5

Siguiendo con el plan Ana y Cayetana le presentan a Altagracia, una preciosa mulata, sin saber que esta chavala se quedaría prendada del enano y que se acostaría con él de motu proprio sin pensar en el dinero que le habían prometido.

Ajeno a los planes que mis amigas habían urdido, ese viernes como tantas veces aparecí por Cats sin otra intención que tomar unas copas. Sin saber que mi estreno en el plano sexual estaba cerca, saludé a Ana.

        ―Pedro, ¿conoces a Altagracia?― señalando a una latina de grandes tetas y piel oscura, me preguntó.

        Aunque había visto a esa chavala deambulando por los pasillos, nunca había hablado con ella, por lo que extendí mi mano regordeta para saludarla un tanto cortado por su altura. No en vano, esa mulata era altísima. Ella riendo a carcajada limpia se agachó y me dio un beso en la mejilla sin caer en que al hacerlo y desde mi ángulo me regalaba una completa y calenturienta visión del canalillo de sus ubres.

         «¡Menuda delantera!», pensé mientras el perfume barato que se había puesto impregnaba mis papilas.

        La chavala se percató de mi mirada haciéndome enrojecer, pero lejos de tomárselo a mal acomodándose los pechos dentro del top que llevaba me hizo saber que no le importaba diciendo:

        ―¡Qué mono eres!

        Ese desparpajo junto con su acento caribeño me encantó y aunque pensé en quedarme con ella, mi timidez me lo impidió y en vez de ello,  fui a la barra a pedir un ron. Como otras veces, me preparé a escalar un taburete para llamar al camarero, pero en ese momento sentí que alguien me izaba en volandas y me ayudaba a sentar.

        Cabreado, iba a mentar la madre a mi inesperado bienhechor cuando al girarme me encontré que la muchacha que me acababan de presentar era quien se había tomado la libertad de tomarme al vuelo.

        ―Mucho mejor así― dijo la chavala mientras se sentaba a mi lado.

        ―¿A qué te refieres?― pregunté cortado viendo que, contra de lo que era usual, esa monada no se sentía repelida por mi presencia.

        Sonriendo de oreja a oreja, respondió:

        ―Me gusta mirar a los ojos a los amigos y sentados no parece que te llevo tantos centímetros.

        Que ya me considerara su amigo, me extrañó. Pero dada mi carencia de ellos y el atractivo que destilaba por sus poros decidí aceptarlo:

        ―Guapetona, ¿quieres tomar una copa?― pregunté mientras me forzaba a retirar mi vista de su tetas.

        ―No, mi amor. Tengo el vaso lleno― respondió.

Sentada era menos impresionante y por ello pude establecer una conversación más o menos tranquila con ella, conversación en la que al fin pude hasta resultar encantador sin que se me notara la atracción que me provocaba y aunque suene un farol, creo que ella disfrutó de mi compañía.

Todo se torció al cabo de una hora cuando, en un gesto que a otros pudiera resultar normal, tomó mi mano. Nuevamente nada me había preparado para ese contacto y menos para que mirándome a los ojos me preguntara si tenía novia.

        ―¿Te crees que existe alguna mujer que se pueda sentir atraída por mí?― respondí enfurruñado.

        ―No todo es el atractivo físico― sin dejar de sonreír contestó.

        De muy mala leche y retirando la mano, le solté que eso solo lo decía la gente guapa pero que como enano tenía que ser consciente de mis limitaciones.

        ―¿Me consideras guapa?― entornando los ojos dejó caer mientras recuperaba mi mano.

        ―Lo eres― repliqué totalmente avergonzado al notar que, aunque pareciera imposible, esa preciosa morenaza estaba tonteando conmigo.

        Sin dar su brazo a torcer en plan coqueta se levantó del taburete y luciendo su cuerpazo, me preguntó que parte de su anatomía era la que más me atraía.

        ―Tienes un culo impresionante― reconocí con tono inseguro.

        Para mi sorpresa, esa preciosidad se tomó a bien ese piropo y volviendo a su asiento, me soltó:

        ―Pues fíjate, aun así, yo tampoco tengo pareja.

        ―Será porque te tienen miedo― contesté.

        Por enésima vez en los cinco minutos que la conocía, la morenaza me descolocó al preguntar si a mí me pasaba eso.

        ―No creo que nadie se sienta intimidado con mi estatura.

        Muerta de risa, acercó su silla y con su cara a escasos centímetros de la mía, susurró:

        ―Quería saber si a ti también te doy miedo.

        Todavía hoy no sé cómo me atreví, pero sin retirar la mirada de sus negros ojos respondí:

―Para nada, eres preciosa.

Mi respuesta le hizo gracia y demostrando lo halagada que se sentía con mis palabras, me dio un pico en los labios mientras me decía:

―Eres tan encantador que te comería entero.

Ese sencillo gesto desarboló todas mis defensas y asumiendo que estaba siendo objeto de una broma, le pedí que no me tomara el pelo y me dejara en paz.

―¿Te crees realmente que eso hago?― molesta replicó mientras tomaba su vaso y me dejaba solo: ―Eres igual que todos. En cuanto me abro a un hombre, sale corriendo. 

Confieso que no me esperaba ese cabreo y por ello me quedé mirando como cruzaba la disco y se sentaba meditabunda en un rincón.

―¿Qué coño le has dicho?― me llegó Ana al ver la escena.

Todavía con la mosca detrás de la oreja, respondí que estaba cansado de que se rieran de mí y que no me creía que estuviera interesada por mí.

―Creo que te equivocas con ella.  Altagracia es una buena chica que lo ha pasado muy mal desde que su último novio distribuyó fotos suyas desnuda por medio Madrid.

―¿Y qué tengo que ver yo en ello?

―Nada y mucho. Le he hablado de ti, de lo buena persona que eras y lo mucho que me has ayudado. Te puse como ejemplo para que supiera que hay chavales decentes. Es más, aceptó mi invitación cuando le expliqué que tu ibas a estar aquí.

―No lo sabía― siéndome una piltrafa, musité.

―Vete a disculpar― señalando a la morena que parecía a punto de llorar, me ordenó.

Abochornado por mi falta de tacto, bajé del taburete y metiéndome entre la gente, fui en su busca. Altagracia no me vio llegar y por eso le sorprendió escucharme decir que lo sentía mientras acariciaba su melena rizada.

―¿A qué vienes? Puedo soportar que la gente piense que soy un putón, pero no que me rio de un pequeñajo.

―No soy un pequeñajo, soy un enano que además es un idiota… que no está acostumbrado a que nadie lo trate bien― contesté: ―¿Podemos volver a empezar? Me llamo Pedro y ¿tu?

―Altagracia, otra idiota que tampoco ha recibido mucho cariño últimamente.

―Si me dejas, tengo mucho cariño que dar― respondí y lanzándome directamente al precipicio le devolví el dulce beso que me había regalado ello unos minutos antes. Todavía no comprendo como tuve el valor de hacerlo. Era suicida. 

―¿Te importaría acompañarme a casa? Se me han quitado las ganas de estar aquí― con la sonrisa que me había deslumbrado, preguntó.

―Siempre y cuando me eches antes de las doce. Tocando las campanadas, mi disfraz desaparece y me convierto en un rubio príncipe que las trae locas.

Con una tierna pero triste sonrisa, me lo prometió quejándose de que había pensado en pasar la noche conmigo, ya que estaba sola porque sus padres habían salido de la ciudad.

―¿Ahora sí que me estás tomando el pelo? ¿Verdad?

Con una carcajada, me replicó si estaba seguro de que no era una oferta seria.

―Me encantaría que fuera así, pero lo dudo.

Demostrando un descaro desconocido para mí, me tomó de la mano y me llevó fuera del local, diciendo:

―Tienes hasta media noche para averiguarlo.

Mis ciento veinte centímetros resultaron una ventaja porque dada la diferencia de tamaño el culo de esa impresionante mulata fue lo único que vi hasta salir a la calle. Ya en la cera, me preguntó si tenía coche.

―Una mierda, pero al menos anda― respondí abriendo mi destartalado Ibiza.

Mientras me encaramaba a mi asiento, se sentó en el suyo diciendo que me quedara claro que si se convertía en mi novia quería que a partir de esa noche le abriera la puerta.

―¿Te han dicho que estás como una puta cabra?― despelotado por su ocurrencia respondí.

Riéndose descaradamente de mí, me replicó:

―Acaso esta negra no es lo suficiente mujer para soñar que mi adorado enano me pida salir.

―Estás jugando con fuego… este enano puede ser muy perverso― dije mientras encendía el motor.

Al ver que no me contestaba la miré y descubrí que observaba con interés la adaptación que me permitía conducir.

―Es un acelerador de moto. Como verás, no llego a los pedales.

Lejos de cortarse al verse descubierta, me respondió que le encantaba comprobar que sabía superar sus limitaciones y que le gustaría ser como yo.

―¿Un puto enano?

―No, tonto. Una persona que no se deja vencer por los problemas― respondió mientras me decía la dirección de su casa.

Por alguna razón después de darme las señas, esa monada se hundió en un mutismo tan raro como completo. Desconociendo la mentalidad femenina creí que se había arrepentido y por ello al llegar a su portal me despedí de ella.

―¿No subes?

El tono desolado de su pregunta me destanteó y apagando el coche, le pedí que se quedara sentada. Intrigada por mi petición, me obedeció y dándome prisa, bajé del coche y le abrí la puerta.

―¿Me estás pidiendo que salga contigo?― ilusionada murmuró al ver mi gesto caballeroso.

Imitándola, respondí:

―Tienes hasta media noche para averiguarlo.

Me encantó comprobar su alegría, pero no que alzándome del suelo Altagracia me besaba mientras mis pies quedaban a casi un metro de altura. Aun así, respondí con pasión y por primera vez en mi vida, mi lengua jugueteó con la de una mujer dentro de su boca.

―Bájame― le pedí cuando nuestro beso terminó: ―No querrás que me rompa la crisma.

No tuve que volvérselo a decir porque o bien comprendió mi embarazo o mis treinta y ocho kilos eran demasiados para tenerme en volandas.

―Ven, acompáñame― alegremente me pidió mientras subía las escaleras de dos en dos.

Al no poderle seguir el ritmo, me atrasé y tras perderla de vista, asumí que el apartamento donde vivía era el único que cuya puerta estaba entornada.

―¿Altagracia?― pregunté tocando antes de entrar.

―Pasa… perdona, pero estaba sedienta… estoy preparando unos mojitos.

Tras subir a trompicones los dos pisos estaba con flato, pero lo que me dejó sin resuello fue encontrarme con que en los pocos segundos que había tardado en llegar se había cambiado.

¡Descalza y con solo una camiseta cubriendo su casi metro ochenta estaba moliendo hielos en mitad de la cocina!

Al ver mi cara de sorpresa, me pidió que me sentara en el sofá mientras terminaba las bebidas. Aceptando su sugerencia, me puse cómodo mientras observaba el modo en que meneaba su pandero bailando al son de la música mientras mezclaba el ron con el zumo de lima y la hierbabuena.

«Dios, ¡qué buena está!», me dije ensimismado admirando la perfección de esos negros muslos con los que la naturaleza la había dotado.

 Ajena al minucioso examen al que la estaba sometiendo, Altagracia no paró de hablar mientras elaboraba la que según ella era su especialidad.

―¿Sabes que eres el primer hombre que traigo a casa?― dijo de vuelta al salón y tras ponerme un mojito en mis manos, se sentó en el suelo.

―Será porque no me tienes miedo― respondí al tiempo que cataba esa especialidad cubana.

―¿Te gusta lo que te prepara tu negra? – preguntó con su desparpajo habitual y antes de que pudiera hacer algo por evitarlo, llevó sus manos a mis zapatos y me los quitó.

―¿Qué haces?― respondí impresionado por la naturalidad de la mulata al hacerlo.

―Cuidar a mi hombre― susurró mientras acariciaba mis pies con sus dedos.

Que se refiriera a mí así, me sonó a música de Beethoven y por ello no caí en las dos lágrimas que en ese preciso instante recorrían sus mejillas.

―¿Qué te ocurre? – pregunté al darme cuenta.

Secándoselas con la camiseta, contestó:

―Estoy feliz de haberte pedido que vinieras. Eres un cielo. Cualquier otro al que hubiese invitado, ya estaría tratando de aprovecharse de mí.

Su tono ilusionado me hizo saber que su vida tampoco le había sido fácil y tomándola de la barbilla, le susurré al oído:

―¿Quién te ha dicho que no pienso hacerlo?

La suavidad de mi voz desmoronó a la mulata y con una sonrisa, me rogó que no me convirtiera en el rubio príncipe porque le gustaba tal y como era. Enternecido, se lo prometí siempre y cuando ella no se convirtiera en la bruja mala del cuento.

―Puedo ser muy buena― respondió y para demostrar con hechos sus palabras, se agachó.

Ni en mis sueños más guajiros me hubiese imaginado que esa noche, separando sus labios, esa monada comenzaba a recorrer con su lengua los dedos regordetes de mis pies mientras me imploraba que fuera buena con ella. No me acompleja reconocer que me excitó sentir como se los metía en la boca y se recreaba lamiendo algo que a otra mujer le hubiese al menos repelido.

        ―Llevo más de una hora soñando con esto― levantando su mirada señaló con una alegría tan intensa que parecía producto de alguna extraña paranoia.

        Mi inexperiencia me impidió reaccionar y mientras Altagracia embadurnaba con su saliva mis pies, en silencio advertí que esa chavala se iba calentando exponencialmente sin que yo tuviese que hacer nada.

        ―Dime que quieres que sea tu novia― sollozó restregando las piernas entre sí en un intento de demorar su clímax.

«No me lo puedo creer», me dije al descubrir en ella los primeros síntomas del orgasmo.

A los pocos segundos comprobé que no me equivocaba porque pegando un prolongado gemido Altagracia comenzó a convulsionar de placer.

―Lo siento mi amor… ¡me corro!― chilló retorciéndose en el suelo.

Sus palabras despertaron mis sospechas, sospechas que quedaron totalmente confirmadas cuando, al terminar de correrse y mientras seguía despatarrada frente a mí, me rogó que no me enfadara con ella.

―¿Por qué debería enfadarme?― pregunté.

―Amor, me he corrido sin tu permiso― todavía con la respiración entrecortada respondió.

Para mi sorpresa comprendí que, tras una vida marcada por los abusos, la mulata había desarrollado una dependencia por sus parejas y que, acostumbrada a la violencia, veía en mi comportamiento tranquilo y tierno una nueva forma de dominio contra la que no sabía actuar.

«Sabe cómo reaccionar a la coacción, pero ante el cariño está indefensa», sentencié al observar que Altagracia me miraba fijamente como si esperara unas órdenes que no llegaban.

―Nunca podía enfadarme con una princesa― susurré haciendo tiempo para asimilar lo que estaba sucediendo.

Por el brillo de su mirada confirmé que mis conjeturas tenían bases sólidas y que quizás pudiera hacer que bebiera de mis manos, usando un poco de inteligencia.

―Dios, esto está buenísimo― dije terminándome el mojito: ―No sé qué me apetece más, si beberme otro o comerte la boca.

―¡Puedes tener ambos!― contestó y lanzándose sobre mí, me besó haciéndome gozar de sus carnosos y exuberantes labios mientras en el interior de su mente trataba de digerir la atracción que sentía por un enano.

A pesar de mi novatez en esos asuntos, no perdí la oportunidad de amasar sus pechos y más cuando escuché el berrido que pegó al notar que cogía uno de sus pezones entre mis yemas.

―Relájate y disfruta. Te lo has ganado― murmuré en su oído mientras con una de mis manos le subía la camiseta.

Altagracia tomó mi sugerencia como una orden y se mantuvo quieta, pero expectante mientras se la terminaba de quitar.

―Sé bueno conmigo― insistió con la respiración entrecortada al comprobar que acercaba mi boca a sus tetas.

―Eres tú la que me debe tener paciencia, ¡es mi primera vez!― respondí metiéndome una de sus erizadas areolas en la boca.

Al confirmar mi virginidad, algo en su cerebro hizo crack y con una ternura apabullante me pidió que me pensaba el entregarle ese regalo.

―No tengo que pensármelo― dije retirando mis labios de su pezón

―Soy un putón que ha estado con muchos― respondió.

Sonriendo tiernamente, contesté:

―Puede ser, pero ahora eres mi novia.

Durante unos segundos, se quedó paralizada:

 ―Amor mío, ¿te importaría que nos fuéramos a mi cuarto?― susurró con una timidez que nada tenía que ver con su desfachatez inicial.

Mi sonrisa la hizo reaccionar y por segunda vez en la noche, Altagracia me tomó en sus brazos y me llevó hasta su cama donde me depositó suavemente sobre las sábanas.

―¿Te importaría hacerme el amor?― musitó excitada.

No tuve que ser un genio para saber qué era lo que esa preciosidad necesitaba y quitándome la camisa, con tono firme pero dulce, le pedí que se desnudara ante mí.

Durante unos segundos la mulata se quedó mirando mi torso desnudo. En su rostro descubrí que no había rechazo sino atracción y eso me dio el valor para quitarme los pantalones mientras ese pedazo de hembra contemplaba con fascinación el bulto que crecía bajo mi calzón.

―Eres un muñeco― dijo con voz temblorosa.

―Te he pedido que te desnudes― repetí mientras me sentaba en el borde del colchón.

En esta ocasión, no tardó en obedecer y ante mis ojos se despojó de la camiseta.

―Tienes unos pechos maravillosos― mascullé totalmente excitado.

La entonación de mi voz le informó de lo mucho que me gustaba esos dos negros cántaros y en plan coqueto los lució ante mí haciéndolos rebotar dando unos pequeños saltos. Hipnotizado por esas bellezas no me percaté de la mancha de humedad que crecía en sus bragas hasta que mi nueva amiga se acercó juntó a mí diciendo que eran míos. Y es que al ponerse tan cerca,  su coño quedó a la altura de mi cara.

―Quítate las bragas― pedí desde la cama.

Altagracia contestó con un gemido de deseo a mi orden y mirándome fijamente a los ojos las fue deslizando mientras me rogaba otra vez que la tratara bien. Su fijación me hizo asumir el maltrato al que la habían sometido sus parejas y por ello al comprobar que se la había quitado, le rogué que se aproximara.

El aroma a hembra necesitada llegó a mis papilas cuando puso su denso bosque a escasos centímetros de mí demostrando nuevamente su urgencia. Me preocupó no estar a su nivel y resultar un fracaso como amante.

―Nunca me he comido un chumino― murmuré y sacando la lengua, le regalé un primer lametazo.

Ni siquiera escuché su sollozo, al estar concentrado en las sensaciones que el sabor agridulce provocaba en mí . Tras analizar lo que sentía durante unos instantes, sentencié que me encantaba y ya lanzado me puse a paladear a conciencia ese manjar.

―Mi amor, ¡no hace falta que complazcas a tu negra!― exclamó descompuesta haciéndome ver que además de maltratarla sus amantes no habían buscado nunca su placer.

 ―Túmbate en la cama― dando una palmada sobre el colchón, le pedí.

Extrañada con que no intentara aliviar mis necesidades antes que la suyas, obedeció y colocándose en mitad de la cama, esperó pacientemente a que yo me terminara de desnudar para ver que le tenía reservado. Lo que sé que nunca se previó fue que recordando la fijación que había demostrado, me dedicara a besar los dedos de sus pies mientras alababa su belleza.

Ante mi sorpresa, Altagracia se corrió en cuando metí el primero en mi boca y convencido de que eso era lo que esa monada era lo que necesitaba, con una determinación que me dejó acojonado fui lamiendo uno tras otro mientras su dueña se retorcía de placer.

―Mi amor, mi dueño, mi señor― sollozó la mulata presa de la lujuria al experimentar que practicaba con ella su fetiche.

La entrega que estaba demostrando me dio el valor de continuar por sus tobillos y mientras mi indefensa victima unía un orgasmo con el siguiente, fui subiendo por sus muslos.

―Por favor, hazme tuya― me imploró al sentir que mi lengua se acercaba a su sexo.

La evidente calentura de la muchacha me dio una rara tranquilidad al saberme al mando y en vez de cumplir su deseo, entre los hinchados pliegues de su coño, busqué mi objetivo.  A pesar de mi inexperiencia, no tardé en encontrarlo y al comprobar que lo tenía totalmente hinchado e inhiesto, me dediqué a mordisquearlo suavemente.

Altagracia se corrió nuevamente al sentir la acción de mis dientes sobre su clítoris, pero en esta ocasión su orgasmo fue explosivo y ante el pasmo de ambos, bañó mi rostro con el geiser que brotó del interior de su cueva.

Por un momento creí que se había meado, pero al comprobar su sabor supe que ese manantial intermitente era su flujo y con mayor determinación me puse a devorarlo.

―Me estas matando― aulló mi presa mientras se pellizcaba los pechos con una fiereza que me preocupó. Pero lejos de paralizar mis maniobras el ver el modo en que se torturaba sus pezones me hizo extender todavía más mi ataque, metiendo una de mis yemas en su chocho.

Su chillido de gozo resonó entre las cuatro paredes de la habitación y ante mis ojos, su cuerpo colapsó de placer mientras sus manos buscaban mi miembro. Al tomar posesión de mi erección, se volvió loca. Cambiando de posición, me tumbó sobre las sábanas sin pedir mi opinión y usando mi verga como ariete demolió de un golpe la última de sus defensas empalándose con ella.

 Juro que me hubiese gustado que hubiese sido más lenta la primera vez que penetraba a una hembra, pero nada pude hacer cuando Altagracia empezó a cabalgar desbocada sobre mí mientras me rogaba que me uniera a ella.

―Muévete, putita mía― me atreví a comentar al ver que disminuía el galope.

Ese involuntario bufido exacerbó la lujuria de la morena y mientras se clavaba una y otra vez mi pene, me rogó que lo repitiera.

―¿Qué quieres que repita?― pregunté desconcertado.

Con lágrimas en los ojos, replicó:

―Que soy tu puta, tu negra, tu hembra.

Asustado por la lujuria que destilaba su voz, no pude más que complacerla y llevando mis regordetas manos a sus nalgas, elevando mi tono, repetí lo que me había pedido:

―Eres mi puta, mi negra y mi hembra.

El placer la dominó al escuchar mis palabras y sin que nada me hubiese podido avisar de lo que se avecinaba, Altagracia se desmayó sobre mí con mi polla incrustada en su interior.

«Joder, ¿ahora que hago?», pensé mientras intentaba respirar, ya que su cuerpo pesaba demasiado.

Haciendo un último esfuerzo, pude echarla a un lado y entonces fue cuando realmente me preocupó al ver espuma en su boca y que no reaccionaba. Aterrorizado, empecé a zarandearla.

―Despierta― le pedí mientras decidía si llamar a un médico.

Afortunadamente, la mulata abrió los ojos y emocionado al haberla recuperado, la besé recriminándola el susto que me había dado, pero entonces luciendo una dulce sonrisa susurró:

―Mi pequeño gran hombre ha brindado una lección a su zorrita.

―No soy pequeño, soy un enano― respondí ya más tranquilo y riendo a carcajada limpia, le informé que todavía no me había corrido.

Con una felicidad desbordante, cogió mi verga entre sus dedos y me dijo que eso había que solucionarlo.

―¿Cómo piensas hacerlo?― pregunté despelotado.

Acercando su boca a mi erección, buscó complacerme…

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