<Contactos con la embajada británica, bueno, es fácil… la Francia Libre depende activamente de Inglaterra, no es ningún secreto>>. La idea de soltárselo fríamente y quedarme al descubierto ante alguien como Berg revoloteaba en una cabez
a que yo apenas podía reconocer como mía. Aunque Berg – por mucho General que fuese – no tenía nada que ver con el tipo de gente que abundaba en las SS, no me convenía enemistarme con alguien que podía ejercer sobre Herman una influencia como la que él tenía. Y a él le ocurría lo mismo, así que aquello tenía que llegar a buen puerto.
Me paré a pensar. No importaba que me hubiese acorralado mejor que nadie, no podía confesarle a él lo que le había negado a mi propio marido. En una pequeña parte, porque era simple cuestión de principios. Y en otra gran parte, porque el muy cabrón estaba deseando pillarme en algo que le demostrase a Herman lo muy poco digna de confianza que era su querida esposa. Si Herman se daba en las narices con el hecho de que le había mentido descaradamente desde el mismo momento en que él me recibió en su propia casa, probablemente aquel hecho pesase infinitamente más que cualquier disculpa que yo pudiese aportar. De modo que de nuevo sólo me quedaba la opción de mentir. Mentir todo lo que pudiese aunque Berg tuviese claro que estaba mintiendo. Cualquier cosa menos la verdad.
-Bueno, ¿y qué ocurre con mi apellido de soltera? – Inquirí procurando que no me temblase la voz.
-¿Naciste el Alemania? – Preguntó con satisfacción.
-Claro. Nací en Berlín, luego mi padre dejó su trabajo y nos fuimos de la ciudad antes de que yo tuviese uso de razón – expliqué con mucha sangre fría y recitando una vez más la historia de la mujer que era desde que me había mudado a la residencia Scholz.
-¿En Berlín? Entonces tendría que haberme resultado muy fácil encontrar tu partida de nacimiento, por ejemplo – dijo levantando las cejas con un gesto que pretendía anticipar mi derrota -. Sin embargo, ¿por qué no puedo encontrar nada acerca de ti antes de que cursases tus estudios de francés?
< >, pensé. Pero ni por asomo se me ocurrió decirlo. Di un pequeño sorbo al café y me dispuse a soltar mi gran excusa. Estaba más tranquila de lo que esperaba. Pensaba que me daba absolutamente igual que supiese que mentía, no podía hacer nada más que llamarme mentirosa y negarse a acudir al encuentro que me había pedido que concertase. Si me sugería que se lo contaría a Herman, yo le sugeriría que quizás al mando alemán le interesaría que alguien revelase que el respetado General Berg cooperaba con las resistencias, y asunto arreglado. Él no sabía hasta dónde llegaban mis contactos, así que siempre me quedaba la opción de tirarme otro farol.
-En realidad, Kaestner no es el apellido de mi padre, Berg. Él era un profesor de Universidad que se negó a huir a otro país como sí lo hicieron la mayoría de sus compañeros. Pero no por ello dejaba de pertenecer a esa clase intelectual que auguró que el Reich sería la mayor desgracia política de Alemania, así que nos envió a mi hermano y a mí con mis tíos, temiendo que algo le pasase. Kaestner es el apellido del marido de mi tía. Yo no le conocí, murió cuando era una cría, pero me quedé su apellido sin protestar porque me dijeron que era cuestión de vida o muerte.
-Ya… ¿y cómo se llamaba tu padre? – Quiso saber.
-No pienso decírtelo – afirmé airosa -.Te lo diría de muy buena gana si no supiese por qué lo quieres. Mi padre está muerto. Sólo hizo lo que creía oportuno para proteger a sus hijos. Y hubiese sido más lógico que intentase sacarnos de Alemania, pero estaba al tanto de que no todos llegaban a cruzar la frontera. Tú debes de saber muy bien a cuánta gente se cargaron. Y eso que por entonces todavía no se había declarado la guerra, pero digamos que el Reich siempre apuntó maneras… quizás no era mi padre el que obró mal.
-Entonces tu padre tuvo suerte de que nadie sospechase que tenía amistades tan poco convenientes por aquella época, supongo… – admitió pensativo mientras ojeaba el contenido de una carpeta.
-Él no opinaba lo mismo, eran sus amigos y compartía sus ideas – sus ojos me enfocaron de repente para escrutarme con una circunstancial mueca de desdén y volver a centrarse en los papeles.
-Estuviste en París… – murmuró al cabo de unos instantes. Yo asentí mientras me terminaba el café –. Y supongo que sería un error por mi parte suponer que allí te relacionaste con gente que no perteneciese al estricto ámbito académico en el que te movías, ¿verdad? ¿Cómo llegaste allí, por cierto?
Suspiré con resignación fingiendo estar dolida.
-Pues me relacioné también con el panadero del barrio, con la verdulera y con el hombre que regentaba el ultramarinos. Pero supongo que ninguno de ellos tiene nada que ver con la resistencia, ¿o sí? Compruébalo también… Y llegué en tren, cuando Alemania todavía respetaba las fronteras y todo eso. El difunto marido de mi tía era de clase acomodada, así que su herencia le permitió darnos los estudios que mi hermano y yo quisimos.
Mi respuesta le arrancó una hipócrita y forzada risilla.
-Quizás lo compruebe… – admitió antes de rebuscar en el bolsillo de su chaqueta hasta sacar su tabaco, se tomó el tiempo necesario para encenderse un cigarrillo sin sobresaltos y continuó hablando -. Erika, ¿tú eres consciente de lo sospechoso que resulta todo lo que te rodea? Quiero confiar en ti, créeme. Pero desde que sabemos de la existencia de esos amigos de tu difunto padre que tienen influencia en las embajadas aliadas, parece como si cada vez que quiero encontrar un principio sólido a tu favor, sólo encontrase algo que huele todavía peor.
Pensé detenidamente en sus palabras. Llegué enseguida a la conclusión de que tenía razón, y en mi fuero interno podía admitirlo, pero no en voz alta.
-Quizás sólo sea tan sospechoso si se acoge la información con cierto prejuicio en mente – Berg resopló ante mi respuesta, parecía estar pensando lo que iba a decir pero yo seguí hablando con la plena convicción de levantarme y abandonar su despacho tan pronto como terminase mi discurso -. Lo único que pasa aquí es que mis padres no simpatizaban con el Reich. No provengo de una de esas familias que se lucraron o se siguen lucrando a la sombra del régimen. Mi padre jamás se codeó con militares, ni asistió a celebraciones organizadas por la burguesía nacionalsocialista. Y si yo no necesitase dinero en su momento, quizás nunca hubiese ido a parar a casa del difunto Coronel Scholz, pero…
Mi voz no tuvo más remedio que frenar en seco cuando unos firmes toques en la puerta interrumpieron la conversación. Berg me dedicó una fugaz mirada antes de indicar que quienquiera que fuese podía pasar, y ambos nos removimos incómodos en nuestro asiento al comprobar quién era.
-Berg, necesito que… – dijo la voz de Herman antes de apagarse a medida que reparaba en mi presencia. Tras examinarnos con curiosidad durante unos segundos, entró en el despacho cerrando la puerta a sus espaldas -. ¿Qué narices está ocurriendo aquí? – Exigió cabreado.
-Cálmate. La he llamado porque quería disculparme por comportarme de un modo tan grosero la otra noche, nada más… – informó Berg mientras cerraba la carpeta que tenía entre manos y la ponía a buen recaudo en algún cajón del escritorio -. ¿Qué querías? – Herman me miró incrédulo y desconfiado mientras se acercaba a la mesa -. Vamos Scholz, toma asiento, no tengo todo el día.
-Entonces no sé qué haces tomándote un café con mi mujer si tan escaso estás de tiempo – le dejó caer con evidente mal humor.
Me preguntaba si podría llegar a sospechar que Berg me habría rastreado. Asumí que no, y en el fondo jugaba a mi favor porque aunque de entrada se mostrase iracundo, acabaría viendo ese informe que Berg tenía sobre mí. Y quizás eso sembrase la duda.
-Herman, Berg sólo quería disculparse – insistí sumándome al hecho de quitarle importancia a nuestra reunión.
-Ve abajo y espérame junto a la entrada – me indicó molesto –, tengo que hablar con Berg.
-No. Insisto en que se quede, muchacho. Creí que confiabas plenamente en ella – azuzó el General.
-Son asuntos de trabajo – aclaró con gesto endurecido.
-¿Y? – Presionó Berg con una estudiada nota de inocencia en su voz -. Ojalá yo pudiese seguir consultando con mi Hiltrud, que Dios la tenga en la gloria, los pormenores de mis ocupaciones. Venga, ¿de qué se trata?
Herman se acercó al escritorio y arrojó una carpeta hacia Berg. Todo cuanto pude alcanzar a leer era: “Sachsenhausen”. Nada que me sirviese de ayuda.
-Léelo tú mismo – le espetó -. Vámonos, Erika. Mi chófer te llevará a casa.
Nadie añadió nada más. Herman abrió la puerta y la mantuvo abierta hasta que yo salí tras despedirme resignadamente. Él me siguió de cerca a través de los pasillos del edificio, recolectando respetuosos saludos a medida que caminábamos hacia la salida.
-No vuelvas a poner un pie fuera de casa mientras yo esté en el trabajo – me impuso antes de acercarse al coche para abrirme la puerta. Le miré encendida por aquella actitud.
-Resulta que paso cuatro horas al día con mi marido porque el resto del día estás trabajando o durmiendo. Y durante esas cuatro horas que paso contigo también tienes que comer, cenar, ducharte y terminar el trabajo que te llevas a casa. ¡Me río en tu cara de tu prohibición! – Le espeté antes de entrar en el coche y cerrar la puerta yo sola sin medir mi propia reacción.
Él abrió la puerta delantera del vehículo y se asomó ligeramente al interior.
-Lleve a mi mujer a casa – le ordenó al muchacho con uniforme que estaba al volante.
-¡No! – Repuse enérgicamente -. Todavía tengo que hacer algunas compras.
Herman me miró como si fuese a entrar en el coche y a amordazarme por la fuerza, pero finalmente relajó su gesto.
-Llévela a dónde ella le ordene – corrigió a regañadientes.
-Está bien, Comandante Scholz. ¿Le recojo aquí cuando termine? – Preguntó el muchacho con mucho respeto.
-No. Tengo que aclarar algunas cosas primero y luego ya pediré un coche de las oficinas para que me acerque a Sachsenhausen. Vaya allí cuando termine.
El conductor asintió y arrancó cuando Herman cerró de nuevo la puerta.
-Bueno, Sra. Scholz, encantado de conocerla. Me llamo Albert, pero puede llamarme Al. ¿A dónde la llevo?
-Lléveme a una pastelería – le pedí. No tenía que hacer ninguna compra. Sólo lo había dicho para llevarle la contraria a Herman y mostrarle que sus órdenes no le servirían de nada conmigo. Pero ahora que tenía un coche y un joven soldado que me llevaría a donde le pidiese, decidí que compraría un bizcocho para tomarme un chocolate con Rachel y Esther a media tarde -. Dígame, Al. ¿Mi marido le llama Al? – Quise saber por entablar conversación. Él se rió ante mi pregunta.
-No, Señora. Su marido no es un hombre de muchas palabras, como usted ya sabrá – miré hacia la calle para que “Al” no viese la cara de incredulidad que estaba poniendo -. Aunque es algo normal en hombres con tanta responsabilidad como la suya, ¿sabe? Yo le admiro mucho, porque personas como él son imprescindibles para la Nueva Alemania. La élite del poder militar y social. Estoy muy contento de trabajar para él.
-Ya veo… – murmuré.
-Quizás le parezca extraño que le admire tanto, porque para usted es alguien demasiado cercano. A las mujeres se les olvida rápidamente el mérito de sus maridos, por eso yo no quiero casarme – me informó con mucho desparpajo -. Mientras no haya compromiso de por medio seré un soldado bastante resultón para la mayoría de las mujeres, pero en cuanto me comprometa con alguna, no seré más que el chófer de un Comandante – me explicó sin que yo le pidiese nada. Parecía haberse propuesto hablar conmigo de todo lo que no podía hablar con Herman.
-Bueno, “Al”, póngase en mi lugar. No voy a pasarme el día pensando que duermo con un héroe de guerra, ni en lo importantísimo que es su trabajo. Y mucho menos le voy a llamar Comandante en nuestra casa, ¡como si eso me importase! – Al me fulminó con sus ojos a través del retrovisor. Debía haberle sentado como un tiro que yo menospreciase los méritos de su héroe particular, pero no me daba pena. Al era uno de esos alienados SS con la mollera llena de serrín -. Pero tiene razón en una cosa: no se case. A usted las caderas de su mujer comenzarán a parecerle enormes, su trasero perderá firmeza y cuando se dé cuenta, su cara tendrá unas arrugas que le recordarán al rostro de su abuela. Y todo eso sin mencionar cómo se le quedarán los pechos después de parir – le dije cruelmente.
-Caray Sra. Scholz, cualquiera diría que las cosas con el Comandante están un poco tirantes… – comentó con gracia.
-¿Con Herman? – Inquirí mientras encendía un cigarrillo -. No. Esas cosas son el día a día de un matrimonio, Al. Un buen día Herman le pedirá que le lleve hasta un burdel, o a casa de alguna ingenua muchacha a la que enrede. Una de ésas dispuesta a abrir las piernas para un Comandante – exageré deliberadamente sólo por ver la cara que ponía aquel infeliz mientras yo despellejaba a su mito.
-Por Dios, Señora. No diga esas cosas. El Comandante es un hombre de familia que a pesar de soportar un gran peso y desempeñar una ardua tarea para el Reich, la quiere a usted aunque le vea las caderas grandes y el trasero blando. Aunque no parece que sea el caso – matizó con cierto apuro.

Me reí de su idiotez en general. Un enclenque muchacho de no más de diecinueve años que se creía el no va más por estar en las SS y trabajar al lado del Comandante Scholz – aunque fuese llevándole en coche de casa al trabajo y del trabajo a casa -. Por un momento se me pasó por la cabeza que podría intentar sacarle algo acerca del campo de prisioneros, pero no hacía falta mucha conversación para caer en la cuenta de que Al no sabía ni la centésima parte de lo que yo sabía. La figura de Herman le tenía tan ciego que sería incapaz de mirar más allá de “su Comandante” aunque le acompañase a dar un paseo entre los prisioneros todas las mañanas.

-Eres un buen soldado, Al… – le dije a modo de reflexión mientras dejaba salir el humo por la ventanilla.
Él agradeció con orgullo mis palabras. Totalmente ajeno al hecho de que yo pensaba aquello basándome en la evidencia de que el pobre tenía una nula capacidad para pensar por sí mismo.
Cogí el bizcocho y dejé que Al me llevase a casa mientras hablaba todo el camino asumiendo que me importaba lo que me decía. Llegue a casa y dejé el bizcocho en la cocina. Le dije a Esther que lo cortase, que pusiese un par de trozos en una fuente para cuando Herman viniese a comer y que guardase el resto para nosotras. Esther me sonrió. Me había costado muchísimo más ganarme su confianza que la de la inexperta Rachel, pero finalmente lo había conseguido.
El poco tiempo que quedaba para que Herman llegase a casa pasó rápido, como casi siempre sucede cuando una no quiere que llegue el momento. Estaba nerviosa por lo que me diría sobre lo de Berg. Sabía que ya habría hablado con él, pero lo primero que haría al llegar a casa sería reclamar mi versión. Sin embargo me equivoqué – y mucho -. Herman atravesó la entrada de casa rojo de ira, con una enorme vena que parecía a punto de estallar bajo la piel de su frente y dando un portazo que hizo retumbar la piedra de la casa. Berg no podía haberle dicho nada de mí, porque no sabía nada con certeza y aunque andaba cerca, no tenía sentido que jugase con la estabilidad de uno de sus aliados más poderosos sin asegurarse previamente de que todo iba a salir cómo él quería y no de otra manera.
-Ven ahora mismo a la habitación – me dijo plantándose delante de mí antes de subir las escaleras.
Yo le seguí muerta de miedo. Había hecho algo malo, lo sabía, pero no sabía el qué y él tenía aquella violenta mirada de odio que me recordaba al hombre que había matado a Furhmann, y también tenía su pistola y la inquebrantable inmunidad de las SS. Entré en la habitación y él cerró la puerta a mis espaldas. Intenté calmarme. No era coherente que me hubiera pedido que fuese allí para matarme en nuestra habitación, pero su actitud me hacía temer mucho lo que sí pudiese ser capaz de hacer allí.
-¡¿Qué coño le has dicho a mi chófer?! – Me exigió con dureza.
-¿A Albert? – Reflexioné con cierta incredulidad -. No sé… – contesté vagamente.
Supongo que si no me lo hubiese preguntado de aquella manera hubiera sido capaz de repetir cada palabra de nuestra conversación, pero el hecho de que se pusiese así por una cosa tan insignificante me había dejado tan anonadada que ni siquiera recordaba de qué habíamos estado hablando.
-¡Escúchame! No sé cómo se llama ese imbécil, ni me importa. Pero jamás había pronunciado en mi presencia ni una sola palabra que no fuese necesaria. ¡Besaría mi culo y me limpiaría las botas con su lengua si se lo hubiera pedido antes de que tú te subieses al coche esta mañana!
Abrí los ojos con estupefacción. Simplemente, no podía creer lo que estaba escuchando.
-Perdona, ¿puedo saber por qué me gritas exactamente? ¿Es que acaso tu mayor admirador ya no quiere llevarte de paseo?
-¡¡No me jodas!! – Me gritó acercándose a mí con la mano levantada. Me cubrí la cabeza con los brazos al tiempo que retrocedía, pues hubiera jurado que nadie me iba a librar de aquella hostia. Pero no llegó. Apoyó la mano en su cadera como si le hubiese dado vergüenza haberla levantado hacia mí, cogió una profunda bocanada de aire y se dio la vuelta para caminar enervado por la habitación -. ¡Ese soldado me respetaba, Erika! ¡Contenía el aliento cada vez que yo entraba en el coche y ahora ha venido contándome no sé qué gilipolleces sobre tu trasero, tus arrugas, tus pechos y nuestro matrimonio! ¡¡Ha pasado de respetarme a hablarme de burdeles y de unas jovenzuelas que se benefician deliberadamente los soldados alemanes en sus noches de juerga!! – A mí no me parecía tan grave, pensé que le habría chocado la osadía de Al y que una vez se desahogase, comenzaría a calmarse. Pero el momento no parecía estar cerca -. ¡Me ha cuestionado! Me ha dicho que tú no me tenías respeto porque soy muy blando contigo. ¡¡Nunca!! ¡¡Jamás un soldado raso había cometido semejante atrevimiento!! Y todo porque a ti te ha dado la gana de decirle cuatro tonterías. Porque te crees que puedes ir por ahí mostrándome el mismo respeto que me muestras en casa sólo porque sabes que yo sí que te respeto. Y la gente que hay ahí fuera, querida… ¡esa gente no quiere un Comandante que permita que su mujer le comente a su chófer los pormenores de su matrimonio! Por tu puta culpa he tenido que entrar en cólera y decirle que estabas enfadada por motivos que a él no le incumbían, pero que ya te quitaría yo el cabreo con unas buenas hostias, Erika. ¡Porque eso es lo que quieren ahí fuera! ¡Prefieren escuchar que soy un sátrapa y un hijo de puta a escuchar cualquier otra cosa! Sólo así van a respetarme en lugar de cuestionarme…
-¿Yo no puedo decirle a tu chofer un par de gilipolleces sólo por ver la cara que pone, pero tú sí puedes decirle que me pegas para que se me pasen los cabreos? – Repetí atónita – ¡Que te jodan! ¿O debo decir; “que le jodan a usted, mi Comandante”? Porque quieres más respeto, ¿no? Me pregunto qué les dijiste cuando te casaste conmigo… ¿les dijiste que necesitabas una esposa porque no tenías a quien zurrar cuando llegases a casa? – Él me miró a punto de explotar y se llevó las manos a la cabeza al mismo tiempo que suspiraba.
-No entiendes nada, Erika… tú te quedas aquí todo el día sin tener ni puñetera idea de lo que está pasando fuera. Paseando a caballo, dando órdenes a tus empleados, esperando a tu marido y soñando con tener hijos… – dijo con una mezcla de ironía e hipocresía que me produjo náuseas -. Crees que todo va bien y que nada va a salir mal sólo porque tienes visados de embajadas aliadas, ¡bravo, querida! Yo sin embargo tengo que salir cada mañana a hacer cosas que marcarán mi vida para siempre, cosas por las que me detestarías, pero por las que seguramente me respetarías más.
-Vete a la mierda – le dije antes de largarme de la habitación.
Estaba hasta las narices de Herman, del Reich, de los prisioneros, de los soldados, de las resistencias aliadas, y de todo el mundo. Deseaba que los puñeteros americanos lo arrasaran todo de una jodida vez y borrasen Alemania del mapa sin importarme lo que aquello le produciría a nuestro orgullo. Orgullo, respeto, arrogancia, poder… eso era lo que había desencadenado aquella porquería de guerra. Y el imbécil de Herman no hacía más que ansiar más y más de todo aquello, aunque se sintiera ligeramente mal por tener que llevarse por delante a unos cuantos o a su propia mujer y entonces decidiese salvar a un puñado de prisioneros en su tiempo libre. O incluso tal vez hacía aquello porque en el fondo, desviar prisioneros a la otra parte del frente, era una forma muy atrevida de desafiar al Reich y verse como el grandísimo Comandante todopoderoso que podía hacer lo que le viniese en gana.
-¡Erika! – Me gritó desde las escaleras cuando yo casi llegaba al salón. No hice caso. Seguí caminando hacia la puerta de la entrada mientras escuchaba sus botas bajando las escaleras – Erika espera, ¿a dónde vas? – Quiso saber calmándose un poco.
Puede que de verdad le interesase a dónde iba, o quizás no quería que los soldados que vigilaban a los prisioneros viesen a la mujer del Comandante desafiando su autoridad. Sujeté el pomo de la puerta y le miré. Ya no parecía enfadado, pero yo seguía odiándole por todo lo que acababa de decirme.
-Voy a ir a las cuadras, voy a coger a Bisendorff, y voy a pasear y pasear hasta que tú te hayas ido a tu trabajo. Y si quieres impedir que lo haga, entonces sal y dame unas hostias. Así tus soldados verán lo respetable que es su Comandante – contesté tranquilamente de un modo desafiante.
Lo que ocurrió después fue que yo salí tranquilamente por la puerta sin que nada me lo impidiese, recorrí sin ninguna interrupción el camino que llevaba a las cuadras y, tras cambiarme en los nuevos vestuarios que Herman había habilitado para que no tuviésemos que entrar en casa con botas de montar ahora que la superficie de cuadras y pistas de tierra se habían multiplicado, cumplí tan bien con lo que había anunciado que Frank me miró aliviado cuando me vio reaparecer a lomos del caballo al final de la tarde, mientras los soldados llevaban a cabo el recuento de los empleados para llevárselos.
Cuando entré en casa, Rachel ya lucía también su raído uniforme con aquellas rayas que sólo se interrumpían en el espacio que rodeaba a una distintiva estrella de David. Me dirigí hacia ella y le ordené que me siguiese ante la impávida mirada de las demás. Me la llevé a la habitación donde se cambiaban de ropa y tras cerrar la puerta fui al grano.
-Rachel, ¿has oído algo en el campamento acerca de la Estación Z? ¿Sabes lo que es, o para qué sirve? – Quería preguntarle también acerca de lo de la “Solución Final”, pero algo me dijo en mi interior que con aquello sí que debía ceñirme a lo que Herman me había pedido.
-No, Señora Scholz. Nosotras nos pasamos el día aquí – me contestó con cautela. Quizás la decisión de mi voz le hiciese mostrarse más recatada de lo normal al darme una respuesta.
-¿Y en el campo? ¿No has escuchado nada al respecto durante la noche, o en las duchas? – Insistí tratando de mostrarme más amable. Ella negó exageradamente con la cabeza.
-No. Desde que su marido nos consiguió el permiso de trabajo nos separaron. Ya no tenemos contacto con la gente que trabaja dentro del campamento, y nosotros, los que trabajamos para ustedes, estamos aislados casi por completo. Ni siquiera utilizamos la misma puerta de entrada y salida que el resto.
Aquello me sorprendió muchísimo. Así que existía una radical segmentación de prisioneros dentro del propio campo. Pero, ¿por qué? Evidentemente, Rachel no podía contestarme a aquello, pero decidí probar suerte de todos modos.
-¿Por qué os separan? – Le pregunté de un modo reflexivo.
-Algunos hombres dicen que nos tratan mejor porque trabajamos para un Comandante. Por eso nos separan, para que los demás no nos vean y se rebelen. Aunque los últimos en llegar del trabajo de campo dijeron que allí no quedaba ni un prisionero capaz de alzar una pala por encima de sus hombros.
-¿Entonces para qué les quieren? – Inquirí al instante.
-Señora, no lo sé. Los últimos llegaron hace meses. Todo cambió con la nueva normativa de trabajo. Las zonas del campamento se redistribuyeron y el Comandante nos puso a nosotros bastante aislados del resto. Incluso de los que también trabajan fuera del campamento, pero en fábricas.
Se me ocurrían al menos una docena de preguntas más. Pero el silbato que reunía a los trabajadores de la casa y del jardín en el patio delantero sonó con fuerza en aquel preciso instante.
-Está bien. Ve con el resto y no comentes esto con nadie… – dije finalmente.
De todos modos, sabía que Rachel no podría darme una respuesta satisfactoria. Los prisioneros quizás fuesen los últimos en saber a ciencia cierta qué hacían con ellos exactamente. Todavía no podía mirarles sin evitar pensar en aquella conversación en la que Herman le confesaba al Mayor Krüger que el doctor de Sachsenhausen utilizaba prisioneros para llevar a cabo sus experimentos médicos. Si le preguntaba a Rachel, me diría que el doctor se limitaba a ponerles vacunas y a hacerles los chequeos médicos. Algo que, afortunadamente, para ella no era incierto, ya que pertenecía al grupo que Herman había blindado a base de sobornos y apellido.
-Estaré atenta a cualquier comentario de los soldados, Señora Scholz. Es lo único que puedo hacer para intentar saber algo de lo que pasa en el resto del campamento – se ofreció con buena voluntad.
-Gracias. Pero ten cuidado, no cometas ninguna tontería, ¿de acuerdo? – Ella asintió contenta ante la perspectiva de resultarme útil y volvió con las demás para someterse al recuento.
Cuando mis empleados se fueron me dirigí a la cocina y comí algo rápido para irme a dormir antes de que Herman llegase. Subí al dormitorio, cogí mi camisón y me encerré en el baño. Allí alargué una ducha todo lo que pude y salí despreocupadamente. Herman ya estaba en casa, lo sabía porque sus pesados y desganados pasos le precedieron antes de que le viese aparecer por las escaleras.
-Hola – dijo suavemente tras quedarse quieto en medio del pasillo. Quizás se estaba planteando si caminar hacia mí. Pero si algo así se le pasó por la cabeza, el altivo gesto con el que le rebasé para dirigirme a mi antigua habitación, le quitó las ganas.
-No hace falta que te vayas a la habitación que tenías al principio. Puedes quedarte en cualquiera de las principales. Son más cómodas y además, si tuvieses a bien pedírmelo, yo podría irme a otra – comentó con cierta nota de resentimiento.
-Estaré más cómoda en la habitación que nunca debí haber abandonado.
-Estupendo… – murmuró con exasperación antes de seguir su camino hacia el despacho mientras yo continuaba el mío hacia el lugar de la casa en el que se hallaban las habitaciones del servicio.
Tardé en dormirme. Pero finalmente lo hice y desperté en otro anodino día del verano del 42 que pasó sin pena ni gloria por mi vida. Los días siguientes también fueron más de lo mismo hasta que llegó la tarde en la que tenía que hacer mi visita semanal a Berlín.
Mi corazón dio un vuelco cuando no encontré respuesta alguna de mis superiores. Había creído que ante una posibilidad como la que les ofrecía de obtener respuestas de propios prisioneros de las SS no tardarían en ponerse en contacto conmigo. Sin embargo no había nada, ni en las taquillas, ni en ningún otro lugar. Pero entonces aquello también implicaba que habían recogido mi informe de la semana anterior. Sujeté mi bolso con fuerza hasta notar la pistola que había dentro y salí de allí lo más rápido que mis piernas me permitieron. Quizás no los hubiesen cogido mis superiores, opción que me produjo un ligero vahído al reparar en que en ese caso, Berg, Herman y el Mayor Krüger estaban en serio peligro. El hecho de que yo me refiriese a ellos con iniciales no sería suficiente si aquello caía en las manos equivocadas. También mencionaba sus labores o cargos militares. ¿Cuántos “Generales B.” podía haber en las oficinas centrales de las SS, o cuántos “Comandantes S.” había en la dirección de Sachsenhausen? Intenté calmarme mientras caminaba sin perder el paso. Si aquello hubiera sucedido, no tendría lógica que no les hubiera pasado nada en toda la semana. Las SS o la temible GESTAPO no eran cuerpos de seguridad a los que le gustase la idea de detener o vigilar a los posibles implicados en operaciones poco claras para intentar descubrir qué más había detrás de ellos. Si estábamos vivos significaba que ellos aún no sabían nada, estuviese donde estuviese mi informe de la semana anterior.
Regresé a casa con una inseguridad que rozaba la paranoia e imaginándome que detrás de las circunstanciales miradas de algunos viandantes se escondían sus acusaciones. Pero nadie me detuvo en mi regreso a la residencia Scholz y los soldados de Herman me saludaron respetuosamente cuando llegué. No parecían más alerta de lo normal, y se suponía que si las SS o la policía secreta estaban al tanto de mis actividades hubiesen empezado a estrechar el cerco intensificando la atención de aquellos soldados que me veían a diario.
Aquello me tuvo en vilo varios días. Todo parecía estar normal. Herman y yo seguíamos sin hablarnos y los soldados seguían deshaciéndose en reverencias cada vez que yo pasaba delante de ellos. Luego se dedicaban a beber de su petaca, a jugar a las cartas delante de los camiones o a dar vueltas alrededor de ellos. No hacían nada que no hubieran hecho en los meses que llevaban viniendo a casa. Sin embargo, nada servía para que me calmase. Si no había sucedido nada, ¿por qué no me habían contestado?
Pasó una semana entera y yo tenía que ir de nuevo a Berlín. Apenas había conseguido redactar algo decente, pero el eje central de aquel informe que iba a entregar era mi descontento por su falta de respuesta. Entré en el taller con más precaución de lo normal. Caminé despacio hasta que el ataque de tos de alguien me alertó y me obligó a esconderme detrás de unos bidones por acto reflejo. Deslicé la mano dentro del bolso, saqué la pistola y la empuñé mientras esperaba pacientemente alguna señal que me indicase algo más. El silencio que de vez en cuando sólo se interrumpía por algún suspiro o bostezo, me decía que quien quiera que fuese estaba solo. Tenía que ser algún enviado. Si aquello fuese una especie de redada por parte de las SS o la policía secreta, ya tendría al menos diez soldados apuntándome a la cabeza.
Me levanté despacio y caminé con seguridad hacia el lugar donde dejaba mis informes todas las semanas. De todos modos, yo tenía un arma y el factor sorpresa de presentarme con ella. Cuando me dejé ver delante de aquel extraño casi se me cae el arma. Era un sacerdote entrado en años que me miró con unos diminutos ojos azules y levantó las palmas de sus arrugadas manos en señal de total rendición.
-Creo que me han enviado a hablar con usted – titubeó -. Tiene mis órdenes ahí encima –añadió señalando con su cabeza hacia una cajonera.
Me acerqué allí sin dejar de apuntarle. Abrí la cartera de tela que había encima del mueble y tras apartar una biblia y un par de catecismos, encontré los documentos en los que constaba que el servicio secreto británico le había ordenado reunirse en aquel lugar conmigo para una operación de colaboración con el servicio secreto de la Francia Libre. Bajé la pistola y volví al lugar en el que me había escondido para coger mis cosas. En su cartera también tenía una copia de mis anteriores informes; el que detallaba el plan de Herman, Berg y Krüger, y el que pedía una entrevista para Berg con la esperanza de colaborar con ellos para enviarles prisioneros. Así que como no tenía que explicarle para qué estábamos allí, decidí hacerle la pregunta más obvia.
-¿Usted de verdad es cura? – El anciano se encogió de hombros mientras bajaba de nuevo los brazos.
-Iba a serlo hace años. Luego decidí que podía servir a Dios de otras muchas maneras y abandoné el seminario para ejercer como diplomático – supongo que mi cara reflejó mi sorpresa, porque se explicó sin que yo se lo pidiese -. Yo había cursado estudios de derecho y política, así que no me venía grande el puesto, señora… Estuve en Londres durante la Gran Guerra, y también estuve presente cuando se le obligó a los vencidos a firmar el tratado de Versalles. Después me quedé en Alsacia. Pedí protección a Gran Bretaña cuando Alemania conquistó el territorio, pero entonces mis antecedentes salieron a la luz en la embajada británica y me ofrecieron convertirme en sacerdote para colaborar con ellos. ¿Qué hay de usted? ¿Es la esposa del nieto de Scholz?
-¿Conocía al abuelo de mi marido? – Pregunté con incredulidad. Él se rió.
-¡Claro! Con él comenzó a despuntar la andadura militar de los Scholz, fue un héroe alemán de la Gran Guerra. También he oído hablar de su suegro. Ambos estarán retorciéndose en sus tumbas gracias a su marido, por lo que he podido leer en sus informes – comentó riéndose de sus propias palabras -. Bueno, me han dicho que tengo que reunirme con algunos amigos de su marido, ¿son de fiar?
-Sí. Los dos lo son – le informé -. El General Berg se muestra un poco receloso con todo esto, es de los que desconfía de su propia sombra y calcula al milímetro cada cosa que dice o hace. Pero con Krüger no tendrá ningún problema siempre que le prometa protección para él y su familia. Es un buen hombre.
-Pues no es fácil encontrar un “buen hombre” en las SS, si me permite que se lo diga – ambos nos reímos de su broma. No sé por qué aquel hombre me cayó bien. Supongo que es casi imposible desarrollar antipatía injustificada con un anciano sacerdote. Algo que seguramente habrían tenido muy en cuenta para ponerle allí. Encima el muy listillo hablaba alemán perfectamente y se notaba que tenía don de gentes. Casi sentía curiosidad por ver cuánto duraba Berg en reconocer que alguien así no podía jugársela -. Mire. Todavía no me han remitido documentación que me acredite como mediador de la embajada. No quiero estar en posesión de ese tipo de papeles si no es estrictamente necesario. Pero me la remitirán esta semana, y tiene que redactarme unas hojas para saber qué decir al respecto de usted y nuestros contactos en común, ¿tardaría mucho en hacerlo?
-No. La semana que viene las tendrá con el informe – él negó con la cabeza.
-No espere tanto. Soy el párroco de una pequeña iglesia de Potsdam, ¿podría llevármelo allí dentro de tres días? – Sopesé su petición y asentí sin darle muchas vueltas. Potsdam estaba cerca -. Fantástico. Venga a partir de las seis de la tarde, estaré esperándola en el confesionario con la citación para que usted le entregue al General, ¿le parece bien?
Asentí enseguida. De repente me pareció una estupidez que no tuviesen más gente como aquel sacerdote. Nadie sospecharía nunca que en una Iglesia se estaba produciendo un intercambio de información a espaldas del Reich. ¡Era cojonudo!
Me ofrecí para acompañarle a la estación de ferrocarriles. Quedaba un buen tramo, pero aprovechamos el camino para hablar sobre Berg, Herman, Krüger, y Hirsch. Tuve que decirle que de éste último no sabía apenas nada, salvo que estaba al mando del campo de concentración más pequeño de todo el territorio y que debía poner a los prisioneros en manos de una organización de ayuda humanitaria. De Berg, de Herman y de Krüger, le conté todo lo que sabía y le di mis opiniones personales. Aunque creo que desechó automáticamente la de Herman por razones obvias. Yo no era capaz de darle una valoración objetiva de él, así que me dejó intentarlo, pero me miró todo el rato con una media sonrisa que parecía indicarme que su mente estaba intentando hacerse una idea de Herman a partir de mi punto de vista emocionalmente contaminado. La posibilidad de que alguien viese en la amena charla de una mujer y un cura algún atisbo de traición militar era tan remota que llegué a olvidarme de por qué le contaba todo aquello.
Nos despedimos en la estación recordando una vez más que nos veríamos en tres días y volví a casa. Comí algo y fui a mi habitación para comenzar mi informe. No tenía que preocuparme por Herman porque no nos habíamos vuelto a hablar desde lo de las escaleras. Ahora nos evitábamos, y si tropezábamos, el sonido de nuestras respectivas respiraciones y movimientos era lo único que emitíamos. Reconozco que a veces flaqueaba y le echaba de menos, pero luego recordaba lo que me había dicho y la sangre me hervía de nuevo. Estaba harta de él, de sus subordinados, y de todo aquél que llevase una doble “s” rúnica en el cuello de su uniforme.
Terminé el informe antes de aquellos tres días que me había concedido, pero se lo llevé a la dirección que me había apuntado el día que habíamos quedado. Se interesó por mis cosas, me hizo un par de preguntas sobre los prisioneros que trabajaban en casa y sobre Herman. Yo no le había dicho nada de que estábamos atravesando la mayor crisis de nuestro matrimonio, así que le dije que todo iba bien y me despedí afectuosamente tras recoger el sobre para Berg. Incluso me dijo que podría encontrarle allí si algún día quería hablar. Quizás tuviese una verdadera vocación de cura, después de todo.
Mientras iba de camino a casa con aquel sobre a buen recaudo en mi bolso, me di cuenta de algo: había llegado el momento de imponer una tregua entre Herman y yo. Sin ella quizás pudiese darle el sobre para que se lo hiciese llegar a Berg, pero no sabría nada acerca de cómo había ido la “entrevista”.
Preferí no pensar demasiado en aquello. Ya se me ocurriría algo cuando él llegase. Mientras tanto, intenté distraerme durante el viaje y seguir con mi rutina de cada tarde al llegar a casa. Cuando los prisioneros se fueron me senté en la mesa de la cocina y comí algunas rebanadas de pan con mantequilla mientras echaba un vistazo a un periódico del día que anunciaba que el General norteamericano Eisenhower acababa de llegar a Inglaterra para dirigir las tropas estadounidenses que habían sido movilizadas a Gran Bretaña. No le di demasiada importancia a la noticia, supuse que estarían llegando oficiales a diario para organizar los efectivos de su ejército. Me terminé el pan con mantequilla, cerré el periódico y subí a ducharme.
Como siempre, Herman ya estaba en casa cuando salí del cuarto de baño. Había luz en su despacho de modo que fui a mi dormitorio a por el sobre que el cura me había entregado y me dirigí de nuevo allí. Llamé a la puerta con cierta inseguridad aunque no estaba cerrada del todo y podía verle perfectamente.
Herman levantó sus ojos de la superficie del escritorio y me miró fijamente durante algunos instantes.
-Pasa – dijo secamente.
Caminé hasta el escritorio y dejé el sobre encima de la mesa al tiempo que él cerraba la carpeta de piel cuyo contenido estaba mirando antes de que le interrumpiese.
-Es para Berg. Me lo ha dado la persona que me puso en contacto con la embajada para lo de los pasaportes – mentí ciñéndome a lo que el cura y yo habíamos acordado.
-Se lo daré mañana. ¿Algo más? – Inquirió sin dignarse a mirarme.
Mis ojos repararon en aquellos musculosos hombros que se veían bajo la fina camiseta interior de algodón sin mangas que suponía lo único que llevaba a parte de sus pantalones.

Su pecho seguía estando lejos del alcance de alguien que no practicase ejercicio físico diariamente, pero sus clavículas se marcaban más que la última vez que yo las había visto. Herman levantó la cara y me clavó aquella mirada de color azul intenso.

-¿Algo más? – Repitió con seriedad.
-No. Gracias – contesté con decisión antes de retirarme.
Esperaba que su voz me detuviese antes de que abandonase el despacho. O aún mejor, esperaba que él se levantase y lo hiciesen sus brazos. Pero mis fantasías me acompañaron incluso hasta la mitad del pasillo.
Aquella noche me metí en cama pensando en lo que acababa de ocurrir. Herman me había pedido explícitamente que abandonase su despacho. ¡Pero yo era su mujer! Se suponía que iba a ser yo la que tuviese que insistir en seguir con aquel enfado porque él querría hacer las paces a la menor oportunidad. Quizás esta vez iba en serio. A lo peor ya se había hartado tanto de mí que le daba igual mi actitud. Y encima aquello daba al traste con mis perspectivas de saber si el cura hacía entrar por el aro a Berg y éste accedía a colaborar mano a mano con los británicos. Bueno, siempre podía volver a aquella pequeña iglesia de Potsdam y pedirle que me pusiera al corriente.
Pero si llegaba a hacer aquello, entonces significaría que Herman no iba a hablarme tampoco durante el siguiente mes. No tenía ni idea de lo mal que estábamos hasta que me lo planteé de aquella manera. Herman siempre había sido el blando cuando yo me enfadaba. “Querida, ya he dicho que lo siento”, “Erika, ya está bien con todo esto”, “Te quiero Erika, ¿qué más necesitas?”… todo eso estaba a una abismal distancia del; “¿Algo más?” tan cortante y repelente con el que me invitó a dejarle en paz.
Me levanté de cama dispuesta a volver al despacho y exigirle una respuesta por su ajada conducta cuando yo era la única que tenía derecho a enfadarme. Todavía me ardía la sangre cuando me lo imaginaba diciéndole a Albert que a veces me merecía unas hostias. Y todo por mantener su reputación de nazi medio tarado.
Pero no llegué a la puerta. Recordé la cansada apariencia que tenía y decidí que no valía la pena ir a montarle una escena. Seguramente sólo empeoraría las cosas para él. Me metí en cama por segunda vez e intenté ponerme en su lugar.
Organizar un lugar en el que un médico representa un peligro potencial no podía ser fácil. Trabajar todos los días con listas interminables de bajas por cansancio y epidemias tampoco tenía que ser fácil. Ni tampoco saber que estás irrevocablemente ligado a un cuerpo de élite de locos que sirve a un Reich de enajenados mentales, y que no te queda más remedio que moverte diariamente entre ese tipo de gente aun sabiendo que estás a punto de jugársela delante de sus propias narices. ¡Joder! ¡Mi Her era un héroe! Y yo era la caprichosa mujer que nunca le brindaba un minuto de paz. La caprichosa mujer que él siempre intentaba mantener al margen por su propio bien y que siempre conseguía meter las narices. Ahora me sentía mal. Herman necesitaba aquella reputación de envarado Comandante. Quizás le pidiese perdón en otro momento por haberle dicho aquellas gilipolleces al idiota de Al. Después de todo, ése había sido el epicentro de todo. Pero mi orgullo me impidió hacerlo aquella noche aunque no dejaba de pensar en Herman. Le echaba tanto de menos, y él estaba sólo a unos cuantos metros de mí.
Empezaba a arrepentirme seriamente de todo aquel alarde de vanidad por mi parte mientras me imaginaba que la puerta de la habitación se abría lentamente en medio de la oscuridad. Yo no podía ver nada, pero sabía que era él porque no había nadie más en casa. Herman caminaba en silencio hasta mi cama y se sentaba al borde del colchón. No decía nada, sólo se inclinaba sobre mí y me besaba con extremo cuidado en una clara señal de lo que quería. Entonces yo rodeaba su cuello con mis dos manos y correspondía su beso con infinita avidez. Aunque en la estricta soledad en la que me hallaba lo único que podía hacer era conducirlas bajo las sábanas hasta mi pelvis y colar una de ellas bajo mi ropa interior para acariciar las inmediaciones de mi sexo como si fuese Herman quien lo hacía.
Así que en mi cabeza él seguía besándome sin mediar palabra mientras una de sus manos jugaba con mi clítoris. Sus dedos se hundían en mi sexo y lo arrastraban bajo sus yemas produciéndome una envolvente satisfacción que se complementaba con su aroma y con el calor de su cuerpo mientras yo flexionaba mis piernas imaginándome que era él quien las guiaba con sus manos. Sin embargo, procuraba no pensar en lo fácil que me resultaba moverme a mis anchas sin encontrar más roces que los de las sábanas.
Su cuerpo no pesaba ni un gramo, pero yo lo veía perfectamente, entreteniéndose sobre el mío después de desnudarse y desnudarme a mí. Veía incluso mis manos acariciando sus anchos hombros aunque yo sabía de sobra que mis manos estaban allí abajo, haciéndome en la intimidad de la oscura habitación lo que mi marido me hacía en el restringido ámbito de mis pensamientos.
Entonces me miraba con la misma decisión con la que me había mirado para pedirme que me fuese, pero esta vez yo podía ver que en realidad estaba deseando hacerme el amor y tiraba de su cabeza hacia mí para que volviese a besarme apasionadamente mientras yo le abría mis piernas para dejar que me penetrase. Aceleré el ritmo de mis dedos en el preciso instante en que me estremecí al pensar en su polla entrando en mi cuerpo hasta llegar a tocar el techo de aquel hueco en el que – según mi cerebro – había algo mucho más grande que mis dedos. Algo que las paredes de mi útero no lograban percibir por muy fuerte que cerrase los ojos y me repitiese que más allá de mis párpados él estaba sobre mí, empujando entre mis piernas con la aquella mezcla de énfasis y ternura que me sobrecogía.
Mis dedos masajeaban mi clítoris a un ritmo frenético mientras mi cabeza se aferraba a la cara de Herman y yo hurgaba tímidamente en la humedad de mi interior con la otra mano. Abrí la boca para coger aire, viendo en mi mente cómo Her hacía lo mismo al tiempo que aceleraba el vaivén de sus caderas. Entonces comenzaba a gemir como si no se estuviese dando cuenta y cerraba los ojos mientras buscaba mi cuello para esconder su cara cerca de él al mismo tiempo que la fuerza que ejercían sus músculos se intensificaba, haciendo que mis piernas se tensasen víctimas de estimulante abrazo de su cuerpo. Ambos nos retorcíamos entre nuestro propio sudor sin importarnos lo más mínimo. Yo le abarcaba con mis piernas notando cómo sus caderas se hundían endiabladamente entre las mías mientras las movía en busca de su sexo, cuyo roce en aquellos álgidos momentos lograba endurecer mis pezones bajo su pecho. Estaba a punto de empaparme con su orgasmo y pensarlo me excitaba. Entonces mi mente me mostró su cara cuando aquello ocurría y mi sexo comenzó a contraerse acompasadamente mientras Herman se enterraba en mí al mismo ritmo. Empujando hasta caer relajado sobre mi cuerpo y susurrarme que me quería.
Estuvo bien hasta que comencé a sentirme idiota por haberme masturbado pensando en mi marido – el mismo que estaba en otra habitación de la casa -. Al día siguiente le pediría perdón. Me dormí completamente convencida de que tenía que hacerlo.
Herman ya no estaba en casa cuando me desperté, así que mis disculpas tendrían que esperar hasta el mediodía. Invertí la mañana en banales actividades como ir al despacho de mi marido y rebuscar con la esperanza de encontrarme con algo interesante. Sin embargo la cosa estaba floja desde que había cambiado la contraseña de la caja fuerte. Mi alegría cuando me confesó que la contraseña era la fecha de nuestra boda me duró un suspiro. Debió cambiarla a la mañana siguiente porque nunca llegué a abrirla. Supongo que me conoce demasiado. Y seguramente sabe que he intentado abrirla con la fecha de nuestra boda desde que me lo dijo, pero no puedo decir nada que dé a entender que sé que ésa ya no es la combinación, porque entonces confirmaría sus sospechas.
Desgraciadamente para mí, era bueno manteniendo a buen recaudo la parte relativa a su trabajo que me quitaba el sueño. A la vista sólo se dejaba cosas como informes de lavandería, gastos de comedor, recibos de pagos por el suministro de mano de obra a las distintas empresas que se aprovechaban de la esclavización que las SS les ofrecían en bandeja, y poco más. Lo importante, aquellos papeles que hablaban de “Soluciones Finales”, estaba en aquel reducido espacio blindado. Ni siquiera archivaba ya los partes de bajas en los dossiers que tenía en las estanterías. Desde que era Comandante los debía guardar en su oficina de Sachsenhausen o en la caja fuerte, porque jamás volví a encontrar otro.
A mediodía puse la mesa en el salón. Hacía ya un mes que yo no comía con Herman, pero sería un gran paso para presentarle mis sinceras disculpas. Salí afuera y me encaminé hacia las cuadras para echar un ojo en el comedor. Eran casi trescientas personas y nunca daban el mínimo problema. Todavía me parecía increíble.
Herman tenía que estar a punto de llegar así que regresé a casa tras hacer una parada en la cuadra de Bisendorff para dedicarle algunas caricias, y salí de allí justo en el mismo instante en el que el coche de Herman llegaba. Quise saludar a Albert cuando el coche pasó a mi lado después de dejar a Herman en las escaleras, pero me quedé con la mano alzada mientras un joven fornido y rubio me devolvía respetuosamente el saludo desde el interior del vehículo. Albert era moreno y enclenque. No sé por qué, pero presentí que debía intentar enterarme de algo. Eché un vistazo alrededor y tuve la primera idea.
-¡Hola! – Exclamé amablemente dirigiéndome a los soldados que vigilaban a los prisioneros. Todos se enderezaron ante mi presencia y me saludaron al unísono -. ¿Saben si ése era el chófer de mi marido? – Les pregunté casualmente señalando hacia el coche que estaba saliendo por el enorme portalón de la casa.
-Sí, Señora – me confirmó respetuosamente uno de los soldados -. Es el nuevo chófer.
-¿El nuevo? – Repetí con cierta sorpresa – No sabía que le hubiesen cambiado el chófer…
-El otro sufrió un accidente con un arma… – dijo otro soldado.
-¿El chófer iba armado? – Inquirí tratando de desviar mi asombro hacia otro terreno. Las piernas me temblaban al suponer qué tipo de accidente había sufrido Albert, pero tenía que serenarme y actuar como la curiosa mujer de un Comandante.
-No llevan el arma en el cinturón, pero la llevan en la guantera del coche, son soldados también – me explicaron. Parecían contentos de poder saciar mi curiosidad –. Sin embargo parece ser que el percance fue con el arma del Comandante. Le ordenó que se la limpiase como cada semana y el muy torpe se pegó un tiro sin querer.
-¿En serio? ¡Vaya por Dios! ¡Qué desgracia! – Exclamé intentando comportarme como una de esas mujeres que de verdad no se darían cuenta de lo que le estaban contando -. ¿Y cuándo fue eso? Mi marido nunca me cuenta nada de su trabajo, pero debería haberme dicho eso… yo conocía a aquel muchacho… – les dije consternada.
-Pues hará cosa de un mes – me contestaron confirmándome lo que me imaginaba.
-Fue el día que la trajo a usted una mañana – dijo de sopetón uno de los soldados -. ¿Se acuerda que yo estaba fumando un cigarro cerca del portal y les vi pasar? – Asentí de un modo pensativo hacia el voluntarioso soldado -, imaginé que habría ido usted a ver al Comandante y que él la habría mandado de vuelta en su coche… y al día siguiente escuché que se había pegado un tiro en la cara por accidente. A veces estas cosas ocurren por muy familiarizado que uno esté con las armas, Señora… Quizás el Comandante no se lo dijo por ahorrarle una mala noticia.
-Claro… – acepté con sumisa resignación el buen criterio de Herman -. Teniendo en cuenta que le había visto aquella misma mañana, entiendo que mi marido no quisiera decirme nada… – añadí sin dar la mínima muestra de estar en desacuerdo con algo de lo que me habían dicho. Les mostré la mejor cara de una dócil esposa dedicada a su marido y me despedí de ellos disculpándome por la interrupción.
¡Desde luego que Herman no había querido contarme lo de Albert! ¡Faltaría más! Sin embargo tenía que controlar mi genio hasta entrar en casa. Mi lenguaje corporal tenía que indicar que yo estaba tranquila y serena, porque una noticia como aquella no tenía por qué alterarme de la forma que realmente lo estaba. El camino se me hizo interminable, pero finalmente entré en casa y me dirigí al salón. Herman estaba con su uniforme de verano de pie al lado de la mesa, mirando fijamente los platos mientras comía una manzana. Desvió la mirada hacia mí cuando entré en la estancia y se apartó hacia una ventana para cerrar las cortinas.
-¿Por qué pones la mesa para dos como si albergases la esperanza de comer conmigo y entras en el salón como si quisieras tirarme la vajilla a la cabeza? – Preguntó con irónica seriedad antes de dar un mordisco a su manzana.
Respiré un par de veces intentando calmarme y recordar todo lo que había pensado la noche anterior. Su vida no era fácil. Su trabajo no era fácil. Nada de lo que le rodeaba era fácil y seguro que la decisión de matar a Albert tampoco lo había sido. Pero si quería saberlo, tenía que calmarme o aquello terminaría en una acalorada discusión sin salida.
-¿Qué le pasó a Albert? – Dije lentamente.
-¿A quién? – Preguntó descolocado.
-A tu anterior chófer – le aclaré. Entonces su cara mostró un gesto de asombro como si acabase de recordarlo.
-Creo que sabes muy bien lo que le pasó a “Albert”, así que no sé para qué preguntas en realidad… – me contestó muy sereno.
-¿Por qué te lo quitaste de en medio? – Le exigí.
-Porque ya no me respetaba. Te lo dije – contestó fríamente.
-Eres un capullo ególatra, Herman – él se rió.
-Puede que sí – vaciló -. Pero no quiero entrar en eso. No obstante, sí que quiero hacer hincapié en que tú y yo no hemos vuelto a tener ningún problema desde que no tenemos trato. Sigamos así, ¿de acuerdo?
Sus palabras me dejaron blanca. No fui capaz de contestarle ni siquiera cuando recogió su plato y sus cubiertos y los dejó de nuevo en el mueble de la vajilla antes de subir a su despacho. Su aroma fue todo lo que me quedó de él cuando me rebasó cerca de la puerta. La crisis que yo misma había provocado se me había ido de las manos y esta vez Herman no quería saber nada de reconciliaciones. Estaba abatida y me sentía sola otra vez. Como si todo a mi alrededor se desmoronase imparablemente y nada pudiera evitarlo. Y conforme me iba dando cuenta de lo que aquello significaba, me sentía todavía peor.
Corrí escaleras arriba dispuesta a tragarme todo mi orgullo y mi dignidad. Golpeé la puerta entreabierta de su despacho y me colé en él mientras Herman suspiraba al verme entrar.
-¿Y ahora qué? – Me exigió molesto.
-Ahora quiero que me perdones y te juro por lo más sagrado que nunca jamás te faltaré al respeto – él se rió con incredulidad. Supuse que era una buena señal así que seguí hablando -. Seré una mujer completamente sumisa y amedrentada a ojos de todos Herman. Ya sabes… una de ésas que carga con el peso de la casa sin rechistar mientras su marido gobierna el mundo. No te daré más problemas…
-No quiero una mujer así – me interrumpió -. Aunque desde luego, ¡debí pensármelo dos veces antes de casarme contigo! – exclamó apesarado.
-¿Aceptas mis disculpas? – Insistí.
-No – dijo firmemente aplastando mi existencia con aquel inofensivo monosílabo -. Es mejor que sigamos como hasta ahora. Tengo demasiados problemas como para añadirme uno muy grande por simple placer. Así que gracias, querida. Valoro mucho tu gesto, pero sé cómo acabará todo esto de tu sumisión.
-No… no lo sabes… lo he pensado mucho… – imploré de una forma que sólo me quedaba arrodillarme para una humillación completa -. Seré una mujer muy respetuosa que jamás te llevará la contraria delante de nadie. Nunca te interrumpiré, ni desobedeceré tus órdenes, ni tampoco te cuestionaré nunca…
-Pues vaya una vida, Erika… – se burló cerrando su carpeta -. Mira, no sé qué mosca te ha picado ahora, pero lo mejor que puedes hacer es irte una buena temporada. ¿No quieres viajar? Quizás cuando regreses no tenga más remedio que perdonarte.
-No. No voy a ir a ningún sitio, ¿por qué quieres mandarme fuera?
-¿Lo ves? Tú no podrías practicar la obediencia ni aunque te encañonasen la sien – resopló sin ningún atisbo de esperanza.
-¿Cuando quieres que me vaya? – Pregunté sin pensar.
Él me miró sorprendido. Pero se mantuvo pensativo durante un par de minutos y me dio su respuesta.
-Te lo diré en una semana, ¿te parece bien? – Yo asentí sin darle más vueltas. ¿Qué más me daba dejarle un poco de espacio? Quizás yo también necesitase un descanso de todo aquello. Me acerqué a su silla para darle un beso, pero él me detuvo -. Lo siento, pero he dicho que “quizás” no tenga más remedio que perdonarte cuando hayas vuelto. Ni siquiera me creo que vayas a irte a ningún lugar – dijo con desdén.
-Está bien – acepté con un suspiro mientras me apartaba -. ¿Podrías decirme qué tal le va a Berg la entrevista?
-Sí, claro – afirmó sin ningún problema.
Fueron las últimas palabras que me dirigió en todo el día a parte de un sieso saludo cuando llegó que me hizo echarme atrás en mi decisión de volver a nuestra cama. Los días pasaron así, entre mis intentos de acercarme de nuevo a él a sabiendas de que tendría que irme cuando me lo pidiese. Pero pasó más de una semana y él no me decía nada. Yo ya había avisado en mis informes de que pronto tendría que hacer un viaje y que, por lo tanto, interrumpiría mis informaciones durante la duración del mismo, así que creí que tendría que recordárselo.
Pero a principios de julio me pidió que le acompañase al despacho cuando llegó, y tras servirse una copa me dijo que Berg había admitido que los ingleses estaban verdaderamente interesados en trabajar con ellos y que eran de fiar. Le habían prometido protección a cambio de los prisioneros y Berg mantendría contacto directo con el sacerdote para entregarle las listas de prisioneros que él haría llegar al otro lado a fin de que estuviesen al tanto de esa gente. Me había imaginado que sería yo la intermediaria que haría llegar aquellas listas, pero acababa de quedarme fuera de todo gracias al carisma del “Padre Palabras”.
Berg también quería disculparse sinceramente conmigo, así que había insistido en venir a cenar un día de aquella semana, pero Herman ya le había dicho que yo me iba de viaje. Enterarme así no me hizo demasiada gracia, y menos cuando encajé las piezas y deduje que lo que Herman estaba haciendo era sacarme de en medio por si algo salía mal. Aun así no dije nada. Me dispuse a llegar hasta el final y acepté lo mejor que pude la noticia de irme un mes a París. ¡Un mes! ¡Ni más ni menos! Y salía en un par de días.
Pregunté a Herman por la operación que iban a llevar a cabo con los prisioneros. Pero no quiso darme ningún detalle. En cambio, sí me dijo que tendría que llevar conmigo en todo momento los visados ingleses y franceses por si “los necesitaba”. Me pareció el eufemismo del siglo, pero no tuve más remedio que aceptar e irme a cama lo más rápido que pude para no llorar delante de él. Si me mandaba lejos con visados que me permitirían cruzar la frontera era porque sabía que había riesgos muy reales. ¿Y si algo le pasaba? ¿Qué me importaba a mí que mi suerte fuese distinta entonces? Mi vida era un caos incorregible que sólo adquiría cierta forma cuando estaba bien con Herman. Y él quería que me fuera.
Al día siguiente entregué un improvisado informe en Berlín donde exponía escuetos detalles de mi viaje. Tampoco podía decir mucho más o terminarían comprendiendo que Herman me quería en París para que pusiera pies en polvorosa si la cosa no resultaba. El resto de la tarde la dediqué a revisar el equipaje y a darme un homenaje culinario con mis cocineras a modo de despedida. Cuando Herman llegó a casa, yo ya tenía las maletas en la puerta y todo listo para salir al día siguiente a primera hora, tal y como él me había ordenado.
-¿Cenarás conmigo hoy? – Le pregunté con inseguridad. Aquello de comer juntos era algo que ya se nos había olvidado, aunque en aquella ocasión él aceptó sin reparo alguno.
Durante la cena me previno acerca de lo que tenía que hacer al llegar a París. Lo primero era registrarme en el hotel en el que había hecho la reserva con mi apellido de soltera. Si él llamaba al hotel y me decía que tenía que irme, entonces sólo tenía que coger lo imprescindible y seguir al pie de la letra las instrucciones que me diese. Me prometió una y mil veces que si eso ocurría nos encontraríamos de nuevo pero yo sabía que sus posibilidades eran mucho menores que las mías, por muy seguro de sí mismo que intentase aparentar.
-Pero nada va a salir mal. Está todo muy bien pensado, así que tú disfruta de París y en menos de lo que te imaginas tendrás que volver a casa – me dijo tras coger mi mano al terminarse el postre. ¡Claro! Por eso también habían estudiado al detalle las vías de escape, ¡porque todo iba a salir bien! Era una locura separarme de él en un momento así, pero ahora no tenía más remedio que hacerlo para demostrarle que yo podía obedecerle por una puñetera vez en mi vida -. Te quiero mucho – añadió sinceramente mientras me acariciaba la mejilla.
-Quiero dormir contigo – musité sujetando su mano con la mía. Herman se rió.
-Sé lo que estás pensando. No va a ser la última noche que podrías pasar conmigo – se burló dando en el clavo con lo que se me pasaba por la cabeza en aquel instante.
-Bueno, pero en cualquier caso, será la última en al menos un mes – alegué tratando de recomponerme.
-Entonces estaré encantado – aceptó sin darle más vueltas.
Aquella noche no atendió el trabajo que solía privarle de acostarse a la misma hora que yo, sino que vino a cama cuando yo lo hice. Eso quería decir que en el fondo, él también estaba preocupado por cuánto tiempo íbamos a pasar sin vernos. Cosa que no me alentaba demasiado.
-Erika, quiero decirte algo… – comentó en cama girándose hacia mí. Esperé pacientemente, pero él parecía no saber muy bien cómo arrancar -. Verás… yo tuve que deshacerme de aquel chófer porque el hecho de que no me respetase implicaría que tarde o temprano me cuestionase… y no puedo permitirme una cosa así cuando estoy metido en cosas tan “políticamente incorrectas”. La gente que me rodea en mi trabajo tiene que verme como a un icono incuestionable. Alguien con un carácter temible y de quien circulen rumores como que en Polonia maté a más gente en una avanzadilla que el batallón que venía detrás nuestra, que los prisioneros que trabajan en mis cuadras tienen que limpiar los cascos de los caballos con la lengua, o que no tengo respeto ni por mi propia familia. El apellido hace buena parte del trabajo… pero tú… ¡tú eres única desbaratándolo todo! – Hizo una pausa para que yo pudiera defenderme, pero no lo hice -. Siempre te enfadas, siempre quieres respuestas que no puedes tener. Te da igual todo, mientras que yo vivo aterrado por si te llegase a suceder algo…
Su voz era tenue. Me estaba llamando inconsciente, inoportuna, alocada y caprichosa de una manera asombrosamente delicada. Pero nunca me había tragado unas acusaciones con tanto gusto como en aquella ocasión.
-Lo siento – susurré incomprensiblemente calmada -. Lo siento muchísimo – repetí arrancándole una suave risa.
-¿Lo sientes? ¡Increíble! Lo sientes… está bien… – aceptó asombrado.
-¿Qué?
-Nada. Que me sorprende que no tengas un montón de preguntas que se te hayan ocurrido durante estas últimas semanas… – contestó encogiéndose de hombros -. No es que vaya a contestártelas, seguramente no pueda hacerlo por tu propia seguridad, ya lo sabes. Pero lo mínimo que me esperaba era un discurso por lo del chófer.
-Albert era un imbécil sin mollera con una devoción absoluta por ti – dije finalmente tras decidir que si no iba a contestarme a nada, no me merecía la pena perder el tiempo planteando mis preguntas -. Estaba enfadada contigo así que le dije que…
-No importa – me interrumpió -. No me caía bien. Me dijo que no pasaba nada si se te caían los pechos, que cualquier mujer joven de Berlín me los enseñaría si se lo pidiese el Comandante Scholz – al escuchar aquello no pude hacer otra cosa que defecarme mentalmente en los restos de Albert -. No tienes ni idea de cómo es esa gente, Erika… – añadió acercándose para besarme la frente.
Le miré con cierta pena al pensar que en unas horas estaría camino a París. Herman se quedó mirándome con una minúscula sonrisa y se fue acercando poco a poco hasta besar mis labios. Lo hizo con la misma delicadeza que yo tanto había echado de menos, guiando mi boca mientras nuestras lenguas se abrazaban igual que lo hacían nuestros cuerpos. Nunca volvería a enfadarme con él, estaba decidida a hacerlo con tal de no tener que irme a ningún sitio ni dormir en otra cama. Yo quería noches como aquella el resto de mi vida. En las que sus manos jugasen con mis pechos mientras me envolvían y me besaba tan apasionadamente que yo no podía evitar arrimar mi pelvis a la suya para sentir su sexo en alza.
Nos quitamos la ropa entre besos y caricias que evidenciaban que ambos habíamos estado ansiando aquel momento por separado, como si fuese la primera vez de un par de adolescentes que se muestran inseguros y deciden derrochar en preliminares. Aunque bien mirado, era otra de tantas primeras veces después de otra de tantas peleas. Supongo que no calibré bien lo que iba a ser una vida conyugal al lado de un oficial de las SS cuando decidí casarme. Así como tampoco tuve en cuenta lo poco que me gustaban los secretos de índole político-militar, ni el perfil de “mujer de oficial”. Pero cualquier cosa se compensaba cuando Herman me bajaba las bragas con aquella irrevocable decisión que me hacía abrirle las piernas tan pronto como terminaba con la ropa.
Luego se mostraba mucho más cauto cuando exploraba mi sexo con sus dedos. Aunque no me importó demasiado, porque también me lamía constantemente el busto y los pezones como si no hubiese dejado de pensar en ellos desde la última vez que los había tenido así. Incluso cuando me pidió que abandonase su despacho, en realidad quería tocármelos y mordérmelos por encima de la blusa. Pero tenía que mostrarse recto porque así es Her.
No sé por qué mi mente tergiversó la realidad de aquella pervertida manera, pero lo cierto era que si seguía pensando en aquella posibilidad podría llegar a correrme a muy corto plazo – mucho más corto del que en realidad tenía pensado -.
Agarré el miembro de Herman, que recibió mis manos completamente endurecido. Lo envolví y comencé a acariciarlo a través de toda aquella longitud que en el primer contacto siempre me parecía haberse dilatado un poco más. Luego jugueteaba con él detenidamente y la mayoría de las veces, volvía a parecerme del tamaño de siempre. Pero lo que sí que era invariable, era aquella cálida rigidez que siempre me hacía desearle desesperadamente.
Rodeé su cuello con mis brazos para que dejase mis pechos y me besase de nuevo mientras yo le procuraba un lugar de honor entre mis piernas. Quizás en otras circunstancias hubiera insistido más en demorarse allí donde quisiera, pero en aquella ocasión se colocó apresuradamente y entró en mi cuerpo sin que yo hubiese podido hacer nada por evitarlo en caso de que hubiese querido hacerlo. Y obviamente, no quería. Yo dejé que mi boca se deshiciera con la suya en un placentero alarido cuando entró, recordando lo diferente que era imaginarse todo aquello a sentirlo en mis propias carnes. Sujeté su cara y le miré mientras empujaba con sus caderas hacia mi interior sin detenerse. Forcejeó levemente para volver a besarme, pero a mí me excitaba ver aquella cara que había tenido que imaginarme, de modo que insistí un poco más y él se limitó a mirarme a los ojos sin apartar su mirada mientras seguía embistiendo contra mi cuerpo.
-La noche que fui a tu despacho a llevarte la citación de Berg, me toqué pensando en todo esto hasta que me corrí – le confesé en un hilo de voz que impregné con cierta nota de suciedad por simple diversión.
Herman sonrió mientras empujaba entre mis muslos con verdadero ahínco.
-Eres tonta – me susurró sin detenerse -. Te lo hubiera hecho yo mismo.
Su confesión sonó bastante más sincera. De hecho, dudo que se creyese lo que yo le había dicho. Quizás lo tomó como algo que se me ocurrió en aquel momento, porque no creo que aquella noche se le pasase por la cabeza algo así. Eso sólo me pasaba a mí, que me sorprendía el apetito sexual donde menos me lo esperaba, o de repente sentía el impulso de decirle cosas como las que acababa de decirle sólo por ver su reacción.
No sé en qué instante flaqueé, pero el caso es que su cara estaba de nuevo sobre la mía a punto de besarme. Yo quería mirarle más, pero tampoco le negué mi boca. También podía tocarle, olerle y sentirle sobre mi cuerpo. No necesitaba verle porque podía constatar su presencia de muchas otras formas, esta vez no tenía que autosatisfacerme pensando en él. Le tenía allí, ya lo estaba haciendo él, y lo hacía muy bien.
Comenzó a moverse deprisa. Me pasó uno de sus brazos por debajo de una de mis piernas y la elevó sujetándola tras la rodilla, haciendo que mi muslo quedase cerca de mi pecho. A mí me gustaba igual, así que le dejaba hacer por el placer de verle moldear mi cuerpo a su gusto y observar cómo perdía el control de sus propios movimientos. Estaba a punto de correrse, y me encantaba verle así, completamente desbocado en busca de nuestro placer. El estímulo que me producía me coaccionaba a acompañarle.
Me miró fugazmente, como si quisiera comprobar cómo iba yo. Pero lo hacía porque le gustaba mirarme. En el fondo sabía de sobra cómo iba yo, porque iba igual que él; de cabeza al orgasmo. Y así terminamos de manera totalmente inapelable. Con nuestros cuerpos envueltos en nuestras propias contracciones mientras nos recreábamos en la satisfactoria sensación de nuestro propio clímax sucediéndose al tiempo que veíamos el del otro y jadeábamos a trompicones para sobrevivir a otro indescriptible encuentro conyugal.
-Recuerda esto cuando estés en París – bromeó tras dejarse caer agotado.
Podía haber protestado, pero me limité a abrazarle en silencio y a besar su cara mientras esperaba que me eximiese de aquel agónico viaje. Y esperando me pasé buena parte de la noche hasta que me dormí.
A la mañana siguiente todavía mantenía cierta esperanza. La mantuve hasta que se despidió de mí y comprobé que no me detenía. Ya no había esperanza. Me quedaban más de dos días de viaje porque la mayoría de tramos de vía estaban cortados y tenía que hacer más de cinco trasbordos para llegar a París.
El París alemán me pareció un verdadero asco. Por más que paseaba por las calles en las que había pasado parte de mi vida, no lograba reconocerlas. La gente ya no canturreaba sus “bonjour” por doquier cada mañana. Primero te analizaban, y si te relacionaban con los ocupantes, no te daban ni la hora. Lejos quedaban los tiempos en los que cualquiera era bien recibido en la ciudad de la luz. Aunque supongo que mi nerviosismo también contribuía a una percepción ajada del lugar, pues me pasaba la mayor parte del día esperando en el hotel al lado del teléfono. Por fortuna, las noticias siempre eran buenas.
Con el paso de los días, conseguí que Herman me diese detalles de cómo iban las cosas con los prisioneros. No tenía por qué ocultarme eso, me lo había contado él mismo, así que cedió en ese aspecto – aunque no sin cierta insistencia por mi parte -. La peor semana de mi vida la pasé cuando me dijo que tenían todo listo para “empezar”. Yo solía mostrarme entera al teléfono, pero luego lloraba durante horas ante la desalentadora posibilidad de que las cosas no saliesen bien. Algo que sin embargo, no sucedió. Después de cuatro días de agotadora espera, Herman me dijo literalmente: “Querida, los primeros están al otro lado”. Respiré tranquila. Lo peor había pasado. Quería volver, pero me pidió encarecidamente que me quedase por lo menos una semana más. Supuse que sería el tiempo que ellos mismos se habían impuesto para cantar su particular victoria. Aunque luego debió parecerles un poco escaso, porque lo alargaron algo más.
Finalmente, tras mucho implorar, Herman me dejó volver a finales de julio. Las cosas habían salido bien y nadie había echado en falta a los prisioneros que ya eran libres en suelo británico, ni sospechaban nada de ninguno de ellos. De modo que abandoné París con las maletas llenas de chocolates y todo tipo de dulces para mis empleadas de la casa, y me subí al tren de vuelta. <>, pensé mientras abandonaba la ciudad.
Cogí tres ferrocarriles en un día y llegué justo a tiempo para coger el último tren que salía hacia Düsseldorf, aunque Herman me había dicho que esperase un día más en Verviers y cogiese el tren que iba a Manheim, como había hecho en el viaje de idaPero me parecía una idiotez desviarme tanto hacia el sur y encima perder la oportunidad de adelantar un tramo de camino durante el primer día, así que cogí el tren de Düsseldorf, llegué allí de noche y busqué la pensión más cercana a la estación para pasar las más de seis horas que me quedaban para reanudar el viaje.
Cuando llamé a Herman para comentarle el cambio de planes, a punto estuvo de gritarme. Me hablaba tenso, y creí que iba a soltarme de nuevo el mismo discurso de Düsseldorf y la base aérea que había cerca, pero no lo hizo. Sólo me dejó caer que ni siquiera había regresado y ya estaba desobedeciendo, pero gracias a Dios no dijo nada de Düsseldorf y su base aérea. Estaba obsesionado con los bombardeos aunque nosotros estábamos a salvo detrás de todo el cerco de medidas antiaéreas que protegía Berlín. Y en caso de hacerlo, un piloto no malgastaría sus proyectiles lanzándolos contra casas de campo situadas a una cierta distancia, teniendo la capital y a todos sus edificios estatales a tiro.
Me despedí de Herman después de hablar un rato y a pesar de que la cama dejaba mucho que desear, me dormí enseguida. Estaba descansando a pierna suelta cuando algo perturbó mi sueño. Abrí los ojos con cierta despreocupación, había un ruido muy molesto que lo invadía todo y todavía no era de día pero la estancia se iluminó de repente como si un rayo hubiese caído a poca distancia. Me levanté de cama para acercarme a la ventana, no podía creerme que hubiese una tormenta así a punto de llegar el mes de agosto. Y de hecho, no llovía.
Barajaba la posibilidad de estar ante una de ésas tormentas eléctricas sobre las que había leído algo cuando un estruendo hizo temblar la ventana. El estruendo era de la luz, pero había llegado con algunos segundos de retraso. Miré otra vez por la ventana, cayendo en la cuenta de que el cielo estaba siendo surcado por aviones que se dirigían a las afueras de la ciudad pasando sobre nuestras cabezas y abrí los ojos de par en par sin dar crédito a lo que veía, ¡¡estaban bombardeando la base aérea!!
Intenté vestirme rápidamente, me temblaba todo y de repente el ruido de los aviones era ensordecedor, volaban demasiado bajo y yo sentía que por mis venas avanzaba un miedo estremecedor y primario que hacía que todo sucediese mucho más rápido de lo normal. Estaba poniéndome los zapatos más cómodos que tenía cuando la mujer de la pensión llamó alocadamente a mi puerta, gritando que teníamos que salir a la calle inmediatamente. Cogí mis cosas. Dejé la maleta con mi ropa, pero me aferré a la que tenía los dulces para Rachel y las demás y quemé mis visados en el baño antes de largarme de allí. Si algo me pasaba, nadie encontraría documentación que pudiese meter en un apuro a Herman. Y si no me pasaba nada, me enviarían otros papeles. Pero la primera opción me asustaba mucho más.
Salí a la calle junto con los demás huéspedes, todos igual de asustados e histéricos. Había un matrimonio joven con un niño que no paraba de llorar. La mujer lloraba con él mientras el marido le tapaba los ojos al pequeño para que no viese el resplandor de las bombas cayendo a lo lejos, aunque cada vez más cerca de lo que parecía ser su objetivo en un principio.
La marabunta que se agolpaba en las calles iba en una dirección. Me uní a ellos sin saber a dónde se dirigía aquella caótica expedición que me arrastraba, pero no tenía más remedio que dejarme llevar porque no había manera de avanzar a contracorriente. El ruido de los aviones no cesaba, cada vez volaban más bajo, imperturbables a pesar del fuego antiaéreo que empezó a contraatacar enseguida haciendo que la gente gritase confusa. Calculé que habría andado unos doscientos metros desde que la gente que se agolpaba a mi alrededor me arrastraba con ella, pero entonces alcé la mirada y contemplé a pocos metros la torre del reloj de la estación de ferrocarriles. Estaba apenas a cincuenta metros de la pensión.
Comencé a llorar, no podía escuchar nada que no fuese gritos o llantos, y podía oler el miedo igual que lo huele un animal que sabe que va a morir. Me creí al borde de la locura cuando los gritos de la gente comenzaron a intensificarse tanto que yo también empecé a gritar porque creía que me iban a reventar los tímpanos. Hubiera caído de rodillas de no ser porque ahora la gente me apretaba mucho. No tenía espacio ni para respirar, y no sabía por qué nos habíamos apelotonado de aquella manera, porque apenas diez minutos antes todavía podíamos andar.
Un joven me agarró la muñeca y tiró de mí. Veía que me gritaba, pero no escuchaba lo que quería decirme, quería seguirle, pero no era capaz.
-¡¡La estación!! ¡¡Van a bombardear la estación!! – Escuché antes de que una brutal explosión hiciese retumbar cada nervio de mi cuerpo y algo me golpease para sumirme en un mundo sin conciencia.
Lo siguiente que recuerdo fue que me desperté en un lugar oscuro cuyo olor era nauseabundo, pero todo estaba en silencio. Levanté la cabeza torpemente. Me dolía a horrores y vomité en el acto. El cuerpo también me dolía. En particular un brazo, que tenía magullado, amoratado e hinchado. Había más gente tendida a mi lado, y había enfermeras que se ocupaban de ellos. No conocía a nadie. Me volví hacia el chico que tenía al lado y pregunté dónde estaba, pero no podía hablar. Carraspeé y lo intenté de nuevo, pero mi voz no salía. El muchacho me miró con miedo mientras yo empezaba a hacer todo lo que se suponía que tenía que hacer para emitir sonido, pero no lograba decir nada. Entonces él empezó a llamar a las enfermeras. Braceaba, movía los labios y me señalaba. Pero yo no escuchaba nada y seguía intentando gritar más fuerte a pesar de que la cabeza estaba a punto de estallarme, ¿por qué no me escuchaba? ¿Por qué no oía mi voz si dos enfermeras corrieron hacia mí tapándose los oídos? Una de ellas me tapó la boca enseguida mientras otra cogía algo en una cajonera y se apresuró a inyectarme algo en el brazo. Iba a darle una patada, pero ni siquiera logré ver cómo retiraba la aguja.
La segunda vez que me desperté, todo fue bastante menos traumático. Seguía doliéndome cada hueso del cuerpo, pero estaba en una habitación con paredes y techo, tenía una cama con sábanas, olía a fresco y mi brazo sucio y moribundo estaba orgullosamente envuelto en escayola. Invertí unos diez minutos en recordar qué me había pasado. Entonces recordé todo y miré a mi alrededor en busca de una ventana para ver dónde estaba. Mi sorpresa fue mayúscula cuando mis ojos encontraron a Herman durmiendo en un cutre sofá. Parecía cansado y por el modo en que colgaba su cabeza, hubiese apostado a que le dolería más que la mía cuando se despertase. Pero eso era imposible.
-Her… – susurré. Mi corazón dio un vuelco cuando no escuché nada y recordé lo de la otra vez – Herman – repetí con más fuerza, pero tampoco oí nada. Las lágrimas empezaron a caerme y cogí aire para intentarlo otra vez – ¡Herman, joder! – le llamé.
¡Y me oí a mí misma! ¡Acababa de escucharme! Él dio un salto en el sofá, como si le hubiera pegado un grito aunque yo sólo me había escuchado con un tono normal. Me miró con una sonrisa llena de preocupación y se levantó apresuradamente para inclinarse sobre mí.
-¡Tenías razón, Herman! – le dije -. Soy un desastre… casi no vuelvo a verte… lo siento – me disculpé mientras intentaba abrazarle con el único brazo con el que me era posible.
Yo hablaba normal, pero él me hacía gestos de silencio como si estuviera haciendo algo que le resultaba embarazoso. Al cabo de un rato una enfermera vino a cerrarnos la puerta con una cara de muy mala leche. No entendía, él me hablaba, pero yo no escuchaba. Cuando iba a decírselo me indicó que esperase un momento y desapareció. Estaba a punto de llamarle de nuevo cuando apareció con una hoja de papel. Se acercó a su chaqueta, cogió un bolígrafo y me escribió algo.
-No pasa nada. Te quiero – leí cuando me lo enseñó.
Iba a decirle que yo también le quería, pero me indicó que guardase silencio y que escribiese.
-¿Por qué coño no oigo nada? – Escribí.
Él se rió cuando lo leyó, pero yo sólo vi sus dientes sin el característico sonido de su risa. Escribió algo de nuevo y me pasó el papel.
-Porque una bomba estalló cerca de ti hace un par de días, pero se te pasará. ¿Lo recuerdas? – Yo asentí y él volvió a escribir algo -. Vine en cuanto supe lo del bombardeo. Me costó mucho encontrarte, no estabas en ninguna lista de supervivientes porque nadie pudo coger tus datos. Las enfermeras del hospital de campaña dijeron que al despertarte empezaste a gritar y te sedaron. Nos iremos a Berlín en cuanto puedas viajar, ¿de acuerdo?
Mis lágrimas empezaron a caer de nuevo mientras asentía y me imaginaba a Herman recorriendo los improvisados hospitales de campaña. Yo no era la única que había creído que jamás volvería a verle, pero sí que tenía claro que jamás volvería a separarme de él.

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