Nuevamente, Fernando Neira (Golfo) ha traducido este libro al español. Una historia llena de romanticismo, pero no por ello menos erótica.

SINOPSIS:

Sin novio y sin trabajo, la cuenta corriente de Mary O´Connor estaba en horas bajas. Su estancia en Nueva York corría peligro y cuando ya se estaba planteando volver con sus padres a Atlanta, su mejor amiga le informa que le ha concertado una entrevista. Al enterarse de que el puesto es para cuidar a unos niños durante el verano, está a punto de negarse a ir ya que poco tiene que ver con su profesión. Pero, Lizbeth la convence de ir al hacerle ver que está estupendamente pagado. A regañadientes, la profesora acepta y es de camino hacia la cita cuando releyendo el mensaje descubre que el padre de los críos es John Quinn, un afamado don juan que no para de salir en las revistas.
Nuevamente duda si acudir sintiéndose intimidada, no en vano ese hombre era todo un monumento erigido en honor a las mujeres, pero su frágil economía la hace acudir a sus oficinas. En persona, ese playboy es todavía más impresionante, Alto musculoso, guapo a rabiar y dotado de una voz profundamente varonil es el hombre con el que toda mujer ha soñado alguna vez.
Cuando consigue el trabajo y le informan que debe incorporarse de inmediato, Mary deja su apartamento y se muda a una mansión de los Hamptons sin ser realmente consciente del modo en que ser la niñera de los hijos de ese millonario va a trastocar su vida para siempre…

Bájatelo pinchando en el banner o en el siguiente enlace:

Para que podías echarle un vistazo, os anexo los dos primeros capítulos:

1

Mi vida cambió una mañana cuando Lizbeth me llamó con una oferta de trabajo. Mi amiga, consciente de mis dificultades económicas, creyó oportuno preguntarme si me interesaba cuidar de dos chavales durante los meses de verano en los Hamptons.

―Mary, no fastidies. Eres profesora y pagan bastante bien― insistió cuando le comenté que no tenía experiencia como niñera.

Como acababa de salir de una relación de varios años, no tenía casa ni trabajo, la oferta de me cayó del cielo y sin nada que me retuviera, no lo dudé:

 ― ¿A quién tengo que mandar mi curriculum?

―No hace falta, llévatelo a la entrevista que te he concertado. Te mando los datos por WhatsApp― contestó mientras colgaba.

Conociendo lo ocupada que siempre estaba, no me molestó leer que solo tenía dos horas para cambiarme de ropa y acudir a la cita. Por eso, no reparé en el nombre del tipo que me iba a entrevistar hasta que en el metro repasé la dirección a la que iba.

«No puede ser el John Quinn de las revistas», me dije alucinada ya de camino.

Rechazando la idea de que ese don Juan, acostumbrado a codearse con las mujeres más bellas del firmamento, necesitara tan urgentemente de alguien que velara por sus hijos, instintivamente acomodé mi ropa mientras lamentaba el no haberme puesto algo menos casual.

«Si es ese estirado, nunca me contratará con estas pintas», pensé mirando mi reflejo en uno de los cristales del vagón. Sin tiempo de cambiar mi minifalda por un disfraz de institutriz, decidí continuar y no arriesgarme a llegar tarde, por lo que me bajé en la estación de la calle 57.

Según Google mi destino era un edificio de oficinas frente al Waldorf Astoria, uno de los míticos hoteles de Nueva York y preocupada por no ser lo que buscaban, caminé el resto del trayecto. Al llegar a la ubicación que me había dado y ver un letrero de la compañía de ese millonario, llamé de vuelta a mi conocida echándole en cara que no me hubiera avisado de quién era su cliente.

―Tranquila, no puede ser tan ogro como lo pitan― contestó y sin darme tiempo de protestar, me dejó con la palabra en la boca diciendo que entraba en una reunión.

―Te odio.

―Lo sé y el sentimiento es mutuo― fue su respuesta antes de colgar.

Solo mi delicada economía hizo que reuniera fuerzas y me encaminara a encontrarme con uno de los hombres más atractivos de la actualidad, un pibón de casi uno noventa que era famoso por la rapidez que cambiaba de novia desde que su esposa falleció tras una prolongada enfermedad.

  «No me puedo creer que me haya preparado esta encerrona», pensé mientras daba mi nombre en la recepción del edificio, diciendo que tenía una cita con el mandamás.

El conserje, quizás habituado a la legión de admiradoras que intentaban colarse en las oficinas con la esperanza de hablar, aunque fuera un minuto, con ese magnate me miró de arriba abajo sin creerme.

―Espere en la sala, alguien bajará por usted― finalmente dijo al comprobar en su ordenador que era cierto y que no era una joven en busca de su momento de gloria.

Acomodando mi trasero en un sillón reservado únicamente a las clases más altas, miré el reloj y respiré al ver que había llegado con un cuarto de hora de antelación.

«¿Qué hago aquí?», murmuré sintiéndome fuera de lugar entre tanto potentado mientras intentaba bajar el vuelo de mi falda y así no mostrar de más en un ambiente tan refinado.

Al poco tiempo, vi aparecer a una espléndida rubia. Impactada por su belleza, tardé en caer en que preguntaba por mí al portero y por ello, casi tartamudeé cuando me preguntó si era la niñera que les habían mandado de la agencia.

―Vengo a ver al señor Quinn.

―Acompáñeme, mi jefe está a punto de salir y solo tiene cinco minutos― contestó casi sin mirarme.

 Convencida de que no me iban a coger, la seguí por el hall y ya en el ascensor, repasó conmigo los datos de mi expediente.

―Según dice aquí, es usted licenciada en magisterio por la universidad de Atlanta y perteneció al equipo de equitación.

―Así es― contesté extrañada que se centrara en ese hobby que incluí para rellenar mi perfil.

― ¿Me imagino que sabe nadar? No en vano los niños están de vacaciones y gran parte de su tiempo lo pasarán en el agua.

―Sí― respondí.

― ¿Y sabe navegar?

―Tengo el título de patrón de vela.

―Perfecto. Por favor, aguarde aquí― al abrirse la puerta respondió y señalando unos asientos, entró en un despacho que asumí que era el de su jefe.

Tras ese breve interrogatorio comprendí que lo que buscaban era alguien que compartiera actividades con los críos y por primera vez me sentí capacitada para el puesto, ya que, sin ser mi expediente de primera línea, lo compensaba con la práctica de deportes.

«No creo que haya muchas candidatas que sepan tomar las riendas de un caballo y menos las que conozcan lo que es una botavara», medité más segura.

Al cabo de unos segundos la secretaria me informó que pasara.

«Allá vamos», me dije dándome ánimos.

Confieso que me creía mentalmente preparada para la entrevista, pero mi seguridad quedó en nada cuando vi a mi interlocutor discutiendo airadamente al teléfono.

«¡Es un adonis! ¡Es todavía más guapo que en las fotos!», exclamé para mí al sentirme sobrepasada por la energía que manaba del ricachón.

Físicamente era un portento, un dios del olimpo encarnado para tentar a cualquier mortal que tuviera la dicha de toparse con él y su voz profundamente varonil, no le iba a la zaga.

«No me extraña que las vuelva locas», pensé al verlo de espaldas y poderme recrear en su trasero sin miedo a que me pillara haciéndolo: «Es perfecto».

Su atractivo se incrementó cuando al girarse me estudió con sus negros ojos y contra mi voluntad, me sentí mojada.

―Tengo mucho trabajo y necesito que alguien se quede con mis hijos. ¿Cuándo puede empezar? – fue lo único que preguntó.

―De inmediato― conseguí balbucear notando la mirada que echó a mi escote.

―Estupendo. Dé la dirección a Martha y mi chofer la recogerá en dos horas.

Tras lo cual y olvidándose de mí, llamó a su ayudante para que fuera ésta la que terminara de cerrar conmigo los detalles. Juro que no comprendí que un padre pusiera a sus retoños en un desconocido tan rápido y por eso cuando me encontraba ya a solas con la rubia, no pude más que mostrar mi extrañeza.

―La hemos investigado y sus referencias son impecables― contestó poniendo en mis manos un dosier sobre mí.

No pude más que escandalizarme al leer toda mi vida reflejada en esos papeles. Desde el origen de mis padres, la escuela a donde fui, el instituto donde cursé secundaria, los cuatro novios que había tenido, extractos de mi cuenta bancaria e incluso un informe psicológico que me hice para otro trabajo. Todos y cada uno de los momentos que había vivido estaban ahí por lo que sus preguntas eran solo para confirmar lo que ya sabía.

―Como comprenderá, John no ha escatimado recursos para asegurarse que es la apropiada― añadió mientras me pedía que firmara el consentimiento a posteriori de que indagaran en mi vida privada.

Solo la altísima cifra que me pagarían evitó que saliera corriendo de ahí y que aceptara el puesto.

«En tres meses ganare más que en dos años en el colegio», pensé mientras ponía mi rúbrica al contrato…

Tal y como me había anticipado, a los ciento veinte minutos de salir del edificio, una limusina aparcó frente al apartamento donde vivía desde que había terminado con George. Con tan poco tiempo para reunir mis pertenencias y acomodarlas en un trastero del dueño, más que preparar el equipaje, lo que hice fue llenar dos maletas con la totalidad de mi ropa.

«Va llegar totalmente arrugada», sentencié preocupada por el trabajo añadido de plancha que tendría al llegar a la casa del magnate.

La rapidez con la que se estaban desarrollando los acontecimientos no me permitió pensar en donde me metía hasta que bajar las cosas y prometer al casero que, en un par de días, un amigo iría por todo lo que había dejado bajo su cuidado.

―No te preocupes, sé que puedo confiar en ti― comentó el anciano impresionado por el impecable uniforme del chofer y el pedazo de coche con el que había venido a buscarme.

El empleado de mi nuevo jefe creyó oportuno preguntar si no quería que al día siguiente una camioneta de la empresa fuera a buscar lo que faltaba y lo guardara en uno de sus almacenes hasta que terminara mi estancia en los Hamptons. Comprendiendo que había sido autorizado para ello por la secretaria del señor Quinn, di mi conformidad y con un problema menos del que ocuparme, me subí a la limusina donde el lujo de la misma me apabulló.

«No se parece a la de nuestra fiesta de graduación», pensé recordando la que unas amigas y yo alquilamos para celebrar el fin de la carrera.

Esa sensación se incrementó cuando Albert, el conductor, me informó que como tardaríamos dos horas en llegar podía hacer uso de la nevera y de todo lo que contuviera. Al abrir el compartimento me encontré con una botella de champagne y toda clase de bebidas, así como de una serie de tentempiés expresamente elaborados esa misma mañana. Sintiéndome una proletaria no quise abusar y por ello, solo cogí una coca cola.

―Por lo que me han dicho es la nueva niñera de los dos diablillos― tratando de ser agradable comentó el armario de dos metros que conducía.

―Todavía no me lo creo, pero así es― respondí para acto seguido preguntar por los críos que debía cuidar los siguientes tres meses.

―Son buenos niños, pero un tanto descarriados― comentó el gigantón: ―Echan de menos a su madre, sobretodo, la mayor.

Admitiendo mi desconocimiento, quise que me contara todo lo que supiera de ellos y así me enteré que la niña tenía siete y el niño seis años, que su padre pasaba poco tiempo con ellos y que la joven que había venido a sustituir había sido despedida al intentar meterse en la cama del progenitor.

―Julie malinterpretó las señales y creyó que la educación del patrón era su forma de flirtear― dejó caer a modo de aviso para que no cometiera el mismo error.

―Gracias por la advertencia― suspiré.

Disculpando a mi antecesora, pensé: «Ese hombre es una tentación andante» mientras me juraba no caer en lo mismo y mantener las distancias.

Con ello en mente, recordé que no había contactado con Lizbeth para agradecerle su intervención y marcando su número, la llamé. Mi amiga ya sabía que me habían contratado y por eso nada más descolgar, me preguntó si mi nuevo jefe era tan impresionante como se decía.

―Si le quitas los millones, es uno más― mentí sin reconocer la excitación que me había dominado al estar en su presencia.

―Eso es que te gusta, ¿verdad perra? ― insistió muerta de risa.

―De uno a diez, tiene un doce― bajando la voz, reconocí: ― ¡Está buenísimo!

Desternillada con mi confesión, añadió:

―Espera a que los niños vuelvan al colegio para lanzarle las bragas a la cara.

La burrada de la pelirroja me hizo reír y avisándole de que iba en un coche de la compañía, prometí que esa noche la llamaría para darle más detalles.

―No te olvides, estoy deseando que me cuentes cómo viven los ricos― con su desparpajo habitual contestó…

2

Con la frase de Lizbeth resonando todavía en mis oídos, salimos de Manhattan a través del túnel de Queens Midtown con destino a los Hamptons. Siendo nieta de emigrantes venidos de Europa, pasar una temporada viviendo en la zona más exclusiva de los Estados Unidos era algo difícil de encajar. No en vano esa zona es mundialmente conocida por ser el lugar de vacaciones donde los multimillonarios de Nueva York pasan sus vacaciones.

            «Si alguien me hubiera dicho esta mañana que dormiría en una de sus mansiones no le hubiese creído», sonreí impaciente por conocer ese paraíso.

            Recordaba haber visto en las revistas un reportaje de la casa del magnate y por tanto sabía que estaba situada en el East Hampton, el área más cara, pero no podía hacerme a la idea de cómo sería vivir en un hogar de quince habitaciones frente a la playa.

            «Según se dice, la compró por treinta millones al caer enferma su esposa para que pasara allí sus últimos días. Estar montado en el dólar no le sirvió para salvarla», pensando en ello, por primera vez no le envidié: «Debe ser durísimo perder a la madre de tus hijos».

El disoluto modo de vida que había llevado desde entonces me hizo compadecerme de sus retoños:

«Pobres niños, su madre muerta y su padre saltando de cama en cama».

 Pensando en ello, llegamos a la verja de entrada de su mansión y más nerviosa de lo que debía, me pregunté cómo me recibirían los chiquillos. Según Albert eran buenos chicos, pero un tanto malcriados, cosa que comprendí cuando a buen seguro habían visto pasar un montón de niñeras.

«No es normal que estén creciendo sin una figura materna», me dije responsabilizando de ello al que los engendró: «En vez de buscar modelos con las que saciar su hombría debería haber buscado una mujer que los amara como suyos.

El impresionante palacete que apareció ante mi vista cortó de cuajo mis reflexiones:

«¡No puede ser!», exclamé en silencio al ver que el tamaño del lugar e intimidada, me bajé de la limusina para saludar a una señora entrada en años que esperaba en la puerta.

―Es Hillary, la nana del señor― me anticipó Albert.

La dulzura del rostro de la anciana y sus dificultades al andar provocaron que asumiera una fragilidad en ella que no existía y que rápidamente desapareció cuando saludándome, estrechó con fuerza mi mano.

―Antes de presentarle a los críos, debemos hablar― me soltó a bocajarro mientras me llevaba a una salita del área de servicio.

Supe de inmediato que me iba a enfrentar a la verdadera entrevista y que, si no la pasaba con honores, el contrato que había firmado era papel mojado.

―Por supuesto, doña Hillary. Usted dirá.

Sonriendo, la señora esperó a que me sentara para preguntar si me gustaban los niños. No tuve que mentir y reconociéndole de antemano que mi experiencia laboral era con chavales de secundaria, añadí:

―Pero desde la adolescencia, he cuidado de mis primos pequeños y creo que estoy capacitada. Por eso sé que lo importante, es que confíen en mí y me vean como alguien cercano.

― ¿No pensará en sustituir a su madre? ― levantando su ceja izquierda, preguntó.

Recordando la salida de mi antecesora, comprendí el reparo que escondían sus palabras, contesté:

―Señora, sé cuál es mi lugar. Soy y seré una empleada.

―Eso dicen todas― insistió.

Echándome a reír, me levanté de la silla:

―No me considero una caza fortunas y aunque lo fuera, ¿me ha visto bien? ¡No soy el tipo de mujer que le gustan a su padre! Aunque bailara desnuda frente a él, no me miraría.

―Sí que la miraría, pero luego la echaría― contenta por la franqueza de mi respuesta, sonrió: ―Mi Johnny es ante todo un hombre y usted una mujer guapa.

―Mona, atractiva y simpática más bien, pero no impresionante. Necesito el dinero y por eso no me arriesgaría a perderlo por un revolcón.

Comprendí que había pasado la prueba cuando, tocando una campana, nos trajeron a los dos enanos. Escamados quizás por el continuo trajín de niñeras, me recibieron de uñas cuando la nana me los presentó:

―La señorita O´Connor será la encargada de cuidaros.

―Llamadme Mary, señorita O´Connor me hace sentir vieja― comenté tratando de romper el hielo.

Lara, una pecosa de largos rizos, me miró:

―Para lo que va a durar, mejor la llamaré por su apellido.

―Me parece estupendo, Lady Quinn― haciendo una reverencia ante ella, contesté.

Lo aparatoso de mi gesto hizo reír a su hermano, una réplica en bajito del millonario.

―Yo, soy Sir Peter y llevo el nombre de mi abuelo.

Al comprobar que esos pitufos estaban acostumbrados a que sus niñeras fueran tan estiradas como su padre, quise hacerles ver que yo no era así y guiñando un ojo a la anciana, pregunté:

― ¿Podrían Lady Quinn y Sir Peter mostrarme su castillo? No me gustaría perderme y que, dentro de una semana, alguien encontrara mis huesos en algún rincón.

―Boba, no es un castillo. ¡No ves que no tiene almenas! ― haciéndose el sabiondo, el chavalillo contestó.

―Sí que lo es y yo soy la princesa― entrando al juego, Lara lo corrigió.

Viendo de reojo la satisfacción de la viejita, repliqué:

―Princesa Lara, ¿podría mostrarme sus dominios?

La cría miró a la anciana:

― ¿Podemos?

Que pidiera permiso a esa mujer, me hizo ver que contrariando mi previsión estaban bien educados y que la sentían de la familia.

―Antes de nada, tendréis que enseñarle el calabozo donde dormirá vuestra huésped y luego llevadla al comedor, para que cene con nosotros― desternillada de risa, respondió.

Sabiendo que había ganado la primera escaramuza, pero también que no debía confiarme, seguí a los dos mocosos por la escalera de caracol que llevaba a la planta donde estaban los cuartos. Reconozco que me impresionó el lujo de sus pasillos, pero aun así no estaba preparada para ver la habitación donde dormían:

«Es más grande que mi apartamento», me dije mientras cada uno me enseñaba su cama.

 Acostumbrados a ese nivel de vida, me mostraron el baño sin darle mayor importancia.

«Parece sacado de un spa», sentencié al ver la gigantesca bañera donde con comodidad podrían darse un homenaje dos parejas.

De ahí y usando otra puerta pasaron a otro cuarto. Al compartir baño, pensé que era del padre, pero sacándome del error la pecosa me explicó que era el mío. La inmensidad de mismo me dejó sin habla y mirando a través de la ventana, vi que daba acceso a una terraza desde la que se podía observar el mar.

―Mira. Es nuestra lancha― señalando un yate de más de veinte metros de eslora comentó el criajo.

«No me lo puedo creer, ¡es un Galeón 640!», reconociendo su esbelta forma, babeé al saber que contaba con cuatro camarotes y que cada uno de sus dos motores era de mil caballos. Esa bestia era el sueño de cualquier aficionado al mar, pero el precio lo hacía inaccesible a la mayoría de los bolsillos.

Deseando ponerme algún día frente a su timón y acelerar todos esos potros hasta los veinticinco nudos de velocidad punta, no dije nada y seguí a los pequeños hasta la habitación de enfrente. Supe que era el del padre al contemplar el cuadro de su madre frente a una cama de dimensiones colosales. Suponiendo que era allí donde el señor Quinn disfrutaba de las caricias de su amante de turno, la idea me horrorizó.

«Yo no podría acostarme con un viudo bajo la mirada de la difunta».

Tras una rápida visita a su baño que todavía era más magnifico, nos dirigimos hacia el comedor donde nos estaba aguardando la nana. La solemnidad del rezo que antecedió a la llegada de las criadas con la cena me informó de la religiosidad de esa mujer y aduje a la misma, el brillo de su mirada cuando me preguntó si era católica:

―Sí y fan de San Patricio― respondí y recordando lo aprendido siendo una cría de boca de mis abuelos, comencé a orar según el modo que enseñó el santo irlandés: ―Cristo conmigo, Cristo frente a mí, Cristo tras de mí…

Los dos niños siguieron la prez, diciendo:

―Cristo en mí, Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda, Cristo cuando me acuesto, Cristo cuando me siento, Cristo cuando me levanto…

― ¿Sabías que Helen, su madre, nació en Dublín? ― preguntó Hillary al terminar.

―No― contesté y mientras Lucy, la criada, comenzaba a servirle, le confesé las ganas que tenía de conocer la tierra de mis ancestros.

―Al igual que un buen católico debe ir alguna vez a Roma, todo irlandés tiene la obligación de visitar Eire.

No pude más que sonreír al saber que había dado la versión educada de ese mandato tan presente entre los de nuestro origen y que tantas veces había escuchado en los pubs donde nos congregábamos: “Un buen irlandés debe algún día CAGAR en la madre patria”.

―Eso también― añadió la entrañable anciana leyendo mis pensamientos.

A la estupenda crema de langosta de primer plato, le siguió un lomo de salmón al vapor y verduras hervidas de segundo que a pesar de estar buenísimos no fueron acogidos por los críos con demasiado entusiasmo.

«No me extraña, no es la cena que me hubiese gustado de niña», me dije mientras ejercía todas mis dotes de persuasión para conseguir que se lo terminaran.

Casi al final, cuando les prometí un helado al día siguiente, me enteré de que la cocinera tenía marcado mes a mes lo que se comería en la casa siguiendo la programación que el señor Quinn autorizaba. Como la alimentación de sus retoños era también responsabilidad mía, pregunté si podía ver lo que tenían señalado para la semana. Al traérmelo Lucy, no pude más que exclamar:

―Esto es el menú de un restaurant, ¡no el de un hogar!

―Estoy totalmente de acuerdo― señaló la nana: ― pero mi Johnny es tan cuadriculado que lo he dado por imposible.

Como era mi primer día preferí abstenerme de hacer cambio alguno. Antes de variar esa rutina tenía que hablar con el magnate, no fuera que lo viera como una intromisión y la misma acarreara mi despido. Aun así, lo anoté en mi memoria:

«Comer así no es lógico. Necesitan una alimentación que esté balanceada».

Tras la cena, bañé a los críos. Al irlos a acostar, Peter me rogó que les leyera un cuento como hacía su padre en las pocas ocasiones en las que se quedaba en casa. Como en la habitación no había ningún libro, les pregunté dónde podía encontrar uno:

―En la biblioteca del castillo― respondió Lara mientras la arropaba.

Siguiendo su consejo, fui en busca de algo que leerles y al entrar en la habitación donde atesoraban los libros, me quedé alucinada. La cantidad y calidad de los mismos solo podía deberse a que su dueño era un lector compulsivo. Pensando en que no me cuadraba que ese hombre fuera tan culto, me puse a revisar los estantes en busca de alguno infantil y mientras lo hacía me topé con una edición de lujo que recogía la última exposición de Patricia Stelman, una fotógrafa que era famosa por sus imágenes subidas de tono. Como esa mujer siempre me había gustado, lo abrí para echarle una ojeada.

«No me lo puedo creer», sentencié al leer la dedicatoria que le había dedicado al hombre que me había contratado.

“John, gracias por tantas noches de placer. Como te prometí, nadie podrá reconocerte en mi obra”.

Sabiendo quién era el protagonista, fui pasando las páginas y para mi sorpresa, me encontré con un homenaje al cuerpo masculino.

«Por dios, ¡qué bueno está!», con los pezones en flor, musité.

Colorada hasta decir basta al sentirme voyeur, conseguí dejar ese ejemplar y retomar mi búsqueda de algo que leer a los chavales. Tras hallar una recopilación de las historias de Christian Andersen, volví a su cuarto con los abdominales de mi nuevo jefe grabados a fuego en mi cerebro.

― ¿Qué queréis que os lea?

― ¿Puede ser la sirenita? – preguntó Lara ilusionada.

Sonriendo al ser uno de mis favoritos, puse una silla entre las dos camas y comencé:

―En medio del mar, en las más grandes profundidades, se extendía un reino mágico, el reino del pueblo del mar. Un lugar de extraordinaria belleza rodeado por flores y plantas únicas y en el que se encontraba el castillo del rey del mar…

La atención con la que seguían el relato me permitió recrearme en la lectura y cambiando el tono con cada uno de los personajes, di énfasis a la historia:

― Te prepararé tu brebaje y podrás tener dos piernecitas. Pero a cambio… ¡deberás pagar un precio! – recité imitando la voz de una anciana para hacer más creíble a la bruja.

― ¿Qué precio? – con tono infantil, leí la respuesta de la princesita…

Lentamente fui desgranando la historia, mientras veía que los niños se iban quedando dormidos. Al terminar, Lara estaba roque y su hermano casi.

 ―Es más divertido cuando nos lees tú― comentó cerrando sus ojos el enano: ―Papá es muy aburrido.

―Duerme, mi príncipe― susurré y sin hacer ruido, me marché de la habitación.

Ya en la mía, miré el reloj y recordé que había quedado en hablar con Lizbeth para contarle cómo me habían recibido en la mansión Quinn. Con ganas de compartir lo vivido, me puse un camisón, tomé el teléfono y la llamé. La pelirroja debía estar esperando porque, al segundo timbrazo, contestó:

―Cuéntame y no te ahorres ningún detalle. Quiero saberlo todo― dijo al descolgar.

Tumbada sobre la cama, le expliqué mis miedos cuando supe quién era el hombre que me iba a entrevistar y lo nerviosa que había llegado a su oficina:

―No me extraña, ese cabrón está para comérselo, pero sigue… ¿está tan bueno?

―Todo lo que te imagines se queda corto. Es puro sexo, lo tiene todo. Un cuerpo que llama a acariciarlo, una voz que embruja…

―Déjate de monsergas y descríbelo. Llevo caliente como una perra desde que te contrató. Quiero saber cómo es su culo, sus bíceps…

Al oírla, se me ocurrió una maldad y prometiendo que la volvería a llamar, corrí a la biblioteca por el libro que había ojeado. Con él, bajo el brazo, volví a llamarla y mirando las fotos, fui poniendo en palabras lo que veía:

―Lo primero que me sorprendió fue su altura. A su lado, me sentía una muñeca de porcelana. Su uno noventa enfundado en un traje te invitaba a desnudarlo tirando de su corbata― comenté describiendo la foto en la que una mujer en pelotas tenía esa prenda entre sus manos.

Pasando a la siguiente en la que la modelo, o quizás la propia fotógrafa estaba quitándole la camisa, narré a mi amiga los esculpidos pectorales de ese adonis.

―Desde que lo ves, se nota que hace ejercicio, no te haces a la idea como se le marcan los músculos mientras habla― cambiando de escenario y volviendo a su oficina, recordé.

―Sigue que me estas poniendo cachonda.

 Por su respiración supe que mi amiga se estaba masturbando con la descripción. Eso lejos de cortarme, me puso verraca. Sin decir nada al respecto, subí el vuelo de mi camisón y empecé a tocarme mientras continuaba.

―Parece el típico gladiador de las películas, sus brazos son enormes y que decir de su tableta. Jamás en mi vida he visto algo semejante, tiene músculos que nunca he visto y que creí que no existían― comenté mirando el torso desnudo de mi jefe en el libro.

El gemido que escuché a través del teléfono me azuzó a continuar y pasando a la siguiente imagen en la que se le veía totalmente desnudo, pero dado la vuelta le conté como era su cuello mientras con las yemas separaba los pliegues de mi sexo:

―Es como el de un toro. No creo que pudiese abarcarlo con las manos.

―No pares, zorra. Dime como es su trasero― casi sollozando, me exigió.

Recreándome en la foto, le expliqué la forma triangular de su espalda y los impresionantes dorsales que tenía frente a mí antes de pasar a su culo.

―No te haces idea. No tiene una gota de grasa. Estuve a punto de lanzarme sobre él cuando vi cómo se le marcaban los glúteos bajo el pantalón ―conseguí decir con la respiración ya agitada: ―Tiene el trasero que toda mujer sueña. Redondo, duro, prominente…

La calentura de Lizbeth no debía menor que la mía cuando se lo describía:

― ¿Pudiste fijarte si estaba bien dotado?

Pasando la página, me encontré con su sexo.

―Por el bulto de su bragueta, debe ser enorme y totalmente depilado― suspiré viendo el enorme trabuco que portaba en la foto mientras mis toqueteos se profundizaban.

No queriendo reconocer que lo tenía ante mi vista, haciendo cómo si me lo imaginara, seguí describiendo cada una de las venas y el grosor de su aparato.

― ¡Zorra! ¡Me tienes a cien! ― gritó ya sin importarle que supiera que se estaba pajeando.

Aguijoneada por el placer que estábamos compartiendo, torturé el botón de mi sexo mientras le narraba con todo lujo de detalle la forma y tamaño de sus testículos.

―Tal y como me cuentas, ¡debe ser un semental!

Pasando las hojas del libro, me encontré con una fotografía en la que aparecía una mujer atada a la cama mirando su erección.

― ¡Le va el sexo duro! ― exclamé fuera de mí al ver la escena, casi descubriéndome.

Envidiando a la modelo, soñé que era yo la que permanecía inmóvil y con más fuerza me masturbé mientras retrataba como si fuera yo la mujer que con la boca abierta estaba aguardando a que ese adonis acercara esa asombrosa verga a sus labios.

―Cuéntame cómo te gustaría que te azotara― dominada por la lujuria, me exigió.

―Me encantaría que me colgara de unos ganchos e indefensa, me acariciara el culo antes de soltarme un azote― susurré narrando la siguiente imagen del libro en la que la amante de mi jefe aparecía suspendida del techo. La violenta sensualidad de la escena impresa me terminó de excitar y pasando un par de páginas, narré que, tras dejarme el trasero rojo, mi jefe pellizcaría mis pechos con rudeza.

Para entonces, los continuos sollozos y gemidos de mi amiga rivalizaban con los míos, por eso no me espanté cuando ya sin cortarse y poniéndose como protagonista me pidió que el millonario se la follara.

―John te tomaría de tu melena y poniéndote a cuatro patas en el suelo, acercaría su tallo a tu sexo.

―Sigue, no pares. Quiero sentirme suya― rugió desde su móvil.

Sorprendida por lo mucho que me ponía que la pelirroja estuviese tan cachonda, susurré al micrófono que, separando los labios de su coño con el glande, el millonario la empalaría. El alarido que pegó al oírme, no solo me confirmó que se había corrido, sino que aceleró también mi placer y ya sin recato alguno, busqué mi orgasmo mientras le narraba como la domaba con sonoras pero indoloras nalgadas sobre sus ancas.

―Por dios, ¡me encanta! ― chilló mientras mi cuerpo sucumbía en el placer.

Con mi femineidad todavía babeando, escuché que Lizbeth me daba las gracias y se despedía. Entonces y solo entonces, caí en lo que habíamos hecho, en que habíamos disfrutado juntas de un sueño imposible y cerrando los ojos, traté de dormir, pero el recuerdo de lo sucedido me hizo soñar con ella y con Quinn en la misma cama…

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