Te detienes en ese preciso espacio de tiempo, ahí, suspendido en el instante mismo en el que tienes que tomar la decisión de atravesar el Rubicón o quedarte de este lado. Te acuerdas de lo que enseñaba Giménez en la clase de historia, quemar las naves, la encrucijada de Cortés. Está todo preparado para ti, lo sabes, pues se han dado una serie única de circunstancias combinadas, pero aun así dudas, tiemblas. ¿O lo que te hace temblar es el contacto de los dedos que se deslizan en la tela? Tengo miedo, piensas, y no solo lo piensas sino lo sientes en la boca del estómago. Y, al instante, el muro invisible que te contiene se quiebra y te desbordas sin remedio, rio abajo, torrente fresco, desbocado. No tardas en mandar a la mierda tus recelos y sacarte toda la ropa que traes y buscar, curiosear en el vestidor con los sentidos agitados por lo que presientes, y ese vestido que al ponértelo por encima te asfixia del placer y ya no piensas en otra cosa más que en el conjunto ciruela de las bragas y corpiño, con encajes en los bordes. El roce de la tela cuando la subes por tus piernas, el calce justo en el atrás que se adhiere al fondo de tu raja haciendo que los pelitos de los brazos se te electricen. El vestido se aprieta contra tu pecho y piensas que los hombres no se ponen prendas adherentes y el mundo cobra sentido por fin y las burlas y las humillaciones de ese cuerpo magro encuentran explicación ahora, en el vestido que calza justo en el torso angosto y se abre a la altura de las caderas en una catarata circular que te acaricia con suavidades que se acomodan a tu culo redondo, ese del que se burlan y con el que te acosan esa banda de mierdas que lidera el tal Cherry. Pero él ahora no está y tu ya no eres el chico asustado victima del bullying sino la nueva, la chica que se refleja en el espejo con su vestidito acampanado que le cae cascada y le realza las caderas, tan corto que apenas la tapa y deja ver las piernas finas y torneadas que vas enfundando en unas medias negras super transparentes que te llegan hasta la cintura afirmándote las nalgas. Miras el resultado, te excitas y no puedes evitar la erección que crece abultándote las bragas color ciruela. Frente al espejo del baño te sueltas el pelo y lo alborotas como nunca te has animado a hacerlo, y te afeitas al ras la pelusa de tu cara feminizada cuando te llega el grito de Gustavo de si te falta mucho y le dices que tenga paciencia, que ya sales. Así que breve maquillaje y un dulce carmín en los labios, sandalias de taco en los pies y algunas pulseras y collares que sacas de una caja en el aparador de la hermana de Gustavo y ya estás apretadita y tibia. Pero no está nada, porque ahora, a punto de salir del cuarto, te asalta nuevamente ese terror de antes del muro, de antes de todo, ese que te acompaña desde que te diste cuenta -ya hace tanto- que eras diferente y por ello te acosan y te humilla la banda del Cherry en el colegio. Así, que vuelves a pensarte el por qué estás allí, en el cuarto de la hermana de Gustavo, a punto de mostrarle quién eres en realidad cuando te animas, aunque nunca nadie te haya visto todavía y esta sea tu primera vez con un chico. Pero es que tengo mis razones -te dices, como hablando contigo-, yo sé que a él no le molestará porque lo he notado en los últimos días. Si ha sido Gustavo el que me ha traído hasta aquí con sus insinuaciones, con sus guiños de hagámoslo. Y recuerdas que hace una semana ni siquiera lo conocías, un primo que nunca habías visto en tu vida hasta hace un mes, el día en que tu tía os visitó y con Gustavo terminaron congeniando, por lo cual, a pesar de ser él tres años más grande, te invitaron a pasar unos días en su casa de las afueras de Girona, una bonita finca con sus lujos en la que ahora estáis solos con Gustavo pasando una semana de no hacer nada, solos los dos pues la familia de él se ha marchado a la ciudad.

Desde que llegaste a la casa, notaste que Gustavo tenía un guiño que te costaba descifrar, imperceptible al principio, pero más evidente con el correr de los días, pues tu sensación se fue componiendo de pequeños detalles sucesivos, como cuando estaban conversando y se acercó demasiado o cuando, cada tanto, tiene un contacto físico que no te esperas, como tocarte un brazo para llamar la atención de lo que dice, o cuando te apoya sus manos en los hombros desde atrás cuando estas desprevenido. Aquello que al principio había llamado tu atención, al notarlo, se te ha hecho aún más evidente. Ya no era casual su mano apoyándose cómplice en tu pierna o el roce de su cuerpo con el tuyo en la cocina. Tal vez porque lo dejaste hacer, la cosa se desbocó aquella tarde flamígera cuando empezaron la batalla de salpicadas en la pileta y él te sujetó los brazos para inmovilizarte y primero lograste zafarte y tirarle agua de nuevo, y él, que nuevamente te sujeta y te gira y te cruza los brazos por delante y no puedes librarte de la fuerza de Gustavo que te aprieta, su cuerpo pegado al tuyo por detrás, y se ríe con su cara apoyada en tu hombro, y tu que te aflojas y te dejas hacer y sientes su mejilla contra la tuya y un ¿te rindes? dicho suave al oído, y tú que no, que vuelves a forcejear inútilmente compitiendo con la fuerza de Gustavo. Y cuando finalmente dejas de hacer fuerza y te resignas a las ramas brazo de Gustavo, no puedes dejar de percibir la erección, que no es inmediata, sino que va avanzando pegada a ti y que parece avergonzarlo, y entonces te suelta y te empuja y vuelve a mojarte la cara, riendo, para disimular aquello que ya es evidente para ambos.

Por la noche, el recuerdo de la pileta te ruboriza. Tú cocinas y él lava los platos y prepara tragos con vodka que, cuando los tomas parecen suaves pero que al rato te hacen el efecto de una dulce borrachera que te desvanece las ideas y ese espacio del mundo en el que estáis te parece único, y todo lo demás desaparece de tu mente, tu historia, el bullying de la banda del Cherry, tus padres y los de Gustavo. Nada, solo el puro presente de ese momento de contornos en sombra y la charla incongruente de dos amigos medio mareados. El cielo oscuro lleno de puntos dorados invade el silencio que se ha formado entre ambos, acostados en el sillón al borde de la piscina hasta que Gustavo, tal vez animado por el vodka, se acerca y en un susurro tímido te lanza al oído el “no se que me está pasando contigo que no te puedo sacar de mi cabeza”.

Y aquí estas, a punto de devolverle la sorpresa que, a su vez, le anunciaste cuando creíste que tal vez este era tu momento. Por aquello de que, aun sin haberlo planeado, lo que estaba sucediendo sería tu oportunidad única e irrepetible que debías aprovechar. Habías pensado que Gustavo entendería, pero ahora no puedes ni moverte, aterrado y encerrado en el baño. Unos golpecitos resuenan en la puerta y la voz de Gustavo – ¿todo bien? – te vuelve a la realidad. Es el impulso que necesitabas. –  Voy a salir, pero no te burles -. Abres y lo enfrentas sin decir palabra. Te parece una eternidad el silencio de él y estás a punto de correr a encerrarte en la vergüenza, cuando te toma la mano y te lleva al centro de la sala. – ¿Quieres que te diga una cosa? – dice -. Y no espera tu respuesta. – Ahora entiendo todo -, agrega. El perfume de mujer que te has puesto envuelve la escena y notas que la cara de él se acerca imperceptible, y si un poco avanza, luego se detiene para ver tu reacción. Y sientes que tus labios se separan levemente y se adelantan un par de centímetros, hacia el deseo de Gustavo que ahora, animado por el consentimiento implícito de tu boca, avanza decidido al beso postergado. Y en los dos, un torrente acariciado por la espera se desborda en el abrazo mutuo, desesperado, él rodeando tu cintura para pegarse a ti, y tú, colgándote con tus brazos en su cuello. La lengua te desborda y la chupas, caliente, la saboreas, te saborean. Beso torrente, beso agua que te inunda, al que las manos inquietas acompañan, bajando de la cintura a la cola o subiendo por delante para acariciarte el pecho. Los dos son, a unísono, un rio de lluvia de montaña que no se puede detener, que corre entre las piedras caudaloso, desesperado de toqueteos y jadeos. Y si bien se empieza por el beso, este abre las compuertas de placeres prohibidos, apenas imaginados en el recodo de tus fantasías de chica. Y él te susurra lo bien que te ves así vestida. Y, aunque no se lo dices, vas dispuesto a lo que venga. Por eso, lo alejas con los codos para ayudarlo con la camiseta y luego con el cinturón y la bragueta. Antes de sacarla, la acaricias por encima de la tela, estudiando su forma y su orientación. – Está muy parada, que lindo -, te escuchas decir al momento de bajarle todo y librarla del encierro que la tenía retenida. Apenas abres la boca y los labios de carmín besan con delicadeza la cabeza rosada. Por dentro, la lengua se detiene acariciando el pequeño agujerito hasta que la boca anguila se abre y devora de a poco el gigante gusano de carne de Gustavo. Y, a medida que lo engulles y te atraganta, el gime una canción sin sentido de ayes y suspiros, pero al fin la sacas y la lames con besitos de lengua mientras tu mano le acaricia los testículos desde el agujero del culo hacia adelante y parece que lo satisface porque se le agita la respiración en el mete y saca de la pija hacia la profundidad de tu boca. Y mientras la estas chupando, te erotiza estar enfundada en el vestido mínimo, el contacto de las medias en tus piernas y el hilo de la tanga acariciándote la cola. Y en tu mente aparece la idea que nunca te habías animado a pronunciar antes, o si, pero solo en fantasías que nunca creíste que podrían ser pero que están a punto de hacerse realidad, o sea, el hecho de que en cualquier momento un hombre te va a dar vuelta y va a entrar en tu cola con su pija tibia, abriéndote en dos para llenarte de su leche. La sola idea rondando en tu cabeza te excita tanto que no dejas de tocarte el pene erecto que desborda la braga ciruela por debajo de la falda. De repente, sus brazos te alzan y te giran hacia la pared, y cuando lo sientes atrás, abrazándote la cintura para apretarse contra ti lo ayudas a frotarse moviendo lentamente el culo y te levantas la falda y en un solo movimiento  se lo ofreces liberándolo de las medias transparentes y las bragas. Gustavo la apoya en la entrada mientras tiemblas del miedo y de deseo. Y como al principio de todo nada sale como se lo piensa, Gustavo, que no quiere hacerte doler y no sabe qué debe hacer, te pregunta, y ambos estallan en una risa cómplice y caricias despojadas, así que en los minutos siguientes buscan una solución mientras vuelven a comerse las bocas, quemándose, ardiendose, jadeándose, tocándose. Te vas y regresas con condones y una crema con la que te unta la entrada. Y hasta desliza un dedo que resbala en tu interior y te abre arrancándote un gemido de gata. Dolor y placer vienen juntos en la arremetida que te inunda de carne. Pero el dolor cede y el placer aumenta en olas que te azotan, mar potencia que llega a bañar tus costas y se retira con engaño para volver a llenarte, y si el reflujo de la marea te da un respiro momentáneo, una nueva ola inesperada te ahoga de placer y te arranca un grito sordo con el que te derramas en las sábanas. Gustavo se alborota en espasmos rítmicos y grita. Y tu percibes que nunca escuchaste nada igual, el grito de un macho eyaculando. Te está acabando a los gritos en el culo. Y se quedan los dos unidos, abrazados, con los penes abandonados y satisfechos. Un rato más tarde, te despiertas de la ensoñación en la que has caído con esa sensación atrás. A tu lado Gustavo duerme, boquiabierto, en posición estanque y te preguntas cómo puede. Tu, en cambio, no paras de recrear lo sucedido y te levantas las bragas y las medias y te vas, satisfecha, a mirarte en el espejo.

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