Capítulo 2.

Mi hermano.
Estaba todavía abrazado a ellas, cuando escuché el timbre del chalet. Y antes que me diese tiempo de levantarme, vi a Dhara salir corriendo de la cama mientras se ponía una bata encima. Creyendo que sería un error porque no esperaba ninguna visita, me relajé acariciando a Samali, la cual, recibió con gozo mis mimos y pegándose a mí, buscó reactivar la pasión de la noche anterior. Mi pene salió de su letargo en cuanto sintió la presión de su mano recorriendo mi piel.
“Qué gozada”, pensé al leer en sus ojos el deseo y forzando con mi lengua sus labios, separé sus piernas y viendo que estaba dispuesta, la ensarté dulcemente.
No llevábamos ni medio minuto haciendo el amor, cuando su hermana entró en la habitación y poniéndose de rodillas junto a la cama, dijo:
-Esposo nuestro, un hombre que dice ser su hermano le espera en el salón-.
Me quedé helado al comprender que Javier se había enterado de mi vuelta y comprendiendo que cuando le contara que me había casado, se iba a cabrear, decidí bajar y enfrentarme a él. No en vano era mi hermano mayor y desde que nuestros padres habían muerto en un accidente, su mujer y él me habían acogido en su casa hasta que tuve edad de independizarme.
Al explicarle a las dos mujeres quien era y que no había tenido tiempo de informarle de nuestra boda, se quedaron aterrorizadas al no estar presentables ni tener nada preparado para ofrecerle y levantándose ipso facto, se pusieron a arreglar. Yo en cambio, solo me puse un pantalón y una camisa antes de bajar por las escaleras e ir al salón.
Javier, mientras me esperaba, se había calentado un café en el micro. Debía de estar extrañado que le hubiese abierto la puerta una muchacha hindú y por eso cuanto me vio entrar por la puerta, con una sonrisa, me soltó:
-No me puedo creer que te has traído una criada desde allá. No sabes lo difícil que va a resultar arreglarle los papeles-, en su tono descubrí que estaba preocupado por el poco criterio que su hermanito demostraba.
-No es mi criada-, contesté.
-Ah, ya me extrañaba. -, suspiró más tranquilo al pensar que era un ligue. -Tengo que reconocer que tienes gusto para las mujeres, esa cría está buenísima-.
Sin saber cómo plantearle el asunto, me serví otro café antes de aclararle la verdadera naturaleza de su presencia. Estaba a punto de empezar cuando las dos hermanas entraron en la habitación y sin darme tiempo a reaccionar, se arrodillaron a sus pies.
Mi hermano, completamente alucinado, me miró buscando respuestas a ese comportamiento, momento que aproveché para decirle:
-Javier, te presento a Dhara y a Samali mis esposas-.
-¡Me estás tomando el pelo!-, contestó sin acabárselo de creer.
Incrementando su estupor, Samali, la mayor, se levantó y besando su mano, le soltó:
-Es un honor, recibir en casa al hermano de nuestro marido. Solo espero que le disculpe por no haberle avisado de nuestra boda pero la urgencia de su vuelta a España, hizo que fuera imposible tener tiempo para hacerlo-.
-¡No me lo creo!-, exclamó indignado.
Dhara eligió ese momento para presentarse e incorporándose lo besó, diciendo:
-Comprendo su disgusto, pero si tiene que enfadarse con alguien es con nosotras.  A mi hermana y a mí nos resultaba imposible aplazar la boda y por eso, nos casamos este domingo-.
Que me hubiese casado, pase. Que fuera con dos mujeres, le cabreó. Pero saber que me había desposado con dos hermanas, le hundió y sentándose en un sillón, me pidió un whisky.
-Son la diez de la mañana-, respondí.
-¿Te extraña que necesite una copa después de lo que me habéis contado?-.
Sin esperar que se lo pidiera, Samali se dirigió al bar y poniendo dos, nos los trajo. Al ver que me sentaba al lado de mi hermano, las dos mujeres se arrodillaron frente a nosotros porque  querían ser testigos de la explicación y así no meter la pata.
Su presencia me obligó a mentir a Javier. No podía avergonzarlas en frente de mi hermano y por eso, sabiendo que se iba a enfadar no le hablé del engaño del cura sino que le dije:
-Siento no haberte avisado  pero si te lo hubiera dicho, hubieras intentado que recapacitara. En cuanto las conocí, me enamoré de ellas y supe que no podía elegir a una dejando a la otra. Como su familia estaba de acuerdo, me casé el mismo día que me venía. Sé que es difícil de comprender, pero antes de que hables quiero que sepas que nada de lo que digas va a hacerme cambiar de opinión-.
-Estás como una puta cabra-, me soltó y poniendo cara de angustia, dijo: -¿Cómo cojones le voy a decir a María lo que has hecho?-.

-Si usted lo prefiere-, intervino Samali,-deje que seamos nosotras quienes se lo digamos. Su mujer lo comprenderá mejor si lo oye de nuestros labios. Mi hermana y yo le explicaremos que nuestro amor es puro y que en modo alguno nos hemos visto forzadas. Haga como si no sabe nada y esta noche, buscaremos el momento mientras vienen a cenar. Usted solo debe decirle que su hermano ha aparecido en España con dos amigas-.

Viendo una salida, Javier aceptó y terminándose la copa de un trago, se despidió preguntando a qué hora era la cena:
-A las nueve les esperamos en esta, su casa-, contestó la pequeña de las dos, acompañándole hasta la puerta.
Nada más desaparecer mi hermano, las dos mujeres me preguntaron un tanto confusas porque me había inventado esa historia.
-Os quiero a las dos y según la mentalidad europea, si cuento que os conocí el día de la boda, pensarían que os he comprado-.
-Pero eso es lo que ha hecho. Pagó nuestra dote, liberándonos de un destino horrible-, preguntó extrañada Samali. -Su acción lejos de merecer reproche, le dignifica-.
-Según vuestra forma de pensar, sí. Pero según la española, nunca considerarían valido este matrimonio y os verían como algo digno de lástima-.
-Aunque no lo comprendo… entonces-, preguntó Dhara, -¿ha mentido para darnos un lugar y que nadie nos menosprecie?-.
-Así es-, respondí.
Tras recapacitar durante unos instantes, las dos hermanas sonrieron y cogiéndome del brazo, me llevaron escalera arriba.
-¿Dónde vamos?-, pregunté al ver su alegría.
-A intentar darle un hijo al mejor de los hombres-, respondieron mientras me bajaban la bragueta del pantalón.
Ni siquiera dejaron que me tumbara. Arrodillándose a mis pies, las dos hermanas compitieron con sus bocas a ver quién de las dos podía absorber más cantidad de mi pene en menos tiempo. No me cupo ninguna duda que Samali ganó, porque fue ella la que consiguió introducirse mi extensión obligando a Dhara a conformarse con mis testículos. La visión de esas dos preciosidades prostradas mientras buscaban mi placer, hizo que me excitara alcanzando una erección como pocas veces había experimentado. Ellas, al comprobar el resultado de sus caricias, como posesas, buscaron extraer el jugo de mi sexo.
Avergonzado, noté que el placer se acumulaba en mi interior y temiendo eyacular antes de tiempo, les pedí un respiro:
-Tranquilas, si seguís así, me voy a correr-.
-Eso queremos-, contestó la pequeña dejando por unos instantes sus mimos, -riegue con su simiente la boca de mi hermana, que luego ya tendrá tiempo de hacer germinar nuestros vientres-.
Su completa entrega fue la gota que colmó mi vaso y dando un suspiro, dejé que mi pene soltara la tensión que en ese momento me dominaba. Samalí aceptó la ofrenda con gozo y saboreando mi semen como si fuera un manjar, se lo bebió gimiendo de placer. Acababa de limpiar con su lengua mi última gota, cuando me vi forzado a tumbarme y desde esa posición, observé como mis dos mujeres se desnudaban sensualmente. La primera en terminar fue la pequeña que lanzándose sobre mí, restregó su delicado cuerpo contra mi piel, consiguiendo reactivar mi maltrecho pene. Ni siquiera esperó a que descansara, abriendo sus piernas, se fue empalando lentamente hasta hacerlo desaparecer en su interior.
-No es justo-, protestó su hermana, -soy la mayor y por lo tanto, debe ser a mí a quien posea en primer lugar-.
Dhara, moviendo sus caderas, le sacó la lengua y dirigiéndose a mí, dijo: -¿Verdad que me toca a mí?-.
No le contesté. No debía entrar en ese juego, por lo que, para evitar males mayores, cogí a Samali de la cintura y le dije:
-Quiero devolverte el placer-.
La muchacha se rio y pasando su pierna por encima de mi cabeza, puso su sexo en mi boca. Por mucho que lo viera, no podía acostumbrarme a su belleza y haciendo caso a lo que me pedía el cuerpo, separé sus labios y con la lengua, la penetré. Samali suspiró al ver hoyada su abertura y olvidándose de la afrenta sufrida, besó a su hermana mientras disfrutaba de mis caricias. Buscando alargar mi penetración, me concentré en el clítoris que tenía a mi alcance y con suaves mordiscos, fui torturándolo hasta oír los gemidos de su dueña. El sabor de ella recorrió mis papilas, impregnando mi paladar de un dulzor imposible de describir. De su cueva no tardó en brotar un arroyo espeso, antesala al clímax que se estaba gestando en su interior. Al notarlo, aceleré los movimientos de mi lengua, recogiendo cual cuchara el flujo que la muchacha me brindaba.
Samali frotando su sexo contra mi boca, se derritió dando gritos, consiguiendo adelantarse a su hermana en la carrera de ser la primera en correrse, tras lo cual, bajándose de mi cara, se acostó a mi lado, y cogiendo un pezón de la hermana, lo pellizcó entre sus dedos mientras me susurraba al oído:
-No se preocupe, nunca me pondré celosa de esta casquivana. Es parte de nuestro juego-, y poniendo cara de viciosa, prosiguió diciendo: -Pero si quiere castigarla por adelantarse, cuente conmigo-.
Solté una carcajada al comprender que esas dos hermanas se divertían inventando una rivalidad que no existía y lanzándole un órdago, le ordené castigara a Dhara por su osadía. Supo que estaba haciéndome partícipe de su travesura y poniéndose de pie, empezó a azotar el trasero de la pequeña mientras le recriminaba ser tan ligera de cascos. Esta al notar las nalgadas, gritó como si la estuviesen matando e incrementando el ritmo de su movimiento, cabalgó sobre mí, desbocada.
-Serás puta-, le recriminó bromeando la mayor.
-Sí, soy la puta de nuestro esposo-, contestó chillando mientras se corría. -Él sabe que me tiene con solo mirarme-.
Sus palabras hicieron que cambiando de postura la pusiera a cuatro patas y que de un solo empujón, la cabeza de mi glande chocara contra la pared de su vagina. La nueva posición prolongó su éxtasis y gimiendo, me pidió que la usara.

-Tomémosla juntos-, rogó Samali pegando su cuerpo al mío,  simulando que éramos uno, quien la poseía.
Alucinado escuché gemidos de placer a mi espalda porque,  en su fantasía, era ella quien estaba penetrando el cuerpo de su hermana. Tanta excitación hizo que pegando un grito, lanzara mi simiente en su interior de forma que si su vientre resultaba germinado seríamos tres los progenitores.

Al caer agotado, me acompañó Samali en mi caída. Apartándose hacia la izquierda, Dhara permitió que nos tumbáramos sobre las sábanas. Con una hermana a cada lado, descansé mientras pensaba en la oportunidad que ese cura me había brindado.
Los preparativos.
La tensión de las dos hermanas se fue incrementando con el paso de las horas. De un nerviosismo lógico fueron pasando a un terror patológico, producto de la necesidad de ser aceptadas. Les había contado que María, mi cuñada, era una persona importante porque ante la ausencia de mi madre, ella  había adoptado ese papel. Siendo joven, me llevaba solo diez años, me cogió siendo un crío de quince y no me soltó de debajo de sus faldas hasta que decidió que era lo suficiente maduro para valerme por mí mismo. Al yo quererla, les obligaba a llevársela a su orilla y convertirla en su defensora.
Al terminar de comer, me pidieron que me fuera de la casa porque, aunque no se atrevieran a decírmelo, comprendí que lo único que hacía era estorbar. En un principio pensé en ir a ver a un amigo pero lo reconsideré al saber que daba igual a quien fuera a ver, a cualquier de  ellos tendría que explicarle que me había casado con dos mujeres y por eso, poniendo ropa de deporte, salí a correr.
Tardé dos horas en volver. Al entrar por la puerta, me sorprendió comprobar que habían dispuesto la mesa al modo occidental y que junto a los platos, ¡había cubiertos!. A todo aquel que no haya estado en la India quizás no le resulte raro pero en ese país lo correcto es comer con las manos. Tratando de buscarle un sentido, adiviné que ese cambio se debía a las ganas de agradar y que nuestros invitados se sintieran cómodos durante la cena.
“Qué listas”, rumié para mis adentros, “se han percatado, sin necesidad de que se los dijera, que un español vería con irritación que su anfitrión metiera las manos dentro de la fuente de comida común”.
Satisfecho por su sentido común, subí a ducharme. Al no verlas por ningún lado, entendí que esas dos crías debían estar en la cocina ocupándose de que todo resultara perfecto y por eso, me metí en la ducha sin molestarlas. Acababa de terminar y estaba secándome cuando vi a  Samali mirándome desde la puerta. Curiosamente en su rostro se reflejaba un dolor enorme.
-¿Qué te pasa?, pregunté extrañado.
-¿Por qué no nos ha avisado de su llegada?, si no nos informa que está en casa, no podremos servirle como se merece-.
-Por eso no te preocupes, pensé que estabais ocupadas y preferí no molestaros-, contesté ingenuamente.
De improviso, sus ojos empezaron a poblarse de lágrimas. Y hecha un llanto, se arrodilló a mis pies diciendo:
-¿Qué hemos hecho mal para que nos castigue de esa forma?-.
-Nada-, respondí ignorando que regla había roto.
-Entonces porque nos niega el placer de ducharle. Piense que he dejado mi antigua vida atrás, con el único objetivo de cuidarle y si no puedo hacerlo, mi existencia carece de sentido-.
Asumiendo que desde su óptica la mujer tenía razón y que debía de aprender a comportarme, le acaricié la cabeza, diciendo:
-Perdona-.
-¿Puede su esposa al menos secarle?-.
-Por supuesto, pero te exijo que cuando acabes también me vistas. No querrás que tu marido reciba desnudo a sus familiares-.
-Sería imperdonable-, respondió con una sonrisa mientras cogía la toalla de mis manos, -pensaba hacerlo pero antes creo que el dueño de la casa debería castigar a su mujer-.

-¿Y qué crees que se merece?-, contesté percatándome del doble sentido de sus palabras.

-Un tigre marca a su hembra con un mordisco en el cuello mientras se aparea. Creo que con eso será suficiente para que esa malvada esposa entienda quien es su señor-, murmuró antes de con delicadeza llevarse mi sexo a la boca.
No dejé que continuara, cogiéndola entre mis brazos, volví a la habitación y la deposité sobre la cama. Con genuino deseo, fui desnudándola sin dejar de besar esos labios que me volvían loco. La mayor de mis esposas suspiró al sentir que mis dedos recorrían sus pechos y sin pedirme opinión, se arrodilló sobre las sábanas y girando su cabeza, pidió que le hiciera el amor.
Verla tan dispuesta, terminó de excitarme y poniéndome a su espalda, recorrí con mis dedos su vulva para descubrir que la humedad anegaba por completo su sexo. Ella, por su parte, al experimentar mi primera caricia, gimió, presa de deseo y forzando un contacto que necesitaba, cogió mi pene con su mano.
-Tranquila-, susurré mientras separaba sus nalgas, -voy a tomarte como te mereces-.
Comprendió que iba a desvirgarle su entrada trasera y asustada, me rogó que lo hiciera con delicadeza. Aunque no hacía falta que me lo pidiera, eso, reafirmó mi decisión de conquistar su último reducto. Recogiendo parte de su flujo con mis dedos, fui relajando su cerrado músculo con prudencia. Samali no pudo evitar que un quejido saliera de su garganta al sentir que una de mis yemas se introducía en su interior. Moviendo mi falange contra las paredes de su ano, aflojé su tensión gradualmente. Cuando comprobé que entraba y salía con facilidad, di mi siguiente paso introduciendo otro dedo en su estrecho conducto.
-Amado mío-, suspiró al sentir que lejos de ser desagradables, mis incursiones le estaban resultando placenteras.
Siempre había supuesto que era doloroso y por eso, al descubrir que su cuerpo reaccionaba con deseo, movió sus caderas demostrándome su aceptación. Como no quería hacerle más daño del necesario, seguí relajando su esfínter hasta que comprobé que se encontraba suficiente relajado y entonces llevando mi pene hasta él, introduje suavemente mi glande en su interior.
Chilló de dolor al experimentar que su entrada trasera había sido traspasada pero no hizo ningún intento de separarse, al contrario, esperó a que se rebajara su molestia para echar hacia atrás su trasero. Mi pene se introdujo lentamente en su interior de forma que pude sentir como mi extensión forzaba los pliegues de su ano al hacerlo. Contra toda lógica, el sufrimiento la estimuló y llevando su movimiento al extremo, no cejó hasta absorberlo en su totalidad.
-¿Te duele?-, pregunté.
-Sí, pero me gusta-, respondió con una pasión desconocida por mí y hecha una loca, retomó el vaivén con desenfreno.
Poco a poco ese ritmo alocado, permitió que mi sexo deambulara libre en su interior. La muchacha poseída por un salvaje frenesí, me pidió que no tuviese cuidado. Haciendo caso, usé sus pechos como apoyo y acelerando mis penetraciones, la cabalgué como si fuera una potra. Ella, totalmente descompuesta, gimió su placer e incorporándose me pidió que la castigara. Comprendí lo que deseaba y acercando mi boca a su hombro, lo mordí con fuerza. Su grito de dolor no me importó y clavando mis dientes en su carne, forcé su espalda mientras mis dedos acariciaban su excitado clítoris. El cúmulo de sensaciones hizo que su orgasmo fuera brutal y retorciéndose en mis brazos, se desmayó agotada.
Cuidadosamente la tumbé en la cama y tumbándome a mi lado, esperé a que reaccionara. Cuando lo hizo, me miró sonriendo y besándola le pregunté:
-¿Cómo estás?-.
-¡Feliz!-exclamó y poniendo cara de pícara, confesó: -Aunque me duele el cuello y el trasero-.
Comprendiendo la joya que tenía a mi lado, la abracé.
Estábamos aún tumbados cuando desde la puerta, Dhara, nos avisó que eran las ocho y que debíamos darnos prisa en vestirnos porque solo quedaba una hora para que mi hermano y su mujer hicieran su aparición. Samali se levantó al oírla y pidiéndome permiso, salió corriendo de la habitación. En cambio, la pequeña se acercó a la cama y poniendo un mohín, dijo:
-Ya que el esposo de mi hermana se ha olvidado de mí, ¿puedo ser quien le bañe?-.
Soltando una carcajada, le informé que ya lo había hecho y que no creía que necesitara otra ducha:
-Se equivoca. Después de haber hecho el amor con dos mujeres, cualquier hombre suda-.
-¿A dos?-, respondí.
-Sí, un buen marido no hace diferencias-, contestó mientras dejaba caer su vestido al suelo.
La cena.
Estaba en el salón, esperando a nuestros invitados cuando vi a parecer a las dos hermanas. Me quedé sin habla al contemplar su belleza. Comprendiendo la importancia de la visita se habían vestido con sus mejores galas, que no eran otras que los saris que les había comprado en el aeropuerto de Nueva Delhi.
-Estáis guapísimas-, les solté como piropo.
Coquetamente las muchachas me modelaron sus vestidos, dando una vuelta sobre sí mismas, lo que me dio la ocasión de volver a comprobar que me había casado con dos esplendidas mujeres. Era imposible determinar cuál era más hermosa, si Dhara o Samali. La dos individualmente me encantaban pero juntas se complementaban, volviéndome loco. No llevaba más que cuatro días con ellas y ya no me imaginaba mi vida sin su presencia.
-¿Desea tomar algo mientras espera?-, me preguntó la mayor.
-Lo que deseo ya lo he tomado, pero si insistes no me importaría repetir sobre la alfombra-, contesté cogiéndola de la cintura.
-Nuestro esposo me está tomando por tonta-, exclamó separándose de mí, -¡sabe que no tenemos tiempo!. Y  antes que lleguen, quiero pedirle dos favores-.

-¿Cuáles?-, respondí.

-Que durante la cena nos permita tutearle…-
-Hecho-
-Y que le diga a su hermano que se muestre arisco con nosotras y que en cuanto pueda nos lleve la contraria-.
-¿Y eso por qué?, ¿No sería mejor tenerlo de aliado?-.
Dhara, interviniendo, dijo alegremente:
-El futuro padre de nuestros hijos puede ser un buen hombre, pero no conoce a las mujeres. Háganos caso-.
-Vosotras sabréis-, contesté ignorando que tenían planeado.
Acababa de decirlo cuando escuchamos el timbre de la puerta. Ellas, arrastrándome, me llevaron hasta el recibidor y con una sonrisa, me pidieron que abriera. Haciéndoles caso, dejé pasar a las visitas.
Se notaba el nerviosismo de Javier, porque masculló entre dientes un saludo pero en cambio, mi cuñada me dio dos besos y regañándome, me advirtió que era la última vez que llegaba a Madrid sin avisar. Mirando a las dos muchachas, dijo divertida:
-No me vas a presentar a estas monadas-.
Al girarme, vi que empleando el saludo típico hindú, las crías mantenían sus manos unidas contra el pecho mientras lucían la mejor de sus sonrisas.
-María, te presento a Samali y a Dhara. Dos mujeres muy especiales para mí-.
-¿Mujeres?, si son unas niñas, ¡Pillín!-, contestó, y acercándose donde estaban ellas, les dio un beso.
Las hermanas sin dejar de sonreír, le devolvieron el saludo y cogiéndola del brazo, se la llevaron al salón, momento que aproveché para explicarle a mi hermano lo que me habían pedido. Al unirnos a las tres, Javier fue a saludarlas de un beso pero las hindúes se apartaron y le extendieron la mano a modo de saludo.
-El contacto físico está mal visto-, expliqué viendo su cabreo por lo que consideraba una falta de educación.
-¡Menuda gilipollez!- soltó mi hermano.
-Javier, ¡compórtate!-, le recriminó su mujer, -son diferentes costumbres-, y dirigiéndose a las dos hermanas, dijo: -Perdonarle, es un poco bruto-.
Samali, poniendo cara de angustia totalmente fingida, respondió:
-No se preocupe, estamos acostumbradas-.
Indignada con su marido, María le soltó cabreada:
-Ves, lo que has hecho. Pide perdón-.
-Disculpad-, oí decir a mi hermano.
Rompiendo el hielo, Dhara cogió a mi cuñada de la mano y dándole las gracias, dijo:
-Te has equivocado de hermano, es a Fernando al que tienes que regañar-.
-¿Por qué? ¿Qué os ha hecho este impresentable?-
-Nos dijo que eras guapa y claramente se quedó corto. Eres bellísima-.
María se sonrojó al oír el piropo, A toda mujer le encanta que admiren su belleza y más cuando el que lo hace es una muchacha tan hermosa como la pequeña de las hermanas.
“Uno a cero”, dije mentalmente siguiendo el marcador.  En los breves minutos que llevábamos se habían llevado al huerto a la esposa de mi hermano.
-¿Quieres beber algo?-, preguntó Samali.
-Un poco de vino-.
-¿Y tu marido?-.
-¡Un whisky!-, gritó desde el sillón en el que se había sentado.
María le acuchilló con la mirada y tratando de evitar que llegaran a las manos, rápidamente le puse su copa, sirviéndome yo otra. Aunque había descubierto el juego, me preocupaba el resultado.
-¿Y cómo conocisteis a mi cuñado?-, dijo intentando establecer una conversación.
-En el hospital del colegio capuchino. Todos en la aldea querían que el guapo doctor español los atendiera. No solo era por ser buen médico sino que no hacía diferencias entre castas. Como soy enfermera, cada vez que tenía que operar a una Dalit, me encargaban ayudarle en la operación -.
Fue entonces cuando comprendí porque me sonaban sus ojos, Samalí era la muchacha que atendía el quirófano, no la había reconocido porque nunca la había visto sin mascarilla. Alucinado por el descubrimiento, no dije nada.
-No comprendo-, respondió mi cuñada.
-Fernando era el único que no le importaba poner sus manos en uno de mi casta-.
-No sé qué eres-.
-Una intocable-, respondí interviniendo.
-¡Mi hermano y su sentido del deber!. Si en vez de estar jugando a salvar al mundo se hubiese quedado en España, ahora tendría plaza fija en un hospital decente-.
-¡Cállate!- le ordenó Maria, alucinada por su falta de humanidad de su marido, y dirigiéndose a las dos muchachas, preguntó: -Por lo que entiendo, ¿sois Dalits?-.
-Sí-, conteste adelantándome, -son un hermoso pueblo, injustamente tratado por milenios-.
-Pero, el sistema de castas…. ¿sigue plenamente vigente hoy en  dia?-.
-Sí, nuestro nacimiento marca en gran parte el futuro-.

-¡Salvajes!, si no llega a ser por los ingleses, seguirían quemando a las viudas-, espetó mi hermano exagerando su disgusto.

Mi cuñada sin ocultar su desazón, cogió a mi hermano del brazo y llevándolo a una esquina, le montó una bronca. Mientras tanto, acercándome a la muchacha, le dije:
-Con que eras, tú, mi ayudante-.
-Si-, respondió bajando su mirada.
-¿Y tenéis alguna otra sorpresa?-.
-Alguna hay, querido esposo-.
La vuelta de María evitó que le sonsacara a que se refería. Y aprovechando que las hermanas se llevaban a la mujer de mi hermano al comedor, me acerqué donde Javier y le dije:
-Te estás pasando-.
-¡Que va!, todo va sobre ruedas. María está enfocando su cabreo sobre mí, mientras sobreprotege a esas chavalas. ¡Has estado brillante!. No comprendía porque querías que fuera borde, pero me quito el sombrero. ¿Eres cirujano o psicólogo?, hermanito-.
-Cirujano, capullo-.
Sin más preámbulo, nos sentamos a cenar. Las hermanas habían dispuesto los sitios de manera que María quedara entre ellas dos. Sonreí al darme cuenta que lo hicieron para monopolizar su conversación. Inteligentemente, fueron encauzando a la misma hacía las forma de ver el amor en su cultura y en un momento dado, al salir el tema de los harenes de los antiguos pachás, mi hermano soltó que eso no era natural. Dhara le contestó, dirigiéndose a mi cuñada:
 -Eso es falso. En la india vemos a las personas como piezas de un puzle que se van integrando unas a otras. Por ejemplo, tú, María, por lo que nos han contado, eres como la pieza central de esta familia. Al casarte con Javier, él rellenó una de tus facetas pero, como te sobraba cariño, en cuanto viste a  Fernando y lo atrajiste a tu lado. No por ello, dejaste de querer a tu marido, tu amor era tan grande que daba para ambos-.
-Bueno-, contestó avergonzada mi cuñada, -fue fácil porque Fernando, además de un crío, era un encanto-.
-Lo ves. Fernando es igual-, intervino Samali, – En nuestra aldea, repartía su cariño a hombres y mujeres por igual. Salvó cientos de vidas y por eso cuando decidió volver a España, no tuvimos duda en acompañarle-.
Al oírlas, María se llenó de dudas y tomando un sorbo de agua, preguntó:
-¿Cuál de vosotras está enamorada de mi cuñado?-.
-Las dos-, respondieron al unísono las hermanas.
-Y ¿él?-.
-De ambas-, intervine sin saber si había actuado correctamente.
Menos mal que Samali acudió en mi ayuda.
-Déjame explicarte- dijo cogiendo la mano de la mujer que estaba perpleja, -Durante meses estuvo evitando sus sentimientos y por eso, mi hermana y yo hablamos entre nosotras y decidimos que no podíamos dejarle que se fuera-.
-Pero eso es inmoral-, exclamó mi hermano.
-Shhhhhhhh, déjalas que hablen-,  protestó su mujer que aunque estaba escandalizada, quería conocer la postura de las hermanas.
-Al igual que Javier nunca se ha puesto celoso de Fernando, yo nunca lo he hecho con Samalí-, dijo Dhara con gran acierto.
-Es diferente, Javier es mi marido y Fernando mi cuñado-.
-Sí, pero los amas a los dos-, contestó la pequeña.
-Pero es otro tipo de amor-.
-Lo mismo le ocurre a Fernando. Me quiere a mí de manera diferente que a mi hermana, pero no por eso me quiere menos-.
-Desde ese punto de vista, no tengo nada que decir pero, tú ¿qué opinas?-, me preguntó.
Tomé un buen trago de vino antes de contestar.
-Comprendo tus dudas, es más, son las mismas que yo tuve. Piensa  que era como si a un gladiador le preguntan qué prefiere si perder el brazo con el sujeta la espada o el que usa para defenderse con el escudo. Si se queda sin alguno, muere. Así me sentía yo-.
-¡Qué romántico!-, murmuró María dejando caer unas lágrimas.
-¿Romántico?, ¡Mis huevos! Este cabrón lo que quiere es beneficiarse a estas dos preciosidades. ¡Nos vamos! -, dijo mi hermano levantándose de la mesa.
-¡Siéntate inmediatamente!-, ordenó su mujer y cogiendo entre sus manos las de las dos muchachas, preguntó: -¿Qué vais a hacer?, sois conscientes que, esto, se considera amoral en España-.
-Sí, Fernando nos lo explicó, por eso, como en la India es legal, nos casamos allá-.
-¿Os habéis casado?-.
-Sí, siento no haberos avisado pero no sabía cómo ibais a actuar-, respondí con angustia.
-Pues como quieres que actuásemos-, soltó mi hermano, -con absoluta…-

-Tranquilidad-, intervino mi cuñada, -No es lo que deseábamos, pero confío en tu buen criterio y además estas dos muchachas son un primor-.

Las hermanas al oír que las aceptaba, se lanzaron a sus brazos y colmándolas de besos, le juraron que la tratarían como una madre.
-Hermana mayor-, respondió, -¡No soy tan vieja!-.
-Gracias-, respondí emocionado.
Con alegría vi que mi hermano, levantándose de la silla, las besó diciendo:
-Si habéis convencido a la arpía que tengo por mujer, no tengo nada que objetar-, y dándome un abrazo, murmuró a mi oído: -Cabronazo, ya me contarás… -.
El resto de la velada pasó sin ninguna novedad digna de ser narrada, solo os puedo decir que una vez que había desaparecida la tensión, fue muy agradable. María se lo pasó en grande metiéndose conmigo. Varias veces manifestó sus dudas acerca que fuera capaz de contentar a dos mujeres, las mismas que bien Samali o bien Dhara me defendieron alabando mi hombría. Mi hermano, por su parte, ya sin ejercer el papel de ladilla que le habíamos asignado, se comportó muy cariñoso con sus nuevas cuñadas, de manera que cuando los despedimos en la puerta, me felicitó por mi elección.
Al irse, cogí a mis esposas del brazo y sentándonos en un sillón del salón, les pedí que me explicaran que era eso de que me conocían de antes de la boda. Aunque sabía que Samali no había mentido cuando dijo que había sido mi asistente en esas operaciones, no  tenía claro si eso había tenido algo que ver con nuestra boda.
Ellas, viendo mi cara de enfado, se pusieron nerviosas antes de contestar:
-Yo también le conocía-, reconoció la pequeña casi llorando, -fui una de las alumnas que asistieron a un seminario que dio en la Universidad de enfermería-.
Me acordaba de esa clase pero al ser más de doscientas muchachas las que atestaban la sala magistral donde la impartí, realmente no me acordaba de ella. Con la mosca detrás de la oreja, me levanté a servirme un whisky. Samali, anticipándose a mi deseo, se levantó y corriendo rellenó un vaso con hielos y me lo pasó, con expresión de angustia. Cabreado no dejé que ella echara el licor y sin darles tiempo a reaccionar, les solté a bocajarro:
-Quiero saber TODA la verdad, ¡ni se os ocurra mentir!-.
Las hermanas se miraron asustadas y con lágrimas en los ojos, fue Dhara la que me contestó:
-Esposo nuestro. Todo empezó como un juego. Mi hermana me comentó que estaba ayudando a un doctor español guapísimo y al describírmelo, supe que era el mismo que había dado la conferencia-.
-¿Y?-, pregunté con un monosílabo.
La mayor de las dos, arrodillándose  a mis pies, implorando mi perdón, prosiguió diciendo:
-Al saber que a las dos nos gustaba y aprovechando que la ciudad era pequeña, cada vez que salía a un restaurante o iba a visitar a algún enfermo, decidimos seguirle. Perdónenos por no habérselo dicho, pero al verle tan a menudo, llegamos a apreciar el cariño con el que trataba a todo el mundo y sin darnos cuenta, nos enamoramos de usted… –
Dhara, acojonada, al ver que mi rostro era cada vez más cenizo, le interrumpió:
-Durante meses, al caer la noche, charlando en nuestras camas, Dhara y yo, nos masturbábamos imaginando que éramos sus esposas, de forma que el juego se convirtió en una obsesión. Un día Samali llegó llorando porque se había enterado que se volvía a España. Esa noche, mientras nos consolábamos una a la otra, decidimos que no podíamos perderle-.
-¡Y fuisteis a hablar con el padre Juan!-, afirmé al darme cuenta que todo era mentira.
-Nosotras no, convencimos a  nuestra madre para que fuera ella-, respondió la pequeña. -Mamá sabía que estábamos enamoradas y como el cura conocía su caso, aprovechó que, el mismo indeseable que la había violado, nos pretendía para pedirle que buscara el modo de mandarnos lejos-.
-¿Entonces al menos es verdad que ese cabrón quería casarse con vosotras?-, pregunté.
-Si- contestó Samali, -pero nuestro tutor se negó de plano. Como seguía existiendo el peligro que nos raptara, nuestra madre le insinuó al cura que como usted se volvía, podíamos venir en calidad de criadas a través de un matrimonio ficticio-.
-Por lo que me habéis confirmado, vosotras sabíais que mi intención no era casarme sino ayudaros-, les dije tratando de aclararme las ideas.
-Así es, amado esposo, pero esperábamos que, usted al conocernos, también se enamorara-.
-Sois una zorras, ¿sois conscientes de ello?-.
-Sí, somos conscientes-, respondieron al unísono.
-¿Y sabéis que es mi deber como marido el castigaros?-, les respondí con una sonrisa. Me habían dado un pretexto para realizar dos de mis sueños.
Al haberme dirigido a ellas como esposo y al no haber montado en cólera por el engaño, se tranquilizaron. Asumiendo que se tenían merecido un correctivo, Dhara me preguntó en qué consistiría:

-No os preocupéis, no voy a ser cruel. Ahora mismo quiero una tortilla y mañana me vais a preparar un chuletón-.

-¡Si acaba de cenar!-, soltó extrañada Samalí.
-El chuletón es para mañana, estoy cansado de tanta verdurita y demás comida para conejos. Como sé del asco que os da la carne, para comer me vais a freír un buen trozo de rica y sangrienta vaca-.
Venciendo su repugnancia, aceptaron. El castigo era doble, tenían que aguantar el olor de la fritura, sabiendo además que estarían cocinando a su animal sagrado. Si las muy cabronas habían usado la cultura local para conseguir ser mis esposas, qué menos que yo la usara para castigarlas. Y en relación a mi primer deseo, les aclaré:
-La tortilla que me apetece no está hecha de huevos, sino de coños-.
-¿No entiendo?-, respondió la pequeña.
Soltando una carcajada, expliqué el argot:
-Quiero ver como os consolabais esas noches. No me cabe duda que no solo os masturbabais, sino que os dabais placer mutuamente-.
-Amado esposo-, cayendo postrada a mis pies, Samali me confesó: -si lo hicimos, fue pensando en usted y no creo que sea correcto hacerlo, teniéndole presente-.
-Pues no creas más y actúa-, ordené poniendo su cabeza a la altura del sexo de su hermana.
Sin hacerse de rogar, fue despojando del sari a una perpleja Dhara. En su cara no solo observé confusión sino deseo, la pequeñaja se estaba excitando al pensar que iba a ser tomada en presencia y con el consentimiento de su marido.
-Déjame que te ayude-, le solté mientras le pellizcaba el pezón que había liberado.
Una vez hubo terminado, se puso en pie y dejó que su hermana, la desnudase. Para disfrutar de un mejor ángulo de visión, acerqué una silla y viendo que estaban desnudas, les pregunté a que esperaban.
-¿No vamos a la cama?-, me preguntó Samali, tapando con las manos sus pechos.
“¡Le da vergüenza!”, rumié encantado al ver el inútil intento de la muchacha y alzando la voz, les espeté: -¡No!, ¡vais a hacerlo aquí! y no te quejes, que si insistes, te obligo a tomar a tu hermana en medio de la calle-
Asustada por mi amenaza, abrazó a la morenita y totalmente abochornada, llevó sus labios a la boca de Dhara. Esta menos avergonzada, con la lengua forzó el beso y pasando su mano por el trasero de la mayor, me miró implorando instrucciones.
-Ámala como hacías cuando erais solteras y no teníais dueño. ¡No me defraudes!-,
Fueron todas las órdenes que consiguió sacarme. La pequeña vislumbró  que mis palabras tenían un doble significado: por una parte les aclaraba que no creía en su pureza, porque aunque  se me habían entregado vírgenes, sabía que sus cuerpos habían disfrutado del placer y por otra, les exigía que dieran todo de sí y que quería observar como llegaban al orgasmo. Sabiendo que era un peculiar castigo que no llevaba aparejado dolor sino sumisión, Dhara, tumbó a Samali sobre la alfombra y hablando en hindi, con la esperanza que no lo entendiera, le dijo:
 -Te quiero hermana pero amo más a nuestro marido-.
Separando las piernas de la mayor, se tumbó encima y con su boca se apoderó del pezón de la morena. Con lentitud y cariño, fue cubriendo de besos a la indefensa mujer que, dominada por la vergüenza, se dejaba hacer sin colaborar. Desde mi puesto de observación, fui testigo de cómo deslizándose por el cuerpo de Samali, la lengua de la pequeña dejaba un rastro húmedo en su camino. Las caricias se fueron acelerando poco a poco y cuando su boca estaba a escasos centímetros del sexo de su hermana, Dhara dominada por los acontecimientos y siguiendo mis instrucciones, se pellizcó los pechos mientras separaba los labios de la muchacha.
Con satisfacción, escuché el gemido quejumbroso de la abochornada Samali cuando sintió que con los dientes, su querida pariente, se apoderaba del hinchado clítoris que  escondía entre las piernas. Cerrando los ojos para no ver la invasión, involuntariamente separó las rodillas mientras sus manos intentaban arañar la alfombra. Su hermana buscó mi mirada en búsqueda de consuelo pero solo halló determinación y sin más, jugueteó con su lengua en el interior de la expuesta cueva que tenía a su disposición.
Con el ánimo de forzar aún más la vergüenza de la mayor y la sumisión de la pequeña, dije en voz alta:
-Tengo claro quien de las dos se merece mi cariño y quien mi repudio-.
Mis palabras sirvieron de acicate a Dahra que reanudando con más énfasis sus caricias, introdujo un par de dedos dentro del sexo de su hermana. No llevaba ni diez segundos sintiendo asaltado su interior cuando, con lágrimas en los ojos, Samalí me miró y con dolor reflejado en su rostro, me confesó:
-Amado, tiene razón en despreciarme, fui yo quien ideó el plan. Pero le pido que no me repudie, si lo hice fue porque anhelaba ser su esposa. He sido egoísta pero no volverá a ocurrir-.
Y levantando a Dhara, la besó mientras decía:
-Querida, nuestro marido quiere que nos amemos en su presencia, ¡hagámoslo!-.
7

Esta vez lejos de mantenerse pasiva, la mayor, tomando para sí los pechos casi adolescentes de su hermana, llevó su boca a ellos y con verdadera pasión, los fue chupando mientras  su mano izquierda se introducía calientemente en la entrepierna de su partenaire. La morenita, al sentir la pasión con la que la acariciaba, la obligó a tumbarse y poniéndose a horcajadas, puso su sexo a disposición de la madura. Esta no se hizo de rogar y mordisqueando el clítoris de su amada, consiguió sacarle los primeros suspiros de placer. Dhara, no siendo menos, con su lengua fue recogiendo el flujo que manaba del interior de la cueva de Samali mientras sus manos  se aferraban a su duro trasero.

Tengo que reconocer que me costó mantenerme al margen, mi más que excitado pene me pedía participar y dejar de ser testigo mudo de la unión de esas dos mujeres, pero comprendiendo que debían completar su castigo, me mantuve aferrado a mi silla mientras ellas se veían cada más subyugadas por el deseo. No tardé en escuchar salir de su garganta, los gemidos y sollozos de su pasión. Las muchachas olvidándose que a pocos centímetros de ellas, su marido las observaba, cambiaron de posición y entrelazando sus piernas, restregaron  sus hambrientos sexos, una contra la otra.
Contra todo pronóstico, fue Samali la primera en correrse y presa de un frenesí que daba  miedo, empezó a convulsionarse sobre la alfombra. Chocando coño contra coño, las mujeres se aparearon ante mi absorta mirada. Con la habitación inundada del olor a sexo, los chillidos de la morenita me anticiparon su clímax y derramándose sobre su hermana, obtuvo el orgasmo que le había exigido.
Cuando ya había supuesto que víctimas del cansancio ambas mujeres caerían desplomadas, la  más madura cogió a la menor y dándole la vuelta, le abrió las nalgas y sin atender a sus quejas, con la lengua exploró las rugosidades de su ano mientras le susurraba:
-Nuestro amado debe marcarte como hizo conmigo-.
Supe cuál era mi cometido y desnudándome, esperé sentado en mi silla mientras Samali preparaba a su hermana. Buscando que la experiencia fuera placentera, con sus dedos y con la ayuda del flujo que manaba del sexo de Dhara, fue relajando el inexplorado esfínter.  La pequeña presa de nuevas sensaciones no pudo evitar correrse dando sonoros gritos. Ambicionando mi perdón, la mayor de mis esposas levantó del suelo el cuerpo sudoroso de la otra y poniéndola a mi disposición, dijo entre lágrimas:
-Respetuosamente le imploro que centre su castigo en mí. Aquí tiene a su esposa, lista para ser marcada-.
Comprendí que Dhara estaba al corriente de su función cuando dándose la vuelta, cogió mi pene y acercándolo a su trasero, logró introducir la cabeza de mi glande en su interior. Aulló de dolor pero lejos de intentar separarse, forzó la penetración deslizando su cuerpo hacia atrás. Poco a poco, mi extensión fue adueñándose del estrecho conducto de su ano mientras su cuerpo se estremecía por el intenso contacto. Al completar su empalamiento, giró su cabeza y posando sus labios en los míos, me informó que estaba preparada.
Su hermana, consciente del dolor que la consumía, poniéndose de rodillas frente a ella, le pidió:
-Deja que te ayude-.
Y sin esperar mi permiso, empezó a masturbarla. La mezcla de sufrimiento y de placer provocaron que la pequeña suspirara calladamente, momento que aproveché para izar y bajar lentamente su delicada anatomía. La cría se fue relajando a la par que el malestar iba disminuyendo y tras unos minutos de lento cabalgar, tomó las riendas y rebotando sobre mi pene, buscó el placer. Desde el primer encuentro, había asumido que Dhara era una mujer fogosa pero no cotejé cuanto hasta que esa noche, la vi consumirse en una pasión desbordante mientras la empalaba.
-Estoy dispuesta-, dijo al percibir que su cuerpo mostraba signos de volverse a correr y poniendo su cuello en mi boca, me rogó que la marcara.
Mordiendo la unión con su hombro, apreté mis dientes para que la huella de su entrega permaneciera como recordatorio sobre su piel. Ella al experimentar mi violencia, dando un estremecedor grito se desparramó sobre mis piernas sin dejar de moverse. Mi propio pene no pudo soportar mas la tensión y explotando,  regó su interior con mi simiente.
Cuando me recuperé, cogí su cuerpo entre mis brazos y levantándome de la silla, susurré a su oído:
-Vamos a la cama-.
Estaba ya saliendo de la habitación y al girarme, vi que Samali, todavía arrodillada, lloraba. Dirigiéndome a ella, pregunté:
-¿Qué esperas?-.
Sin saber cómo reaccionar, la muchacha, sumida en el llanto, preguntó:
-¿También yo?-.
-Sí, también tú-, respondí, -no pienses que se me ha olvidado lo que has hecho, pero no puedo dejar a una de mis esposas tirada en la alfombra-.
Con un halo de esperanza, la morena insistió:
-¿Entonces no piensa repudiarme?-.
-Nunca fue mi intención, juré ser tu compañero eterno y cumpliré mi palabra-.
La muchacha se levantó del suelo y con una alegría contagiosa, me dio las gracias. Acercando su boca a la mía, la acaricié mientras le decía:
-Tengo toda una vida para castigarte-.
Samalí sin dejar de sonreír, asumió la amenaza y mientras me seguía por las escaleras, exclamó con tono pícaro:
-Amado esposo, en cambio yo, ¡Tengo toda una vida disfrutar de sus castigos!-.
Por respuesta, recibió con gozo un azote en su apetitoso trasero.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *