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Esta serie va sobre el descubrimiento de la sexualidad de Pedro, un enano, gracias a la ayuda de unas compañeras. Pero antes un aviso a los HATERS, solo encontraran superación y no menosprecio hacia el héroe de la historia. En este capítulo, el pequeñín descubre los secretos sexuales de sus musas.

Nacer con acondroplasia es una putada. No seré yo quien lo dude, ya que nací con esa mierda de trastorno genético que provoca al que lo sufre enanismo. Sí, ¡soy un enano! Uno de esos que la gente políticamente correcta llama gente pequeña. Desde siempre me ha tocado los cojones esa denominación porque es un paternalismo de la peor especie. La aceptación pasa por llamar a las cosas por su nombre y me niego a usar la forma “educada”, prefiero la mía… nací enano, crecí enano y moriré enano.

        Que asuma el hecho de lo que soy, no me permite olvidar las dificultades que he tenido para reconocer mi situación. Es más, confieso que mi infancia y mi adolescencia se vieron marcadas por ese trastorno.

No creo tener que explicar lo que sentía cuando veía que mis amigos me doblaban en altura o la rabia que me corroía cuando no podía correr como los demás debido a la cortedad de mis piernas. Pero lo peor fue durante la adolescencia cuando mis hormonas se empezaron a desarrollar y tuve que tragar la evidencia de que resultaba físicamente repulsivo para la gran mayoría del sexo opuesto.

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Fue una época dura horrible, que me llenó de inseguridades y de rencor. Odiaba mis minúsculas piernas, mis irrisorios brazos, mi cuerpo rechoncho y mi cabezota. Fueron unos años en los que no podía mirarme al espejo. A algunos les sonará raro, a otros lógico, pero no me reconocía en él.

Mi madre siempre me intentaba consolar diciendo que, aunque la naturaleza me había hecho esa cerdada, me había dado una gran inteligencia. Mi padre al contrario nunca me consoló. El muy cabrón, y ahora se lo agradezco, me obligó a superar mis limitaciones. Me inscribió en una academia de karate, me mandó a un gimnasio y me exigió acompañarle en sus salidas en bicicleta. Para un hombre deportista y de uno ochenta, el hecho que su hijo no superara el metro veinte era durísimo y decidió que, dado que era un enano, al menos fuera un enano sano, fuerte y en cierta medida atlético, sin tomar en cuenta las burlas que mi físico despertaba entre mis compañeros cuando me enfrentaba a ellos sobre el tatami o el cabreo que provocaba mi ritmo entre sus colegas cuando no podía seguirles en la carretera. Sé que hizo bien en no tratarme como un inútil, pero su puñetero carácter no me ayudó en ese momento a superar mis miedos.

Tengo pocos amigos de ese periodo y gran parte por culpa mía, ya que como reacción a mi minusvalía me convertí en un ser irascible y violento, que era incapaz de controlar su mal genio. Incluso con Manuel, el más cercano y que jamás me ha dado la espalda, me pegué en innumerables ocasiones. Daba igual el motivo, cuando se me cruzaban los cables, me convertía en un huracán con ganas de sangre. Las chicas eran algo en lo que no pensaba, para no sufrir y de mi paso por el colegio, no puedo asegurar que hablé con una más de cinco minutos seguidos. Las tenía miedo y las miraba con tirria al enfocar en ellas todo mi resentimiento.

Afortunadamente al final de la adolescencia, mis padres aceptaron matricularme en magisterio. Ahí conocí a Ana y a Cayetana, dos de las chavalas más guapas de la clase, las cuales, y como no podía ser de otra forma, en un principio me ignoraron. Y solo cuando un profesor les insinuó que me pidieran ayuda para aprobar matemáticas, fue cuando por primera vez intimé con ellas.

 Todavía recuerdo que fue durante un descanso cuando se acercaron a mí y haciéndome un favor, me exigieron que les diese clase porque si no iban a repetir. Para mí fue un shock porque nunca una fémina me había pedido ayuda y menos dos bellezas como aquellas. Aun así, tragándome mi mala leche acepté y eso fue lo mejor que he hecho en mi vida, porque su amistad me permitió en gran medida ahuyentar mis temores y reconciliarme con el sexo opuesto.

Confieso que no fue fácil el darles clase porque mientras les explicaba los diferentes teoremas o hacíamos un problema, no podía dejar de mirarles las tetas o sus espléndidos culos.  Sé de sobra que tanto Ana como Cayetana se daban cuenta, pero lejos de ofenderse se lo tomaron como a cachondeo y me adoptaron como su mascota. Para aclararos por qué digo que me trataban como mascota solo tengo que narraros la primera tarde en las que repasé con ellas esa materia.

Como quería evitar el inevitable chascarrillo de mis viejos si dos crías tan guapas aparecían por casa, decidí que quedáramos en casa de Cayetana. Al llegar al enorme piso de Serrano donde esa niña pija vivía, las dos cabronas todavía no habían llegado.

«No me extraña que suspendan, si a dos días del examen se van de compras», me dije cabreado al tener que aguardar en un salón en el que bien cabría el piso de mis padres.

Media hora tarde, aparecieron por la puerta sin disculparse y en vez de ponernos a estudiar, se dedicaron a lucirme los modelitos que habían comprado. Sé que debería haberme negado y obligarlas a empezar, pero me resultó imposible al ver su alegría por lo que me senté en una silla con la intención de pasar ese trago cuanto antes.

Si bien en un principio estaba a disgusto, ese sentimiento se transformó en excitación al ver a Ana salir del cuarto de baño con una minifalda, que bien podía definirse como un cinturón ancho.

«¡Está para comérsela!», recuerdo que exclamé al admirar sus muslos desnudos mientras se lucía ante mí.

Cualquiera en mi situación hubiese sentido lo mismo al ver a ese pedazo de hembra meneando su trasero mientras sus tetas rebotaban arriba y abajo.

«No puede ser», murmuré absortó mirando su culo pequeño y respingón sin advertir que, a mi lado, Cayetana miraba muerta de risa mi reacción.

―Ponte el top rojo― comentó ésta observándome de reojo.

 Su amiga, ajena al alboroto de mis hormonas, volvió al baño a cambiarse la blusa. Cuando la vi volver con sus pechos comprimidos bajo esa prenda no pude más que adorarla como a una diosa:

―¡Quien fuera tu novio!― grité olvidando cualquier recato.

Curiosamente, mi exabrupto no la incomodó y en plan de guasa, se acercó a mí luciendo esas dos moles mientras se quitaba la coleta.

―¿Por qué lo dices?― preguntó meneando su larga melena en plan sensual.

        Dominado por un deseo que jamás había sentido, contesté:

        ―Porque estás buenísima.

        Aunque nunca esperó que le respondiera de esa forma, al oírme sonrió. Interviniendo y en plan coqueta, Cayetana me hizo saber que ella existía al murmurar en mi oído si no la encontraba a ella tan bien guapa. Tratando de esconder la erección de caballo que crecía bajo mi pantalón, repliqué:

―Las dos sois bellísimas.

Y no mentí porque aun siendo diferentes, en ese momento no supe discernir cuál de las dos me gustaba más, si Ana con su metro setenta o la rubia con su metro sesenta. Para mí, ¡ambas eran inalcanzables!

Mi piropo no satisfizo a Cayetana. La muy cabrona quería verme babeando con ella al igual que con su amiga y yéndose a cambiar apareció con unas licras que dejaban poco a la imaginación.

«¡Su puta madre!», entre dientes mascullé con la vista fija entre sus piernas al comprobar que iba tan pegada que se le marcaban los labios de su coño.

No contenta con la expresión que leyó en mi rostro, se puso a bailar frente a mí. La diferencia de altura y el hecho de que estuviera sentado hicieron que su pandero quedara a la altura de mis ojos.

―Verdad que soy tan bonita como Ana― en plan meloso comentó mientras movía sus cachetes a escasos centímetros de mi cara.

He de decir que, en ese momento, en lo único que pensaba era en darles un mordisco. Por eso me descuidé y la morena descubrió el bulto de mi pene empinado bajo mi ropa.

―Parece que tu amiguito se alegra de vernos― a carcajada limpia, comentó mientras señalaba mi pecado.

Colorado hasta decir basta, les pedí que dejaran de hacer tonterías y que nos pusiéramos a estudiar. Por un momento creí que me iban a hacer caso, pero rápidamente descubrí que no iban a dejar de cachondearse de mí. Mientras hacía un verdadero esfuerzo en concentrarme y explicarles el tema uno, las dos aprovecharon cualquier momento para mostrarme el canalillo o complacerme con la visión de su trasero.

Ni que decir tiene que ambas suspendieron, pero a partir de esa tarde me pegué a ellas como una lapa y cuando aparecían ellas solas, todo el mundo sabía que tarde o temprano llegaría yo a acompañarlas. Mis padres vieron en ese par una bendición y por ello cuando quería pedirles un permiso solo tenía que decir que había quedado con ellas. En cambio, mis amigotes tuvieron celos de ellas y se cabrearon al percatarse que cada vez que me llamaban perdía el culo por ir con ellas.

Como le gustaba Ana, Manuel no solo lo aceptó, sino que insistió en que se las presentara. Durante un par de meses me negué porque las sentía mías y no quería que nadie se interpusiese entre nuestra amistad, pero fue tanta su insistencia que al final accedí.

Se la presenté un viernes en Cats, un disco bar de la Moncloa que frecuentan los niños bien, que era y es uno de los sitios favoritos de Cayetana porque Borja, su novio de siempre, era relaciones públicas de ahí. Cuando llegué con Manuel, ya nos estaba esperando en la puerta y desde el primer momento surgió el flechazo entre los dos. Me consta que no se liaron en ese momento, porque por el aquel entonces Ana estaba tonteando con un imbécil. Aun así, se pasaron toda la noche bailando y riéndose las gracias.

Recuerdo que al salir del local Manuel estaba pletórico e ilusionado y desde ese día, no hubo modo de sacármelo de encima. En cuanto llegaba el viernes, me llamaba para ver por dónde iba a ir con “mis amigas” e irremisiblemente, se hacía el encontradizo. Fue un flechazo por coñazo. Tal fue su insistencia que no tardó en sustituir al cretino y comenzó a salir con ella.

No puedo dejar de reconocer que no me gustó, sobre todo porque creía que iba a perderla, pero curiosamente nada cambió. Para todos yo era un pagafantas que se podía dar con un canto en los diente por ser parte del grupo, pero para mí Cayetana, Ana y yo éramos los tres magníficos a los que se pegaban sus novios.

Interiormente sabía, pero no lo quería reconocer que para ellas yo era como el amigo gay al cual podían contar sus andanzas. Puede parecer raro, pero estaba cómodo con ese papel, ya que siendo su confidente conocía de primera mano sus movidas de todo tipo, incluidas las sexuales. Tanto Ana como Cayetana disfrutaban contándome éstas últimas, ya que les divertía comprobar que me excitaban. Para poner un ejemplo de estas confidencias, me tengo que retrotraer a los meses en que Ana salía con el fulano:  

Una tarde que estábamos tomando una cerveza en Santa Barbara, llegó cabreada y al preguntarle el motivo, dijo que tenía un novio que era un parado.

―No te entiendo― recuerdo que respondí.

        Indignada y tomando aire, replicó:

        ―¿Te puedes creer que, después de haberse corrido antes de tiempo, no ha querido repetir?

        Juro que pensé que conmigo no le hubiese pasado, pero en vez de decirle que lo dejara y que me autonombraba candidato a sucederle, contesté:

        ―No me lo creo. Algo le debe haber pasado.

        ―Sí, que es un mamón. Cómo mis padres estaban en el pueblo, quedamos en casa y le estaba esperando vestida únicamente con una camiseta ancha y unas braguitas.

La imagen que se formó en mi mente era demasiado tentadora para no preguntar si no llevaba sujetador. Al oírme y poniendo cara de mala, me dijo que no y que encima estaba tan cachonda que se le marcaban los pezones.

―Yo te hubiera saltado al cuello― le solté visualizando la escena.

―Pues, él no. Al llegar y verme así, en vez de empotrarme contra la mesa, me pidió una Coca Cola.

―Menudo idiota― comenté.   

―Estoy de acuerdo, pero espera que te cuente. Indignada y con mi chocho chorreando, voy a la cocina y se la traigo. Al dársela, va y me dice que si quería podíamos echar uno rápido porque se tiene que ir a estudiar.

«Ese tío es gilipollas», recuerdo que pensé mientras daba un sorbo a mi cerveza.

Mi silencio le permitió continuar diciendo:

―Debí mandarle en ese instante a la mierda, pero estaba tan necesitada que preferí uno que nada y cogiéndolo de la mano, me lo llevé al cuarto.

Pensando en que Dios da pan a quien no tiene dientes,  la azucé a continuar:

―Una vez allí tomé la iniciativa y mientras él se tumbaba en la cama, me puse a bailar mientras le hacía un striptease.

Nuevamente la escena me puso como una moto, pero no dije nada para que Ana siguiera explayándose.

―Te prometo que, si llego a saber lo que me haría, nunca me hubiera quitado la camiseta en plan sensual y menos le hubiese provocado de esa forma.

―¿De qué forma?― dejé caer sabiendo lo mucho que le gustaba recrearse en sus encuentros sexuales.

―Ya sin ella y mostrándole mis pechitos, me los pellizqué con ganas de calentarlo.

―Se debió poner a mil― musité sin aclarar que en ese momento el que estaba hirviendo era yo.

―Mas o menos. La tenía morcillona pero como lo necesitaba erecto, tuve que azuzarlo quitándome las bragas y poniendo mi coño en su cara.

―¿Te lo habrá comido? Yo al menos sería lo que hubiese hecho― pregunté dejando claro mi interés.

―¡Qué mono eres! – y sin ofenderse por mi burrada, me dio un beso en la mejilla, antes de proseguir: ―Eso era lo que pretendía, pero olvidándose de mí el muy cabrón se quitó los pantalones y se puso a pajear pensando que eso era lo que tocaba.

―¿Teniéndote en pelotas y dispuesta, se masturbó? – exclamé indignado.

―Pues sí― confesó.

―Ese tío es bobo.

―Lo sé, pero no se queda ahí. Viendo que se le había puesto tiesa, decidí que al menos erecta me podía empalar con ella y subiéndome a horcajadas sobre él, le pedí que me diese caña mientras me lo clavaba hasta el fondo.

Para entonces, el que estaba como berraco era yo y Ana lo sabía, pero en vez de cortarse se recreó en los detalles diciendo:

―Estaba tan mojada que me empalé sin que el tuviese que hacer nada y ya con eso dentro, me puse a cabalgarlo como a mí me gusta.

Conociendo la predilección de mi amiga por ejercer de cowgirl en el sexo mientras sus parejas se quedan quietos sobre las sábanas, no dije nada mientras soñaba que un día fuera yo a quien montara. Mis ojos debieron traicionarme porque me tomó la mano diciendo:

―Para colmo, tras un par de segundos, el muy imbécil se corrió y cuando quise repetir, me dijo que tenía prisa. Imagínate mi cara cuando veo que se viste y que se va, dejándome cachonda e insatisfecha.

Venciendo mis temores y tan caliente como ella, se me ocurrió decirle que yo le podía ayudar.

―Y lo haces. Sabes escuchar, por eso eres mi mejor amigo. Contigo tengo la confianza de contarte mis cosas sin correr el riesgo que vayas con el cuento a otros o que pienses de mí que soy una puta― dijo mientras se tomaba de un trago su cerveza.

«Como soy un enano, no piensa en mí como hombre», pensé mientras la imitaba vaciando la mía.

Cayetana en cambio era más modosita y tardó más en abrirse, pero cuando lo hizo descubrí que tras esa cara de ángel se escondía una mujer ardiente que también tenía una sexualidad desbordada.

Recuerdo que la primera vez que contó una escena de cama, estábamos los tres en su casa y Ana al ver que estaba extrañamente alegre, preguntó qué le pasaba. Un tanto cortada me miró y sabiendo que nunca me había ido de la lengua, contestó:

―Hoy he hecho mi primera mamada.

―No jodas, cuéntanos― replicó Ana mientras yo me quedaba paralizado porque siempre había soñado con disfrutar de sus gruesos labios mientras me hacía una felación.

Cayetana estaba tan emocionada con la experiencia que no dudó en contestar:

―Borja llevaba tiempo pidiéndome que se la hiciera y hoy se han dado todos los elementos que necesitaba para dar el paso.

Desternillada de risa, la morena le espetó:

―Déjate de monsergas y al grano.

Con una picardía que hasta entonces no había mostrado, replicó:

―Estábamos en la piscina de sus padres y aprovechando que no estaban, nos empezamos a besar. De una cosa pasamos a otra y de pronto me encontré haciéndole una paja.

«Joder con la mojigata», murmuré para mí porque hasta ese momento creí que el sexo era algo vedado en su mentalidad.

―Detalles, quiero detalles― la azuzó Ana.

Colorada hasta decir basta, Cayetana continuó:

―No sé lo que me pasó, pero al verla totalmente dura me apeteció darle un besito.

―Y del beso, pasaste a comértela― riendo la morena le soltó mientras en mi cerebro era mi polla la que recibía esas caricias.

―No fue así. Al posar mis labios en ella, la encontré tan sedosa que no vi nada de malo en sacar la lengua y lamerla.

―Serás cursi. Tan sedosa… di la verdad, era tentador mamársela.

―Yo no soy tan puta― protestó con una sonrisa: ―Era tan suave que usando la puntita recorrí su glande mientras Borja se quedaba callado.

«Qué suerte tienen algunos», exclamé en mi interior.

La rubia ya lanzada prosiguió diciendo:

―Poco a poco, seguí lamiéndosela hasta que de pronto me vi abriendo los labios y metiéndola en mi boca.

―Mentirosa, lo estabas deseando― nuevamente Ana comentó.

―No lo sé, pero os tengo que confesar que, al tenerla ahí, quise experimentar que se sentía al mamársela.

―¿Y qué sentiste?― me atreví a preguntar.

Con las mejillas coloradas, contestó:

―Me gustó y por eso la metí un poco más.

―¿Tu novio qué hizo?

―Nada, Borja es un caballero y se quedó quieto, dejando que yo fuera a mi ritmo. Al no sentirme presionada, comencé a metérmela y a sacármela cada vez más rápido mientras sentía una humedad brutal en mi coñito.

Para entonces, he de decir que, si hubiese habido más confianza, hubiese sacado mi polla y me hubiera puesto a pajear del calentón que llevaba, pero en vez de eso me quedé en silencio.

―Sigue cabrona. Que esta noche, cómo me encuentre con mi novio, me lo follo― señaló también excitada nuestra amiga.

 Alucinando con el estado de Ana, pensé en decirle que, si no se lo topaba con él que me tenía a mí para desfogarse, pero no queriendo que dejara de narrar su experiencia tampoco dije nada.

 A Cayetana esa burrada le dio el empujoncito que necesitaba para confesar que, ya entrada en faena, continuó lamiendo el trabuco de su novio hasta que este le avisó que se iba a correr.

―¿Y?― preguntó Ana sin advertir que bajo su camiseta lucía los pitones en punta.

Con tono dulce pero picante, la rubia prosiguió con su relato:

―Tantas veces has alabado su sabor que me dieron ganas de tragármelo, pero al final no me atreví y me lo saqué de la boca… y eso fue peor.

―No te entiendo – interviniendo replicó su amigota.

Muerta de risa, Cayetana explicó que al correrse su novio fue tanta la potencia con la que explotó que le llenó la cara de esperma.

Por unos segundos, la imagen de los blancos borbotones recorriendo sus mejillas me impactaron y sin poderme contener, a carcajada limpia me uní a ellas …

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