CAPÍTULO 8

No sé a ciencia cierta cuantas veces María llegó al orgasmo en la oficina pero he deciros que por la tarde esa morena estaba derrengada, sin fuerzas siquiera para coger el teléfono. Por ello cuando su madre me llamó para ver si pasaba por nosotros, no me importó que fueran antes de las seis y accediendo a su ruego quedé que nos recogiera en la puerta de la empresa. Y cuando digo ruego, es ruego porque tras una jornada durante la cual había sido sometida a una continua estimulación sin poder culminar, Azucena estaba francamente nerviosa y necesitada.
-Prepárate que nos vamos- comenté saliendo de mi despacho.
Mi secretaria y sumisa agradeció el adelanto y cogiendo a duras penas su bolso, me acompañó al ascensor. No tuve que agudizar mucho mis sentidos para certificar su cansancio, todo en ella revelaba su agotamiento.
Con la cara desencajada, le costaba un mundo permanecer de pie a mi lado y por eso al entrar en ese estrechó habitáculo permití que se apoyara en mí aunque eso pudiera crear habladurías entre sus compañeros.
-¿Te apetece que al llegar a casa te eche un polvo?- pregunté con mala leche ya en la calle.
-Siempre estoy dispuesta a satisfacer a mi amo- respondió mientras cerraba los ojos, demostrando que había aprendido la lección. Su respuesta me satisfizo y por ello no me encabroné cuando advertí que se había quedado dormida entre mis brazos.
Afortunadamente, su madre no tardó en llegar. La cual viendo el estado de su retoño, me abrió la puerta para que la pudiera meter más fácilmente en el coche. Una vez con María despanzurrada sobre el asiento de atrás, muerta de risa susurró mientras se ponía al volante:
-¿No le da vergüenza repartir tan mal su cariño? Mientras a ella se le nota que ha tenido una sobredosis, yo estoy que me subo por las paredes.
Su animado reproche me dio alas y nada más sentarme a su lado, me la quedé observando sin decir nada. Ese inocuo examen provocó que bajo su camisa de colegiala emergieran dos bultos que me corroboraron la excitación reprimida de esa mujer.
-Levántate la falda.
No hizo falta que se lo repitiera porque tras tantas horas de masturbación, esa rubia era con lo que soñaba y retirando la tela escocesa, me mostró que una densa y pegajosa humedad envolvía su coño, derramándose por sus muslos.
-¡Estas cachonda!- exclamé escandalizado.
-No es cierto, querido amo. ¡Cachonda es poco! Ahora mismo soy capaz de dejarme follar ¡por un perro!
Asumiendo que era una exageración, una forma de hablar, decidí incrementar la presión sobre ella y con tono serio le pregunté dónde estaba la perrera municipal. Sus ojos mostraron la angustia que esa posibilidad le provocaba pero reponiéndose al instante, contestó:
-Está fuera de la ciudad pero si es lo que quiere, le llevo.
Reconozco que me impactó la fidelidad y obediencia que Azucena mostró en ese momento y aunque por unos instantes dudé si seguir con la broma, la expresión desolada de esa mujer me hizo reír mientras le decía que nos llevara a casa. Mis carcajadas la permitieron respirar y recobrando el buen humor, me preguntó cómo se había comportado su hija durante su castigo.
-María salió igual de puta que tú- contesté mientras dejaba caer mi mano sobre su pierna.
La felicidad que leí en su rostro fue suficiente emotiva para merecerse un premio e iniciando un leve recorrido por sus muslos, decidí dárselo sin esperar a llegar al que ya era mi hogar. Tal y como había previsto, Azucena al notar mis yemas sobre su piel, separó sus rodillas sin afectarle en lo más mínimo que alguien pudiera reparar en su falta de ropa interior.
-Desde ese camión pueden verte- susurré acercando mi boca a su oído.
Mi aliento azuzó su calentura y pegando un gemido, me rogó que la permitiera correrse.
-Todavía no- respondí- quiero que lo hagas mientras te lo como atada a mi cama.
Estuvo a punto de fallarme solo pensando en esa imagen y casi llorando me imploró que dejara de tocarla.
-¿Por qué lo dices?- cruelmente pregunté- ¿Acaso no te gusta que tu amo se recree en su putita?
Temblando por entera, contestó:
-Muchísimo pero lo último que quiero es desobedecerle y sé que si sigue tocándome, me terminaré corriendo.
El sufrimiento que destilaban sus palabras, me convenció y separando mi mano, la ordené que se diera prisa porque tenía ganas de follarme a mi fiel esclava. Que usara el adjetivo de fiel, la derrumbó por completo y sin que yo se lo pidiera, la cuarentona me confesó que jamás había estado tan urgida de ser tomada.
-¿No crees que exageras? Me imagino que con el padre de María alguna vez debes haber estado tan caliente.
Con lágrimas en los ojos y sin soltar la mano del volante, replicó:
-Alberto fue un buen dueño pero nunca consiguió llevarme a este estado.
La seguridad de su tono me hizo saber que no mentía y si no llega a ser porque quería que fuese una ocasión especial, le hubiese pedido que aparcara a un lado para gratificarla con un buen meneo. En vez de ello, le prometí que esa noche no la dejaría dormir. Al escuchar esa promesa, Azucena se estremeció y descubriendo sus sentimientos, me suplicó que si algún día me cansaba de ella no la echara de mi lado, que estaba dispuesta a ser solo mi criada pero que no sería capaz de vivir sin mí. Hasta el último vello de mi cuerpo se erizó al oír tamaña revelación y acariciando su rubia melena, le pregunté qué era lo que sentía por mí.
-Sé que una esclava no debería albergar sentimientos pero no puedo evitar amarlo- contestó y reiterando lo dicho, repitió mientras se hundía en llanto: ¡Lo amo! ¡Lo adoro! Sin usted, no soy nadie.
Hasta entonces siempre había sido renuente a demostrar mis afectos pero, al escuchar su dolor, me sentí profundamente conmovido y creí que se merecía saber que yo también las quería:
-Nunca os dejaré. No comprendo cómo es posible porque os conozco desde hace poco pero no concibo mi futuro sin vosotras.
Por fortuna ya habíamos llegado a casa porque obviando cualquier tipo de prudencia, soltó el volante y se lanzó a mis brazos, buscando mis besos. No tengo que decir que no se topó con un rechazo sino todo lo contrario y respondiendo con pasión a su urgencia, la besé como si fuera nuestra primera vez.
-Amo, le prometió a esa zorra atarla y no está bien defraudar a una mujer que le acaba de reconocer su amor- escuchamos que muerta de risa María nos decía desde el asiento de atrás.
El descaro de la chiquilla me hizo gracia y más cuando nos había engañado haciéndose la dormida. Por ello, mientras lamía las lágrimas directamente de las mejillas de su madre, le pregunté desde cuando llevaba despierta.
Con la cara colorada, respondió:
-Desde que le rogó que dejara de tocarla.
«¡Había oído la opinión de Azucena sobre su padre y no está cabreada!», medité extrañado porque no en balde, siempre había supuesto que lo tenía en un altar.
Anotando ese detalle en la libreta de asuntos a tratar, preferí cumplir con mi promesa e involucrando a mi secretaria en ella, le pedí que preparara a mi sumisa.
-¿En qué cama prefiere que la ate?- preguntó con una total disposición.
La contesté que en la mía y mientras se llevaba a su madre escaleras arriba, me puse una copa haciendo tiempo. Aunque no me hacía falta su ayuda y hubiese podido prepararla yo mismo, elegí que fuera ella porque dependiendo del comportamiento de esa muchacha comprendería mejor la relación entre ellas:
«Solo debo preocuparme si es cruel con ella porque sería una muestra de celos que no debo ignorar si quiero mantener la paz en esta casa».
Con mi whisky en la mano, recordé que María me reconoció que desde la muerte de su viejo ella había tenido que suplirlo y que durante dos años había tenido que ejercer de jefa de ese hogar pero no me especificó en qué había consistido ese papel ni hasta qué grado había usado a su temporal sumisa.
«Tendré que averiguarlo», me dije mientras apuraba mi copa e salía rumbo a mi habitación.
Ya por el pasillo me resultó raro no escuchar ruido alguno y eso me hizo suponer que María ya había cumplido con su cometido pero juro que nunca me imaginé que lo hubiese hecho de forma tan eficiente y es que al entrar por la puerta, me encontré con su madre atada al estilo japonés y a ella también desnuda con el collar que le había regalado, sentada en la cama.
Durante un minuto, me quedé admirando la perfección estética de esa soga recorriendo el cuerpo de Azucena y cómo los conjuntos de nudos la mantenían totalmente inmovilizada.
«Joder con la niña», pensé impresionado al comprobar que siguiendo las enseñanzas de ese antiguo arte oriental, había conseguido colocar a mi sumisa en una postura que me daba acceso a cualquiera de sus tres agujeros sin tener que moverla.
-¿Quién te ha enseñado Shibari?- pregunté mientras recorría con mi mano el lomo desnudo de su madre.
-Internet- reconoció: – cuando nos quedamos solas, mi madre cayó en una depresión y tuve que informarme para calmar sus ansias de ser dominada.
Aunque estaba intrigado por saber hasta donde habían sido capaces de llegar, decidí cumplir primero mi promesa y llamando a María, le pedí que me desnudara.
-Amo, no puedo hacerlo sin antes soltarme- susurró mirando al suelo.
Fue entonces cuando caí en la cuenta que del collar de su cuello pendía una cadena que limitaba sus movimientos a lo que era la cama.
«Éstas dos no dejarán nunca de sorprenderme», rumié mientras empezaba a desabrochar mi camisa.
Madre e hija no perdieron detalle de mi striptease pero fue Azucena la que mostró mayor excitación con cada prenda que caía al suelo. La sensación de ser el objeto de deseo de esas dos provocó mi calentura y por ello al dejar caer mis bóxers, regalé a ambas con la visión de mi pene erecto.
Desde las sabanas, escuché el gemido de la rubia al ver que me acercaba. La urgencia que sentía por ser tomada la hizo removerse incómoda pero entonces su retoño la llamó al orden con un duro azote sobre su ancas.
-No te muevas hasta que nuestro dueño te autorice.
Solo con esa caricia, Azucena estuvo a punto de correrse y deseando lo hiciera en mi boca, hundí mi cara entre sus muslos con urgencia. Tal y como había sospechado, en cuanto esa madura sintió mi lengua recorriendo sus pliegues comenzó a gemir como una loca.
-Espera un poco- murmuré con una insólita dulzura en un dominante.
María, que estaba al quite a mi lado, descargó otra nalgada sobre su madre mientras rectificaba mi orden diciendo que ni se le ocurriera correrse hasta que yo diese mi permiso. Curiosamente esa intervención no me molestó y obviándola, concentré mis esfuerzos en el hinchado clítoris de la atada sumisa.
El morbo de estar comiendo ese chumino mientras su hija permanecía atenta azuzó mi lujuria y dominado por el sabor agridulce que manaba de ese botón, lo comencé a mordisquear al tiempo que introducía un par de yemas en su interior.
-¿Cómo estás zorra?- preguntó la morena a nuestra víctima mientras le pellizcaba un pezón.
-¡En la gloria!- chilló descompuesta manifestando el grado de excitación que recorría su cuerpo.
La colaboración de la morena permitió a mi lengua lamer su coño sabiendo que María estaba controlando la excitación de su madre. Con una tranquilidad pasmosa, me apoderé nuevamente de su clítoris mientras lo humedecía con mi saliva. Esta vez, el gemido fue más profundo y surgiendo desde su interior salió despedido como un ciclón de su garganta. Con su cueva inundada y mordiéndose el labio, me rogó que la dejara correrse.
-Nuestro amo te avisará cuando- insistió su pequeña sin añadir mayor suplicio a la indefensa mujer.
Envalentonado, estaba mordisqueando esa deliciosa fruta con mis dientes cuando en mi boca recibí la primera oleada de su flujo y eso me avisó de la cercanía de su orgasmo. Sabiendo que era imposible que Azucena aguantara mucho más, le pregunté que le apetecía antes de dejarla llegar.
Resolviendo mis dudas acerca de los límites que se habían impuesto mientras estaban solas, respondió:
-Me gustaría comerle la almeja a su otra puta.
Que obviara que eso era incesto con tanta facilidad, me confirmó que no iba a ser la primera vez que lo hiciera y mirando a María descubrí que a ella también le apetecía. Aun así mi secretaria quiso escaquearse inicialmente en cumplir ese deseo, pensando quizás que me escandalizaría y tuve que ordenárselo.
La rapidez con la que apoyándose en el cabecero de la cama esa muchacha puso a merced de su vieja su despoblado coño fue prueba suficiente que no me había equivocado y viendo que mis dos sumisas estaban satisfechas con ese cambio, decidí usar mi verga para terminar de calmar la hambruna de la rubia.
Posando mi glande en su entrada, la liberé diciendo:
-A partir de este momento, puedes correrte tantas veces como quieras.
No esperé su respuesta y de un solo empujón de mis caderas, incrusté hasta el fondo mi herramienta. Azucena regaló a mis oídos con un largo y potente aullido de placer, aullido que percibí como el banderazo de salida para montarla brutalmente mientras ella se atiborraba con el flujo de su retoño.
-¡Fóllese a su guarra como se merece!- gritó María más excitada de lo que el poco tiempo que llevaba la rubia comiéndole el coño hacía suponer.
El entusiasmo de esas dos con el hecho que por primera vez las permitiera compartir conmigo las delicias de ese amor lésbico e incestuoso, me indujo a pensar que debía seguir explorando esa faceta de mis sumisas y por ello exigí a la madre de mi secretaria que la siguiera comiendo el coño mientras aceleraba el compás de mis caderas.
Todavía dudo hoy si me calentó más los gritos de placer de Azucena al ser tomada o la expresión de satisfacción de su hija cuando comprobó que azuzaba el intercambio de caricias entre ellas dos. Lo que sí puedo confirmar es que a partir de ese momento no me medí y tomando a la cuarentona de los hombros, profundicé la amplitud de mis penetraciones mientras María me jaleaba a hacerlo:
-No la deje descansar, esa zorra necesita todo su cariño.
Azuzado por ellas dos, convertí en frenético mi ritmo mientras la rubia se corría una y otra vez al experimentar el martirio de mi glande contra la pared de su vagina y el golpeteo de mis huevos contra su sexo.
-¡Me estás matando!- gimió al sentir la intensidad de mi asalto.
Con su chocho convertido en un manantial, Azucena se corrió nuevamente sin entender cómo era posible que todavía deseara que el pene de su dueño continuara machacando su interior cuando con su marido tras un par de orgasmos se consideraba contenta.
El caudal de gozo que le caía por las piernas potenció mi lujuria y mientras María percibía que no iba a tardar en unirse a su progenitora, intensifiqué mi ataque agarrándome a los pechos de la rubia. Esta al sentir ese nuevo estímulo aulló embriagada por la pasión mientras mordía el clítoris de su retoño.
-¡No puedo más!- chilló la morena al comprobar lo cerca que estaba su clímax.
La confesión de la hija sirvió como excusa a su vieja para echarla en cara lo puta que era y María al escuchar ese reproche, explotó en su boca derramando su placer por las mejillas de su madre. Para entonces, mi propia excitación me tenía fuera de mí y aprovechando que ambas sumisas estaban temblando sobre las sábanas presas del júbilo de sus cuerpos, rellené con mi semen el estrecho conducto de la mujer.
Azucena cerró los ojos al sentir que descargaba la carga de mis testículos en su coño y convirtiendo su sexo en una ordeñadora exprimió mi verga hasta que consiguió que vertiera hasta la última gota de esperma en su interior, entonces y solo entonces, girándose me soltó:
-No sé si hago mal o bien en decírtelo porqué a mi edad es difícil que me quede embarazada, pero llevo años sin tomarme la pastilla.
No tuve que comerme mucho el coco para entender que tras esa disculpa se escondía un deseo y mirándola a los ojos pregunté a la mayor de mis sumisas si le gustaría quedarse preñada por mí. Estaba a punto de responder afirmativamente cuando su retoño se le adelantó diciendo:
-Si ella no quiere o no puede, ¡siempre me tendrá a mí!
La seguridad de María despertó mis suspicacias y con la mosca detrás de la oreja, me di cuenta que mientras la madre era complicado que se preñara, no era el caso con la morena y por eso quise saber si tomaba algún tipo de anticonceptivos. La muchacha con una alegría que me dejó desconcertado contestó:
-No, mi querido amo. ¡Usted no me lo ordenó!…

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