6

Tras desvirgarlo, Altagracia le confiesa el acuerdo por el cual le iban a pagar 100€ si se acostaba con él mientras le pide que no la eche de su lado porque junto a él ha descubierto un placer desconocido. Pedro, el enano, se enfada, pero la perdona apabullado por la belleza y la sexualidad de la mulata.

Para alguien aquejado de enanismo, el estar en la cama con una diosa de uno ochenta era algo que no estaba a su alcance. Por ello mientras Altagracia se afanaba en buscar mi placer usando su boca como si de su sexo se tratase, me quedé pensando en lo raro que era eso.

        Al darse cuenta de que mi verga perdía fuelle y que a pesar de sus intentos no conseguía levantarla, la mulata me preguntó que me ocurría.

        ―No entiendo que has visto en mí― respondí con la mosca detrás de la oreja.

        Sus ojos se llenaron de lágrimas antes de contestar que no me enfadara con ella, pero que tenía que comentarme algo.

        ―¿Qué cosa?― repliqué molesto al saber que lo que me iba a decir no iba a ser de mi agrado.

        Con voz temblorosa, me contó la oferta que Ana y Cayetana le habían hecho y cómo había aceptado.

        ―¿Te has acostado conmigo por cien euros?― indignado pregunté al enterarme.

        Llorando como una magdalena, me prometió que no cogería ese dinero mientras me rogaba que no la echara de mi lado porque jamás en su vida se había sentido tan completa como estando conmigo. La angustia que manaba de su tono me hizo saber que no mentía, pero era tanto el dolor que sentía al saberme engañado que me quedé callado sin contestar.

        ―Te ruego que no me mandes a la mierda. No podría soportar perderte cuando te acabo de encontrar― insistió con expresión desolada: ―Haré lo que me digas.

        No pude mantenerme indiferente a su tristeza y atrayéndola hacia mí, le acaricié el pelo mientras intentaba asumir que a pesar del engaño esa morena sentía algo por mí.

        ― Seré tu puta, tu zorra, trabajaré para ti, follaré con otros por dinero, pero no me dejes― sollozó sin moverse de mi lado.

        ―Nunca te pediría tal cosa― todavía rumiando lo sucedido respondí.

        ―Pero yo lo haría, si tú me lo exigieras― hundida en la miseria, replicó tapándose la cara llena de vergüenza.

        El cabreo que me atenazaba el pecho no era contra ella sino contra el par de zorras a las que consideraba mis amigas e incorporándome sobre la cama, tomé la copa que había dejado abandonada en la mesilla.

        ―Sé que me he portado mal y que me merezco un escarmiento― escuché que me decía.

        ―Así es― repliqué todavía digiriendo mi enfado sin saber el efecto que provocarían mis palabras.

        Confieso que por ello me quedé pálido al ver que la mulata cogía un cinturón de su armario y volviendo a mi lado, me lo daba.

―¿Qué quieres que haga con esto?― pregunté.

A cuatro patas sobre el colchón y poniendo su culo en pompa, me pidió que la castigara. Por un momento estuve tentado en satisfacerla, pero recordando el maltrato que había sufrido con sus anteriores parejas me dije que yo no iba a ser uno más y en vez de ello, usando mis yemas recorrí con cariño las duras nalgas que me ofrecía.

Altagracia creyó que esas caricias eran un mero preludio con el que quería destantearla y por eso temblando como un flan, esperó su escarmiento. Para su sorpresa nunca llegó y en vez de dolor, recibió unos inesperados besos en los cachetes.

―Necesito que me hagas saber que me perdonas y para ello debo sufrir tu castigo― me imploró mientras me daba nuevamente el cinturón para que la azotara.

Soltando una carcajada, separé sus nalgas y lamí su chocho mientras le decía:

―No has hecho nada que se merezcan unos azotes, putita mía.

Sin cambiar de posición, me miró ilusionada.

―¿Sigo siendo tu putita?

―¿Me crees tan idiota para echarte de mi lado cuando eres capaz de hacer estos mojitos?― pregunté sonriendo.

Demostrando una voracidad sexual fuera de lugar, apoyó su cara en la almohada mientras me decía:

―Ya que mi dueño no quiere castigarme, al menos el enano debería echar otro polvo a su negra.

Su descaro me encantó y por arte de magia mi verga renació de sus cenizas. Cogiéndola entre mis manos, tuve que ponerme de pie sobre el colchón para alcanzar su coño y sin mayor prolegómeno, se la ensarté hasta el fondo mientras le pedía que se moviera.

―Dios, ¡qué grande la tienes!― rugió al sentir que la llenaba por completo.

Agarrándome a su cintura, comencé a moverme mientras ella no paraba de reír histéricamente comentando lo que se perdían Cayetana y su amiga al no haberse acostado conmigo.

―Eres un putón desorejado― muerto de risa, repliqué mientras le daba un cariñoso azote en sus ancas.

―Soy tu puta, ¡de nadie más!― exclamó aceptando ese gesto con alegría.

La humedad que de improviso anegó su coño me informó que para ella eso no era maltrato y cediendo parcialmente a sus deseos, marqué el ritmo de mis penetraciones con sonoras pero indoloras nalgadas.

―Muévete, mi zorrita de ébano.

Y dando un pequeño giro a nuestra relación, le espeté que era una orden. Nuevamente, Altagracia se sintió dichosa al escucharme y convirtiendo su coño en una batidora, zarandeó mi polla mientras reconocía su carácter sumiso al decir:

―Mi señor es mi dueño y nada me complacería más que sentir que se derrama en el chumino de su amada negrita.

Su entrega despertó al gran dominante que se escondía dentro de mi pequeño cuerpo y tomando el mando de mis actos, seguí follándomela mientras le decía que se fuera preparando porque esa noche haría uso de todos sus agujeros.

―Mi vida y mi culo son tuyos ― replicó y mostrando nuevamente su facilidad para el orgasmo, se corrió berreando como cierva en celo.

7

Tras una noche llena de pasión, me desperté abrazado a ella y la diferencia de tamaño quedó de manifiesto al percatarme que, habiendo usado sus pechos como almohada, mis pies llegaban a la altura de sus muslos.

―Eres enorme― murmuré al levantar mi mirada y ver que estaba despierta.

―Y tú, un jodido enano― contestó luciendo su mejor sonrisa.

        Esa respuesta en otro caso me hubiese cabreado, pero al ver el cariño que destilaban sus ojos, me reí y pegando un pequeño mordisco en una de sus ubres, le pedí más respeto con su dueño.

        ―Mi señor debe perdonar a su deslenguada negra― respondió mientras ponía su otro pecho para que repitiera en él el mismo tratamiento.

        Satisfecho, mordisqueé durante un par de minutos sus negras tetas mientras recapacitaba que a pesar de la forma en que se había entregado a mí, que no iba a dejarla suelta, no fuera a buscarse otro. Mi insistencia sobre sus pechos provocó que se excitara e impulsada por su extraña forma de amar, me pidió permiso para ser ella.

        ―No te entiendo― respondí.

Con las mejillas coloradas y sin mirarme a los ojos, dijo con tono insegura que, aunque me pareciera extraño, necesitaba demostrar a su dueño quién era en realidad.

―¿De qué hablas?

La morena se tomó unos momentos para contestar:

―Desde niña he soportado que los hombres me observen con deseo y eso me daba asco. En cambio, si tú me miras, me pones cachonda y por eso me gustaría cumplir un sueño.

―¿Qué sueño?

Avergonzada hasta la médula, tartamudeó:

―Mas.. masturbarme frente a ti.

Reconozco que estuve a punto de reírme de ella, pero justo cuando una carcajada pugnaba por surgir de mi garganta, comprendí que tras una vida soportando que la gente se sintiera excitada sin que ella hiciera nada por provocarlo, quería experimentar que se sentía al buscar intencionalmente mi lujuria.

―¿Cómo quieres hacerlo?―  pregunté.

Al oír que no ponía el grito en el cielo y que aceptaba ser su conejillo de indias, abrió el cajón de su mesilla y sacó un instrumento que no reconocí.

―Es un satisfyer― me informó,  pero viendo que me había quedado igual, se tomó unos segundos para explicar que era un succionador de clítoris.

―No tengo ni puta idea de cómo funciona― confesé.

―¿Te importa que te lo explique probándolo?― musitó con voz temblorosa.

―Me encantaría― respondí mientras acomodaba la almohada para no perderme nada de la demostración.

Incorporado y con mi espalda apoyada en el cabecero de la cama, observé que Altagracia dudaba. Decidido a no perderme el espectáculo de verla pajeándose, se lo exigí mirándola a los ojos:

―¿Te importa que piense en ti mientras lo hago?― dijo.

Al escucharla, se me ocurrió añadir otra dosis de morbo a la escena y sabiendo que no se iba a negar, se lo permití siempre y cuando me fuera narrando las imágenes que llegaban a su mente.

Acomodando brevemente sus ideas, la bella mulata me sorprendió diciendo:

―Estoy saliendo de la universidad y escucho que Cayetana me llama desde su coche. Al girarme veo que Ana le acompaña, pero hasta que me acerco no descubro que tú está sentado en el asiento de atrás.

Asumiendo que lo que desea es que intervenga dirigiendo la historia, le digo:

―¿Nos acompañas?

Su sonrisa me reveló que no me había equivocado.

―¿Dónde vamos?, pregunté y sin esperar a que mi dueño me contestara, me subí junto a él. Mi señor me recibió con un beso, un beso casto… muy lejos de esos húmedos y profundos que me regala cuando estamos solos. Molesta, murmuré en su oído si ya no le gustaba su negra.

―Claro que me gustas― repliqué: ― pero tenemos compañía.

Justo en ese preciso instante, Altagracia encendió el satisfyer y mientras a mis oídos llegaba su sonido, continuó:

―Al escucharte decir que te seguía gustando, decidí que no me importaba la presencia de esas dos y tomando tu mano, la puse sobre mi muslo.

Instintivamente, sobre la cama, la mulata abrió sus rodillas.

―Me encantó saber que a ti tampoco te importaban que estuvieran y que lentamente me empezabas a acariciar la pierna con tus yemas.

Con la mirada fija en su coño, vi cómo con dos dedos separaba los pliegues y acercando el cabezal del vibrador lo posaba sobre su clítoris. Al hacerlo, pegó un gemido:

―Estaba todavía esperando que tus caricias se hicieran más atrevidas cuando Ana se dio la vuelta y te pilló subiendo mi falda. Y lejos de enfadarse, te guiñó un ojo dando por sentado que no le molestaba que me tocaras.

―Es mía y solo mía, respondí a la copiloto para acto seguido demostrarle que era así acariciándote por encima del tanga― proseguí yo mientras sobre las sábanas Altagracia incrementaba la velocidad con la que el aparato succionaba su negro botón.

Mi mulata al oírme sollozó y elevando su tono, imitó el acento de mi amiga diciendo:

―No es justo, a mí no me has tocado así nunca.

Muerto de risa y mientras mi pene empezaba a sufrir las consecuencias de lo que estaba viendo, respondí:

―Porque no tienes unas tetas tan grandes y duras como las de mi negra.

La aludida sonrió al continuar:

―Tras lo cual, llevaste tus manitas a una de mis ubres y me regalaste un pellizco. Ana al verlo, se giró hacia Cayetana y tras contarle lo que había visto, se quejó. La rubia sin soltar el volante llevó su mano derecha hasta el pecho de su amiga y la consoló jugando con su pezón con dos yemas.

Confieso que no esperaba que incluyera a mis inseparables compañeras en la historia, pero nunca que las hiciera participar en plan lésbico. Intrigado por cómo iba a terminar, comenté:

― Al ver lo que hacía Cayetana,  te ordené que te desabrocharas la camisa porque quería demostrar a ese par de putas, la belleza de tus senos.

―Sabiendo que me lo pedías porque querías fanfarronear de la novia que involuntariamente ese par de cabronas te habían conseguido, desnudé mi torso dejándome todavía puesto el sujetador negro que me regalaste el segundo día que nos vimos.

«Será zorra, ¡me está diciendo que le regale ropa interior!», pensé mientras observaba como el sudor había hecho aparición en su frente y más excitado de lo que hubiese imaginado, expliqué que aproveché para liberar uno de sus pechos del encierro.

―Al ver que sacabas una de mis tetas, comprendí que tus deseos era que la pusiese a tu disposición y por ello sin impórtame que la zorra de Ana nos estuviera espiando puse mi negro pezón en los labios de mi señor.

―Recibí tu regalo con ilusión, pero confieso que más ilusión me hizo escuchar que desde el asiento del copiloto Ana alababa tanto la forma como el tamaño de tus senos y muerto de risa, la pregunté si quería probar.

Pegando un prolongado gemido, la mulata intervino diciendo:

―La muy zorra me deseaba desde hacía tiempo y por eso al escuchar que le dabas permiso para mamar de mis tetas, no se lo pensó y saltando al asiento de atrás, llevó mi pecho a su boca y comenzó a lamerlo con desesperación.

Riendo por su ocurrencia, tanteé el terreno diciendo:

―Aprovechando que estaba ocupada, metí las manos entre las piernas de Ana y le bajé las bragas.

―Yo también quiero que me las bajes― aulló con el satisfyer haciendo su labor entre sus pliegues.

―Al escuchar a mi negra celosa, me bajé del asiento y me acerqué a ella y con mis dientes desgarré su tanga para que supiera quién mandaba.

―Al sentir la boca de mi pequeño gran hombre destrozándome mis bragas, llevé las manos a la camiseta de tirantes de su amiga y se la rompí en venganza. La muy puta creyó que lo que quería era tener sus téticas a mi alcance y poniendo su cara de fulana se atrevió a poner su minúsculo pechito en mi boca mientras mi dueño introducía un dedo en el interior de su coño. Cabreada porque disfrutara de algo que debía tener reservado únicamente para mí, hinqué mis dientes en el ridículo grano que ella llamaba teta.

Por segunda vez, Altagracia demostró sus celos y queriendo castigarla, le lancé un órdago diciendo:

―Ana berreó de dolor al sentir ese cruel mordisco y te rogó que la soltaras, prometiendo que te resarciría con lo que le dijeras. Viendo que no dabas tu brazo a torcer y que seguía aferrada a su pezón, te ordené que la soltaras. Ana suspiró aliviada al sentir que obedecías, pero entonces y mientras le metía un segundo dedo, la exigí que cumpliera su palabra.

Poniendo al máximo la potencia del satisfyer, la mulata bramó que la historia era suya. Muerto de risa al observar los primeros indicios de placer en Altagracia, le pedí que continuara:

―La puta de tu amiga malinterpretó tus palabras y creyendo que lo que le pedías era el complacerme, hundió su cara entre mis muslos― dijo gritando mientras se imaginaba que el cabezal de plástico que estaba torturando su clítoris era la lengua de Ana.

La calentura de mi negrita me terminó de excitar y mientras cogía mi pene entre mis dedos, continué con la historia diciendo:

―Cayetana que hasta entonces se había mantenido mirando a través del retrovisor, esperando a que le diera entrada, decidió que ella quería participar. Envidiando el hecho de que mi amada mulata recibiera los lametazos de Ana y ella nada, aparcó el coche.

Temblando sobre el colchón, Altagracia continuó:

―La rubia demostró lo guarra que es saltando hacia donde estaba mi dueño y no contenta con separarme de tu lado,  se introdujo tu amada polla en la boca. Pero mi señor sabe que su pene es solo mío y queriendo dar una lección a esa odiosa, la giró sobre el asiento y la ensartó por el culo.

Desde el cabecero vi que mi mulata se había dado la vuelta sobre la cama y me invitaba levantando su trasero. Olvidando mi quietud, me acerqué a ella y separando sus negros cachetes, deposité en su ojete un poco de saliva mientras decía:

―Los gritos de Cayetana exacerbaron tu lujuria y presionando con las manos sobre la cabeza de Ana, la forzaste a profundizar con la lengua en tu chocho.

Dominada por el placer, la morena no se quejó al sentir que jugueteaba con su entrada trasera y ello me dio pie para decir:

―Y demostrando que además de negra era celosa, Altagracia retiró a la rubia de encima de su señor y le pidió que fuera a ella a quien le rompiera el trasero.

Mientras relajaba su esfínter, mi mulata dijo entusiasmada:

―Mi amado dueño decidió que al ser mi primera vez por ese agujero que iba a tener cuidado y acercando su erección hasta mi culo, me desvirgó lentamente.

Siguiendo sus palabras, posé mi glande en el ojete de Altagracia, para acto seguido con un suave empujón insértaselo apenas unos centímetros.

 ―¡Dios!, grité al sentir que mi señor entraba en mí y temerosa de que me desgarrara por dentro le pedí que lo hiciera con prudencia.

Curiosamente, su negro culazo iba absorbiendo mi miembro con apenas dificultad. Por ello con un breve movimiento de caderas profundicé en sus intestinos mientras con los ojos cerrados, la mulata comentaba que su amado enano comprendió que estaba lista y que, cediendo a su lujuria, aceleró buscando su placer.

―Muévete, zorrita mía. Marca tú el ritmo― susurré olvidando la historia.

Pero ella al escucharme, gritó:

―Al ver mi señor que no obedecía, levantó su mano y cruelmente golpeó mi negra nalga, diciendo que era una desobediente.

Supe que me estaba retando y pensando que quizás no creía que le hiciera caso, decidí darle un escarmiento y con todas las fuerzas que pude descargué un doloroso azote sobre una de sus nalgas.

―La negra se sintió morir de placer al experimentar el dolor que su amado le había proporcionado y sabiendo que era un buen hombre y que nunca le haría daño a propósito, le gritó que si eso era la nalgada más dura que un enano podía regalar a su sumisa.

Desconozco que pudo más, si la humillación como hombre al dudar de mi fuerza o si la constatación de su condición de sumisa había conseguido despertar mi lado siniestro, lo cierto es que alzando nuevamente mis manos alternativamente golpeé con fiereza sus negros cachetes mientras aceleraba las incursiones de mi miembro dentro de su culo.

Altagracia, gritando que por fin su dueño trataba a su zorra como se merecía, se corrió sobre las sábanas. Supe que me estaba pasando y que quizás jamás me lo perdonaría, pero olvidando esos reparos no paré de castigarla hasta que mi pene explotó llenando de blanca lefa los intestinos de mi mulata.

Ya saciado, salí del trance y me encontré a Altagracia con el culo en carne viva. Aterrorizado por lo que había pasado, le pedí perdón, pero entonces esa preciosa pero extraña mujer llorando de alegría, me dio las gracias por complacerla.

―Te he maltratado― sollocé desmoralizado.

Pero entonces, tomando mi mano, la besó diciendo:

―Lo único que has hecho es aceptarme como soy. No es tu culpa que además de negra, yo sea puta y de vez en cuando, ¡sumisa!

Pensando en ello y sin contestar, cerré los ojos avergonzado con lo sucedido pero excitado al saber que al abrirlos Altagracia iba a estar desnuda y dispuesta a satisfacer hasta el último de mis deseos.

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