Capítulo 7.


Eran casi las diez, cuando ese par de inconscientes se despertaron todavía con las secuelas de su falta de sentido común. Asumiendo que iban a tener dolor de cabeza, las dejé dormir y por eso cuando al final consiguieron levantarse, llevaba dos horas trasteando por esa isla. Desde el amanecer, me había puesto a trabajar esperando que esa rutina consiguiera hacerme olvidar que era el noveno día que llevábamos varados en ese inhóspito lugar, desgraciadamente no lo conseguí y mientras daba de comer a los cerdos, no pude dejar de pensar en nuestro futuro.

«Estamos jodidos», mascullé mirando al horizonte en busca de un rescate que estaba empezando a sospechar que nunca llegaría. A pesar de tener las necesidades esenciales cubiertas con la pesca, los cerdos y las frutas silvestres, comprendí que debíamos prepararnos mejor si nuestra estancia se prolongaba indefinidamente. «Si llegan las lluvias, esta choza no nos servirá de nada», concluí al echarle un vistazo y recordar lo aprendido en la escuela sobre los monzones: «volará hecha pedazos en cuanto soplé el viento con fuerzas».

La certeza que eso pasaría me hizo apresurarme con las labores diarias, tras lo cual, salí a explorar la isla en busca de un mejor refugio.

«Lo ideal sería una cueva», sentencié a sabiendas que en una isla de coral era imposible. Por ello, en vez de buscar algo natural, me concentré en rebuscar en las antiguas edificaciones, alguna que pudiésemos reparar.

La iglesia era la más sólida pero su tamaño hacía impensable que consiguiera adecentarla y por ello tras revisar todas, me centré en la que parecía haber soportado mejor el paso de los años y levantando a las muchachas, les exigí que se pusieran a barrer el suelo mientras yo intentaba arreglar el tejado.

Estaba encaramado a lo más alto de la casa cuando de pronto escuché que mi prima daba un grito de terror. Al llegar a su lado, me encontré a María con la cara desencajada y a Rocío tratando de calmarla.

― ¿Qué ha pasado? – pregunté al no advertir ningún peligro.

Señalando donde había estado barriendo, gimoteó:

― ¡Vamos a morir aquí!

Asumiendo que había visto algo que la había dejado acojonada, me acerqué con cautela al lugar que decía, pero al no hallar nada, levanté un cartón y fue entonces cuando me encontré cara a cara con un esqueleto.

― ¡Mierda! ― exclamé dando un salto hacia atrás.

Como las dos muchachas seguían llorando, me tuve que hacer el macho y volviendo a los restos, me puse a observarlos. No supe qué decir ni qué hacer al descubrir que el cráneo tenía un agujero en mitad de la frente. No tuve que devanarme mucho los sesos para intuir que era producto de un tiro.

«Alguien se lo cargó», decidí para mí, totalmente asustado, pensando en que sus asesinos podían seguir por la zona. De ser así, corríamos peligro porque verían en las dos muchachas un rico botín al que echarle el diente. Asumiendo que su destino sería ser violadas para acto seguido venderlas a algún burdel, tenía claro cuál sería el mío:

«Me matarían para no dejar testigos», me dije mientras buscaba una solución al problema que suponía la hoguera.

Si la manteníamos encendida, podía llamar la atención de los culpables por lo que debíamos apagarla. Pero esa solución me resultaba del todo inaceptable. Sin ella, no tendríamos con qué calentarnos y lo que era más grave, con qué hervir el agua o cocinar.

La única medida que se me ocurría era cambiar nuestro campamento y llevarlo tierra adentro para no ser visible desde la playa. Bajo el abrigo de los árboles, el humo quedaría difuminado y llegado el caso que alguien lo viera, tendríamos tiempo de escondernos o de preparar nuestra defensa.

Al no convenirme incrementar sus miedos, no comenté lo que había descubierto y lo más tranquilo que pude, las ordené que se prepararan porque nos íbamos de excursión tierra adentro. Mi prima y su amiga no pusieron reparo alguno a la idea porque estaban deseando alejarse de esos huesos.

Pero mientras hacía acopio de lo más básico, Rocío se percató que algo raro ocurría al verme coger los dos cuchillos y la mayoría de las herramientas que habíamos podido salvar del naufragio.

― ¿Qué es lo que pasa? Tú sabes algo que no nos has contado― me soltó.

Decidí no mantener el secreto y juntando a las dos, les expliqué mis temores y que había tomado la decisión de trasladar la ubicación de nuestro refugio. Curiosamente, mi prima se lo tomó con tranquilidad y me pidió que le dijera que tenía que llevar ella.

―Coge las mantas y Rocío las ollas― contesté y aprovechando que eran conscientes de lo peliagudo de la situación, les pedí que estuvieran atentas y que no hicieran ruido mientras nos internábamos en la selva.

― ¿Temes que no estemos solos en esta isla? ― me preguntó María.

―No, pero más vale ser precavido― respondí.

No llevábamos más que unos minutos caminando entre los arboles cuando comprendí que había sido una mala idea… los tres juntos hacíamos demasiado ruido. Por ello, esperé a que la playa desapareciera de nuestra vista para parar nuestra improvisada expedición.

―Vosotras os quedáis aquí mientras yo busco un lugar seguro donde quedarnos.

Como esperaba, tanto María como Rocío empezaron a protestar, pero al explicarles mis razones y que allí nadie podía localizarlas, ambas admitieron que tenía razón y me dejaron seguir adelante solo con la única compañía de un cuchillo.

―Tardaré unas cuatro horas en regresar― las dije antes de alejarme.

Según mis cálculos, cruzar a lo ancho el islote y volver me tomaría máximo tres, pero exageré porque no quería que se preocuparan si algo me retenía. Ya sin el lastre que suponían, me sumergí en la selva en silencio.

Supe que había hecho bien al observar que mi presencia apenas perturbaba la vida de los pájaros que anidaban en esa floresta, pero no por ello me relajé y cada poco minuto, me paraba a comprobar que nada ni nadie me seguía. No tenía miedo de toparme con un depredador porque la existencia de las piaras de cerdos hacía imposible que los hubiera. Solo podían haber proliferado de esa manera no habiendo enemigos. A lo que realmente tenía pavor era a los animales de dos patas.

Aún así no pude abstraerme de la belleza del camino e involuntariamente, empecé a disfrutar de lo que contemplaba a mi paso. Para un urbanita como yo, la naturaleza salvaje de esa tierra era algo jamás visto y por ello me pilló desprevenido descubrir las huellas de unos pies desnudos junto a un pequeño estanque.

Mi primer instinto fue huir de ahí, pero tras pensarlo otra vez, decidí prestar atención a esas pisadas. La dirección y orientación de estas me demostraron que era un solo sujeto quien las había dejado y fijándome en su tamaño, comprendí que además era alguien de pequeño tamaño.

«O es un niño o alguien bastante bajo», pensé mientras decidía que hacer.

Que esas huellas estuvieran junto al agua, me hicieron sospechar que el otro habitante del islote acudía ahí a beber y deseando verificar ese extremo, me escondí tras unos densos matojos de vegetación desde donde podía observar sin ser descubierto.

Apenas llevaba media hora agazapado, cuando escuché el sordo crujido de una rama al romperse. Confieso que ese ruido hizo me arrepintiera de estar allí, pero asumiendo que no podía salir corriendo porque eso revelaría mi presencia, me quedé quieto. No paraba de pensar en la idiotez que había cometido al quedarme escondido.

«Seré gilipollas».

No tardé en escuchar que el recién llegado se metía en el estanque y se ponía a chapotear. La curiosidad pudo al miedo y sacando la cabeza, la escena que contemplé me dejó a cuadros. El sujeto no era bajo, ¡era una mujer!

La desconocida ajena a estar siendo observada y acostumbrada a la soledad se estaba bañando completamente desnuda y eso me permitió comprobar que era de raza europea.

«Debe de ser otra náufraga», pensé mientras la observaba lavándose su melena de color rojo.

La tranquilidad con la que tomaba el baño, me permitió examinarla a conciencia y por eso pude confirmar que además de ser dueña de unas pechugas considerables, la desconocida debía de ser al menos diez años mayor que yo.

«Rodará los treinta», calculé mientras inconscientemente me fijaba en la blancura casi nívea de su piel, la cual hacía más evidente en bosque que lucía en la entrepierna.

No tuve que ser un genio para comprender que lo descuidado de su sexo se debía a la imposibilidad de depilarlo en esas circunstancias, pero por extraño que parezca lejos de producirme rechazo, me atraía.

La desconocida se entretuvo en esas cristalinas aguas durante más de media hora hasta que decidió salir y ponerse a tomar el sol sobre una piedra. Al hacerlo me quedé casi sin respiración debido a la perfección de sus curvas.

«¡Es impresionante!», exclamé en silencio mientras grababa en mi memoria el caminar de esa pantera pelirroja de largas piernas.

Con mi corazón bombeando a mil por hora, admiré desde mi escondite su impresionante trasero sin dejar pensar en su reacción si me descubría. No tardé en pasar de la dureza de sus glúteos a la exuberancia de sus senos y con auténtico frenesí, admiré el profundo canal que discurría entre ellos mientras mi razón me pedía que me tranquilizara,

Dejando al lado mis temores y viendo que había cerrado los ojos, salí de mi escondite para observarla más de cerca. Desde cerca, advertí que tanto tiempo en el agua había endurecido sus pezones y por ello no pude más que soñar en que algún día los tendría en mi boca. Estaba todavía disfrutando de su desnudez, cuando un ruido proveniente de la selva la hizo girarse hacía mí y durante unos segundos que se me hicieron eternos, nuestras miradas coincidieron.

Al reponerse de la sorpresa, la pelirroja se puso de pie y salió huyendo. Su agilidad era tal que ni siquiera intenté seguirla y en un intento de hacerla comprender que no representaba un peligro, me despojé del traje de baño, me metí al estanque y empecé a cantar con la esperanza que después de tanto tiempo sola en ese lugar, la voz humana la atrajera.

Ignorando si realmente esa mujer se iba a sentir interesada por mí, me concentré en parecer tranquilo, aunque en realidad estaba aterrado por si esa superviviente se tomaba mi presencia como una invasión y respondía con violencia.

«Si tomo en cuenta el estado de los huesos, debe llevar años perdida aquí», cavilé, «y eso la hace además de hábil para subsistir, peligrosa».

A pesar de que no conseguí saber si me estaba espiando, actué como si lo estuviera haciendo y una vez me había quitado la roña, salí del estanque para secarme al sol. Tumbándome desnudo sobre la misma piedra que ella, separé mis piernas para que desde donde estuviese pudiese contemplar mi cuerpo en plenitud.

«Espero gustarle, aunque sea mucho más joven que ella», rumié para mí mientras me estiraba luciendo mis abdominales.

Sabía que, al estar tumbado, era un objetivo fácil, pero obviando el riesgo, decidí que valía la pena si conseguía que esa mujer se pasara a nuestro lado por su valía para enfrentarse a las dificultades que significaba vivir aislado.

Cuarto de hora tardó en dejarse ver. Al principio, se mantuvo a una distancia considerable pero no por ello me pasó inadvertido el modo en que su cintura se ensanchaba para dar entrada a sus caderas. Temiendo no tener otra oportunidad, me quedé inmóvil contemplándola.

Lo que no preví es que de tanto admirarla, me empezara a excitar y que, contra mi voluntad, mi pene empezara a crecer ante sus ojos.

«Tranquilízate, tío», me repetí temiendo que mi erección pudiese recordarle al muerto y que la razón por la que lo hubiese matado fuera evitar que la violara.

En sus ojos descubrí que la visión de mis partes no le era indiferente pero no deseando desperdiciar el tenerla tan cerca, con voz suave, comenté:

―El barco en el que veníamos naufragó durante la última tormenta.

Supe que me había entendido y por ello seguí decirle que tenía compañía femenina para que así no me temiese en el aspecto sexual:

―Estoy con dos amigas.

Me pareció ver en su rostro una ligera decepción al enterarse y tratando de compensar ese error, la solté con voz dulce:

―Me llamo Manuel― y extendiendo mi mano hacia ella, dije: ―Eres preciosa pero no sé tu nombre.

La falta de compañía hizo que la desconocida viera en ese gesto una amenaza y reaccionando con una rapidez que me dejó apabullado, se escabulló entre los árboles.

―Voy a ir por mis compañeras. ¿Te importa que acampemos esta noche aquí? ― pregunté dando un grito. No me contestó, pero no contaba con que lo hiciera.

Además, tenía un arma secreta que usar para atraerla a nuestro lado. Si como sospechaba, la escurridiza mujer carecía de fuego: el calor de una hoguera en mitad de la noche sería una tentación imposible de resistir. Por ello, me interné en la selva dejando a mi paso unas marcas que hicieran posible retornar al estanque sin perderme y lo que es más importante, con tiempo de levantar un improvisado campamento.

Una hora después me encontré con Rocío y con María, las cuales esperaban ansiosas mi vuelta. Cuando les conté que era una mujer el otro habitante de la isla, se sintieron más tranquilas, pero cuando les expliqué que debíamos intentar que se uniera a nosotros, las dos empezaron a protestar diciendo que no la necesitábamos. La mas firme antagonista resultó ser mi prima, la cual con tono cabreado insinuó que el único motivo por el que lo quería era poder disfrutar de otro coño.

―No seas bruta― repliqué― piensa que, si lleva sola tantos años y ha sobrevivido, podemos usarla para hacerlo nosotros también.

Llena de celos, me preguntó si era guapa.

―Lo es, pero menos que mis dos princesas― contesté mientras la acariciaba: ― A vuestro lado es una vieja.

Mi caricia diluyó sus reparos y a regañadientes aceptó seguir mis planes, pero antes de marchar selva adentro me avisó:

―Júrame que siempre disfrutaremos de ti nosotras antes que ella.

―Te lo juro― respondí sin reconocer que se me hacía la boca agua al pensar en el estupendo trasero que poseía la pelirroja…

Capítulo 8


Ya era bastante tarde cuando llegamos al estanque porque al contrario que la primera vez, en esa ocasión íbamos completamente cargados con los bártulos necesarios para pasar la noche. Y es que además de mantas y otros enseres, llevábamos a cuestas uno de los lechones, así como un recipiente con las brasas que nos servirían para hacer la fogata. Por ello mientras Rocío con la ayuda de María se ocupaba de levantar una improvisada tienda, yo ocupé mi tiempo en apilar suficiente leña para pasar toda la noche.

Aunque no conseguí detectar su presencia, algo en mí, me decía que esa pelirroja no perdía detalle de nuestro proceder y por ello, recordando que se había sentido atraída por mi voz, me dediqué a cantar mientras encendía un fuego lo suficientemente grande para ser visto desde lejos.

Cuando comprendí que era suficiente, me senté a desollar el lechón haciendo tiempo para que hubiese suficientes brasas donde cocinarlo.

«No va a poder resistir el olor», me dije y viendo que mi prima y su amiga ya habían terminado, las llamé a mi lado y les pedí que cantarán porque así la demostraría que lejos de ser un tirano que esclavizaba a mis compañeras, formábamos un equipo.

Desconociendo mis razones, las dos muchachas respondieron con alegría a mi deseo y demostrando que ambas tenían una estupenda voz, me deleitaron con una serie de canciones que me hicieron olvidar al menos momentáneamente nuestra precaria situación.

―Además de guapas, sabéis cantar― comenté feliz por ese descubrimiento.

Encantadas con el piropo, incrementaron el volumen acallando con su canto el ruido de la selva mientras en mi interior pensaba satisfecho que la mujer se sentiría atraída por el calor humano.

Estaba tan abstraído que si no llega avisarme mi prima que nuestra cena estaba lista, con seguridad se nos hubiese quemado. Sacando el lechón de las brasas, lo corté en cuatro partes y mostrando nuevamente sentido de compañerismo, les pregunté a ellas que trozo querían.

Rocío que no era tonta, se percató que tanta amabilidad tenía alguna razón, pero no queriendo perder la oportunidad de disfrutar de un trasero del animal, lo cogió para sí. Como María se había cebado con fruta durante todo el camino, prefirió un cuarto más pequeño.

Entonces alejándome unos metros de la hoguera, dejé el trozo más grande sobre una piedra y hablando a la oscuridad, dije a la mujer que esa porción era para ella. Tras lo cual, me dirigí de vuelta con las muchachas. Ni siquiera me había dado tiempo de sentarme cuando mi prima me susurró:

―Eres un cabrón, no es una vieja y además está muy buena.

Al girarme para comprobar de qué hablaba, me encontré a la desconocida sentada en cuclillas y comiendo caliente por primera vez en años. Sin hacer ningún comentario, me puse a disfrutar yo también del asado. Habiendo dado buena cuenta de mi parte, aproveché que mis compañeras de infortunio habían también terminado para susurrarles que me apetecía hacer el amor.

― ¿Enfrente de ella? ― preguntó María.

―Sí― contesté e imprimiendo a mi voz un tono lascivo, pregunté a las dos si no les daba morbo tener público.

―A mí, mucho― reconoció la morena y sin darme tiempo de reaccionar, me empezó a acariciar diciendo a su amiga: ―Demostrémosle, lo bueno que es Manuel haciendo el amor.

Mi prima no necesitó que se lo repitiera otra vez para pegarse a mí y besarme. La lujuria de ambas fue lo que necesitaba mi falo para ponerse erecto y ya luciendo como en las mejores ocasiones, erguido esperó su siguiente paso. María al comprobar el éxito de sus besos, sonrió y agachándose entre mis piernas se lo fue introduciendo en su boca mientras yo observaba que a pocos metros una desconocía no perdía detalle de lo que ocurría. La parsimonia con la que se lo embutió permitió a esa mujer notar que no era algo forzado, sino que realmente la muchacha deseaba mi extensión entre sus labios.

– ¡Bésame! ― me pidió desde el otro lado Rocío.

Sin aguardar que lo hiciera, la morena se lanzó sobre mí y con una urgencia que me dejó sorprendido, buscó el consuelo de mis besos mientras su amiga disfrutaba haciéndome una mamada de campeonato. Me hizo gracia ver la cara de sorpresa de la otra náufraga cuando llevé mi mano a la entrepierna de la muchacha, pero supe que estaba empezando a disfrutar con la escena cuando la vi estremecerse al verme tomar el clítoris de la chavala entre mis dedos.

― ¡Dios! ¡Cómo me pone que nos espíe! ― gimió esta al sentir mis yemas sobre su botón.

La calentura de la escena se incrementó de sobremanera cuando introduje uno de mis dedos en su abertura y más cuando, completamente desbocada, se levantó y a horcajadas sobre mi cara, puso su sexo en mi boca para que se lo comiera.

«Si después de esto, me cree un violador, no hay nada que hacer», pensé poniendo en contacto mi lengua los pliegues de la vulva de la morena.

Mi amiga se creyó morir y a voz en grito me pidió que no parara mientras azuzaba a la otra diciendo:

― ¡Demuéstrale a esa puta que sabes mamarla!

Azuzada por Rocío, María incrementó el ritmo y la profundidad de su felación, incrustándose mi miembro hasta el fondo de su garganta. Os juro que creí que a lo mejor nos estábamos pasando al tener un coño en la boca mientras mi prima me ordeñaba y que la pelirroja podía sospechar que estábamos actuando.

Pero al observar de reojo que ésta nos miraba con envidia, ya totalmente verraco, usé mi lengua como si fuera mi pene para penetrar con ella el estrecho conducto que tenía a mi disposición. Coincidiendo con ello, un enorme aullido me informó que Rocío había llegado al orgasmo.

― ¡Me corro! ― gritó derramando su flujo por mi cara.

Queriendo prolongar su éxtasis y con ello incrementar la desazón de nuestra observadora, me dediqué a absorber el manantial que brotaba de entre sus piernas, pero debido al morbo que le daba tener público presente cuanto más bebía mayor era el caudal que salía del sexo de la morena y asolada por el placer, se caer sobre la manta que habíamos puesto como improvisada cama.

Liberado de la obligación de seguir satisfaciéndola, me concentré en María y llevando mi mano a su cabeza, empecé a acariciarle el pelo mientras decía a la mirona:

― ¡Mi prima no sabe ni hacer una mamada!

La reacción de la aludida no se hizo esperar y elevando el ritmo de su boca, lo convirtió en infernal mientras con una de sus manos, me acariciaba los testículos. Decidido a incrementar el morbo de la desconocía, insistí:

―Si no puedes, ¡tendré que pedirle ayuda a la pelirroja!

Ayudando a su amiga, Rocío se incorporó y acercándose a donde la rubia se afanaba en busca de mi placer, se juntó a ella diciendo:

― ¡Dejemos seco a esta bocazas! ― tras lo cual su boca se unió a la de María y entre las dos, empezaron a competir en cuál de las dos absorbía mayor extensión de mi miembro.

Para la náufraga, la visión de las dos chavalas maniobrando como locas en búsqueda de mi semen fue brutal y completamente absorta, se empezó a pellizcar los pezones con un ansia que me hizo comprender que no tardaría en unirse a nosotros en busca del placer.

El morbo de tenerla ahí y la sensación de esas dos bocas exprimiendo mi pene fue más de lo que pude soportar y sin previo aviso exploté derramando mi simiente sobre sus labios.

Mi eyaculación fue engullida ante su atenta mirada, no perdiendo detalle de la forma en la que se dedicaron a vaciar mis huevos.

«Se ha puesto cachonda», certifiqué al descubrir que discretamente la pelirroja se estaba masturbando.

Sus carantoñas no cesaron al correrme, sino que se intensificaron al ver que las muchachas trataban de reanimar mi pene e involuntariamente empezó a gemir sin importarle que la escucháramos.

― ¡Esa zorra está deseando que te la folles! ― susurró en voz baja mi prima al oírla.

Asumiendo que tenía razón, me reí mirando a la náufraga. La mujer sonrió convencida por fin que no era peligroso. Creyendo que estaba preparada, cometí el error de invitarla a nuestro lado y eso provocó que se internara en la espesura, huyendo quizás de los fantasmas de su pasado.

«Es una pena, me apetecía estar con ella», pensé sin preocuparme en exceso porque estaba convencido que tarde o temprano, vendría a mí.

Viendo en su huida, una oportunidad para seguir disfrutando, Roció cogió mi miembro entre sus manos para empalarse con él. La lentitud con la que lo hizo me permitió notar cada uno de sus pliegues mientras iba desapareciendo mi pene en su interior.

Al verla así abierta de piernas con mi sexo en su interior, despertó una rara fijación en María y adueñándose del clítoris de la morena, empezó a masturbarla frenéticamente.

― ¡Dadme más! – gritó Rocío, increíblemente excitada por nuestros dobles manejos y acelerando su loco cabalgar, buscó el fundirse con nosotros antes que su interior explotara en brutales sacudidas de placer.

Su chillido exacerbó a mi prima, la cual incrementó la presión metiendo uno de sus dedos en el ojete de su amiga, la cual al sentirlo estalló retorciéndose como posesa.

María, al verla agotada y exhausta, supo que era su turno y viendo que mi pene seguía erecto, me preguntó:

― ¿Te sientes con ganas de darme por culo?

― ¡Por supuesto! ― exclamé muerto de risa al comprobar que antes que la respondiera, había metido sus dedos en el coño de la morena y recogiendo parte de la humedad que desbordaba, se había empezado a embadurnar su propio ojete….

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