
Yo no salía de mi asombro. Para cubrir a su amiga, la chiquilla Batista me había echado al incinerador sin ningún complejo y, a decir verdad, no parecía la expresión de su rostro rezumar sentimiento de culpa alguno. Abrí los ojos y la boca enormes, presa tanto de la incredulidad como del terror; desde el piso, arrodillada como me hallaba, miré a Loana y pude ver que sus ojos estaban encendidos en furia, tanto que el color marrón parecía virar hacia el rojo: era como si estuviese a punto de estallar de un momento a otro. Yo quería, por […]