I. 4 de junio de 1260

El sol del mediodía caldeaba un silencioso pueblo a orillas del río Damietta. A simple vista, al-Akhmiyyin distaba del tamaño, la majestuosidad, nivel de comercio y ajetreo de El Cairo, pero ofrecía alimentos y descanso para los viajeros fatigados, lo que lo convertía en un auténtico oasis en medio de las severas condiciones del desierto; un lugar en donde beber agua dulce se asemejaba a recibir una bendición, y en donde probar de una jugosa fruta se convertía en una experiencia valedora de miles de monedas de oro.   

La reciente declaración de guerra del Sultanato mameluco al Imperio mongol se había extendido paulatinamente y las órdenes para los guardias estaban más que claras: ni  los mongoles ni los cristianos eran bienvenidos. Solo les depararía la muerte si osaban pisar las sagradas tierras musulmanas.

—Tártaros, cristianos y saqueadores —se quejó un guardia conforme cabalgaba lentamente por una polvorienta calle—, me pregunto quiénes serán los siguientes.

—Como los escorpiones, salen de hasta debajo de las rocas —respondió su compañero, cabalgando a su lado—. Pero no les temo. Todos terminarán como esos tres emisarios mongoles que fueron a El Cairo, sus horribles cabezas están colgando a lo alto de las torres de  Bab Zuweila.

—¿Entonces ya lo oíste? Un mensaje muy claro para cualquiera que venga a desafiar al Sultán. He oído que dos de esos mongoles lograron escapar, pero es bueno saber que los capturaron y cortaron sus cabezas.

Una mujer vestida con un desgastado hiyab grisáceo se interpuso en el camino de los guardianes. Solo sus hermosos ojos atigrados destacaban de su rostro oculto por el niqab. Ambos se detuvieron admirando las curvas que resaltaban tímidamente de su túnica.  

—¿Habéis dicho que la cabeza de tres mongoles están colgadas a lo alto de las torres Bab Zuweila?

—Te lo puedo responder más tarde, en privado —sonrió uno—. Ahora apártate del camino, mujer.

—Has oído bien —aclaró su compañero—. No temas, yo te protegeré en caso de una invasión mongola.

—¿Y si invadiesen ahora? —preguntó ella con cierto temor—, ¿cuántos guardias custodian este pueblo?

—No los suficientes. Desde que el Sultán Qutuz hiciera el llamado hace dos días, casi la totalidad de los guerreros y esclavos fueron a la capital. No consideran al al-Akhmiyyin como un punto importante, por lo que solo la estamos custodiando una decena.

—De todos modos, mujer, dudo que invadan pronto. Apártate del camino.

Un anciano con capucha y larga túnica desgastada que se arrastraba por el polvoriente suelo, se acercó lentamente al grupo. Era jorobado y se ayudaba de un bastón para apoyarse en su caminar. Por su voz quebrada parecía estar desesperado ante lo que acababa de escuchar:

—¿He oído bien? —las manos el anciano temblaban mientras se sujetaba del bastón—. ¿Solo diez guardias en este lugar? ¿Qué pasa en la cabeza de nuestro honorable Sultán?

—Oye, viejo, también estás en el camino.

—No tiembles, anciano. Esta cimitarra cortará unas cuantas cabezas de esos ojos rayados antes de que pongan un pie en el pueblo.

—Así es, y luego purificaremos sus espíritus con una meada sobre sus cadáveres —carcajeó su compañero.

—Por el Dios Teng… —tosió el anciano—. ¡Por Alá!, qué bueno oír eso.

—¿Pero cuándo vais a salir del camino? Estamos de guardia, nos hacéis perder el tiempo.

El silbido de la flecha surcando el aire fue fugaz; la saeta atravesó el casco de uno de los guardianes, quien cayó desplomado de su montura, muerto inmediatamente. Las pocas personas presentes en la calle huyeron despavoridas al ver el macabro y silencioso asesinato; su compañero, en tanto, aún no había conseguido reaccionar cuando el anciano, utilizando su bastón, golpeó su pecho para desequilibrarlo. Por otro lado, la extraña mujer apuró el paso para darle una fuerte palmada a la grupa del caballo y así enervarlo.

—¡Por el Dios Tengri, repite lo que acabas de decir, parásito! —el anciano retiró su capucha en el momento que el guardia caía al suelo y su animal se perdía velozmente en las calles. El guerrero musulmán, preso del dolor y la confusión, le vio los ojos rasgado al supuesto viejo y supo que había caído en una trampa.

—¡Mongol! —gritó, revolcándose en el suelo, buscando su cimitarra.

—¡Tártaro! —La muchacha, retirándose el velo, observó nerviosa a Odgerel—, ¿¡tenías que gritar!?

—¡Solo son diez guardias, Roselyne! —el guerrero desenvainó su sable y rápidamente asestó un tajo al cuello del enemigo. Sangre y gritos desparramándose por la arena; su mirada feroz, de lobo salvaje, lo decía todo; aquello era su hogar natural—. ¡Hala! Bueno… ahora solo quedan ocho.

—¡Perro imprudente! —gritó alguien tras la columna de madera de un negocio, tensando un arco—, ¿¡es que quieres atraerlos a todos!?

—¡Que vengan, Sarangerel, mi sable ansía sangre!

—¡Pues el mío no, jala-barbas!

—¡Dime, Sarangerel! —tras secársela de la sangre, Odgerel enfundó su espada—, ¿has escuchado la conversación?

—Una de esas tres cabezas colgadas en El Cairo es la de nuestro comandante. —Sarangerel salió de su escondite y tomó una manzana de un tablero de frutas para darle un mordiscón—.  Me pregunto de quiénes serán las otras.

—Probablemente usaron las cabezas de algunos prisioneros para tranquilizar a los egipcios —la francesa se inclinó hacia el cuerpo del soldado musulmán para rebuscar algo entre sus ropas—. Como sea, al contrario de lo que habéis supuesto, no hay muchos guardias en la ciudad. Y además, nadie sospecha de que hay tártaros escapándose, por lo que nadie saldrá a vuestra caza. Apuremos el paso hasta Damasco sin miedo.

—Si no nos buscan, no veo motivo para apresurarnos, Roselyne —Odgerel sonreía, acariciándose el barbudo mentón—. Olvidémonos de aprovisionarnos. ¿Qué tal si descansamos por aquí? Buscaré una habitación solo para nosotros dos.

—Consíguete una puta, tártaro —respondió ella, entregándole las monedas que había encontrado en el cadáver. Sarangerel, guardándose el arco en la espalda, carcajeó al ver cuán rápido la francesa se había adaptado a la constante insistencia de su camarada.

La huida hasta Damasco llegaba a su tercer día y el miedo de ser perseguidos se había disipado al alejarse del Nilo y el Damietta. Sus caballos respondían bien a las condiciones del desierto, cabalgaban firmes y vigorosos, y el grupo se encontraba mejor aprovisionado que nunca. Aunque, al contrario que en otras ocasiones, Odgerel parecía estar más callado que de costumbre. El silencio era un lujo con el que Sarangerel no contaba a menudo, por lo que, quitándose el casco, aprovechó que el clima desértico se mostrara plácido y se dedicó a disfrutar de la tímida y cálida brisa del desierto que mecían las largas trenzas de su cabellera.

No obstante, fue Roselyne quien empezó a preocuparse.

—Guerrero tártaro, me odio al tener que decir esto, pero mis oídos zumban por el silencio. ¿Se puede saber a qué se debe que estés callado?

—Escúchame, Sarangerel —Odgerel no hizo caso a la mujer y paró la lenta cabalgata—. Cuando lleguemos a Damasco, y sepan que nuestro comandante ha muerto, es probable que te ofrezcan el comando a ti.

Sarangerel detuvo su cabalgar. El comando representaba uno de los más altos honores que podría recibir un guerrero del Imperio mongol. Aquello lo haría liderar su propio ejército de cien guerreros, o incluso mil como el caso específico de su asesinado comandante. Aceptarlo implicaba responsabilidades que entraban en conflicto con sus deseos: en plena guerra, no obtendría el retiro que buscaba ni mucho menos el ansiado reencuentro con su hijo desde que partiera para conquistar el Califato abasí y el Sultanato mameluco.   

Tras un tendido silencio en donde no hubo gestos de parte de ninguno, Sarangerel volvió a retomar su camino, rumbo a Damasco, ante la atenta mirada de su compañero.  

—Será un honor aceptar el comando del Gran Kan, Odgerel. Prosigamos.

—¿¡Podrías no disimular conmigo, amigo!? Tú no quieres volver a Damasco para aceptar el comando. Tú quieres volver a casa, a Suurin.

“Es allí donde está su hijo”, pensó rápidamente la mujer, quien se interesó inmediatamente en la conversación.

—Mi mente siempre está en Suurin —giró levemente su cabeza para sonreírle—, en cada paso que doy, Odgerel.

—Escúchame, Sarangerel. Permíteme volver a Damasco por mi cuenta. Diré que el comandante y tú habéis caído, que vuestras cabezas cuelgan en las altas torres de El Cairo.

—¿Qué pasa, perro? ¿Es que tú quieres asumir el comando?

—No me vendría mal, al frente otra vez, a ver si de una buena vez consigo morir con dignidad. Y tú, amigo, podrás ir a Suurin junto a tu hijo.

“Es una idea astuta para venir de un hombre que suele pensar con el nabo”, pensó Roselyne. Ella, más que nadie, comprendía el valor de los lazos forjados de una familia. No en vano estaba cruzando el desierto con su hermano presente en sus pensamientos. “Y ese otro tártaro me recuerda a mí; yo también tengo a alguien en mis pensamientos. Es tal como lo dice él, lo tengo presente en cada paso que doy”, recordó.  

—Aprecio tu preocupación, Odgerel. Pero voy a Damasco, lo tengo decidido desde el momento que derribaron a nuestro comandante.

—¿Acaso no habías dicho que tu hijo era lo más importante en tu vida? —Odgerel desenvainó su sable y tensó las riendas de su caballo—. Tal vez con un brazo roto o una pierna cercenada las cosas te queden más claras, amigo.

La francesa abrió los ojos cuanto pudo al ver aquello, por lo que decidió intervenir. Eran solo tres personas en pleno territorio enemigo; se necesitaban mutuamente para sobrevivir, que estallara un conflicto en el grupo derrumbaba cualquier esperanza de supervivencia.

—¿Has perdido la cordura, tártaro? ¡Baja la espada, no hay necesidad de pelear el uno contra el otro!

—¡Estoy lo suficientemente lúcido, Roselyne! —Odgerel mordía cada palabra—. No le darán el comandado del Kan a un desmembrado, no les quedará otra que devolverlo a casa. Le he hecho una promesa, que haría lo posible para que se reuniera con su hijo. ¡Pienso cumplirla!

La tensión en el aire era insoportable. Una sensación desagradable revolvió el estómago de la francesa, quien recordó momentos ingratos vividos en sus tierras. Impotencia, debilidad, ser una mera espectadora del espectáculo cruento de la muerte asomándose. Apretó los dientes y amagó agarrar el mango de su espada para impedir una lucha.

—Pues yo tengo un amigo —respondió Sarangerel, sereno como siempre, retomando su lenta cabalgata—, que me ha enseñado que no habrá paraíso para los hombres sin honor. El Dios Tengri no me dejará vivir con dignidad si huyo de mis camaradas y del imperio al que me debo. No habrá hijo si renuncio a quien soy, Odgerel.

—¿“Un amigo”? ¡Jo! ¡Eso me suena, cabrón! —Odgerel sonrió. Era la primera vez que su compañero de batallas hacía mención de sus palabras—. Supongo que así están las cosas, Sarangerel.

—Pues no te entiendo, tártaro —la mujer suspiró de tranquilidad—. ¿No deseabas volver a ver a tu hijo? Fingir tu muerte para volver a tu valle es un buen plan.  

—¡Deseo volver a verlo, mujer, cada día, cada noche! Pero también quiero que mi hijo me vea con orgullo al ver que le he rendido honor a nuestro imperio, estoy seguro de que tú también comprendes eso, Roselyne.

—¿Por qué habría de comprenderlo? Nunca me sentí ligada a tierra alguna. Reinos, imperios, el deber y el honor. Nada de eso tiene significado para mí. Solo te arrastrarán por un centenar de batallas y cortarán los lazos que te unen a tu familia, tártaro.

—Entonces procuraré sobrevivir ese centenar de batallas.

Roselyne observaba atentamente cada gesto del mongol. Había algo en él que hacía que lo quisiera escudriñar por largo rato. Cada movimiento, cada palabra, cada acto de aquel guerrero lo hacía cuidadosamente pensando en los lazos que lo unían con su hijo. “Más allá de sus ridículas motivaciones, en el fondo es un buen hombre”, concluyó.

—¿Sobrevivir un centenar de batallas? Eso suena admirable pero no es realista, tártaro.

—¡Ja, esa forma de pensar es lo que nos hace invencibles, mujer! —carcajeó Odgerel, quien parecía haber recuperado el brío. Con una sonrisa como no había esbozado en días, guardó su sable y señaló el horizonte—. ¡Apuremos el paso! ¡A Damasco hasta las últimas consecuencias!

II

—¿Podrías apurar el paso, enana?

Cargando dificultosamente unos cuantos libros, la pequeña Perla avanzaba junto con Curasán por las calles de Paraisópolis, el extenso poblado de los Campos Elíseos. Varios ángeles, sentados sobre las azoteas de las incontables casonas agolpadas alrededor del camino empedrado, dedicaban un par de segundos para observar curiosos a la Querubín, quien parecía estar sumida en sus pensamientos.

—Perla, ¿me estás escuchando?

Habían pasado cinco años desde su llegada, y la pequeña ya no era tan pequeña, sino que estaba acusando un crecimiento inusitado para los ángeles. “Los ángeles no crecen”, decían algunos entre murmullos, observándola cuando caminaba por las calles, siempre en compañía de su particular guardián. “Pero en el caso de Perla, va siendo hora de que le busquen una túnica más grande…”.

—Enana, despierta —Curasán sospechaba en qué andaba metida su protegida. Pero había responsabilidades que ella debía cumplir antes que fantasear en batallas contra dragones y ángeles perversos—. Oye, ¿en qué estás pensando?

—Esto… —se despertó del trance, tratando de mantener el equilibrio pues los libros eran varios—. ¡E-en tonterías, nada más!

Durante los cinco años en los que creció en el seno de la legión, Perla había mostrado un interés inusitado por la profecía de Destructo, el ángel destructor que se levantaría contra los Campos Elíseos y desataría el apocalipsis sobre la humanidad. Aquella profecía era la razón por la que día a día los ángeles entrenaban arduamente, comandados por los tres Serafines, con la esperanza de hacerle frente. Tal como Lucifer había desafiado a los dioses hacía milenios, todos creían que tarde o temprano, Destructo llegaría para sembrar el caos. 

—Ajá… ¿tienes un examen de historia humana dentro de un rato pero prefieres ponerte a imaginar que vas de heroína salvando a todo el mundo, no?

—N-no, claro que no… —mintió, mirando para otro lado. Lo cierto es que había dado en el clavo, pero aunque Perla le tenía estima a su guardián y por lo general se mostraba sincera, no estaba dispuesta a verlo enfadado con ella.

—A ver qué cara te pone el Trono cuando se entere de que no has hecho los deberes. Mis alas están en juego si fallas, ¿sabes? ¿Podrías, por favor, concentrarte un rato?  

—¡Hmm! Bueno…

El silencio cayó sobre la caminata del peculiar dúo, momento aprovechado por la pequeña para armarse de valor. “¿Debería decírselo ahora?”, pensó,  apoyando su mentón sobre la pila de libros, mirando a su ángel guardián con detenimiento.  “¿O tal vez luego del examen? Es que… tengo que decírselo… Ya está cabreado, y encima no he hecho los deberes… Me va a decir que no, pero… entrenar suena tan emocionante”, concluyó, tragando saliva.

—¿Puedo decir algo, Curasán?

—¿Habrá diferencia si digo que no?

—Estaba pensando que tal vez deberíamos asistir a una de las clases de entrenamiento de algún Serafín. Así, el día que venga Destructo, nosotros dos también estaremos preparados…

Su guardián la miró seriamente; estaba acostumbrado al tema preferido de la Querubín, pero era la primera vez que la niña mostraba un interés en mover cartas en el asunto. Ahora deseaba entrenar y dejar a un lado sus fantasías en donde derrotaba al ángel enemigo en medio de una horda de dragones. Pero era imposible que uno de los tres Serafines aceptara entrenarla, pensaba él, no solo por tratarse de una niña sino porque ella era la Querubín, el ser más importante de los Campos Elíseos, la enviada por los dioses. Arriesgarse a que se lesionara sería inaceptable.

—Te vas a lastimar, Perla —sentenció—. Me lincharán si te algo te sucediera. Y, oye, yo tampoco podría vivir conmigo mismo si resultases herida. Los entrenamientos no son precisamente un paseo sobre el bosque.

—Pues para eso estás tú, señor guardián. Cu-ra-sán —mordió dulcemente cada sílaba, acercándose a él. Ella también conocía bastante a su ángel protector, y desde luego sabía perfectamente sus puntos débiles—, ¿qué me dices? Me gustaría ver los entrenamientos de tiro de Irisiel, ¿me puedes llevar? 

—¿Irisiel? —miró de reojo su ala izquierda, a la que le faltaban unas cuantas plumas—. No creo que sea sano para nuestra salud física y mental ir a las clases de Irisiel. 

—Bueno… Celes me dijo que el Serafín Rigel suele ir hacia la gran fuente de agua a estas horas, antes de ir a las islas para entrenar a sus estudiantes. ¿Quieres ir un rato a verle?

“¿Celes?”, se preguntó el guardián. Levantó la mirada, observando el lento paso de las nubes a través del cielo. Él arrastraba sus propios problemas en su día a día, cuestiones y aprietos peculiares que lo tenían en ascuas y entraban en conflicto con la imagen que se esperaba de él. Curasán ni creía en la profecía de Destructo ni le gustaban los entrenamientos y, sobre todo, sentía un deseo irrefrenable por su compañera Celes. El romance que ambos vivían intensamente era un secreto, pues los sentimientos que tenían el uno por el otro eran innaturales en los ángeles. Vivir ocultando aquello durante cinco años lo tenía preguntándose constantemente si debía continuar o no el idilio.

Después de todo, era el guardián de la Querubín, debería ser un ángel ejemplar. Por más que él mismo supiera que la imagen de ángel responsable y virtuoso era completamente falsa, era lo que se esperaba de él.

—Curasán, ahora tú eres el que está soñando despierto…

—¿Eh? N-no, claro que no —meneó la cabeza—. Mira, Perla, puedes poner todas las vocecitas que te gusten, la realidad es que ni siquiera eres capaz de llevar un arco o una espada. No pienses que haré como el Trono y te consentiré todo lo que desees, ¿queda claro?

 “No me queda otra”, pensó la pequeña. “Perdón, Curasán…”.

 —Antes que pensar en entrenar deberías aprender a volar, es lo mínimo. O tal vez podrías, no sé, preocuparte por el examen que tienes dentro de un rato. No desperdicies toda la noche en vela que pasamos ayer… Oye… ¿Perla?

Cuando bajó la vista, solo vio un montón de libros esparcidos sobre la calle, y un par de pequeñas plumas revoloteando sobre ellos…

Por los pasillos del sagrado Templo de los Campos Elíseos se percibía un movimiento inusual. Una decena de ángeles avanzaba por los pomposos pasajes, guiados por el Serafín Durandal, rumbo a los aposentos de Nelchael, Trono y líder de la legión de ángeles.

La mirada del Serafín era intensa. Aquel ángel de un envidiable aspecto atlético era considerado por todos como el espadachín más habilidoso, además de ser reconocido por su personalidad fría y calculadora que lo destacaba del resto de ángeles. Su espada cruciforme, enfundada en el cinturón, poseía un elegante diseño de alas en los gavilanes, forjados en oro.

Eran horas muy tempranas y el propio Cygnis, consejero del Trono, se sorprendió al verlo mientras este recién llegaba al lugar.

—¡Durandal! —gritó, apurando el paso para alcanzarlo—, ¿a qué se debe esta interrupción? No recuerdo haberte organizado una reunión con nuestro líder.

—No te interpongas, Cygnis —respondió el Serafín, sin detener su avance en lo más mínimo.

—¡Cuánta insolencia! ¡Típico de los Serafines! El Trono es un ángel muy ocupado, ¿no lo sabes? ¡Claro que lo sabes! Además, hoy es un día importante…

—Entonces estamos de acuerdo, Cygnis. Hoy es un día especial.

Abrió las puertas de los aposentos del Trono de par en par, ante la mirada atónita de Cygnis, quien simplemente no daba crédito ante la falta de respeto mostrada por parte de un ángel de tanto nivel como el Serafín. Durandal sacudió sus seis alas y vació los pulmones.  

En el fondo del cuarto, el viejo Nelchael observaba el poblado de Paraisópolis desde su gigantesco ventanal. Parecía que ni la reciente interrupción lo quitaba de sus adentros.

—¡Nelchael! —el Serafín avanzó por el cuarto, conforme los demás ángeles, Cygnis incluido, se arrodillaban al estar en presencia de su Trono y líder—. ¡Cinco años! ¡Ya han pasado los cinco años que me prometiste!

—¡Perdóneme, mi señor! —se excusó Cygnis, sin atreverse a levantar la mirada—, pero me fue imposible detenerlo.

—Durandal —el Trono prefería observar la infinidad de casonas agolpadas en el horizonte. Mirar a uno de sus ángeles más queridos a los ojos era algo que en ese instante no podía. Sabía perfectamente a qué se refería con los “cinco años”, y la respuesta que le tenía preparada no iba a agradarle—. Hace tiempo que no te veía.

Durandal desenvainó su espada y la clavó violentamente en el suelo. Acto seguido se sentó sobre una rodilla, mordiéndose los dientes, agarrando la empuñadura de su espada. Después de todo, el Trono era su líder y le debía respeto.

—¡Nelchael, hoy se cumplen cinco años desde que llegara esa niña, esa supuesta enviada por los dioses, y no hemos obtenido respuesta de ninguna clase!

—¿Te refieres a Perla? Es verdad. Me haces recordar que debo tomarle un examen.

—¡Déjate de necedades! —el Serafín apretó con fuerza el mango de su espada—. ¿¡Cuánto tiempo más vamos a continuar con esta farsa!? ¿¡Cuánto más hasta que os despertéis y observéis la cruda realidad!? ¡Los dioses están muertos, Nelchael, no hemos sabido nada de ellos ni lo sabremos! ¡Esa niña no sabe absolutamente nada, ni siquiera recuerda cómo llegó aquí!  Me prometiste cinco años y que encontrarías la respuesta en esa Querubín. ¿Y bien? ¿Dónde están Andrómeda, Artemisa, Apolo, Zeus? ¿Lo sabes, Nelchael?

—¡Por el amor de todos esos dioses! —Cygnis, inmóvil en su posición, empuñó sus manos temblorosas—. ¡Tranquilízate, Serafín! ¡Todos estamos afligidos por la ausencia de nuestros creadores! ¡No culpes de ello al Trono ni a la Querubín!

—¡Respóndeme, Nelchael! Si los dioses están muertos, ¿¡por qué insistes en tenernos a todos encadenados aquí en los Campos Elíseos tal perros guardianes de los humanos!? ¿¡Viviremos encerrados aquí por la eternidad!? ¿¡Ese es tu magnífico plan!?

—¿Y qué es lo que propones, Durandal? Me interesa averiguarlo —preguntó el Trono, girándose para verlo. ¿Acaso había un mejor plan que no fuera esperar el regreso de los dioses? ¿Proponer que ahora eran seres libres no sería admitir implícitamente que sus hacedores estaban muertos o desaparecidos? ¿La libertad de la legión de ángeles no desataría la anarquía en los Campos Elíseos, y con ella, un nuevo Lucifer, el temido Destructo que asaltaba en los sueños del Trono?—. ¡Si vamos al reino de los humanos sin intervención de los dioses, sembraremos caos! ¡Entre ellos y entre nosotros!

—¿¡Qué ha hecho tu preciada humanidad por nosotros para que le rindas ese respeto!? ¡Al diablo los humanos, al diablo los dioses! —Durandal se tomó el pecho, hundiendo sus dedos. Sus estudiantes estaban preocupados, nunca lo habían visto en esas condiciones—. ¡Ya no somos los peones de nadie!, ¿¡por qué seguir cargando esta ridícula misión de entrenar para proteger a esa humanidad!? ¡En el reino de los humanos, seremos los nuevos dioses, Nelchael!

—¿Acaso te crees un dios, Durandal? ¿¡Quién es el que ahora dice necedades!? No tengo un plan perfecto, pero me ha servido para sobrevivir hasta el momento. La llegada de esa Querubín me dice que tal vez aún hay esperanza de que los dioses vuelvan. Yo, y toda mi legión, seguiremos esperando aquí. Te agrade o no, eres parte de esto.

—¿Me lo dices en serio, Nelchael? ¿Aún crees en ella? ¡Esa niña es una broma andante!, solo ha traído falsas esperanzas —quitó su espada del suelo, encendiendo las alarmas de todos los ángeles en el salón—. La Querubín representa ese lado ingenuo que tenéis vosotros esperando que los dioses vuelvan, ese lado patético del que hay que desprenderse.

—¡Suficiente, Serafín! —gritó Cygnis, golpeando el suelo de mármol—. ¿¡Acaso te estás escuchando!?

Durandal se levantó y comenzó a retirarse. Tal como temía, encontró decepción en su breve reunión: más allá de sus deseos de ver a los ángeles libres, en el fondo esperaba hacerlo en compañía de Nelchael. Era un amigo, aunque sus convicciones chocaran contra sí; ambos, a su manera, buscaban el bien de la legión. Era un sendero en el que, sentía y deseaba, debían caminar juntos.  

—Yo que tú desistiría de esos ideales, Durandal —insistió el viejo Trono—. La libertad que sueñas traerá anarquía, la misma que acabó con los tres arcángeles, la misma que acercará la llegada de Destructo. Lo mío será toda la dictadura que quieras, pero el orden y nuestra sociedad estarán a salvo. Nada es perfecto, ni aquí ni a donde vayas.

—Tienes razón —se detuvo aunque no se atrevió a mirarlo—. Pero tus designios hace tiempo que carecen de significado para mí. A veces me pregunto, Nelchael, por qué los sigo.

Sin esperar réplica alguna, Durandal se retiró de los aposentos mientras, poco a poco, sus estudiantes se reponían para seguirlo. El ambiente empeoró a pasos agigantados en el cuarto; el viejo Nelchael prácticamente había sido testigo del nacimiento de una posible rebelión en los Campos Elíseos, algo que no había sucedido desde que Lucifer se rebelara contra los dioses en los inicios de los tiempos. El mayor miedo del líder estaba asomando lentamente, pero haría lo posible por mantener el orden en su preciada legión. 

—¡Por los dioses! —Cygnis se repuso—. ¿Va a dejarlo irse tras lo que acaba de decir, mi señor?

—¿Detenerlo y convertirlo en mártir, desatando una rebelión? —se frotó la frente—. Escucha, Cygnis, ordena al Principado para que lo vigile. También ordena un guardián más para la Querubín, aunque no menciones nada de lo que aquí ha sucedido. Lo último que necesito es desestabilizar a la legión con sospechas de una rebelión.

—Se hará, mi señor.

—Por cierto, Perla ya debería estar aquí para tomar su examen —el viejo Trono se giró de nuevo para mirar por el ventanal—. ¿Tienes idea de dónde está?

La única respuesta que halló por parte de su consejero fue un encogimiento de hombros. ¿Cómo iba a saber él que la pequeña Perla quería ser entrenada y que para ello había ido en busca del tercer Serafín? Una inocente decisión que tendría sus consecuencias para todos los habitantes de los Campos Elíseos.

El Serafín Rigel destacaba no solo por sus seis alas o su rostro de facciones gruesas, sino por su imponente contextura física, poco disimulada por su túnica angelical. El considerado por todos como el ser más fuerte de los Campos Elíseos, se encontraba sentado como todos los amaneceres en un banquillo frente a la gran fuente de agua, una pomposa estructura de mármol y madera, adornada con figuras pedregosas de ángeles. Con los ojos cerrados y oyendo el sesear del agua, no había quien le quitara de sus adentros.

Hasta que oyó un gruñido peculiar…

Levantó la mirada y esbozó una ligera sonrisa al ver a la Querubín frente a él. La pequeña estaba parada sobre la estructura de la fuente, más precisamente sobre un ángel de mármol que tensaba un arco hacia el cielo. Ella lo miraba desafiante, con los brazos cruzados. Lejos de su guardián, Perla se transformaba en una auténtica fiera que utilizaba indiscriminadamente su título de Querubín para obtener lo que deseaba.

Pero, aunque intentara generar temor o respeto, al Serafín solo le causaba gracia y ternura a partes iguales. “Será todo el ser superior de la angelología que quiera”, pensó, “pero también es una niña”. 

—¡Pequeña Perla! —se rio el Serafín, de voz gruesa y fuerte, levantándose para acercarse y sacudir la cabellera de la Querubín—. ¡Es un honor verte por aquí!

—¡Rigel!—respondió, agarrando su mano con fuerza—. ¡Entréname para ser fuerte como tú, te lo ordeno!

Varios ángeles que estaban de paso habían escuchado la peculiar petición y las risas generalizadas fueron inevitables, aunque nada cambiaría la expresión seria de la niña. Perla era probablemente la única que a esas alturas se tomaba en serio su posición de “Ser superior del linaje angelical”. Pero tras cinco años, a los ojos de los demás, se había convertido no solo en una enviada de los dioses, sino en una niña algo caprichosa a quien debían prestar atención para que no terminara lastimándose.

—¿Me lo dices en serio? Oye… Perla, eres muy pequeña para entrenar.

—¿A quién llamas “pequeña”? ¿Te parece esto una forma de responder una orden de tu superior?… ¡Ah! ¿¡Qué haces, Rigel!?

El enorme Serafín la tomó de la cintura para levantarla y hacerla sentar sobre sus hombros. Enrojecida y avergonzada como estaba, la niña no encontraban lugar donde posar la mirada, o en la decena de ángeles que reía a su alrededor o en el lejano suelo que parecía marearle. Extendió sus pequeñas alas sin poder controlarlas bien.

—¡Perla! ¿Ya sabes volar o aún te dan miedo las alturas?

—¡N-no es asunto tuyo!

—Me acuerdo de cuando recién habías llegado y siempre querías estar a mi lado. ¿Por qué te avergüenzas ahora?

—¡Rigel! ¡Quiero bajar!

—¿En serio? ¡Pero si antes no te querías apartar de mí porque decías que yo era el más grande y fuerte! Y tenías un apodo para mí… ¿Cuál era?

—¡Ya lo olvidé!

—Pequeña mentirosa. ¿Quieres bajar?

—¡Te he dicho que… ! —la volvió a bajar al suelo entre el torpe batir de sus pequeñas alas—. ¡Ah, con cuidado!

—Deberías volver junto a tu guardián, pequeña Perla —la tomó de la barbilla—. Las islas donde entrenamos no es el lugar más adecuado para la Querubín más bonita de los Campos Elíseos.

—Como si hubiera otra —se apartó de sus manos—. ¿Entonces no me vas a entrenar?

—El Trono me colgará del cuello si algo te sucediera. Ahora, dame un beso antes de que me vaya. Aquí, en mi mejilla, para la suerte.

—¡No te daré nada, Rigel! ¡Me voy!

Entonces él lo vio. Un chispear en esos ojitos verdes, una extraña fiereza en su mirada aniñada que le hizo estremecer. Tal vez fue su voluntad lo que se transmitió, o tal vez fue una señal de alguno de los dioses, después de todo la Querubín era el ser más cercano a ellos. Aunque entrenarla estaba descartado, el Serafín pensó que tal vez podría darle algo útil; Rigel siempre había sentido un cariño especial por la niña pues había revitalizado a los Campos Elíseos con su llegada, a él sobre todo.

La tomó del hombro antes de que se girara, y apartándole un mechón en la frente, le habló con un tono serio lejos de aquel bromista con el que acostumbraba dirigirse a ella: 

—Es gracioso, pero en tus ojos infantiles veo decisión, algo que falta a veces en muchos ángeles.

—¿Ah?

—Dime, ¿por quién peleas, Querubín?

—¿Qué?

—Escúchame, pequeña Perla, la clave para el éxito durante un combate es la motivación —la niña no daba crédito al cambio de actitud del Serafín. Salvo su ángel guardián, sus deseos, anhelos y miedos eran tratados con risas entre los demás ángeles, pero por fin alguien más la estaba tomando en serio, por fin alguien había dejado de verla como a una niña. Tragó saliva y escuchó atentamente—. Imagina el peor escenario que puedas encontrar.

—Destructo —se mordió el labio inferior y empuñó sus manitas—, esto, Destructo, rodeado de dra-dragones —completó, recordando su peculiar fantasía.

—¿Destructo? Perfecto. Cuando te concentras en aquello que quieres proteger, desaparecerán los gruñidos, el fuego y los dragones a tu alrededor, y podrás dar un golpe certero que podría darte la victoria. Te convertirás en un ángel tan fuerte como yo si encuentras la motivación adecuada, si la tienes presente en cada paso o aleteo que das. Pero yo que tú no perseguiría fuerza bruta, Querubín, sino una respuesta adecuada. Por eso, ¿por quién peleas?

—En cada paso que doy —susurró para sí, con la mirada perdida. Luego la fijó en los ojos del enorme Serafín—. Rigel, ¿y así podré hacer grietas como cuando tú golpeas el suelo?

—¿Todo esto solo porque quieres hacer grietas o qué? Te he dado un consejo sincero, pequeña, más no me exijas. ¿Vas a darme ese beso? ¿O es que quieres destrozarme el corazón?

—¡Puf! Señor Serafín, ¿es necesario este chantaje?—infló sus mofletes. Pero al menos había obtenido algo de Rigel, mucho más de lo que habría soñado. Aunque el rostro molesto de la niña no lo aparentara, en el fondo sentía que había avanzado un paso importante—. En fin, supongo que puedo darte un beso. Estarás orgulloso de recibir tal honor… —masculló sonrojada, arrancando una pequeña carcajada en el Serafín. Y empuñando sus manitas, se acercó para darle un beso en la mejilla, susurrándole el apodo que con cariño le había puesto tiempo atrás—. Muchas gracias… “Titán”.

III. 5 de junio de 1260

La imponente luna resplandecía en el cielo nocturno. Las infinitas dunas y la gruesa arena del desierto habían quedado atrás; la tierra dura, los altos árboles, el viento fresco y el agua empezaban a ser una constante en el viaje, propiciando mejores condiciones para el descanso.

Sarangerel se encontraba sentado bajo la copa de un grueso árbol, a orillas de un lago por donde se deformaba la luz intensa de la luna. Aparentemente fue el único de los tres que no podía conciliar el sueño, por lo que se tomó un tiempo para disfrutar de la brisa húmeda. El guerrero juraría que podía sentir las manos de su pequeño hijo jugando con sus largas trenzas al son del viento; cerraba los ojos y estaba en su hogar; casi sintiendo en la yema de los dedos ese rocío que bañaba la hierba de Suurin. “Pronto estaré allí”, pensó, “te lo prometo”.

—No me cansaré de agradecer la comida y la protección que me habéis dado —interrumpió la francesa, quien quitándose sus botas, se acercó para meter los pies al agua—. ¡Uf! ¡Frío!

—Con cuidado —Sarangerel sonrió—. Los cristianos son nuestros aliados, y los francos en especial nos han ayudado  a conquistar Alepo y Damasco. Solo hacemos lo que debemos hacer.

—Aún así…  

—Llegaremos a Damasco al atardecer de mañana. Deberías tomar la primera caravana cristiana que veas.

—Claro —dijo levantando su desgastada túnica para entrar un poco más al agua—. ¿Y dónde me quedaré mientras espero? No conozco a nadie más que a ustedes dos.

—No quiero sonar como Odgerel, pero te ofrezco mi tienda mientras dure tu estadía, mujer.  

—¡Ja! Suenas como todo un caballero. Tu amigo lo diría con sorna y tocándose la entrepierna. Gracias por ofrecérmela, tártaro, suena más cómodo que dormir en las calles. ¿Pero dónde dormirás tú mientras tanto?

—Me gusta el sonido del agua, por lo que probablemente vaya a pasar las noches a orillas del río Barada, que cruza en medio de Damasco. Muchos mongoles pasan la noche allí cantando y tocando instrumentos alrededor de fogatas. Estar allí es como estar en Mongolia, casi al lado de mi hijo.

—Mongolia. Pensaba que al salir de mi reino encontraría cosas diferentes a las que he vivido, pero me he topado con lo mismo: batallas y guerreros con motivaciones ridículas que no traen sino muerte. Pero tú eres especial. Siempre tienes presente a tu hijo en todo lo que haces, creo que es lo que te da la fortaleza que admiro —Se apartó un mechón de su pelo y miró al hombre que atentamente la escuchaba—. Guerrero tártaro, he estado pensando, mientras dure mi estadía en Damasco, que tal vez pudiera hacer de tu escudera. Para aligerarte la carga.  

—¿Mi escudera?

—Sí. Alguien que lleve tu escudo y espada —sus pies jugaban tímidamente con el agua—. ¿No tenéis escuderos en vuestra legión?, alguien que te cargue las armas y las mantenga limpias. Además, esos revestimientos de acero sobre el pecho de tu armadura deberían brillar también. Si vas a comandar un ejército como tu amigo ha dicho, necesitarás que tanto armas como armaduras resplandezcan.

—Pensaba en pedir algún novato —se levantó para desperezarse, comprobando con la mirada que su armadura ligera necesitaba de varias pasadas de trapos engrasados para que los revestimientos de acero volvieran a resplandecer como antaño, como cuando se despidió de su hijo. Sus armas, apiladas a un costado del árbol, probablemente también necesitaban limpieza—. ¿Este repentino ofrecimiento tiene algún motivo?

—Tártaro —se acercó hacia dónde él la observaba con extrañeza, siempre en el agua. Estaba nerviosa, ahora se la notaba insegura pues le costaba sostener esa mirada antes atigrada—. Por favor, déjame seguir a tu lado y entréname para ser fuerte como tú.  

Tal vez en otra ocasión se hubiera reído de la peculiar petición, pero notó algo en los ojos de aquella francesa cuando le rogó aquello. Un algo que le costaba describir. Como un destello fugaz de ferocidad, de un fogoso deseo bullendo; había una firme decisión en esa mirada; hacía tiempo que no había visto unos ojos que cobijaran tanto valor y decisión, que casi lo convencieran en un chispazo.  

No obstante, las costumbres del guerrero estaban muy arraigadas.

—En Mongolia admiramos a las mujeres fuertes —entró al agua para tomarla de la muñeca. El brillo de la luna se desparramaba por el lago; la mujer se asustó, mas Sarangerel sonreía—, pero ustedes no están hechas para los sablazos. He visto cómo agarras esa espada de tu hermano, lo haces mal y te cuesta sostenerla en alto.

—¡Pues enséñame a sostenerla! —apartó su muñeca.

—¿Por qué querría una mujer entrenar? —volvió a tomarla, mostrándole ferocidad y una curiosidad inusitada; Roselyne se estaba revelando contra varias de las costumbres que él conocía. “Esta mujer”, pensó, volviendo a comprobar la ferocidad en sus ojos. “Me recuerda a alguien”.

—¡Porque necesito aprender a proteger! Porque estoy harta de ser espectadora, porque no hay día que tenga remordimientos por ser débil.

Y esa mano fuerte del guerrero tomándola, trayéndola contra su cuerpo… era un salvajismo distinto el que ahora sentía Roselyne sobre ella. Algo avasallante que le hizo erizar la piel en el momento que se escrutaron las miradas. Si bien ella también tenía arraigadas sus creencias y costumbres que le hacían aflorar una sensación de culpabilidad ante los sentimientos de deseo carnal, deseaba seguir tocando al guerrero.

—¡Necia! —masculló Sarangerel, trayéndola más contra sí—. Deberías buscar a un hombre que haga ese trabajo por ti.

—Guerrero tártaro —puso su mano en su pecho y lo apartó, comprobando la firmeza y suspirando—, ¿tienes deseo de luchar? ¿O es que acaso ansías algo más?

La religión de la muchacha hacía mella en su conciencia; el sexo extramatrimonial era tabú aunque debía hacer sacrificios en pos de obtener lo que deseaba para cumplir con sus objetivos. Aunque ese “sacrificio” parecía agradarle en demasía; admiraba a Sarangerel más de lo que hubiera creído, en esa noche lo deseaba como a ningún hombre en su vida.

Roselyne se alejó del mongol con una sonrisa, y para desconcierto del guerrero, tomó de su túnica para quitársela ante su atenta mirada. Aquella perla que había resplandecido en la ribera del Nilo bajo el sol, se revelaba nuevamente pero ahora brillando por la luz azulada de la luna que se replicaba en cada gotita y cada surco del agua en su cuerpo, en cada una de esas curvas que atontaban a Sarangerel.

Extrañamente, tras haberle ofrecido un regalo a sus ojos, la mujer entró al lago para zambullirse y huir de esa mirada cargada de lujuria.

“¿A qué ha venido eso?”, pensó el mongol, quitándose lo que le quedaba de ropa y tirándola a la orilla; quería entrar al lago en su búsqueda.

Roselyne emergió del agua justo frente a él, pasando los brazos por su cuello, quedando los dos juntos frente a frente, lo que le permitió poder abrazarlo y atraerlo hacia sí, sintiendo cómo sus pechos se recargaban en el suyo. La erección del hombre se hizo imposible de ocultar.

—Por favor, tócame si lo deseas, guerrero tártaro.  

Y las grandes manos del guerrero se ciñeron rápidamente en la pequeña cintura, no fuera que Roselyne volviera a zambullirse. Los gruesos dedos comprobaron la firmeza de aquel trasero, los hundió en su piel y arrancó un suspiro en la muchacha.

“Menuda mujer más brava, hermosa como una rosa”, pensó probando de sus finos labios, dulces del agua. Roselyne mordió fuerte la boca del mongol para apartarse con una sonrisa de lado. Tomó la mano del guerrero y lo arrastró hasta la orilla.

Sarangerel observó con especial detenimiento las redondeces de ese trasero que endurecía hasta el hierro más pobremente templado. Se palpó la herida que le dejó en el labio y notó un pequeño rastro de sangre en la yema de un dedo. “Por el Dios Tengri, es hermosa, pero está repleta de espinas”.

El brillo de la Luna perlaba cada gota esparcida por los dos amantes que empezaron a unirse en la orilla. Uno era inmenso, fuerte como un lobo pero hábil en los movimientos, grácil como un leopardo. La otra era una pequeña rosa de aspecto frágil aunque escondía varias espinas dolorosas al tacto inmediato; uñas que se hundían en la espalda del hombre y dejaban surcos. Cuando el guerrero comprobó la estrechez y humedad de la francesa, primero con sus dedos, acariciando los suaves pétalos de su sexo, el aire cambió alrededor; el hombre se volvió delicado, no fuera a lastimarla, y la mujer dejó a un lado sus espinas para invitarlo a probar más, para abrirse de piernas y atenazarlo con fuerza.

“Esto es bastante bueno”, pensó ella, sintiendo perfectamente el contorno del duro miembro de aquel guerrero abriéndose paso en su prieto interior, recordando sus anteriores experiencias. Ninguna había sido tan buena como esa, todo fue a la fuerza. “Demasiado bueno, para ser sincera…”. Boqueó al sentir un inesperado envión que sacudió su pequeño cuerpo.

 —¡Ah! ¡Con cuidado! —protestó.

Cruzó la luna a través del cielo, tras los árboles, y nunca asomó algún atisbo de las desgracias que a ambos los tenían atormentados. Acostados sobre la arena, a orillas del lago, encontraron en cada uno un consuelo a esas heridas que la vida les había asestado.

“Esta mujer”, pensó Sarangerel, acariciándole la caballera mientras ella besaba su pecho. “Ya sé a quién me recuerda”.

—Tártaro, por favor, mi hermano era el caballero de armadura más brillante en toda su legión —los besos bajaban y bajaban y la concentración amagaba con abandonar de nuevo al guerrero—, permíteme ayudarte a ser el hombre que más brille de todo tu imperio.

—Suena bien —suspiró, sintiendo cómo esos finos labios llegaban a destino para abrigar con fuerza su palpitante sexo—,  pero si vas a ser mi escudera, deberías llamarme por mi nombre.

—¡Se llama “Sarangerel”! —gritó Odgerel, sentado bajo la copa del árbol junto al lago, con un odre de airag negro en una mano—. Significa “Brillo de la Luna”. Pronúncialo bien, mujer, porque el idioma mongol es el más dulce del mundo.

IV

—La Luna está preciosa esta noche, ¿verdad, Curasán?

Sentados en el borde de una azotea, perdidos en el montón de casonas de Paraisópolis, la pequeña Querubín y su particular guardián observaban el horizonte, adornado por la luz azulada de la luna. Aunque Curasán consiguió encontrar a su protegida hacia la gran fuente de agua, terminaron llegando tarde al templo. No obstante, el examen se llevó a cabo con éxito.

—Mira, Curasán, lo siento mucho —la Querubín de voz dulce había vuelto, y esta vez, subiéndose al regazo de su hastiado guardián, olvidándose por momentos cuánto había crecido.

—Menos mal aún no sabes volar, perseguirte sería una tortura —masculló él. Aunque, a su pesar, la rodeó con un brazo, estrechándola contra su pecho.

—Puede que un pastel te haga feliz esta noche. Celebraremos ese examen aprobado —respondió, levantando una mano hacia la enorme ala de su guardián, tirando de una pluma que estaba a punto de desprenderse—. Vamos, te lo prepararé…

—¡Jo! Lo cierto es que no me puedo negar a un pastel.

—Me alegra que hayas recuperado el humor —se levantó torpemente y tomó de la mano de Curasán—. ¿Qué te parece si mañana hablamos con Irisiel para que me entrene?

“Esta enana”, pensó, viendo cómo la Querubín le sonreía inocentemente, “no va a parar de esquivar sus responsabilidades hasta que consiga lo que quiere. Encima odia los estudios, le repelen las clases de coro y suele soñar despierta…”. Suspiró, levantando la mirada hacia las estrellas. “La he cagado a base de bien, cabrones, he convertido a vuestra enviada, al ser más importante de los Campos Elíseos, en el vivo reflejo de mi persona”.

Pero Perla, además, estaba creciendo, algo innatural en los ángeles. Y el temor de su guardián era justamente aquello: que tarde o temprano la Querubín dejara de necesitarlo ya sea para pedir una mano para alcanzar un libro a lo alto de una estantería, un par de alas para saltar entre azoteas, o simplemente consuelo cuando le asaltaba el miedo a las alturas. Temía que el sendero por el que ambos caminaran llegara a abrirse en cualquier momento, y que cada uno debiera tomar su propio camino.  

“Los ángeles no crecen”, decían todos cuando veían a la Querubín por las calles. “Pero Perla crece”, pensaba Curasán para sí, riéndose del sobre esfuerzo de la niña para tirar de su mano y levantarlo. Lo decidió en ese instante, en que él la acompañaría en el camino que quisiera recorrer, no abandonarla. Ignorar los deseos de ella sería traicionarse a sí mismo, a su vivo reflejo.

“Resuelto entonces. Al diablo con el falso ángel virtuoso y ejemplar”, sonrió para sí. Con los ánimos renovados, el guardián se levantó para sacudir la cabellera de su protegida.

—¡Por los dioses! Eres una auténtica rosa con espinas, Perla. Algo me dice que seguirás dando la tabarra con el tema de entrenar hasta que lo consigas.

—¡Suéltame, me despeinas!

—Perla, ¿por qué la fijación en entrenar?

—Bueno… —desvió la mirada hacia las casonas—. Eso es privado… 

—Ajá, ya veo, pues es una pena porque no creo que ninguno de los Serafines puedan ayudarte.

—Y que lo digas… —suspiró.

—Levanta el ánimo. Conozco a alguien —dijo tomando la barbilla de la niña con sus dedos, ladeando su rostro amistosamente—. Aunque no sé, es mucho problema, deberías dedicarte a lo que se te ha ordenado y ya.

—¡Curasán! —se apartó de su mano—, ¿hay alguien que me puede entrenar? 

—Pues tengo un viejo amigo que me debe un favor. Si has estado estudiando a la historia de los humanos, supongo que sabrás lo que es un guerrero mongol, ¿no es así?

—¿Hay un… guerrero mongol… en los Campos Elíseos? —preguntó sorprendida—. ¿Me estás diciendo que hay un guerrero mongol angelizado? ¿¡Aquí!? ¿Cre-crees que habrá conocido al mismísimo Gengis Kan? ¿O habrá conocido algún Sultán famoso?

—¿Sultán? No me parece que fuera de esa época, creo que más bien conoció a algún emperador japonés, pero no lo recuerdo bien —se desperezó, extendiendo brazos y alas—, ¡uf!, ¿por qué no se le preguntas tú? ¡Recoge tus plumas y vayámonos ya!

—¡Se-seguro que ese mongol sabe un montón de cosas! ¡Sobre todo de peleas!… ¡Eh, eh! ¡Curasán, espérame!

A solo un par de casonas de distancia, el Serafín Durandal observaba cuidadosamente al dúo desde una terraza. Antes de que la Querubín llegara hacía cinco años, en la legión de ángeles poco a poco era aceptada la idea de que los dioses ya no regresarían al mundo que crearon, fuera porque habían muerto o fuera porque simplemente decidieran abandonarlos. El sueño del Serafín, de abandonar los Campos Elíseos y vivir en libertad, poco a poco estaba siendo aceptado por la legión… hasta que la niña llegó y las esperanzas de que los dioses regresaran comenzó a surgir de nuevo.

“¿Cómo es posible?”, pensó, apretando fuerte el mango de su espada, viendo a la Querubín escalando dificultosamente sobre la espalda de su guardián. “¿Cómo es posible que esa pequeña granuja, que ni siquiera es capaz de volar, haya elevado tanto la moral de los Campos Elíseos?”.

Uno de sus estudiantes más habilidosos, Orfeo, descendió suavemente del cielo para para hacerle compañía, sentándose sobre una rodilla ante su presencia.

—Maestro Durandal, estuve buscándolo toda la tarde. Sus estudiantes estamos preocupados por la suspensión de las clases, pero los que lo han acompañado en el Templo nos han puesto al día acerca de su reunión con el Trono.

—¿Acaso vienes a darme un sermón por haberle faltado respeto al Trono, Orfeo? Recuerda tu posición en la angelología si piensas hacerlo.

—No es eso, Maestro Durandal. Sus estudiantes lo hemos discutido y lo tenemos decidido. No está solo en su lucha contra esta opresión. Estamos de su lado en este sendero que quiere recorrer. 

El Serafín se reconfortó con la idea de tener de nuevo consigo una cantidad considerable de ángeles decididos a seguirlo. Supo que sus ideales empezaban a geminar de nuevo, y que no estaba tan desencaminado como el Trono había sentenciado. Pero faltaba mucho aún. Para quitarse de encima lo que él consideraba “la ingenua esperanza de la vuelta de los dioses”, debía quitarse de encima a la Querubín, quien se había convertido en la amenaza de cumplir sus sueños de libertad.

Extendió sus seis alas, levantando vuelo.

—Nos espera un largo camino, Orfeo, plagado de decisiones difíciles por un bien mayor. 

—Estaremos con usted, Maestro Durandal. En cada paso del camino.

V. 7 de junio de 1260

Las estrellas refulgían con intensidad a orillas del río Barada, Damasco. Reunidos en una fogata, los más altos mandos del ejército mongol recibieron a Sarangerel, el segundo en mando de la misión diplomática de El Cairo. Alrededor de la reunión, varios hombres y mujeres llenaban la noche con dulces sonidos de flautas y tambores que retumbaban al ritmo del crepitar del fuego.

Era la primera vez que Roselyne, que observaba a lo lejos, recostada en un árbol, escuchaba el khoomii; fuertes reverberaciones de las gargantas de los mongoles que, para ella, se asemejaban a alguna canción primitiva y de tonalidad violenta. Era sobrecogedor oírlos. Odgerel, a su lado, seguía tímidamente la canción con su voz, con un pichel de aguamiel en la mano.  

—Cantáis raro —dijo ella.

—¡Ja! Te diré algo, Roselyne. He atravesado medio mundo y sé que la música de Mongolia es la más hermosa.

—¿Qué está pasando allí? —señaló con su cabeza la fogata en donde varios hombres rodeaban a Sarangerel.   

—Le están ofreciendo el comando—suspiró, antes de beber.

El fuego se agitó con fuerza conforme Sarangerel se arrodillaba para rendir respeto a sus superiores.

—Tu retorno demuestra tu valía como guerrero del imperio del Kan —uno de los superiores del círculo, el cristiano nestoriano Kitbuqa Noyan, tomó del hombro a Sarangerel—. Has demostrado que eres un auténtico guerrero.

—Estoy agradecido por vuestras palabras, General Kitbuqa.

—Dime, ¿cómo ha muerto mi querido hermano? —le acercó un cuenco repleto de kumis, la particular bebida tradicional de sus tierras. Leche fermentada y alcohol. Se desprendía de allí ese olor que le recordaba el hogar, los prados y ríos. Sarangerel cerraba los ojos brevemente y estaba en Mongolia.

—Murió con honor, General Kitbuqa  —respondió, aceptando el cuenco con ambas manos y bebiendo de ella un gran sorbo, antes de continuar—. Murió cumpliendo el deber del Kan, como un héroe. Tomo la responsabilidad por su muerte.

—No seas necio, Sarangerel.

Al terminar la bebida, miró a los ojos a su general.

—Mi deseo de volver a casa es fuerte, General Kitbuqa.

—Aún no es momento de volver, Sarangerel. Hay una misión más importante ahora que la guerra ha comenzado. Nuestro Kan te ofrece el comando para guiar a sus soldados en batalla. Conoces el rostro del enemigo mejor que nadie.

—Saif ad-Din Qutuz —afirmó, recordando al Sultán que traicionó la confianza de la misión diplomática. 

—El Kan pone en tus manos a cien guerreros, Sarangerel, que a su vez estarán comandando, cada uno, otros diez. Acepta el Mingghan, y guíalos a la victoria contra Qutuz y los mamelucos.

El sonido de cientos de gargantas llenó la noche a orillas del río en Damasco. En los ojos de Sarangerel se agolparon recuerdos y epifanías; guerras, sangre, gritos y sablazos sobre la arena. “Tal como dijo Roselyne, me quedan cien batallas por delante”, pensó. “Pero volveré a casa, te lo prometo”.

La guerra apenas estaba comenzando, y el ejército invencible se estaba preparando para la más cruenta de las batallas en el desierto. El fuego crepitaba con fuerza; las voces reverberaban en la noche de estrellas centelleantes, ocultando con belleza los peligros que les aguardaban.

—Esto es otro mundo para mí —susurró Roselyne, sintiéndose ajena a los cánticos y rituales—. A veces pienso que ha sido un error haberles rogado un lugar entre ustedes. 

—No digas eso—Odgerel tomó del hombro de la francesa—. Sarangerel y tú caminan juntos el mismo sendero. Llevan a los vivos en todo momento y creo que eso es lo que los vuelve fuertes en batalla. Los seres que más amo ya no están aquí, por lo que no temo en dar nunca el primer paso para atacar. Pero ustedes dos siempre van con cautela. Lo he notado en El Cairo, y lo he notado en al-Akhmiyyin.

Levantó la mirada al cielo, viendo el intenso brillo de las estrellas alrededor de aquella preciosa luna. Odgerel, tal como experimentaba su camarada, cerraba los ojos y sentía por breves momentos estar de vuelta en casa. Sentía la brisa y juraría que su esposa y hermanas le acariciaban la mejilla.

—Yo también iré con cautela a partir de ahora, pues le he prometido a mi amigo que lo ayudaría a reencontrarse con su hijo. Mi mujer y mis hermanas tendrán que esperarme en el cielo hasta que cumpla con mi palabra. Sé que me comprenderán… es decir, ¿tú lo comprenderías, no es así?

—Me empiezas a caer bien… Odgerel —Roselyne le codeó amistosamente.

—¡Es sobrecogedor escucharlo! Lo tengo decidido desde que pisamos Damasco. Te guste o no, Roselyne, a partir de ahora ustedes dos estarán en mi pensar —le ofreció su pichel con una sonrisa—, en cada paso de este largo camino.

Continuará.

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