Cumpleaños inolvidable.
Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es
Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.
El día que Germán Eirre entró en la agencia, con las mandíbulas encajadas y echando humo por las orejas, debido al impresionante cabreo que sentía, activó el bien engrasado mecanismo de la ladina mente de Cristo. El hombre, un individuo de facciones correctas pero envilecidas por todo tipo de abusos, palmeó con fuerza el mármol, ante los ojos de Alma.
― ¿Dónde se encuentra Calenda Eirre? – preguntó de mala manera, alzando la voz. Su inglés era forzado.
― ¿Está usted citado, señor…? – le preguntó la recepcionista, tras recuperarse de la impresión.
― ¡Soy su padre!
Cristo enarcó la ceja. Al fin podía ponerle rostro a la intrigante figura que retenía en su mente. El padre de Calenda.
― Lo siento, pero su hija no se encuentra en la ciudad – le informó Alma.
― ¿QUÉ?
― El equipo se ha marchado a los Hampton, para filmar escenas marítimas. No regresarán antes del fin de semana. ¿Deseaba usted algo más?
Cristo notó como el individuo traducía mentalmente aquellas palabras e intentaba calmarse, inspirando.
― Me gustaría ver a la señorita Newport – sonrió el tipo, mostrando unos dientes perfectamente níveos, donde destacaba un incisivo de oro.
― Aún no ha llegado. Si quiere usted sentarse y esperar.
Germán Eirre pasó a la sala de espera y tomó asiento en uno de los sillones. No tocó ninguna revista, sino que se llevó la mano a la barbilla y estuvo rumiando hasta que Cristo se le acercó.
― ¿Quiere usted un café o un refresco?
― Algo de agua, gracias – evidentemente, el hombre se había calmado.
Cristo le trajo un vaso de papel lleno de agua del distribuidor que había frente a la zona de maquillaje. Cuando volvió a su puesto, Alma le susurró:
― ¡Yo no le habría dado ni la hora a ese maleducado!
Cristo se encogió de hombros y pensó: “Pero tú no necesitas sus huellas, Alma.” Mentalmente, Cristo estaba formando un puzzle que aún no tenía una imagen definida para él; tan solo varias piezas interconectaban, pero valía la pena reunirlas. Las huellas digitales de Germán Eirre constituían una de esas piezas.
Imaginaba a qué había venido aquel cabrón. Hacía más de un mes que su hija se había ido a vivir con May Lin, dejando solo a su padre. A pesar de sus consejos, Calenda no le había cortado el grifo; seguía pagando las facturas de su progenitor religiosamente. Sin embargo, Germán estaba nervioso y temeroso que Calenda firmase algún otro tipo de contrato sin que él lo supiera. El caché de su hija subía rápidamente y él quería mantener el control.
La prueba evidente era que su hija ni siquiera estaba en Nueva York, y no se lo había comunicado. ¡En los Hamptons, nada menos! Tenía que controlar los pasos de Calenda, antes de que surgiera algún protector rico y poderoso que le desbancara.
Mirándole de reojo, Cristo casi podía seguir los pasos mentales que el hombre estaba llevando a cabo. El padre de Calenda estaba nervioso, dejando que pequeños tics faciales le traicionasen. Cristo sabía todo cuanto necesitaba de su relación con Calenda y podía situarse perfectamente en su pellejo. La inversión que había hecho en su hija se estaba esfumando y eso le aterrorizaba. Sonriendo, Cristo se levantó de nuevo de su sitio y se sentó al lado del hombre.
― La señorita Newport pronto estará aquí, señor – le dijo. – Me llamo Cristo Heredia y soy amigo de su hija.
Germán Eirre le miró, con indolencia, como si pensase que ese joven era muy poca cosa para su hija.
― ¿Eres mejicano? – le preguntó en español.
― No, español.
Germán sonrió. Podría enterarse de muchas cosas con aquel chico, y no tendría que utilizar el maldito inglés. Necesitaba ponerse al día tras un mes de ausencia.
― Así que eres amigo de mi hija, ¿eh?
― Zi, azí es.
― ¿Cómo le va ahora? No he hablado con ella desde que se mudó con esa chinita…
― May Lin, zi. A Calenda le va genial, zeñor. Ahora mismo tiene un contrato de los caros, con la Odyssey.
― ¡No me digas! – sonrió Germán, frotándose las manos mentalmente.
― Ya le digo. Calenda está zubiendo como la espuma. Ze está hasiendo mu famoza. ¿No lo zabía usted?
― Si, si, claro…
― Poziblemente, para el mes que viene, Victoria’s Secret le haga una oferta para la colección de lensería.
Los ojos del hombre se abrieron. Victoria’s Secret significaba dinero y mucha publicidad. Cristo decidió dar la puntilla. Se inclinó hacia delante y, bajando la voz, le dijo:
― En la agencia, ze comenta que la jefa quiere redefinir el contrato de Calenda, aunque no ha dicho en que zentido. Ya la ha zituado en el mismo book que las divas veteranas, justo al lado de Naomí…
― ¿Redefinir el contrato? – exclamó, justo en el momento en que el ascensor se abría y daba entrada a Candy Newport.
Cristo, con una risita, escurrió el bulto y regresó a su puesto. Saludó a su jefa, que se había detenido ante Alma.
― El padre de Calenda Eirre desea hablar con usted – le decía Alma.
― Bien. Dame tiempo a tomarme un café y le haces pasar.
Al pasar por delante del hombre, este estuvo a punto de levantarse y decirle algo, pero se frenó en el último momento. Esperó pacientemente a que Alma le avisara. Con gran dignidad, Germán Eirre caminó hacia el despacho. A Cristo le hubiese gustado saber qué se habló en el insonorizado despacho, pero no tuvo que ser nada bueno al ver cómo cerró la puerta el hombre, al salir. Germán dio un fuerte portazo y caminó raudo hacia el ascensor, con el rostro encendido.
Cristo no esperó. Mientras el hombre aún esperaba que se abriera el ascensor, él se dirigió al despacho de la jefa y llamó con los nudillos. Sin esperar respuesta, abrió la puerta y asomó la cabeza.
― ¿Estás usted bien, jefa? – preguntó.
Candy Newport estaba de pie, mirando la avenida por la gran ventana, con los brazos cruzados. Giró el torso para mirarle y Cristo comprobó que tenía el ceño fruncido, pero se mantenía serena.
― Si, por supuesto. ¿Por qué lo preguntas, Cristo?
― No sé, jefa, pero ese tipo estaba muy nervioso y ha salido como un cohete…
― Estoy bien. Solo hemos discutido. Ese hombre es un zafio y un…
― ¿Oportunista? – apuntó Cristo.
― Por decirlo con suavidad.
“Candy, Candy… eres la menos indicada para juzgar.”, la criticó mentalmente.
Se marchó del despacho, alegrándose de contar con un posible e indiscutible testigo. Le contó a Alma lo que creía que había sucedido con la jefa y la pelirroja comentó que habría que denunciar a ese tipo. A la hora del almuerzo, la amplificada noticia de la visita del padre de Calenda corría por toda la agencia. Justo lo que Cristo deseaba.
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Zara venía caminando desde su academia, en el SoHo. Había quedado con Chessy para merendar en una de las pastelerías del Village. Tenían que hablar de la fiesta y si se tomaban uno de aquellos deliciosos pastelitos, pues mejor. Por eso, Zara vestía prendas deportivas y cómodas zapatillas. Aún así, hacía volver las cabezas de la mayoría de los hombres con los que se cruzaba. Sonrió ante esa idea. Si esos hombres supiesen que ninguno llamaba su atención…
Distinguió a Chessy desde lejos. Aquella cola de caballo rubia era inconfundible, ni aquellas piernas enfundadas en las ceñidas mallas. Tenía que reconocer que la novia de su primo tenía un cuerpo de infarto, pero, por algún motivo que no llegaba a comprender, no la excitaba lo más mínimo.
Zara era de la condición de admirar a toda mujer. Sus compañeras de trabajo la ponían cachondísima; miraba el culo de cuanta mujer se tropezase, e incluso se calentaba con el roce de la maquilladora, que tenía más de cuarenta años. Zara era una lesbiana arraigada, a pesar de su corta edad, pero, como hemos dicho, no sentía nada de eso hacia Chessy. El hecho era que no sabía a qué era debido, pero, por un lado, lo agradecía. No quería sentir tentaciones por la chica que su querido primo amaba.
Eso no quitaba que se llevara bien con Chessy, y que le encantara su sentido del humor. Agitó la mano en el aire, haciéndose notar, lo que activó cierto tintineo en sus trencitas. Chessy contestó, luciendo una gran sonrisa. Cuando estuvieron juntas, se saludaron con unos besos en las mejillas, y se encaminaron hacia la pastelería elegida. Encontraron una mesa vacía en la terraza y se acomodaron. Pidieron un pequeño surtido de pasteles, y dos tes verdes, a la menta.
― ¿Has conseguido el sitio? – le preguntó Chessy.
― Por supuesto. Candy estuvo de acuerdo en cuanto se lo comenté.
― ¡Bien! ¡Ya tenemos local!
― ¿El catering? – preguntó a su vez Zara.
― Sin problemas. Ya te dije que tengo unos amigos que están empezando con una pequeña empresa propia. Se ofrecieron encantados en cuanto les hablé de una reunión de ese tipo. Solo tendremos que pagar la materia prima.
― Va a ser una pasada – se rió Zara. – Las chicas han quedado entusiasmadas con la idea. Es muy original. ¿Cómo se te ocurrió, Chessy?
― A mi no, a tu primo. Bueno, es lo que siempre comenta cuando hablamos de ello. Es tremendamente fetichista, ¡y de los clásicos!
― Jajajaj…
El camarero llegó con su pedido y, por unos momentos, estuvieron calladas, saboreando aquellas bolitas de dulce ambrosía.
― ¿Qué chicos piensas invitar? – preguntó Zara, lamiendo un poco de nada sobre un nudillo.
― Bueno, Cristo tiene pocos colegas. Spinny, por supuesto, y quizás Harry, de la cafetería debajo de la agencia. No creo que conozca a más tíos.
― Solo conoce a chicas, ¿eh?
Las dos se rieron con ganas.
― Así es Cristo, un diablillo. Creo que si yo no fuera puramente lesbiana, acabaría metiéndole en mi cama – bromeó Zara.
― Bueno, pero las chicas si pueden llevar tíos, ¿no? Novios, amigos, hermanos, chulos… jajajaja…
― ¡Uy, que mala eres! Ya les he informado de ello. No te preocupes. Irán machos a la fiesta…
― ¡Bufff! Me quitas un peso de encima. No soportaría que Cristo fuera el único gallo entre tantas gallinas – suspiró Chessy.
― Oye, Chessy… ¿sabes algo de lo que se trae Cristo con mi madre? – preguntó Zara, tras beber de su taza.
― No, no sé nada de eso. ¿A qué te refieres?
― No sé, es como si Cristo estuviera enseñándole algunos ejercicios… Cuando llego a casa, los encuentro sudorosos, agitados, y vistiendo un mínimo de ropa. Si no fueran tía y sobrino, pensaría que habrían acabado de follar.
― ¡No me jodas, tía!
― Ya, ya lo sé. Por eso he pensado que pueden estar haciendo yoga o quizás Tai Chi… Puede ser otra explicación. El problema es que no me atrevo a prnguntar.
― Cristo se interesa por el Tai Chi y está progresando mucho. Quizás hacen ejercicio en casa – musitó Chessy.
― Si, debe de ser eso…
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Calenda regresó el fin de semana y contó suficientes anécdotas para odiar y envidiar la fauna local de los Hamptons. Aún así, le había gustado todo el oropel que se intuía entre las ocultas mansiones. El trabajo estaba casi acabado y solo quedaban varias escenas de buceo que se tomarían en el gran acuario de Long Island.
La mente de Cristo bullía de actividad. Sabía que las chicas le estaban preparando algo para su cumpleaños, pero aún no había averiguado lo que era. Celebraría su veinte y nueve cumpleaños la noche del sábado, aunque los cumpliría, en realidad, el jueves. Por otro lado, estaba el puzzle mental que llevaba días elaborando y que cada vez se completaba más. Ya encontraría la forma de encajar todas las piezas a tiempo. Era una apuesta arriesgada, pero podría beneficiarle muchísimo.
Otro de los asuntos que le mantenían en vilo era su tía. Faely no dejaba de buscarle para que la disciplinara. Casi todas las tardes, a solas en el loft, calmaba su tendencia masoquista, bien con algunos buenos latigazos, bien con una sesión de humillación y humildad. El hecho es que la dejaba mansa y feliz, aunque, en ocasiones, él perdía el fuelle. Faely era mucha mujer y tenía que esforzarse para satisfacerla. Cristo se estaba volviendo muy bueno con sus manejos bucales, sus manos y hasta con sus pies.
El jueves, para celebrar su nacimiento, Cristo sodomizó a Chessy, usando una prolongación artificial para su pene, que compró en una tienda especializada. Era como un estuche, cálido y suave, en el que enfundar su pene. Casi se podría decir que era una vagina de mano, pero su exterior mantenía la forma de un pene grueso y rugoso, que enloqueció a su novia. Chessy, quien nunca había probado algo así, acabó llorando de placer, totalmente rendida ante lo que le hacía su novio. Para Cristo, fue toda una experiencia, inquietante por una parte, pero tan intensa como para querer repetir.
Finalmente, llegó el sábado.
Chessy mantenía en secreto el lugar donde se iba a celebrar la fiesta. Así que tuvieron que esperar a que llegara a casa de Faely para tomar el coche de ésta.
― Nos dirigimos a Queens – indicó Chessy, sentándose atrás con Cristo, como si Faely fuese un taxista. – A Steinway, en la bahía Bowery…
― ¿Cerca del aeropuerto LaGuardia?
― Exacto. Ya te indicaré.
― Marchando – exclamo Faely, con una risita.
― ¿Qué es lo que tienes preparado, jodía?
― Ahm – se encogió graciosamente de un hombro. – Ya lo verás cuando lleguemos.
Cristo aún no se orientaba bien, fuera de la isla de Manhattan, así que prestó atención al camino. Cruzaron la isla y tomaron el puente Queensboro hasta Queens Plaza, después el boulevard Northem, hasta desviarse en el comienzo de Steinway Street, que cruza verticalmente todo el noroeste de Queens. Antes de llegar a los muelles de la bahía, Chessy le indicó un almacén de tres pisos, de aspecto cochambroso.
― Lo habrás pillado barato, ¿no? – le lanzó una pulla Cristo.
― Es de tu jefa. Empezará a reformarlo en lofts muy pronto. Nos lo ha dejado para la fiesta.
― Vaya con Candy, ¿eh, tita?
Faely se encogió de hombros. Ni siquiera conocía la existencia de ese almacén. Su ama disponía de muchos edificios en propiedad. Faely aparcó el coche en una explanada cercana, llena de hierbajos, y entraron al edificio por una puerta de carga, apta para camiones. Sus pasos resonaban con eco en las tinieblas que se formaban en el interior, con el anochecer.
― Tenemos que tomar el montacargas. La fiesta es en el piso intermedio – sonrió Chessy, al bajar la baranda de seguridad de un enorme montacargas para coches o remolques.
― Zusto me das, coño.
― ¿Cómo?
― Que pareces una espía – tradujo tía Faely, haciéndola reír.
― Y tú, tita, ¿dónde vas con ese abrigo tan largo? Pareses Batman zaliendo de la peluquería, joer.
― Hace un poco de fresco. Además, no pienso dejarlo en el coche.
― Bueno…
Cristo contempló de nuevo a su tía, tapada casi hasta los tobillos por un largo abrigo de paño. ¿Llevaría uno de esos cortos vestiditos de Zara? ¿En su honor? Cristo sonrió como un lobo, repasando, esta vez, a su novia. Chessy se había vestido a gusto de Cristo, de colegiala guarridonga, con dos coletas rubias bien erguidas sobre su cabeza, una minifalda azul con peto, y unas largas calcetas que cubrían sus piernas hasta medio muslo. “Pa comérsela.”
El montacargas les dejó en el segundo piso y Chessy abatió la protección para que la puerta de rejilla se abriera. Cristo intentó traspasar la penumbra que reinaba, abriendo los ojos como un búho, pero no sirvió de nada. Podía ver sombras difusas cruzando rápidamente, pero poca cosa más. Se escuchaban pasos, risitas, alguna que otra tos y unos cuantos crujidos.
― ¿Se han fundido los plomos, cariño? – preguntó con sorna.
El fogonazo lo deslumbró, haciendo que cerrara los ojos y se tapara con una mano. Cuando los abrió de nuevo, con precaución, se encontró con una multitud ante él, mirándole.
― ¡¡SORPRESA!! – exclamó el gentío, ensordeciéndole.
― ¿Zorpresa? ¡Una fu de Estambul! ¡Esto es una invazión en toda regla, por mi madre! – masculló entre dientes, preguntándose de donde había salido tanta gente.
A medida que le daban palmadas, abrazos, y besos, fue reconociendo a la mayoría de chicas. Allí estaba toda la agencia en pleno. ¿Quién las había invitado? Si acaso, con algunas de ellas, apenas había cruzado un “buenos días”. Había también tíos que brindaban por él y le sonreían. Ahí si que estaba seguro de no conocerlos. Por suerte o por desgracia, Cristo no tenía apenas amigos masculinos en Nueva York, salvo Spinny, claro.
A pesar de la potente luz que estaba empecinada en cegarle, no tardó en distinguir las largas guedejas pelirrojas de Spinny, entre los que le rodeaban. Cristo se echó en sus brazos, palmeándose fuertemente mutuamente.
― ¡Feliz cumpleaños, Cristo! – exclamó su amigo.
― Gracias.
― ¿De dónde has sacado tanta titi buena?
― Trabajo con ellas, capullo, ¿o es que ya no te acuerdas?
― ¿Todas son modelos? – Spinny desorbitó los ojos.
Cristo se llevó la mano a los ojos, agitando la cabeza, dándole por imposible. Las felicitaciones se hicieron más espaciadas y la gente le fue dejando hueco. Fue entonces cuando se percató de cómo iban vestidas las chicas. Volvió a quedarse con la boca abierta, incapaz de articular una palabra. Se giró hacia Chessy, quien se estaba riendo a carcajadas, aferrada a Faely. En cambio, ésta última, erguida y altiva, se desembarazó del largo abrigo, mostrando lo que en verdad ocultaba debajo. Un ajustado corsé de negro y brillante vinilo, que dejaba su busto casi expuesto y su cintura comprimida, se superponía a un estrecho culotte del mismo material. Sus apetitoso glúteos solo estaban cubiertos por una faldita de tiras de cuero marrón, que se dispersaban al menor movimiento. Guantes largos hasta el codo y lencería de seda oscura, así como unos altísimos zapatos de tacón de aguja, completaban su indumentaria. Cristo abrió las manos, en una muda pregunta.
― ¿Cuál sería el tema de la fiesta, cariño? – le preguntó Chessy, echándole los brazos al cuello.
― ¿Camino al infarto? – balbuceó.
― ¡No, tonto! Las chicas lo han hecho por ti. Les propuse un tema: fetichismo, y ellas se han vestido según tus fetiches. Menos mal que eres de lo más clásico, sino no sé donde podríamos haber conseguido todos esos disfraces.
― ¿Fetichista yo? – negó Cristo con las manos, girándose hacia sus invitados.
― ¡ANDA YA! – le respondieron con un coro, riéndose la mayoría.
― Joder, Chessy, muchas gracias. Esto no lo olvidaré nunca – le dijo, antes de besarla largamente.
― Eso espero – jadeó ella, al apartar sus labios.
― Necesito una copa ya – tiró de su mano, acercándose a unas largas mesas, repletas de botellas, fuentes con canapés, y otras cosas deliciosas que no se detuvo a investigar.
Mientras Chessy servía las bebidas, Cristo repasó individualmente los disfraces de las chicas. Era cierto, era un fetichista de lo más clásico. En el Saladillo, los gustos no eran tan eclécticos como en la Gran Manzana. Había un montón de colegialas, cada una de una manera y una tendencia: con coletas, trenzas, y pinzas de colores; con faldas ultracortas y camisas prestas a estallar. Enfermeras putonas, de atrevidos uniformes, a cual más corto, meneaban sus caderas con desenfado. También la lencería y los aspectos sadomaso pintaban aquí y allá. Pero algunas chicas habían sido más imaginativas… Monjas de hábitos sensuales, conejitas de Play Boy, alguna que otra Vampirella, un par de Wonder Woman, y, para rematar, una increíble Ponigirl, totalmente equipada.
En ese momento, el penecito de nuestro gitanito hubiera soportado el peso de una viga de hierro, de lo tieso que estaba. Aceptó el ron cola que le alargó su novia y la abarcó por el talle. Alargó la mano ocupada con el vaso, abarcando a la gente con un gesto.
― ¿De verdad que lo han hecho por mí?
― Pues claro que si, Cristo. Eres muy querido en la agencia, tanto que a veces me mosquea…
― Yo… yo… no sé qué decir…
― Pues cierra la boca y disfruta. Pero, recuerda: se mira pero no se toca.
― Que se le va a hacer – suspiró. – No se puede tener todo…
Pasearon de la mano por la planta. Chessy explicaba cuanto habían hecho allí, entre todos, dejándole alucinado. El local abarcaba toda la planta, de unos veinticinco metros de ancha, por unos doscientos de larga, totalmente diáfana, salvo por la hilera de columnas centrales, de acero. Las luces estroboscópicas y la iluminación especial se habían instalado en un sistema de cables y finas viguetas que se entrecruzaban entre las columnas, afirmando el piso. El techo estaba casi a cinco metros del suelo, el cemento ennegrecido por algún incendio, quizás.
Alrededor de una de las columnas centrales se había erigido una especie de plataforma redonda con barandilla, sobre la cual un chaval joven y asiático seleccionaba la música que sonaba. Varios potentes altavoces, estratégicamente situados, repartían el ritmo. Las desnudas paredes, así como algunas áreas del enorme almacén, habían sido ocultadas tras enormes pliegos de rutilante tela de papel, de fascinantes colores.
― ¿Qué hay aquí detrás? – preguntó Cristo, asomándose detrás de una de estas grandes separaciones.
Cristo se rascó la cabeza, contemplando el ingenio que se mecía, aferrado a las viguetas del techo por cuerdas plastificadas. Tenía un piso de caña trenzada, de la dimensión de una cama de matrimonio, formando una especie de barquilla con un ángulo ínfimo.
― ¿Hamacas?
― Es el diseño de un amigo mío. Es mejor que una hamaca de cuerda, ya que no se cierra y pesa muy poco. Una fiesta de este tipo, con modelos de una famosa agencia, es toda una posibilidad para disponer de una tremenda publicidad – explicó Chessy. – La empresa de catering, de otros amigos míos, nos lo ha puesto todo a precio de costo, con tal de que se hable de ella. Este otro amigo ofreció sus hamacas, al darse cuenta de los inmejorables enganches que tenía el local. Ten en cuenta que muchos de los que están hoy aquí, veranean en los Hamptons. Más de uno probará estas hamacas y se acordarán de lo bien que se está en ella.
― Eres un caso, cariño. Montas una fiesta y encima ganas dinero con ella…
― Jajaja… no tanto, pero si me gusta disponer de patrocinadores – le dijo ella, besándole.
Cristo contó las separaciones con hamacas y, al menos, debía de haber unas veinte o veinticinco, cada una de ellas separada de las demás por un de esos biombos improvisados. “Folladeros”, se dijo Cristo, con sorna. “Habrá que probarlos después.”
― ¡Cristo! – Zara se acercaba, llamándole y trayendo a la jefa de la mano.
― Vaya, su Alteza en persona ha venido – murmuró.
― ¡Claro que si! Tu jefa ha sido la principal patrocinadora. El local es total.
― ¡Felicidades, primo! – Zara se inclinó y besó fuertemente las dos mejillas de Cristo.
― Gracias, prima.
― Muchas felicidades, Cristo – le sonrió Candy Newport.
― ¡Venga dos besos, jefa! ¡Prácticamente es de la familia! – exclamó Cristo, abriendo los brazos.
La ex modelo se turbó un tanto, pues no esperaba aquello, pero acabó abrazando a su pequeño empleado y besándole las mejillas.
― ¡Estáis guapísimas! – las alabó Chessy.
Ambas iban conjuntadas. Zara de mujer salvaje de la selva, con un minivestido de leopardo, que se abría por uno de los costados, mostrando sus braguitas del mismo material; Candy de sensual cazadora, con casco y mini pantalón militar, además de botas altas. Una argolla con ronzal partía del cuello de Zara para acabar en la mano de su amante.
“Las viejas costumbres no se pierden.”, pensó el gitano.
― ¿Has visto a tu madre, prima? – le preguntó, mordaz.
― No, aún no.
― Mejor. Jefa, su suegra le va a encantar – espetó, antes de llevarse a Chessy a una de las hamacas.
― ¿Cómo le dices eso a tu jefa, anormal? – le regañó su novia mientras se estirazaban sobre las cañas.
― Me encanta la cara que ha puesto – se rió él, deseando poder contarle a Chessy la verdad sobre Candy y Faely. Pero, por el momento, era un tema secreto. — ¡Oye! Se está divino aquí.
― Si, la verdad es que si.
― ¿La probamos con un polvo?
― Aún es pronto, cariño. Primero quiero beber y bailar.
― Vale…
Cristo era uno de esos gitanos con ritmo para bailar. Podría haber sido un buen bailarín de flamenco si hubiera nacido en otro clan. Aunque no renegaba de la música arraigada tradicionalmente a su etnia, Cristo gustaba de ritmos más modernos y machacones. Se movía bien con la música electrónica más cañera, como el dance y el break beat, o bien perreaba encantado con los ritmos latinos, como la bachata o la cumbia.
El caso es que llevó a su novia al gran espacio reservado para bailar, casi en el centro del local. La mayoría de efectos de iluminación estaban enfocados hacia ese punto, convirtiendo a los bailarines en seres de colores y formas lumínicas. Chessy, como siempre, se dejó llevar por su entusiasmo y, elevando sus brazos al aire, meció su cuerpo sensualmente. Sus caderas ondulaban al ritmo de las palabras desgranadas por la ronca voz del chico que rapeaba a los pies del discjockey. Cristo se contagió pronto del ritmo de su chica, imitándola, siguiendo sus pasos. No tardaron en llamar la atención de sus conocidos. Alma y Calenda se unieron a ellos, calentando el ambiente con sus cuerpazos. Alma vestía de enfermera, con un uniforme que acabaría estallando seguramente. La parte superior de sus muslos asomaba al descubierto, por encima de las medias blancas, pues la blusa de enfermera era tan corta que terminaba antes de cubrir los enganches del liguero. Su melena rojiza se rizaba bajo la cofia con la cruz roja, agitada al son musical pertinente.
Calenda, en cambio, había optado por un disfraz poco convencional pero absolutamente sexy: una túnica blanca cortita y ceñida, que dejaba al descubierto la plenitud de sus largas piernas, y dotada de un escote vertiginoso. Unas sandalias de lazos dorados hasta debajo de la rodilla y un par de pequeñas alas algodonosas completaban su atuendo de angelito sexy. Bajo un tembloroso halo dorado, su oscura cabellera estaba peinada de modo que cubría uno de sus ojos, intensificando su mirada.
A ojos de Cristo, Calenda se estaba desmelando esa noche, liberando su mente de la presión de su padre, de los babosos tipos que la perseguían en la fiesta y de todo cuanto la presionaba en su vida. Cuando regresó con el equipo de los Hamptons, la jefa habló con ella, largo y tendido, en su despacho. Por lo que después le contó a Cristo, la señorita Newport estaba muy dolida con la actitud paterna y no estaba dispuesta a dejarse avasallar ni una vez más por un vividor –palabras textuales- como Germán Eirre. Su padre había acusado a la jefa de intentar modificar el contrato de su hija, a su conveniencia. Cristo puso cara de asombro y se felicitó interiormente.
Calenda le confesó a su amigo, entre lágrimas, que aunque ya no viviera con su padre, le resultaba imposible dejarle atrás. Siempre acababa ninguneándola. Así que esa noche, en la maravillosa fiesta que ella había ayudado también a montar como amiga, pensaba pasárselo de puta madre, como decía Cristo. Distinguir a Chessy y al homenajeado bailando tan felices, la arrancó. Así que aferró por el brazo a Alma, que estaba a punto de comerle la boca a un niñato, y la arrastró a bailar, sin hacer caso de sus quejas. Alma estaba tan cachonda que aceptó enseguida seguir el contoneo lascivo de la venezolana, lo que pronto encendió el fuego de los machos del entorno. Con una sonrisa de suficiencia, Chessy pidió un hueco para ella.
Contemplar aquellas piernas entreabriéndose, aquellos muslos ofrecidos sin ninguna protección… unas caderas que rotaban, reclamando la atención inmediata de unas manos audaces; canales generosos que dejaban entrever la delicada piel de unos pechos libres de sujeción… y, cómo no, unos labios turgentes y rojos que no dejaban de humedecerse con lenguas de cualidades serpentinas. No había ojos masculinos que no contemplasen aquel sensual baile; hasta la pareja gay de turno clavó sus ojos con envidia sobre aquellas hembras endiabladas. Las mismas féminas las adoraron, unas por compañerismo, otras por oculta lujuria; las aplaudieron y animaron, incentivándolas para esforzarse más.
Cristo, con una sonrisa, imaginó por un momento como sería meter a esas tres en una cama, con él por supuesto. Se estremeció. Con un gesto, le indicó a Chessy que estaba cansado y se retiró a la mesa de bebidas. En verdad, no estaba cansado, sino excitado, y prefería observar a la gente que estar moviendo el esqueleto. Se sirvió otro pelotazo de ron y derivó su mirada sobre los invitados, lentamente.
Varias parejas ocupaban ya los reservados con hamacas. Cristo sonrió cuando comprobó que, con ciertos focos, las siluetas de los amantes se reflejaban sobre las separaciones de papel, formando sensuales sombras chinescas. Parece que los decoradores habían pensado en todo.
Advirtió, de refilón, a su prima Zara abrazada a su novia, estaban de pie, en una zona alejada de la gente. Se besaban a ratos y contemplaban a los bailarines. Candy hizo un movimiento con la mano que sostenía la copa y Cristo siguió la dirección hasta descubrir a su tía Faely. Ésta estaba apoyada en una de las columnas centrales, con un hombro, y también observaba, con un vaso en la mano, la gente que bailaba. ¿Qué estarían comentado, aquellas dos, sobre tu tía?
De repente, vio a la pareja de chicas salir de su rincón y avanzar hacia Faely. Desde que Zara salía con su jefa, aún no se habían encontrado las tres juntas, y por lo que Cristo conocía, Faely tampoco se había reunido a solas con su ama. ¿Iba ser la ocasión esa noche?
Candy y Zara se detuvieron detrás de Faely, quien no se dio cuenta de su presencia. Candy le dijo algo a su chica en el oído, pero Zara negó con la cabeza. Cristo se quedó anonadado cuando presenció como Candy tomaba la muñeca de su novia y la obligaba a alargar la mano, hasta sobar las nalgas de su madre.
Faely intentó girarse cuando sintió la mano intrusa, pero una voz conocida restalló secamente:
― ¡No te gires, perra! ¡Disimula y sigue mirando para adelante!
Faely sonrió para sus adentros. Su ama no se había olvidado de ella. Aún le dispensaba unas caricias. Se sintió renacer. Los dedos de su ama la pellizcaban, sobaban sus nalgas, y palpaban su trasero con una extraña timidez, casi con devoción. De hecho, Ama Candy nunca la tocó así antes.
― ¿Qué? ¿Tenía razón? Sus glúteos están duros como los de una jovencita, debido al baile – escuchó decir a su ama. – Toca, toca… métele los dedos entre las piernas… ya verás.
Faely se envaró, mordiéndose el labio. ¡No era su ama quien la tocaba! ¡Aquellos tímidos dedos solo podían pertenecer a una persona! ¡Su hija Zara! Todo el vello de su cuerpo se encrespó, erizado por una tremenda vergüenza que la invadió súbitamente. ¡No podía ser! ¡Su Ama no podía ser tan cruel! Los dedos se colaron entre los flecos de su cinturilla, buscando su entrepierna. Faely apretó los muslos para no dejar hueco, notando un trémulo nudo en la garganta.
― Ábrete de pierna, puta. Deja que tu hija pruebe el coño que la ha parido – susurró la voz de su ama, muy cercana a su oído.
― Candy, no debería… esto no está bien – gimió Zara.
― Vamos, preciosa, si lo estás deseando. Lo hemos hablado muchas noches… Sigue…
Faely se estremeció al abrirse de piernas y apoyarse de bruces contra la columna. Se sintió como un pedazo de carne sin voluntad, pero que se impregnaba de la lujuria que la rodeaba. Desde su puesto, Cristo se apercibió totalmente de cómo la mano de Zara se perdía en el interior de los muslos de su madre.
“¡Cacho de putas! ¡Lo ha hecho! ¡Zara le está metiendo mano a zu madre!”
Faely tenía los ojos cerrados, el rostro apoyado sobre sus manos, contra la columna. Jadeaba por lo bajo, tratando de que su hija no notara que se estaba derritiendo.
― ¡No la dejes correrse! – previno Candy a su novia.
― Yo… yo… no puedo seguir aquí – musitó Zara, el rostro arrebolado.
― Pues vámonos a casa, niña. Te voy a follar toda la noche, ¿quieres?
― S-si… si, por Dios…
Cristo las observó dejar a Faely contra la columna y, cogidas de la mano, desaparecieron hacia el montacargas.
“Las muy putas… Zeguro que van a restregarse juntas.”, pensó con sorna.
Aprovechando la oportunidad, Cristo se deslizó hasta ocupar el puesto que Zara había dejado. Su mano palpó la mojada entrepierna de su tía, que resolló con el nuevo roce.
― Veo que te han dejado tocada, tita.
― Uuuuhh…
― ¡Por la Virgen de los pastorsillos! ¡Estás anegada! ¿Tanto te ha puesto zentir la mano de tu hija?
― Cristo…
― ¿Zi?
― Cállate y haz que me corra.
― Claro, putón verbenero, pa ezo está la mano de tu Cristo, pa llevarte al sielo…
El sobrino fricionó fuertemente el clítoris de su tía, metiendo la mano en el interior de las mojadas bragas, hasta que notó como las piernas de la mujer temblaban. Faely se mordía una de sus propias manos, conteniendo el chillido de gozo que surgía de su garganta, convirtiéndole en un profundo gruñido.
― ¿Zatisfecha, tita? Quizás deberías cogerte a uno de ezos guapos chavalitos y haserlo tuyo en eza hamaca – bromeó Cristo a su oído.
― Déjame sola, Cristo… por favor…
Él se alejó, al darse cuenta de que la mujer estaba llorando. Los remordimientos, sin duda. Le indicó que si deseaba marcharse que lo hiciera, que ellos volverían en un taxi. Su tía fue a buscar su abrigo, sin dejar de vertir lágrimas. Fué entonces cuando Cristo se percató de que el ambiente se estaba degenerando a pasos agigantados. La coca había salido a relucir, así como otras lindezas. La fiesta estaba tomando el rumbo de una posible orgía. La gente apenas se cortaba de que otros la pudieran ver. Alma, por ejemplo, se morreaba con un chico bien vestido y aún bien peinado, de aspecto más joven que ella. La mano de la mujer se perdía en el interior del chico, masajeando suavemente. No tardaría en devorarle, seguro.
Al pasar por delante de uno de los reservados de papel, escuchó una voz que le aceleró el corazón. Arriesgó un vistazo y se encontró con Calenda tumbada sobre una de las hamacas, la túnica bien remangada, mostrando el mini tanga banco, y las alas tiradas por el suelo. Delante de ella, de pie y dándole la espalda a Cristo, May Lin se bajaba las bragas, manteniendo aún su disfraz de colegiala puesto.
― No te quites el uniforme, May. Déjatelo puesto… me recuerda cuando estaba en el colegio…
― ¿Te pone como a Cristo?
― Puede. Creo que empiezo a entender sus vicios – se rió la venezolana.
― Entonces… ¿me vas a lamer el coñito? – le preguntó la chinita, avanzando de rodillas sobre el cuerpo de su amiga, hasta cabalgar su rostro.
― Como cada noche, mi hermosa niña… hasta que te duermas…
Cristo sintió su corazón dispararse, al ver la escena. Anhelaba quedarse y espiarlas toda la noche, pero no podía ser. Tenía que encontrar a Chessy; necesitaba a su novia ya.
Chessy estaba charlando con la parejita gay, fuesen quienes fuesen. Se reían y parecían muy animados. Cristo dio un sorbo a su vaso, dejándolo medio, y sacó una cápsula de su bolsillo. La abrió y vertió el contenido en el líquido. Lo agito un momento y caminó hasta donde estaba su novia.
― Hola, cariño – dijo, con una amplia sonrisa, entregándole su vaso.
― Ah, os presento a mi chico – Chessy se abrazó a su cintura, haciendo las presentaciones y apurando el contenido del vaso. – Cristo, estos son Harry y Fatty.
― Mucho gusto – los chicos le besaron en la mejilla, en vez de darle la mano.
― Siento arrebatárosla, pero es una emergencia – sonrió Cristo, arrastrándola de la mano.
― Uy, ¿dónde me llevas con esa prisa?
― ¡A follarte en una de esas hamacas! – gruñó Cristo, haciéndola reír.
― Parece que estás un tanto cachondo.
― ¡Aquí está todo el mundo follando como conejos, a donde quieras que mires! ¡Vamos, que nos quedamos sin hamacas!
Entre risas y empujones, encontraron una vacía y se encaramaron a ella. Cristo mantuvo a su chica de bruces y le bajó las braguitas, manteniendo su traserito empinado.
― ¿No me desnudo? – preguntó ella.
― No, que se pierde el fetichismo, ¿no?
― Claro, viciosillo. Quieres follarle el culito a esta colegiala, ¿eeeh?
Cristo ni siquiera contestó, tampoco perdió el tiempo en dilatar el esfínter. Escupió en él e introdujo su dedo pulgar un par de veces.
― Veo que estás ansioso, semental – murmuró Chessy, con la mejilla apoyada en su mano y ofreciendo su culo alzado.
― ¡Joder que si!
Cristo la sodomizo con ímpetu, haciéndola gritar de sorpresa y luego de placer. Se corrieron a la vez. Cristo la pajeaba con una mano, al mismo tiempo que la penetraba analmente. La faldita de colegiala quedó pringada de semen, tanto por atrás como por delante. Sin embargo, Cristo no estaba satisfecho. Usando su propio semen como lubricante fue introduciendo su manita en el ano de su novia. Chessy gemía cada vez más. Cristo se lo había hecho en una ocasión y la dejó exhausta.
El esfínter estaba completamente abierto. Una monstruosidad que era capaz de tragarse hasta un bate de béisbol. El puño de Cristo rozaba la próstata de Chessy, enviando ondas de placer a todo su cuerpo. Ella se retorcía, enloquecida. Su lengua lamía cuanto tuviese al alcance, sus dedos, las cañas de la hamaca, o bien la cuerda del enganche. Su polla estaba tan tiesa y roja que parecía querer despegar como un cohete.
Cuando Cristo deslizó su mano hacia el pene de su chica, esta se corrió con un alarido, con tan solo apretarle el glande. Sin embargo, el puño que la empalaba no dejó que su erección bajase. Con un par de agitaciones, estaba de nuevo firme, aunque se quejaba. Su cuerpo estaba dispuesto a seguir, pero su mente se agotaba, se desvanecía.
― No puedo más… cariño – gimió, girándose de lado y alargando una mano, que acabó colando un par de dedos en la boca de Cristo.
― Ya verás como si, cielo – contestó él, inclinando su rostro hasta lamer todo el perineo y alcanzar los reducidos testículos.
Al mismo tiempo, apretó el puño y lo giró en ambas direcciones, una después de otra. Chessy gruñó y se envaró. Finalmente, sin sacarle el puño del culo, la giró hasta quedar boca arriba, con las rodillas pegadas al pecho. Cristo, mostrando su destreza, despojó a su novia de una de sus largas calcetas, utilizando solo una mano. A continuación, tomó el piecesito descalzo en la boca, absorbiendo los deditos de uñas pintadas de púrpura con avidez. Chessy tenía los pies muy sensibles.
La cadencia de su puño comandaba los embistes de las caderas femeninas. Con entrecortados quejidos, Chessy meneaba su pie en el interior de la boca de su novio. La baba se derramaba por la barbilla de Cristo, cayendo sobre la erguida polla de su novia, quien, a su vez, tenía los ojos entornados y babeaba, perdida la noción de una mente consciente a causa de la droga. Solo quedaba su instinto y el impulso sexual. Con un estremecimiento que la desmadejó finalmente, Chessy se corrió, expulsando unas gotas de semen. Cristo dejó de chuparle el pie y las tragó con deleite, sacándole el puño del recto, con todo cuidado. Al serenarse, cayó en la cuenta de que ni siquiera se había desnudado, urgido por la lascivia.
Tras comprobar que Chessy estaba desvanecida, el gitano la colocó en una posición de feto, con la cabeza apoyada en uno de sus brazos y, arrancando una de las separaciones de tela de papel, la cubrió con ella, como si fuese una manta. “No le pazará ná aquí. De todas formas, no pueden dejarla preñá, ¿no?”, pensó. Miró su reloj y comprobó que disponía de tiempo. Se escabulló de la fiesta con facilidad. Todo el mundo estaba dedicado a follar o a emborracharse hasta caer de bruces. En el montacargas, llamó a un radiotaxi.
Apenas tardó diez minutos. Comunicó al taxista que tenía que hacer varios trayectos en poco tiempo y, para confirmarle que estaba dispuesto a pagar bien, le entregó doscientos dólares en un rollo de billetes pequeños.
― Como adelanto – le dijo.
El taxista se lamió los labios y asintió. Preguntó por una dirección.
― Al Upper West Side, ya le indicaré.
Al ser más de medianoche, el tráfico había descendido, y tardaron apenas veinte minutos. El apartamento de May Lin le era conocido. Sabía como abrir la puerta del inmueble y dónde estaba oculta la llave de repuesto del apartamento: en una grieta entre dos ladrillos. Entró con total libertad, sabiendo que las chicas estaban aún en la fiesta.
“A lo mejor están aún liadas, las guarras. ¡Vaya compañeras de piso!”
No tuvo que buscar mucho. Junto con las llaves de la vivienda, estaban las tarjetas de acceso a la agencia. Se aseguró de coger la de Calenda y volvió a salir. De allí, partieron hacia el sur, a la agencia. Cristo, tras bajarse del coche, dio la vuelta al edificio, y, tras colocarse unos suaves guantes de vinilo, accedió por la puerta trasera, cuya cerradura había puenteado aquella misma mañana. Entró en el vestíbulo con impunidad, procurando que las cámaras no le tomaran. Escuchó la pequeña televisión del vigilante, atrincherado en el mostrador, desde el cual no podía verle.
Llamó al ascensor y, antes de entrar, sacó una gorra del bolsillo trasero, con la cual tapó la cámara del cubículo. Después, lo activó con la tarjeta de Calenda. Aquella noche, esa tarjeta aparecía registrada en varios lugares de la agencia, incluso en el despacho de la jefa. Fue hasta su taquilla, donde tenía guardada una pequeña bolsa de viaje, con ruedas, y una nota con la combinación de la caja fuerte que Candy había alquilado, a principio de semana.
Cuando Odyssey trajo el cofre con las monedas españolas, insistieron en que tenía que disponer de una caja fuerte con garantías. Cristo se ocupó de alquilarla y también de enterarse del código que traía por defecto. Como imaginó, Candy ni siquiera cambió la combinación, guardando en su agenda la nota con los dígitos.
Un juego de niños, se dijo, abriendo la puerta del despacho de Candy con la tarjeta de Calenda. Se plantó ante la gran caja fuerte, dispuesta en una de las esquinas del despacho. En su interior, dormían todos aquellos valiosos doblones. Tecleó el código y abrió la puerta. abrió la cremallera de la maleta y sacó un sobre. Dentro, atrapadas en celofán, se encontraban varias impresiones digitales que fue dejando, tanto en la puerta de la caja fuerte, en el dial, y en la puerta del despacho. una vez hecho esto, se ocupo del cofre. Éste pesaba, a pesar de ser pequeño, pero consiguió introducirlo, íntegro, en la maleta. Se metió en el bolsillo del pantalón la nota con la combinación y los residuos de celofán, y volvió a cerrar la caja fuerte. Salió del despacho, tirando de la maleta. Las ruedas le facilitaban la tarea. Recuperó la gorra de la cámara del ascensor y se la encasquetó en la cabeza, calándola sobre sus ojos. Alcanzó la calle de nuevo por la puerta trasera y se subió al taxi que le esperaba, dándole una nueva dirección: la terminal de autobuses de la Autoridad Portuaria, en Midtown, muy cerca del Times Square.
Estaba relativamente cerca, pero Cristo no quería dejar su taxi atrás. Entró en la estación, bajando la gorra ante las distintas cámaras. Se dirigió al área de taquillas. Ya tenía elegida la taquilla en cuestión, la 412, la cual no entraba en el plano de ninguna de las cámara de la terminal. Metió la maleta en el interior e introdujo el importe para un par de semanas. Se guardó la llave. Ahora dependía de la rapidez del taxista. Tenía que acudir a otra dirección en Queens, relativamente cerca del lugar de la fiesta, por suerte.
― Al 37-2, en la 37th Avenue, en Jackson Heights, todo lo rápido que pueda, amigo – le dijo al taxista.
Una hora y cuarto más tarde, Cristo sacudía suavemente el hombro de su chica, la cual dejaba escapar ronquiditos, debido a la postura. Los asistentes al cumpleaños ya se marchaban y la gente se despedía de él, a cada instante. Chessy despertó finalmente, y la cargó en el mismo taxi que había utilizado esa noche. El taxista se había ganado una buena propina aquella noche, sobre todo para olvidar la cara de Cristo.
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El lunes por la mañana, se armó un buen jaleo en la agencia, al descubrir que el cofre de monedas de Odyssey había sido robado. La policía acudió, así como los peritos de los seguros, tanto de la empresa de cajas fuertes, como el de la propia agencia. La agencia no disponía de cámaras en su interior, para salvaguardar la intimidad de las modelos. Las cámaras del edificio no grabaron nada de interés y el objetivo de la del ascensor fue tapado con algo, a las 00:46.
A esa hora, los investigadores comprobaron que la tarjeta de una persona, Calenda Eirre, había activado el sistema, tanto en el ascensor como en el despacho de la directora Candy Newport.
Al interrogar a la modelo, al menos una docena de testigos confirmaron que estaba en la fiesta por el cumpleaños de Cristóbal Heredia. Calenda disponía de una coartada blindada. Sin embargo, su tarjeta no aparecía en ninguna parte. Los peritos policiales sacaron huellas de la caja fuerte y de la puerta del despacho de la directora.
Al tercer día, la policía se presentó ante Germán Eirre, padre de la modelo, con una orden de registro. Encontraron en su domicilio, en Jackson Heights, la tarjeta de su hija así como la llave de una taquilla alquilada, en la Terminal de autobuses de Midtown. En su interior, una maleta contenía el valioso cofre con los doblones de oro. Las autoridades disponían de un sospechoso perfecto, con móvil, sin trabajo, y extranjero. Las huellas coincidían, disponía de acceso y se había recuperado el botín. Listo y empaquetado, se podría decir.
El juez ordenó prisión sin fianza para el venezolano, quien se enfrentaba a quince años de condena.
Cristo se frotó las manos por un plan bien urdido. Ahora, Calenda era libre de las vilezas de su padre. La modelo aún tardaría en atar cabos y descubrir la verdad de lo ocurrido. Pero, por el momento, estaba gozosa y feliz, rodeada de sus amigos y sin la perversión paterna.
CONTINUARÁ….