18

El enano confiesa a la mulata que Ana y Cayetana lo han violado y ésta decide vengarse. Por ello, las chantajea con las fotos de su pecado y las obliga a alquilar un piso donde someterlas sexualmente. Con este capítulo, termina la serie donde un pequeñín se sobrepone a todo con ayuda de su novia.

A pesar de parecer que había transcurrido una eternidad desde que había entrado, en el portal miré el reloj y vi que todavía no habían dado las siete. Cómo Altagracia no cenaba hasta las nueve y media, la llamé diciendo que quería verla.

        ―Ven por mí― me dijo.

        Comprendí que si no había preguntado cómo me había ido era porque barruntaba que no le iba a gustar mi respuesta.

«No me va a creer», pensé ya que si alguien me llegaba y me decía que dos preciosidades lo acababan de violar, lo tomaría a loco.

Por ello, con los nervios a flor de piel, conduje como loco hasta su barrio. Mi mulata estaba ya esperando en la acera y sin dejar que aparcara, me rogó que fuéramos a un pequeño descampado que había cerca.

Sin ánimo de discutir y decirle no me parecía seguro, accedí y a los pocos minutos, estaba aparcando bajo un árbol. Con el corazón a mil por hora, iba a comenzar a narrar lo sucedido cuando poniendo un dedo en mis labios, me obligó a callar:

―Solo quiero saber una cosa, quisiste o te obligaron.

Abochornado de que supiera de antemano que me había acostado con ellas, contesté:

―Me obligaron.

Con una triste sonrisa, echando su asiento hacia atrás, me pidió que la abrazara porque con eso tenía suficiente. Pasándome a su lado intenté explicarla lo sucedido, pero tapándose los oídos me imploró que no le dijera nada.

―Necesito sentirte― me dijo mientras me tomaba en brazos y me colocaba sobre ella.

Cargando sobre mis hombros una culpa que no era mía posé mi cara sobre su pecho, en silencio. Mi mutismo no hizo más que confirmar a sus ojos que de alguna manera esas, a las que ella llamaba zorras, se habían salido con la suya y queriendo creer que no había pecado en mí, me abrazó con fuerza.

―Te quiero más que a nadie― temeroso, susurré sin mirarla.

―Yo más― respondió con un grueso lagrimón surcando una de sus negras mejillas.

Enternecido y sin llegarme a creer todavía que no me montara ninguna bronca, me incorporé y recogí la salada gota de dolor entre mis labios mientras le pedía que no me dejara.

―Ámame― me rogó mientras besaba mi boca con una ternura que no me merecía.

Sintiendo que ella era mi amada dueña y yo, el fiel bufón secretamente enamorado de la reina,  respondí a sus besos acariciando su pelo sin atreverme a nada más.

―Ámame― insistió quitándome la camisa.

Al ir a ayudarle con la suya, vio en mis muñecas las señales de las esposas y se las quedó mirando furibunda. Supe que lo había adivinado todo cuando sin mencionar las marcas, me tumbó en el asiento y las empezó a lamer como una gata hace con las heridas de sus cachorros.

―Tranquila, no me duelen― susurrando dije en su oído.

―Pero a mí, ¡sí!― respondió con voz suave mientras buscaba en mi cuerpo algún otro maltrato.

Cuando encontró las garras de Ana marcadas en mi espalda, empezó a murmurar entre dientes maldición tras maldición al tiempo que intentaba calmar mi dolor con sus besos.

―Las mataré― fue lo único que comprendí de toda una parrafada que pegó en voz baja.

Asustado por la seguridad y violencia de su tono, le exigí que se calmara y que lo olvidara.

―No puedo― sollozó mientras me volvía a tomar entre sus brazos.

―Si las haces algo, seré yo el que me enfade contigo― dije y abriendo mi correo en la pantalla del móvil, le mostré que ya me había vengado enseñándole el estado de cómo había quedado el culo de Cayetana y a Ana limpiando su mierda con la boca.

Agrandándolas en la pantalla, mi mulata revisó a conciencia las foto. Solo después de haber examinado todas y mientras me bajaba la bragueta, contestó:

―Te prometo no asesinarlas, pero si me las encuentro en la calle no te puedo asegurar que no les diga nada― satisfecha con sus pesquisas me dijo antes de bajar la cabeza y empezar a oler mi erección.

―¿Qué coño haces?― pregunté al verla olisqueando ahí abajo.

―Antes solo sabía cómo olía el chumino de Ana, pero ahora no olvidaré a qué huele el de Cayetana y pobre de ti, si te vuelvo a pillar uno de esos olores en cualquier parte de tu cuerpo – refunfuñó.

Y sin dar importancia a lo que me acababa de decir, con una sonrisa de oreja a oreja abrió los labios para borrar de golpe cualquier aroma que no fuera el suyo…

19

Al irla a dejar, quedé con ella al día siguiente en la puerta de la facultad para que no se le ocurriera hacer una tontería. Aunque me había prometido que intentaría olvidar lo que me habían hecho Cayetana y Ana, no las tenía todas conmigo y prefería que entrara conmigo. Todo el mundo comprenderá que tratase de evitar que fuera a encontrarse con ellas e hiciera algo de lo que luego se tuviese que arrepentir.

Por eso desde las ocho y cuarto estaba ya esperándola y solo me empecé a poner nervioso a la hora de entrar, cuando todavía no había llegado. Aun así, aguardé otros diez minutos antes de llamarla por teléfono y me temí lo peor al no contestar.

«¿Dónde se habrá metido?».

 Asustado comencé a preguntar a sus compañeros de clase si sabían algo de ella, pero ninguno la había visto. Solo respiré cuando cerca de las nueve la vi acercarse por la vereda que da acceso a la universidad.

―¿Dónde has estado?― quise saber al observar que venía agitada y con la blusa fuera.

―He perdido el bus― dijo mientras me daba un beso.

No pude recriminarle que no hubiese contestado mi llamada cuando el día anterior ella me había perdonado que, teniendo la oportunidad de huir, me hubiese quedado solo para sodomizar a Cayetana y tomándola del brazo, como ya no podíamos ir a primera hora nos fuimos a desayunar a la cafetería.

A segunda hora, entré a clase y me fijé que ninguna de las dos arpías había aparecido, cosa que no me extrañó al suponer que estaban aterrorizadas con la idea de que al llegar se encontraran que todos sus compañeros hubiesen visto las fotos que tenía en mi móvil.

«Es su problema, no el mío», sentencié ocupando mi lugar.

Ni Ana ni Cayetana aparecieron por la facultad al día siguiente y tampoco el resto de la semana. Cómo seguía enfadado, no hice intento alguno de ponerme en contacto con ellas y disfruté de la compañía de mi novia, olvidando la encerrona que me habían hecho.

El viernes al ir a recoger a Altagracia conocí a su madre, una madura de muy buen ver que hacía honor a su retoño.  La señora era todo un monumento y tan simpática y dicharachera como su hija.

―Así que este es el hombretón que te trae loca― dijo al verme llegar.

Me hizo gracia que me definiera así y asumiendo que debía ser educado, le solté un piropo:

―Al verla, me queda claro de dónde sacó Altagracia su belleza.

―Además de guapo, lambiscón― usando un coloquialismo americano respondió.

Por la risa de su hija, supe que esa palabra no era ofensiva sino cariñosa y guardándomela en la memoria para preguntar luego su significado, comenté a mi novia donde la apetecía que fuéramos.

―A Cats― respondió sin dudar.

Reconozco que me resultó raro que quisiera ir ahí al ser este el lugar predilecto de esas arpías. Pero no queriendo que si me negaba viera en ello una debilidad, me tragué mis reticencias y únicamente, le dije si estaba segura.

―Lo estoy, mi enano divino.

        Su seguridad disolvió de golpe mis reparos y pacientemente, esperé que se terminara de arreglar mientras soportaba estoicamente la sarta de preguntas que me hizo su progenitora. De todas ellas la que me resultó más difícil de responder fue cuando me preguntó sobre mis intenciones con su chavala:

        ―Nunca la he visto tan ilusionada y me molestaría saber que el hombre que adora solo la considerara un pasatiempo.

        ―Doña Caridad, ¿me ha visto bien? Soy un afortunado y si ella no me hiciera caso, solo por estar con ella me sentiría dichoso con solo tener la oportunidad de llevarle el bolso― respondí.

        ―¿Pero la quieres?― la enorme mulata insistió.

        ―La adoro― haciendo un examen de conciencia, contesté.

        ―Con eso me basta― replicó y pegando un grito a su hija, le pidió que se diera prisa porque no era bueno que una mujer hiciera esperar a su futuro marido.

        Curiosamente, la predicción que encerraba ese afectuoso berrido no me molestó y dando un sorbo a la cerveza que me había puesto en las manos, me puse a recapacitar sobre mis sentimientos.

        «¡La amo!», exclamé en mi interior al percatarme de la profundidad de lo que sentía por ella y por vez primera, temí que algún funesto día me dejara.

        Cuando salió de su cuarto esos temores se reafirmaron al asumir que mi novia era una diosa de ébano y que, a su lado, yo no era más que una pequeña y rechoncha caricatura.

        ―Cariño, ¿nos vamos?― me preguntó subida a unos zancos y vestida con un sugerente, pero fino vestido,  que hacían más evidente la diferencia de físico entre nosotros.

        ―Sí, mi dueña y señora― apurando la bebida, decidí aceptar lo que me deparara el destino y disfrutar de esa relación mientras durara.

        Ya en el coche, la tranquilidad de mi mulata al afrontar el hecho que en ese disco bar podíamos toparnos con las dos brujas que no solo habían intentado separarnos, sino que habían llegado a abusar de mí, me tenía perplejo y rezando para que al igual que no habían aparecido por clase, Ana y Cayetana no estuvieran, conduje hasta allí.

        Mis plegarias no fueron escuchadas y al entrar en el local, vi a Manuel y a Borja sentados en el reservado donde siempre ocupábamos y a sus novias pidiendo una consumición en la barra. Por un momento dudé si acercarnos, pero tomando la iniciativa jalando de mí Altagracia me llevó con mis amigos.

        Al ocupar mi asiento, me quedé paralizado al comprender que esas arpías parecían haber sufrido un accidente.

        ―¿Qué les ha pasado?― pregunté a Manuel al observar que su novia tenía los ojos morados y que Cayetana llevaba uno de esos protectores nasales que los médicos ponían sobre una nariz fracturada.

        ―Si te digo la verdad, no quieren hablar de ello. Por lo visto el martes al llegar a la universidad y sin venir a cuento, una latina loca les dio una paliza en el aparcamiento. Y lo peor de todo es que les ha entrado tanto miedo que se han negado a denunciarla.

        Mirando de reojo la sonrisa de que lucía en ese momento Altagracia, supe que había sido ella esa latina, pero conociendo los motivos que la habían empujado a darles esa golpiza me sentí orgulloso de ser su pareja. A pesar de ello, atrayéndola hacía mí, susurré en su oído:

―Recuérdame que tengo que darte unas nalgadas, no me hiciste caso cuando te pedí que lo dejaras pasar.

        ―No sé de qué me hablas― haciéndose la inocente me contestó.

        Tuve ganas de besarla, pero en ese momento apareció Ana con unas copas para nosotros. Cómo estaba mi amigo de la infancia, no exterioricé mi extrañeza de que nos las trajera sin siquiera haberlas pedido.

―¿Me acompañas a por las nuestras?― dijo levantando de la mesa a su novio.

Ya tenía en la punta de la lengua preguntar a mi adorada negrita qué era lo que ocurría cuando de pronto la rubia de la nariz rota se sentó junto a ella y poniendo un llavero en sus manos, en voz baja, le confirmó que tal y como les había exigido habían alquilado el estudio y que esas eran las llaves para entrar.

 ―Llegaremos a las dos de la mañana― respondió: ―Os quiero ya ahí calentando la cama.

―¿Y qué les decimos a nuestros novios para desaparecer sin que se mosqueen?

―Ese es vuestro problema― Altagracia contestó.

Cayetana casi llorando se levantó y fue a reunirse con su amiga para contarle lo que le había ordenado. Desde mi asiento, observé la cara de espanto de la morena al recibir la noticia y girándome hacía mi chavala, no me hizo falta preguntar qué ocurría porque, sin darle importancia, ella me lo explicó diciendo:

―He llegado a un acuerdo con esas zorras para que, lo que te hicieron, quede entre nosotros.

―¿En qué consiste? – quise saber al advertir que no me decía todo y que se guardaba no un as sino toda la baraja bajo la manga.

Esa dulce, pero perversa, criatura me besó mientras decía:

―Con sus ahorros, esas pijas nos han conseguido un picadero para que lo usemos los cuatro.

―¿Los cuatro?― sin comprender todavía el alcance de su venganza, pregunté.

―Han aceptado su pecado y para compensarte, se han ofrecido a servirnos todo el tiempo que tú y yo consideremos necesario.

Al escuchar sus palabras, tanteé el alcance de ese pacto:

―Cuando hablas de servirnos, ¿exactamente a qué te refieres?

Muerta de risa y mientras le hacía un gesto a Cayetana pidiendo que le fuera pidiendo otra copa, contestó:

―Les debe haber molado el tamaño de tu miembro y mis tetas porque han accedido a ser nuestras putas personales.

―¿Me estás diciendo…?

Interrumpiéndome, respondió:

―A partir de hoy, no solo tendremos un sitio donde follar sino un par de juguetes con los que dar rienda a nuestra imaginación.

20

Sobre la una de la madrugada, tanto Ana como Cayetana se fueron sin despedir dejando a sus novios con nosotros y no me enteré de la excusa que habían puesto hasta que Manuel me contó que ese par les habían montado una bronca quejándose de que no les hacían caso y que no paraban de tontear con unas fulanas ya mayorcitas que estaban bailando a nuestro lado.

―Confieso que un par de veces se me fue la mirada a esos culos, pero te juro que no he hecho nada más― quejándose de la actitud de su pareja, me confió.

―Ya se le pasará― dije sabiendo que en ese momento la morena debía de estar con la rubia preparando el apartamento para que todo estuviese listo cuando llegáramos.

Al cabo de un rato, Altagracia me señaló el reloj de su muñeca. Comprendí que había llegado la hora de irnos y por eso tras despedirnos de los cornudos, salimos del local.

―Espero que me hayan hecho caso. No me gustaría tener que castigarlas la primera noche que vamos a pasar juntos― con un brillo picarón en su mirada, susurró ya en el coche.

Por su tono supe que me aguardaba una sorpresa, pero jamás pensé que al llegar ese par nos recibiera en la puerta con unas copas de champagne y menos que lo hicieran disfrazadas de colegialas.

He de decir que no pude evitar reír cuando tomando su copa, Altagracia brindó conmigo diciendo:

―Cómo fueron niñas malas, nos han pedido que hoy las enseñemos a portarse bien… ¿verdad zorrita?― preguntó mientras con una de sus manos acariciaba los pechos de Ana.

Sentir ese manoseo en su tetas la indignó, pero en vez de rebelarse, la morena contestó:

―Así es, maestra. 

Curiosamente y en cambio, Cayetana se pegó a mí como exigiendo que le diese el mismo trato, pero en vez de regalarle un sobeteo en los senos, preferí meter la mano bajo su falda y recrearme con ese culo que había sido la inspiración de tantas pajas. Al hacerlo descubrí que llevaba unas bragas de perlé como las que se usaban hace cincuenta años.

Al contrario de su amiga, la rubia disfrutó de esas caricias y con los pezones en punta, preguntó si me gustaba el piso que había elegido para recibir nuestras clases.

Dejando a mi mulata con Ana, pedí que me lo enseñara.

Aunque no me lo había dicho, al recorrer con ella el apartamento, asumí que además de sufragar la mayoría de los gastos había sido quien se había ocupado de decorarlo. Destilaba la misma clase y el mismo lujo del piso que compartía con sus padres.

Pero lo que me dejó sin palabras fue cuando me topé con una cama de dimensiones gigantescas al entrar en la habitación.

―No encontré una más grande― malinterpretando mi cara, se disculpó.

«Ni falta que hace», estaba pensando al comparar ese estadio de fútbol con la Queen Size de mis viejos, cuando de pronto la escuché decir que sentía lo que me habían hecho y que me daba las gracias por permitir que me lo compensaran.

Al fijarme en ella, el rubor de sus mejillas no consiguió ocultar la extraña satisfacción que sentía por ese pacto y queriendo discernir a qué se debía, directamente quise saber qué le había llevado a violarme y qué había sentido cuando en venganza le había roto el culo.

Incapaz de mirarme a los ojos, me reconoció que al enterarse del modo en que habíamos tratado a Ana en mi casa, le había dado envidia y que sabiendo que las castigaría, había convencido a su amiga de forzarme para así obligarme a abusar de ella.

―Has aprendido en el poco tiempo que llevas con la mulata, más que yo con Borja en dos años― prosiguió diciendo mientras se acercaba a mí.

Casi se me cae la copa de champagne al oír sus motivos, ya que jamás hubiese supuesto que esa rubia tan segura y vanidosa escondiera en su interior una mujer tan ardiente que deseara entregarse a nosotros para que la enseñáramos.

―¿Te pone cachonda saber que vas a ser nuestra puta?― recorriendo con mis manos sus pechos, indagué.

El profundo gemido que pegó al sentir mis dedos fue la indudable respuesta de qué así era y disfrutando con ese descubrimiento, me permití el lujo de pellizcar brevemente sus pezones.

―¿Qué haces jugando con nuestra pupila sin mí?― desde la puerta, Altagracia preguntó.

Estaba a punto de disculparme cuando de pronto descubrí a Ana totalmente desnuda a su lado y muerto de risa comprendí que mi mulata había empezado a educarla antes que yo.

―¿Te apetece probar el jacuzzi?― sonriendo, dijo mientras abría la puerta del baño.

Juro que aluciné al ver la bañera ya preparada y más cuando al entrar ahí, la rubia se agachó y se puso a desnudarme sin que yo le tuviese que decir nada.

―Tu amiga se la ve bastante más aplicada que a ti― señalando a la morena, comentó.

Ana se tuvo que contener para abofetearla y con lágrimas en los ojos, fue desabrochando los botones de la camisa de la mujer que marcaría su vida en el futuro mientras Cayetana arrodillada a mis pies sonreía satisfecha con su destino.

Ya sin ropa, mi novia se metió conmigo en el jacuzzi y observando que la rubia seguía todavía vestida, ordenó a su amiga que la ayudase.

―No soy su criada― protestó Ana.

―Pero sí la nuestra. Y si te pido que hagas algo, espero de ti que lo hagas sin rechistar o tendré que darte un escarmiento― sin elevar la voz, pero con un tono que hasta mí me hubiese dejado temblando, respondió.

La morena quizás recordó los golpes que le habían decorado la cara de morado e inmediatamente, se puso manos a la obra.

―Mas despacio, Cayetana se ha ganado que pueda admirar lentamente la belleza de su cuerpo― apoyado en el interior de la bañera, comenté.

La alegría con la que ésta reaccionó a mi comentario me confirmó nuevamente su decisión de aprender y mientras Ana la despojaba de la falda de cuadros, le pedí a mi mulata que se fijara en el estupendo culo con la que estaba dotada.

―Muchas gracias, mi señor― interviniendo, contestó la aludida: ―Me encanta saber que le gusta.

Muerta de risa, Altagracia susurró en mi oído:

―¿Te has fijado que te llama señor y que te habla de usted? Te juro que yo no se lo he ordenado.

―No solo eso… espera a que termine y atiende― comenté sin revelar a mi novia nuestra conversación.

Intrigada por lo que le iba a mostrar, Altagracia se quedó callada mientras Ana acababa de desnudar a su amiga. Al terminar pedí a Cayetana que se acercara y metiendo la mano entre sus piernas, comencé a hurgar entre sus pliegues mientras le pedía que empezara a enjabonarme.

La mulata sonrió al ver las facilidades que me daba la rubia y no queriendo ser menos, ordenó a la otra chavala que imitara a su amiga y la bañara.

―Prefiero ser yo quien bañe a Pedro― musitó desmoralizada.

―¿Acaso quieres romper nuestro acuerdo?― con voz dura, la negrita respondió.

Aterrorizada por que se hicieran víricas las escenas que había grabado, se tragó el orgullo y llenando de jabón la esponja, obedeció. Altagracia soltó una carcajada y tomándola desprevenida, se puso a juguetear con los pechos de la morena.

Durante unos segundos no supe interpretar los gemidos de Ana al sentir sus tetas manoseadas por mi novia. Por una parte, notaba su indignación, pero por otra al contemplar que no se alejaba, supe que de alguna forma ese contacto no le era tan desagradable.

―No soy lesbiana― en un último intento sollozó al ser consciente de la humedad creciente que amenazaba con anegar su sexo.

La mulata sonrió al oírlo y atrayéndola, se puso a mordisquear sus ubres mientras le decía que eso era algo sin importancia dado que había acordado ser nuestra putita.

―Creía que sería Pedro el que nos usara― respondió.

        Sin levantar la voz, mi novia le pidió que se vistiera y se fuera del apartamento. Fue quizás entonces cuando Ana cayó realmente en que esa mujer la tenía en sus manos y que se tenía que entregar completamente o atenerse a las consecuencias.

―Perdón, quiero quedarme― aterrorizada y cayendo de rodillas ante ella, imploró.

―Demuéstralo― escuetamente contesté.

Con lágrimas en los ojos, mi antigua mejor amiga   se giró y poniéndose a cuatro patas, puso su sexo a nuestra disposición pidiendo que quería recibir el mismo trato que su compañera de penurias, la cual en esos momentos luchaba para no correrse ante mis caricias.

Exigiéndola que entrara dentro de la bañera, Altagracia no desaprovechó la oportunidad que le brindaba y teniéndola ya frente a ella, le pasó el teléfono de la ducha diciendo:

―Lávate el chumino, no me gustaría que Cayetana tenga que descubrir a qué sabe el semen de Manuel antes de tiempo.

Sus palabras terminaron de desmoralizarla al comprender los dos mensajes que escondían, el primero que la rubia iba a ser la encargada de verificar que tal y como había prometido no se había acostado con su novio esa noche, y el segundo quizás todavía más hiriente que de alguna forma esa arpía les iba a obligar a hacer un intercambio de parejas.

―Cumplí con mi parte, no me lo he tirado desde hace días― gimoteó mientras se enjabonaba.

Muerta de risa, la mulata se acercó a mi lado del jacuzzi y susurró en mi oído, a quien me apetecía tirarme antes.

―A ti― fue mi respuesta.

Satisfecha por ella, Altagracia miró a la rubia y le exigió que me pajeara diciendo:

―Mi macho no está listo. Haz algo para solucionarlo.

Cayetana o no entendió o lo que es más seguro, aprovechó esa orden imprecisa para entrar al agua. Para mi sorpresa, mi novia se desternilló al ver que, agachándose entre mis piernas, la muchacha se apoderaba de mi pene con la boca. Por un momento me quedé cortado al sentir que se ponía a mamármela en presencia de Altagracia, pero al contemplar el recochineo con el que se lo tomaba, dirigiéndome a Ana, imitándola comenté:

―Mi hembra no está lista. Haz algo para solucionarlo.

La morena palideció cuando la mulata le puso el coño a su disposición mientras le dedicaba una sonrisa. Asumiendo que no podía negarse, separó las nalgas de mi novia con las manos y reteniendo las ganas de huir, le dio un largo y húmedo lametazo.

―¡Qué rápido has olvidado tus reparos!― divertido dije al observar que no ponía cara de asco al saborear el depilado sexo de mi negrita: ―Lo quiero calentito y bien untado de tus babas.

No sé si fueron mis risas, el suspiro de Altagracia al sentir la incursión o su propia calentura, pero lo cierto es que dejando de lado sus reticencias, Ana se lanzó a devorar ese chumino como si realmente le gustara.

―No sabía que esta puta tenía una lengua tan traviesa― moviendo sus caderas, susurró la mulata al notar que lejos de contenerse mi antigua amiga se recreaba mordisqueando su clítoris ya sin disimulo.

―Ni yo que la mía tenía una garganta tan experimentada― repliqué señalando que gracias a la maestría con la que la rubia se estaba comiendo mi verga, ya la tenía totalmente erecta.

Al percatarse del tamaño que había adquirido, Altagracia ordenó a Ana que se retirara y meneando su pandero, me rogó que la follara. No tengo que aclarar que le hice caso y poniéndome de pie sobre la bañera, comprobé que su chumino quedaba a mi altura, para acto seguido y de un certero golpe, clavarle mi erección al completo.

―Me encanta― chilló feliz al sentir mi invasión.

Fue entonces cuando comprendí que Cayetana iba a proporcionarnos muchos momentos memorables, porque poniéndose a mi espalda, llevó sus manos a las caderas de mi novia y tirando de ellas hacía mí, me ayudó a empalarla mientras murmuraba en mi oído si cuando terminara de desahogarme le daba permiso para ocuparse de limpiar los restos de mi pasión del coño de Altagracia.

Juro que no me esperaba eso y menos la reacción de su compañera al ver que colaboraba conmigo. Ya que con una mezcla de indignación y calentura al saberse ignorada decidió acariciar mi pecho buscando quizás mi perdón.

Los gritos de placer de mi mulata me hicieron saber lo cerca que estaba de verse sometida por el placer y mientras Cayetana me restregaba sus tetas por detrás y la otra besaba mis pezoncillos, me lancé desbocado a empalar a mi adorada esperando que su orgasmo llegara antes que el mío.

Lo cierto es que tuve suerte porque cuando Altagracia sintió que descargaba mi simiente en su interior, pegó un chillido al verse sacudida por un intenso y brutal orgasmo.

―¡Qué rico te la has follado!― murmuró en mi oído la rubia mientras frotaba su coño contra mis nalgas al contemplar el placer que compartíamos.

Aluciné al percatarme de que la escena la había llevado a ella a un estado de excitación brutal y que solo necesitaba de un pequeño empujón para correrse. Deseando castigar tanto a ella como a la zorra de su amiga, concluí en lo humillante que sería para ambas, que la primera vez que se corriera fuera gracias a Ana.

Por ello y ante el estupor de la morena, la tomé de la melena y le acerqué la cara al chumino de Cayetana:

―Cómetelo.

Altagracia comprendió de inmediato lo perverso de mis actos y viendo que la morena se negaba, llegó ante ella y cruzándole la cara con un sonoro bofetón, le ordenó que obedeciera. Indefensa y llorando, cumplió nuestra orden. La rubia al notar el lametazo de su compañera en su botón no necesitó nada más y tal y como preví, llenó la cara de Ana con su flujo.

―No pares hasta que yo te lo diga― comenté mientras le daba la mano a mi novia para que me ayudara a salir del jacuzzi.

―Eres un capullo insensible, pobres chavalas― riendo comentó la mulata al contemplar a Cayetana uniendo un orgasmo con el siguiente mientras Ana lloraba desconsolada.

―Lo sé― respondí saliendo del baño con la intención de estrenar esa enorme cama con mi amada…

Epílogo

Hace más de cinco años que culminamos nuestra venganza. Cinco años en los que terminamos la carrera, cinco años en los que afiancé mi relación con Altagracia y nos fuimos a vivir juntos.

Sin donde ir, Ana y Cayetana nos cedieron encantadas el coqueto piso con la condición de poder ir a visitarnos discretamente. Por ello, sus novios nunca se han enterado de que al menos una vez cada quince días, ese par de putas se vuelven a vestir de colegialas para entregarnos sus cuerpos ya voluntariamente.

        Tampoco se me debe olvidar contar que gracias a la generosa contribución del padre de Cayetana montamos una escuela de primaria en la que actualmente damos clase a más de doscientos niños,  entre los que están el nieto de ese potentado y el hijo de Ana.

        No me importa reconocer que esos dos cabroncetes son nuestros favoritos, ya que según mi amada mulata tienen los ojos y la mirada de su padre.

Hablando de esos dos renacuajos, debo confesar que, aunque no me hubiese importado, agradezco que ninguno haya heredado mi enanismo y no solo por ellos, sino también por Manuel y Borja que ajenos a que son mis retoños y a petición de sus ahora esposas nos pidieron que Altagracia y yo que fuéramos sus padrinos.

         Es más. estoy escribiendo nuestra historia mientras a mi lado Altagracia se zampa los dos kilos de helado que he tenido que salir a comprar a las dos de la mañana, porque según su madre y la mía, es mi labor y mi obligación conseguir que mi embarazada negrita satisfaga todos sus antojos. 

        Lo que nunca reconoceré a nuestras viejas es la fijación que tiene mi amada de que, al mismo tiempo que ella da buena cuenta de ese manjar, Cayetana me esté cabalgando mientras Ana le come el chumino…

FIN

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