscarle una riqueza, cualquiera sea, no un dragón.

—Tu superior ha dicho que me encontrarías la riqueza que yo deseara, y esto es lo que deseo. Si no es así, vuelve junto a él y dile que has fallado. Dile que vuestra palabra no vale absolutamente nada. Que no habrá paz y que todo mi ejército se abalanzará sobre vosotros y vuestros aliados.

—No me entiende. No me gustaría guiarles hacia vuestra muerte. Leviatán es una bestia peligrosa, mi señora.

—¿Y? ¿Qué te hace pensar que yo no lo sea?

El ángel la miró a los ojos y supo que había convicción en sus palabras. Ir en búsqueda de aquel lagarto era solo tarea para temerarios o torpes. Reykō no le parecía en absoluto una mortal torpe.

—Entiendo. Si eso es lo que deseáis, os guiaré.

Reykō miró al ángel con una apenas perceptible sonrisa. Deseaba invadir China cuanto antes y aniquilar no solo a los ángeles sino a todos los que los protegían; los consideraba traidores de la humanidad. Pero primero era necesario anticiparse. Destrozaría a los dragones y evitaría que la alianza entre los cruzados del Vaticano y China sumaran en fuerza bélica; sus espías ya le habían informado de todo.

—Eso es lo que quería oír, querido. Vamos a la cama.

La espada zigzagueante dio varias vueltas en el aire y cayó clavada en el techo del taxi donde Ámbar se encontraba, arrancando un grito de pavor del conductor del vehículo, encogido en su asiento.

—Esta espada —dijo el Serafín—, fue creada en los inicios de los tiempos por los hacedores. Es más que un arma. Es un estandarte. Fue hecha para los Arcángeles, los protectores del reino de los humanos. Ninguno de los tres se encuentra vivo desde hace trescientos años y me temo que yo no estoy interesado en el cargo.

Ámbar vio el arma y notó que se trataba de la mismísima espada flamígera del Arcángel Miguel. Arma que poseía Reykō, pero que por alguna razón ahora estaba allí, a sus pies.

—Dime tu nombre —preguntó Durandal.

—¿Mi nombre? No sé en el lugar de donde vienes, pero, aquí, el que entra haciendo barullo y lanzando soldados por los aires es el que normalmente se presenta primero.

Se escuchó un par de risas alrededor; la mortal caía bien entre los ángeles.

—Mi nombre es Durandal —extendió brazos y alas, como siempre hacía para imprimir porte y presencia—. Soy Serafín de los Campos Elíseos. ¿Quién eres tú, mortal?

La mujer enfundó su arma al ver que no había hostilidad de parte de ninguno para con ella. Se inclinó hacia la espada zigzagueante y la tomó de la empuñadura para arrancarla del techo del vehículo. Era liviana y podía verse a sí misma reflejada en la hoja.

—Me llamo Ámbar Moreira —extendió los brazos hacia los lados—. Y estoy desempleada.

—Ámbar —repitió el Serafín, absorbiendo las palabras y aquel nombre—. Yo te nombro Protectora del reino de los humanos. Mis ángeles y los de las demás legiones te reconocemos, y te serviremos cuando lo necesites para honrarte a ti y la humanidad que proteges. Que el coro recite tu nombre en los cánticos heroicos, y que el cielo y la tierra tiemblen a tu paso, “Nari-il”.

Durandal se hincó sobre una rodilla y golpeó su pecho. Antes de que la mujer dijera algo, vio cómo todos y cada uno de los ángeles repetían el gesto. Tanto los que estaban en las azoteas como los que se encontraban elevados, bajaron de los cielos para hincarse en la calle. La mujer se giró, sorprendida, al comprobar que todos estaban rindiéndole un respeto que no comprendía por qué recibía.

—¡Nari-il! —gritó un ángel.

Miró a un lado y enarcó una ceja al ver a Alonzo cerca, manos en los bolsillos y sonriente.

—Parece que ya no estás desempleada, mujer.

—Sí, bueno, ¿no deberías preocuparte por tus soldados? Los oía gimotear hace un rato.

—Todos están bien —golpeó el lóbulo, indicando que había vuelto a entablar comunicación—. Nos llevamos un buen susto.

—¡Nari-il! —gritó otro ángel, elevando el puño.

Y se sumó otro más. Y luego otro, hasta que los ángeles rugían alrededor de ella como una sola fuerza. Los que tenían lanzas repiqueteaban el suelo, los que tenían espadas la blandían al aire. Otros se golpeaban el pecho rítmicamente, visiblemente alegres ante el nombramiento de un nuevo representante entre ambos reinos. “¡Nari-il, Nari-il!”. Ámbar ni siquiera comprendía su idioma, pero de alguna manera aquello le llegaba con tanta fuerza que logró conmoverla. Miró de nuevo a su alrededor, no se lo creía; no había ángel que no celebrara su nombramiento.

—Alonzo —dijo sin mirarlo—. ¿Qué están gritando?

—No lo sé. Imagino que es sumerio.

Cuando volvió la vista hacia el Serafín, este ya se había retirado. Solo plumas se balanceaban en el aire. Algunos de sus súbditos también abandonaban el mercado de Nianchang, elevándose en el cielo mientras otros aún gritaban, reían y festejaban a su alrededor. En medio de una lluvia de plumas, Ámbar, por primera vez en la noche, sonrió.

Estaba convencida de que todo cuanto había hecho sería visto como un delito deleznable, que los libros la tacharían de traidora. Pero allí estaban esos “pichones”, como les decía ella, festejando y reconociéndola por sus sacrificios y valor. Cómo no sonreír cuando su propia vida, abruptamente, volvió a cobrar sentido. Si tan solo su hija estuviera allí para ver con sus propios ojos cómo Ámbar se había convertido en la heroína que la niña siempre creyó.

—¡Mujer! —Alonzo la sacó de sus pensamientos—. ¿A ellos también les vas a rechazar como a mí?

Ámbar rio, meneando la cabeza.

—¿Acaso puedo? Se ha retirado antes de que rechazara la oferta.

—Tal vez ese Serafín presuponía que era una oferta irrechazable.

—Puede que sí —asintió ella—. ¿Lo has oído? Dijo “Reino de los humanos”.

—Ojalá fuera un reino. Lo haría todo más sencillo.

Pero no era un reino. Era todo un mundo, con sus contrastes, de odio y temores enraizados, unido a otro nuevo y con peculiares seres alados que habían venido, aparentemente, para quedarse. Para buscar un nuevo hogar. Eran dos mundos fusionados a la fuerza y a los que habría que buscarle una cohesión.

—Acepto tu propuesta —dijo ella, posando la espada zigzagueante sobre su hombro.

—¿Cuál? ¿La cita en los jardines Yu?

—No —gruñó—. Vayamos en búsqueda de los dragones, Alonzo.

III. Año 1368

Oír el grito y llanto de los mongoles ante las oleadas de flechazos fue como una música dulce para los oídos de Mijaíl. Por un momento, al tensar su cuarta flecha, se sintió poderoso; la muerte en sus manos. El sentimiento era idéntico en toda la fila de arqueros. Partió la saeta y, mientras buscaba otra, miró el campamento atacado. Una lástima que la oscuridad de la noche no mostrara mucho de aquellos demonios sufriendo y cayendo, pensó, pero al llegar el amanecer se encargaría de recorrer el lugar para verlos a todos, derrotados y con saetas clavadas en sus cuerpos.

Varios cuernos resonaron en el campamento mongol, avisando del ataque sorpresa. Pronto se oyeron los casquetazos de los caballos enemigos, yendo y viniendo por doquier; los mongoles se estaban organizando y pronto estarían partiendo para cazarlos. Pero una nueva oleada de flechazos terminó por derribar a casi toda la línea frontal que estaba formándose, entorpeciendo a los que venían detrás. De un lado, los novgorodienses rugían victoriosos y del otro, los mongoles aullaban de dolor. Pese a todo, los jinetes enemigos seguían llegando para agruparse, sorteando los heridos y levantando los escudos para protegerse de la lluvia de saetas.

Octava flecha. Mijaíl sintió un frío sudor recorrer la frente; esos demonios no se acababan. Sus flechas sí. Y, para colmo, tenía la sospecha de que la noche no los estaba desorganizando como pretendían. Si docenas de jinetes caían, sonaban los cuernos en notas cortas y venían otros más para reemplazarlos; parecía una máquina de guerra bastante bien engrasada.

Al sonido largo de un cuerno, vio sobrecogido cómo una inmensa línea de jinetes partía hacia ellos como si fuera una sola y terrorífica fuerza infernal.

El viejo comandante novgorodiense levantó el brazo para que todos parasen el asedio. Habían logrado su cometido de crear la distracción y todo quedaba en manos del ataque sorpresa de Gueorgui.

—¡Retirada!

Se giró sobre su montura y se fijó en el pávido Mijaíl. El único paralizado y que además miraba la aún lejana fila de jinetes enemigos. Hizo un ademán frente a su rostro, despertándolo de su trance.

—Pero, ¿sigues aterrorizado, joven? ¡Muévete!

Mijaíl parpadeó. No era terror. Simplemente, no esperaba experimentar cierta admiración por la organización y el ardor de sus enemigos. Los pensaba como míseros salvajes y poco más. Definitivamente, no eran como los lituanos. Asintió y tomó las riendas de su montura, ajustando su escudo sobre la espalda. Todos estaban al tanto de la habilidad de los mongoles de disparar desde sus monturas en plena galopada, y debían tomar precauciones si estos se les acercaban excesivamente durante la huida.

Confió en cruzar a tiempo el Volga para que los lanceros y otros arqueros que aguardaban al otro extremo se ocuparan de sus perseguidores. Pero, sobre todo, esperaba que Gueorgui pudiera asestar el golpe definitivo. Que matara rápidamente a un enemigo en especial; el único causante de que aquella marabunta de salvajes fuera tan organizada y estuviera tan preparada.

“Caza al Orlok”, pensó mientras emprendían la rápida huida. “Y la victoria será nuestra”.

Gueorgui sonrió cuando notó el trajín en el campamento enemigo. Saber que ahora estaban a su merced hizo que, súbitamente, el largo y tortuoso avance alrededor del Volga desapareciera de sus pensamientos.

Organizó una larga fila de lanceros en cuyo centro irían los mejores pertrechados, él mismo entre ellos. A un gesto suyo, partió la caballería novgorodiense. Unos cincuenta jinetes avanzaron sobre la fila, formando así una cuña en cuya punta se encontraban Gueorgui y sus hombres. En los flancos se desplegaron sendos grupos que, sobre el blanco pálido del terreno, dibujaban una suerte de garras que se cerrarían sobre los enemigos para aplastar hasta el último de todos.

La cuña penetró hasta el corazón del campamento, dejando por los suelos tanto a hombres como tiendas; el encontronazo se dio entre aullidos de terror mezclándose con el repiquetear intenso de las herraduras. Los caballos sin jinetes huían despavoridos y los mongoles que de alguna manera lograban sobrevivir la primera oleada de Gueorgui y sus hombres eran pisoteados por la línea que le seguía.

La estela de enemigos caídos al paso de los jinetes se alargaba y la sangre corría sobre la nieve; la caballería de Nóvgorod y de Kholm era como una barra de hierro candente pasando por la carne. Por un momento, la victoria parecía ser solo una cuestión de tiempo.

Varios cuernos sonaban en puntos dispersos del campamento, alertando a los mongoles del nuevo ataque sorpresa. Pronto, una larga fila de guerreros se formó y alzó sus sables para desafiarlos en combate; no contaban con caballos, al menos no tenían tiempo de hacerse con uno, y Gueorgui, cuya armadura ya relucía cubierta de sangre, guardó su lanza en la funda de su montura.

Desenfundó su espada y la levantó al aire en respuesta al desafío; al grito de “¡Dios con nosotros”, él y sus hombres se abalanzaron con ferocidad.

Mijaíl vio despavorido cómo un jinete novgorodiense, delante de él, caía de su montura con dos flechas clavadas en su espalda. Tragó saliva y apuró al caballo; esos malditos enemigos eran realmente rápidos. Cayó otro compañero al otro extremo del nutrido grupo de jinetes. Ahora ya podía oír las flechas cortando el aire sobre él.

Cerró los ojos cuando, en la lejanía, oyó a sus compañeros aullar de dolor; probablemente al ser alcanzados por los mongoles eran rematados con picas.

Esperaba cruzar el río cuanto antes y que los grupos apostados en la ribera terminaran por deshacerse de sus perseguidores, pero hacía rato que había agachado la cabeza y no se atrevía a levantarla para comprobar cuánto faltaba.

Su caballo relinchó al recibir un flechazo y Mijaíl se dio prisa en saltar de su montura; el animal cayó tropezado sobre el hielo y el joven consiguió rodar para no ser aplastado, meneando la cabeza para espabilar. No se atrevía a mirar a sus perseguidores, pero oía los casquetazos y hasta sentía el temblor en el Volga. Alargó la mano hacia la empuñadura de su espada, sujeta en la cintura, y cerró los ojos temiendo el peor de los finales.

Se levantó; sus rodillas crujían y apenas sentía la empuñadura en sus congelados dedos. La espada se le resbaló y repiqueteó en el suelo. Y los vio a todos, que venían en marcha infernal entre gritos, levantando sables unos, tensando arcos otros, claramente rabiosos. Parecían demonios. Como único gesto, cerró los ojos y empuñó su colgante de Santa Sofía.

Inesperadamente, oyó tras él a cientos de saetas cruzando el aire y cayendo sobre los estupefactos mongoles, que cambiaron sus cánticos rugientes por aullidos lastimeros. Cuando el sorprendido guerrero se giró, vio a sus propios compañeros deteniendo la falsa retirada, ahora lanzas en ristre, girándose para embestir al enemigo. Y tras ellos, en la ribera y en las colinas circundantes, notó a cientos de arqueros tensando sus arcos.

Mijaíl seguía estupefacto mientras los novgorodienses avanzaban a sus lados para acabar con los mongoles. Miró sus temblorosas manos. Estaba seguro de que eran sus horas finales y que la Virgen María había oído sus plegarias. Luego pensó en Gueorgui, luchando al otro lado contra esos mismos feroces enemigos.

Apretó los puños y golpeó el hielo; no tenía el valor de su hermano.

Un jinete se detuvo frente a él; era el viejo general novgorodiense. Una flecha atravesaba la hombrera de su armadura, pero él actuaba como si no estuviera allí, sonriéndole al muchacho. Le habló, pero Mijaíl apenas oyó entre los espadazos y gritos varios que se producían más adelante.

—¡He dicho que está resultando un plan estupendo, joven! Quédate en el campamento, ya has hecho lo tuyo. Mis hombres y yo iremos a ayudar a tu hermano.

Mijaíl tragó saliva.

Gueorgui atravesó con su espada el pecho de un jinete y la sangre le roció violentamente en el rostro. Podía comprobar, de vez en cuando, cómo todo el terreno repleto de aliados y enemigos pasaba de un negro profundo a un gris pálido mientras el cielo se azulaba cada vez más. Estuvieron luchando durante horas, retrocediendo y avanzando una y otra vez por el campamento, y sintió un gran desgaste en su brazo derecho cuando quiso extraer la espada de un fuerte tirón.

Seguido por sus hombres, llegó hasta un terreno elevado, sorteando cadáveres aguijoneados de flechas, y tuvo una buena perspectiva del campo de batalla. Sabía que sus guerreros estarían extenuados y que la contienda se había equilibrado hacía rato; los enemigos eran bravos y respondían a la batalla mejor que los lituanos. Luego oyó griteríos de júbilo en el fondo del campamento mongol, superando por momentos a los rugidos de los guerreros enfrentados.

Fijó la mirada hacia el Volga y notó un nutrido grupo de jinetes regresando a través del río congelado en rápida galopada, debido a la oscuridad no pudo diferenciarlos, eran solo una mancha oscura, pero los más adelantados empezaron a elevar al aire los estandartes blancos y rojos de la Horda de Oro, entonando largas notas con los cuernos. Gueorgui lanzó su casco al suelo con desazón; no podía ser verdad que aquellos perros al final consiguieran aniquilar a toda la caballería novgorodiense a pesar de las artimañas que habían preparado.

Al sonido estridente de otro cuerno, el campamento mongol se abrió en dos para dejarlos pasar y que así prestasen ayuda en la batalla.

Gueorgui escupió un cuajo sanguinolento, rabioso, y alzó su espada.

—¡Si hoy nos toca caer, mejor llevarles un tributo a nuestros hermanos idos! ¡Por los caídos, Dios con nosotros!

Un fuego renació en los ojos de muchos jinetes. Gueorgui estaba consumido por la rabia que apenas pensaba con claridad, pero sus hombres lo seguirían hasta el fin del mundo; levantaron sus espadas y bramaron con sus últimas fuerzas antes de seguirlo.

Volvieron a formar una cuña para penetrar en las filas enemigas, con más ímpetu si cabe, pateando, rajando y derribando a quien osara de acercarse. Los enemigos levantaban la mirada y veían aterrorizados a ese gigantesco y pertrechado dios oscuro de la guerra, bañado en sangre mientras repartía espadazos, y pronto se vieron cercados en pequeños grupos por un rabioso e innumerable ejército, como islas rodeadas por el mar.

Se oyeron nuevos gritos en el corazón del campamento mongol. Eran aúllos, más bien, y los cuernos sonaban en distintos tonos en varios lugares; a veces eran largos, otros eran cortos, otros eran intermitentes. Los mongoles echaban la mirada hacia atrás, confundidos. Era como si diversas y contradictorias órdenes viajasen por el aire.

Gueorgui sujetó las riendas de su caballo y levantó la mirada para entender qué sucedía.

Los recién llegados no eran jinetes mongoles, por más que levantasen al aire los estandartes de la Hora de Oro. Cuando las nubes le abrieron paso a la luna llena, notó que en realidad se trataba del ejército novgorodiense. Se abrieron paso entre el sorprendido campamento, disparando saetas y repartiendo sablazos a su paso, formando una gigantesca cuña que penetraba hasta el corazón del ejército invasor.

El ataque sorpresa fue devastador para los mongoles, que no podían sostener dos frentes, y los sobrevivientes huyeron en desbandada. Algunos grupos de jóvenes cazadores los siguieron, pertenecían a la retaguardia y no habían participado en la batalla, pero deseaban mostrar su valentía.

Se elevaron cientos de espadas en el aire entre gritos de algarabía y los que estaban en las colinas vieron con sonrisas cómo parecía formarse bajo la luz del alba una especie de gigantesca piel de puercoespín; eran los novgorodienses, desahogándose y festejando la victoria con feroces rugidos.

Gueorgui estaba ansioso y se movía como una avispa entre los hombres, buscando a su querido hermano. No lo vio, pero sí reconoció al viejo general novgorodiense, y se carcajeó estruendosamente. Si ese viejo estaba vivo, su hermano también habría sobrevivido, concluyó. En secreto le había pedido que cuidara de él.

—¿En la vanguardia, mi general? Debería dejárselo a los más jóvenes.

El general hizo un ademán y luego señaló con el pulgar a un guerrero montando a su lado. Mijaíl estaba claramente fatigado y bañado de sangre, con un cuerno mongol colgado de su cuello, y no respondió cuando el oso se acercó y lo tomó del hombro, asintiéndole. No solo usó los estandartes enemigos para infiltrarse y dar un golpe fatal al campamento, sino que aprendió a dar órdenes con el cuerno. Solo ese joven sería capaz de planificar una locura como aquella, pensó Gueorgui.

—¡Oídme! —gritó el oso, y los que lo rodeaban callaron inmediatamente—. ¡Al volver beberemos hasta hartarnos! ¡Y brindaremos! ¡Por nuestros hermanos caídos! ¡Porque Cristo nos ha guiado hasta la victoria! ¡Y por mi hermano, el hombre que venció a los mongoles!

Mijaíl oyó los vítores y por un momento sintió sus fuerzas regresar paulatinamente. Se deshizo del yelmo y la lanzó al suelo con rabia, provocando rugidos victoriosos a su alrededor. Nunca había estado tan al borde de la muerte y en tantas ocasiones, pero por un momento como aquel, en donde todos lo reconocían, bien que valía la pena.

—¡Por Mijaíl! —gritó un jinete novgorodiense con el puño levantado.

—¡Por un gran hombre! —afirmó el viejo general—. ¡Al menos lo será hasta que nuestro Príncipe le corte la verga!

Nuevamente las carcajadas tronaban el lugar. Pero, por primera vez, Mijaíl volvió a sonreír. Cómo no hacerlo. Era verdad que ningún mongol cayó bajo su espada o sus flechas, pero qué importaba cuando ahora todos coreaban su nombre como una sola fuerza. “¡Mijaíl, Mijaíl, Mijaíl!”. El propio suelo parecía vibrar. Se giró sobre su montura solo para deleitarse de la vista y el dulce cántico entonado; todos los hombres acompañaban el himno, incluido el oso.

Levantó el puño cerrado y bramó con todas sus fuerzas, justo antes de caer desmayado.

En una lejana colina, varios jinetes contemplaban el festejo. El Orlok mongol había hecho de su rostro una máscara indescifrable aún para sus hombres más cercanos, pero por dentro ardía de rabia y solo tenían una sospecha de su ánimo debido a la intensidad de su mirada. Se retiró el yelmo y la brisa meció las decenas de trenzas de su larga cabellera. Pese a ser un guerrero nacido en las estepas de Mongolia, la contextura fuerte y tez morena así lo demostraban, era también mucho más alto que sus súbditos. Más imponente.

—“Mi-jaíl” —pronunció con dificultad; aspiró y cerró los ojos, repitiendo mentalmente la palabra como tratando de encontrarle un significado. Podría ser una palabra humillante dedicada a los derrotados. Tal vez fuera una palabra para festejar. O podría ser el nombre del héroe que los condenó.

—Orlok Kadan—irrumpió uno de sus hombres.

—No nos queda nada aquí, Orlok —insistió otro subordinado—. Volvamos.

El mariscal mongol lo sabía muy bien y gruñó al escuchar aquellas obviedades. Debía emprender un largo viaje hasta el campamento principal de su Kan, al este de Asia. Y pesarían sobre sus hombros todas y cada una de las pérdidas. Cientos de miles de mujeres y niños lo mirarían, humillado y derrotado, esperando que explicara cómo dejó que sus maridos o padres cayeran en aquella emboscada. El Kan sería el primero en exigir que esclareciera todo.

Tal vez hasta su propia cabeza apeligraba.

—“Mi-jaíl” —volvió a pronunciar, escupiendo al suelo.

—¡Orlok Kadan, debe escucharnos! —intentó advertir otro—. ¡Podrían tener vigías buscánd…!

Los demás dieron un respingo al notar un fugaz fulgor plateado. La cabeza del subordinado rodó por la nieve mientras el Orlok limpiaba su sable ensangrentado. Lo guardó en la funda con absoluta tranquilidad y se giró sobre su montura mientras los demás mantenían un adusto silencio.

Para él, sería un mejor final morir junto con sus hombres y no tener que rendir explicaciones a nadie. Pero si tras aquella masacre se encontraba vivo solo podía ser obra del Dios Tengri, concluyó, y debía haber una razón para ello. Su sable debía probar la sangre del culpable y hacer justicia.

—Nos volvemos —ordenó en tono severo, preparándose para el galope—. El Kan nos espera.

Continuará.

Nota del autor: Si bien en China regía la Dinastía mongola conocida como “Yuan”, como había narrado en el primer capítulo, en Rusia, en el mismo periodo, regía el kanato mongol conocido como la “Horda de Oro”. Ambos gobiernos se consideraban parte del Imperio mongol. En este capítulo he decidido centrarme solo en el protagonista ruso, pero la historia se situará tanto en China como en Rusia, y el lazo que les unió: su lucha contra el yugo mongol.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *