Sinopsis:

En mitad de una crisis creativa y sentimental, Heloise Ryan acude a una entrevista con su editor para volver a pedir otro retraso para entregar una novela. La londinense se ve incapaz de reconocer que no tiene un tema del cual escribir y sabiendo que no va a permitir una nueva prorroga, se ve obligada a inventarse que está meditando que su próximo libro sea una historia de amor con un fantasma. Siendo una escritora de novela negra, supuso que el agente pondría el grito en el cielo. Pero para su sorpresa, no solo lo acepta sino que para ayudarla le concierta una estancia de un mes en un castillo supuestamente embrujado de un amigo suyo situado en Irlanda.
A regañadientes no le queda mas que aceptar, sin saber que ese viaje iba a trastocar por completo tanto su vida como sus creencias al conocer al dueño y descubrir que Declan O´Brien es un adonis, un dios hecho carne, capaz de incendiar sus hormonas. La atracción que sienten uno por el otro choca frontalmente con el odio que tiene el noble por todo lo que huela a inglés. Tampoco ayuda que según la leyenda, el espectro que recorre sus almenas haya sido victima de una mujer con su mismo color de pelo y que desde el siglo XVI, ninguna pelirroja haya traspasado sus muros.
Tras ese rechazo inicial, nuestra protagonista se traslada a vivir a esa fortaleza.
Una vez allí y a pesar de que su anfitrión niega la existencia del fantasma de su antepasado, Heloise comienza a sentir su presencia….

TOTALMENTE INÉDITA, NO PODRÁS LEERLA SI NO TE LA BAJAS.

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo LOS DOS PRIMEROS CAPÍTULOS:

1

Solo alguien que se haya sentado frente a un ordenador a escribir sabe la desesperación que se siente cuando la inspiración desaparece y cree que jamás podrá recuperarla. Así me encontraba en mi piso londinense. Para los que no me conozcan, mi nombre es Heloise Ryan. Soy una escritora que se sentía vacía a pesar del éxito que habían tenido sus últimos dos libros y que estos seguían entre las listas de los más vendidos. Con treinta y un años, acababa de quedarme sin pareja. Mi novio de los últimos cuatro había decidido dar un paso más en la relación pidiéndome matrimonio. Aunque lo quería, le dije que no porque no me veía casada. Esa mentira y el dolor que vi en su cara todavía me martirizan. Por supuesto que deseaba crear una familia, pero al verme presionada comprendí que no estaba enamorada de Walter y que lo consideraba poco más de un compañero con derecho a cama.

Nos habíamos hecho amigos en la universidad y con el tiempo al irse ennoviando el resto, para no quedarnos solos y casi sin darnos cuenta nos habíamos convertido en pareja. Al compenetrarnos sexualmente, nos había parecido hasta lógico el irnos a vivir juntos y así hacernos compañía. Por ello hasta que lo vi arrodillado ante mí con un anillo en su mano, nunca me planteé cuáles eran en realidad mis sentimientos. Admitiendo que era un buen hombre que no se merecía que le hiciera más daño, decidí que debíamos separar nuestros caminos para que pudiera rehacer su vida y corté con él. Aun así, las primeras semanas fueron duras y le echaba de menos, sobre todo a la hora de irme a acostar al haberme acostumbrado a recibir sus caricias.

«No debo», varias veces me tuve que decir cuando ya estaba llamándolo.

A raíz de esa ruptura o coincidiendo con ella, mi soledad se incrementó cuando las musas desaparecieron de mi vida y me tuve que enfrentar a un papel en blanco. Comprometida por contrato a escribir una nueva novela, mi editor estaba ya acuciándome a presentar al menos un boceto, una sinopsis de la historia.

«Nunca me resultó tan difícil buscar un tema», pensé mientras me dirigía hacia la editorial a dar una nueva excusa con la que alargar otros tres meses el periodo que me habían dado para escribir el libro.

Como la oficina de Peter O’Dogherty estaba en el centro, creí prudente no enfrentar el endiablado tráfico londinense y dejando el coche en casa, cogí el metro. Para pasar el tiempo en uno de sus atestados vagones, me puse a leer el “Sun”. Ese periódico sensacionalista, tan denostado por la intelectualidad, para mí era un remanso de paz y por eso al descubrir un artículo sobre los castillos encantados de Escocia, obvié leerlo y busqué otro con el que dejar de pensar en la cita.

«Es alucinante que haya gente que todavía crea en ellos», medité mientras me ponía a leer el último escándalo de un miembro de la familia real.

La sordidez del tema y los detalles que el periodista daba sobre el supuesto affaire entre un sobrino del rey Carlos y una modelo tampoco me atrajo y desanimada empecé a observar a la gente que deambulaba por el suburbano. Mirando a un encorbatado del brazo de una chavala de origen hindú, sonreí al saber que poco a poco la sociedad inglesa se iba haciendo multicultural.

«Ya nadie se espanta al ver una pareja inter étnica y por tanto no interesa», concluí tras meditar durante unos instantes sobre la conveniencia de escribir acerca de las dificultades que tendrían al formalizar su relación: «Ni siquiera mi abuela se escandalizaría si un día le llego con un novio de otra raza».

Buscando inspiración entre los hombres y mujeres que diariamente cogían ese medio de transporte para acudir a sus trabajos, fijé la atención en un grupo de madres que llevaban a sus hijos al colegio e involuntariamente las envidié.

«Cómo me gustaría ser como ellas», medité molesta al saberme sola cuando si hubiese aceptado la propuesta de Walter en ese momento estaría planeando mi boda.

Con ello en mente, bajé en la estación de Green Park y enfilé hacia la calle Dover donde me encontraría con el ejecutivo que me había anticipado una buena suma en concepto de royalties.

«Tengo que llegar con la verdad y decirle que sigo sin tener una historia», reconocí preocupada.

Por eso al entrar en su despacho, había decidido ser sincera y reconocer mi crisis creativa antes siquiera que la cuestionara.  El destino quiso que mientras me sentaba y hacía acopio de valor, Peter estuviera hablando con un colega sobre la tendencia del mercado:

―Aunque nos cueste asumirlo, los gustos han cambiado. Cada vez se compran menos novelas negras.

Siendo mis libros básicamente thrillers policiacos donde se mezclaban asesinatos con política, palidecí y seguí escuchando:

―Ahora mismo, la gente busca en la lectura huir de la triste realidad de hoy en día y por eso están en boga la literatura romántica y la fantasía sobrenatural. Una novela que aúne esos dos géneros sería un auténtico best seller― sentenció antes de colgar.

Ya centrado en mí y mirándome a los ojos, comentó que sus jefes estaban muy cabreados por no haber recibido todavía al menos un resumen de lo que estaba escribiendo y que le estaban exigiendo recuperar el anticipo.

Al verme contra la pared, no pude seguir con lo que había planeado y carraspeando, contesté:

―Peter, la verdad es que hasta oírte hablar me daba vergüenza confesar que el tema del que estoy escribiendo no tiene nada que ver con lo que te tengo acostumbrado.

Dejando las gafas sobre la mesa, el sesentón me observó y preguntó en qué consistía el cambio.

―Estoy cansada de escribir sobre crímenes. Quiero dar un giro a mi obra para hacerla más del gusto del público.

― ¿Y sobre qué vas a escribir? ― quiso saber ya interesado.

Sin otra salida que escandalizarle para que el mismo rechazara el tema y eso me diera la oportunidad de esperar a que volviera la inspiración, recordé el artículo que ni siquiera me había dignado a leer:

―Te parecerá ridículo, pero he pensado en que mi próxima novela vaya sobre un castillo en el que vive un fantasma.

Para mi sorpresa, el ejecutivo sonrió y pidió que siguiera extendiéndome porque el tema le interesaba.

―Mi idea es enfrentar al alma en pena con la realidad de nuestros días donde ni siquiera los más ilusos creen en lo sobrenatural― contesté y horrorizada al ver que se seguía mostrando interesado, creí oportuno añadir: ― Mi protagonista será una reputada catedrática de Oxford al que un noble le pide ayuda para demostrar que su castillo no está embrujado y que un fantasma atormentado por un antiguo amor nunca ha deambulado por sus almenas.

La mirada incrédula con la que recibió la propuesta me tranquilizó y cuando ya pensaba que iba a rechazarla por patética, el editor comentó:

―No sabía que conocías a Declan O´Brien y menos que él te tenía tanta confianza de contarte su problema.

―No conozco a ese sujeto― balbuceando, repliqué.

―Vamos Heloise. El argumento del libro que propones parece al menos inspirado en la leyenda que pesa sobre su heredad.

―Te puedo jurar que nadie me ha contado nada al respecto y ahora que lo pienso creo que es ridículo y que debo centrarme en otra cosa.

―Para nada, los lectores están ávidos de temas con tintes mágicos y me parece estupenda la idea de escribir sobre un fantasma en nuestros días. Es más, ahora mismo voy a llamar a Declan y pedirle que te acoja en su casa― concluyó pensando quizás en los réditos que conseguiría ante sus superiores por haber convencido a una escritora “seria” de abordar ese tipo de temática.

Completamente desolada y sin tiempo de reacción, tuve que escuchar como Peter le sacaba a su amigo el compromiso de recibirme en su castillo de Irlanda mientras terminaba la novela…

Una semana después y contra mi voluntad, llegué al pueblo de Birr en el condado de Offaly. Esa mañana había tomado un vuelo a Dublín y desde ahí me había dirigido en autobús hasta esa pequeña localidad. Tras las cinco horas que había invertido entre los dos trayectos de viaje, estaba cansada y de pésimo humor. Por eso cuando el tercer taxista también se negó a acercarme a la fortaleza de los O´Brien a no ser que le pagara un desorbitado precio, decidí llamar al propietario. El tal Declan escuchó indignado que de plano se negaban a llevarme o exigían una tarifa fuera de lugar y despotricando sobre la incultura de sus paisanos, quedó en irme a buscar.

―Señorita Ryan, como voy a tardar al menos media hora en organizarlo, espéreme en el pub de Nolan´s que hay frente a la estación de autobuses.

No teniendo otra cosa que hacer, acepté la sugerencia y arrastrando la maleta, entré al establecimiento donde había quedado en vernos a tomar algo. Mientras comía, me puse a releer la historia de la fortaleza donde me iba a hospedar. Como ya sabía que fue construida a mediados del siglo XIII, me centré en la leyenda del fantasma. Según contaba esa historia, la familia del hombre que me iba a recoger descendía de Murtough O’Brien, uno de los últimos reyes de Irlanda y el espectro era otro de sus antepasados al que se le conocía como Gerald O´Brien, el dos veces muerto. Divertida leí que ese sobrenombre se debía a que, tras levantarse contra el poder inglés, el rey Jacobo I prohibió que nadie volviese a dirigirse a él para que fuera un muerto en vida. Su fallecimiento real y origen de su peregrinar fue a consecuencia de un duelo en el que se enfrentó al hombre que se había desposado con Helen, su antigua prometida.

«Pobre tipo», pensé: «repudiado por la sociedad y encima el que iba a ser su suegro hace valer el mandato real para cancelar el compromiso y casar a la joven con un mejor partido».

Seguía enfrascada en la lectura del enfrentamiento cuando noté que alguien se sentaba a su mesa. Al levantar la mirada, me encontré con la sonrisa de mi inesperado acompañante:

―Nunca me imaginé que la famosa escritora fuera una monada.

Sorprendida por el piropo, no pude más que preguntar al hombre que tenía enfrente si era el señor O´Brien.

― ¡Más quisiera! Soy Kevin, el esclavo al que mi jefe mandó a recogerla.

La simpatía del rubio aquel era contagiosa y de mejor humor, llamé al camarero para que trajese la cuenta. Mientras me la traía, noté su mirada indiscreta observándome.

― ¡Joder! Sé un poco menos descarado. ¡Tan guapa no soy! ― ruborizada, exclamé al sentir que se me estaba comiendo con los ojos.

Lejos de cortarse con el exabrupto, el recién llegado se echó a reír:

―Para ser hija de la Gran Bretaña estás muy rica, pero no es eso. Tienes espuma del café en la mejilla.

La picardía no exenta de galanteo secretamente me alegró y decidida a devolvérsela con creces, tras pagar, me levanté de su asiento y señalando la trolley, respondí:

―Esclavo, coge el equipaje y llévame ante tu señor.

Durante un par de segundos, Kevin no supo ni que decir hasta que, soltando una carcajada, comentó:

―Definitivamente, eres una hija del Imperio. Lo que me voy a reír cuando mi jefe se dé cuenta de que la arpía que ha metido en casa va a trastocar su estricta forma de ver la vida.

Desternillada por sus reiterados insultos, quise que me aclarara a que se refería:

―Aunque es mi amigo, Declan puede llegar a ser insufrible en lo que respecta al orden. No aguanta que nada ni nadie altere su rutina y por lo que presiento, eres exactamente lo contrario.

Haciendo caso a sus palabras, ese noble debía de ser un tipo totalmente cuadriculado y de ser así, preví que no tardaríamos en chocar. Al ir como invitada, decidí intentar comportarme y evitar los roces con él.

«Cuanto menos lo vea, mejor», me dije: «He venido a escribir y eso haré».

Con ello en mente, esperé a que Kevin metiera mis cosas en el todoterreno para preguntarle por el fantasma. Su cordialidad desapareció con la pregunta y con el ceño fruncido, me alertó que eso era mejor no tocarlo con mi anfitrión.

―Por mucho que mi jefe niegue la existencia de su antepasado por los pasillos, todos los que vivimos en Kildarhouse lo hemos sentido alguna vez.

Confundida por esa reacción tan fuera de lugar, me abstuve de comentar al rubio que, tras terminar la novela, mi editor se había comprometido con su jefe en que redactaría un artículo donde reconociera que a pesar de los rumores la leyenda era falsa y que ningún espíritu vivía en su heredad.

―Cuándo dices que todos lo habéis sentido, ¿significa acaso que tú también? ― insistí reteniendo las ganas de soltar una carcajada.

Con los vellos erizados, contestó:

―No te rías. Si finalmente consigues quedarte en el castillo, tú también notarás su presencia. Puertas que se abren, crujidos por la noche…

Que pusiera en duda que iba alojarme allí, me alertó de que algo ocurría e intrigada, se lo pregunté a boca jarro:

―En cuanto Declan te vea, va a intentarse echar para atrás. Desde que Helen Darby traicionó a Gerald, los O´Brien huyen de toda pelirroja que se les cruza en el camino.

Aunque me parecía imposible que un hombre de la actualidad se viera afectado por algo que había ocurrido cuatro siglos antes, preferí callar y pensar qué decir si finalmente se confirmaban sus sospechas.

«Nadie en su sano juicio se deja llevar por unos recelos tan absurdos».

De camino, la campiña irlandesa que estábamos cruzando me hizo olvidar momentáneamente la razón que me había llevado hasta la zona e impresionada por la riqueza de esas tierras, comencé a disfrutar del camino.

―Ya hemos entrado en la finca― comentó orgulloso mi benefactor al darse cuenta de la fascinación con que observaba a través de la ventana.

   Para una urbanita como yo, criada en asfalto, esos campos eran algo novedoso y por ello, apenas estaba haciéndome una idea cuando de pronto apareció ante mí el castillo.

― ¡Qué maravilla! ― exclamé al sentir que retrocedía a otras épocas.

Totalmente obnubilada y casi sin respiración, contemplé la altura de sus muros de granito, sus dos torres fortificadas, pero lo que me dejó sin habla fue comprobar que todo lo que veía me resultaba familiar.

«¡No puede ser!» musité incapaz de reconocer lo que mi corazón afirmaba y es que en mi interior sentía como propias cada piedra, cada almena de esa construcción, como si en mi niñez hubiera corrido por ellas.

Impresionada por ese “deja vu”, por esa sensación de haberlo vivido antes, asumí que la imaginación me estaba jugando una jugarreta y más nerviosa de lo que me hubiera gustado, esperé a que apagara el todoterreno antes de bajar a saludar a la anciana que había salido a recibirnos.

―Es doña Nora, el ama de llaves― me anticipó Kevin.

Mi propio nerviosismo se incrementó cuando, al extenderle la mano, la mujer retrocedió asustada y corrió al interior del castillo.

― ¿Qué ha pasado? ― tuve que preguntar a su interlocutor.

El joven riendo contestó:

―Ya te dije que las pelirrojas no son bienvenidas en Kildarhouse.

―Pero eso es una memez― todavía sorprendida por la reacción de la señora contesté.

Sin tenerlas todas conmigo al ver a Kevin cargando su maleta, entré tras él. Acababa de traspasar el portón de la entrada cuando me vi frente al sueño de toda mujer, ¡un adonis de casi dos metros! La virilidad que trasmitía me apabulló y con la mandíbula desencajada, apenas pude balbucear un saludo cuando percibí su rechazo.

―Soy Heloise Ryan, su invitada.

De inmediato reparé en la lucha interna del hombretón e increíblemente quise facilitarle el trance diciendo que si tanto le perturbaba el color de mi pelo podía quedarme en un hotel. Como despertando de una pesadilla, Declan forzó una sonrisa:

―No hace falta. Un O´Brien mantiene su palabra. Considere Kildarhouse su casa.

Lo incómodo de la escena no impidió que me viera entre sus brazos y abochornada por la atracción que sentía, escuché que llamaba a una criada.

― Por favor, Mary. La señorita Ryan se quedará en la habitación rosa. Ayúdele a acomodar sus cosas ahí.

― ¿En la habitación rosa? ― por alguna razón, preguntó la morena.

―Sí― replicó y girándose hacia mí, se despidió: ―Nos vemos en la cena.

Sin esperar respuesta, el dueño del castillo se marchó dejándome totalmente confusa. No queriendo perder a la muchacha, la estaba siguiendo por las escaleras cuando de pronto me encontré frente a un retrato de una joven con mi misma melena.

«Si tanto la odian, no entiendo que la tengan expuesta en este lugar», reconociéndola como la prometida del supuesto fantasma, pensé y sin pararme a contemplarla seguí subiendo rumbo al que sería mi cuarto.

Al entrar en el dormitorio que me habían asignado, estaba en penumbras por lo que Mary tuvo que abrir las contraventanas para que entrara la luz.

―Perdone señorita, pero no esperábamos que fuera aquí donde durmiera― comentó.

Con la claridad entrando a través de los cristales, la sensación de haber estado ahí volvió con fuerza:

«Estoy alucinando», me dije al reconocer el dormitorio como el de mis sueños de niña. Con un escalofrío recorriéndome de arriba abajo, miré la cama con dosel, el tocador, las cómodas…: «Estos muebles son como los que pintaba cuando me creía una princesa».

A punto de salir huyendo de ahí, comprendí que era absurdo y entablando conversación con la criada mientras desempaquetábamos la ropa, quise saber por qué consideraba tan raro el que me quedara ahí.

―Señorita, era el cuarto de la madre del señor. Nadie ha dormido aquí desde que nos dejó.

Al escucharlo asumí que, avergonzado tras su reacción inicial, Declan me había dado la mejor habitación de la casa. Anotándolo en el cerebro, supe que debía darle las gracias en cuanto lo viera. Como habíamos quedado en vernos durante la cena, pregunté a qué hora la servían.

―A las seis en punto. Le ruego sea puntual. Que alguien le haga esperar enfada de sobre manera al señor.

Como todavía eran las tres y media, dejé caer si había algún problema en que recorriera el castillo, ya que tenía muchas ganas de conocerlo. 

―Mejor la acompaño y le presento al resto del servicio― contestó la joven previendo quizás que en mi deambular entrara en las áreas privadas de su jefe.

Aunque hubiese preferido ir por libre, esperé a que terminara de acomodar mi equipaje en un armario investigando por el cuarto. La decoración destilaba clase. Sin estar recargado, era evidente que había sido decorado por una mujer y parecía sacado de una revista de diseño.

«La madre debió tener un gusto exquisito», sentencié mientras abría la puerta que daba al baño.

Si la habitación me había dejado gratamente sorprendida, el baño me entusiasmó.

«Es precioso», concluí viendo que, a pesar de ser evidente que debía haber sido renovado últimamente, quien lo hubiese hecho había respetado su esencia dotándolo de todas las comodidades de hoy en día.

«Parece el de un hotel de lujo», pensé y observando el enorme jacuzzi de mármol blanco, supe que pasaría horas metida en él.

Seguía imaginándome disfrutando de esa belleza cuando reparé que frente al espejo había un florero lleno de rosas blancas. Agradeciendo el detalle de mi anfitrión, volví al cuarto y le comenté a Mary si esas flores eran del jardín.

― ¿A qué flores se refiere? ― respondió.

Al señalar el ramo que lucía el jarrón, me miró asustada y se abstuvo de contestar. Reconozco que me pareció raro, pero asumiendo que era mejor no insistir, preferí pensar que Declan había ordenado a otra de las empleadas que las colocara.

«Debe tener un miedo cerval a su jefe», medité: «y siendo ella la encargada, teme que la reprenda al habérsele olvidado.

Con ello en mente, escuché que me proponía comenzar la visita al castillo.

―Te sigo― contesté.

No tardé en comprobar que la muchacha estaba acostumbrada a servir de cicerón porque en vez de empezar por la planta en la que estábamos, prefirió comenzar mostrándomelo desde el exterior.

 ―Kildarhouse, a pesar de las sucesivas reformas, conserva la estructura medieval. Por ejemplo, su fachada actual de estilo neogótico data de finales del siglo XIX.

Conociendo de antemano todos esos detalles, hice un esfuerzo por seguir sus explicaciones sin interrumpirla e hice bien, porque habiendo nacido en esa localidad conocía detalles de los que no había oído hablar como podía ser que la fortaleza había soportado dos asedios. Uno en tiempo del tal Gerald y otro posterior en el 1.640 bajo las tropas de Oliver Cromwell.

―Los O´Brien siempre han sido unos patriotas y cada vez que pudieron, se alzaron en armas contra los enemigos de Irlanda― comentó sin percatarse de mi origen británico para a continuación explicar que a raíz de ese ataque la familia de mi anfitrión había tardado casi un siglo en reponerse.

―El foso y los jardines de alrededor fueron rediseñados gracias a la dote aportada por Elizabeth Carroll al casarse con James O´Brien en 1.845.

Siendo unos datos que me parecían irrelevantes ante la belleza del lugar, le pregunté de qué tamaño era la finca.

―Lo que es propiamente el área del castillo cuenta con cincuenta hectáreas, pero los O´Brien son los mayores terratenientes de la zona y exactamente no lo sé― contestó haciéndome ver que Declan era un hombre riquísimo.

Tras comentar que el gobierno irlandés había tenido a bien declarar protegido tanto el parque como la fortaleza y por tanto no se podía disgregar, pasamos al interior. Una vez ahí, directamente se dirigió a la biblioteca, donde confieso que me quedé muda al ver la cantidad de incunables que lucía en sus estantes, pero sobre todo al ver sobre una mesa un ejemplar de mi último libro. Incapaz de contenerme, lo abrí y descubrí en la dedicatoria que era un regalo de mi editor:

“Además de guapa, Heloise es una de las mejores escritoras de la actualidad”.

Curiosamente, sentí esos piropos como una puñalada de Peter al valorar antes mi físico que la calidad de mi obra y dejándolo donde lo había encontrado, seguí a Mary al primero de los salones.

«Menudo cretino, usó mi supuesto atractivo para convencerle de que me aceptara en su casa», sentencié llena de ira y dejando a la morena con la palabra en la boca, volví a la biblioteca a comprobar una cosa.

«Es en blanco y negro», confirmé que mi anfitrión no sabía el color de mi melena mirando la foto de la contraportada.

Estaba todavía con él en la mano cuando un ruido a mi espalda me alertó de que no estaba sola y girándome, descubrí a Declan mirándome desde la puerta.

―Aunque no es el tipo de literatura que suelo leer, reconozco que es ameno.

El menosprecio que encerraban sus palabras, me terminó de enfadar y sacando las uñas, le pregunté cuáles eran sus preferencias a la hora de elegir un autor.

            ―Normalmente no leo nada que venga de su país. Bastantes daños han hecho en mi patria para que encima con mi dinero financie lo poco que les queda de su imperio.

            Ya sin cortarme, le eché en cara que si me consideraba una enemiga por qué entonces había aceptado que me quedara en su casa.

            ―Su nacionalidad es británica pero su sangre es irlandesa― contestó sin alzar la voz.

            Siendo verdad, me escandalizó que un hombre educado estuviera sometido a tantos prejuicios y con ganas de saltarle al cuello, respondí que me sentía una leal súbdita de su majestad, el rey Carlos III. El disgusto con el que recibió fue completo, pero aun así jamás me esperé que tomándome del brazo me obligara a sentar y comenzara a detallar todas y cada una de las afrentas que los ingleses habían perpetrado a Irlanda, empezando por la famosa hambruna que la despobló e intensificó el sentimiento nacionalista de los que se quedaron.

            ―Fue culpa de una plaga― defendí a mi país.

            ―El origen puede, pero la acción de su gobierno intensificó sus consecuencias― poniendo sobre la mesa la nefasta actuación del mismo prohibiendo por ley toda ayuda, refutó mi postura: ―Fue un genocidio para mayor gloria de Guillermo y de su iglesia.

―Eso ocurrió hace dos siglos, ahora nuestros países son amigos.

―Se equivoca, somos hermanos. A los amigos se les elige, los hermanos nos vienen impuestos.

―Pues desde ahora, ¡considéreme de su familia! Porque si vine aquí, no fue por voluntad propia, sino por imposición de mi editor.

 Al escuchar mi exabrupto, la expresión de su rostro cambió y soltando una carcajada, me informó que la cena debía estar lista.

―No me gustaría que mi hermanita se queje ante Peter de que en Kildarhouse ha pasado hambre.

«Menudo imbécil», pensé mientras trataba de evitar el sofoco que su nueva actitud provocaba en mí y es que, al tomarme del brazo para llevarme al comedor, me quedé aterrorizada al notar lo a gusto que me sentía a su lado.

Tratando de ser encantadora tras el rifirrafe, le di las gracias por el arreglo foral.

―Déselas a Dora, yo no soy tan detallista― contestó.

Que no quisiera apropiarse del mérito de otros, me agradó y luciendo la mejor de mis sonrisas, le insinué que dado que íbamos a vivir bajo el mismo techo durante un mes que me parecía fuera de lugar hablarnos de manera formal y si él quería podíamos tutearnos.

―Me parece bien, Heloise.

Contra todo pronóstico, a partir de entonces, Declan resultó ser un encanto y dejando a un lado nuestras diferencias políticas, me percaté que nuestra forma de pensar no difería demasiado. Por eso, ya estábamos en el postre cuando, armándome de valor, le pregunté por el fantasma.

―Llevo viviendo aquí desde que nací y puedo decirte que en esos treinta y cinco años jamás lo he visto u oído.

― ¿Y sentido?

Viendo por donde iba, se echó a reír y me explicó que en una edificación tan antigua eran normales las corrientes de aire o que las estructuras sonasen.

―La gente del pueblo cuando escucha un crujido piensa que es Gerald caminando cuando en realidad ese sonido es provocado por la contracción de los materiales. Te puedo asegurar que los fantasmas no existen o al menos el de mi antepasado.

Al ser de la misma opinión sonreí y haciéndole ver que mi interés era solo buscar información para el libro, le pregunté qué había de cierto en la leyenda. De inmediato se puso a la defensiva:

―No es ninguna leyenda. Gerald O´Brien existió.

― ¿Y Helen?

―También, prueba de ello es el retrato que tenemos en la escalera.

No estando muy segura del terreno que pisaba, apunté si el resquemor que producían las pelirrojas en su familia provenía desde entonces.

―No te voy a negar que así es y que desde esa época no ha habido nadie con ese color de cabello entre los míos. Pero tampoco somos los únicos, ¿sabías que por ejemplo en Estados Unidos las compañías aseguradoras no os querían como clientes?

―Pues… ¿te digo la verdad? A mí, me gusta― contesté luciendo mi melena.

Por un momento, creí intuir en su mirada que yo no le era indiferente, pero entonces diciendo que, debía estar cansada tras el viaje, se despidió de mí.

«¡Qué tío más raro!», concluí mientras lo veía marchar y sin otra cosa que hacer, decidí ir a mi habitación para intentar escribir.

2

Al saber cómo llegar y no tener a nadie observando, me paré frente al cuadro de la mujer cuyo recuerdo retenía en teoría el alma de su prometido. Aun conociendo que en aquellos días los pintores idealizaban a sus modelos y que sus obras no siempre reflejaban la realidad, tuve que reconocer que Helen Darby debía haber sido guapísima. El preciosismo de las pinceladas me intrigó y buscando el nombre del autor, me quedé anonadada al leer que el cuadro había sido realizado por Cornelius Johnson, uno de los más grandes pintores de la época. Sabiendo el elevado precio que tendría si alguna vez salía al mercado y que era digno de un museo, me quedé ensimismada tratando de describirlo mentalmente para luego trasmitir mis impresiones al ordenador.

            «No solo compartimos color de pelo, también tenemos el mismo tono de piel», divertida señalé al ver su palidez.

Imaginándome llevando el vestido, no pude más que sonreír al saber que dado el tamaño de mis pechos tendría problemas con ese tipo de escote al ser amplio y cuadrado.

«Con cualquier despiste, se me vería hasta el alma».

Riendo concluí que, con un movimiento en falso, mis pechugas quedarían completamente expuestas. Por lo que decidí que jamás me pondría algo semejante y de buen humor, reinicié el camino hacia el dormitorio. Al llegar a la habitación, cambié de ubicación el jarrón con las flores y lo puse en la mesa del tocador para poderlo ver mientras escribía.

«Me encantan las rosas», fundamenté el cambio mientras sacaba el ordenador y lo encendía.

Antes de ponerme a teclear, me volvió a entrar miedo y pensando en mi crisis creativa, decidí enfocar mis esfuerzos en narrar la escena en la que Helen modeló para el cuadro para luego usar lo que hubiese escrito como parte del libro. Curiosamente, como por arte de magia, las palabras fluyeron convirtiéndose en frases y las frases en párrafos hasta que sorprendida advertí que no solo había rellenado veinte páginas, sino que al contrario de lo que se decía de ella la había dotado de un carácter dulce haciéndola aparecer como una mujer enamorada de su Gerald.

            «A este paso, acabo el libro en dos semanas», pensé satisfecha.

Al tratar de seguir escribiendo, advertí que estaba agotada y sin cerrar el ordenador, me fui a descansar. Casi de inmediato me quedé dormida y no me enteré de nada hasta el día siguiente cuando Mary tocó en mi puerta para preguntar si deseaba desayunar en la habitación o por el contrario prefería que me lo sirvieran en el comedor. Mirando el reloj de mi muñeca, vi que eran las diez y horrorizada por la hora, preferí que me lo subieran mientras me daba un baño.

«He dormido más de ocho horas de un tirón», extrañada conmigo misma murmuré y levantándome, abrí el grifo de la bañera.

Al mirarme en el espejo, comprobé que la humedad del ambiente había echado por tierra el alisado de mi pelo y dándolo por perdido comprendí que mientras permaneciera como invitada en el castillo lo sensato era dejar que los rizos volvieran a apoderarse de mi melena. Por eso, al meterme en el jacuzzi, lo primero que hice fue sumergir la cabeza en el agua para que recuperar la forma natural de mi cabello.

«Si algún día llego a ser rica, quiero uno de estos en mi baño», me dije cerrando los ojos.

Tras meses en los que mi imaginación parecía estar hibernada, me puse a divagar sobre la leyenda del castillo y sus protagonistas. Sin un retrato a que asirme, visualicé al antepasado de Declan usando a éste como modelo mientras luchaba contra los realistas.

«Debió ser un hombre valiente», me dije forzando a mi mente a imaginar a ese adonis cargando a caballo contra un enemigo muy superior.

Al hacerlo, caí en la trampa que involuntariamente me urdí y centrando la atención en la brutal virilidad de mi anfitrión, decidí quitarle la camisa y que sable en mano, se lanzara sobre las tropas del rey. Idealizando a Gerald, no escatimé nada y lo doté de unos pectorales de ensueño y de un dorso lleno de músculos, músculos que me vi mimándolo tras la batalla mientras lo bañaba. Al darme cuenta, decidí continuar y volviendo al presente, me imaginé a Declan entrando al baño y metiéndose conmigo en el jacuzzi. Para entonces ya no eran mis manos las que enjabonaban mis pechos sino las del noble irlandés y eran sus dedos los que jugaban con mis pezones.

―Por dios, ¡qué bruta ando! ― murmuré mientras les regalaba un pellizco.

Sola y caliente, las caricias de ese moreno se intensificaron al imaginar que dos de sus yemas se deslizaban hacia mi sexo.  Dominada por un ardor desconocido, busqué el botón entre mis pliegues y comencé a frotarlo frenéticamente pensando que era él quien me acariciaba.

―Sigue, ama a tu pelirroja― sintiéndome la protagonista de la leyenda, musité ya descontrolada al sentir el incendio que amenazaba con incinerar mi interior.

Olvidando que todo era producto de mi mente, dejé que mi calentura prosiguiera y torturando una de mis areolas, mi imaginario amante susurró en mi oído que siempre me había amado y que siempre me amaría por muchos siglos que pasaran. Al volver a Gerald me sentí más libre y hundiendo un dedo en mi interior, me imaginé siendo acariciada por el fantasma. Pero al contrario de lo que ocurría en las películas de miedo, acogí esos mimos con fascinación y separando las piernas le pedí que me tomara.

Tal era mi excitación, que hurgando con mis yemas sentí que era la virilidad del espectro la que campeaba en mí y gimiendo como una loba en celo, le pedí que me follara mientras movía las caderas al ritmo de sus caricias.

―Mi dulce Helen― me pareció escuchar al sumar otra yema dentro de mi vulva.

Desatada, arqueé la espalda intentando intensificar ese placer auto infligido sin dejar de pajearme.  Con mis hormonas en ebullición, creí morir de gozo al sentir como reales cada una de sus cuchilladas y mientras tallaba los labios de mi vagina, me vi siendo amada indistintamente por el caballero difunto y por su descendiente. Al mezclar a ambos, la pasión que me corroía se desbordó y cayendo en brazos de un orgasmo liberador, todo mi ser colapsó en la bañera. Sabiendo que lo estaba imaginando, mi amante sonrió y mientras mi cuerpo era sacudido por los últimos latigazos de placer, desapareció del baño.

«Joder, ¡necesito un hombre!», curiosamente satisfecha con la experiencia de onanismo, abrí los ojos y saliendo de la bañera, me empecé a secar asumiendo que en cuanto estuviera lista debía de plasmar la escena que había soñado en mi ordenador.

Y así lo hice. Al salir del baño, mientras daba cuenta del desayuno que Mary había dejado en la habitación, añadí otras diez páginas a la novela. Me daba igual que fueran escenas inconexas al saber que de alguna forma terminarían teniendo sentido en la historia. Lo que no preví fue que al describir el placer que había sentido, me volviera a excitar y que tuviera que rechazar la tentación de nuevamente dar rienda suelta la calentura masturbándome por segunda vez.

Conociéndome, supe que si seguía en el cuarto terminaría haciéndolo. Por eso, decidí dar una vuelta por la finca para localizar escenarios reales que dieran veracidad a mi libro. Antes de irme, saqué la cámara de fotos del armario y con ella al cuello, salí del castillo. Sin rumbo fijo, recorrí los jardines mientras intentaba averiguar el lugar exacto donde el ejército inglés se había apostado durante los dos asedios. Al no ser ninguna experta en tácticas militares, dudé si ubicar el campamento en el descampado frente a la fortaleza o en un pequeño montículo ubicado a la izquierda al hallar lógicos ambos. Estaba tomando fotos de los dos supuestos emplazamientos cuando observé a un jardinero recortando un seto. Suponiendo que al ser de la zona debía saber dónde se habían apostado los realistas, se lo pregunté:

―En ninguno. Fue en la laguna donde levantaron sus tiendas para tener acceso al agua y de paso así cortaban el suministro a los sitiados― contestó el paisano.

Dando por buena esa explicación, le pedí que me orientara hacia ese lugar.

―Siga ese camino y lo hallará― contestó reanudando la poda.

Esa mañana de verano hacía calor y en el cielo no había ninguna nube, por lo que me anudé a la cintura el jersey que había tenido la precaución de coger. Acababa de hacerlo cuando vi que la senda que me habían señalado se metía en el bosque. Por un momento, no supe si continuar o volver y preguntar al buen hombre si me podía encontrar con algún animal salvaje que fuera peligroso.

 «Cariño, mira que eres boba. No hay lobos en Irlanda», rápidamente comprendí y riéndome de mí misma, me sumergí en la floresta.

A pesar de hacer un sol de justicia, era tan densa la vegetación que el ambiente se hizo sombrío. De nuevo me vi asaltada por los miedos. Admitiendo que era absurdo, mi fantasía se disparó y decidí que, en la novela, la protagonista femenina conociera a su don Juan bajo la sombra de esos árboles mientras huía de unos bandidos.

Estaba dando vueltas a esa idea y pensando en cómo plasmarla cuando de pronto llegué a un alto. Desde allí, contemplé el pequeño lago donde en teoría el ejército de Cromwell había instalado su campamento. La belleza idílica que contemplaban mis ojos me hicieron darme prisa y aligerando mis pasos, estaba a punto de llegar a su orilla cuando un ruido me hizo saber que no estaba sola. Asustada al saber que si alguien me atacaba allí nadie escucharía mis gritos, me escondí y busqué a mi alrededor el origen de ese sonido.

Al amparo de un arbusto, descubrí a un hombre nadando ajeno a mi presencia. Durante unos segundos, pensé en marcharme, pero cuando ya había decidido hacerlo, al incorporarse, comprobé que estaba desnudo.  Y aprovechando que no podía verme al estar de espaldas, me quedé observando la musculatura con la que le había dotado la naturaleza. Pero al recrear la mirada en su espectacular trasero, fue cuando me vi tentada a fotografiarlo. Cayendo, cogí la cámara y usé el zoom para acercarlo.

«¡Qué bueno está!», pensé entusiasmada mientras recorría los hombros, los enormes dorsales y los maravillosos glúteos del desconocido mientras apretaba sin para el botón que lo inmortalizaría en la memoria.

Anticipando que al volver al castillo no dudaría en rememorar en la pantalla de mi ordenador ese momento, los rescoldos del placer que había disfrutado durante el baño se avivaron y me noté mojada.

«Quien le diera un mordisquito», me dije dándome un banquete visual a través del objetivo justo cuando se daba la vuelta y comprobaba que de frente el sujeto estaba todavía mejor.

Disfrutando con la vista de esa lección de anatomía, fotografié su pecho y su musculada tableta con la obsesión de un voyeur.

«¡Por dios! ¡Menudo semental!», exclamé para mí al contemplar en la mirilla el tamaño de sus atributos.

Convertida en una hembra en pleno celo, saqué un par de fotos de su abultada entrepierna mientras la mía se encharcaba como pocas veces al saber que jamás había contemplado y menos disfrutado de una herramienta como aquella. Decidida a saltar sobre su cuello, si el destino me daba la oportunidad de conocerlo, dejé el enorme pene del hombretón y subiendo por su cuerpo, busqué su rostro.

«¡Es Declan!» sollocé al ver sus ojos negros y temiendo que me descubriera, me dejé caer tras el arbusto: «¡Qué vergüenza!».

Asustada hasta el tuétano, no me atreví a mover ni las pestañas mientras a mis oídos llegaban el sonido de sus pasos alejándose. Sabiendo que se había ido, durante cinco minutos permanecí oculta no fuera a volver y me pillara. Mientras esperaba, pensé en la excusa que le daría. Excusa que afortunadamente no tuve que utilizar porque no volvió y más tranquila decidí retornar sobre mis pasos.

«Qué cerca he estado de mandarlo todo a la mierda», concluí imaginando la reacción de mi editor si su amigo le hubiese llamado quejándose de mi comportamiento.

Avergonzada y mientras retornaba hacia Kildarhouse, decidí que en cuanto llegara a mi dormitorio borraría las pruebas de mi pecado.

«Nadie tiene que saber que me he comportado como una obsesa sexual», me dije.

 Por azares del destino, estaba a punto de llegar al castillo cuando vi a su dueño a galope a través de los prados y por ilógico que parezca, envidié a su montura. Es más, en mi cerebro, lo imaginé usando mi melena como riendas mientras tomaba posesión de mi cuerpo. Entonces y solo entonces, comprendí que jamás me desprendería de las fotos que le había tomado y que en cuanto pudiera, las usaría para maximizar el realismo del protagonista de mi novela.

«Al fin y al cabo, vine a Irlanda en busca de inspiración», sentencié excusándome de antemano al saber que también les daría un uso menos literario.

Esquivando todo sentimiento de culpabilidad, aceleré mis pasos con ganas de ponerme frente al ordenador y describir todas y cada una de las sensaciones vividas mientras lo espiaba.

Al traspasar el portón de entrada, me topé de frente con Dora, el ama de llaves. La cual se acercó a mí y pidiendo perdón por su comportamiento del día anterior, se ofreció a ayudarme en lo que necesitara. No tuve que estresar mis neuronas para saber que su oferta se debía a las ganas de perderme de vista y que para ella cuanto menos tiempo estuviera deambulando por la fortaleza, mejor. 

            ― ¿No sabrá de algún libro donde pueda documentarme sobre la historia de esta casa? ― pregunté.

            La anciana murmuró que la siguiera y llevándome a la biblioteca, señaló un mueble acristalado que había en una esquina:

―Aquí encontrará todo lo que pueda necesitar― tras lo cual, se marchó sin siquiera despedirse.

Confieso que no me importó al ver la cantidad de libros y documentos que tenía que revisar.

―Gracias por todo― me despedí dudando que me hubiera oído. Tras lo cual, poniéndome en acción, comencé a examinar uno a uno cada ejemplar en busca de información.

De inmediato comprendí que me hallaba frente a un verdadero tesoro y que aun dedicándole ocho horas diarias durante un mes podría absorber todos los datos que contenían esas páginas. Por ello, no tuve otra que empezar a discriminar por fechas y tras localizar los que se referían a los años que me interesaban, dejé el resto tal y como los había encontrado.

Con ellos bajo el brazo, subí por las escaleras y fijándome brevemente en el lienzo de Helen Darby, reparé en que mis rizos de ese día se parecían y mucho a los de esa joven.

―Si Gerald se parecía a Declan, no entiendo que lo hayas dejado― dirigiéndome al retrato, comenté.

Por un breve instante, me pareció intuir su dolor. Desternillada de risa al sentirme ridícula hablando con un cuadro, proseguí el camino hacia la habitación. Como había planeado, lo primero que hice fue descargar las imágenes de la cámara en la nube para a continuación borrarlas de la memoria. Confieso que estuve tentada de darme un homenaje abriéndolas, pero conteniendo las ganas me puse a escribir la escena de la laguna. Para incrustarla dentro de la historia, tuve que cambiar a los protagonistas haciendo que Helen fuera la mujer tras los arbustos y Gerald, el hombre que se bañaba. Lo que no varié ni un ápice fue la excitación que me dominó al contemplar a ese dios hecho carne y recalcando sobre todo las sensaciones que experimenté rellené un par de folios antes de darme cuenta del tamaño que habían adquirido mis pezones al recordarlo.

«A este paso, terminaré escribiendo una novela erótica», concluí al releer las páginas que había escrito y asumiendo que Peter no diría nada si con ello aumentaba las ventas, guardé los cambios.

Al ser la una y treinta y cinco, comprendí que llegaba tarde a comer y que mi anfitrión debía estar esperándome. No queriendo llegar tarde, me arreglé un poco el pelo y bajé. Cumpliéndose mis negras predicciones, Declan estaba molesto y señalando el reloj, me recriminó la tardanza.

―Gerald, lo siento. No volverá a ocurrir― respondí sin darme cuenta de cómo le había llamado.

Al hacerme ver el error, me eché a reír y le expliqué que estaba tan centrada en la historia de su antepasado que no me había dado cuenta.

―Menos mal, pensaba que te habías contagiado y creías en fantasmas.

―Para nada, sigo teniendo los pies en la tierra― sonreí mientras lo miraba cautivada.

Ajeno a que lo había visto desnudo, ese portento se revolvió incómodo en la silla al percibir quizás la forma en que con los ojos lo estaba devorando y cambiando el hilo de la conversación comentó que era una pena que no hubiera disfrutado de la buena mañana que había hecho.

―Debías de haber aprovechado el buen tiempo para salir a dar una vuelta.

Incapaz de reconocerle que había dado ese paseo, me defendí diciendo que Peter me había dado solo un mes para terminar de escribir el libro y que por tanto no tenía tiempo que perder.

―Lo comprendo― contestó: ―Como dicen los curas, la obligación antes de la devoción.

―Además, no conozco a nadie― dejé caer insinuando que vería con agrado que me invitara la próxima vez.

Cayendo de bruces en mi artimaña, ese saco de músculos comentó que esa noche había quedado en el pub con unos amigos y que, si me veía con ánimos, podía ir con ellos.

―Dime a qué hora y estaré lista― respondí con demasiada elocuencia.

Declan creyó que la rapidez en contestar se debía a mis ganas de agradar y tomando mi mano, me alertó que había quedado con una pareja que era la dueña de un palacio vecino. Ese gesto carente de segundas intenciones desbordó mi imaginación y soñando que tras la cita me llevara directamente a su cama, respondí:

― ¿Tienen también fantasmas?

La carcajada que soltó me sonó a música celestial y contra mi voluntad, mis bragas se humedecieron al ver que ese estirado se encontraba a gusto en mi compañía.

―Creo que no y de tener alguno, no sería tan interesante para captar tu atención. Para eso ya tienes a mi torturado antepasado.

―Por cierto, ¿existe algún retrato de Gerald? ― pregunté: ―Lo digo para ponerle cara al protagonista de la historia que estoy escribiendo.

―Lo tienes enfrente― señalándose, contestó.

Dando por sentado que me estaba tomando el pelo, insistí si al igual que Helen tenía un cuadro, si había alguno de su antepasado.

―En serio, soy igualito a él― respondió.

Al comprobar que no lo creía, me cogió del brazo y me llevó a su despacho. Una vez ahí, desternillado, se colocó junto a un enorme lienzo que si no llega a ser por la antigüedad del mismo y la vestimenta hubiese jurado que el retratado era él.

 ―Es imposible― me dije completamente atónita por el parecido.

―Yo soy más guapo― declaró muerto de risa al ver mi cara.

―De eso nada, solo eres más joven― contesté fijándome en las canas que el pintor había pincelado sobre sus sienes.

Alternando la vista entre uno y otro, observé un montón de diferencias que en el primer vistazo no había advertido y numerándoselas, concluí diciendo:

―Me quedo con el difunto.

Lejos de molestarle mi elección, le hizo gracia y señalando el cuadro de su prometida, contestó:

―Y yo, con Helen.

Defendiendo sin ningún pudor el valor de mis curvas, contrataqué:

―Eso es porque esa descocada va enseñando los pechos.

Y sin esperármelo ni yo, me abrí un botón de la camisa y marcando escote, añadí:

―Repítelo si te atreves.

El gesto lo cogió desprevenido y aunque me consta que intentó evitar mirar el profundo canal que de forma tan descarada le mostraba, no pudo. Es más, siguiendo los dictados de sus instintos, recibí las caricias de su mirada recorriendo mis senos.

― ¿Se puede saber a qué juegas? ― reaccionando cabreado preguntó al advertir mi sonrisa.

Reconozco que disfruté al ver que había conseguido alterar a ese hombre y quizás eso me azuzó a seguir picándolo:

―Demostrarte que las pelirrojas de hoy en día no tenemos nada que envidiar a las de antaño.

Sintió mis palabras como un reto y tomándome de la cintura, me acercó a él:

―Lo mismo se aplica a los O´Brien. Si Gerald fue capaz de enamorar a Helen, yo podría hacer lo mismo contigo.

Su cercanía desmoronó mis defensas y alcé la cara esperando un beso que nunca llegó. Humillada al ver que se abstenía de aprovechar que le había dado entrada con los labios entreabiertos, le pegué un empujón:

―Jamás me entregaría a un cretino cómo tú.

― ¿Estás segura? ― contestó muerto de risa.

 Sintiendo su escarnio como una cuchillada trapera, repliqué:

―Tenemos un mes para comprobar cuál de los dos tiene razón. Desde ahora te digo que perderás y que serás tú el que implore mis besos.

― ¿Puedo considerar esto como una apuesta en firme? ¡Señorita Ryan!

―Puede y debe, señor O’Brien. Le aseguro que estará babeando por mí antes de vencer el plazo.

Al extender su mano en señal de trato, fui tan ingenua de tomársela y abusando de mi candidez, me atrajo hacia él para robarme un beso. Reaccionando a tiempo, bajé la cara evitando que culminara su traición para acto seguido contratacar llevando mis manos entre sus piernas.

― No tengo ni idea a qué tipo de mujeres estás acostumbrado, pero nunca me he considerado una damisela indefensa― respondí mientras apretaba su virilidad con los dedos.

Juro que jamás me esperé que le provocaría una erección y menos que al contemplar mi cara, ese capullo se carcajeara:

―Ahora que sabes lo que te perderías, no tengo ninguna duda de mi victoria y que acudirás desnuda a mi cama en busca de caricias.

Para mi desgracia, yo tampoco al sentir la dureza de mis pezones. Más indignada conmigo que con él, elevé la apuesta diciendo:

―Kildarhouse cayó dos veces en manos inglesas y conmigo será la tercera.

Desternillado, respondió a mi embate:

―Ningún O´Brien se casaría con una vasalla de ese decadente imperio.

Comprendí que había interpretado mis palabras como una oferta de matrimonio y picada, repliqué:

―Tú serás el primero. Ni siquiera Gerald levantándose de la tumba lo impedirá.

Todavía resonaba mi melodramática respuesta cuando de improviso el viento abrió una ventana, lo cual aproveché para gritar:

―Hasta el fantasma lo sabe.

Demostrando que no era inmune a la leyenda, Declan palideció y dejando la discusión, me rogó que pasáramos al comedor…

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