La caballero de la Sagrada Orden de los Portadores del Estandarte, Jorgina, miró a su alrededor sin terminar de creerse lo que estaba sucediendo. Su caballo, asustado ante la presencia del dragón, se había desbocado y la había derribado al suelo antes de huir al galope. Aturdida, la joven mujer sentía la pesadez de la cota de malla sobre su camisola, el calor agobiante del sofocante mediodía de Cirene, y sobre todo, el abrasador aliento de la bestia sobre ella. Pero su primer impulso fue pellizcarse para descartar que no se hallase en un espantoso sueño ante lo que contemplaban sus desorbitados ojos.

Desde la escamosa cintura de la criatura brotaba lentamente un enorme y venoso falo rojo, que parecía apuntarla amenazante, como una lanza de carne. Como hipnotizada, Jorgina permaneció paralizada contemplando aquella pulsante y gruesa verga que se acercaba peligrosamente hacia ella. El terror la invadió, rompiendo aquella fascinación morbosa y se giró para aferrar su espada, pero la bestia la sujetó rápidamente entre sus garras y se tendió sobre ella para evitar que pudiera incorporarse.

El dragón era una criatura verde de unos tres metros, un monstruo horrible escapado de una horrorosa pesadilla, con una larga y escamosa cola y dos alas membranosas. Debía ser extremadamente fuerte ya que había despedazado sin mucho esfuerzo a los otros dos caballeros que, junto a Jorgina, habían acudido a rescatar a la princesa de las garras del dragón. La aterrorizada joven pensó que iba a ser la siguiente en morir cuando la bestia se había detenido y había olisqueado en su dirección. Jorgina, totalmente confundida, no sabía qué sucedía hasta que había visto surgir aquella inmensa verga, reluciente de viscoso líquido preseminal y con la que parecía dispuesto a empalarla.

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-Dios misericordioso… no… no te atrevas, bestia del avern…

Pero aquel terrorífico ser parecía ajeno a las súplicas de la muchacha. Con una garra levantó los faldones de ésta y desgarró su camisola hasta revelar el sexo de Jorgina, ajeno a sus impotentes gritos. Aquella aborrecible criatura abrió los muslos de la joven, dejando al aire su delicado y desprotegido sexo, abierta de piernas como una impúdica ramera de una vulgar taberna de baja estofa.

-¡En el nombre de Dios, nooo! ¡Nooooo…. Iiiieeaaarrrggghhh!

Jorgina cerró los ojos de agonía al sentir cómo aquella gigantesca verga se posaba en la entrada de su sexo y, acto seguido, con un par de empellones, se clavaba hasta el fondo de sus esponjosas entrañas, invadiéndola por dentro de su ser.

La muchacha cayó al suelo, desmadejada como una muñeca a la que han cortado las cuerdas mientras gemía lastimeramente ante las violentas embestidas de la bestia. Las paredes de su sexo se ensancharon increíblemente, rellenas por la gruesa verga del dragón.

-Padre… perdonadme… os he… fallado…

Jorgina perdió la conciencia ante el espantoso dolor en su interior.

********************

Jorgina miró a su alrededor, completamente desorientada. De repente estaba en Capadocia, en su Armenia natal, junto a su padre, el barón de Genertela. Todo era más grande, hasta que comprendió, con algo de vergüenza, que era ella la que era más pequeña; no debía tener más de diez años. ¿Sueños? ¿Recuerdos? No tenía importancia. La alegría desbordó su corazón al poder contemplar de nuevo a su padre. Pero permaneció en silencio. La mirada de su progenitor era profunda y triste. Su hermana mayor le había explicado que su pesar se debía a que no había engendrado más que hembras, que ningún varón perpetuaría su linaje, que ninguno de sus hijos portaría las armas de los caballeros sirviendo a Su Señor Jesucristo y al Rey.

Jorgina, una niña pequeña, no lo entendió muy bien, pero se juró a si misma que ella sería nombrada caballero y que traería gloria y honor a su padre y a la Casa de Genertela.

Los años transcurrieron con rapidez hasta que, en su decimosexto cumpleaños, la muchacha cortó su pelo rojizo hasta dejarlo como el de un chico, se apropió de un caballo, un jubón de cuero y una espada y escapó de su hogar, en busca de gloria, anhelando que su padre pudiera sentirse orgullosa de sus hijas.

Jorgina trotó al galope, el viento azotando su rostro, sintiéndose viva y libre por primera vez en su vida. Una punzada de miedo atenazaba débilmente su corazón, pero esa vocecilla quedaba ahogada por la inmensidad de la aventura que se presentaba ante ella.

Pronto la dura realidad se encargó de golpearla.

-¿Cuál es tu nombre, chico?

-Jor… Jorge. –La muchacha intentó que su aguda voz sonara ruda y masculina.

El hombre ante ella, encargado del reclutamiento para los caballeros de la Sagrada Orden de los Portadores del Estandarte, la observó con fijeza. Jorgina intentó soportar la escrutadora mirada con estoicismo, pero no pudo evitar sonrojarse. Apartó la mirada a otro lado, a las frías paredes de piedra de la estancia en la que se encontraba.

-¿Crees que esto es un juego?

-Per… ¿perdón?

-Desnúdate.

-¡¿Cómo?!

-Ya me has oído. ¿Quieres ser un caballero? Desnúdate.

Jorgina se mordió el labio, sus ojos llenos de lágrimas. Sabiéndose descubierta, no atinó a otra cosa que obedecer a aquel rudo hombre de mirada amenazante. Temblando, se deshizo de su jubón de cuero hasta quedar con su camisola de tela.

-Completamente. No tengo todo el día.

La muchacha acató la orden, con sus mejillas rojas como el corto pelo sobre su cráneo por la vergüenza, contrastando con su pálida piel pecosa. Ante los ojos del hombre quedaron sus redonditos pechos, sus deliciosas caderas y sus sensuales nalgas. Jorgina estaba petrificada. Sólo atinaba a cubrir la desnudez de su sexo con sus manos.

-Lo que me figuraba. Una chiquilla.

Jorgina no contestó. Supo que de hacerlo su voz se quebraría en sollozos.

-No eres la primera que lo intenta. El hambre hace estragos y no diferencia entre hombres y mujeres. Supongo que el dinero de la soldada es demasiado tentador para mucha gente. Pero la Sagrada Orden de los Portadores del Estandarte no acepta mujeres entre sus filas. Has tenido suerte de dar conmigo. Otro hermano más inflexible podría haberte hecho quemar por herejía.

-Yo… yo…

-Vamos, chiquilla, vete a tu casa, con tus padres o tu novio a que cuiden de ti. La guerra no es cosa de mujeres.

-¡Yo quiero entrar en la Orden! ¡Quiero ser una caballero! –La voz de Jorgina fue poco menos que un chillido.

El hombre pareció a punto de estallar en carcajadas. Luego observó a Jorgina con una mirada insondable.

-Bueno… Lo cierto es que yo podría hacer la vista gorda. Necesitamos guerreros, todos los que podamos. Estamos mandando un contingente de guerreros a África, tierra de infieles. Según parece, las pérdidas entre nuestros hombres son muy numerosas y es necesario reponerlos a gran velocidad.

La muchacha tragó saliva, visiblemente asustada.

-¿Estás segura de querer ser un escudero de la Sagrada Orden? ¿Quieres viajar a tierras inhóspitas y peligrosas donde acecha la muerte?

-S… Sí.

-No te he oído, niña.

-Sí… ¡Sí!

-Tienes valor, no hay duda. Como ya he dicho, yo podría hacer la vista gorda. Con un poco de suerte, nadie se daría cuenta de tu sexo. Pero nadie da nada por nada. También puedo avisar a los guardias de ahí fuera para que te den una paliza y te echen a la calle. Pero no tenemos por qué ser tan desagradables, ¿verdad? Yo te rasco la espalda y tú me rascas la mía. ¿Me entiendes?

-Sí… -Jorgina no comprendía realmente lo que decía aquel hombre, pero parecía que tenía una oportunidad para poder ser caballero.

-Perfecto. Veamos qué tal la chupas, preciosa.

El hombre bajó sus calzones de lino y reveló una enhiesta verga.

-Adelante, mámala.

Jorgina quedó paralizada, sin saber cómo reaccionar. No era la primera vez que veía un sexo masculino. Sus hermanas y ella habían ido muchas veces a la laguna del Bosque Oscuro a espiar a los muchachos del pueblo que acudían allí a nadar. La primera vez, ella se quedó embobada contemplando cómo uno de los jóvenes se desvestía completamente antes de arrojarse al agua. Jorgina había sentido un pecaminoso hormigueo por su vientre y sus muslos al contemplar aquella zona masculina desconocida y había sentido un inmenso placer cuando posó sus dedos en su vagina.

Pero aquello era bastante diferente a tener un grueso falo a escasos centímetros de su rostro. Jorgina dudó. Su educación de alta alcurnia se rebelaba contra la sola idea de que el miembro viril de un plebeyo rozara siquiera su piel. Pero por otra parte, se sentía extrañamente excitada ante aquel rudo hombre que, aunque no fuera apuesto, tenía un aire canallesco cautivador. Y además, estaba el juramento que se había hecho a sí misma. Si quería ser una mujer caballero, no le quedaba otra opción.

Jorgina abrió la boca y sintió la calidez de la verga del hombre, paladeando contra su lengua y saliva. Una punzada de remordimientos cruzó su mente. Por un momento, pudo ver al párroco de Genertela señalando el infierno al que iba a ser condenada por los pecados de la lujuria, pero lo cierto era que su sexo había comenzado a encharcarse.

El pene en su boca estaba caliente y húmedo. Jorgina escuchó al hombre gemir al sentir sus labios alrededor de su falo.

-Vamos, sigue así, lo estás haciendo muy bien.

La muchacha se sintió extrañamente orgullosa de oír eso y aceleró un poco sus lametones. Sentía en sus labios la lisura del glande, la rugosidad del tronco e incluso el vello, que la hizo cosquillas en la nariz. Un pensamiento se abrió paso en su cabeza, como si fuese una escena que observaba desde fuera: ella, Jorgina, la hija del barón de Genertela tenía la boca llena de verga.

Los gemidos del hombre se aceleraron y Jorgina tosió cuando el hombre empujó su cabeza con sus manos, hasta casi ahogarla al entrar su verga hasta su garganta. A la vez, la muchacha notó el pene latir y vibrar. Varios chorros de la caliente esencia del hombre golpearon como latigazos su campanilla. Jorgina empujó su pubis para respirar, y al hacerlo, el falo del hombre escapó de su boca sin dejar de descargar, como un surtidor de esperma. La espesa leche del jadeante hombre manchó su nariz, sus mejillas e incluso su bermejo pelo corto, en nuevos disparos abundantes.

-Bufff… fabuloso, lo has hecho muy bien, pequeña. Y un trato es un trato.

El hombre garrapateó unas letras en el libro que había sobre la mesa con una escritura basta y deslucida y contempló sonriendo a la muchacha.

-Bienvenido a la Sagrada Orden de los Portadores del Estandarte… hermano Jorge.

********************

La vida en la Orden fue muy dura. Entrenamiento marcial constante, aposentos espartanos, muy alejados de las lujosas estancias a las que Jorgina había estado acostumbrada en el palacio de Genertela, escasas raciones de comida insípida y el miedo constante a ser descubierta. Jorgina había tenido que ajustarse una apretada cinta alrededor de sus pechos para disimular las curvas de sus senos y debía andar con mil ojos para no coincidir desnuda con ninguno de sus hermanos de armas. Se las tuvo que arreglar para lavarse y asearse cuando estuviera sola. Jorgina lo pasaba especialmente mal durante sus menstruaciones.

Durante los largos meses de instrucción, la muchacha evitó intimar con sus compañeros, manteniéndose apartada de la mayoría. Y lo consiguió la mayor parte del tiempo.

Una noche, cerca de las tiendas de campaña del puesto de avanzadilla en las montañas a la que habían partido de maniobras, la muchacha contemplaba el cielo estrellado, preguntándose si sus padres y sus hermanas, a cientos de kilómetros de allí, estarían viendo sobre sus cabezas las mismas estrellas que ella.

De pronto, un gemido ahogado la sacó de sus cavilaciones. Parecía provenir de una de las tiendas de campaña.

Con curiosidad, Jorgina se asomó, deslizándose en silencio intentando hacer el menor ruido posible. Su boca quedó abierta como una pasmarote ante lo que vio.

En la penumbra de la estancia, tres muchachos se besaban y abrazaban a conciencia. Dos de ellos estaban completamente desnudos, y el tercero parecía que le quedaba poco para estarlo también. Jorgina les reconoció con dificultad. Eran tres de los hermanos de armas, escuderos como ella que en breve serían armados caballeros.

Uno de ellos, de tez morena y unos grandes ojazos negros, incrustó la boca en otro de los chicos, uno pálido y rubio, devorándolo a besos, mientras sus manos parecían perderse en la entrepierna de éste, aferrando una gruesa verga y moviéndola lentamente de arriba a abajo. Jorgina no perdió detalle de la escena. El otro muchacho, un chico fuerte y algo grueso de pelo castaño, besó la espalda del moreno, mientras su boca bajaba más y más. Los gemidos de placer enardecieron a la muchacha, quien no pudo evitar sentirse muy excitada.

¿Aquello era posible? Aquellos eran tres varones y parecían estar haciendo el amor entre sí. Jorgina creyó recordar al sacerdote de Genertela hablando sobre el pecado nefando de la sodomía y su condena al séptimo infierno, pero aquello no tenía sentido. Lo que hacían esos muchachos era bello y hermoso y sintió un cosquilleo en los labios de su sexo junto a una creciente humedad.

Jorgina se mordió el labio inferior para no gemir al deslizar dos dedos en su sexo. Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, pudo ver los ojos del muchacho de cabellos castaños clavados en ella. Tuvo que llevar su mano a la boca para no chillar de la sorpresa.

Antes de atinar a escapar, el muchacho se hallaba junto a ella. La muchacha recordó entonces su nombre, Gabriel. El joven habló, con algo de temor en su voz.

-Eres Jorge, ¿no? No irás a contarle esto al capitán, ¿verdad? No estábamos haciendo nada malo. La semana que viene seremos armados caballeros y probablemente nos separen a todos. Algunos iremos a El Aram, otros a Arabia, otros a Europa, otros quién sabe dónde. Puede que no volvamos a vernos nunca. No creo que esté mal despedirnos y divertirnos un poco a la vez, ¿verdad?

El muchacho entrecerró los ojos, percibiendo la azorada mirada de Jorgina y el rubor en sus mejillas. La muchacha no se atrevió a hablar para que su voz no la traicionase. Una sonrisa ladina se formó en la boca de Gabriel.

-Además, Jorge, creo que te estaba gustando lo que estabas viendo…

-Yo…

En broma, el muchacho llevó una mano a la entrepierna de Jorgina, con la intención de tocar la más que probable erección del que pensaba era un chico.

-Ya lo creo que sí… ¡Joder!

Los otros dos muchachos se envararon ante la exclamación de su compañero.

-¿Por qué gritas? ¿Qué pasa?

-¡Que Jorge no tiene polla!

-¿Pero qué coño estás diciendo, Gabriel? ¿Estás loco?

Jorgina intentó levantarse y escapar de la tienda, pero antes de poder hacerlo, Gabriel se había abalanzado sobre ella y la retenía con su peso. Los otros dos muchachos llegaron enseguida y la sujetaron.

-¡Soltadme!

-Chisss… Cállate o nos van a descubrir a todos. No te vamos a hacer daño.

Los tres chicos bajaron los calzones de Jorgina y quedaron embobados contemplando su entrepierna.

-¡Joder, es verdad! No tiene polla. ¿Cómo es posibl…?

-No seáis tontos. – dijo el muchacho moreno. -Jorge es una chica.

-Pero eso es imposible, Miguel. ¡Las Órdenes de Caballería no dejan entrar a mujeres!

Incrédulo, el muchacho rubio incluso toqueteó con dos dedos el sexo de la chica, arrancando un gemido a la muchacha. Luego miró sus húmedos dedos.

-Blueeggghhh… está pegajoso.

-Por favor… soltadme…

-¿Eres una chica?

A Jorgina casi le había dado el hipo de la vergüenza y miedo. Apenas pudo asentir con la cabeza.

-Nunca había visto tan de cerca lo que tienen las chicas entre las piernas. Está completamente encharcado. ¿A qué sabrá?

Gabriel, vacilante, lamió el sexo de Jorgina primero con aprensión y luego con más confianza. La muchacha no pudo evitar gemir.

-¿Qué pasa? ¿Te he hecho daño?

-N… No…

-¿Te gusta? ¿Quieres que siga?

Jorgina, sonrojada, asintió. La lengua del muchacho se perdió entre los pliegues de su sexo, proporcionándola más placer del que creía posible. Echó su cabeza hacia atrás, arqueando la espalda hasta que parecía que iba a romperse. Como si estuviera soñando, pudo ver a los otros dos chicos besándose entre ellos antes de tenderse junto a ella y besar sus muslos y cuello. Desde luego, si la lujuria era pecado, Jorgina pensó que estaba condenada al más negro de los infiernos.

-¿A qué sabe, Gabriel?

-No sé… Raro.

El muchacho rubio se desembarazó de su calzón, con tanto ímpetu que golpeó ligeramente con su pene las mejillas y la nariz de la muchacha, embadurnado su ya sudado rostro de líquido preseminal.

-¿Te gustaría chupar mi polla, Jorge?

La muchacha no se hizo de rogar y engulló con avidez el pene del chico. Gimió, una mezcla de queja y placer cuando sintió cómo unas manos la desnudaban de su camisola y el vendaje que ocultaba sus pechos y unos dedos inquisitivos retorcían sus pezones. Completamente atontada por el ardor de sus sentidos y la inspección a la que se veía sometida, Jorgina vio cómo el muchacho moreno hundía lentamente su pene en el ano de Gabriel sin que éste dejara de lamer su sexo, sodomizándole dulcemente. Aquello fue demasiado para ella. La excitó tanto que los flujos brotaron como si fuera una fuente, manchando el rostro del muchacho, mientras ella gemía inconteniblemente.

-Vamos, chicos, que no se diga.- Susurró el muchacho de pelo rubio. –¡Vamos a hacerla gozar!

Los chicos no la dieron tregua. Sin poder ver de quién era, la verga de uno de los jóvenes atravesó su encharcada gruta. Una punzada de dolor la indicó que acababa de perder su virginidad, pero pronto quedó abrumada por el placer. Sin apenas darse cuenta, Jorgina se encontró meneando las caderas de forma instintiva, facilitando la penetración. Unos instantes después, se convulsionaba por el éxtasis. Tuvo que morder su mano para no gritar cuando su propio culo engulló golosamente el falo de uno de los chicos.

La chica bermeja perdió la noción del tiempo mientras las vergas exploraban sus intimidades, empeñadas en darle placer. Un pene se posó en sus labios y Jorgina lo lamió. Saboreó un fuerte sabor a ano; puede que fuera su propio sabor, pero probablemente se tratara del aroma del ojete de uno de los otros chicos pues, aún en ese momento, Jorgina pudo contemplar cómo el chaval más moreno, Miguel creía recordar, abría el ano del chico rubio y le ensartaba mientras ella chupaba la verga de éste.

Los ataques se sucedieron, como si se tratara de tres caballeros rampantes que asediaban una fortaleza, la cual, ante el vigor y poderío de los envites, se veía obligada a capitular y rendirse ignominiosamente, quedando a merced y capricho de los sitiadores. Los arietes penetraban, ahora por boca, ahora por vagina, ahora por ano. Y cada uno de ellos arrancaba un gemido de placer a la pelirroja, que perdió la cuenta de los orgasmos que alcanzó. Tras un tiempo incalculable, los tres chicos fueron descargando su espeso puré en sus tres agujeros, inundando sus entrañas de esperma.

Jorgina cayó al suelo desmadejada, como una muñeca rota, empalada por los tres lujuriosos muchachos, totalmente empapada en la caliente esencia de ellos. Apenas fue consciente de cómo los chicos la levantaban delicadamente, la vestían como pudieron y la llevaban hasta su camastro de la tienda comunal, donde la acostaron antes de besarla e irse.

Una semana después de aquel placentero incidente, las proféticas palabras de Gabriel se hicieron realidad. Los Altos Señores del Capítulo de la Orden consideraron que los muchachos ya estaban suficientemente formados en las artes de la guerra. Los escuderos fueron ordenados caballeros y se les envió a varios destinos. Jorgina sintió una tristeza que le atenazó el estómago cuando comprobó que los muchachos fueron destinados a Europa y a ella se le destinó a El Aram, a luchar contra infieles y paganos.

Jorgina, desde la cubierta del barco que zarpaba a su destino, agitó la mano para despedir a los muchachos que contemplaron afligidos cómo el navío de la muchacha desaparecía por el horizonte. Nunca volvería a verlos.

El Aram. El calor del desierto era abrasador y el peligro se ocultaba en todas partes. Muchos jóvenes caballeros morían asaeteados por una flecha disparada desde las dunas, por la picadura de un traicionero escorpión o por las fiebres o insolaciones del inclemente país. Las semanas se convirtieron en meses y los meses en años.

Jorgina se había enrolado en la Orden de Caballería buscando honor y gloria. En El Aram no encontró ni lo uno ni lo otro. Sangre, dolor, fanatismo, muerte y destrucción por ambos bandos. Carnicerías sin sentido por cuestiones religiosas indescifrables. Cada noche, rezaba a Dios para que aquello se detuviera, pero ningún ser sobrenatural respondía a sus plegarias.

La idea de desertar fue tomando fuerza en la mente de Jorgina. Y sólo un motivo le hacía desistir: la deshonra que supondría para su padre.

Y así transcurrieron los días hasta que Jorgina y otros dos caballeros fueron enviados a investigar un extraño rumor: una bestia legendaria, un dragón, había raptado a una princesa de un poblado aliado y amenazaba con devorarla.

Jorgina creyó que se trataba de cuentos de viejas, una leyenda sin ningún fundamento… Hasta que vio al dragón.

********************

-Padre… perdonadme… os he… fallado…

Jorgina chilló al sentir cómo el terrorífico falo de la bestia se hundía de nuevo en sus entrañas y se sorprendió cómo era que semejante verga no la rompía por la mitad. Apenas tuvo fuerzas para gemir mientras el dragón vaciaba su caliente esencia en sus entrañas. Pero, a pesar de haber eyaculado, aquel ser no parecía dispuesto a terminar la cópula. De nuevo, la joven sintió aquella monstruosa verga hundirse en su esponjoso interior, empalándola cruelmente.

Cuando Jorgina pudo abrir los ojos, aterida por el dolor, pudo distinguir una figura oscura que se cernía sobre la bestia y sobre ella. Escuchó un gruñido cuando aquella silueta, sujetando una lanza, descargó un golpe contra la cabeza de la criatura. El dragón chilló desgarradoramente y la mujer vio que la lanza había atravesado su ojo derecho.

-Muere, bestia inmunda, muere de una maldita vez… -Una voz femenina rugía de furia.

El monstruo se agitó en convulsiones hasta dejar de moverse definitivamente.

Jorgina contempló desorientada a su salvadora. Se trataba de una mujer joven que portaba un lujoso vestido hecho jirones. Era muy bella, de cabellos oscuros y tez morena, con un aire salvaje y desafiante. Tardó en darse cuenta de que era la princesa que el dragón había raptado.

-M… mi señora… yo…

La mujer caballero enrojeció, consciente de la imagen que debía estar mostrando. Mechones de su cabello bermejo escapaban de su cofia de malla, su rostro empapado de su sudor y del semen de la criatura. Sus faldones desgarrados mostrando su escocido sexo enrojecido, del que escapaban regueros del espeso puré de la bestia, resbalando por sus desnudos muslos.

-Eres una mujer. –La voz de la princesa mostraba un cierto tono de incredulidad.

Jorgina contempló su propio sexo. Era absurdo negar lo evidente.

-S… Sí.

-Tenía entendido que los caballeros no admitían mujeres entre sus filas. Bueno, de todas formas, muchas gracias por acudir a salvarme. Mi nombre es Yaiza.

-¡Oh! –Jorgina enrojeció aún más. –Mi nombre es Jorge… Jorgina… Y soy yo quien debe daros las gracias. –Jorgina gimió de dolor al intentar incorporarse y arrodillarse. La princesa la agarró por un hombro para impedírselo. –Mis malogrados compañeros y yo acudimos a salvaros y sois vos quien me habéis salvado.

-Me diste el momento que necesitaba para poder acabar con el monstruo. Ese dragón hijo de una hiena me ha estado violando durante dos largos días. Fue providencial que llegases. No creo que hubiera podido aguantar más antes de que me reventase.

-Yo… -Jorgina se sonrojó. –Tenéis razón. La Sagrada Orden de los Portadores del Estandarte no permite a mujeres. Yo quería… honrar la Casa de mi padre. Y sólo he logrado acabar… violada por un dragón.

-Eres una mujer valiente, Jorgina. Si fueras un hombre, mi padre insistiría en que te casaras conmigo. –La princesa guiñó un ojo descaradamente a la mujer caballero, que no pudo evitar ruborizarse. –Escúchame. Haremos un trato. Si mi padre se enterase que he perdido la virginidad, no me podría desposar con ningún noble y dejaría de tener valor para él. Y soy la primogénita, no quiero perder mi posición entre mis hermanas antes de que muera mi padre. Así que ambas guardaremos silencio sobre tu verdadero género y lo que ha sucedido realmente. Diremos que tú, Jorge, un valiente caballero, acabaste con el dragón y que me rescataste. ¿Qué te parece?

Jorgina guardó silencio, sin saber qué decir.

-Imagínate. Jorge y el Dragón. Se escribirán leyendas sobre ti. Tu padre estará orgulloso.

-¿De…de verdad?

********************

Las leyendas cuentan que, poco después, Jorgina pudo regresar hasta Genertela y reencontrarse con su padre, destrozado por su marcha. Ambos lloraron cuando se vieron y el barón dijo a su hija que el honor de su Casa no le importaba nada comparado con la vida de su hija. Que ya estaba orgulloso de ella antes de que escapase y que las órdenes de caballería, el honor y la gloria se podían ir al infierno si con ello podía estar con su hija. Jorgina lloró, abrazada a su padre, y nunca en su vida fue tan feliz.

Cientos de años más tarde, el beato Jacobo de la Vorágine escribía su famosa “Leyenda Dorada”, la colección más importante de las vidas y leyendas de los santos. El beato sonrió entusiasmado mientras pensaba en las leyendas que había recopilado. Jacobo mojó su pluma en el tintero antes de comenzar sus elegantes trazos sobre el papiro. “San Jorge y el Dragón”.

PARA CONTACTAR CON EL AUTOR:

omicron_persei@yahoo.es

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