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Gracias a todos.

Janis.

UNA MODELO BIEN NEGRA.

Cristo abrió un ojo. A través de los grandes ventanales del loft entraba la grisácea luz del exterior. Se preguntó qué hora sería. Con un gruñido, estiró la mano hasta alcanzar el móvil, dispuesto sobre la cajonera que le hacía de mesita de noche. Trasegó saliva varias veces, sintiendo su garganta reseca.

― ¡Coño! ¡Las cinco de la tarde! ¡Tas pasao, Cristo! – exclamó para sí mismo.

Se sentó en el borde de la cama, apoyando sus pies sobre la madera del piso. Con una mirada aún somnolienta contempló los calzoncillos rojos con la leyenda escrita en uno de los bordes: “Feliz Navidad”. Menos mal que los recuperé anoche, se dijo; eran un regalo de Calenda.

¡Mierda! ¡ANOCHE! Los recuerdos de la orgía llegaron con fuerza, asaltando su mente con toda brillantez. Dios Bendito, ¿cómo ocurrió toda esa locura? La desgarbada figura del extraño anciano tomó consistencia, monopolizando tanto los recuerdos como las dispares ideas que se le estaban ocurriendo. ¡Ni siquiera sabía su nombre!

Una molestia en el brazo le hizo subir la manga del pijama y examinar el corte que le hicieron para sangrarle. La herida estaba rojiza y algo inflamada, sin duda infectada. Aquel sótano no era nada higiénico, no señor, y él se había estado revolcando a placer durante casi toda la noche.

Se puso en pie y se calzó las zapatillas que mantenía bajo la cama. Bajó las escaleras y se dirigió a la cocina, con la intención de matar la sed y recurrir al botiquín. Miró de reojo hacia las camas de Faely y de su prima, solo para asegurarse. Estaban sin deshacer. Por supuesto, habrían pasado la noche en el piso de la jefa. Era Navidad, así que pasarían el día también allí…

Cristo sonrió. Su primera Navidad en Nueva York y la estaba pasando solo. Bueno, solo exactamente no… ¡se había pasado la Nochebuena follando! Abrió el frigorífico y le dio un buen tiento al bidoncito de plástico del zumo de naranja, que despejó su mente a medida que calmaba su sed. “Tanto no bebí anoche pero parece que estuviera apagando cal, joder.” Claro que había lamido, rechupeteado, y jadeado como un campeón y eso te dejaba la boca como una alpargata. Aún sonriendo, sacó la caja-botiquín que su tía guardaba en uno de los armarios de la cocina y desinfectó la herida con un algodón empapado en alcohol. Pensó en colocarse una tirita, pero decidió darse una ducha primero. Se la pondría antes de vestirse, se dijo, caminando hacia el baño.

Un movimiento en el sofá le sobresaltó. ¡Había alguien más durmiendo en el loft!

― Tranquilo, Cristo, es Spinny. Ya no te acordabas de él – masculló en voz baja.

Cuando el sótano fue quedándose en silencio, los amantes adormecidos y amontonados por la fatiga, el sacerdote de la misa negra les ordenó que se vistieran todos y regresaran cada uno al lugar de donde había venido. Cristo, agotado, contempló como las chicas volvían a vestir sus vestidos de velada, sin cruzar una sola palabra entre ellas. Su pelirrojo amigo estaba haciendo lo mismo, así que buscó sus propias ropas.

Las chicas habían venido en sus coches, o al menos, compartieron vehículos para llegar hasta el parque. Afortunadamente, ninguna vino en taxi, porque no era una buena noche para llamar uno de estos. Faltaba poco para que amaneciera cuando salieron del salón de juego y Cristo tironeaba de la manga de Spinny para conducirlo hasta su coche. Parecía un idiota que hubiera echado su primer polvo, luciendo una sonrisa de oreja a oreja y los ojos turbios.

Sin embargo, Spinny se sentó al volante y condujo hasta el loft, aunque Cristo estuvo muy atento durante todo el camino. Gracias a Dios, el tráfico era casi nulo y llegaron sin tropiezos, pero no le dejó regresar solo a su casa y le acostó en el sofá. El pelirrojo no opuso ninguna resistencia y se durmió como un gran niño agotado. El gitano se metió en su cama y se tapó la cabeza con las mantas, aún preguntándose de qué manera controlaba el viejo a todas las chicas. ¿Hipnosis? ¿Algún tipo de control mental? ¿Una droga, un gas?

Cristo se despojó del pijama y de los calzoncillos, introduciéndose en la ducha. El agua caliente acabó de despejarle y, con la mente clara estaba cada vez más seguro que el anciano había usado una especie de inducción mental con ellos dos y con las chicas, por supuesto. Había comprobado como Spinny sucumbía al instante a cuanto le pedía el viejo, y un tremendo dolor de cabeza se había apoderado de Cristo. Por algún motivo, él era inmune a la presión del anciano, aunque le había dolido bastante. ¿No dijo que eran iguales ellos dos? “Prodigio”, le había llamado.

Se secó vigorosamente mientras daba vueltas a otras tantas preguntas que surgían en su mente. ¿Cuánto duraba aquel estado? ¿Todo el mundo sucumbía o había más inmunes? ¿Ese control era resultado de un don o era algún tipo de embrujo satánico? ¿Demostraba eso que la brujería y el satanismo eran reales?

Cristo, desnudo, se plantó ante el espejo del lavabo y repasó en seco el escaso vello que florecía en su rostro. Contempló sus rasgos y, entornando los ojos, se imaginó que él pudiera tener también ese control. ¡Sería la caña! ¡Podría controlar totalmente su entorno! ¡Tendría una novia diaria! Por lo que había podido comprobar, las chicas no perdían su personalidad mientras estaban controladas; no eran zombis programados. Parecían tener sus propias ideas y facultades suficientes como para conducir y comportarse. Solo seguían las directrices del anciano y satisfacían sus deseos. ¡Perfectas esclavas mentales!

Cristo tomó la decisión de buscar aquel anciano y tratar de aprender de él, de algún modo. Se vistió y despertó a Spinny. Con la excusa de comer algo, quería comprobar en que estado se encontraba el pelirrojo. Éste se estiró, bostezó largamente y dejó escapar una pedorreta al levantarse del sofá.

“Ahí lo tienes, el Spinny de siempre.”, se dijo Cristo.

― ¿Vas a hacer algo de comer? Estoy famélico – le preguntó Spinny.

― ¿Quién? ¿Yo? Ni de coña. Es Navidad, así que saldremos a comer algo fuera.

― ¡Pues no tengo un centavo, tío!

“Ya te digo. Completamente normal. Por lo que deduzco que el anciano liberó a todo el mundo del control después de marcharnos, o bien este se disipa al cabo de unas horas. Ahora, hay que sonsacarle lo que recuerda de anoche.”

― Vale, ya invito yo, como siempre – suspiró Cristo. – Anda, date una ducha que hueles a almeja muerta, macho.

― ¿Almeja? – se rascó las greñas rojizas con una mano, mientras caminaba hacia el baño.

― Sí, a chochito, ¿o es que no te acuerdas?

― ¿Tuvimos chochitos anoche? – preguntó Spinny, detenido en mitad del loft, sobándose la erguida polla por un lateral del slip. – Creía que nos quedamos viendo la tele… ¿o era una porno?

― ¿De qué te acuerdas, Spinny? – preguntó suavemente Cristo, entrecerrando un ojo.

― Pues que cené en casa y que te recogí en casa de Calenda… luego… esto… ¿Nos vinimos aquí?

― Ajá.

― Sí, eso es, y vimos una peli de brujería… y salían unas chorvas de la hostia… sí, sí… coño, tuvimos que beber un huevo porque lo tengo todo borroso, pero me parece que hicieron una jodida orgía entre todas, ¿no?

― Algo así. Anda, date esa ducha.

Cristo rumió la información mientras su amigo se encerraba en el cuarto de baño. Los recuerdos de Spinny habían sido condicionados, manipulados delicadamente para que lo que habían vivido quedara oculto –más bien camuflado—bajo unos falsos hechos en cierta manera similares. Muy artístico, se dijo. Ese tío era un artista, tenía que reconocerlo.

* * * * * *

Calenda abrió los ojos y parpadeó seguidamente, encandilada por la luz que entraba por la ventana. Sentía su pecho comprimido y miró bajo la colcha. Una mano que no era la suya estaba apoyada sobre sus pechos, giró el cuello y miró a su compañera de cama, pero se llevó una sorpresa. Ella esperaba a May Lin, con quien dormía habitualmente, pero esta vez la cabellera era rubia. Mayra Soverna dormía abrazada a ella, respirando por su boca entreabierta.

Con cuidado, retiró la mano y se dio la vuelta para bajarse de la cama. Se encontró con la chinita dormida en el otro lado. ¿Las tres en la cama? ¿Cómo había ocurrido? Trató de recordar a qué era debido, pero su mente parecía encontrarse anquilosada, como si hubiera permanecido demasiado tiempo durmiendo.

¿Por qué no recordaba la velada anterior? Salió de la cama como pudo, May Lin protestó en sueños, pero ninguna de sus dos compañeras de cama despertó. Una vez en pie, Calenda se dio cuenta de que estaba totalmente desnuda. Se preguntó si las tres tuvieron sexo pues ella no dormía desnuda a no ser que se quedara adormecida tras el juego erótico. Levantó la ropa de la cama y comprobó que sus amigas estaban igual que ella, desnudas como recién nacidas. Un pequeño retazo de aroma corporal llegó a su nariz.

“Parece que hemos estado liadas esta noche. ¡Que lástima no acordarme de nada! ¿Tanto champán bebimos?”, se dijo mientras se encerraba en el baño.

Diez minutos más tarde, sacaba unas mallas azules y un viejo y amplio jersey de lana de su armario. Su estómago se quejó mientras se vestía y echó un vistazo al despertador electrónico que estaba al lado de la cama. Había pasado la hora del almuerzo, pero no le importó a su alma latina. Para eso era Navidad. Podía comer a la hora que le apeteciera, ¿no? Sin duda las chicas agradecerían un buen brunch, así que se dirigió a la cocina, dispuesta a hacer el “desayuno”.

Cuando aún estaba calentando la sartén, Ekanya apareció envuelta en uno de sus sedosos kimonos. Su esplendoroso pelo rizado formaba una aureola alrededor de la cabeza, totalmente rebelde y encrespado. Trató de disimular un bostezo y saludó a Calenda.

― Ekanya, ¿Mayra no debía dormir contigo anoche? – le preguntó en un intento de averiguar algo más.

Desde hacía unas semanas, la senegalesa vivía con ellas. Aunque el apartamento sólo tenía dos dormitorios, el suyo y el de May Lin, ésta solía dormir en la cama de Calenda habitualmente. Así que las chicas le ofrecieron el dormitorio a Ekanya mientras encontraba algo mejor. La negrita había caído genial a las compañeras de piso.

― Sí, pero es extraño… no recuerdo si lo hizo. ¿Dónde está? ¿Volvió a su casa? – preguntó la senegalesa, sentándose a la mesa.

― Está en mi cama, con May.

― ¿Habéis dormido las tres juntas? – se asombró la joven negra.

― Pues eso parece, pero lo cierto es que no me acuerdo de nada. ¿Bebimos mucho anoche?

― Pues… no sé… ¡Que raro! Yo no bebo y tampoco lo recuerdo – musitó tras intentar evocar algo.

― Recuerdo que Cristo sacó unos porros y que nos reímos y tal, pero después…

― ¿Hemos tomado alguna droga? – Ekanya se mostraba intranquila. — ¿Salimos del piso?

― No creo – Calenda caminó hasta la ventana del comedor, desde la cual pudo ver el coche de May aparcado en el mismo lugar en que estaba la víspera. – Por lo visto, hayamos hecho lo que fuera, no fuimos en coche. Sigue en la misma plaza.

― Menos mal – suspiró Ekanya.

Las demás chicas despertaron al reclamo del aroma a bacón y huevos y asomaron sonrientes, aunque mentalmente obtusas. Saludaron alegremente y se sentaron ante sus platos.

― ¡Dios, que hambre tengo! – exclamó May Lin.

― Oh, Calenda, has hecho de todo, que bien – palmoteó Mayra, contemplando la surtida mesa que sus otras dos compañeras habían preparado.

― ¡Yo quiero de todo! – se rió la chinita, llenando monstruosamente su plato.

― El bacón de soja es de Ekanya – advirtió Calenda, señalando.

― Pirañas, que sois pirañas – murmuró la negrita, con una amplia sonrisa.

Durante unos buenos quince minutos, ninguna de ellas abrió la boca para otra cosa que masticar y englutir, como si hubieran pasado una temporada de abstinencia. Acabaron con el zumo y el café, así como con todos los huevos y tostadas. Al término, Calenda se levantó y rebuscó un pitillo en su bolso. Se sentó de nuevo y lo encendió con el largo mechero de cocina. Aspiró con ansias la primera calada.

― ¡Dios! Parece que me he pasado muchas horas sin fumar – suspiró. – Chicas, ¿de qué os acordáis? Me refiero a la velada – encaró a la chinita y la rubia.

― Pues… – May entrecerró los ojos, pero quedó en silencio. A su lado, Mayra la miró, con el ceño fruncido.

― Nosotras estamos igual – explicó Ekanya, retrepándose en la silla.

― No me acuerdo de nada – susurró Mayra.

― ¿Vosotras tampoco? – preguntó May Lin, con expresión atónita.

― Tampoco – asintió Calenda.

― ¡Maldita sea nuestra suerte! ¡Nos han dado Rohypnol! – exclamó finalmente la chinita, dando una fuerte palmada sobre la mesa. — ¡Nos han violado y no nos acordamos!

El oscuro rostro de Ekanya se tornó lívido, ceniciento. Sus dedos temblaron. Mayra se llevó la mano a la boca, asustada.

― ¿Por qué dices eso, May? – le preguntó la rubia croata.

― Porque esos son los síntomas. Pérdida de recuerdos, desorientación, y mente torpe. Tú misma me has dicho, al levantarte, que no sabías donde te encontrabas.

― Yo también me he sentido como un zombi al levantarme – asintió Calenda. – Y he tenido sexo esta noche. Tengo la vagina irritada. Lo que me pregunto es si le he tenido con vosotras o no.

― ¿Con nosotras? – los ojos de Mayra se abrieron muchísimo.

― Estábamos las tres desnudas bajo las mantas.

― También me he despertado desnuda y siempre duermo con una camiseta – musitó Ekanya.

― ¿Qué nos ha pasado? Yo no recuerdo haberme liado con vosotras – May tironeó de un mechón de su cabello. — ¿Dónde estuvimos anoche?

― Tenemos que tratar de recordar, entre todas. Nos pasaremos todo el día aquí, repasando lo que recordamos. En caso de no llegar a ningún resultado, tendremos que establecer ciertas medidas – tomó la palabra Calenda, más acostumbrada que sus compañeras a situaciones sórdidas.

― ¿Medidas? – Mayra estaba confusa.

― Tendremos que ponernos en lo peor, que puede que haya fotos y videos nuestros exhibiéndonos obscenamente, y Dios sabe qué más, eso sin hablar de posibles embarazos. Podrían hacernos chantaje, al menos a mí, o bien subirlos a la red, desacreditándonos.

― ¡Alá me asista! – exclamó Ekanya.

* * * * *

Cristo se echó hacia atrás sobre la silla y palmeó su estómago. El estofado que se había traído del centro de mayores de la señora Kenner estaba delicioso. Aquella mañana del día siguiente a Navidad, Faely había regresado al loft, tan sólo para meter ropa en una maleta y regresar de nuevo al ático de su futura nuera. Así que Cristo decidió bajar a saludar a Ambrosio y sus conocidos abuelotes y, de paso, que Berta le metiera en un Tupper el almuerzo.

Disponer de una cocina tan casera y cercana le daba confianza en su aventura de quedarse solo. Si no tenía que cocinar, todo iría a las mil maravillas. Arrugó el envase de cartón y aluminio y recogió el tenedor y la arrugada servilleta de papel. Dejó el envase en el cubo de reciclado y pasó un paño por la gran mesa central del loft. En ese momento, llamaron a la puerta.

Se preguntó quien sería, pues no esperaba a nadie. ¿Quizás Calenda quería ir de compras? En esos días, la agencia estaba cerrada hasta primeros de enero. ¿Spinny tal vez? Lo dudaba porque ambos solían llamar por teléfono antes de presentarse. Con estas preguntas en la cabeza, Cristo se dirigió a la puerta del apartamento y la abrió confiadamente. Faely no había conseguido quitarle aún esa costumbre de pueblerino español, la de no comprobar primero quien estaba al otro lado de la puerta.

Así que nuestro gitano se quedó patitieso, con una mano aferrando aún la gran cerradura y la otra apoyada en el marco de hierro. La boca se le abrió como un cepo roto, sin poder pronunciar una palabra, y sus ojos reflejaban la brutal sorpresa que le invadió al ver al anciano satánico ante él.

El fantasma en cuestión apoyaba sus dos manos en la cabeza de un bastón repujado, manteniendo erguido su escuálido cuerpo. Le miraba con una leve sonrisa pintada en sus labios; sus ojos, como siempre, parecían sondear totalmente el alma de Cristo. El hombre vestía elegantemente, con un largo abrigo de pelo de camello que cubría un traje gris perla.

― ¿U-usted?

― Yo, eso es – respondió el hombre. — ¿Puedo pasar?

Cristo se obligó a reponerse de la impresión, parpadeando varias veces y obligándose a apartarse de la puerta para dejarle entrar. El anciano se adentró en el loft con paso seguro y firme, repiqueteando sobre el parquet con la punta del bastón. Cristo le siguió, aturdido, hasta que el hombre se detuvo en el centro de la amplia estancia.

― Bonito apartamento. Muy luminoso – alabó.

― Gracias, es de mi…

― Tía Rafaela – acabó el viejo la frase.

― ¿C-cómo sabe eso?

― Oh, sé muchas cosas – dijo con una risita mientras caminaba hacia el sofá y se sentaba en él. Palmeó el asiento a su lado, indicándole que se sentara con él. – Me presentaré, joven. Me llamo Samuel Dorman y como bien sabes, soy ocultista…

― Ya… No confundir con oculista, por supuesto – remachó Cristo, estrechando su mano y sentándose. — ¿Cómo me ha encontrado?

― Oh, fácil, tu amigo el pelirrojo ha sido muy amable.

― ¿Spinny? Maldita sea…

― Por supuesto que no lo ha hecho conscientemente, pero me intrigaste lo suficiente como para indagar sobre ti.

― ¿Por qué? – Cristo se estaba recobrando de la sorpresa y trataba de buscar alguna ventaja. No le gustaba sentirse tan perdido e indefenso.

― Como te dije cuando nos conocimos, eres muy parecido a mí. Tu mente se defendió muy bien de mi control.

― ¿Cómo controla a todas esas personas, señor Dorman?

― Mucha práctica, por supuesto.

― ¿Práctica? ¿Cómo un cirujano o algo así?

― Más o menos – una risita se escapó de su enjuto pecho. – Mi mente es capaz de sincronizarse a una frecuencia electromagnética en la que imparto órdenes. La mayoría de las personas es sumamente sensible a esta frecuencia y, por lo tanto, mis sugerencias son rápidamente inculcadas y aceptadas.

― Creía que se trataba más de hipnosis – se encogió de hombros Cristo.

― Es un principio parecido, solo que más rápido y efectivo.

― ¿Y toda esa parafernalia de la misa negra? ¿Para qué sirve?

El anciano dejó escapar un suspiro y dejó el bastón apoyado a su lado para sacar una pitillera llena de cigarrillos liados a mano.

― ¿Puedo? Es marihuana – preguntó a un asombrado Cristo.

― Por favor… ¿Marihuana?

― Palia los dolores que sufro – explicó el anciano, encendiendo uno de los porros. – Padezco un cáncer terminal…

― Lo siento – musitó el gitano, comprendiendo.

― Hace veinte años, recurrí a un pacto con el Príncipe de las Tinieblas. El plazo está a punto de terminarse y trataba de alargarlo. Pero no es tan fácil. El Diablo suele sopesar muy bien lo que cada alma puede ofrecerle y la mía parece no pesar tanto como para mantenerla en vida – relató con tono de amargura.

― ¿Me está diciendo que el diablo existe? – jadeó Cristo.

― Puedo asegurarte que sí, mi joven amigo, y pronto estaré en su presencia.

― ¡Jodeeeeer! – renegó Cristo por lo bajo.

El humo que surgía del cigarrillo de marihuana dejaba un fragante aroma en el apartamento. “Sin duda, de primera”, se dijo Cristo. Samuel Dorman parecía muy sincero y nada loco, al menos para el instinto del gitano. Había algo en él que le sosegaba y permitía a su mente procesar mucho mejor cuanto le contaba.

― Al terminar la misa negra, comprobé que no tenía respuesta alguna del Maligno, ni a la mañana siguiente. Nada, oídos sordos… Con tanta energía de mujer, debería haber sido atraído casi de inmediato – expuso Dorman.

― Pero todas obedecieron fielmente.

― Sí, nos divertimos todos, claro – escupió una hebra de tabaco –, pero no conseguí más.

― ¿Y ellas? ¿Qué recuerdan? Porque mi colega cree que vimos una película porno zoofílica.

― Tranquilo, ninguna recuerda nada – sonrió el viejo. – Seguramente creerán que han bebido demasiado en la Noche Buena y acabaron rodando bajo la cama.

Cristo respiró aliviado. Lo último que deseaba es que Calenda le recordara participando en una orgía, a su lado. Bastante jodido estaba ya.

― Vale. De verdad que siento mucho que le pase todo esto, señor Dorman. Es una putada y eso, pero aún no pillo para qué ha venido…

― Mi querido muchacho, en vista de mis tribulaciones, he decidido nombrarte mi heredero.

― ¿QUÉ?

― Sí, eso mismo. Llevo tiempo buscando un digno sucesor, pero unas mentes como las nuestras no se encuentran en cualquier esquina, ni siquiera en cualquier universidad. Aunque me queda poco tiempo, estoy dispuesto a enseñarte mis secretos.

― Bromea, ¿no?

― De ninguna manera. Como comprenderás, no es un asunto para tratar ante un notario, ni un abogado. Esto debe de ser personal y muy íntimo. Nadie debe saberlo jamás, por tu propio bien…

Cristo contempló aquellos ojos que se tornaban cada vez más oscuros y supo que no se trataba de ninguna broma, al menos para el anciano. Con aire de conspirador, se inclinó aún más sobre el gitano, susurrándole arcanos misterios al oído. Tragando saliva, Cristo no tuvo más remedio que escuchar cada palabra vertida, sintiendo en lo más profundo de su ser que a partir de aquel momento, su vida ya no volvería a ser la misma.

* * * * *

Una semana más tarde, Cristo surgió del ascensor de la agencia de buena mañana. Las vacaciones navideñas se habían terminado y estaba deseando retomar su trabajo, sobre todo para experimentar con cuanto le estaba enseñando Samuel. Aún no se había hecho con el control mental pero estaban en ello. Durante toda esa semana, el brujo –Cristo estaba seguro que el anciano era precisamente eso, “un puto brujo”, literalmente—le había mostrado cómo incrementar aún más su capacidad de memoria, cómo acceder a ella, y lo mejor, cómo introducir ingentes datos.

Solo como prueba, Cristo estaba aprendiendo francés y alemán a marchas forzadas. En algo menos de una semana, podía leer casi perfectamente ambos idiomas. La pronunciación y el uso propio aún tardarían algo más, ya que no disponía de un partenaire de calidad, pero en ello estaba.

En el fin de semana, Samuel había empezado a hablarle de la frecuencia electromagnética, lo que él llamaba el Haz. Tras muchos fracasos, Cristo acabó percibiéndola a su alrededor y aprendió a conectarse a ella. Todavía no podía hacer lo que su mentor realizaba casi por instinto, pero ya era todo un paso. Era más bien una estela de energía, que aún permanecía casi invisible para él, pero que podía distinguir gracias a la alteración del campo etérico. En otras palabras, la sentía a su alrededor, poniendo sus pelos como escarpias, y entonces, si se concentraba, podía visualizarla ondulando el aire como un río en vertical.

Cristo aún no podía servirse de ella para mucho, pero los primeros ejercicios realizados con Samuel eran como un juego. Trataban de potenciar ciertas respuestas físicas de las personas que estuvieran en su entorno, para descubrir si lo estaba haciendo bien o no. de forma lenta, Cristo empezó a probar con unos y otros, mejorando con cada uno su conexión con el Haz.

Consiguió que un pescador, en el embarcadero, llorara cada vez que lograba sacar una presa. Cristo potenció su sentimiento de éxito y orgullo. Tomó un taxi en hora punta tan sólo para aumentar la frustración del chofer, hasta que, en un clásico embotellamiento, el hombre se bajó del coche y se lió a golpes con el conductor de delante. Su tercer éxito le llevó a cabo en el parque Dewitt Clinton, detrás de casa. Estaba admirando a varios skaters con sus monopatines y acabó picando a dos de ellos para realizar acrobacias cada vez más arriesgadas. Manipulaba sus egos sin miramientos y la cosa acabó con un brazo roto y varias magulladuras.

Pero el logro del que estaba más orgulloso sucedió en Noche Vieja y no estaba preparado para él, no señor. Aún se tiraba de los pelos cuando lo recordaba.

Faely y Zara invitaron a Candy a cenar en el loft, para celebrar la Noche Vieja todos juntos, Cristo incluido. Fue una cena elegante y emotiva, ya que las chicas hablaron de sus esperanzas futuras sin tapujos. La verdad es que Cristo se alegraba por ellas, sobre todo por Faely, quien se merecía obtener la felicidad –a su manera, claro—de una vez por todas. El hecho es que, tras una opípara cena, las chicas decidieron ir a Times Square a esperar el Nuevo Año.

Sentirse apretujado por tanta gente nunca le hizo gracia a nuestro gitano, que solía correr de los bullicios cuando podía, pero Cristo ya no era el mismo, sobre todo después de las lecciones de Samuel. Podía sentir toda la energía que emanaba de aquella multitud alimentando la potencia del Haz; pensó en las posibilidades que podría disponer de todo ello cuando tuviera más práctica, y las lágrimas rodaron por sus mejillas, extasiado. A su lado, su prima Zara malinterpretó tal detalle y le abrazó con fuerza, diciéndole al oído:

― No llores por tu familia. En la cárcel también se celebra Año Nuevo, ¿no?

Solo por eso, le manoseó el culo a su prima. Cristo lloraba de pura dicha. No sabía cuanto tiempo le quedaría a su nuevo mentor, pero el gitano estaba dispuesto a aprovechar a tope cada una de sus lecciones.

Tras gritar como energúmenos la cuenta atrás, brindar con todo Dios, vaciar varias botellas de champán, abrazar a tropecientos mil cuerpos, felicitar y besar hasta tener los labios hinchados, los cuatro volvieron al loft, derrengados. Tirados sobre los sillones, trasegaron unas cuantas copas entre charlas que tendían cada vez más hacia los susurros. Cristo notó enseguida que estaba sobrando allí, pero no tenía pensado irse. ¡No, por Dios! Lo divertido venía ahora.

Sabiendo que las chicas se contenían en sus afectos solo por su presencia, aumentó exponencialmente sus necesidades de ternura, de amor y de pasión, al mismo tiempo que atenuaba su moralidad. Cristo no esperaba conseguir un pleno, ni mucho menos. Pretendía cachondearse de las insinuaciones de las chicas, antes de retirarse a dormir. Sin embargo, lo que sucedió ante sus ojos le tomó tan de sorpresa como a las propias mujeres.

Sin más palabras, Candy llevó la cabeza de Faely bajo la falda de su vestido tras besar dos veces a su novia en los labios. Las tres se desataron como fieras salvajes, sin importarle lo más mínimo que Cristo, con los ojos terriblemente desorbitados, estuviera delante. Contempló como se arrancaban la ropa, las unas a las otras, cuales sacerdotisas de Lesbos, entre suspiros y húmedos mordiscos. Admiró sus prietas carnes abriéndose ante él sin pudor, llenas de obvia concupiscencia, embargadas de una insana malicia amorosa, que, finalmente pudo más que sus escasas reservas de ética familiar. Sin embargo, no hizo ademán de unirse a ellas, retraído por la idea de que ellas le increparan, superado su nivel de aceptación. Decidió masturbarse lentamente, sin perderse detalle, no una, sino varias veces, hasta que, agotado, se retiró a su cama. Antes de dormirse, hizo hincapié en que las tres olvidaran su presencia.

A pesar de la decepción, el hecho vino a dotarle de una mayor confianza. Por eso mismo, aquella mañana de enero, se sentía tan gallardo al entrar en la agencia. Aún no había llegado la mayoría de la gente. Ni siquiera Alma estaba en su puesto. Saludó a Peter Gawe, el jefe electricista, que por lo visto era uno de los primeros en llegar –Cristo no tenía ni idea de para qué, pero allí estaba—y preparó una de las cafeteras.

Alma llegó como un vendaval rojizo, quitándose el abrigo y abrazándolo con mimo. Le deseó un feliz Año Nuevo y le estampó un rotundo beso en los labios. “Alma no necesita motivación”, pensó el gitano con sorna, mientras apretaba uno de aquellos pechos macizos.

Uno detrás de otro, el personal llegó, saludó, felicitó y se acopló a sus puestos. Las modelos llegaron una hora más tarde, como era normal, pero muchas de ellas hicieron una obligada parada en el mostrador de recepción y Cristo tuvo muchos besitos y mimos que calentaron su sangre.

Durante el almuerzo bromeó con muchas y las motivó para que acabaran hablando de cómo habían pasado su Nochebuena. Tal como Samuel le había dicho, no parecían acordarse de nada y habían asimilado sus propias excusas como buenas. Solamente Calenda le echó una mirada extraña, pero tan sólo duró un segundo. Ese día, se dedicó a tantear las voluntades de las modelos y las encontró sumamente receptivas, sin duda porque ya habían sido alteradas por su mentor.

“Así que esto es acumulativo. Cuanto más manipuladas, mejor responden. Interesante.”

La vida de Cristo había dado un giro inesperado, abriéndose a un horizonte jamás imaginado que atraía toda su atención. Pasaría mucho tiempo antes de que el gitano se cansara de aquella batalla de voluntades.

Al día siguiente, a media mañana, Samuel se presentó en la agencia, llevando de nuevo el bastón. Cristo le miró estupefacto cuando salió del ascensor. No esperó a que llegara ante él y dejó su puesto, yendo a su encuentro.

― ¿Qué coño haces aquí? – susurró entre dientes.

― Tranquilo, amigo mío. Eres el único que me ve, ¿recuerdas?

Cristo se envaró y miró a su alrededor, observando si alguien se había dado cuenta de su conducta. Quedó satisfecho y siguió a su mentor hasta los sillones frente a la zona de peluquería. Britt sonrió y le saludó con la mano; él le respondió.

― Esa chiquilla está por tus huesos.

― Ya, pero yo no – respondió Cristo, hablando sin mirarle, sentado a su lado. — ¿Qué has venido a hacer?

― A instruirte, mameluco. ¡No puedo esperar!

― Vale, vale. ¿Qué hacemos?

― Debes profundizar en el Haz. Hasta ahora solo potencias lo que ya existe. Debes aprender a irradiar tus propias emociones e implantarlas. De esa forma, puedes aumentar algo que antes no existía.

― Bufff – resopló Cristo, intuyendo que sería difícil.

― Necesitamos una persona a la que no hayas influido, que no conozcas demasiado. De esa forma, advertirás enseguida de sus cambios si lo haces bien.

― Comprendo. Veamos… aquí, en la agencia conozco a todo el mundo… ¡No, espera! ¡Ya sé! Ekanya Obussi.

― ¿La negrita?

― Sí. Es perfecta. Nos han presentado y hemos cenado entre amigos, pero es nueva y no la conozco íntimamente.

― Sí, tienes razón. Servirá. ¿Dónde está?

― ¿Ahora? – se asombró Cristo.

― Ahora – rodó los ojos el anciano.

― Creo que está en el cursillo de posado, en el aula del fondo.

― Bien. Vamos a vigilarla y la abordaremos en cuanto podamos.

― ¡Chachi! – dijo el gitano, frotándose las manos.

Sin embargo, no tuvieron suerte. Ekanya salió del cursillo caminando raudamente hacia el ascensor. No existía manera de frenarla cuando andaba así, con esas zancadas que parecían hacerla flotar. Cristo comprobó su agenda y advirtió que tenía una clase de interpretación programada.

― Esta tarde parece libre – Alma se giró hacia él, con una ceja levantada.

― ¿Estás hablando solo? – le preguntó, mordaz.

― Sip, una nueva costumbre – se encogió de hombros. Samuel se rió en silencio, apoyado en el mostrador.

― Envíale un mensaje. Dile que quieres hablar con ella, cítala en alguna parte – susurró el anciano.

Cristo se levantó de su silla y se alejó de Alma, manipulando su móvil.

― ¿De qué coño voy a hablarle? ¡No la conozco! – masculló muy bajo.

― A ver. ¿No es amiga de tu chica? – Cristo le miró de mala manera. —Pues convéncela de que deseas hablar sobre Calenda y que necesitas consejo.

Cristo, renegando, escribió rápidamente un texto y lo envió al teléfono de la modelo. No pasaron dos minutos cuando recibió la contestación junto con el característico pitido.

― Me espera en Lacômbe, en el Village, para merendar – leyó el gitano. – Que bien, café con leche y pasteles. Por lo menos, eso sacaré.

― Idiota. Tienes que estar seguro de ti mismo para empezar. ¡No puedes influir en nadie si tú sigues dudando!

― Vale, coño, que te pareces al pápa Diego. ¡Joer con el payo!

El anciano Samuel le miró fijamente y luego soltó una risita. “Gitanos”, murmuró.

* * * * * * *

Lacômbe era una de esas cafeterías francesas para sibaritas del meñique alzado. Un sitio con mucha clase y mucho esnobismo que no enloquecían demasiado a nuestro algecireño, pero, al menos, los pasteles y los croissants era de primera. Aquella tarde, para estar en enero, el sol lucía con fuerza y Cristo se instaló en una de las mesitas de la terraza instalada en la acera, impregnándose agradablemente de los rayos.

“No hay ná mejó que una recacha de sol en invierno”, recordó uno de los dichos de su barrio natal.

Una bonita camarera le sirvió un té con leche y canela y esperó a su supuesta cita. Aún no era la hora y se estaba de lujo allí, dando pequeños sorbos a su té y tomando el sol. En contra de la tendencia de su gente, Cristo gustaba de ser puntual e incluso procuraba llegar antes de tiempo, tal y como sucedía en aquel instante.

Pasados unos minutos, Cristo la vio llegar, caminando garbosamente por la calle del Greenwich Village, destacando fuertemente entre la fauna habitual. Ekanya vestía un ajustado jeans con las perneras embutidas en unas estilosas botas de ante con pequeños flecos. Una pasmina de lana –seguramente de primera—se enrollaba a su cuello, cubriendo parcialmente la cazadora de tweed oscuro.

La joven senegalesa sonrió al detenerse ante la mesa y, Cristo, caballerosamente, se levantó y le ofreció una silla.

― Gracias – le dijo ella, sentándose y colocando su bolso sobre las rodillas. – Me sorprendí muchísimo cuando me llegó tu mensaje.

― ¿Sí? ¿Por qué? Somos amigos, ¿no? – Cristo la contempló admirativamente, encantado con su suave acento africano.

― Por supuesto. Incluso cenamos juntos en Nochebuena – se rió la modelo. – Lo que quería decir es que me intrigó quedar así, los dos solos.

Cristo se perdió en aquellos grandes ojos oscuros y rasgados. Había algo en la esbelta estructura del rostro femenino que le recordaba a la cantante Sade cuando joven. Sin duda, era su respingona naricita, tan diferente a la tendencia habitual en su raza, o esos pómulos agresivos –casi afilados—que se marcaban a cada sonrisa.

― ¿Qué deseas tomar, Ekanya? Una pregunta, ¿cómo te gusta que te llamen?

― Me acostumbré a que mi familia me llamara Eka pero aquí nadie me llama así – se encogió de hombros ella.

― ¿Quieres que te llame de esa forma? – le guiñó un ojo Cristo.

― Sí, estaría bien.

― Bien, Eka, ¿un café? – preguntó de nuevo él, alzando una mano para llamar la atención de la camarera.

― Sí, por favor.

― Dos damasquinos con virutas de chocolate y una selección de pastelitos, por favor – pidió a la sonriente chica, que asintió de forma muy profesional.

― ¡Vaya! ¡Voy a engordar! – se rió de nuevo la senegalesa.

― Falta te hace, niña – murmuró Cristo.

― ¿Piensas que estoy muy delgada? – le preguntó ella, demostrando el buen oído que poseía.

― Sé que no estás en la talla 36 porque la han prohibido, pero no creo que llegues a los cincuenta kilos.

― Cincuenta y dos – casi bufó, ceñuda.

― Pero es que mides metro setenta y cinco, coño – agitó la mano Cristo. – Tienes que meter unos cuantos kilos para estar verdaderamente perfecta.

― ¿Tú crees?

― Hombre, yo no soy ningún entendido en esto, pero soy hombre, y los hombres queremos tener donde aferrarnos a una mujer, ya sabes.

Ekanya dejó escapar una suave carcajada y asintió varias veces.

― En mi país piensan igual, tanto de las mujeres como de las cabras – explicó.

― Ya ves. Es una cultura extendida, sobre todo lo de las cabras – esta vez se rieron juntos.

La camarera trajo dos humeantes tazas de café negro con una montaña de nata y virutas de chocolate por encima. Depositó, junto a la bandeja de diminutos pasteles de diferentes formas y texturas, una jarra de leche muy caliente.

― Bueno, pues ahora vamos a mejorar ese aspecto, niña. Tú te encargas de la mitad y yo de la otra. Ya veremos si pedimos después unos suizos con mantequilla…

― ¡Estás loco! – se espantó la modelo.

― ¿Prefieres un bocata de chorizo?

― ¿Un qué?

― Joer, con las finuras, ¿un sándwich quizás?

― ¡Como una cabra, ya te digo!

― Ya veo que entiendes de cabras…

― Es el sistema monetario de mi país – siguió ella con la broma. — ¿Cuál era el tuyo?

― Si te lo digo, tendría que matarte – dijo Cristo, componiendo una mueca.

Entre chanzas y pullas, se tomaron el café y una buena dosis de pasteles. Cristo consiguió convencer a Ekanya de comerse cuatro de ellos, apenas mayores que un mordisco, y él se zampó casi el resto.

― Cristo – en un momento dado, la modelo se inclinó sobre la mesa y tomó la mano del gitano. — ¿Vas a decirme el motivo de vernos aquí?

Cristo asintió y palmeó el oscuro dorso de la mano femenina. Él también se inclinó hacia delante, adoptando una postura conspiradora.

― Verás, Calenda me interesa muchísimo, como amiga y como mujer. Sin embargo, ella sólo me ve como un amigo.

― Un amigo muy querido. Tiene muy buena opinión de ti – añadió ella.

― Sí, lo sé, pero eso no quita que lo intente una y otra vez. La esperanza es lo último que se pierde, ¿no?

― Por supuesto – sonrió Ekanya.

― El caso es que necesito alguien que me informe de lo que sucede. May Lin ya no es de fiar para ello pues se acuestan juntas.

Ekanya abatió los párpados. El color de su tez enmascaraba el rubor, pero Cristo supo adivinarlo en sus acciones.

― Yo no…

― ¿Acaso no es cierto? Yo mismo las he visto ponerse tiernas y, aunque Calenda perjura que no es nada serio, tan sólo íntima amistad, eso no hace que me sienta mejor.

“Pero que embustero soy. No hay nada que me incite más que verlas a las dos.”

― Sí. Duermen juntas. Por eso mismo me han ofrecido el dormitorio de May Lin – admitió la senegalesa.

― Debes entender que respeto su gusto y tendencia. No soy nadie para oponerme a esa relación, pero, a la misma vez, quisiera saber si cambia de idea o si se pelean entre ellas… para tener una oportunidad, ¿me comprendes?

― Sí, claro que sí.

― Solo quería preguntarte si harías eso por mí, avisarme de cualquier posibilidad.

― Descuida, Cristo. Sé que amas a Calenda y ella también lo sabe. Hay veces que… en fin, te avisaré de cualquier cambio.

― Gracias infinitas, Eka – Cristo atrapó la mano de la chica con las dos suyas.

Esta vez fue Ekanya la que pidió otros dos cafés y siguieron charlando, saltando de tema en tema, riéndose y cuchicheando como dos conspiradores. Cuando se levantaron y despidieron, la modelo pensaba que jamás había conocido a un hombre con un espíritu tan sublime. Cristo había demostrado ser un amigo leal, con alma de poeta, y corazón de fuego. Mientras se alejaba, la modelo sintió una especie de sentimiento, mezcla de celos y envidia, hacia Calenda, quien conseguía la atención de tan insigne enamorado.

Por su parte, Cristo caminaba con ligereza, silbando una vieja tonadilla hasta que se topó con su mentor. Éste le esperaba sentado en una parada de bus, las manos sobre su bastón de pomo plateado.

― ¿Cómo ha ido? – le preguntó cuando Cristo se sentó a su lado. Una ajada mujer con bonete de lana les miró con suspicacia.

― Mejor de lo que me esperaba. La conversación ha fluido con espontaneidad y Ekanya ha conectado enseguida.

― ¿Qué has emitido en el Haz?

― Me he concentrado en la amistad primero, para después ir enviando pequeños toques dramáticos… algo de tristeza, de pasión, de anhelo… Creo que se ha marchado suspirando.

― Bien, bien, mi joven aprendiz…

― Pues tú no pareces Yoda en absoluto, perdona que te lo diga.

― ¿Quién?

― Nada, nadie…

― Déjate de tonterías. Ahora, tienes que alimentar cada vez que puedas ese concepto que has implantado en ella. En el trabajo, por teléfono, o como puedas. La repetición del concepto es muy importante si quieres que se aferren a la idea que germina.

― Lo entiendo. Como regar las macetas…

― ¿Macetas? ¿Qué macetas?

Cristo se rió por lo bajo. Le encantaba chinchar al viejo, sacarle del tiesto, pero en el fondo sabía que, gracias a él, su vida estaba dando un inesperado giro que le cambiaría totalmente. Ya no había marcha atrás, no con cuanto estaba descubriendo tanto…

* * * * *

Cristo siguió el consejo del viejo Samuel y durante toda la semana estuvo hostigando con mucho tacto a la modelo senegalesa. Un piropo mañanero, un recordatorio a media mañana, una charlita durante el almuerzo… No es que la estuviera acosando pero Cristo parecía estar en todos los momentos oportunos para que la guapa modelo soltase una de sus encantadoras sonrisas.

Para Ekanya, el puesto que ocupaba el gitano en su ranking de amistades había subido enormemente, desbancando incluso a sus compañeras de piso. No fue un concepto consciente, ni siquiera relevante, pero pasó de un estado de amistad relativa al de “presencia necesaria” en un par de días. De ahí a confidente y persona de máxima confianza solo hubo un paso pequeño. Cristo se convirtió en la persona que Ekanya quería tener siempre al lado, a quien acudir a la más mínima duda, y a quien saludar en primer lugar al llegar a la agencia.

Cristo tuvo mucho cuidado de no potenciar lazos afectivos de tipo romántico con Ekanya, pues no quería malos rollos si tenía que soltar amarras. Una amistad tan sólida como la que estaba creando era más que suficiente para que surgieran emociones de todo tipo. Al fin y al cabo, Ekanya era una prueba, un ejercicio de control. Eso no quitaba que nuestro gitano se sintiese muy a gusto con la joven, pero ya se sabe lo que pasa en la mente de un estafador nato…

La mañana del viernes, mientras tomaban un tentempié en 52’s, Ekanya le expuso que tenía que hablar de un asunto serio con él, pero en un sitio privado. Cristo, intuyendo a lo que podía referirse la modelo, la invitó a cenar, pero Ekanya tenía un compromiso para aquella noche. Así que, ni corto ni perezoso, la invitó a almorzar en el loft para el sábado. Tanto su tía como Zara apenas venían por el apartamento, salvo a llevarse ropa o algún artículo preciso. El joven sabía que también tendría que hablar con su familia para decidir qué pasaría con el loft.

Teniendo en cuenta que Ekanya era musulmana, aquel sábado Cristo pidió un almuerzo a base de pescado, algo de cordero en salsa, y una buena ensalada. Compró una botella de buen vino y puso una tetera a hervir, por si las moscas. Andy, el chico repartidor de Grill’s Percy, un asador de la Décima Avenida, llegó con la antelación debida. Cristo preparó con mucho gusto la gran mesa central del loft, metió el cordero y el pescado en el horno, y recogió algo de ropa que estaba diseminada sobre su cama.

Ekanya fue casi puntual, al menos para lo que las modelos entendían como puntualidad. Ella se inclinó al traspasar la puerta para besarle en las mejillas. Cristo, ufano, le hizo un tour por el amplio loft. La modelo quedó encantada con la decoración y la disposición del espacio. A su vez, Cristo le dio un extenso repaso a su figura.

Ekanya llevaba su frondoso y rizado cabello oscuro recogido en un largo copete que surgía de su coronilla en ángulo ascendente y terminando en un amplio plumero de rizos. El peinado ponía de manifiesto sus rasgos angulosos y, sobre todo sus grandes ojos rasgados. Vestía una amplio jersey de lana gris, de mangas amplias, y unas oscuras mallas térmicas ceñían sus largas piernas, que terminaban enfundadas en unas botas de nieve de pelo blanco. Deliciosa.

Ekanya se detuvo ante la mesa cubierta de un mantel de lino blanco, con arabescos en malva, que Cristo encontró en el cajón de la cubertería. Las servilletas de algodón aparecían enfundadas en sus pertinentes aros de cerámica, y el joven había frotado los cubiertos de fina alpaca hasta hacerlos brillar.

― ¿Has preparado tú el almuerzo? – le sonrió Ekanya, girándose hacia él.

― ¿Yo? Ni de coña. No sé ni abrir una lata de sardinas – agitó una de sus manos.

― Seguro que sabes hacer más de lo que dices…

― Ya, más o menos como tú – comentó Cristo, retirando la silla para que la joven se sentara.

La modelo se sentó al tiempo que dejaba escapar una carcajada, sabiendo que ella tampoco sabía cocinar.

― ¿Vino? – preguntó, mostrando la botella que había abierto minutos antes.

― No suelo tomar, pero la ocasión merece la pena – contestó ella, con un delicioso mohín en sus labios.

― ¿Ah, sí? ¿Es que hay algo que celebrar?

― Aún no estoy segura.

Cristo escanció en las dos altas copas de cristal y caminó hasta el horno, del cual sacó el pescado y el cordero, en distintas bandejas. Tanto uno como el otro habían sido troceados y desmigados, en el caso de la lubina. Colocó las bandejas sobre tablas y las dejó en la mesa. Ekanya se inclinó para husmear el aroma como marcan los cánones de un invitado.

― Huele delicioso – alabó.

― Eso espero. Gabriel se la juega si no nos gusta.

― ¿Gabriel?

― El chef. Suelo comer allí a menudo.

― Ah – los penetrantes ojos de la modelo estaban fijos en Cristo, quien servía una ración de pescado en el plato de ella.

La chica alzó su copa cuando Cristo terminó de servir. “¿Brindamos?, preguntó. Cristo tomó la suya y la hizo tintinear contra la de ella.

― Por la amistad – propuso.

― Por nosotros – asintió ella.

El pescado se llevó otra ronda de vino y un nuevo brindis. Ekanya habló de cómo había cambiado su vida al dejar Dakar y mudarse a Nueva York.

― La agencia fue mi muleta. Nunca había salido de mi país y fue todo un choque de culturas venir aquí. Tenía la suerte de hablar inglés, aparte de mi lengua natal, el francés, así que pude integrarme por esa parte. Pero si no hubiera sido por las chicas, Calenda y May Lin, jamás hubiera conseguido superar el cambio.

Cristo asintió mientras cambiaba los platos para servir el cordero.

― Mi deseo de ser modelo ya había relajado bastante mi doctrina musulmana. No soy una fanática, por supuesto. Procuro llevar a cabo las enseñanzas del Profeta, pero no soy una creyente virtuosa… Los imanes no ven con buenos ojos que las mujeres se exhiban. He fallado en mis deberes como mujer musulmana, tanto como para mí, como para mi familia. Mi padre es abogado y estudió en París. Se ha occidentalizado bastante y me comprende, pero mi madre proviene de una antigua familia de rancias costumbres musulmanas y nunca estuvo de acuerdo en lo que pretendía hacer.

― ¿Qué te llevó a dejar Senegal?

― Mi madre lleva insistiendo en casarme desde que cumplí los quince años, pues soy la mayor de mis hermanos. Sin embargo, siempre me opuse a ello ya que contaba con el apoyo de mi padre. Cuando empezaron mis primeros pinitos en una agencia francesa de publicidad, mi madre inició una serie de pactos entre familias, buscándome un esposo con prisas. Padre no pudo detenerla ya que mi madre es una mujer influyente y rica, a su manera, así que acepté trasladarme a Lyon, en Francia, a una academia de modelaje. Mi padre camufló aquello como si estuviese estudiando en una universidad, así que mi madre, a pesar de sus planes, aceptó.

― Y allí te descubrió Models Fusion, ¿no?

― Así es. Acepté enseguida, poniendo tierra de por medio.

― Pues me alegro que tomaras esa decisión – dijo Cristo, engullendo un trozo de tierno cordero.

― ¿Ah sí? – ella le miró largamente.

― Por supuesto. Riquísima esta salsa…

― Yo también me alegro de haberte conocido.

― Brindemos por eso – Cristo alzó su copa y ella le imitó.

Minutos más tarde, los platos estaban vacíos y ellos saciados.

― ¿Un postre, algo de fruta? – le preguntó Cristo.

― Uff, ¡ni pensarlo! Estoy llena. Todo estaba delicioso.

― Pondré la tetera a hervir mientras recojo esto.

― Un té me sentara muy bien – repuso ella, poniéndose en pie para ayudarle.

― Quédate sentada, por favor.

― ¡Ni de coña! – exclamó ella, imitando su forma de hablar.

Entre risas y empujoncitos, quitaron la mesa, limpiaron los platos y fuentes, y se sentaron en uno de los sofás a tomar un buen té a la menta.

― ¿Sabes? Ahora comprendo qué siente Calenda cuando te llama su mejor amigo – dijo Ekanya, de improviso, tras sorber de la caliente taza.

― Bueno, ya sabes lo histérica que se pone a veces esa mujer – bromeó él.

― Nunca pude imaginar que podría llegar a este grado de intimidad con un hombre, sin ser su esposa, en apenas un par de semanas…

― ¿Intimidad? ¡Si apenas nos hemos tocado las manos!

― Tonto, ya sabes a qué me refiero – abanicó ella sus grandes pestañas. – Podemos hablar de cualquier tema, sin tapujos, y te confiaría mi vida si fuese necesario.

― Oh, ya te estás poniendo trascendental. No vayas a enunciarme una de esas suras, eh…

Ekanya dejó su taza de té sobre la mesita ratonera y atrapó la mano libre del gitano. Las miradas de ambos se encontraron y Cristo supo ver la intención en los ojos de ella. Con suavidad, también abandonó su taza y apretó su mano, esperando que la modelo dejara brotar lo que estaba intentando decir.

― Como buena hija y musulmana, he conservado… mi pureza – Ekanya abatió momentáneamente la mirada, pudorosa. – Me he guardado intacta para mi futuro esposo, pero he empezado a cuestionarme esa tradición desde que estoy aquí.

― Comprendo. No es muy justo que te mantengas virgen mientras que tu esposo puede correrse las juergas padres sin problemas.

― Algo así… En mi cultura abundan los matrimonios concertados, ¿sabes? Me he estado preguntando de qué me vale entregarme intacta a un hombre que ni siquiera conozco o con el que no me une más que un pacto familiar. ¿No sería mucho más lógico y bonito compartir ese acto íntimo con alguien a quien quieres, quizás con tu mejor amigo? – los ojazos volvieron a posarse sobre nuestro gitano, cortándole la respiración por unos segundos.

― Joder, Ekanya… ¿estás diciendo lo que creo que…?

La modelo posó un dedo sobre los labios del joven, acallándole. Seguidamente, acarició suavemente su mejilla y llevó finalmente su mano hasta el rizo que colgaba sobre la frente de Cristo.

― Solo digo que no he conocido a ningún hombre de la forma que te conozco a ti, que me siento a gusto contigo, en armonía y a salvo. Sé de tu amor por Calenda y lo respeto enormemente, pero pienso que no te mereces esa tensa espera sentimental. No pretendo sustituirla, ni quiero forzarte a algún tipo de relación sentimental… tan sólo quiero que mi femineidad florezca, y deseo que seas tú quien me haga mujer… ¿Lo harías, Cristo? ¿Me harías mujer?

― Eres mi amiga y una mujer arrebatadora. Sería un honor para mí, por supuesto, pero… ¿estás segura de…?

― Más que segura – musitó ella, inclinándose lentamente hasta depositar sus labios sobre la boca de él.

Mientras mordisqueaba aquellos tiernos labios rosados, Cristo se felicitó por lo bien que lo había hecho. Ekanya se le había entregado voluntariamente, realmente dispuesta y convencida de tener la razón. Samuel ya le dijo que cada individuo era diferente en su proceso mental. ¿Acaso no era mucho mejor de esa manera que convertirlas en zombis obedientes? Solo debía practicar y seguir practicando hasta afinar el proceso, hasta que fuera tan instintivo y fácil como rascarse el cogote. ¡Las cosas que pensaba hacer, de ahora en adelante!

Con este pensamiento, se perdió en el interior de aquella boca húmeda y ansiosa que estaba devorándole lentamente. Ekanya pasó sus brazos por el cuello, tumbándose materialmente sobre él. Su cálido aliento se convertía en apagados arrullos cada vez que buscaba la lengua de Cristo para succionarla a placer. Ekanya sería virgen, pero tenía experiencia en besar. Eso no podía negarlo.

Las manos de Cristo se colaron bajo el grueso jersey de lana y corretearon ágilmente por los esbeltos flancos, cubiertos por una suave camiseta. Ekanya desprendía bastante calor. Los dedos del joven sobaron delicadamente los pequeños pero erguidos senos de la negrita, dándose cuenta que no llevaba ningún tipo de sujetador. Apretó los pezones con algo más de fuerza y Ekanya gimió en el interior de su boca, mordiendo suavemente su lengua.

Ekanya bajó las manos y aferró el borde de su jersey, sacándolo ella misma por encima de su cabeza. Los pezones se marcaban con fuerza en la camiseta rojiza que llevaba una caricatura de la Estatua de la Libertad.

― Tócame… por favor – gimió ella, guiando una mano de Cristo bajo su camiseta.

Su piel oscura era muy suave, sobre todo la zona del ombligo. Cristo se entregó a largas caricias sobre el lugar, haciendo que la chica se contonease como una serpiente borracha. Parecía muy sensible a las cosquillas pero no dejó, en ningún momento, de besarle con pasión. Su saliva corría por la barbilla del gitano, quien no dejaba de tragar aquellos efluvios con efervescente pasión.

Cuando los dedos de Cristo llegaron a los pequeños senos, éstos estaban tan empitonados que le pareció imposible que un pezón pudiese estar tan duro y tieso. Ekanya se apartó un segundo y apoyó su frente contra el respaldo de tela, gimiendo intensamente, cuando Cristo le retorció ambos pezones lentamente. Al estrujar los senos con ambas manos, un “¡Alá, que buenooooo!” surgió incontenible de los labios de ella.

La camiseta siguió el mismo camino que el jersey, pero esta vez fue Cristo quien se la quitó. Devoró primero con los ojos aquellos pitones oscuros y constreñidos, durante casi un minuto. Ekanya intentó taparse los senos con las manos, pero el gitano no consintió, aferrándole las muñecas y apartándolas.

― Tienes unas tetitas divinas, ¿por qué ocultarlas? – musitó, mirándola.

― Solo las enseñaré para ti – rió ella, aferrándole por la nuca y atrayendo su rostro hacia su pecho.

Entonces, Cristo devoró literalmente aquella carne latiente, erizándola de placer. Pasaba de un pezón a otro, degustándolo con ansias, exprimiéndolos como si buscase lactar verdaderamente. Ekanya gritaba más que gemía, tironeando de la parte de atrás de la camisa de Cristo, intentando sacársela como pudiese.

― Creo que deberíamos ir a la cama. Estaríamos más cómodos… sobre todo porque quiero comerte ese coñito rosado que escondes – susurró Cristo, mirándola con el rostro aún apoyado sobre sus senos.

― Oooh, por el Profeta… que perverso suenas – jadeó ella, sintiendo como su vagina se licuaba al escucharle.

― Puedo ser aún más perverso, pero no creo que estés preparada para tanto en tu primera vez, ¿verdad?

― Haz lo que desees conmigo – sonrió, abriéndose de brazos.

Cristo se levantó del sofá y extendió la mano para ayudarla a ponerse en pie. Cogidos de las manos, subieron las escaleras hasta el aposento del gitano. Ekanya caminaba con el torso desnudo, sin pudor alguno esta vez, luciendo una sonrisa que podía significar cualquier cosa, menos contención.

Sentó a la chica sobre su cama y se ocupó de sacarle las gruesas botas lanudas. Unos encantadores calcetines a rayas rojas y amarillas aparecieron. Con la punta de la lengua sacada, Cristo se afanó en quitárselos, dejando los oscuros pies, de uñas pintadas en rosa pálido, al aire. Alzó uno de los pies y se metió el dedo gordo en la boca, succionándolo con placer. Ekanya le miraba intensamente, con los ojos chispeándole. La sonrisa no la había abandonado.

Cristo deslizó las mallas térmicas piernas abajo, pudiendo comprobar cuan largas eran sus piernas. “Oh, Jesús, me encantaría recorrerlas con la lengua”, pensó, sabiendo que no era el momento. Los tersos y finos muslos quedaron desnudos, la piel oscura brillando bajo el reflejo de la luz que entraba por uno de los ventanales. Ekanya se estiró felonamente sobre la cama, flexionando sus piernas y poniendo en evidencia el diminuto tanga negro que rodeaba sus caderas.

― A mí me parece que eso no es mucho de mujer musulmana – indicó Cristo, señalando el tanga con un dedo.

― No, tienes razón. Más bien es de putón, que es como me siento ahora mismo – repuso ella, con una risita. — ¿Vas a quitármelo o no?

― Con los dientes, Eka, con los dientes – dijo él, arrodillándose sobre la cama.

Con una lentitud exasperante, Cristo tironeó de la prenda, deslizándola centímetro a centímetro piernas abajo. Ekanya pataleó en el último recorrido para ayudarle. Con mirada lujuriosa, Cristo la abrió completamente de piernas, contemplando el totalmente lampiño pubis. El monte de Venus formaba una exquisita prominencia que destacaba aún más debido a la esbeltez de las caderas. Con dedos casi temblorosos, el joven separó los gruesos labios mayores, relevando un coñito apretado y de oscuros ribetes, pero con un interior tan apetecible como un helado de fresa.

― Dios, que suave – musitó Cristo, deslizando lentamente el pulgar sobre la rosada carne. El dedo se le humedeció al momento.

Ekanya se había llevado una mano al rostro, intentando esconder sus ojos tras el dorso que apoyaba sobre sus cejas, conmovida por una oleada de insano pudor; sin embargo, observaba a su amigo por entre los intersticios de sus dedos. El deseo que podía leer en su rostro la llenaba de gozo, pues era una reacción real de Cristo a su cuerpo y belleza.

― Te voy a comer toda, todita – canturreó Cristo, introduciendo su cabeza entre los muslos.

Ekanya se mordió el grueso labio inferior, ahogando el gemido que subía por su garganta. Su pelvis vibró y sus caderas se tensaron en el mismo momento que la punta de la lengua masculina tomó contacto con su vagina. Nunca se había sentido así de ansiosa, de liberada, de inmoral. También era cierto que no había tenido una experiencia sexual de esa magnitud en su vida, pero sí se había excitado y masturbado en la intimidad. Pero nada se podía comparar a lo que le estaba haciendo Cristo.

― Cristoooo – farfulló cuando la lengua se adentró cuanto pudo en el interior de su sexo, añadiendo saliva a su propia humedad, rozando sus sensibles y tiernas paredes.

Uno de los dedos de Cristo presionaba sutilmente su esfínter, generando un calor increíble. Sin que fuera consciente de ello, sus caderas rotaron en un baile impulsivo que la enloqueció aún más. La lengua masculina abandonó su vagina y se desplazó, como una sensual babosa hasta aletear sobre su inflamado clítoris. El súbito placer la hizo contraerse sobre el colchón. Jamás lo había sentido de esa forma. Rezongó en voz baja, casi con un gruñido, porque había estado a punto de correrse.

Alargó la mano y atrapó la almohada para colocarla bajo su nuca. Quería ver a Cristo comerle el coño, quería contemplar aquella lengua devorarla completamente. Tragó saliva cuando comprobó que su amigo se llevaba un dedo a su propia boca, humedeciéndolo largamente. Con un largo gemido y un temblor de muslos, Ekanya se corrió irremediablemente cuando aquel dedo se introdujo hasta topar con su himen. Aún entre su niebla mental, Ekanya escuchó la risita de Cristo y sintió como éste aplicaba directamente la lengua contra su clítoris, sin sacar el dedo invasor de su vagina.

No sabía cómo lo hacía, pero Cristo estaba ampliando y alargando su orgasmo en pequeños espasmos que la hacían botar literalmente sobre la cama. Una de sus manos descendió hasta aferrar al gitano por el cabello de su nuca, para intentar apartarle. Notaba como su coño se estaba llenando de fluidos, en tal cantidad que pronto surgirían incontenibles. Se avergonzaba de ello, de su inexperiencia, y no quería mancharle. Pero Cristo no hizo caso de los tirones de pelo; seguía empecinado en lamer, sorber, mordisquear, y sobar con aquel dedo de verdugo. Con un grito ronco y casi animal, Ekanya cerró sus muslos sobre la cabeza de Cristo, aprisionándole sin miramientos, a la par que se dejaba ir sin control, llenándole la boca de néctar femenino.

― Dos a cero – susurró Cristo, levantando la cabeza y reptando sobre el cuerpo de la modelo.

Ekanya jadeaba y le miró a través de las pestañas que entrecerraban sus ojos. El joven mostraba una sonrisa burlona pero agradable y besaba cuando encontraba a su paso, hasta colocar sus ojos al mismo nivel.

― Sabes a miel y arena – le confesó él con un soplo y, con ello, hizo desaparecer la vergüenza.

― Eres un guarro…

― Sip, lo sé – y la besó, compartiendo con ella su íntimo sabor.

Rodaron sobre la cama, abrazados y besándose con pasión, hasta que Ekanya tomó el control y comenzó a desnudarle con mimo. Desabotonó la camisa y la arrojó lejos, luego se ocupó de la camiseta interior, blanca y de tirantes. Se entretuvo con los botones de la bragueta pues sus dedos parecían de goma. Notaba el bulto delator bajo la tela y se agitaba entre su tarea y el deseo de empuñar aquel oculto órgano.

― ¿Estás preparada para ver mi “aparato”? – le preguntó él, suavemente.

― Sí, sé, quiero verla… y tocarla.

― Ten cuidado. Es… considerable. Larga y gorda…

Ella le miró, encendida de nuevo deseo, y se relamió obscenamente. Finalmente, desnudó a Cristo, quien no dejaba de sonreír y repetirle lo enorme que era su miembro. Ekanya se llevó las manos a la boca cuando bajó los pantalones de un tirón, contemplando aquella pollita erguida y temblorosa.

― ¡Alá es Sabio! ¡Cristo, es muy grande! – exclamó, con los ojos abiertos.

― Te lo dije – respondió, manoseándola con una mano.

Su manipulación mental había sido efectiva, sobre todo porque las defensas naturales de Ekanya habían desaparecido bajo el efecto de la lujuria. Un simple empujón mental la había convencido de “ver” las dimensiones que él pretendía. Su autoestima ascendió vertiginosamente. En ese momento, se sentía como un dios.

― No te preocupes, no te dolerá, te lo prometo – le dijo a la chica, arrodillado ante ella.

― ¿De veras?

― Ya verás como no. Lo haré muy suave y lento – garantizó mientras se despojaba completamente de los pantalones.

Estaba loco por meterla. Ya no aguantaba más. Los muslos de Akanya le acogieron, temblorosos tanto por el deseo como por el natural temor. La chica le abrazó, atrayéndole suavemente. Cristo frotó delicadamente su pequeño pene sobre la vulva, con un rítmico vaivén que pronto la hizo jadear de nuevo. Aquellos ojos negros e intensos le suplicaron en silencio que la convirtieran en una hembra real y auténtica y Cristo no lo pensó más.

Introdujo hábilmente su miembro en el virginal acceso que lo engulló casi con hambre. Ekanya gruñó y se estremeció al paso del bastoncito, reaccionando con verdadera exageración. Estaba experimentando toda una dura clavada que ensanchaba su vagina, que la llenaba y expandía con fuerza. Su himen se desgarró pero apenas sintió dolor, embargada por una ficticia sensación de plenitud y entrega. En realidad, su vagina se abría gracias a sus propios e inexpertos músculos vaginales, que su subconsciente activaba a voluntad de Cristo.

― Oh, Cristo… oh, mi Dulce Señor… te siento en mí… me estás m-matando…

Cristo sonrió ante aquellas palabras. Por primera vez, se sentía un hombre completo y funcional. Era cuanto había soñado en cientos de ocasiones. No le importaba su aspecto raquítico e infantil mientras que pudiera demostrar que funcionaba sexualmente. Inició su movimiento pélvico con firmeza, sintiendo como aquel coñito se cerraba como un guante sobre su pene. Las uñas de Ekanya se clavaban en su hombro y espalda, mientras sus gemidos se volcaban en su oído, junto con el arrullo de su respiración entrecortada. Las rodillas de la modelo se doblaron, cruzando con fuerza los talones sobre las nalgas de Cristo. No existía nada en ese mundo que pudiera separarlos en aquel momento.

― M-me estás follando… mi vida… estás FOLLÁNDOME…aaaahhhh…

― Cada vez que lo desees, Eka – musitó él en su oído. – Cada vez que me lo pidas.

Las entrañas de Ekanya se expandieron de pura dicha. ¡Era feliz como nunca lo había sido! Atrajo cuanto pudo a Cristo sobre su cuerpo, apoyando ella su propia barbilla contra el delgado hombro del chico. Cerró los ojos y se abandonó al orgasmo que la rondaba, con una gran sonrisa. Sudando como un condenado a la hoguera, Cristo aceleró sus embistes cuando notó la rigidez del cuerpo femenino. Aquellas piernas le exprimían como una naranja llena de zumo. Se sentía chapotear en el interior del coño que parecía más bien un horno.

“Jesusito de mi vida, que hembra más caliente… me va a derretir, cojones”, se dijo justo antes de que ella gritara y tensara su cintura, elevándole como un muñeco. Aquel inesperado empuje le llevó al clímax más absoluto y empezó a soltar chorros de semen como jamás en su vida. Por un momento, con los ojos firmemente apretados y la boca abierta, creyó que se licuaría por completo en el interior del coño africano, un auténtico devorador de hombres.

Tres horas después, el crepúsculo traía sus propias sombras extrañas a través de los ventanales. Cristo intentaba acompasar el ritmo de su corazón, bastante fatigado tras el amplio ejercicio sexual que había llevado a cabo. Tumbado en la cama, con una mano en la nuca, miraba la oscuridad del alto techo. Su otro brazo servía de almohada para la modelo senegalesa, que dormía profundamente, agotada y feliz, aferrada con un brazo al delgado tronco del gitano. Ambos estaban desnudos bajo la ropa de cama y Ekanya mantenía una postura fetal que la emparejaba a la estatura de su compañero.

“Tendré que idear alguna forma para que esta tía se satisfaga un poco ella sola. Otra sesión de esta clase y me tienen que dar la extremaunción.”, pensó, dejando que una sonrisa aflorase a sus labios. “Es el momento de afrontar otro tipo de retos para este don. Tengo muchas cosas almacenadas en mi cabecita que necesitan de una revisión de estrategia.

¿Verdad, Hamil? Creo que va siendo hora de visitar a mi dulce Chessy…”

CONTINUARÁ…

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