WOMEN IN TROUBLE 05: JODER CON EL PERRETE

– Toc, toc – los golpes resonaron suavemente en la puerta del dormitorio.

La bella mujer que yacía en la cama alzó la vista, nerviosa al oír la llamada, mientras sentía cómo la pasión la azotaba. Vestida únicamente con un insinuante camisón de raso, que a duras penas lograba ocultar sus numerosos encantos, la chica hizo esperar al visitante unos segundos, regocijándose con la impaciencia que de buen seguro debía de sentir.

– Toc, toc, toc – resonaron nuevamente los golpes, más apremiantes esta vez.

La joven sonrió con lascivia al escucharlos y aún se recreó unos instantes más alargando la agonía del visitante, gozando mientras imaginaba lo que iba a pasar a continuación, antes de dar permiso para pasar.

– Adelante – dijo simplemente, mientras sentía cómo la excitación se extendía por su cuerpo, estremeciéndola y haciéndola que ronronear como una gatita.

La puerta se abrió de inmediato y en el umbral apareció el guapo jardinero que estaba esperando. El hombre iba vestido con botas y pantalón de trabajo, cubriendo su torso con una sucia camiseta sin mangas, bien ceñida, que delineaba perfectamente su musculado cuerpo, lo que hizo que la joven se relamiera en silencio de pura expectación.

– Señorita – dijo el atractivo joven con timidez al ver a la hambrienta hembra medio desnuda tumbada en la cama – Ya he terminado los encargos que me hizo. Venía a ver si necesitaba usted algo más.

– Pasa, Abel, pasa. Has terminado muy rápido – dijo la mujer deslizándose voluptuosamente en el lecho, procurando que el camisón dejara bien a la vista sus firmes y torneadas piernas.

– Gracias señorita – dijo el hombre, dando un paso hacia el interior mientras tragaba saliva – ¿Se le ofrece algo más?

– Bueno… Había pensado – dijo la mujer simulando estar sopesando algo – ¿Se te da bien la fontanería?

– Sí, claro, señorita. Se me da muy bien “desatascar cañerías” – musitó Abel con una sonrisa jocosa en el rostro.

– ¿De veras? Y supongo que para hacerlo usarás… tus herramientas.

La sonrisa masculina se hizo más amplia.

– Pues verá, señorita Sabrina. Tengo sólo una herramienta, pero con ella me las apaño perfectamente.

– ¿Sólo una? – siseó la chica con tono sugerente – Debe de ser una herramienta increíble si te sirve para todo.

– ¿Quiere usted verla?

– ¿La llevas encima? – preguntó la chica, fingiendo sorpresa.

– No voy a ninguna parte sin ella.

Y, sin pensárselo más, el joven penetró en la habitación hasta quedar junto a la cama en la que seguía tumbada la guapa mujer. Sin cortarse un pelo, se abrió la bragueta y, con un gesto habilidoso, extrajo su polla semierecta, luciéndola con descaro ante los atónitos ojos de la fémina, que ni tan siquiera pestañeaban.

Sin poderlo evitar, Sabrina se relamió de gusto al ver el rabo de su compañero y cómo éste iba endureciéndose a toda velocidad. Le encantaban aquellos juegos.

– Pero, ¿cómo te atreves? – exclamó la mujer en tono de falsa indignación – ¡Eres un sinvergüenza! ¡Guárdate eso inmediatamente!

– ¿No había usted dicho que quería ver mi herramienta? Si me deja, con esto le desatasco las cañerías en un segundo – replicó Abel sin perder un ápice la compostura y acercando con descaro su pene hacia donde yacía la joven.

– ¡Aparta eso de mí! – chilló Sabrina, siguiendo con el juego – ¡Gritaré y mi marido vendrá!

– Tu marido es un idiota y no me preocupa lo más mínimo. Además, ¿cómo vas a gritar con la boca llena?

Abel, con completa confianza, apoyó una rodilla en el colchón y aproximó su erección al rostro de la chica, que no se apartó ni un milímetro, con los ojos clavados en la poderosa lanza que se le aproximaba. Apoyando una mano en su nuca, el hombre acercó la cabeza de la mujer a su erección, hasta que ésta quedó apretada contra los carnosos labios femeninos, mientras su dueña los mantenía apretados, fingiendo estar escandalizada por todo aquello

– ¡Voy a gritar! ¡Sal de aquí de inmegfllhlhlh!

Grave error. En cuanto abrió la boca para protestar, el hombre cumplió su amenaza y de un habilidoso golpe de cadera, hundió su herramienta en la boca de la joven, ahogando eficazmente sus reniegos.

Sin dejar de empujar, Abel embutió su ya completamente erecta verga en la garganta de su compañera y, aunque a ésta se le saltaron las lágrimas por la súbita intrusión, lo cierto es que no hizo ademán alguno por resistirse o intentar expulsar la tremenda ración de carne.

– ¡Ghlhlgllll mpuffff! – gorgoteó la chica, medio asfixiada – ¡Saclfffffg!

– Sí, sí, lo que tú digas. Ahora chúpala con cuidado. Y presta atención a los dientes, que la última vez me la arañaste.

Con lentitud, el hombre echó hacia atrás las caderas, extrayendo su rabo totalmente pringoso por la saliva de la chica. Ésta, ahogando un gemido de frustración por verse separada de su trofeo, intentó retenerla apretando con fuerza los labios, provocando un gruñido de placer en el afortunado caballero.

– Joder, nena, cada día lo haces mejor. Cómo me pones.

Sonriendo, la mujer permitió por fin que la polla saliera por completo de su boca. Sin embargo, no renunció a ella, aferrándola con firmeza con la mano, pajeándola libidinosamente, mientras la acariciaba y lamía por todas partes con su serpenteante lengua.

– Así que vas a desatascarme las cañerías, ¿eh? Eres un fontanerito muy perverso… – dijo Sabrina, con su mejor voz de niña mala.

– Te las voy a dejar como nuevas – respondió Abel con un gruñido.

Bruscamente, el joven retiró su verga echando el culo para atrás, provocando que ésta escapara de entre los de dedos de la mujer, resbalando gracias a que estaba llena de babas.

Con fuerza, la aferró por los tobillos y la arrastró hacia si por encima del colchón, mientras ella profería un gritito a medias de sorpresa, a medias de excitación.

– ¡Socorro! ¡Por favor, ayuda! – gemía la joven – ¡El jardinero va a violarme! ¡Ayuda!

– Vaya si voy a violarte. Varias veces – jadeó el joven, resoplando como un toro – Te la voy a meter hasta las orejas.

Manejándola a su antojo, aunque sin que ella hiciera el menor esfuerzo por resistirse, Abel colocó a Sabrina a cuatro patas sobre el colchón, subiéndole de inmediato el camisón hasta el cuello, con violencia, dejando expuesto el cuerpazo de la hembra.

Sus pechos, rotundos y plenos, colgaban como fruta madura y él tuvo que resistir como pudo el deseo de abalanzarse sobre ellos y devorarlos. Aunque, en realidad, en ese momento tenía otra idea en mente. A ver si ese día sí lo conseguía.

Con un rugido, se abalanzó sobre la formidable grupa de Sabrina, empezando a amasar, chupar y morder las espectaculares nalgas de la muchacha, haciendo que ella diera quedos grititos de excitación, mientras reía esforzándose por mantener la postura y no derrumbarse sobre el colchón.

– ¡Ay, coño, Abel, no seas bestia! – protestó la joven, entre risas – Que luego me dejas el culo todo lleno de morados. ¡Ay, no muerdas, mamón!

Pero Abel no le hacía ni puñetero caso, magreando la grupa de la chica con completo descontrol. Cuando sus insidiosas manos separaron los turgentes mofletes del soberbio culo, se mordió los labios, admirando el sublime espectáculo que escondían.

La sensual rajita de Sabrina estaba, como siempre, literalmente hecha agua, con los labios hinchados, incitadores y deliciosos. Pero no era eso lo que buscaba Abel. Su objetivo era otro, pero sabía perfectamente que, si quería obtener su premio, tenía que llevar a la mujer más allá del punto de no retorno.

Sujetando las nalgas con ambas manos y manteniéndolas separadas, el hombre deslizó el rostro entre las prietas carnes y, con ansia, empezó a devorar la rezumante rajita, provocando que su dueña se derritiese de placer.

– ¡Joder, Abi, así, cómemelo, cariño! ¡Méteme la lengua hasta el fondo! – gimoteó la joven, arrasada por el gozo, saliéndose del papel sin darse cuenta.

Abel, sin perder el ritmo y sabiendo perfectamente cómo pulsar los resortes de la hembra, aplicó todo su arte en poner la caldera literalmente en ebullición. Descuidadamente, como el que no quiere la cosa, empezó a deslizar la lengua por toda la raja del culo, llevándola hacia arriba para juguetear con la punta en la bien apretadita entrada del ano de la chica.

Ella, disfrutando del tratamiento oral de primera categoría, no acertó a esgrimir protesta alguna, lo que fue enardeciendo el ánimo del macho, que veía más próxima su meta, por lo que se animó incluso a deslizar un bien ensalivado dedito en el interior del esfínter de la mujer, sin que ella profiriera más que un perturbador gemido de placer.

– Esta vez sí que es la mía – pensó Abel para sí, mientras redoblaba sus esfuerzos en volver loca de placer a la muchacha.

El hombre, ilusionado por la perspectiva que se le presentaba, no escatimó esfuerzos en darle gusto a la contoneante mujer, que gemía y relinchaba cual yegua en celo, sin poder reunir suficiente sentido para comprender el botín que pretendía conquistar su amante.

Éste, cada vez más excitado y embrutecido, sentía cómo su polla era un auténtico cohete a punto de despegar de entre sus piernas, costándole horrores mantener a la bestia sujeta, pues sabía que, si permitía que se desbocara, Sabrina podría cabrearse y poner punto y final al show. No sería la primera vez.

Decidido pues a llevar su plan hasta el final, Abel aplicó todo su arte y experiencia a proporcionarle placer oral a su bella compañera, que gemía y gritaba como posesa, mordisqueando las sábanas con tal fruición, que más tarde tendrían que tirarlas llenas de agujeros.

– Ya tiene el motor en marcha – musitó Abel para sí – Ahora, a darle con todo.

Moviéndose muy despacio, sin dejar de juguetear con sus dedos en el mojado coñito de la chica y con un dedo bailarín bien enterrado en el cálido y acogedor culito, el hombre se las apañó para incorporarse detrás de Sabrina, que de inmediato percibió que el macho se disponía por fin a empitonarla.

– Sí, cariño – gimió la chica tras escupir un trozo de tela arrancada de la cama – ¡Fóllame ya! ¡Métemela hasta el fondo! ¡Estoy hirviendo!

– Y más que vas a hervir – musitó el hombre en voz baja.

Obedeciendo las instrucciones de su compañera, el hombre dejó de jugar en su entrepierna y se dispuso a meterla por fin en caliente. Sólo que, en su cabeza, la idea que rondaba no era simplemente penetrarla, sino que, esa tarde, aspiraba al premio gordo.

– Vamos allá – pensó Abel, mientras extraía el dedo del culo de la muchacha, lo que produjo un divertido “pop”, como si una botella hubiera sido descorchada – Joder, si tiene que tenerlo apretado…

Sin hacer movimientos bruscos, temeroso de espantar a la potra antes de montarla, Abel aproximó su durísima verga a la desprevenida grupa de la chica, disponiéndose a ejecutar una maniobra de ataque relámpago a la retaguardia indefensa.

– Y déjate de tonterías – dijo Sabrina de repente, echándole un jarro de agua fría – Ni se te ocurra ninguna estupidez. Ya te he dicho mil veces que por el culo no. Eso duele.

Ahí estaba. Ya le habían jodido el invento otra vez. Su gozo en un pozo. Y pensar que había estado tan cerca… Abatido, miró la colorada cabezota de su polla, que parecía a punto de explotar, ubicada a escasos centímetros del cerrado ano de la chica.

Por un loco momento, Abel se imaginó a sí mismo embistiendo con ganas el apretadito agujero, atacándolo con su ariete y derribando las defensas de Sabrina con su ímpetu masculino. Casi podía sentir cómo los músculos del violado culo se cerraban alrededor de su carne tumefacta, haciéndole rugir de placer. Sería tan fácil… sólo tendría que echarse encima de ella, someterla con su peso y empujar…

– Claro – pensó el hombre en silencio – Y luego, como poco el divorcio. Conociendo a Sabrina, me sacaría hasta los ojos.

Así que, aceptando su destino como inevitable, Abel penetró a su esposa vaginalmente, de forma harto placentera, haciéndola rebuznar de placer.

La cabalgata que siguió a continuación fue de las que hacen época, con el jinete usando los negros cabellos de su esposa como riendas, mientras le azotaba las nalgas con ímpetu, mientras ella le gritaba al cabrón del jardinero que la follara con más ganas.

– Algún día – pensaba Abel para sí mientras empitonaba una y otra vez el dulce coño de su esposa….- Algún día…

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Una hora después, la fogosa pareja dormitaba agotada en el revoltijo de sábanas que había quedado en la cama. La almohada yacía en el suelo, despedida de una patada y ambos descansaban casi desnudos, tratando de recuperar las fuerzas.

Sabrina se cubría únicamente con un exiguo fragmento de camisón, que había quedado destrozado por el ímpetu de su marido, mientras que él, con el torso visiblemente arañado por las lujuriosas uñas de su esposa, únicamente conservaba los calcetines de trabajo, estando el resto de su ropa desperdigada por la habitación. Una bota había volado incluso hasta el pasillo, donde esperaba, solitaria, que alguien la recogiera.

– Menudo polvazo, cariño – susurró la joven dando un suave beso en los labios de su marido – Está bien el rollo éste de los juegos de rol. La próxima vez escoges tú, ¿no? Si quieres, me compro el disfraz ese que vimos de enfermera…

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Agotado y satisfecho, Abel contemplaba en silencio a su esposa, que dormía con la cabeza apoyada en su pecho. Se sentía afortunado por haber encontrado una pareja con la que se complementaba tan bien. Aunque no siempre había sido fácil.

Meses atrás, Abel y Sabrina que formaban una joven pareja con tres años de matrimonio a sus espaldas, empezaron a darse cuenta de que su vida sexual se estaba volviendo un tanto monótona. Aconsejados por amigos, decidieron ponerle un poco de picante a su relación, así que empezaron a probar cosas nuevas.

Tras visitar un par de locales de intercambio de parejas, comprendieron que ese rollo no les iba, pues a ninguno de los dos les gustaba ver a su cónyuge con otra persona, ya que los celos estropeaban la experiencia.

Dándole vueltas al asunto y, como no acababan de encontrar algo que les satisficiera a ambos, acabaron por adoptar una solución de compromiso.

Cada dos fines de semana, uno de ellos se convertía en el rey y el otro tenía que cumplir con los deseos del primero. Eso sí, ninguno estaba obligado a hacer algo que no quisiera, con lo que, aunque se abrieron de esta forma a nuevas y muy variadas experiencias, nunca traspasaban los límites marcados.

Playas nudistas, porno, juguetes, bondage, algo de exhibicionismo… eran una pareja moderna y abierta y probaban todo aquello que les apetecía, sin más complejos. Eran conscientes de que no experimentaban a fondo ninguna de estas disciplinas, quedándose un poco en la superficie, pero eso no les importaba, pues lo que buscaban era evitar que el sexo y su relación se volvieran algo repetitivo y con esos juegos lo conseguían.

A Sabrina parecían gustarle los juegos de teatro, donde cada uno de ellos adoptaba un papel, fingiendo ser quienes no eran. Así, por ejemplo, Abel se había encontrado ligando con ella en el bar de un hotel, donde simularon no conocerse de nada (aquella noche disfrutó bastante sintiendo las miradas de envidia de los hombres del local, especialmente por lo espectacularmente sexy que se había vestido Sabrina).

En los últimos meses, Abel había sido bombero, piloto de aviación, soldado, policía y un sinfín de fetiches que, al parecer, ponían al rojo el sistema de su compañera.

A él, en cambio, aunque sin hacerle ascos en absoluto a disfrazar a Sabrina de azafata o colegiala, le iba un poco más el medio audiovisual. En la caja fuerte de su hogar se escondían multitud de grabaciones de ellos dos practicando sus juegos y a Abel le gustaba mucho verlas en compañía de su esposa, para prender así la mecha y acabar echando uno de sus polvos de campeonato.

La única espinita que tenía clavada era la negativa de su esposa al sexo anal. Y claro, culo veo, culo quiero, cuanto más empeño ponía ella en negarle el ojete, más se obsesionaba él con la idea de torpedearle la popa, por lo que más de una discusión habían tenido sobre el tema.

Y lo peor era que ella admitía que no era virgen por ahí, sino que, años atrás, le había entregado el bollo a un imbécil con el que estuvo saliendo en la universidad. El tipo (al que Abel pensaba romperle la cara si algún día se lo cruzaba) por lo visto no fue demasiado delicado en la perforación, con lo que Sabrina quedó traumatizada y convirtió su trasero en reserva protegida (hasta una solicitud a la UNESCO envió y todo) y se negaba en redondo a que esa zona fuera horadada de nuevo.

Abel amaba a su esposa y el hecho de que no se dejara sodomizar no iba a cambiar eso en absoluto (sobre todo, teniendo en cuenta el sinfín de cosas que SI se dejaba hacer), pero, aún así, no podía evitar fantasear en cómo sería darle un buen puntazo al tremendo culo que en aquel momento admiraba a gusto en el silencio de la habitación.

– Bueno – pensó para sí mientras miraba la fuente de sus anhelos – Por lo menos no pone pegas a chupármela. No como la puta de…

Abel se perdió en sus pensamientos, rememorando antiguas andanzas con novias del pasado, que, como tenía que admitir, no le llegaban a la suela del zapato a su mujer.

Lentamente, el hombre fue quedándose adormilado, con lo que la feliz pareja se pasó el resto de la tarde del sábado durmiendo abrazados, hasta que el hambre y la sed les despertó ya bien entrada la noche.

Fue un buen fin de semana.

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Durante los siguientes días se vieron poco, pues Sabrina tuvo que ir a Sevilla para asistir a una serie de conferencias, mientras que Abel estaba ocupadísimo dando clase en el instituto a las futuras generaciones que iban a regir los destinos del país, o como él solía decir, apacentando al rebaño de cabestros que le habían tocado en suerte.

Sabrina regresó el viernes y, como hacían siempre, esa misma tarde planearon el numerito que celebrarían una semana después. Siempre lo hacían así, un fin de semana descansaban (lo que no quería decir que no follaran, sino que no hacían nada especial) y al siguiente cumplían la fantasía de uno de ellos, por turno, para no pelearse.

– ¿Entonces qué? – preguntó Sabrina mirando a su esposo por encima de su humeante taza de café – ¿Me pillo el disfraz de enfermera?

Abel la miró, sonriente, solazándose durante un instante con la imagen mental de su bella mujer disfrazada de enfermera sexy.

– No, nena, me apetece otra cosa.

– Pues tú dirás.

– Creo que vamos a probar un poquito de bondage.

– ¿Otra vez vas a atarme? – dijo ella frunciendo el ceño – No te pases ni un pelo, Baldomero, que después me toca a mí…

– Tranquila, nena, no voy a hacerte daño. Los latigazos y los hierros al rojo los dejamos para otro día.

Sabrina le sacó la lengua a su marido, en respuesta a las burlas de éste.

– Quiero, por una vez, ser yo el que mande, tenerte dominada y hacer lo que me plazca.

– Ya, claro, porque yo soy una marimandona de cuidado y siempre impongo mi santa voluntad – dijo Sabrina un tanto molesta.

– Pues no vas muy desencaminada – continuó bromeando su marido, guiñándole un ojo – A ver Sabri, ya en serio, date cuenta de que la mayor parte de las veces hacemos lo que tú quieres. El rollo de los disfraces es divertido, pero a mí tampoco es que me vuelva loco. Eres tú la que se lo pasa bomba vistiéndose de colegiala putilla, de maestra putilla, de azafata put…

– Ya, ya lo pillo – le interrumpió su mujer – Aunque no te recuerdo quejándote mientras te follabas a la colegiala en la mesa de la cocina ¿verdad?

– Mujer… – dijo Abel encogiéndose de hombros – Es que la colegiala estaba buenísima.

Ambos se echaron a reír.

– ¿Y no será… – dijo Sabrina con expresión suspicaz – …que quieres tenerme atada para poder hacer… lo que tú ya sabes?

– No te entiendo – dijo Abel, haciéndose el sueco.

– Abel, ya hemos hablado mil veces del tema – dijo Sabrina, poniéndose seria – El anal es tabú. Ya sabes que fue una mala experiencia y que no quiero hacerlo de nuevo.

– Sí, ya, con otro – pensó Abel para sí.

– Coño, Sabri, qué cojones te piensas – fue lo que dijo en cambio – ¿Crees que voy a atarte y luego a sodomizarte a lo bestia?

– No sé, no sé… – dijo burlona la mujer.

– La verdad es que no sería mal plan – bromeó su marido – Pero claro, luego tendría que soltarte…

– Exacto – concluyó Sabrina, apuntando a su esposo con un dedo.

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Los días pasaron con monotonía, ambos jóvenes inmersos en sus trabajos, contentándose con pasar juntos un rato por las noches. A veces salían a cenar, a veces veían una película, procurando siempre compartir el tiempo que pasaban a solas con actividades que les gustaran a los dos (incluyendo el sexo, por supuesto).

Pero lo cierto era que, desde que habían empezado con sus juegos sexuales, ambos esperaban con gran expectación a que llegara el sábado y pudieran ponerlos en práctica, aguardando con ansia descubrir qué habría planeado su pareja para disfrutar del fin de semana.

El viernes, Abel estaba ya casi en el punto de ebullición, deseando regresar a casa y ponerse a preparar lo que necesitaría al día siguiente para su juerga con Sabrina. Había dedicado las tardes a buscar información en la red, intentando encontrar cosas que no hubieran probado aún y que no fueran demasiado complicadas. Como solía hacer, había aprovechado una tarde para desmarcarse e ir al sex shop del que eran clientes, para hacerse con un par de accesorios que le apetecía probar.

Estaba dándole vueltas a lo que iba a hacer con Sabrina el fin de semana, sentado en la sala de profesores, cuando apareció Julián, un compañero de trabajo, de los veteranos y que, como siempre, venía a pedir un favor.

– Hola tío, menos mal que te pillo – dijo el tipo saludando a su colega.

– Por puta mala suerte – pensó en silencio el joven, aunque lo que hizo fue dedicarle una sonrisa amistosa a su compañero.

– Necesito un favorcillo.

– Ya me lo esperaba – pensó Abel sin decir ni mú una vez más.

– ¿Podríais quedaros el finde con Rocco? Mi mujer y yo nos vamos a un hotel y el cabrón de mi cuñado nos ha fallado a última hora.

– Claro, tío, no es problema – dijo Abel, más tranquilo, al ver que el favor no era ninguna putada.

No era la primera vez que Julián les pedía que se quedaran con Rocco, un gran danés cruzado con caballo, más parecido a un búfalo que a un perro. El animal era realmente imponente, aunque lo cierto era, como decía su dueño, que todo lo que tenía de grande lo tenía de tonto.

El pobre bicho no podía ser más bueno y en todas las veces en que Abel lo había visto, jamás lo había escuchado gruñir o ladrar. El chucho tenía una pachorra de campeonato.

– Perdona por pedírtelo tan de repente, pero es que…

– Tranqui, Julián, que ya sabes que Rocco me cae de puta madre. Y a Sabrina también. Total, si basta con soltarlo en el jardín, echarle pienso y luego recoger su mierda con una pala bien grande – bromeó Abel – El pobre no da ni un ruido.

Era verdad. La primera vez que Julián le pidió que le cuidara el perro, Sabrina se encerró en el cuarto al ver llegar a su marido con semejante mastodonte. Pero, en cuanto vio que el animal era más inofensivo que un peluche, acabó por cogerle cariño.

– No teníais planes, ¿verdad? – insistió Julián – Si ibais a salir o algo, busco a otro.

– Que no, hombre, que no pasa nada. Este finde toca tranquilidad en casa – dijo Abel, mientras se hacía un cuadro mental de su linda esposa encadenada a la cama – No hay problema.

Y aunque lo hubiera. ¿Qué iba a hacer? Julián era el jefe de estudios y Abel hacía tiempo perseguía una plaza para la que le vendría muy bien su recomendación. Así que, sumando dos y dos…

– ¿Te viene bien que te lo lleve a las cuatro?.

– Perfecto. Así me da tiempo a buscar la pala gigante en el garaje – se rió Abel.

– Buena idea. Si quieres te presto un pequeño bulldozer que tengo en casa. Viene de puta madre para estas cosas – siguió Julián con la broma.

– No te creas…

Mientras conducía hacia casa, Abel llamó a su esposa por el manos libres y le anunció que tenían invitados a pasar el finde. Sabrina, que sabía perfectamente lo conveniente de estar a buenas con el jefe, no protestó por tener que bregar un par de días con la bestia, sobre todo porque ya sabía que el perro más tranquilo no podía ser.

Con puntualidad inglesa, Julián se presentó en casa de la pareja a la hora convenida, llevando de la correa (aunque más bien parecía que el llevado era él) al monumental Rocco, el gran danés de pelo moteado, que olisqueaba el suelo de la cocina poniendo cara de “yo he estado aquí antes”.

Tras deshacerse en agradecimientos que la pareja se apresuró a interrumpir, Julián les dejó a su cargo al tremendo perrazo, junto con un enorme saco de pienso perruno para alimentar al leviatán.

– Te acuerdas del las normas, ¿no? – preguntó el dueño antes de dejar a Rocco con la pareja.

– Sí claro. No mojarlo, no darle de comer después de medianoche… y que no le diera la luz del sol, ¿no?

– Friki… – dijo Julián poniendo los ojos en blanco mientras salía.

– Sí, debo de serlo – asintió Abel – Pero tú lo has pillado, ¿verdad? Ja, ja.

– Ya. Bueno, lo recojo el domingo por la tarde, ¿ok?

– Perfecto.

Abel, al que le encantaban los perros, enseguida salió al jardín para jugar con él un rato, pero Rocco, tras ir en busca de la pelotita de goma un par de veces, le demostró al hombre que no tenía mucha ganas de juegos, con el sencillo sistema de tumbarse en el césped con una pata cubriendo la pelota de goma y mirando al humano como diciendo: “Si tienes huevos ven a por ella y la tiras”.

Abel desistió y dejó al perro tranquilo, reuniéndose con su mujer.

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El sábado pasó sin incidentes. Abel fue el encargado de sacar a pasear a Rocco, que por fortuna era tranquilo y no llevaba al hombre a rastras. La gente les miraba medio nerviosa medio admirada al ver pasar al enorme perrazo, acompañado de un hombre que podría ir cabalgando sobre él sin problemas.

Por si las moscas y aunque Rocco parecía de lo más afable, nadie se acercó a preguntar si podía acariciarlo y, de hecho, más de uno se cambiaba de acera en cuanto veía venir de frente al novillo, lo que parecía divertir mucho a Rocco y a Abel, que miraban sonrientes y orgullosos a los que huían.

Eso sí, Abel se rió menos cuando a Rocco le dio un apretón y, tras dar una par de vueltas, plantó un zurullo del tamaño del peñón de Gibraltar en medio de la acera, teniendo que recogerlo el pobre con una bolsita que amenazaba con ser insuficiente.

– Tendría que haber traído un saco – musitó para sí Abel, poniendo cara de asco – Y también la maldita pala. Aunque bueno, por lo menos no tienes cagaleras.

Ese último comentario hizo que Abel recordara algo que podía ser importante, aunque no estaba seguro de qué. Una idea empezó a zumbar en su mente.

Meneando la cabeza, continuó con su tarea de recoger mierda de dinosaurio.

En fin. Todo fuera por el ascenso.

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Un poco antes de la hora del almuerzo empezó a llover, así que Sabrina, apiadándose del chucho, lo dejó entrar en la casa, con lo que la comida fue de lo más amena.

El perro, en cuanto olió los filetes, pensó que el pienso se lo podían ir metiendo donde les cupiera, que él prefería la ternera, así que, apoyando su monumental cabezón en el muslo de uno de sus cuidadores, no lo quitaba hasta que recibía un buen pedazo de carne que masticaba con desgana, como sintiéndose ofendido porque la ración hubiera sido tan pequeña.

Eso sí, como era un perro demócrata y creía en la igualdad, tras coaccionar a uno de sus anfitriones se desplazaba hasta donde estaba el otro, para que ambos miembros de la pareja pudieran disfrutar del honor de alimentarle, alternándolos a ambos, para que ninguno se sintiera abandonado.

Entre risas, el feliz matrimonio comió lo que pudo, bromeando sobre qué le parecería a Rocco si a ellos se les ocurriera meter la cabeza en su plato. Mejor no averiguarlo.

Por la tarde, los tres vieron una peli, de esas fantásticas que echan en Antena 3 intercalada entre los anuncios. Sí, ya saben, una de esas que compran en al peso en Escandinavia y que siempre se llaman, “No sé qué mortal”, “No sé cuantos al límite” y que, en realidad, podrían denominarse todas como “Mojón infumable”, que es lo que, al parecer, piensan los directivos de la cadena que nos interesan a los españoles.

Como la película les importaba un pimiento y como a Rocco le daba igual, la parejita no dejó de hacerse carantoñas en el sofá, mientras no dejaban de pensar en lo que iban a hacer luego y lo bien que iban a pasarlo con sus juegos.

Abel se burlaba de su esposa, diciéndole que la iba a colgar del techo y a darle con un látigo, a lo que ella respondía que se atreviera, que Rocco era muy amigo de ella y que, a una orden suya, se comería sus cojones.

– Puede – dijo Abel sonriendo – Pero, si eso pasara, tú te quedarías atadita colgando del techo, ja, ja.

– Ya bajaría, ya… – respondió su mujer, sonriendo enigmáticamente.

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La hora había llegado. La pareja llevaba ya un buen rato enrollándose en el sofá, besándose y acariciándose con pasión progresiva. Aunque ninguno lo admitía, ambos estaban deseando que la cosa fuera a mayores, pues los dos habían descubierto que disfrutaban muchísimo con sus jueguecitos de fin de semana.

Rocco seguía tumbado, sin hacer ni puñetero caso a la pareja que se morreaba a su lado, mirando distraído a la tele.

Olvidándose del perro, el matrimonio decidió ponerse en marcha y, subiendo al piso de arriba, entraron al dormitorio, donde, un rato antes, Abel lo había dejado todo dispuesto.

A Sabrina no le sorprendió ver que su esposo había ubicado el trípode con la cámara de vídeo apuntando a la cama, para grabar una de sus famosas películas privadas. A saber lo que tenía en mente.

– ¿Y eso qué es? – preguntó la joven al ver una extraña barra metálica de color negro con grilletes en los extremos.

– ¡A callar! – le respondió bruscamente su marido – ¡A partir de este momento soy tu amo, y no voy a consentir la más mínima desobediencia!

Para reforzar el contenido de sus palabras, Abel propinó un sonoro azote en la carnosa grupa de su esposa, lo que le hizo dar un respingo de sorpresa. Lejos de sentirse molesta por la rudeza de su esposo, Sabrina percibió que estaba cada vez más cachonda y lasciva.

– Sí, amo – dijo la chica sonriendo pícaramente, entrando de lleno en el juego – He sido una niña mala.

– Y tanto que lo has sido. ¿Y sabes lo que se le hace a las niñas malas?

– ¿El qué? – preguntó ella sonriendo con picardía, aunque tenía bastante clara la respuesta.

– Se las castiga…

Instantes después y tras haber puesto en marcha la cámara, Abel se hallaba sentado en la cama con su mujer acostada boca abajo en su regazo. El joven, admirando nuevamente la carnosa fuente de sus desvelos, le había bajado a su esposa las bragas hasta medio muslo y, muy diligentemente, le azotaba las nalgas con la palma de la mano, alternado un golpe en cada cachete, sin demasiada fuerza, eso sí, lo justo para que la carne adquiriera un saludable tono rojizo, pero sin llegar a causar verdadero dolor.

– ¡Ay! – gemía Sabrina, sintiéndose inexplicablemente cachonda por estar recibiendo unos azotes – ¡Amo, te juro que seré buena! ¡No me pegues más!

– ¡Silencio! – le espetó Abel dándole un poco más fuerte – ¡Si vuelves a protestar te daré veinte más! ¡Te voy a dar hasta ponerte el culo en carne viva!

Al oír esto, Sabrina volvió la cabeza y dijo con voz muy seria.

– A ver si se te va a ir la mano y luego te doy yo.

– ¡Nah, no seas tonta! Y sígueme el rollo que así es más divertido.

– Ya, ya veo cómo te diviertes. Ya noto algo bien duro aquí debajo.

Era verdad. Abel se había puesto bastante a tono azotando el soberbio trasero de Sabrina. No era la primera vez que le daba unos azotes, pero siempre lo había hecho en medio del frenesí del sexo, nunca de esa manera, como si se tratara de un castigo.

Y lo cierto era que aquello le ponía.

– ¡Plas! – resonó un nuevo golpe – ¡Ni una palabra más! ¡Sólo hablarás cuando yo te lo diga!

Sabrina sonrió para sus adentros, divertida porque a su esposo le pusiera tan caliente vapulearle el culo. Notaba perfectamente cómo su erección se apretaba contra su estómago y tenía que reconocer que se le había puesto durísima. Al parecer, a su querido maridito lo estimulaba canearle el pandero y, a fuerza de ser sincera, debía de reconocer que ella estaba disfrutando también.

– ¡Eres una golfa! – le espetó su marido – ¡Te estás poniendo cachonda mientras te castigo!

Y, para refrendar sus palabras, el joven hundió bruscamente una mano entre los muslos de su esposa, apoderándose con rudeza de su tierno coñito que, efectivamente, había empezado a mojarse.

– ¡No, por favor, Amo, no me toque ahí! – gimió Sabrina, bastante estimulada por el inesperado ataque – ¡Me da mucha vergüenza que vea lo mojada que estoy!

Con un gruñido, Abel siguió explorando entre las piernas de su esposa. Ella, divertida y excitada, pataleaba simulando intentar librarse del la pérfida zarpa, pero la verdad era que se lo estaba pasando muy bien.

Habitualmente, Abel no se prodigaba acariciando con las manos esa zona (prefería el oral) pero, esa tarde, estaba haciéndole una soberbia paja mientras la sostenía en su regazo con el culo en pompa.

– ¡Coooooño! – gimió Sabrina para sí – ¡Parece que ha aprendido cosas nuevas!

Pero su torrente de pensamientos fue interrumpido cuando los pícaros dedos de su esposo penetraron más profundamente en su cuerpo, haciéndola boquear de placer. Si seguían así, se iba a correr como una burra.

Pero, de repente, todo acabó.

– ¡Ponte de pie, zorra!

Ya habían hablado de los insultos durante el sexo. A ambos les ponía decirle guarradas al otro, así que no se cortaban.

Ahogando un gruñido de frustración por haberse quedado tan próxima al orgasmo, pero decidida a continuar dentro de su papel, Sabrina se incorporó como pudo hasta quedar de pie frente a su esposo.

Sus bragas, que seguían a medio muslo, se deslizaron por sus piernas hasta quedar enredadas en sus tobillos, con lo que quedó completamente desnuda de cintura para abajo. Sin poder evitarlo, echó un disimulado vistazo al pantalón de su pareja, constatando la tremenda empalmada que llevaba. Le encantaba ver cómo se excitaba gracias a ella.

– Y dentro de poco todo eso será para mí – canturreó Sabrina mentalmente, deseosa de averiguar qué iba a hacer su marido a continuación.

Abel se quedó mirándola unos instantes en silencio, deleitándose con la sensualidad que rezumaba su esposa. Sabía perfectamente que estaba muy excitada (conocía hasta el último centímetro de su piel) y que se había quedado al borde del orgasmo. Justo como él quería.

– Quítate la camiseta.

Sabrina lo hizo de inmediato, quedando desnuda por completo. Sintió un escalofrío al sentir el roce de la tela sobre sus erectos pezones, lo que sólo consiguió excitarla más aún.

– Ponte a cuatro patas en la cama – le ordenó entonces Abel.

Sabrina dudó un segundo, pero acabó obedeciendo, pues, al fin y al cabo, ese día le tocaba a él dar las órdenes y, en el fondo, ella sabía que Abel jamás haría nada sin su consentimiento, así que acabó adoptando la postura solicitada, sintiendo cómo sus pechos tiraban de ella hacia abajo.

– Pega la cara al colchón – dijo entonces Abel – Y echa las manos para atrás.

– ¿Para qué? – No pudo menos que preguntar, incumpliendo un poco las normas.

– Vamos a probar estos grilletes para inmovilizarte – dijo el hombre, enseñándole el instrumento en el que se había fijado al entrar – Y tranquila, que esto te va a gustar, no estoy pensando nada raro.

Extrañada, pero confiada en que no se tratara de un ardid, Sabrina se inclinó hasta que su rostro quedó apoyado sobre la cama. Cuando llevó las manos hacia atrás, sintió cómo su marido las aferraba y empezaba a ajustarle los grilletes.

– ¿Ves cómo funciona esto, nena? – dijo Abel – La barra lleva dos juegos de grilletes, uno para las muñecas y otro para los tobillos. Así quedarás sujeta con las manos pegadas a los pies sin poder moverte y las piernas separadas.

– Y con el culo en pompa – dijo ella, un tanto escamada.

– Ya te he dicho que no estoy pensando nada raro. Lo que quiero es probar esto.

Como pudo (pues ya tenía los dos grilletes de un lado cerrados) Sabrina alzó la cara y vio lo que su marido sostenía. Era un pequeño bote de cristal.

– ¿Y eso qué es? – preguntó con curiosidad.

– Un afrodisíaco. Me lo vendieron en el sex shop. Por lo visto, si lo untas en las zonas erógenas esta sustancia las estimula y las excita. Quiero ver si es verdad que funciona. A ver si soy capaz de ponerte tan caliente como para hacerte suplicar que te folle. Me han dicho que esto tarda un poco en hacer efecto, pero que es infalible.

– O sea, que vas a atarme y a untarme eso…

– Exacto. A ver si podemos ponerte en ebullición.

– Pues no va a costarte mucho – pensó Sabrina en silencio – Estoy ya como una moto.

Dejando el frasco sobre la mesita de noche, Abel acabó de cerrarle los grilletes a su esposa, dejándola inmovilizada sobre la cama. Mirando su culo indefenso, Abel tuvo que tragar saliva y apretar los dientes para resistir la tentación.

– Y ahora te voy a poner esto.

No era la primera vez que jugaban con la mordaza. Una bolita de goma roja sujeta con correas para evitar que cerrara la boca. Con dificultad, pues Sabrina no podía levantar la cabeza por estar atada, Abel logró colocársela, ahogando así cualquier posibilidad de protesta.

Eso no preocupaba a Sabrina, pues se sentía perfectamente capaz de echarle la bronca a su marido únicamente con el fuego de sus ojos. No sería la primera vez. Así que, como se le ocurriera algo malo…

– Vale. Ya estás lista – dijo Abel dando un paso atrás para admirar su obra – Para hacer un cuadro, ja, ja.

– ¡Vehgteh af lah mierfdah! – aulló su mujer, con la mordaza impidiéndole articular palabra.

– Y ahora… vamos a probar ese potingue.

Con una sonrisilla en los labios. Abel recogió el bote de cristal y lo abrió. Sabrina, completamente inmovilizada, no podía ver las maniobras de su esposo, que estaba detrás de ella, pero enseguida percibió un delicioso aroma a frutas que le gustó.

– ¡Vaya! – pensó – ¡Me va a saber el coño a frambuesa!

Sin dejar de sonreír y deseando ver si aquel potingue servía para lo que él esperaba, Abel introdujo los dedos dentro del tarro y sacó un buen pegote de su contenido. Apoyando una rodilla en la cama, se aproximó a la expuesta grupa de su esposa y, con delicadeza, empezó a extenderlo entre los muslos entreabiertos, untando con una generosa capa la ya bastante húmeda vagina, mezclando los jugos femeninos con el afrodisíaco.

El olor a frutas se hizo más intenso, mientras que las caricias de las manos de su esposo se hicieron más profundas, extendiendo la sustancia que iba a volverla loca no sólo por los labios externos, sino introduciendo una buena dosis en el interior de su cuerpo. Si aquello funcionaba, iba a ponerse en órbita.

– Bueno, ya está – escuchó que decía Abel cuando estuvo satisfecho – Ahora sólo hay que esperar a que esto haga efecto. A ver si funciona o es un timo. Según me dijeron, deberías ponerte cachonda perdida y ser capaz de cualquier cosa con tal de que calmen tus ansias. Veremos si es verdad.

Y, disponiéndose a dejar que la cosa se pusiera en marcha, Abel aprovechó para desnudarse, procurando, eso sí, que su erección quedara bien a la vista de su compañera, que, como no podía mover la cabeza, sólo miraba en una dirección.

– Te ves muy sexy así atada – dijo Abel mientras acercaba una silla y se sentaba donde Sabrina pudiera verle – Creo que vamos a repetir esto otro día.

Como el que no quiere la cosa, Abel empezó a acariciarse el falo muy lentamente, lo justo para mantener el riego de sangre y que la erección no menguara. Tampoco es que le hiciera mucha falta, pues el ver a su querida Sabrina allí atada e indefensa le excitaba muchísimo.

– Bueno, a ver si esta cosa funciona – pensó Sabrina para sí – De momento no noto nada especial. Aunque me da igual; como dentro de dos minutos la cosa no se active, fingiré que me vuelvo loca de calentura y que me folle de una vez.

Calmada por tener un plan de acción en mente, Sabrina concentró sus sentidos en el mejunje que le habían untado, a ver si era cierto que la estimulaba. Pasaron un par de minutos sin experimentar nada extraño, con lo que la chica empezó a pensar que Iván, el tipo del sex shop, le había dado el timo de la estampita a su marido.

– ¡Mierda! – exclamó Abel de repente – ¿Eso es mi teléfono? ¡Joder!

Y se levantó de golpe de la silla, dirigiéndose bruscamente a la puerta del dormitorio.

– ¿Dhfonde vjhaaff? – chilló Sabrina al ver que la dejaba sola.

– ¿No oyes mi móvil? ¡Nadie me llama a estas horas si no es algo importante! Voy un segundo a ver quién es. Vuelvo enseguida.

Y, sin darle tiempo a su mujer de asesinarle con la mirada, salió rápidamente de la habitación, dejando la puerta entreabierta.

Sabrina estaba atónita, no podía creerse que la hubiera dejado allí tirada.

Bueno, tirada no, más bien atada como una morcilla y sin poder moverse.

Mujer de mente fría, enseguida empezó a calmarse, haciéndose cargo de la situación. Sin duda, con la empalmada que llevaba y las ganas de follar que debía tener, Abel despacharía con rapidez a quien quiera que fuese y volvería de inmediato. Nada de qué preocuparse.

Pero los minutos pasaron. Y Abel no volvía.

– ¿Dónde se habrá metido este gilipollas? – pensaba la inmovilizada mujer – Si no fuera por el calentón que llevo, lo mandaba a la mierda y que se quedara con las ganas.

Estaba sopesando la idea de ponerle fin a todo aquel numerito, cuando su oído captó el inconfundible sonido de las bisagras chirriando quedamente.

Sin poder moverse, Sabrina se esforzó por mirar de reojo hacia la puerta, para hacerle ver a su marido que toda aquella espera estaba mosqueándola, pero el ángulo no era el apropiado, resultándole imposible ver la entrada.

– Venga, capullo, ven de una vez – rezongó para sus adentros.

Pero Abel no aparecía en su campo de visión. Enfadada, Sabrina podía imaginar perfectamente a Abel, de pie a sus espaldas, observando divertido su obra.

Consciente de que estaba cabreándose cada vez más, Sabrina intentó calmarse, porque si no, iba a acabar poniéndose histérica y no le apetecía concluir la noche de sábado con una pelea apocalíptica con su esposo.

Así que, cerrando los ojos, respiró profundamente tratando de recobrar la calma, repitiéndose a sí misma de que todo aquello era parte del jueguecito que Abel se traía entre manos y que, si participaba en ello de buen grado, disfrutaría mucho más.

Durante un par de minutos, fue logrando serenarse, respirando hondo y relajando los músculos. A pesar de todo, seguía con el oído bien atento para percibir la menor señal del regreso de su marido.

Sin embargo, cuando por fin notó algo, no fue un ruido como esperaba sino que, sorpresivamente, recibió en pleno rostro una intensa vaharada, como si acabaran de soplarle directamente en la cara.

Dando un respingo por la sorpresa (tanto como le permitieron sus ataduras), Sabrina abrió los ojos, topándose de bruces con el descomunal hocico de Rocco, que la observaba a escasos centímetros de su cara, dándole un susto morrocotudo.

– ¡COÑO! – exclamó Sabrina contra la mordaza, los ojos como platos – ¡SERÁ POSIBLE EL PUTO PERRO! ¿QUÉ COÑO HACE AHÍ?

Aunque, lo único que se le entendió, fue algo así como “ONOCRAPOSBBEUTO EDROOÑOCEQUI?”

Rocco, al ver la furia que sustituyó a la sorpresa refulgiendo en la mirada de la mujer, apartó muy sabiamente la cabezota de la cama, poniendo una distancia prudencial de por medio, pues había visto a la parca amenazando desde los enloquecidos ojos de la hembra.

– ¡AFBEHHLLLL! – aulló con rabia Sabrina contra la mordaza – ¡FHENDENAUTAFEEEEEZ”

Rocco la miraba sorprendido, sin entender ni un pijo de lo que decía y eso que, habitualmente, se le daba bastante bien interpretar las palabras de los humanos. Para luego no hacerles ni puñetero caso, claro.

Nerviosa, aunque comprendiendo que no servía de nada ponerse a pegar gritos por culpa de la mordaza, Sabrina intentó recuperar la calma, volviendo a respirar con normalidad.

A esas alturas, ya estaba más que decidida a ponerle fin a la noche del sábado, ya no le apetecía follar ni hostias, así que, cuando Abel regresara, le obligaría a soltarla y si se quedaba con las ganas… que le dieran mucho por el saco. Para eso le había dado Dios manos a los hombres.

Un poco más tranquila, Sabrina clavó sus ojos en el formidable perrazo, que la observaba en silencio, sentado muy tieso sobre sus cuartos traseros, sin mover siquiera un músculo.

– A saber lo que está pensando Rocco ahora mismo – pensó la mujer – Seguro que opina que estamos los dos locos.

No iba muy desencaminada.

Más sosegada ahora que había decidido pegarle la gran bronca a su marido, Sabrina miró al enorme animal. Éste seguía sentado, muy erguido, mirándola sin moverse, con la sonrosada lengua colgando entre los dientes y jadeando ligeramente.

– ¿Qué hace ahí? – se preguntó Sabrina – ¿Por qué no se va? Si aquí no hay comida ni nada y esa es la única razón para que este puñetero perro menee el culo…

Desde su forzada posición, Sabrina miró a Rocco a los ojos. Entonces notó cómo sus aletas nasales se movían, como si el perro estuviera olisqueando algo.

– ¿Será que le atrae el olor a sexo? – Se preguntó la mujer con inquietud – No puede ser, ¿verdad? Las feromonas humanas no atraen a los perros ¿no?

Lo cierto era que no tenía ni puta idea, pero, en cuanto el perturbador pensamiento se hizo hueco en su mente, empezó a recordar los escabrosos vídeos que había visto alguna vez en internet, de mujeres haciéndoselo con perros.

– ¡Nah! Es imposible – se dijo Sabrina – A un perro deben atraerle las perras. Por eso están siempre oliéndose el culo, para encontrar hembras en celo…

La inquietud se acrecentó de repente, al darse cuenta de que ella, en ese momento, encajaba a la perfección en la definición de hembra en celo.

– No, no puede ser – repitió la mente de Sabrina con cada vez menos seguridad – Es una estupidez. Deja ya de pensar tonterías y céntrate en las patadas que le vas a dar en el culo a tu marido cuando regrese.

De repente, Rocco se movió, inclinándose hacia la cama. Lo que hizo fue apoyar su cabezota en el colchón justo frente a los aterrorizados ojos de Sabrina, con lo que mujer y perro quedaron cara a hocico.

– ¡OCCO! ¡UERHA!¡ÁRGATE! – berreó Sabrina, descompuesta.

Pero el perro, sin inmutarse, siguió mirándola directamente a los ojos, olfateando de nuevo.

Cuando el perro sacó su gigantesca lengua y le cruzó la cara con un sonoro y húmedo lametón, Sabrina estuvo a punto de perder el control de sus esfínteres y hacérselo encima. A pesar de estar sujeta por los grilletes, todo su cuerpo tembló de la cabeza a los pies, al borde del infarto.

– ¡Ay, madre, que me está probando! ¡La madre que lo parió, se ha quedado con hambre y se me va a zampar! ¡Abeeeeeeeel! – aulló la pobre chica con medio colapso encima.

Pero Rocco no pretendía nada de esto, sino que, tras saludar a su simpática anfitriona con un buen lametazo, continuó olisqueando en busca del origen del agradable olorcillo que le había atraído al interior de la habitación. Se apartó de la cama olfateando un poco por la habitación, mientras Sabrina amenazaba con romperse el pescuezo en su intento de no perder de vista al animal.

– Bueno – se decía Rocco mientras tanto – Si la mujer no protesta, supongo que no pasa nada por buscar qué es lo que huele tan bien. ¡Uy, espera, que me pica un huevo!

Efectivamente, un inesperado escozor había surgido en la entrepierna de Rocco (nada extraño, a todos los machos nos pasa). No estando dotado de dedos con los que rascarse (lo que, bien mirado, es una putada) el pobre perro hizo lo que siempre hacen los de su especie: se dio un par de buenos lametones en las pelotas.

Sabrina lo observaba aterrada.

– ¡Míralo! ¡El cabronazo! ¡Se la está estimulando! ¡Está intentando que se le empalme! ¡Este cabrón me quiere montar!

Acojonada, Sabrina se hizo cargo de la situación. Estaba atada en la cama, incapaz de moverse, con el culo apuntando al techo. Y mientras, un perro del tamaño de un Seiscientos con las puertas abiertas, se chupeteaba los cojones para empalmarse y así montarse una juerga de aquí te espero con la estúpida que se retorcía en la cama cagándose en los muertos de su marido.

– ¿Qué le pasa a esta mujer? – rezongaba Rocco para sus adentros mientras se aliviaba el escozor – Le va a dar un síncope. ¿Será que también huele lo que yo? Pues que lo hubiera pensado antes de portarse mal y así su dueño no le habría puesto el bozal.

– ¡AHBBBEEEELLLLL! – gritaba la pobre chica, a punto de ponerse a llorar.

A Sabrina la cabeza le daba vueltas, se sentía mareada y enferma. Ya se veía montada por el perro, que, dada su actual indefensión, podía follársela a gusto sin que ella pudiera mover un músculo para evitarlo.

– ¡Y el perro se llama Rocco! ¡A saber por qué el imbécil de Julián le ha puesto ese nombre a este monstruo! ¡Espero que no sea por lo que estoy pensando!

Sí. Estaba pensando en lo mismo que todos ustedes. Guarrones.

– ¡Abel, por favor, ven ya, te lo suplico! Si me sacas de aquí te prometo que no me voy a enfadar ni nada, sacamos al perro a la calle y luego hacemos lo que quieras!

Mientras tanto, Rocco, que ya se había aliviado el picor, empezó a deambular por el cuarto, olisqueando. Habitualmente, cuando hacía eso, su dueño (pensando que se disponía a plantar un pino) le regañaba, pero, como en esa ocasión nadie le decía nada, el perro seguía a lo suyo.

– Padre nuestro que estás en los cielos… – rezaba la asustada mujer, viendo de reojo como el perro deambulaba por el cuarto y se acercaba perturbadoramente a la cama.

Efectivamente, el olfato de Rocco lo atraía hacia donde estaba la mujer. Al principio no se había atrevido a subirse a la cama, pues era una lección que tenía bien aprendida de casa, pero, como aquello olía tan bien y nadie le decía que no, el perro fue ganando confianza.

– ¡Ay, madre mía, que viene! – gimoteaba la mujer – Que ya está dispuesto. No tiene cara de ir a pensárselo más. Me va a pegar una estocada en todo lo alto y, lo mejor, es que va a quedar todo grabado en vídeo. Seguro que el cabrón de mi marido lo sube luego a Internet, aunque de ésta me divorcio, vaya si me divorcio, le voy a sacar hasta el tuétano….

La mente de Sabrina, azotaba por el pánico, empezaba a divagar, mientras que, como si fueran flashes, veía imágenes en su mente de sí misma siendo montada por el bueno de Rocco.

– ¿Y si luego se le hincha y se queda enganchado? – se preguntó la aterrorizada fémina – ¡He oído que eso les pasa a los perros! ¡Ay, Dios mío! ¿Y si luego me tienen que llevar a urgencias enganchada al puñetero perro? ¡ABEEEEEEEEL!

De repente, la cama se agitó, con lo que el corazón de Sabrina se detuvo durante un instante. Aterrorizada, dobló el cuello tanto como pudo para mirar hacia atrás, constatando que el perro había subido sus patas delanteras a la cama, quedando justo detrás de ella, peligrosamente cerca de su trasero indefenso.

– Ave María purísima… – rezaba la pobre chica, a punto de echarse a llorar.

Le resultaba imposible girar la cabeza lo suficiente para ver qué estaba tramando Rocco a sus espaldas, lo que, en cierta manera, resultaba todavía peor. Lo único que escuchaba eran los sonoros olfateos del perro, que parecía estar buscando algo.

– Ay, mi madre. ¿Será verdad que puede oler que estaba cachonda? ¿Se habrá puesto caliente por eso? Ay, Dios mío, que me monta, ¡el puñetero perro me va a montar!

De pronto, sintió el cálido aliento del perro husmeando en su entrepierna. Dando un gritito, Sabrina apretó el culo con tanto ímpetu que a punto estuvo de caerse de cabeza por el otro lado de la cama. A esas alturas, ya se veía convertida en la concubina del jodido perro.

Entonces Rocco le dio un lametón, con lo que la mordaza fue lo único que impidió que el corazón se le saliera por la boca. Asustada, la chica gritó llamando a su marido, tan fuerte que empezó a ver estrellitas y la vista empezó a nublársele, a escasos segundos del desmayo.

Rocco, que por fin había encontrado lo que buscaba y en vista de que nadie le regañaba ni le prohibía hacer lo que le daba la gana, pegó un nuevo lametón, más intenso esta vez, deleitándose con el delicioso sabor que había en el trasero de la chica, recorriendo con su áspera lengua la raja del culo femenino desde la vagina hasta el comienzo de la espalda.

– ¡Está bueno esto! – se dijo Rocco entusiasmado – ¡Si llego a saber que esto sabía tan bien, lo hubiera probado mucho antes!

Gozoso por el descubrimiento, el perro dio un par de sonoros lametones en la entrepierna de la hembra, que se había quedado rígida como un palo, como si le hubiera dado un pasmo.

– ¿Se puede saber qué cojones pasa aquí? – resonó la asombrada voz de Abel, que acababa de regresar al cuarto.

El hombre se quedó con la boca abierta. Sobre la cama, con los ojos llorosos, su esposa seguía inmovilizada por completo, justo como él esperaba. Sin embargo, no se esperaba tanto encontrarse al perro de su jefe propinándole vigorosos lametones en el culo, recorriendo con evidente placer la raja de su esposa de arriba abajo.

En cuanto escuchó la voz de su esposo, Sabrina recobró de golpe las fuerzas y, agitándose como posesa, empezó a berrear contra la mordaza, mentándole a su marido a su padre, a su madre y a todos sus ancestros de al menos seis generaciones.

Reaccionando por fin, Abel se abalanzó hacia la cama y, aferrando a Rocco por el collar, tiró de él, apartándolo de su esposa.

Por fortuna, el perro no se resistió y se dejó retirar, relamiéndose el hocico, degustando el exquisito manjar que acababa de catar.

– ¡Míralo, el muy cabrón! – dijo una llorosa Sabrina para si – ¡Se ve que le ha gustado!

Abel llevó al perro a un rincón, dándole la orden de que se sentara. Rocco, como siempre, interpretó la orden como le pareció y se tumbó en vez de sentarse, aunque Abel no pensaba quejarse.

Rápidamente, regresó junto a su mujer, que forcejeaba con furia, con el peligroso brillo que él tan bien conocía refulgiendo en su mirada. Y lo hacía con más intensidad que nunca.

– Espera que te quite esto – dijo el hombre mientras soltaba la mordaza – ¡Ya está!

Sabrina escupió la bola de goma con rabia, completamente empapada de saliva y volvió la cabeza hacia el imbécil de su marido, que la miraba con una estúpida sonrisa en el rostro que acrecentó todavía más su furia.

– ¿Se puede saber qué estabais haciendo? – preguntó el hombre con una risilla.

– ¡SUÉLTAME, MALDITO GILIPOLLAS! ¡A QUIEN SE LE OCURRE DEJARME AQUÍ TANTO RATO! ¡UN POCO MÁS Y ME VIOLA EL PUTO PERRO! ¡TE VAS A CAGAR LA QUE TE VA A CAER ENCIMA!…

Abel dejó que su mujer se desahogara durante un rato, soltando improperios a tal velocidad que las palabras se confundían unas con otras y perdían su sentido. Consciente de que era lo mejor para su propia seguridad, Abel no hizo ademán alguno de liberar a su esposa, aunque ésta, inmersa en una interminable retahíla de insultos, ni siquiera se dio cuenta de ello, contentándose con ponerle de vuelta y media.

– Venga, mujer, no te pongas así, que no ha sido para tanto… – dijo Abel cuando notó que Sabrina empezaba a perder las fuerzas y ya no chillaba con tantas ganas.

– ¿CÓMO?

– En realidad, no he tardado mucho. Y, al fin y al cabo, no ha pasado nada. He vuelto antes de que el perro te hiciera nada.

– ¿CÓMO QUE NADA? ¡ME HA DADO UN MONTÓN DE LAMETONES EN EL COÑO!

– ¿Y qué tal? ¿Te ha gustado?

Sabrina se quedó sin habla. No podía creerse lo que acababa de escuchar. Por primera vez en su matrimonio, su marido la había dejado sin saber qué decir.

Rocco los miraba divertido, pensando que aquellos dos estaban como cencerros. Ni siquiera Toby, el Yorkshire del vecino con la manía de tirarse cada dos por tres por el balcón (menos mal que vivía en un primero) estaba peor que estos.

– Porque, si te soy sincero – continuó Abel para congoja de su esposa – Al verte así, con el perro… Se me ha ocurrido que podríamos…

– ¡¿ES QUE TE HAS VUELTO LOCO?! – aulló Sabrina, al comprender las intenciones de su esposo.

– Venga, Sabri, no te pongas así. Si quieres, le doy un baño al perro y luego…

– ¡Suéltame de inmediato, mamón! ¡No sigas por ahí que te la corto! ¡Dejaré a Lorena Bobbitt a la altura de Teresa de Calcuta!

– Coño, Sabrina, que hoy es mi turno de ser el rey. Y tampoco es para tanto…

Tratando de serenarse y ocultar sus ansias de cometer un homicidio, Sabrina serenó el tono, tratando de parecer razonable.

– Abel, ya basta de bromas, ¿vale? Ya te has reído bastante. Vale que hoy es tu turno y que tengo que hacer lo que tú digas, pero dentro de ciertos límites, ¿no? No me puedo creer que estés sugiriendo siquiera esa locura.

– ¡Coño, nena, es que siempre estamos igual! – exclamó Abel, enfurruñado – ¡Joder! ¿Acaso te crees que yo quería ponerme el maldito disfraz de animadora? ¡A mí no me gusta travestirme, pero como a la señora le hacía gracia!

– ¡NO COMPARES TENER QUE VESTIRSE DE TÍA A QUE TE DÉ POR EL CULO UN PERRO!

– ¿Por el culo? Yo no he dicho nada de que te dé por el culo…

– No, ya. Es una forma de hablar…

El ambiente se enrareció. De repente, Sabrina comprendió las intenciones de su esposo. Se volvieron cristalinas. El problema era que ella seguía atada y él tenía el control. Parecía que, por una vez, iba a tener que ceder. Tampoco era tan grave, llevaba un tiempo pensando en dejarle salirse con la suya. El pobre tenía tantas ganas…

– Ya veo por dónde vas, mamón – dijo la mujer, resignada, cuando las últimas piezas del puzzle encajaron en su sitio.

Abel se puso en tensión. No podía creerse que aquello fuera a salirle bien. Tratando de de disimular su impaciencia, fingió no entender a qué se refería su esposa.

– ¿Qué quieres decir? – preguntó.

– No te hagas el tonto conmigo. Ya sé lo que quieres.

– ¿Cómo?

– Anal. ¿Verdad?

Abel casi pega un salto por la emoción. Allí estaba lo que llevaba años deseando. Tan cerca, que casi lo rozaba con la yema de los dedos. Pero tenía que mantener la calma. No precipitarse.

– ¿Insinúas que me dejarás… hacerlo si no te pido que hagas nada con Rocco?

– No digas más tonterías, Abel. Los dos sabemos que no vas a dejar que el perro me haga nada…

– No estés tan segura. Tiene su morbo grabarte en vídeo montándotelo con un perrazo…

– Eres idiota – dijo la mujer, vencida – Anda, saca a ese bicho de aquí. No quiero que me mire.

– Entonces… ¿Puedo sodomizarte? – preguntó Abel dominando a duras penas la ilusión.

– Pero sólo esta vez…

Trompetas celestiales. Los poderosos acordes del “Himno a la alegría” resonaron en la cabeza de Abel, que sintió cómo se inflamaba su pecho y le embargaba la emoción. Flotando en una nube, el hombre caminó adonde reposaba el perro y, aferrándolo de nuevo por el collar, trató de ponerlo en pie.

Divertida y un poco menos enfadada gracias a la expresión de atontamiento que había en la cara de su marido, Sabrina le observó mientras forcejeaba con el mastodonte, que debía de haber encontrado un sitio cómodo, pues no se movía ni un milímetro. O quizás fuera que quería asientos de primera fila para el espectáculo.

– ¡Joder, Sabri, el puñetero perro no se mueve! ¿Qué más da que se quede aquí? – exclamó Abel, tratando de controlar el nerviosismo.

– De eso nada. Después de lo que ha hecho el muy cabrito, no quiero tenerle ahí mirando…

Entonces Abel se incorporó de un brinco, como si se hubiera acordado de algo. Rodeó la cama hasta salir del campo de visión de su mujer para regresar enseguida junto al perro. Inclinándose, le dijo algo al oído al animal y debió de ser muy interesante para Rocco, pues éste se levantó de inmediato y se dejó conducir fuera del cuarto con completa mansedumbre.

Abel regresó como un rayo, cerrando la puerta tras de sí, con una estúpida sonrisa de oreja a oreja. De haber podido, Sabrina habría meneado la cabeza, mientras observaba, a medias inquieta, a medias divertida, que el pene de su marido volvía a estar como una estaca, señal inequívoca de las ganas que tenía de que aquello pasase.

– Al final, se ha salido con la suya – pensó la mujer en silencio.

Aunque, como tenía que reconocer, tampoco a ella le importaba demasiado. Más que nada, se había negado siempre al sexo anal… porque él se moría de ganas.

Y la mujer sabe que ella debe mandar siempre. Para eso es más lista que el hombre (Nota del autor: verdad como un templo).

– Tú tranquila, cariño, que lo tengo todo preparado – dijo Abel con entusiasmo mientras rebuscaba en un armario – ¿Recuerdas que compré esto hace tiempo?

Sabrina sabía lo que buscaba. Un bote de vaselina.

Segundos después, Abel se arrodillaba sobre el colchón, situándose a popa de su esposa y, con la ilusión de un crío, procedió a embadurnar a su esposa, preparando su ano para la inminente penetración.

– Joder, nena – siseó Abel cuando el área quedó lista – No sabes cuánto he soñado con este momento…

– Acaba rápido, mamón – le espetó su esposa, tensándose nuevamente.

– Shhh. Tú tranquila cariño, que ni te vas a enterar.

Pero vaya si se enteró. Cuando notó la punta del rabo de su esposo apoyada en su ojete, la pobre chica, a pesar de estar dispuesta e intentando permanecer relajada, no pudo evitar ponerse en tensión, apretando el culo.

Abel le susurraba que estuviera tranquila, acariciándole el pelo, mientras ejercía una firme presión con su erección en la indefensa retaguardia, mientras Sabrina se afanaba en relajar el músculo para facilitar la penetración.

Con un sutil golpe de cadera, Abel logró abrirse por fin paso en el ano conyugal, haciendo que su esposa diera un gritito de dolor que le puso más cachondo todavía. Sabrina, boqueando por la intrusión, apretó el culo sin querer, ciñendo la cabeza de la polla de su esposo, que gimoteó de gusto al sentir cómo el esfínter apretaba deliciosamente su endurecida carne.

– Ve despacio, nene. Ten cuidado, por favor – gimoteaba una nerviosísima Sabrina, mientras sentía cómo el intruso iba abriéndose paulatinamente paso en sus entrañas.

– La, lalalalalalalalalalalala – tarareaba mentalmente Abel, aferrado a las caderas de su esposa, mientras sentía cómo el Enterprise iba entrando poco a poco en puerto seguro.

Finalmente, el torpedo encajó hasta el fondo de la cañería y los testículos de Abel quedaron apretados contra el trasero de su esposa. Creyó que iba a llorar de alegría.

En ese momento, la puerta del dormitorio, que había quedado mal cerrada, se entreabrió y la gorda cabezota de Rocco asomó de nuevo al cuarto, observando con la lengua colgando cómo el bueno de Abel le daba por el culo a su esposa, que seguía atada.

Olfateando el ambiente, Rocco comprendió que allí dentro no había más de lo que le gustaba y, girando la cabeza, miró con tristeza el bote de mermelada vacío que había en el pasillo, con el que el bueno de Abel lo había atraído fuera minutos antes. Volvió a mirar dentro, viendo la cara del hombre brillando de entusiasmo.

– Estos humanos están locos – pensó Rocco para sí – La que lían con tal de echar un polvo.

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Ya era lunes por la mañana. Abel, feliz y relajado, se solazaba en la sala de profesores tomando una caliente taza de café, que, por una vez, le sabía delicioso, en vez de como habitualmente, cuando le parecía un pegote de lodo grumoso sacado directamente del infierno.

– ¡Anda, que ya te vale capullo! – resonó de repente la voz de Julián mientras le daba un capirotazo en la cabeza a su compañero.

– Ho… hola Julián – dijo Abel, sorprendido – ¿Qué te pasa?

– ¿Cómo que qué me pasa? ¡Eres un capullo! ¡Anda que no te lo he dicho veces! No le des a Rocco nada dulce, que luego se va por las patas abajo…

– Hostia tío, perdona. No me acordé de decírtelo ayer cuando lo recogiste. El muy cabrito se las ingenió para coger un tarro de mermelada de la mesa del desayuno. No sé cómo se las apañó para abrirlo, pero, cuando lo encontré, se lo había zampado entero.

– No, si me lo creo. ¡No veas la que ha formado esta mañana cuando lo he sacado a pasear! ¡Ha hecho “Pfffffftt” y ha rociado tres metros de acera de mierda! ¡He tenido que llamar a los bomberos para que vinieran con la manguera! ¡Puto perro cabrón!

– Venga, tío, no insultes al pobre Rocco. Es un perro buenísimo – dijo Abel, con una estúpida sonrisilla bailando en los labios.

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Un par de días después, una mujer embozada en una gabardina y ocultando su rostro tras unas enormes gafas de sol entraba en un conocido sex shop de la ciudad.

A pesar de que iba de incógnito, Iván, el dueño, la conocía por ser cliente habitual, así que se acercó a saludar.

– Hola, Sabrina – dijo el hombre con simpatía – Así que esta semana vienes tú. ¿Qué es lo que necesitas?

La mujer se lo dijo.

Minutos después, en su propio despacho, donde Iván solía atender a los clientes habituales, el hombre enseñaba a la mujer un muestrario de los artículo solicitados.

– Éste – dijo Sabrina sin dudar, señalando un consolador de látex de casi medio metro de largo y el grosor de una botella de litro de agua mineral.

– ¿Éste? – exclamó Iván admirado – Sabrina, quizás esto sea pasarse un poco. Este cacharro está pensado para profesionales. El sexo anal con este bicho quizás sea demasiado para ti.

– ¡Oh, tranquilo! Si yo no voy a probarlo. El próximo fin de semana, me toca mandar a mí…

Sí. Al siguiente fin de semana le tocaba mandar a ella y, desde que había mirado en el móvil de su marido y descubierto que no había recibido llamada alguna el sábado por la noche, había dedicado muchas horas a decidir qué iban a hacer la vez siguiente.

Y se le habían ocurrido un par de cosas…

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¿Y Rocco? En su casa, tumbado a la bartola en el salón, rememorando el hartón de mermelada que se había pegado días atrás. Se había cagado vivo, pero había merecido la pena.

– Ojalá mi amo me lleve pronto a casa de estos dos – pensaba el perro – Allí me divierto más que aquí.

FIN

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