11

El coche donde viajaba Walter llegó antes que la limusina de su jefa a la Ópera Metropolitana y por ello cuando vio llegar el gigantesco vehículo, con la mano cerca de la bandolera, se apresuró a abrir su puerta. La primera en bajarse fue Elizabeth, la cual ni siquiera lo miró. Que no se fijase en él, no le hizo sospechar nada. Lo que sí le extrañó fue ver que, al salir la heredera, ésta tomaba de la mano a su amante.   

       «¿Y esto?», por un segundo se preguntó, pero al momento dio por sentado que era parte de la pantomima que habían hablado y que con ese gesto querían afianzar la impresión que eran dos buenas amigas yendo a un concierto.

Por eso, ejerciendo su oficio, les abrió paso entre los fotógrafos congregados en la escalinata hasta la esplanada frente al teatro, v donde la policía de Nueva York había establecido el perímetro de seguridad. Una vez ahí y en vista de que no podía continuar, avisó a su cliente que la dejaba en buenas manos y le informó que no la vería hasta el día siguiente porque había quedado a pasar la noche con su madre, previendo que no lo iban a necesitar.

-No se preocupe, Elizabeth cuidará de mí hasta mañana- contestó la heredera sin mostrar el mínimo rechazo.

La noticia en cambio cayó como un obús en Elizabeth al darse cuenta de que su jefe la dejaba a merced de la oriental, pero no queriendo dar un motivo para que su amante sospechara de ella se despidió sin decir nada.

La congoja que oprimía su pecho se maximizó al escuchar, cuando Walter ya se había ido, la alegría de Mei comentando:

-Mi padre nunca me dejó invitar a una amiga a casa. ¿Te apetece que hagamos una pijamada?

Debería haberse negado pero la tentación de dormir con ella pudo más que el peligro que representaba y haciéndose una promesa que sabía vana, se juró que no iba a pasar nada mientras aceptaba implícitamente la invitación de la joven al quedarse callada.

Su profesionalismo le obligó a volver a la realidad y mandando sus temores a un rincón de su cerebro, buscó alguna señal de peligro en su entorno mientras a su lado la causante de su zozobra repartía sonrisas a diestro y siniestro entre los presentes.

«Se nota que está en su salsa», meditó incómoda al saberse fuera de lugar y que ese no era su mundo.

       La tranquilidad que dominaba el ambiente cambió de golpe al entrar al hall del teatro, cuando un encorbatado entrado en kilos llegó ante ellas y dando voces, le echó en cara haberse apropiado de su empresa. Sin perder la compostura, Mei aguantó el diluvio de improperios y solo cuando el ejecutivo se terminó de despachar, con voz dulce, contestó:

-Si no sabe cuidar su compañía, vendrán otros que la cuiden por usted.

La rotundidad de la respuesta destanteó al sujeto y lleno de ira, volvió a acusar a la joven de haberle saqueado. Nuevamente la heredera mantuvo el tipo mientras el obeso seguía despotricando hasta que ya, un tanto harta, le soltó:

-Si se hubiese preocupado más por los intereses de sus accionistas en vez de por la comida, nadie hubiese aceptado la oferta que hice.

Ese velado insulto terminó de irritar al antiguo dueño y confiado fue a por la joven, pensando quizás que al ser mujer se acobardaría. Pero entonces Beth, interponiéndose entre ellos dos, lo tomó del brazo y con una sola mano, se lo retorció dejándolo indefenso.

-¡Puta! ¡Suéltame!- aulló sorprendido.

Considerando que no representaba peligro alguno, al ver que la gente se arremolinaba a su alrededor, lo soltó y como si nada hubiese pasado, preguntó a un empleado por la ubicación de sus asientos mientras el agresor seguía poniéndose en ridículo pidiendo que viniese la policía.

Uno de los presentes debía de haber tenido alguna rencilla con él porque descojonado le soltó:

-¿Y qué le vas a decir? ¡Que una tía buena te ha dado tu merecido al irle a pegar!

Las risas del grupo congregado en el lugar incrementaron la vergüenza del gordo que con las mejillas rojas de ira se alejó sin mirar atrás. Mei que hasta entonces se había mantenido en silenció, se acercó a su acompañante para agradecérselo en voz baja.

-Para eso me paga- replicó la militar tratando de taparse con el bolso su escote, para así esconder el efecto que la cercanía de la oriental provocaba en ella.

La heredera al percatarse del tamaño de los pezones de su guardaespaldas se sintió en libertad para disimuladamente acariciar uno de sus pechos mientras le decía al oído:

-Me apetece hundir mi cara entre tus tetas.

       Esa salida de tono, tan poco propia en una dama como la china, le puso los vellos de punta al saber que ella también se moría por sentir los labios de Mei recorriendo su piel y solo la presencia de público, evitó que la besara.

       -Esta noche- musitó con la respiración entrecortada, cediendo a la tentación que para ella representaba esa monada.

       -¿Me lo juras?

       La urgencia que sentía unida a la timidez de esa pregunta enervó a la militar y tomando de la cintura a su protegida la llevó a uno de los baños del teatro. Tras cerrar la puerta con llave, la estrechó entre sus brazos. A salvo de miradas indiscretas, se besaron por segunda vez, pero en esta ocasión la rubia se esmeró en acariciar el cuerpo de la magnate, recorriendo lentamente todas y cada una de sus zonas erógenas como a ella le gustaba que Walter hiciera.

       -Me encanta- suspiró Mei al experimentar esas caricias.

Desconociendo el terreno que pisaba, la segurata le pidió con los ojos el permiso para continuar al saber que, en cualquier momento, la inexperta joven la podía rechazar. Al comprobar que sus mimos eran bien recibidos, la besó en el cuello mientras dejaba caer sus tirantes sin que se diera cuenta.

-Eres preciosa- susurró mientras con la lengua se iba acercando a los pechos desnudos de su protegida.

El cuerpo de la chinita tembló al notar que tomaba una de sus areolas entre los labios y que no contenta con ello, se recreaba mordisqueando el volcán en que se había convertido. Conociendo por propia experiencia, el grado de excitación al que estaba llevando a su inesperada pareja, comprendió que debía de parar y por eso recorriendo el camino de vuelta, la besó justó antes de decirle que tenían que ocupar sus asientos.

-Tienes razón- quejándose aceptó mientras acomodaba su ropa.

Al salir del baño, la militar se sentía sucia por haber abusado de esa monada. En cambio, Mei no cabía de gozo al saber que en una horas tendría para ella sola, y por primera vez, una persona en su cama.

Ya en el interior del teatro, al comprobar que el acomodador las sentaba en mitad de una sala abarrotada, Beth se creyó a salvo. Por ello, no cayó en la cuenta de que el tanga rojo que llevaba se podía ver a través de la raja de su vestido hasta que notó que la chinita posaba una de sus manos en su rodilla.

Como al principio, la joven no se atrevió a nada más, no dijo nada, pero en cuanto se apagaron la luces Mei se envalentonó y empezó a acariciársela con tanta suavidad, que supuso que se quedaría en eso.  Lo malo fue que aprovechando que la atención de todos estaba en la abertura que en ese momento sonaba sobre el escenario,  los dedos de la oriental se hicieron más osados y ya no se limitaban a recorrer su rodilla, sino que poco a poco iban subiendo por su pierna. Aterrorizada al saber que esas caricias estaban poniéndola mala, le retiró la mano e intentó cerrar la falda mientras susurrando le suplicaba que se quedara quieta.

 Por un momento, su ruego fue correspondido y eso la permitió concentrarse en la música. Acostumbrada al rock, la belleza de esa sinfonía la dejó sin habla y quizás por eso tardó en advertir que el acoso de su clienta se había reiniciado y que su palma estaba recorriendo nuevamente su muslo.

Cabreada por la indiscreción de la joven,  se la volvió a retirar de nuevo mientras le lanzaba una dura advertencia con los ojos para que dejara de meterla mano.

«¿No se da cuenta de que pueden verla?», pensó descompuesta mientras se preparaba para rechazar un nuevo ataque.

Ataque que no se repitió en seguida sino al cabo de unos minutos cuando ya creía que había entrado en razón.

«Joder con la niña malcriada», masculló entre dientes al advertir que por tercera vez aprovechaba la oscuridad para tocarla de nuevo.

Mientras el grupo de violines tomaban protagonismo en la orquesta, entre sus piernas eran las yemas de Mei las que se hacían fuertes y amenazaban con asaltar el reducto escondido tras su tanga. Para entonces Beth ya no escuchaba música alguna, todos sus sentidos estaban concentrados en evitar que esas caricias consiguieran excitarla.

-Quieres quedarte quieta- insistió a su clienta mientras instintivamente cerraba las piernas de golpe.

La sonrisa con que le respondió la chinita fue suficiente para saber que no iba a dejarla en paz. Asumiendo que no iba a parar, la militar se removió inquieta en el asiento, provocando los murmullos y las quejas de la venerable anciana que tenía a su lado.

-He venido a escuchar a Mozart- oyó que protestaba.

Llena de miedo porque la señora notara que su jefa la estaba metiendo mano, puso su bolso en su regazo en un intento de poner freno a la ofensiva de la joven. Pero ésta lo aprovechó para llegar hasta su sexo y sin importarle el posible escándalo, frotó tímidamente con sus yemas el pubis de su objetivo mientras este controlaba de reojo a su vecina de asiento para saber si se estaba enterando. Afortunadamente, la mujer de pelo cano se había olvidado de ellas y seguía con la cabeza la música.

Su acosadora malinterpretó su quietud para seguir manoseándola.

«Dios», gimió en silencio la militar al notar que Mei había localizado su clítoris entre los pliegues.

Asumiendo que solo le quedaba la defensa de su tanga, Beth supo que nada podía hacer y cediendo a la calentura que amenazaba con dominarla, separó lentamente las rodillas pensando que ese pecado quedaría entre ellas. Su cliente sonrió al descubrir el sexo de la militar encharcado y con una determinación incapaz de contener,  metió uno de sus dedos bajo la braga.

-Por favor- murmuró avergonzada, pero no hizo nada por rechazar las caricias de la oriental al sentir que el placer la embargaba.

Mei estaba poseída por la experiencia y notando que la humedad de su acompañante se incrementaba exponencialmente, abiertamente usó dos yemas para torturar el inhiesto botón que escondía entre las piernas.   Sabiéndose derrotada, la rubia dejó de luchar y separando los muslos, dejó el paso franco hacia su sexo. Su clienta no desaprovechó la ocasión y hundió uno de sus dedos en la mojada oquedad de Beth. Ésta se estremeció al experimentar esa invasión y cerrando sus mandíbulas, consiguió no exteriorizar su placer.

-¡Para! Te lo ruego- sollozó al notar la cercanía del orgasmo.

Para su desgracia, la heredera ni siquiera la escuchó e intensificó su ataque mientras la guardaespaldas ya no combatía sus sensaciones y solo temía ser incapaz de retener un aullido. En un momento de cordura, intentó retirarle la mano, pero al comprobar que no la quitaba, se quedó acariciándola mientras la chinita seguía masturbándola cada vez más intensamente.

-Te gusta, ¿verdad?- oyó que le decía al oído.

Ni siquiera le contestó ya que hasta la última neurona de su cerebro amenazaba con explotar en llamaradas al sentir los primeros indicios de un orgasmo prohibido e inconscientemente colaboró con ella moviendo su pubis al ritmo de sus ataques.

La falta de experiencia de la oriental quedó de manifiesto cuando de pronto su víctima se corrió y sus dedos se llenaron de flujo. Sorprendida por el torrente que brotaba de su cueva, se la quedó mirando:

-¿Te has corrido amor mío? – acercando sus labios a la oreja de la militar preguntó.

Beth se quedó de piedra al escuchar ese apelativo y no supo reaccionar cuando olvidando donde estaban Mei la besó mientras a su alrededor todo el mundo se ponía en pie aplaudiendo a la orquesta.

12

El convite posterior al concierto supuso una breve tregua. Ocupada en darse a conocer dentro de las altas esferas de Wall Street, Mei Ouyang dejó momentáneamente de acosar a su guardaespaldas y se concentró en saludar a los diferentes actores de la industria presentes en el evento. Elizabeth Lancaster aprovechó ese alto al fuego para acomodar sus ideas y tras analizar el embrollo en el que estaba, decidió llamar a su jefe para pedirle ayuda.

Con el teléfono en la mano, tardó unos minutos en marcar su número al no saber explicar a su amante que la cliente la había masturbado en mitad del patio de butacas:

«¡Qué vergüenza!», exclamó para sí más preocupada por lo que pensaría de su comportamiento tan poco profesional, que por la infidelidad que ello conllevaba.

«Si yo fuera él, me relevaría de este servicio», maldijo entre dientes al darse cuenta de la intensidad del deseo que esa muñequita de ojos negros provocaba en ella.

Llena de dudas, el sentido de la responsabilidad le hizo llamar y con la respiración entrecortada, escuchó que el hombre que había ocupado su cama los últimos dos años contestaba:

-¿Qué pasa cariño? ¿Alguna novedad?- fue su saludo.

Asustada, Beth prefirió empezar con el rifirrafe que había tenido con el obeso antes de pasar a confesar su pecado:

-Tuvimos un pequeño altercado con un tipo que rápido solucioné.

-No esperaba menos de ti. Contigo a su lado, nuestra cliente está a salvo. ¿Algún otro problema de seguridad?

-No, pero tengo que comentarte un tema personal- contestó casi temblando.

-Preciosa, estoy con mi madre. Mañana me lo cuentas. Un beso- cortando la conversación, Walter la dejó con la palabra en la boca.

-¡Maldito seas! Tenía que decirte que a pesar de parecer una mojigata Mei quiere meterse entre mis piernas y que no sé si voy a poder rechazarla- musitó al micrófono sabiendo que al otro lado de la línea ya no estaba.

Acababa de guardar su móvil en el bolso, cuando vio que su protegida le pedía que se acercara por medio de un gesto. No teniendo otra alternativa que acudir, se encaminó hacia ella mientras observaba a su alrededor buscando alguna amenaza.

Al llegar a su lado, la joven estaba charlando con una pareja y tras presentarla como una amiga, le informó que las acababan de invitar a una fiesta que tendría lugar esa misma noche.

-No creo que sea conveniente, recuerda lo pesados que se ponen tus escoltas cuando les cambias la agenda- protestó sin revelar a esos desconocidos que su clienta había mentido respecto al tipo de conexión que las unía.

-Ellos no dirigen mi vida, son solo unos empleados con algo de cualificación- replicó la asiática dando por terminada una discusión que no había llegado a tener lugar.

Con ganas de saltarla al cuello, tuvo que morderse la lengua y con tono suave, preguntó a los supuestos anfitriones donde tendría lugar el festejo.

-En el piso que tenemos en la torre Trump- contestó la mujer, una pelirroja recauchutada de artificiales pechos.

Esa información la tranquilizó porque no en vano desde siempre ese edificio había sido uno de los más seguros de Nueva York, pero que desde que su dueño había salido elegido presidente se había convertido en un fuerte inexpugnable controlado a todas horas por el servicio secreto.

Aun así, al terminar ese pequeño refrigerio y mientras salían rumbo a la limusina, Beth cogió del brazo a Mei y en voz baja le reclamó el ser tan inconsciente.

-Te pones guapísima cuando te enfadas-con coquetería, la joven magnate replicó sin dar importancia a su cabreo.

 Para una militar entrenada en operaciones especiales, esa actitud de niña caprichosa la desarmó y sin saber cómo actuar la guio entre la gente hasta donde el chofer las esperaba y obviando toda profesionalidad, subió al vehículo antes que su protegida.

 Ésta lejos de tomárselo a mal, no se quejó y sentándose a su lado, le aclaró que había aceptado la invitación porque a la fiesta iba a ir un potentado que quería conocer.

-Soy solo una empleada con algo de cualificación, no tienes por qué darme explicaciones- usando sus propias palabras, Beth respondió dejando de esa forma patente su enfado.

La joven asiática al comprobar el mal humor de su acompañante quiso congraciarse con ella y tomando su mano, murmuró en su oído:

-Eres mucho más que una empleada. Eres mi maestra y junto a ti, descubriré un mundo que siempre había tenido vedado.

Un escalofrió recorrió a la rubia al sentir el aliento de la joven y aterrorizada por la forma en que había descrito su relación, se giró hacia la ventana rehuyendo su mirada.

«Está loca si piensa que voy a echar por la borda toda mi vida», se dijo mientras pensaba en sus palabras y en el alcance de la promesa que encerraban, «ya le he dicho que no soy lesbiana».

Mei asumió el silencio de Beth como un desafío y sabiendo que esa noche la tenía para ella sola, decidió no seguir forzando y aguardar que en las próximas horas se diera la ocasión de poder seducirla. Por ello, durante el resto del trayecto, se mantuvo alejada mientras planeaba cómo conseguiría compartir con ella las caricias que tanto deseaba y que a la vez tanto miedo le daban.

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