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Hasta las narices de una vida llena de estrés decidí dar carpetazo a todo lo anterior y tras vender mi empresa, mi casa y mi coche, llegué al aeropuerto donde cogí el primer vuelo hacia Costa Rica. Con euros suficientes en mi cuenta bancaria para rehacer mi vida, me compré una finca muy cerca del Parque Nacional de Corcovado en la provincia de Puntarenas. Elegí ese sitio para retirarme con cuarenta años gracias a la belleza de su naturaleza y la bondad de sus gentes.  Con una casa colonial y una playa semiprivada, la extensión de mi terreno no era mucha, pero si la suficiente para no tenerme que preocupar de los turistas y poder disfrutar así de mi auto impuesta soledad. Después de un matrimonio fallido, veía en ese paraíso el retiro merecido tras tantos años de esfuerzo. Con la única compañía de Tomasa, mi cocinera, una mulata más o menos de mi edad, mis días pasaban con pasmosa lentitud sin otra decisión que tomar que decidir que si me iba a la playa o al monte. Confieso a mis retractores que mi existencia era deliciosamente rutinaria. Desayunar, dar una vuelta a los alrededores o tumbarme al sol, comer, beberme cuatro cervezas bajo mi porche, cenar y la cama.

No echaba de menos Madrid, ni a los amigotes. Vivía para mí y nada más. Hasta que un día al volver de comprar comida y whisky en Puerto Jimenez, vi una humareda saliendo de mitad del bosque. Preocupado por si ese incendio pudiese llegar a los árboles de mi propiedad, fui a ver su origen. Al llegar a un pequeño promontorio, divisé una lengua de devastación en mitad de la nada.

«Qué raro», pensé al ver toda esa extensión de selva baja destrozada y temiendo que fuera producto de la mafia maderera, decidí no acercarme y comentárselo a Manuel, un conocido que era la máxima autoridad policial por esos rubros. Al llegar a casa lo llamé,  pero no estaba. Por lo visto le habían avisado de un conato de incendio.

Asumiendo que era la misma humareda que había visto, mandé el tema a un rincón de mi cerebro.

―¿Qué me has preparado mujer?― pregunté a la cuarentona a pesar de las muchas veces que me había dicho que no me refiera a ella de esa forma. Según Tomasa, si alguien me oía podía pensar que nos unía algo más que una relación laboral.

―Calamares en salsa, patrón― respondió secretamente alagada, aunque nunca lo quisiera reconocer.

Sentándome a la mesa, observé el movimiento de su trasero mientras me servía esa delicia y por un momento, pensé que ante cualquier avance por mi parte esa monada de hembra no dudaría en caer en mis brazos. Viuda y sin hijos, para ella le había caído del cielo mi oferta de trabajo, ya que no tendría que preocuparse por pagar casa ni sustento al ir implícito en el puesto. Desde mi silla, recordé que el cura del lugar me la había presentado al preguntarle por alguien que se ocupara de la casa.  Y lo fácil que había resultado mi convivencia con ella porque a pesar de estar solos, siempre había mantenido su lugar sin tomarse ninguna libertad o confianza fuera de la propia de alguien de servicio. Descendiente de esclavos, su ajetreada y dura vida no solo había forjado su carácter sino otras partes más evidentes de su anatomía. Sin un átomo de grasa, su cuerpo no parecía el de una mujer de cuarenta. Alta, delgada y con grandes tetas, me parecía imposible que no hubiese rehecho su vida tras tantos años sin marido. Las malas lenguas hablaban de que, escarmentada de un marido celoso y violento, había cerrado el capítulo de los hombres. Reconozco estar estaba encantado con ella, debido al carácter jovial y alegre que me demostraba día tras día esa mujer, carácter tan propio de las latinas y tan alejado del de mi ex. Hablando de Maria, a ella sí que no la echaba de menos. Sin desearla ningún mal, estaba feliz con que no fuese yo el que tuviese que soportar su mala leche y sus continuas depresiones.

«Ojalá le vaya bien con Pedro, aunque lo dudo», dije para mí dando un sorbo a mi cerveza al recordar que su traición, lejos de molestarme, me había aliviado dándome un motivo para romper una inercia que me tenía encadenado a un matrimonio sin futuro.

Volví a la realidad cuando la morena me puso el plato en frente. El olor era delicioso y su sabor más. Agradeciendo nuevamente el buen tino que había tenido al contratarla, di cuenta de esa ambrosia mientras escuchaba a Tomasa cantar en la cocina un bolero de los Panchos.

―Si tú me dices ven, lo dejo todo. Si tú me dices ven, será todo para ti. Mis momentos más ocultos, también te los daré, mis secretos que son pocos, serán tuyos también…

Dado el rumbo que habían tomado mis pensamientos, me pareció un premonición de lo que ocurriría si algún día le hacía una caricia y rehuyéndolos, preferí tomarme el café en el porche en vez de hacerlo en el comedor desde donde podía ver y oír a esa atractiva señora trajinando con las ollas para que a la hora de cenar todo estuviera listo.

Ya sentado en la mecedora que había instalado allí, me puse a observar la belleza de esa zona donde se mezclaba selva, playa y plataneros, y donde el verdor era la nota predominante en vez del dorado secarral que predominaba en mi Castilla natal. La fertilidad de esas tierras hacía más chocante la pobreza de sus gentes, pobreza alegre del que vivía el día a día sin mirar con desconfianza al futuro. Pensando en ello y recordando la fábula infantil, los europeos eran las hormigas del cuento mientras los costarricenses se los podía considerar las cigarras. Hasta el propio lema de país ratificaba mi opinión: “Pura vida”. Ese “pura vida” simboliza para los costarricenses la simplicidad con la que se tomaban su paso por este mundo, su amor por el buen vivir, la abundancia y exuberancia de sus tierras, la felicidad y el optimismo de sus gentes, pero sobre todo a su cultura que les permitía apreciar lo sencillo y natural.

«Hice cojonudamente viniendo a vivir aquí», sentencié mirando como en el horizonte se empezaba a formar unos nubarrones que no tardarían en aligerar su carga sobre mi finca.

Me seguía maravillando ese fenómeno meteorológico por el cual,  en época de lluvias, todas las tardes de tres a cuatro la naturaleza riega sus dones sobre ese área, refrescando el ambiente y dando vida a su vegetación. Nuevamente, “pura vida”, medité mientras veía a Tomasa colocando un café recién hecho y un whisky con hielos sobre la mesita del porche.

―Va a diluviar― comenté a la mujer.

―Sí, patrón. Este año la cosecha va a ser buena. Debería ir pensando en contratar las cuadrillas antes que se comprometan con los vecinos, no vaya a ser que llegado el corte no haya nadie que la recoja.

Su consejo no cayó en saco roto, ya que estaba lleno de sentido común y más viniendo de una nativa de la zona que conocía perfectamente el uso y las costumbres de la Costa Rica rural. Sabiendo que además de cocinar me podía servir de consejera, le pedí que se sentara y me explicara con quien tenía que tratar.

―El más fiable de los capataces es José, el matancero. Si llega a un acuerdo con él en las próximas dos semanas, podrá confiar que las pencas no se queden sin recolectar― me dijo mientras comenzaban a caer las primeras gotas.

Como conocía al sujeto, gracias a ser el dueño de la única carnicería del pueblo, no tuve que preguntar cómo contactar con él y anotándolo en mi cerebro, decidí que al día siguiente me pasaría por su local para tratar el tema. Para entonces, las gotas se habían convertido en un chubasco y sabiendo que la presencia de rayos no iba a tardar en llegar, le pedí que me trajera otro café para poder admirar desde ese privilegiado observatorio el espectáculo de luces y sonido que diariamente la naturaleza me regalaba. Tal y como me tenía acostumbrado, el chubasco no tardó en convertirse en tormenta tropical con murallas de agua cayendo mientras se oscurecía el día. Si Asterix o cualquiera de sus galos hubiera contemplado ese momento, a buen seguro hubiese temido que el cielo iba a caer sobre él al ver esa inmensa y brutal lluvia.

«Es impresionante», sentencié subyugado por ese prodigio tan raro y extraño para un castellano de pro: «En dos días, aquí llueve más que en un año en Segovia».

Estaba divisando a buen recaudo la escena cuando Tomasa volvió con el café, pero justo cuando iba a dármelo en la mano se quedó mirando a la plantación y me señaló la presencia de personas al borde de los plataneros. Tardé en unos segundos en localizar de quien hablaba y cuando lo hice me percaté que era dos mujeres completamente embarradas las que se dirigían hacia la casa.

―Deben ser turistas a las que la tormenta ha pillado dando un paseo― comenté sin salir del porche al no tener intención alguna de exponerme a los elementos y mojarme.

Mi cocinera, en cambio, previendo que iban a necesitar unas mantas con las que secarse corrió hacia el interior. Estaba observando las dificultades de una de ellas al caminar apoyada en la otra cuando de improviso tropezaron cayendo de bruces justo cuanto mi empleada volvía. Sin pensar en que nos íbamos a empapar, salimos a ayudarlas y envolviéndolas en las franelas, las llevamos hasta la casa.

Desde el primer momento, la joven que me tocó en suerte me sorprendió por liviana. Viendo los problemas tenía en mantenerse en pie, decidí tomarla en brazos y correr con ella hacia la seguridad que el techo de mi vivienda nos proporcionaba. El peso de la chavala me ayudó a hacerlo rápidamente. Estaba esperando que mi cocinera llegara con su compañera cuando caí en que, acurrucándose sobre mi pecho como un bebé, mi auxiliada gemía muerta de frio.

―Necesitan una ducha caliente― comenté a la mulata.

Tomasa me dio la razón y sin importarla llenar de barro el suelo que tan esmeradamente limpiaba a diario, entró a la casa. Todavía con la niña en brazos, la seguí por el pasillo mientras me envolvía una extraña satisfacción por haberla ayudado. Aduje esa sensación a mi vida solitaria y quizás por ello, no me percaté de la forma con la que se aferraba a mí. Ya en el baño, mi empleada había abierto la ducha mientras la cría que había ayudado se mantenía pegada a ella manteniendo el contacto con una mano sobre el hombro de la mulata. Tras verificar la temperatura, le pidió que pasara dentro, pero, tuvo que obligarla a ducharse. Por extraño que parezca, esa criatura temía alejarse de la mujer que la había salvado y a Tomasa no le quedó más remedio que meterse con ella.

―Patrón, le juro que luego limpio todo― dijo riendo al ver que el agua se desbordaba poniendo perdido la totalidad del baño.

No contesté al contemplar como el líquido iba despojando el barro que cubría el pelo de la recién llegada y que su melena era casi albina.

―Debe ser gringa― murmuró la negra al ver los ojos azules y la blancura de la joven que permanecía abrazada a ella sin moverse y sin colaborar en su propia limpieza.

Yo en cambio asumí que ambas eran nórdicas al vislumbrar de reojo que la joven que tenía en volandas tenía la misma clase de melena. El barro al desaparecer fue dejándonos observar sus ropas y mi turbación creció a pasos agigantados cuando ante mi mirada en vez de la típica vestimenta de los turistas, la joven llevaba una especie de mono casi trasparente.

«Menudo uniforme llevan», musité entre dientes al verificar que la otra iba vestida igual y que lejos de cubrirla, esa tela dejaba entrever unos juveniles pechos y un culito que haría las delicias de cualquier hetero.

Ya sin rastro de tierra en la primera, comprendí que era mi turno y sin soltar a la mía, entré en la ducha. El calor del agua cayendo por su cuerpo la hizo sollozar y dando la impresión de temer que la dejara sola se pegó todavía más a mí, mientras la mulata se llevaba a la compañera a su cuarto para prestarle algo de ropa.

―Tranquila, bonita― traté de tranquilizarla y asumiendo que no me entendía, intenté que mi tono fuera lo más suave posible.

La joven suspiró al sentir mis dedos entrelazándose en su pelo. Por un momento, me pareció el maullido de un gatito que hubiese perdido a su madre y quizás por ello, seguí susurrando en su oído mientras intentaba despojarla de los restos del barro que todavía llevaba incrustado en su melena. La angustia que mostró al intentar dejarla en pie me hizo saber que necesitaba el contacto y por ello manteniéndola entre mis brazos, usé una mano para levantarle la mejilla.

Sus ojos verdes abiertos de par en par daban a la expresión de su rostro una mezcla de miedo y agradecimiento vital, lo que curiosamente me alagó y acercando mis labios, le di un beso casto en la mejilla.  Ese beso sin segundas intenciones, un mimo que bien podía haber sido de un padre con su retoño, la hizo llorar y como si para ella fuera algo necesario, volvió a abrazarse a mí con desesperación. Fue entonces cuando caí en su altura y en que a pesar de mi casi uno noventa, esa niña era de mi tamaño.

―No me voy a ningún sitio― murmuré alucinado de la dependencia que mostraba la criatura hacia su salvador.

Mis palabras consiguieron sosegarla y mirándome a los ojos, me regaló una sonrisa tan tierna como bella. Mi corazón comenzó a palpitar sin freno al advertir en mi interior que crecía un sentimiento protector que jamás había experimentado con nadie y un tanto azorado por ello, le pasé la esponja para que ella terminara de limpiarse. Comprendí que seguía en shock cuando no la tomó entre sus manos. Sin otro remedio que ser yo quien la aseara, comencé a pasársela por el cuello esperando que al verlo ella siguiera. Para mi sorpresa, al sentir mis dedos recorriendo su piel, lejos de mostrarse escandalizada, su mirada reflejó satisfacción y comportándose como un cachorrito al que la vida hubiese dejado huérfano, volvió a maullar suavemente mientras con la mirada me pedía que continuara. Sabiendo que era preciosa, un tanto cortado fui retirando la tierra de su ropa no fuera a que al contemplar su cuerpo me excitara. Por extraño que parezca y a pesar de reconocer que la chavala tenía un cuerpo impresionante, al recorrer sus pechos con la esponja solo pude pensar en cómo era posible que una tormenta le hubiese dejado tan desvalida y quizás por eso, no reparé en la reacción de sus pezones al tocarlos hasta que de sus labios salió un gemido que interpreté como deseo.

Preocupado de que viera en mis actos un intento de aprovecharme de ella retiré mis manos, pero entonces tomando la que seguía con la esponja, fue ella la que la volvió a colocarla sobre sus senos.

―Nena soy muy viejo para ti― susurré inexplicablemente contento al contemplar que lejos de rehuirme esa joven me rogaba con los ojos que la acariciara.

Todavía hoy me avergüenza reconocer que disfruté de sobremanera recorriendo con mis yemas su delicado cuerpo y más aún confesar que al posar mis manos sobre su trasero no pude evitar palpar discretamente la dureza de esa nalgas que el destino me había dado la oportunidad de tener entre las manos. Por raro que parezca, la desconocida no vio en ese gesto nada malo y meneando su culito, me dio la impresión de que deseaba que siguiera manoseándola. Afortunadamente un enano de mi interior me impidió cometer esa felonía y llamando a Tomasa, le pedí ayuda para secar a la pobre desdichada.

Mi empleada tardó casi medio minuto en llegar y cuando lo hizo casi me caigo de espaldas al contemplar que, cogida de la mano, llegaba con una valquiria que bien hubiera sido el impúdico sueño de cualquier vikingo. La belleza sin par de la joven con su pelo blanco ya seco cayendo por los hombros me impactó y más cuando advertí que únicamente llevaba puesta una camiseta.

―¿Puedes ocuparte ahora de esta?― pregunté con los ojos fijos en los eternos muslos sin fin de la suya.

―Ojalá pudiera, pero es como una lapa― contestó quejándose que no la soltaba ni por un instante.

Sabiendo que la cría que tenía pegada actuaba igual, insistí diciendo que no era decente que un maduro como yo fuera el encargado de desnudarla. Dándome la razón, se acercó a nosotros con una toalla en las manos y comenzó a secarla. Viendo que estaba en buenas manos intenté irme a cambiar, pero entonces pegando un grito lleno de ansiedad, mi desconocida corrió a aferrarse a mí.

―Patrón, antes me pasó lo mismo. No pude retirarme ni un metro sin que se echara a llorar― comentó preocupada: ―Me da la impresión de que estás niñas se deben haber escapado de un maltratador y por ello ven en nosotros el sostén que necesitan para no volverse locas.

―¿Y qué hago? No me parece correcto desnudarla yo― casi gritando pregunté al saber que me estaba insinuado que al menos debía estar presente mientras le quitaba la ropa.

―Tenemos que hacerlo, patrón. Si quiere mire a otro lado, pero es necesario que no se vaya― dijo mientras le empezaba a desabrochar el mono.

Tal como me había pedido, giré la cabeza para no observar cómo la despojaba de esa indumentaria, temiendo una reacción normal de mis hormonas. Lo malo fue que, al quedarse desnuda, esa criatura albina buscó mi consuelo pegando su cara contra mi pecho. Al verlo, la mulata me informó que de nada servía haberla secado si me abrazaba con la ropa empapada y con una sonrisa un tanto picara, me pidió que me quitara la camisa. Como muchas veces me había visto en bañador, no me pareció inusual quedarme con el dorso desnudo en frente de ella y la obedecí despojándome de esa prenda sin esperar que, al ver mi pecho, la joven posara su cara en él,

―No quise decírselo antes, pero eso mismo hizo la mía. Ya verá cómo se tranquiliza al escuchar su respiración― comentó intrigada observando la escena.

Su predicción resultó acertada y tras unos momentos en los que no separó su rostro de mí, la chavala levantó su mirada y me sonrió antes de comenzar a acariciarme con sus dedos. Al fijarme en la cocinera, advertí que sabía por anticipado lo que iba a pasar y por ello, un tanto molesto pregunté qué más podía esperar de la desconocida.

Totalmente avergonzada, Tomasa me explicó que, al desnudarse para mudarse de ropa, su “niña” había reconocido su cuerpo con las manos antes de dejar que se pusiera algo.

―¿Me estás diciendo que tengo que dejar que “me reconozca”?― quise saber indignado y preocupado por igual.

―Le parecerá una locura, pero es como si en su desesperación estas nenas vean en el tacto una forma de comunicar su agradecimiento― contestó, pero al ver mi cara de espanto rápidamente aclaró que los mimos que la suya le había regalado no tenían una connotación sexual.

No teniendo claro como reaccionaria mi cuerpo ante unas caricias le pedí que dejara la camiseta que había traído para la muchacha y que me dejara solo, prometiendo que no me aprovecharía de la desgraciada.

―Patrón, no hace falta que me lo diga. Le conozco de sobra y sé que es un hombre bueno― dijo mientras desaparecía llevando su perrito faldero agarrada a su cintura.

Ya solo con la cría, intenté comunicarme con ella informando que me iba a desnudar, pero no conseguí sacarle palabra alguna y totalmente colorado, me quité el pantalón. La preciosa albina miró con curiosidad mis piernas y ante mi asombro comenzó a jugar con los pelos de mis muslos como si jamás hubiese sentido nada igual. Fue entonces cuando caí en que su coño estaba totalmente desprovisto de vello púbico y asumí que no solo habían estado en manos de un maltratador, sino también que eran miembros de una secta donde la norma era ir totalmente depilado.

Si ya de por sí eso era raro de cojones, al despojarme del calzón la cría observó mi virilidad y llevando sus yemas a ella, comenzó a palparla con un brillo lleno de curiosidad en su mirada. Se qué actué mal, no entendía su actitud interesada y a la vez fría, pero al sentir la forma en que examinaba mi prepucio y cómo retiraba el pellejo para descapucharlo, riendo pregunté si es que acaso nunca había visto la polla a un hombre. Demostrando con hechos que debía ser así, se agachó frente a mí y usando mi glande, recorrió la piel de sus mejillas con él sin ningún tipo de excitación.  Contra mi voluntad, al ser objeto de ese extraño estudio, mi pene comenzó a crecer ante sus ojos. En vez de asustarla o preocuparle, vio en ese anómalo crecimiento algo que debía explorar y pasando sus yemas por mi escroto, se puso a palpar mis huevos mientras admiraba mi progresiva erección.

―Nena, no soy de piedra― comenté al ver que parecía atraída por la dureza que había adquirido cerrando sus dedos en mi extensión.

Mi tono debió de alertarla de que algo me pasaba e incorporándose, se puso a escuchar mi corazón pegando su oreja sobre mi pecho sin soltar su presa. La insistencia de la paliducha se incrementó al oírlo y luciendo una curiosidad insana, siguió meneando mi trabuco al comprobar que con ello se disparaba la velocidad mi palpitar sin que ello supusiera que se excitara. Nada en ella reflejaba ningún tipo de lujuria. Todo lo contrario, parecía un médico palpando a un paciente.

―¿Qué coño haces? No ves que si sigues voy a terminar corriéndome― tan excitado como asustado, murmuré tratando de adivinar en ella si se veía afectada por las caricias que me estaba brindando.

Juro que intenté calmar mi calentura aduciendo el comportamiento de la joven al desconocimiento, pero no pude hacer nada contra mi naturaleza y totalmente entregado permití que siguiera con su examen mientras clamaba al cielo que tuviese piedad de mí. Producto de su tozudez en averiguar qué era lo que le ocurría a mi cuerpo, con mayor energía, siguió erre que erre estudiando el fenómeno hasta que el conjunto de estímulos que poblaban mi cerebro dio como resultado mi eyaculación.   

 Asombrada al sentir mi simiente sobre su manos, lejos de compadecerse de su conejillo de indias, la desconocida hizo algo que me terminó de perturbar y es que, acercando sus dedos manchados con semen a su boca, probó su sabor. La expresión de su cara cambió de golpe al catar mi esencia e impulsada por un ansia inexplicable comenzó a lamerlos con desesperación. No contenta con ello, al terminar de devorar lo que había depositado en sus manos, se agachó a hacer lo mismo con las descargas que había caído al suelo, tras lo cual insatisfecha buscó en mi miembro cualquier resto que hubiera quedado en él.  Lo más humillante de todo fue observar que una vez lo había dejado inmaculado, la joven se levantaba del suelo y abrazándome con ternura, me daba la sensación de que era el modo que tenía de agradecerme el regalo.

Aterrorizado por haberme dejado llevar y sintiendo que me había aprovechado de su inocencia, conseguí vestirme y olvidándome de que ella seguía desnuda, fui a buscar a Tomasa. Encontré a la mulata en una situación al menos embarazosa ya que al entrar en la cocina y mientras ella intentaba cocinar, su extraña desconocida estaba manoseándola sin disimulo.

―Patrón, desconozco que le ocurre a esta desgraciada, pero no deja de meterme mano― tan pálida como su partenaire comentó.

Sin revelar que había sido objeto de una paja de la recién llegada, me senté en una silla moralmente destrozado y más cuando al encontrarse con su compañera, mi desconocida regurgitó parte de mi semen en su boca.  La expresión de esta al compartirle mi esencia fue algo inenarrable, ya que cerrando los ojos degustó con placer la ofrenda.

―Se nota que las pobrecillas tienen hambre― compadeciéndose de ellas, mi empleada masculló y sin caer en la verdadera naturaleza del alimento que estaban compartiendo, llenó dos platos con comida.

Las jóvenes nos miraron sin saber cómo actuar hasta que tomando un tenedor acerqué un trozo de la carne guisada a la boca de la cría que había venido conmigo. Esta al observar mi maniobra, abrió sus labios y la masticó como probando tanto su textura como su sabor. Tras tragar, volvió a abrirla esperando que siguiera dándole de comer mientras la otra rubia la imitaba mirando a mi empleada.

―Don Miguel, ¿qué clase de malvado las ha tenido retenidas hasta ahora? ¡No saben ni comer solas!― casi llorando, murmuró la mulata mientras llevaba un pedazo a la joven que como un pajarito en su nido pedía su sustento a su madre.

La certeza de que era así y que ambas habían tenido una existencia brutal hasta la fecha azuzó un sentimiento paterno que desconocía tener y dirigiéndome a las chavalas, les hice saber con tono dulce que sus padecimientos habían terminado y que nos ocuparíamos de ellas como si fueran nuestras hijas.

―Ya habéis escuchado a papá. Comed todo lo que tenéis en el plato y si al terminar os quedáis con hambre, no os preocupéis ¡mamá os pondrá más!― respondió la mulata mientras las acariciaba.

No supe si iba en guasa o si realmente sentía que éramos una pareja que las había adoptado, lo cierto es que no me molestó y, es más, aunque en ese momento no me diese cuenta, di por hecho que era así. Por ello al terminar de saciar su apetito, me pareció natural pedirle a Tomasa que cenara conmigo antes de llevar a las desconocidas, que seguían pegadas a nuestra vera, a descansar.

Mientras cenábamos por primera vez juntos, la cuarentona con su sentido práctico me preguntó dónde iban a dormir las niñas, ya que en la casa había dos camas, la suya que era individual mientras la mía era una King Size.

―Mañana compraré un par de ellas en el pueblo― respondí para acto seguida ofrecerme a dormir en el sofá.

  La mulata enternecida con mi gesto tomó mi mano y la besó diciendo que no se había equivocado al suponer mi bondad. Acomplejado al recordar que me había corrido entre los dedos de una de las crías que había decidido cuidar, me quedé callado mientras se levantaba a recoger los platos. 

«¿Que narices voy a decir cuando se dé cuenta de la clase de hombre que es su patrón?», me pregunté en completo silencio…

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