Mi vida había quedado destrozada en una curva de la autopista de la Coruña. Curva en la que el destino qui
que Carmen, mi mujer, muriera en un desgraciado accidente.  La culpa no fue de nadie, ni siquiera de mi amada esposa. Si tuviera que nombrar a un responsable de su pérdida, tendría que acusar a la naturaleza por haber mandado una tromba de agua que la hiciera patinar.
Todavía recuerdo que la llamada de la Guardia Civil. Estaba trabajando como siempre en mi oficina cuando mi móvil sonó. Me fijé que era Carmen pero al contestar quien estaba al otro lado de la línea era un agente de tráfico que tras preguntarme qué relación me unía con la conductora de ese todoterreno, me comunicó su muerte.
Ni siquiera escuché la  explicación del percance. Mi mente estaba en otro lugar. En la pequeña cala donde la conocí hacía más de veinte años. Por entonces tanto ella como yo, éramos dos universitarios con ganas de comernos el mundo. Ese encuentro casual nos llevó a una primera cita y desde esa noche, nunca nos separamos.
Nos casamos a los cinco años de salir y tras un largo matrimonio, de pronto, me vi solo. Hundido y desesperado me hundí en una profunda depresión de la que me costó salir. Decidido a olvidar malbaraté mi casa, vendí mi empresa, me separé de mis amigos y dejé mi país.

Con el dinero conseguido bien invertido tendría suficiente para vivir sin preocuparme del mañana y cogiendo unas pocas pertenencias,  compré una pequeña finca en la República Dominicana. Allí alejado del pueblo más cercano unos cinco kilómetros, me convertí en un anacoreta. Sin vecinos y sin servicio, podían pasar días enteros sin que me cruzara con otra persona.

Encerrándome en mí mismo, mi vida que hasta entonces había sido la de un ejecutivo, se convirtió en un rutinario pasar de días. Al amanecer me despertaba y cogiendo una caña, me iba a uno de los tantos acantilados que había en la zona, donde perdía el tiempo pescando. Me daba igual si tenía o no éxito, con mi sustento asegurado, los peces que podía capturar eran un discreto pasatiempo que me podía permitir. Ya al medio día volvía a casa y tras revisar el riego automático de mi huerta, me hacía de comer. Tras el somero almuerzo, dormía la siesta y ya mediada la tarde, trabajaba un poco en el terreno para al anochecer cenar e irme a la cama. Mi único lujo consistía en una completa colección de películas que veía hasta quedarme dormido.
Solo rompía esa monotonía dos veces al mes, cuando dando un paseo iba hasta la aldea cercana donde me surtía en una tienda de abarrotes de todo lo que pudiese necesitar los siguientes quince días. Incluso en esas ocasiones, mantenía una estricta rutina; al entrar en esa especie de supermercado, saludaba a Doña Matilde, la dueña, seleccionaba lo que necesitaba de sus estantes y pagaba despidiéndome de la señora.
Os podrá parecer un completo aburrimiento de vida y tendréis razón, pero era eso exactamente lo que necesitaba porque al no tener que pensar en que hacer, cómo vestirme e incluso de qué hablar, me permitía sobrellevar mi pérdida.
Afortunadamente todo cambió, y digo afortunadamente porque el ser humano ha nacido para vivir en pareja, un día en el que mientras desayunaba oí a un helicóptero volando bajo junto a la playa. Molesto por el ruido que hacía con sus aspas, fui a ver qué ocurría.
Desde un montículo, observé cómo los policías de migración perseguían y capturaban uno a uno a unos haitianos. Reconozco que me indignó la forma tan brutal con la que los agentes los redujeron porque no contentos con inmovilizarlos en el suelo, una vez atados se dedicaron a mofarse de ellos.
El odio que los dominicanos sienten por sus vecinos viene de antiguo pero aún así me cabreó ver la paliza que recibieron por el mero hecho de ser ilegales.
“Pobre gente”, pensé y dándome la vuelta, reinicié mi rutina. Al fin y al cabo, no era mi puto problema.

Olvidándome  tanto de los agresores como de sus víctimas, entré en mi casa y tal y como llevaba haciendo dos años, me fui a pescar. Curiosamente ese día se me dio bien y al cabo de tres horas encaramado entre las rocas, volví con seis pargos en mi bolsa. Satisfecho por ese exiguo triunfo, entré en la cocina para descubrir que un animal había vaciado la basura en busca de alimento. Acostumbrado a las visitas frecuentes de lirones asilvestrados tenía la comida bajo llave y por eso pensé que había sido uno de esos bichos lo que se había comido los restos de mi desayuno. Siguiendo la hoja de ruta marcada desde que llegué a ese remoto lugar, limpié los pescados y los cociné mientras revisaba  si en la huerta había algo que recolectar.

Fue entonces cuando me percaté que el intruso era de dos patas, porque entre un par de lechugas encontré las huellas de un ser humano. El tamaño de sus pies me hizo pensar que el desdichado debía ser muy joven  y molesto por el destrozo que había hecho en el huerto, decidí darle un escarmiento. La verdad que en ese momento no me importó su valor, lo que realmente me jodió es que hubiera mancillado con su presencia mi morada.
Ya entraba a la casa cuando un ruido me confirmó que el infractor andaba cerca.
“Debe haber olido el pescado” me dije entrando en la casa.
Mientras daba cuenta de uno de los peces, pensé en lo sucedido y comprendí que debía hacerle saber que el blanquito cuarentón que vivía en esa casa no estaba en absoluto desvalido. Azuzado por el coraje, planeé como castigarle y por eso al terminar, cogí la pistola que me había vendido el jefe de policía local y escondiéndola bajo mi camisa, dejé mi morada como tantas tardes pero en esa ocasión. A los diez minutos desanduve mis pasos y aprovechando unos juncos que había en la parte trasera, volví a casa sin que nadie me viera.
Ya adentro me escondí en la alacena y esperé que el ladrón volviera. El sonido de unos pasos me avisó de su presencia. En cuanto abrió la puerta, disparé contra un saco de arroz porque no quería dañarle sino darle un susto.
¡Y vaya si se lo di!
El pobre tipo se tiró al suelo pidiéndome perdón. Lo que no esperaba es que en vez de ser un muchacho fuera una jovencita,  la persona que en francés me rogaba que no la matara.  
La juventud de la cría me desarmó y sabiendo que me había pasado dos pueblos traté de tranquilizarla. Desgraciadamente cuanto más lo intentaba, la negrita más nerviosa se ponía y solo atinaba a decir:
-Policía, no.
Comprendí su miedo al recordar el modo en que esos cabrones habían  tratado a sus compañeros de viaje por lo que levantándola del suelo, la obligué a sentarse en una silla. Ella al notar que le ponía las manos encima debió temerse lo peor porque completamente histérica, intentaba que la dejara ir.
El estado de la niña me obligó a tomar una medida de la que hoy en día sigo estando arrepentido. Tratando de calmarla le di un sonoro bofetón. Una vez quieta, la volví a sentar y abriendo el refrigerador le puse de comer.  Incapaz de contener su hambre, la morena se lanzó sobre el plato y en menos de dos minutos había dado cuenta del pargo.
Ese tiempo me permitió valorar en su justa medida las penurias que debía de haber pasado en su país para aventurarse a intentar buscar su futuro en un país que odiaba a sus vecinos.
“Pobre chavala”, me dije y viendo que seguía hambrienta, le serví otra ración.  En esa ocasión, comió más despacio. Observándola desde otra silla, me dí cuenta que no dejaba de mirar la pistola que tenía en mi cintura y por eso decidí esconderla a buen recaudo en un estante alto.
Una vez hubo terminado, me descubrió mirándola y acostumbrada a que, estando sola, de un hombre solo podía esperar que la forzara, malinterpretó mi mirada y creyéndose deseada, tapó con sus manos sus juveniles pechos. Su reacción me hizo sonreír y recordando el franchute aprendido en la escuela, soltando una carcajada, le dije:
-Ne vous inquiétez pas, je suis trop vieux pour vous.
Al escuchar que le decía que era demasiado viejo para ella y que no se preocupara, me miró como si fuera un extraterrestre. No tuve que quemarme el coco para comprender su extrañeza ya que en su cultura, una mujer era considerada como un instrumento con el que satisfacer las más bajas necesidades.
Sin llegar a creerme, dio un salto cuando me acerqué a ponerle un café. Muerto de risa, la dejé temblando mientras sacaba unas pastas de té para ella. Al entregarle un plato lleno de esas galletas,  olió una de ellas  tratando de averiguar si era comestible y ya convencida, devoró al menos media docena antes de quedarse satisfecha.
Una vez hubo acabado, cogí el revólver y abriendo la puerta, le mostré la salida. La cría al ver que era libre, salió corriendo dejándome solo. Encantado por haber hecho una buena obra, recogí los platos y tras meterlos en el lavavajillas, me fui a mi habitación a echarme la siesta.
Ya en la cama, me quedé profundamente dormido.
Debían ser más de las siete cuando desperté. Al salir de la cama, me sorprendió que en contra de lo que era habitual, mi casa estaba limpia. Comprendí que la muchacha había vuelto y queriendo pagar su deuda, había  recogido tanto el salón como la cocina.
“Pobrecilla” pensé y enternecido deseé que le fuera bien en el futuro.
Dafnée entra en mi vida.
Como tantas noches, dormí a pierna suelta sin importarme donde pasara la noche esa criatura. Al amanecer, desayuné y siguiendo la rutina de todos los días, cogí mi caña y salí a pescar, pero al salir de la casa me encontré a la negrita hecha un ovillo, durmiendo tirada en mitad del suelo del porche.
Compadecido, la cogí entre mis brazos y metiéndola en el salón, la deposité en el sofá. Era tal el cansancio acumulado por la chavala que ni siquiera se despertó al moverla.
“¡Esta helada!”, me dije al tocar su piel fría y cogiendo una manta, la tapé.
Tranquilo y fiándome de ella, la dejé descansando y emprendiendo nuevamente mi marcha, me fui al desfiladero que había convertido en mi sitio preferido para pescar. No sé si fue que durante toda la mañana no pude dejar de pensar en la negrita y en su futuro, pero lo cierto es que ese día me fue fatal y con las manos vacías, retorné molesto al medio día.
En el camino de vuelta, pensando en ella, descubrí sorprendido que en el fondo de mi corazón deseaba que al levantarse esa niña no hubiera desaparecido. Asimilando esa sinrazón, pensé que me estaba haciendo viejo y que necesitaba alguien al que cuidar.
“¡Es una mujer y no un perro!” exclamé cabreado al verme mimándola como si fuera mi hija.
Mis deseos se vieron realizados al llegar al montículo desde el cual se veía la casa. La negrita se había levantado y sin que yo se lo pidiese, se había puesto a trabajar en la huerta. Al llegar sin decirle nada, cociné un arroz con pollo y saliendo afuera, la llamé a comer diciendo:

Venez manger.

Mi rústico francés no fue óbice para que la negrita comprendiera y con una sonrisa en los labios, entró a lavarse las manos en el fregadero. Cuando se sentó en la mesa y sin nada que decir, se instaló entre nosotros un silencio brutal que tuve que romper preguntándole su nombre:
-Ma appel Dafnée- contestó avergonzada.
“Dafnée, bonito nombre”, me quedé pensando mientras la observaba. “No debe de tener mas de veinte años”, sentencié dándome cuenta que lo quisiera o no, el modo en que la miraba tenía poco de paternal.
Sabiendo que la doblaba los años, no pude dejar de admirar el bello cuerpo con el que la naturaleza había dotado a esa niña. La negrita ajena a estar siendo examinada por mí seguía comiendo sin levantar sus ojos del plato y solo cuando al dejarlo vacío se lo cogí para lavarlo, levantándose de un salto, me lo impidió.
Su expresión de angustia al hacerlo, me hizo comprender que quería pagarse su sustento de alguna forma por lo que contra mi costumbre, tuve que sentarme en el sofá mientras ella limpiaba tanto la vajilla que habíamos usado como la cocina. Sin otra cosa que hacer, desde el sillón, disimulando estuve mirándola mientras lo hacía.
“Es preciosa”, mascullé entre dientes al admirar el movimiento de su trasero al pasar la fregona.
La perfección de sus nalgas me hizo recordar los momentos de pasión que había disfrutado con mi difunta mujer y un tanto avergonzado intenté retirar mis ojos de ese par de cachetes, pero me resultó imposible.
“Menudo culo que tiene” admirado no fui capaz de no pensar cuando se agachó a coger un papel caído.
El destrozado pantaloncito que llevaba le quedaba tan justo que, como un maldito mirón, me quedé mirando cómo se le marcaban los labios de su sexo.
“¡Dios!” exclamé mentalmente al descubrir tamaña maravilla y olvidando toda cordura, la comí con los ojos ya excitado.
Al levantarse, sé que me descubrió porque al fijarse en el bulto que crecía insatisfecho bajo mi bragueta, puso cara de sorpresa pero curiosamente, tras ese desconcierto inicial, sonrió e hizo como si nada hubiese ocurrido. Hoy soy consciente que la necesidad le hizo hacerlo pero ese día me quedé perplejo al verla olvidarse de la fregona y arrodillándose en el suelo, se ponía a fregar con un trapo las baldosas de la cocina.
Tenerla allí, a escasos metros, meneando sin recato su pandero, me fue calentando de una manera tal que no queriendo hacer una tontería, no me quedó mas remedio que levantarme y salir a trabajar a la huerta. Al llegar hasta mi pequeña plantación, con disgusto descubrí que no tenía nada que hacer porque esa mañana Dafnée había retirado las malas hierbas e incluso había regado.
Sabiendo del peligro que suponía para un viejo como yo esa jovencita, decidí dar un paseo por los alrededores. Os tengo que reconocer que por mucho que intenté borrar de mi mente a la negrita, continuamente su recuerdo fregando volvía cada vez mas fuerte. Mi calentura era tal que al cabo de dos horas cuando retorné al hasta entonces tranquilo hogar, decidí darme una ducha fría para apagar el incendio que asolaba mi cuerpo.
Lo que no me imaginaba fue que la ducha fuera el detonante que necesitaba mi fértil imaginación para empezar a divagar. Bajo el chorro soñé despierto que la negrita una noche venía gateando sumisamente a mi cama en busca de mis caricias. Sus ojos hablaban de lujuria y haciéndose un hueco entre mis sábanas, sus manos recorrieron mi cuerpo buscando mi pene bajo el pantalón del pijama.
En mi mente, la vi abrir su negra boca y con su lengua transitar por mi sexo. Con mi pene ya totalmente erecto, me imaginé que se lo iba introduciendo lentamente en su garganta. Siguiendo el patrón lógico, mi mano aferró mi endurecido tallo y empecé a masturbarme pensando que era ella quien lo hacía. Los dos años que llevaba sin hacer el amor a una mujer tuvieron la culpa de que de improviso, mi extensión explotara regando con su semen toda la bañera. Todavía seguía eyaculando cuando un ruido me hizo levantar la mirada y acojonado descubrí a Dafnée espiándome desde la puerta.
Cortado por haber sido cazado haciéndome una paja, le grité que se fuera y la chavala al oír mi improperio, salió huyendo. Totalmente abochornado por haber sido tan idiota, salí a secarme y cerrando la puerta, decidí que nunca más me ducharía con ella abierta. Sin saber a qué atenerme, ya una vez seco y bien envuelto en la toalla, me fui a vestir. Mientras me ponía los pantalones, decidí que tenía que pedirle disculpas y por eso, mientras me abotonaba mi camisa, fui a buscarla.
La encontré limpiando el baño. Al verla recogiendo el agua que había tirado, me quedé callado en el pasillo. Fue entonces cuando sin saber que la estaba mirando, la negrita se agachó en la bañera y cogiendo entre sus dedos los restos blancuzcos de mi lefa, se los llevó a la boca y se puso a lamerlos.  Os juro que nunca había visto nada tan erótico pero oxidado como estaba, no fui capaz de decir nada y con la imagen de esa cría devorando mi semen, salí huyendo de la casa.
Ya en la playa, me senté y me puse a cavilar en lo que había visto. Después de pensarlo y como me parecía imposible que una niña se sintiera excitada por un maduro como yo, llegué a la conclusión que lo que había observado era la curiosidad innata de una cría que quería saber si el semen de un blanco sabía igual que el de un negro.
Aunque os parezca imposible, llegué a creerme esa tontería y ya más tranquilo, al cabo de las dos horas volví. Para entonces Dafnée había dejado mi pequeña morada como los chorros del oro. Reluciente y en un estado que me recordó cuando la compré, olía a limpio.
Sin nada que objetar, me la encontré sentada mirando la tele. La negrita había sacado un DVD del estante y estaba viendo una vieja película en blanco y negro. Reconocí enseguida que era un folletín romántico. Lo que no me esperaba fue que tal y como había visto hacer a la protagonista y en perfecto español, al oírme entrar se levantara y me plantara un beso en la mejilla diciendo:
-¡Qué bueno que llegaste de la oficina! ¡Tu mujercita te ha echado de menos!
Al principio tardé en reaccionar pero tras pensarlo dos veces, solté una carcajada al comprender que se lo había aprendido como un papagayo y me lo había soltado sin comprender la frase con el único objetivo de complacerme. En ese momento no supe interpretar su felicidad y menos la resolución que leí en sus ojos, aunque pasado el tiempo la propia Dafnée me explicó que esa mañana al despertar en el sofá supo que su anfitrión era un hombre bueno pero que al verme desnudo en la ducha, mi cuerpo junto con el color de mi piel la excitaron tanto que supo que no debía dejarme escapar.
Volviendo a esa tarde, la cara de alegría de la niña me cambió de humor y viendo que aunque no lo habíamos hablado, había asumido que se podía quedar viviendo conmigo, le dije:
-Hora del baño- y sin darle tiempo a reaccionar, me la cargué a cuestas y dejándola en el baño, cogí una camiseta vieja y se la di diciendo: -Dúchate.
Dafnée que no era tonta, cazó al vuelo mi deseo y antes que me fuera de allí, se empezó a desnudar. Rojo como un tomate, salí rumbo al salón y una vez en él, me puse una copa para tratar de dar sentido al reproche que vi en su rostro al marcharme del baño.
-¡No puede ser que quisiera que la mirara ducharse!-  extrañado  pensé mientras daba el primer sorbo: -Soy un viejo verde que se imagina cosas.
Esa fue la primera de varias copas, cuanto más meditaba en ello menos comprendía su actitud. La negrita tardó media hora en salir. Mientras yo bebía tratando de olvidar, sus risas al jugar con el agua me lo hicieron totalmente imposible pero fue cuando con el pelo mojado y vestida únicamente con la camisa que le había prestado cuando comprendí que estaba bien jodido ya que lo primero que hizo esa muchacha fue abrazarme, dándome las gracias para acto seguido, llevarme a la cocina y preguntarme:
-Puis-je cuisiner?
El impacto que me produjo sentir sus dos juveniles  pezones contra mi pecho me había dejado totalmente paralizado y por eso tardé en comprender que quería cocinar para mí. Asintiendo con la cabeza, me dejé caer sobre una silla y babeando me quedé mirando como preparaba nuestra cena.

Me consta que esa criatura fue consciente en todo momento de la atracción que producía en mí pero lejos de molestarse, hizo todo lo posible para lucirse. El colmo de su exhibicionismo llegó cuando viendo que me había terminado la copa, la fue a rellenar al salón. Al volver y dármela, se agachó dejándome admirar a través del escote, las maravillosas y negrísimas tetas que la chavala tenía.

 

Sonriendo de oreja a oreja, cogió unas de mis manos y las llevó hasta sus pechos. Os juro que aunque no era mi intención, acaricié esos dos portentos durante un momento antes de escandalizado por mi comportamiento, decirle en voz alta:
-Puedo ser tu padre.
Al quedárseme mirando con gesto atónito, decidí decírselo en francés:
Je peux être ton père.
La respuesta de la muchacha me sorprendió nuevamente porque volviendo hasta la estufa y mientras se ponía a cocinar, me dijo:
-Vous n’êtes pas mon père, tu es mon mari.
-¡Estás loca!- solté casi gritando al comprender que me había contestado que no era su viejo sino su marido
Mi exabrupto no hizo mella en ella y cantando alegremente mientras freía unos filetes, me dejó claro que le había entrado por un oído y le había salido por el otro mi contestación. 
Lo prudente debía haber sido haberme ido de ahí pero no pude levantarme Parecía como si algo me atara a esa silla y más excitado de lo que me gustaría reconocer, me quedé contemplando su belleza. Para entonces mi entrega era casi total, disfrutando como un adolescente me puse a admirar sus largas piernas mientras me imaginaba como sería sentir su piel juvenil contra mi cuerpo.
Dafnée debió de adivinar mis pensamientos, porque cogiendo un delantal, se lo ató a la cintura dejando al aire parte de su trasero. Absolutamente absorto en ella, me encantó descubrir que no llevaba bragas y ya totalmente excitado, examiné con mi mirada su rotundo trasero.
“¡Esta buenísima!”, reconocí al observar que aunque no estaba depilada, su sexo parecía en de una niña recién salida de la adolescencia por la exigua mata de pelos que lo decoraba.
Y por primera vez desde la muerte de Carmen, deseé a una mujer.
Lo peor de todo no fue que esa cría me atrajera con un deseo animal difícil de contener, sino que al mirarla lo que más deseaba era protegerla de la vida que hasta entonces había tenido.
Todavía estaba cavilando sobre el alcance de mis emociones cuando la negrita terminó de cocinar y llevándome hasta la mesa, en vez de sentarse en una silla, usó mis rodillas como asiento. Al sentir su duro culo contra mis muslos, me creí morir de deseo pero venciendo las ganas de tumbarla sobre la mesa y follármela, me quedé quieto.
La chavala al ver que no actuaba como había previsto, se lo tomó a risa y como si fuera un juego empezó a darme de comer en la boca mientras me decía:
Je vais toujours prendre soin.mon amour.
Anonadado, traduje sus palabras:
“Pienso cuidarte siempre, mi amor”
Esa frase me indujo a cogerle del pelo y acercando mi boca a ella, plantarle un beso suave. La negrita disfrutando de su victoria, me respondió con pasión y pasando una pierna sobre las mías se sentó a horcajadas mientras me besaba. La dulzura con la que me abrazó y mimó, no fue óbice para que mi miembro se alzara como hacía años que no ocurría y Dafnée al notar la presión que ejercía contra su sexo, se puso a frotarlo contra mí intentando forzar mi ya más que excitado pene.
Contagiándose de mi calentura, la negrita se quitó la camiseta dejando su torso al aire. Su desnudez lejos de reducir mi morbo lo incrementó y cogiendo una de sus aureolas entre los dientes,  empecé a mamar como un niño mientras la chavala no paraba de gemir. Producto de la excitación que asolaba su cuerpo esta bañó mis pantalones con su flujo incluso antes que bajando por su mano me desabrochase la bragueta.
Al sacar mi aparato comprendí que si quería satisfacer a una jovencita debía hacer mucho más y por eso, la tumbé en la mesa. Dafnée se quejó pero dejó que le separara las rodillas y contemplara por primera vez sin impedimento alguno, su vulva.
Como un garañón experimentado, me entretuve besando sus piernas mientras la negrita me rogaba que la tomara. Haciendo oídos sordos a su súplica, proseguí lentamente lamiendo sus muslos con sus gemidos como música de fondo. Centímetro a centímetro me fui acercando a mi meta… La lentitud con la que la recorría su piel, convirtió su necesidad en locura y pegando un grito, se empezó a pellizcar los pezones con fuerza.
– ¡Faire l’amour!- aulló al  notar que mi lengua se aproximaba a su sexo.
Su excitación fue tal que en cuanto mi apéndice tocó su clítoris, se corrió dando gritos. Acostumbrado a la templanza de mi difunta esposa, el orgasmo de esa cría me dejó perplejo y más al observar que desde el interior de su sexo brotaba un riachuelo de flujo. Estimulado por su entrega, usé mi lengua a modo de cuchara y me puse a saborear el producto de su lujuria. Mi pertinaz cabezonería en disfrutar de ese manjar consiguió que la niña encadenara un clímax con el siguiente sin parar de berrear.
Por mucho que intenté secar ese manantial, me resultó imposible. Cuanto más bebía, más manaba y por eso decidido a que experimentara algo mejor que un polvo rápido, usé dos de mis dedos para penetrarla.  Aunque llevaba una eternidad sin acariciar a una mujer, conseguí que Dafnée se retorciera sobre la mesa presa de placer. Metiendo y sacando mis yemas de su coño, elevé su calentura hasta extremos inimaginables y solo cuando con lágrimas en los ojos, me rogó que parara, me compadecí de ella y pegándole un suave azote, le pregunté si nos íbamos a la cama.
La cara de la negrita me hablo de deseo y depositándola sobre la cama, me empecé a desnudar.  Tumbada y desnuda sobre las sábanas, me llamó a su lado. La visión de ese bombón pidiendo guerra fue un estímulo al que no pude decir que no y mientras ella se pellizcaba los pezones intentando forzar la rapidez con la que me desnudaba, decidí que ya era hora de satisfacer a mi pene.
No sé si era lo habitual en su pueblo pero en cuanto me vio desnudo a su lado, se puso a cuatro patas y sin más prolegómeno, me rogó que la tomara diciendo:
-Je suis à vous-
Al oír de su boca decirme que era mía, no me pude contener y sin más prolegómeno, se la metí hasta el fondo. La cría aulló al sentir su sexo forzado por mi pene pero en vez de separarse, se quedó quieta mientras trataba de relajarse. Azuzado por mi propia excitación no se lo permití y sin más comencé a cabalgarla. No tardé en escuchar nuevamente sus gemidos y ya hecho un energúmeno, seguí machacando su sexo cada vez con mayor intensidad.
Presa de unos bríos que no recordaba haber tenido, dándole un azote, le exigí que se moviera.
-¡Mon Dieu!- gritó con una alegría desbordante.
La ruda caricia la transformó y como una loca, empezó a gemir de placer cada vez que con mi mano azuzaba su trasero. Totalmente descompuesta, disfrutó de cada una de esos azotes con una intensidad tal, que al cabo de unos minutos y pegando enormes berridos, era ella quien me pedía más moviendo sus caderas.
Con la cara desencajada y costándole respirar, me soltó:
– Je veux un enfant de toi.
Alucinado entendí que esa criatura me pedía que le hiciera un hijo al sentir el placer que estaba asolando tanto su coño como su culo. Incrementando la velocidad de mis ataques, la cogí de su melena y usando su pelo como  riendas, continué cabalgando a mi montura mientras ella no paraba de disfrutar.

La nueva postura despertó su lado animal y convertida en una hembra en manos de su macho, bramó a los cuatro vientos el gozo que la dominaba. La negrita no tardó en notar como la tensión se iba concentrando en su interior y entonces mientras las gotas de sudor caían por sus pechos, pegó un último gemido antes de correrse con mi pene entre sus piernas.

 

Ese segundo orgasmo fue tan intenso que dejándose caer, cayó desplomada sobre el colchón. Su caída me llevó con ella y mi verga se clavó por entera en su interior. Dafnée al sentir la presión de mi glande contra la pared de su vagina, aulló como una loba y con renovadas fuerzas convirtió su culo en una ordeñadora. Agotado en parte pero sobre todo satisfecho de haberla hecho gozar, me dejé llevar derramando mi simiente en su interior.
La muchacha disfrutó como una posesa al sentir mi eyaculación rellenando su conducto y tras dejarme seco con suaves movimientos de su cuerpo, se puso a llorar de alegría mientras su cuerpo se retorcía con los últimos estertores de placer.
Sin llegar a comprender los motivos de su llanto, la dejé descansar. Al cabo de unos minutos, una vez repuesta, se pegó a mí y cogiendo mis manos las puso sobre su pecho diciendo:
-Vous êtes mon mari et je suis votre femme.
La seguridad que descubrí en sus ojos al decirme que yo era su marido y ella mi mujer, me hizo comprender que iba en serio. Cualquier otro se hubiese escandalizado pero yo no y soltando una carcajada acaricié su culo, mientras le preguntaba en francés:
-Cuándo dices que eres mía, ¿Eso incluye tu trasero?.
Muerta de risa, agarró uno de mis dedos y antes de que pudiera adivinar que iba a hacer, se lo metió en el ojete diciendo:
– Mon corps est à toi.
No solo fue de palabra. Al introducirse mi yema en su culo me dejó claro que todo su cuerpo era mío y disfrutando por anticipado de los años de felicidad y sexo que compartiría con esa morena, la besé sabiendo que en cuanto descansara mi maltrecho pene, iba a hacer uso de esa parte de su anatomía que tan feliz me ofrecía.

 

2 comentarios en “Relato erótico: “Sexo inesperado con una negrita en la playa” (POR GOLFO)”

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