CAPÍTULO 10

A la mañana siguiente trabajaba, pero no por ello mi criada me permitió salir de casa indemne. Cumpliendo con el ritual al que me tenía acostumbrado, Simona me regaló una magnifica mamada al despertar. Asumiendo que para ella era necesario no puse inconveniente alguno en que recolectara mi semen antes de darme de desayunar la producción láctea que se había acumulado en sus pechos durante la noche.

Con el estómago lleno, me despedí de ella y me dirigí hacía el garaje. Estaba encendiendo mi coche cuando la vi llegar corriendo y bajando la ventanilla, le pregunté qué pasaba. Con una sonrisa de oreja a oreja, depositó en mis manos las dos botellas que había rellenado la noche anterior mientras me decía que se me olvidaba mi almuerzo.
―Gracias― respondí un tanto cortado, al no atreverme a reconocer que me daba vergüenza aparecer en mi oficina con ellas bajo el brazo. Ajena a ello, Simona se permitió el lujo de darme un pico en los labios antes de desaparecer rumbo a la casa.
El denso tráfico me sacó de las casillas y además de cabrearme, consiguió que dejando de lado mis reticencias, nada más llegar metiera las botellas en el minibar de mi despacho, pensando que ya tendría tiempo de bebérmelas.

La llegada de Cristina, mi asistente, con tres carpetas de temas a tratar terminó por mandar al olvido la presencia de la leche de Simona al tenerme que ocupar de ellos. Llevaba más de dos horas enfrascado con ella cuando acuciado por las ganas de mear, me levanté para ir al baño dejando  a Cristina en mi despacho.

No fui consciente de la idiotez que había cometido hasta que al volver observé que la pelirroja se había puesto un café con leche.
«Dios, ¿qué hago?», me pregunté al comprobar que había usado una de las botellas que había traído de casa. ¡No podía decirle que era leche humana! ¡Y menos que era de mi criada!
Desconociendo su origen, Cristina comentó lo rico que le había salido esa mañana el café sin percatarse que la verdadera razón de que estuviese tan bueno era la leche de mi rumana. Estaba tan acojonado que tampoco dije nada cuando se rellenó la taza y únicamente me quedé observando si descubría alguna reacción extraña en ella.
Como esa mujer siguió actuando con total normalidad, me relajé y quizás por eso no advertí que sus pezones habían adquirido unas proporciones nunca vistas hasta que casi a la hora de comer, en un descuido, se le abrió la chaqueta de su traje dejándolos al descubierto.
Impactado por el tamaño, no pude reaccionar y me quedé mirando descaradamente esas tetas mientras su dueña se moría de vergüenza.
«Menudos pitones se gasta», pensé cayendo en que mi secretaria tenía sexo y que, aunque no me hubiese dado cuenta era una mujer de bandera.
Afortunadamente pude reponerme de la sorpresa y no queriendo profundizar la humillación que sentía mi asistente, decidí dar por terminada la reunión inventándome una comida. Cristina agradeció el gesto y recogiendo sus papeles salió corriendo de mi despacho.
Comprendí que esa pelirroja estaba más afectada de lo que había supuesto cuando la vi dejar atrás su mesa y entrar directamente al baño. Pero fue a los cinco minutos al verla salir y observar el rubor de sus mejillas cuando confirmé que se había encerrado tras esa puerta para aliviar su excitación.
«¡Se ha tenido que ir a hacerse una paja!», me dije preocupado por las consecuencias que mi despiste tendría en nuestra relación. Llevábamos trabajando codo con codo más de cinco años y para mí además de empleada era una buena amiga.
Mi intranquilidad creció de manera exponencial al reparar en que Cristina se estaba pellizcando disimuladamente los pechos mientras me miraba de reojo.
«Joder, ¡la he liado!», maldije mentalmente mientras salía escopetado hacia la calle.
En ese instante estaba tan nervioso que decidí ir a dar un paseo para intentar organizar mis ideas y buscar así una solución al embrollo que mi dejadez había provocado.
«No entiendo nada. Todo me hacía suponer que quien bebiera de la leche de Simona quedaría prendado por ella, pero por lo menos en el caso de Cristina no ha sido así», murmuré entre dientes asumiendo que al hacerlo mi fiel secretaria se había excitado conmigo y no con ella.
Dando vueltas al asunto, fui descartando la mayoría de las posibles razones de ello y me quedé con la más plausible:
«Ese néctar blanco contiene un potente afrodisiaco».
Habiendo llegado a esa conclusión, todo cuadraba. Cuando Cristina la bebió mezclada con el café, la única persona presente además de ella era yo y su cerebro interpretó las señales de su cuerpo como una atracción hacia mí. En mi caso fue semejante, cuando Simona me la dio a probar, me excité y sugestionado por la conversación con Manuel, al sentir el influjo del estimulante escondido en su leche, llegué a la conclusión de que me había embrujado.
«No hay nada sobrenatural en ello, ¡es pura química!”.
Saber el motivo era un avance, pero seguía metido en un lío. Debía volver a la oficina a trabajar, sabiendo que allí me encontraría con una pelirroja sobre excitada.
«Ojalá se le haya pasado el efecto», suspiré mientras me planteaba los diferentes escenarios a los que podría enfrentarme.
Al llegar a la empresa, agradecí que Cristina no estuviera en su mesa y pasando a mi despacho, me dirigí directamente a la nevera para vaciar en el lavabo las dos botellas y así evitar que nadie se bebiera su contenido.
― ¡No están! ― exclamé al no hallarlas.
Previendo lo peor, supuse que Cristina había tomado prestada la leche de Simona durante mi ausencia y temiendo que, a la hora del café, todos mis empleados se sirvieran un poco salí en su busca.
«Debo evitarlo o esta tarde se producirá un desastre de proporciones colosales en la oficina», pensé imaginando una orgía multitudinaria.
Encontré a mi secretaria en el comedor terminando de comer sola. Afortunadamente para el bienestar global de la compañía, pero desgraciadamente para Cristina, no la había dejado al alcance de todos, sino que, maravillada por su sabor, se la había apropiado para sí y se la había bebido durante la comida en vez de agua.
«Tengo que sacarla de aquí antes que empiece a hacerle efecto», me dije y tomándola del brazo, comenté que necesitaba su ayuda para localizar un expediente.
Comprendí lo que se me avecinaba cuando escuché el gemido que dio al sentir mi mano sobre su piel y por ello la llevé casi a rastras a mi despacho, temiendo que buscara mi contacto en mitad del pasillo.
Al entrar en mi cubículo, cerré la puerta con llave para evitar cualquier interferencia y acojonado por lo que me iba a encontrar, me giré hacia ella. Comprendí que el afrodisiaco ya había empezado a hacer de las suyas por la expresión de deseo con la que me miraba.
«Debo hacer como si no me diese cuenta de nada», medité pensando que, si no me daba por aludido, con ello evitaría que su calentura la hiciera hacer algo irreparable.
Pensando que cuanto más alejada se mantuviera de mí, más fácil me resultaría evitar su acoso, me inventé un cliente y le pedí que buscara su expediente entre mis archivos.
―No me suena― comentó, pero, obedeciendo, se puso a revisar los distintos cajones para ver si lo localizaba.
Asumiendo que, en ese momento, Cristina lo debía estar pasando fatal, me puse a estudiar lo que hacía sin saber que al hacerlo descubriría que tenía un culo tan impresionante como sus pechos.
«Sigo sin entender cómo no me di cuenta antes», medité impresionado al contemplarla agachada buscando unos papeles que yo sabía que no existían.
Su excitación se multiplicó al sentirse observada e incapaz de contener la comezón de su coño, disimuladamente se empezó a restregar contra uno de los cajones inferiores mientras buscaba en los de más arriba.
Al darme cuenta de lo que hacía, retiré mi mirada y me puse a revisar unos documentos, para evitar que se sintiera descubierta. Eso en vez de calmar las cosas, las empeoró porque creyéndose a salvo, Cristina trató de calmar su calentura llevando una de sus manos a su entrepierna.
«No me lo puedo creer, ¡se está pajeando en mi presencia!», escandalizado observé al escuchar el chapoteo que producían sus dedos al jugar con su sexo.
Evitando en todo momento girarme hacia ella, deseé que acabara cuanto antes al notar que esa escena no me era indiferente y que bajo mi pantalón se estaba haciendo evidente que me estaba afectando.
―No lo encuentro― murmuró descompuesta.
Dando por sentado que no podía dejar que se fuera en ese estado, no fuera a follarse al primero que se encontrara por el camino, le pedí que revisara los armarios que había a mi espalda.
Para entonces la calentura de Cristina era tal que el roce de sus muslos al caminar le provocó un latigazo de placer que la hizo tropezar. Me dio tiempo de tender mis brazos hacia ella antes que cayera sobre mis piernas.
―Lo siento, ¡qué torpe soy! ― se disculpó, pero no hizo ningún intento por levantarse y que, para colmo, se empezaba a restregar contra mi pene.
―Tranquila ― respondí.
De nada servía seguir disimulando y admitiendo que no era responsable de sus actos, no intenté separarme de ella. Es más, cuando al cabo de pocos segundos de frotar su coño contra mí, la pelirroja se puso a gemir como loca azucé su placer diciendo:
―Córrete para mí.
Mis palabras fueron el detonante de su orgasmo y pegando un aullido, colapsó sobre mis rodillas. Sintiéndome responsable de la humillación que debía sentir en ese momento, no me importó que hubiese derramado su placer sobre mis pantalones y acariciando su mejilla, murmuré en su oído:
―No pasa nada, preciosa. No pasa nada.
No debía esperar tanta comprensión por mi parte y hundiendo su cabeza en mi pecho, se puso a llorar desconsolada diciendo que no entendía que le había ocurrido para que se hubiese dejado llevar de esa forma.
―No me ha molestado― esperando que con ello se tranquilizara, musité con tono dulce.
Pidiendo mi perdón, Cristina confesó que llevaba años enamorada de mí pero que hasta ese día había conseguido mantenerlo en secreto. No supe que contestar a esa inesperada confidencia. Mi silencio fue malinterpretado por ella y con sus ojos llenos de lágrimas, me informó que renunciaba.
―Quiero que sigas trabajando conmigo. No te preocupes, hallaremos la forma de solucionarlo.
― ¡No hay nada que solucionar! ― gritó hecha una furia y antes que pudiera hacer algo por evitarlo, mi fiel secretaria me soltó: ― ¡Quiero ser tuya! ¡Necesito saber si voy a serlo!
Lo último que me hubiese esperado de ella es que me pusiera en el brete de decidir entre follármela y seguir teniéndola como secretaria o rechazarla y quedarme sin mi más cercana asistente. Por ello tras meditar durante unos segundos ambos escenarios, decidí el menos malo y acercando mi boca a la suya, la besé.
La reacción de la pelirroja fue brutal y presa de frenesí difícil de describir usando las manos desgarró la blusa que llevaba puesta mientras me pedía que le comiera los pechos.
He de confesar que me sorprendió la violencia con la que buscó mis caricias, no en vano, siempre la había considerado como una persona equilibrada. Por ello no supe reaccionar cuando Cristina metió en mi boca uno de sus pezones.
―Fóllame, ¡te lo ruego!
Por la inflexión de su voz, entendí que ese grito era una llamada de auxilio. Lo quisiera o no ella necesitaba mi ayuda y abriendo mis labios, disfruté por primera vez de ese par de bellezas mientras su dueña intentaba bajarme la bragueta. Mi pene reaccionó de inmediato y antes que esa pelirroja consiguiera sacarlo de su encierro, ya lucía una brutal erección. Erección que Cristina no dudó en cogerla entre sus manos y con el deseo nublando su juicio, intentó penetrarse con ella sin retirar antes sus bragas.
―No seas bruta― me reí al sentir su angustia.
Levantándola de mis rodillas, la puse en pie para quitárselas. Mi secretaría suspiró al sentir mis manos y bajándose ella misma el tanga, se dio la vuelta mientras me repetía lo mucho que le urgía que la tomara. No fui capaz de atender su ruego porque estaba demasiado embelesado observando su impresionante trasero y es que a pesar de saber que tenía buen tipo, jamás me imaginé que esa pelirroja fuera la propietaria de un culo como aquel.
«¡Cómo se lo tenía callado!», exclamé para mí al admirar la perfección de esas rosadas nalgas y como un autómata, acerqué mis manos para tocarlas.
―No aguanto más― chilló descompuesta al sentir mis dedos recorriendo sus cachetes y pegando su cuerpo al mío, dejó que la acariciara.
Tras confirmar con mis yemas que tenía un culo duro y bien formado, pasé mi mano por su entrepierna y empapando mis dedos en la humedad de su sexo, los acerqué a su boca y la obligué a probar su excitación mientras le decía que todavía teníamos tiempo de dejarlo:
-Eso jamás- gritó y cogiendo nuevamente mi pene, se lo acomodó entre sus piernas.
Asumiendo que con ello buscaba sellar su entrega, con un certero movimiento de caderas, hundí mi estoque en su interior. Cristina no pudo evitar dar un grito por la violencia de mi ataque, pero no hizo ningún intento de separarse y tras unos segundos de indecisión se empezó a mover buscando su placer.
Lo estrecho de su sexo dio alas a mi pene y cogiéndola de sus pechos, empecé a cabalgarla. Dominada por la lujuria, la muchacha me rogó que la tomara sin compasión. Cada vez que la cabeza de mi glande chocaba con la pared de su vagina, berreaba como loca, pidiendo más.
Su completa entrega elevó mi erección al máximo y olvidando que además de mi secretaria era mi amiga, la regalé con un sonoro y doloroso azote mientras le decía que se moviera. La calentura de esa mujer le impidió quejarse y con un aullido de placer, me imploró que no parara.
Ni que decir tiene que le hice caso y me agarré a los dos enormes melones que la naturaleza le había dado para incrementar mi acoso. Ese nuevo anclaje, permitió que mis penetraciones fueran más profundas y con mis huevos rebotando en su sexo, me lancé a un desenfrenado galope.
Cristina nunca había sido objeto de una monta tan brutal y sintiéndose una yegua a la que un garañón estaba inseminando, no paraba de gritar de placer cada vez que sentía la palma de mi mano sobre su trasero o la cabeza de mi glande chocar con la pared de su vagina.
Aprovechado que mi secretaria estaba a punto de explotar, sentí la necesidad de morderle y cerrando mi mandíbula sobre su cuello, la mordí. Es difícil de expresar su reacción, sollozando, gritó que nunca la dejara de follar. Su absoluta entrega fue la gota que le faltaba a mi pene para reventar y esta vez, fui yo quien rugió de placer al notar que regaba con mi simiente su interior.
Uniéndose a mí, Cristina se desplomó sobre la mesa mientras todo su cuerpo sufría dichoso los últimos estertores de placer, pero fue al contemplar su expresión de felicidad, cuando comprendí lo mucho que iba a cambiar nuestra relación. Si tenía alguna duda, ésta desapareció al escuchar a esa pelirroja decir:
-Siempre soñé con que llegaría este día. Me sabía tuya desde y para siempre…

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